ARQUEOLOGÍA

Encuentran los restos de una armadura romana en una zanja o un pecio oculto entre unos arrecifes. Desentierran una inscripción truncada y enmohecida que está casi ilegible, o un ex-voto que algún antepasado piadoso dedicó a su numen protector para obtener alguna prenda que le faltaba o que deseaba hondamente. Cualquiera que sea el despojo arqueológico hallado siglos después de su vida efectiva, sólo en virtud de la arqueología y de la imaginación de los arqueólogos vuelve a cobrar un sentido, aunque en rigor hace mucho tiempo que había dejado de tenerlo. En efecto, para nuestros ojos embotados por lo cotidiano el objeto hallado resulta tan frío (y tan inexplicable) como la lectura de una carta recibida o mandada hace mucho tiempo que, por accidente, vuelves a leer. La lees y ves que tú ya no estás allí; y el otro tampoco. Bueno…, estás, sí, pero arqueológicamente, a través de unas huellas que ahora repasas como quien mira un cuaderno de anotaciones en la vitrina de algún museo moderno; y te sorprende descubrir que ese documento íntimo de pronto se haya vuelto obsceno.

Tampoco el pecio es el trirreme que navegaba cerca de la costa, así como la moneda deformada por el paso del tiempo no es moneda corriente ni tiene valor efectivo alguno y la oración advocativa ya no suena con el tono adecuado con que un miserable pide el favor del dios. Pero comprenderlo no sirve de consuelo.

Ay, qué decepción. Estábamos a un paso de ser un objeto arqueológico y no lo sabíamos.

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