Al comienzo de un libro muy conocido de Marvin Harris (Bueno para comer. Madrid: Alianza, 1999) Harris observa que, en materia de comida, los seres humanos nos comportamos de acuerdo con pautas relativistas. En efecto, unos comen perros y otros encuentran esta práctica sacrílega, por no decir que la creen de pésimo gusto y, no obstante, admiten –de facto o de iure– que zamparse un bull-dog, pongamos por caso, es tan aceptable como comerse un salteado de langostas o una chuleta de caballo.
(Por supuesto que esta pauta relativista también se aplica en muchos otros terrenos: en el sexo, en la vivienda, en la higiene personal, en la decoración de las casas y en las creencias religiosas; aunque aquí habría que apuntar como reconocida excepción a los judíos ortodoxos y a sus primos hermanos, los islamistas radicales, que son gentes de insufrible intolerancia.)
A menudo me asalta la sospecha de que quienes claman y se desgañitan en cuanto tienen oportunidad contra la “amenaza del relativismo” son una especie de bárbaros que a la postre –nunca mejor dicho– quieren que todo el mundo coma en MacDonald’s.