In memorian Ch. P.
Sé fiel hasta la muerte
Apocalipsis, 2,10
O make me a mask
Dylan Thomas
Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que
Johnny no estaba bien, y he ido en seguida al hotel. Desde hace unos
días Johnny y Dédée viven en un hotel de la rue
Lagrange, en una pieza del cuarto piso. Me ha bastado ver la puerta
de la pieza para darme cuenta de que Johnny está en la peor de
las miserias; la ventana da a un patio casi negro, y a la una de la
tarde hay que tener la luz encendida si se quiere leer el diario o verse
la cara. No hace frío, pero he encontrado a Johnny envuelto en
una frazada, encajado en un roñoso sillón que larga por
todos lados pedazos de estopa amarillenta. Dédée está
envejecida, y el vestido rojo le queda muy mal; es un vestido para el
trabajo, para las luces de la escena; en esa pieza del hotel se convierte
en una especie de coágulo repugnante.
-El compañero Bruno es fiel como el mal aliento -ha dicho Johnny
a manera de saludo, remontando las rodillas hasta apoyar en ellas el
mentón. Dédée me ha alcanzado una silla y yo he
sacado un paquete de Gauloises. Traía un frasco de ron en el
bolsillo, pero no he querido mostrarlo hasta hacerme una idea de lo
que pasa. Creo que lo más irritante era la lamparilla con su
ojo arrancado colgando del hilo sucio de moscas. Después de mirarla
una o dos veces, y ponerme la mano como pantalla, le he preguntado a
Dédée si no podíamos apagar la lamparilla y arreglarnos
con la luz de la ventana. Johnny seguía mis palabras y mis gestos
con una gran atención distraída, como un gato que mira
fijo pero que se ve que está por completo en otra cosa; que es
otra cosa. Por fin Dédée se ha levantado y ha apagado
la luz. En lo que quedaba, una mezcla de gris y negro, nos hemos reconocido
mejor. Johnny ha sacado una de sus largas manos flacas de debajo de
la frazada, y yo he sentido la fláccida tibieza de su piel. Entonces
Dédée ha dicho que iba a preparar unos nescafés.
Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé.
Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta
de que no está en la última miseria; todavía puede
resistir un poco.
-Hace rato que no nos veíamos -le he dicho a Johnny-. Un mes
por lo menos.
-Tú no haces más que contar el tiempo -me ha contestado
de mal humor-. El primero, el dos, el tres, el veintiuno. A todo le
pones un número, tú. Y ésta es igual. ¿Sabes
por qué está furiosa? Porque he perdido el saxo. Tiene
razón, después de todo.
-¿Pero cómo has podido perderlo? -le he preguntado, sabiendo
en el mismo momento que era justamente lo que no se le puede preguntar
a Johnny.
-En el métro -ha dicho Johnny-. Para mayor seguridad lo había
puesto debajo del asiento. Era magnífico viajar sabiendo que
lo tenía debajo de las piernas, bien seguro.
-Se dio cuenta cuando estaba subiendo la escalera del hotel -ha dicho
Dédée, con la voz un poco ronca-. Y yo tuve que salir
como una loca a avisar a los del métro, a la policía.
Por el silencio siguiente me he dado cuenta de que ha sido tiempo perdido.
Pero Johnny ha empezado a reírse como hace él, con una
risa más atrás de los dientes y de los labios.
-Algún pobre infeliz estará tratando de sacarle algún
sonido -ha ,dicho-. Era uno de los peores saxos que he tenido nunca;
se veía que Doc Rodríguez había tocado en él,
estaba completamente deformado por el lado del alma. Como aparato en
sí no era malo, pero Rodríguez es capaz de echar a perder
un Stradivarius con solamente afinarlo.
-¿Y no puedes conseguir otro?
-Es lo que estamos averiguando -ha dicho Dédée-. Parece
que Rory Friend tiene uno. Lo malo es que el contrato de Johnny...
-El contrato -ha remedado Johnny-. Qué es eso del contrato. Hay
que tocar y se acabó, y no tengo saxo ni dinero para comprar
uno, y los muchachos están igual que yo.
Esto último no es cierto, y los tres lo sabemos. Nadie se atreve
ya a prestarle un instrumento a Johnny, porque lo pierde o acaba con
él en seguida. Ha perdido el saxo de Louis Rolling en Bordeaux,
ha roto en tres pedazos, pisoteándolo y golpeándolo, el
saxo que Dédée había comprado cuando lo contrataron
para una gira por Inglaterra. Nadie sabe ya cuántos instrumentos
lleva perdidos, empeñados o rotos. Y en todos ellos tocaba como
yo creo que solamente un dios puede tocar un saxo alto, suponiendo que
hayan renunciado a las liras y a las flautas.
-¿Cuándo empiezas, Johnny?
-No sé. Hoy, creo, ¿eh, Dé?
-No, pasado mañana.
-Todo el mundo sabe las fechas menos yo -rezonga Johnny, tapándose
hasta las orejas con la frazada-. Hubiera jurado que era esta noche,
y que esta tarde había que ir a ensayar.
-Lo mismo da -ha dicho Dédée-. La cuestión es que
no tienes saxo.
-¿Cómo lo mismo da? No es lo mismo. Pasado mañana
es después de mañana, y mañana es mucho después
de hoy. Y hoy mismo es bastante después de ahora, en que estamos
charlando con el compañero Bruno y yo me sentiría mucho
mejor si me pudiera olvidar del tiempo y beber alguna cosa caliente.
-Ya va a hervir el agua, espera un poco.
-No me refería al calor por ebullición ha dicho Johnny.
Entonces he sacado el frasco de ron y ha sido como si encendiéramos
la luz, porque Johnny ha abierto de par en par la boca, maravillado,
y sus dientes se han puesto a brillar, y hasta Dédée ha
tenido que sonreírse al verlo tan asombrado y contento. El ron
con el nescafé no estaba mal del todo, y los tres nos hemos sentido
mucho mejor después del segundo trago y de un cigarrillo. Ya
para entonces he advertido que Johnny se retraía poco a poco
y que seguía haciendo alusiones al tiempo, un tema que le preocupa
desde que lo conozco. He visto pocos hombres tan preocupados por todo
lo que se refiere al tiempo. Es una manía, la peor de sus manías,
que son tantas. Pero él la despliega y la explica con una gracia
que pocos pueden resistir. Me he acordado de un ensayo antes de una
grabación, en Cincinnati, y esto era mucho antes de venir a París,
en el cuarenta y nueve o el cincuenta. Johnny estaba en gran forma en
esos días, y yo había ido al ensayo nada más que
para escucharlo a él y también a Miles Davis. Todos tenían
ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me
acuerdo quizá por contraste, por lo mal vestido y lo sucio que
anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el
técnico de sonido hacia señales de contento detrás
de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento,
cuando Johnny estaba como perdido en su alegría, de golpe dejó
de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién
dijo: "Esto lo estoy tocando mañana", y los muchachos
se quedaron cortados, apenas dos o tres siguieron unos compases, como
un tren que tarda en frenar, y Johnny se golpeaba la frente y repetía:
"Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto
ya lo toqué mañana", y no lo podían hacer
salir de eso, y a partir de entonces todo anduvo mal, Johnny tocaba
sin ganas y deseando irse (a drogarse otra vez, dijo el técnico
de sonido muerto de rabia), y cuando lo vi salir, tambaleándose
y con la cara cenicienta, me pregunté si eso iba a durar todavía
mucho tiempo.
-Creo que llamaré al doctor Bernard -ha dicho Dédée,
mirando de reojo a Johnny, que bebe su ron a pequeños sorbos-.
Tienes fiebre, y no comes nada.
-El doctor Bernard es un triste idiota -ha dicho Johnny, lamiendo su
vaso-. Me va a dar aspirinas, y después dirá que le gusta
muchísimo el jazz, por ejemplo Ray Noble. Te das una idea, Bruno.
Si tuviera el saxo lo recibiría con una música que lo
haría bajar de vuelta los cuatro pisos con el culo en cada escalón.
-De todos modos no te hará mal tomarte las aspirinas -he dicho,
mirando de reojo a Dédée-. Si quieres yo telefonearé
al salir, así Dédée no tiene que bajar. Oye pero
ese contrato... Si empiezas pasado mañana creo que se podrá
hacer algo. También yo puedo tratar de sacarle un saxo a Rory
Friend. Y en el peor de los casos... La cuestión es que vas a
tener que andar con más cuidado, Johnny.
-Hoy no -ha dicho Johnny mirando el frasco de ron-. Mañana, cuando
tenga el saxo. De manera que no hay por qué hablar de eso ahora.
Bruno, cada vez que me doy mejor cuenta de que el tiempo... Yo creo
que la música ayuda siempre a comprender un poco este asunto.
Bueno, no a comprender porque la verdad es que no comprendo nada. Lo
único que hago es darme cuenta de que hay algo. Como esos sueños,
no es cierto, en que empiezas a sospecharte que todo se va a echar a
perder, y tienes un poco de miedo por adelantado; pero al mismo tiempo
no estás nada seguro, y a lo mejor todo se da vuelta como un
panqueque y de repente estás acostado con una chica preciosa
y todo es divinamente perfecto.
Dédée está lavando las tazas y los vasos en un
rincón del cuarto. Me he dado cuenta de que ni siquiera tienen
agua corriente en la pieza; veo una palangana con flores rosadas y una
jofaina que me hace pensar en un animal embalsamado. Y Johnny sigue
hablando con la boca tapada a medias por la frazada, y también
él parece un embalsamado con las rodillas contra el mentón
y su cara negra y lisa que el ron y la fiebre empiezan a humedecer poco
a poco.
-He leído algunas cosas sobre todo eso, Bruno. Es muy raro, y
en realidad tan difícil... Yo creo que la música ayuda,
sabes. No a entender, porque en realidad no entiendo nada. -Se golpea
la cabeza con el puño cerrado. La cabeza le suena como un coco.
-No hay nada aquí dentro, Bruno, lo que se dice nada. Esto no
piensa ni entiende nada. Nunca me ha hecho falta, para decirte la verdad.
Yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo
mejor entiendo. Pero no es realmente entender, en eso estoy de acuerdo.
-Te va a subir la fiebre -ha rezongado Dédée desde el
fondo de la pieza.
-Oh, cállate. Es verdad, Bruno. Nunca he pensado en nada, solamente
de golpe me doy cuenta de lo que he pensado, pero eso no tiene gracia,
¿verdad? ¿Qué gracia va a tener darse cuenta de
que uno ha pensado algo? Para el caso es lo mismo que si pensaras tú
o cualquier otro. No soy yo, yo. Simplemente saco provecho de lo que
pienso, pero siempre después, y eso es lo que no aguanto. Ah,
es difícil, es tan difícil.. ¿No ha quedado ni
un trago?
Le he dado las últimas gotas de ron, justamente cuando Dédée
volvía a encender la luz; ya casi no se veía en la pieza.
Johnny está sudando, pero sigue envuelto en la frazada, y de
cuando en cuando se estremece y hace crujir el sillón.
-Me di cuenta cuando era muy chico, casi en seguida de aprender a tocar
el saxo. En mi casa había siempre un lío de todos los
diablos, y no se hablaba más que de deudas, de hipotecas. ¿Tú
sabes lo que es una hipoteca? Debe ser algo terrible, porque la vieja
se tiraba de los pelos cada vez que el viejo hablaba de la hipoteca,
y acababan a los golpes. Yo tenia trece años... pero ya has oído
todo eso.
Vaya si lo he oído; vaya si he tratado de escribirlo bien y verídicamente
en mi biografía de Johnny.
-Por eso en casa el tiempo no acababa nunca, sabes. De pelea en pelea,
casi sin comer. Y para colmo la religión, ah, eso no te lo puedes
imaginar. Cuando el maestro me consiguió un saxo que te hubieras
muerto de risa si lo ves, entonces creo que me di cuenta en seguida.
La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una
manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo
que la música me metía en el tiempo. Pero entonces hay
que creer que este tiempo no tiene nada que ver con... bueno, con nosotros,
por decirlo así.
Como hace rato que conozco las alucinaciones de Johnny, de todos los
que hacen su misma vida, lo escucho atentamente pero sin preocuparme
demasiado por lo que dice. Me pregunto en cambio cómo habrá
conseguido la droga en París. Tendré que interrogar a
Dédée, suprimir su posible complicidad. Johnny no va a
poder resistir mucho más en ese estado. La droga y la miseria
no saben andar juntas. Pienso en la música que se está
perdiendo, en las docenas de grabaciones donde Johnny podría
seguir dejando esa presencia, ese adelanto asombroso que tiene sobre
cualquier otro músico. "Esto lo, estoy tocando mañana"
se me llena de pronto de un sentido clarísimo, porque Johnny
siempre está tocando mañana y el resto viene a la zaga,
en este hoy que él salta sin esfuerzo con las primeras notas
de su música.
Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender
mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que estoy pensando está
por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar con sus
frases truncadas, sus suspiros, sus súbitas rabias y sus llantos.
A él le importa un bledo que yo lo crea genial, y nunca se ha
envanecido de que su música esté mucho más allá
de la que tocan sus compañeros. Pienso melancólicamente
que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado
a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por
no decir que él es la boca y yo... Todo crítico, ay, es
el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de
morder y mascar. Y la boca se mueve otra vez, golosamente la gran lengua
de Johnny recoge un chorrito de saliva de los labios. Las manos hacen
un dibujo en el aire.
-Bruno, si un día lo pudieras escribir... No por mí, entiendes,
a mí qué me importa. Pero debe ser hermoso, yo siento
que debe ser hermoso. Te estaba diciendo que cuando empecé a
tocar de chico me di cuenta de que el tiempo cambiaba. Esto se lo conté
una vez a Jim y me dijo que todo el mundo se siente lo mismo, y que
cuando uno se abstrae... Dijo así, cuando uno se abstrae. Pero
no, yo no me abstraigo cuando toco. Solamente que cambio de lugar. Es
como en un ascensor, tú estás en el ascensor hablando
con la gente, y no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer piso,
el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí
abajo, y tú estás terminando la frase que habías
empezado al entrar, y entre las primeras palabras y las últimas
hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé a tocar
que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo
puedo decir asi. No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión.
Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran
como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está
en el ropero, pero a mf no vas a decirme que en ese momento ese traje
existe. El traje existe cuando me lo pongo, y la hipoteca y la religión
existían cuando terminaba de tocar y la vieja entraba con el
pelo colgándole en mechones y se quejaba dé que yo le
rompía las orejas con esa-música-del-diablo.
Dédée ha traído otra taza de nescafé, pero
Johnny mira tristemente su vaso vacío.
-Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados. Me empiezo
a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se
rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe
más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija,
Bruno? Caben dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate
que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes
y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente
caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor
es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la
valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en
el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso
cuando viajo en el métro.
-Cuándo viajas en el métro.
-Eh, sí, ahí está la cosa -ha dicho socorronamente
Johnny-. El métro es un gran invento, Bruno. Viajando en el métro
te das cuenta de todo lo que podría caber en la valija. A lo
mejor no perdí el saxo en el métro, a lo mejor...
Se echa a reír, tose, y Dédée lo mira inquieta.
Pero él hace gestos, se ríe y tose mezclando todo, sacudiéndose
debajo de la frazada como un chimpancé. Le caen lágrimas
y se las bebe, siempre riendo.
-Mejor es no confundir las cosas -dice después de un rato-. Lo
perdí y se acabó. Pero el métro me ha servido para
darme cuenta del truco de la valija. Mira, esto de las cosas elásticas
es muy raro, yo lo siento en todas partes. Todo es elástico,
chico. Las cosas que pacecen duras tienen una elasticidad...
Piensa, concentrándose.
-...una elasticidad retardada -agrega sorprendentemente. Yo hago un
gesto de admiración aprobatoria. Bravo, Johnny. El hombre que
dice que no es capaz de pensar. Vaya con Johnny. Y ahora estoy realmente
interesado por lo que va a decir, y él se da cuenta y me mira
más socarronamente que nunca.
-¿Tú crees que podré conseguir otro saxo para tocar
pasado mañana, Bruno?
-Sí, pero tendrás que tener cuidado.
-Claro, tendré que tener cuidado.
-Un contrato de un mes -explica la pobre Dédée-. Quince
días en la boîte de Rémy, dos conciertos y los discos.
Podríamos arreglarnos tan bien.
-Un contrato de un mes -remeda Johnny con grandes gestos-. La boîte
de Rémy, dos conciertos y los discos. Be-bata-bop bop bop, chrrr.
Lo que tiene es sed, una sed, una sed. Y unas ganas de fumar, de fumar.
Sobre todo unas ganas de fumar.
Le ofrezco un paquete de Gauloises, aunque sé muy bien que está
pensando en la droga. Ya es de noche, en el pasillo empieza un ir y
venir de gente, diálogos en árabe, una canción.
Dédée se ha marchado, probablemente a comprar alguna cosa
para la cena. Siento la mano de Johnny en la rodilla.
-Es una buena chica, sabes. Pero me tiene harto. Hace rato que no la
quiero, que no puedo sufrirla. Todavía me excita, a ratos, sabe
hacer el amor como... -junta los dedos a la italiana-. Pero tengo que
librarme de ella, volver a Nueva York. Sobre todo tengo que volver a
Nueva York, Bruno.
-¿Para qué? Allá te estaba yendo peor que aquí.
No me refiero al trabajo sino a tu vida misma. Aquí me parece
que tienes más amigos.
-Si, estás tú y la marquesa, y los chicos del club...
¿Nunca hiciste el amor con la marquesa, Bruno?
-No.
-Bueno, es algo que... Pero yo te estaba hablando del métro,
y no sé por qué cambiamos de tema. El métro es
un gran invento, Bruno. Un día empecé a sentir algo en
el métro, después me olvidé... Y entonces se repitió,
dos o tres días después. Y al final me di cuenta. Es fácil
de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la
verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente
no se puede explicar. Tendrías que tomar el métro y esperar
a que te ocurra, aunque me parece que eso solamente me ocurre a mí.
Es un poco así, mira. ¿Pero de verdad nunca hiciste el
amor con la marquesa? Le tienes que pedir que suba al taburete dorado
que tiene en el rincón del dormitorio, al lado de una lámpara
muy bonita, y entonces... Bah, ya está ésa de vuelta.
Dédée entra con un bulto, y mira a Johnny.
-Tienes más fiebre. Ya telefoneé al doctor, va a venir
a las diez. Dice que te quedes tranquilo.
-Bueno, de acuerdo, pero antes le voy a contar lo del métro a
Bruno. El otro día me di bien cuenta de lo que pasaba. Me puse
a pensar en mi vieja, después en Lan y los chicos, y claro, al
momento me parecía que estaba caminando por mi barrio, y veía
las caras de los muchachos, los de aquel tiempo. No era pensar, me parece
que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado
en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo.
¿Té das cuenta? Jim dice que todos somos iguales, que
en general (así dice) uno no piensa por su cuenta. Pongamos que
sea así, la cuestión es que yo había tomado el
métro en la estación de Saint-Michel y en seguida me puse
a pensar en Lan y los chicos, y a ver el barrio. Apenas me senté
me puse a pensar en ellos. Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que
estaba en el métro, y vi que al cabo de un minuto más
o menos llegábamos a Odéon, y que la gente entraba y salía.
Entonces seguí pensando en Lan y vi a mi vieja cuando volvía
de hacer las compras, y empecé a verlos a todos, a estar con
ellos de una manera hermosísima, como hacia mucho que no sentía.
Los recuerdos son siempre un asco, pero esta vez me gustaba pensar en
los chicos y verlos. Si me pongo a contarte todo lo que vi no lo vas
a creer porque tendría para rato. Y eso que ahorraría
detalles. Por ejemplo, para decirte una sola cosa, veía a Lan
con un vestido verde que se ponía cuando iba al Club 33 donde
yo tocaba con Hamp. Veía el vestido con unas cintas, un moño,
una especie de adorno al costado y un cuello... No al mismo tiempo,
sino que en realidad me estaba paseando alrededor del vestido de Lan
y lo miraba despacio. Y después miré la cara de Lan y
la de los chicos, y después mé acordé de Mike que
vivía en la pieza de al lado, y cómo Mike me había
contado la historia de unos caballos salvajes en Colorado, y él
que trabajaba en un rancho y hablaba sacando pecho como los domadores
de caballos...
-Johnny -ha dicho Dédée desde su rincón.
-Fíjate que solamente te cuento un pedacito de todo lo que estaba
pensando y viendo. ¿Cuánto hará que te estoy contando
este pedacito?
-No sé, pongamos unos dos minutos.
-Pongamos unos dos minutos -remeda Johnny-. Dos minutos y te he contado
un pedacito nada más. Si te contara todo lo que les vi hacer
a los chicos, y cómo Hamp tocaba Save it, pretty mamma y yo escuchaba
cada nota, entiendes, cada nota, y Hamp no es de los que se cansan,
y si te contara que también le oí a mi vieja una oración
larguísima, donde hablaba de repollos, me parece, pedía
perdón por mi viejo y por mí y decía algo de unos
repollos... Bueno, si te contara en detalle todo eso, pasarían
más de dos minutos, ¿eh, Bruno?
-Si realmente escuchaste y viste todo eso, pasaría un buen cuarto
de hora -le he dicho, riéndome.
-Pasaría un buen cuarto de hora, eh, Bruno. Entonces me vas a
decir cómo puede ser que de repente siento que el métro
se para y yo me salgo de mi vieja y Lan y todo aquello, y veo que estamos
en Saint-Germain-des-Prés, que queda justo a un minuto y medio
de Odéon.
Nunca me preocupo demasiado por las cosas que dice Johnny pero ahora,
con su manera de mirarme, he sentido frío.
-Apenas un minuto y medio por tu tiempo, por el tiempo de ésa
-ha dicho rencorosamente Johnny-. Y también por el del métro
y el de mi reloj, malditos sean. Entonces, ¿cómo puede
ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo
se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? Te juro que
ese día no había fumado ni un pedacito ni una hojita -agrega
como un chico que se excusa-. Y después me ha vuelto a suceder,
ahora me empieza a suceder en todas partes. Pero -agrega astutamente-
sólo en el métro me puedo dar cuenta porque viajar en
el métro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son
los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo
sé que hay otro, y he estado pensando, pensando...
Se tapa la cara con las manos y tiembla. Yo quisiera haberme ido ya,
y no sé cómo hacer para despedirme sin que Johnny se resienta,
porque es terriblemente susceptible con sus amigos. Si sigue así
le va a hacer mal, por lo menos con Dédée no va a hablar
de esas cosas.
-Bruno~si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos, o como cuando
estoy tocando y también el tiempo cambia... Te das cuenta de
lo que podría pasar en un minuto y medio... Entonces un hombre,
no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían
vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos
vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los
relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana...
Sonrío lo mejor que puedo, comprendiendo vagamente que tiene
razón, pero que lo que él sospecha y lo que yo presiento
de su sospecha se va a borrar como siempre apenas esté en la
calle y me meta en mi vida de todos los días. En ese momento
estoy seguro de que Johnny dice algo que no nace solamente de que está
medio loco, de que la realidad se le escapa y le deja en cambio una
especie de parodia que él convierte en una esperanza. Todo lo
que Johnny me dice en momentos así (y hace más de cinco
años que Johnny me dice y les dice a todos cosas parecidas) no
se puede escuchar prometiéndose volver a pensarlo más
tarde. Apenas se está en la calle, apenas es el recuerdo y no
Johnny quien repite las palabras, todo se vuelve un fantaseo de la marihuana,
un manotear monótono (por que hay otros que dicen cosas parecidas,
a cada rato se sabe de testimonios parecidos) y después de la
maravilla nace la irritación, y a mí por lo menos me pasa
que siento como si Johnny me hubiera estado tomando el pelo. Pero esto
ocurre siempre al otro día, no cuando Johnny me lo está
diciendo, porque entonces siento que hay algo que quiere ceder en alguna
parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera
necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo como un tronco
metiéndole una cuña y martillando hasta el final. Y Johnny
ya no tiene fuerzas para martillar nada, y yo ni siquiera sé
qué martillo haría falta para meter una cuña que
tampoco me imagino.
De manera que al final me he ido de la pieza, pero antes ha pasado una
de esas cosas que tienen que pasar -ésa u otra parecida-, y es
que cuando me estaba despidiendo de Dédée y le daba al
espalda a Johnny he sentido que algo ocurría, lo he visto en
los ojos de Dédée y me he vuelto rápidamente (porque
a lo mejor le tengo un poco de miedo a Johnny, a este ángel que
es como mi hermano, a este hermano que es como mi ángel) y he
visto a Johnny que se ha quitado de golpe la frazada con que estaba
envuelto, y lo he visto sentado en el sillón completamente desnudo,
con las piernas levantadas y las rodillas junto al mentón, temblando
pero riéndose, desnudo de arriba a abajo en el sillón
mugriento.
-Empieza a hacer calor -ha dicho Johnny. Bruno, mira qué hermosa
cicatriz tengo entre las costillas.
-Tápate -ha mandado Dédée, avergonzada y sin saber
qué decir. Nos conocemos bastante y un hombre desnudo no es más
que un hombre desnudo, pero de todos modos Dédée ha tenido
vergüenza y yo no sabia cómo hacer para no dar la impresión
de que lo que estaba haciendo Johnny me chocaba. Y él lo sabía
y se ha reído con toda su bocaza, obscenamente manteniendo las
piernas levantadas, el sexo colgándole al borde del sillón
como un mono en el zoo, y la piel de los muslos con unas raras manchas
que me han dado un asco infinito. Entonces Dédée ha agarrado
la frazada y lo ha envuelto presurosa, mientras Johnny se reía
y parecía muy feliz. Me he despedido vagamente, prometiendo volver
al otro día, y Dédée me ha acompañado hasta
el rellano, cerrando la puerta para que Johnny no oiga lo que va a decirme.
-Está así desde que volvimos de la gira por Bélgica.
Había tocado tan bien en todas partes, y yo estaba tan contenta.
-Me pregunto de dónde habrá sacado la droga -he dicho,
mirándola en los ojos.
-No sé. Ha estado bebiendo vino y coñac casi todo el tiempo.
Pero también ha fumado, aunque menos que allá...
Allá es Baltimore y Nueva York, son los tres meses en el hospital
psiquiátrico de Bellevue, y la larga temporada en Camarillo.
¿Realmente Johnny tocó bien en Bélgica, Dédée?
-Sí, Bruno, me parece que mejor que nunca. La gente estaba enloquecida,
y los muchachos de la orquesta me lo dijeron muchas veces. De repente
pasaban cosas raras, como siempre con Johnny, pero por suerte nunca
delante del público. Yo creí... pero ya ve, ahora es peor
que nunca.
¿Peor que en Nueva York? Usted no lo conoció en esos años.
Dédée no es tonta, pero a ninguna mujer le gusta que le
hablen de su hombre cuando aún no estaba en su vida, aparte de
que ahora tiene que aguantarlo y lo de antes no son más que palabras.
No sé cómo decírselo, y ni siquiera le tengo plena
confianza, pero al final me decido.
-Me imagino que se han quedado sin dinero.
-Tenemos ese contrato para empezar pasado mañana -ha dicho Dédée.
-¿Usted cree que va a poder grabar y presentarse en público?
-Oh, sí -ha dicho Dédée un poco sorprendida-. Johnny
puede tocar mejor que nunca si el doctor Bernard le corta la gripe.
La cuestión es el saxo.
-Me voy a ocupar de eso. Aquí tiene, Dédée. Solamente
que... Lo mejor sería que Johnny no lo supiera.
-Bruno...
Con un gesto, y empezando a bajar la escalera, he detenido las palabras
imaginables, la gratitud inútil de Dédée. Separado
de ella por cuatro o cinco peldaños me ha sido más fácil
decírselo.
-Por nada del mundo tiene que fumar antes del primer concierto. Déjelo
beber un poco pero no le dé dinero para lo otro.
Dédée no ha contestado nada; aunque he visto cómo
sus manos doblaban y doblaban los billetes, hasta hacerlos desaparecer.
Por lo menos tengo la seguridad de que Dédée no fuma.
Su única complicidad puede nacer del miedo o del amor. Si Johnny
se pone de rodillas, como lo he visto en Chicago, y le suplica llorando...
Pero es un riesgo como tantos otros con Johnny, y por el momento habrá
dinero para comer y para remedios. En la calle me he subido el cuello
de la gabardina porque empezaba a lloviznar, y he respirado hasta que
me dolieron los pulmones; me ha parecido que París olía
a limpio, a pan caliente. Sólo ahora me he dado cuenta de cómo
olía la pieza de Johnny, el cuerpo de Johnny sudando bajo la
frazada. He entrado en un café para beber un coñac y lavarme
la boca, quizá también la memoria que insiste e insiste
en las palabras de Johnny, sus cuentos, su manera de ver lo que yo no
veo y en el fondo no quiero ver. Me he puesto a pensar en pasado mañana
y era como una tranquilidad, como un puente bien tendido del mostrador
hacia adelante.
Cuando no se está demasiado seguro de nada, lo mejor es crearse
deberes a manera de flotadores. Dos o tres días después
he pensado que tenía el deber de averiguar si la marquesa le
está facilitando marihuana a Johnny Carter, y he ido al estudio
de Montparnasse. La marquesa es verdaderamente una marquesa, tiene dinero
a montones que le viene del marqués, aunque hace rato que se
hayan divorciado a causa de la marihuana y otras razones parecidas.
Su amistad con Johnny viene de Nueva York, probablemente del año
que Johnny se hizo famoso de la noche a la mañana simplemente
porque alguien le dio la oportunidad de reunir a cuatro o cinco muchachos
a quienes les gustaba su estilo, y Johnny pudo tocar a sus anchas por
primera vez y los dejó a todos asombrados. Este no es el momento
de hacer crítica de jazz, y los interesados pueden leer mi libro
sobre Johnny y el nuevo estilo de la posguerra, pero bien puedo decir
que el cuarenta y ocho -digamos hasta el cincuenta- fue como una explosión
de la música, pero una explosión fría, silenciosa,
una explosión en la que cada cosa quedó en su sitio y
no hubo gritos ni escombros, pero la costra de la costumbre se rajó
en millones de pedazos y hasta sus defensores (en las orquestas y en
el público) hicieron una cuestión de amor propio de algo
que ya no sentían como antes. Porque después del paso
de Johnny por el saxo alto no se puede seguir oyendo a los músicos
anteriores y creer que son el non plus ultra; hay que conformarse con
aplicar esa especie de resignación disfrazada que se llama sentido
histórico, y decir que cualquiera de esos músicos ha sido
estupendo y lo sigue siendo en-su-momento. Johnny ha pasado por el jazz
como una mano que da vuelta la hoja, y se acabó.
La marquesa, que tiene unas orejas de lebrel para todo lo que sea música,
ha admirado siempre una enormidad a Johnny y a sus amigos del grupo.
Me imagino que debió darles no pocos dólares en los días
del Club 33, cuando la mayoría de los críticos protestaban
por las grabaciones de Johnny y juzgaban su jazz con arreglo a criterios
más que podridos. Probablemente también en esa época
la marquesa empezó a acostarse de cuando en cuando con Johnny,
y a fumar con él. Muchas veces los he visto juntos antes de las
sesiones de grabación o en los entreactos de los conciertos,
y Johnny parecía enormemente feliz al lado de la marquesa, aunque
en alguna otra platea o en su casa estaban Lan y los chicos esperándolo.
Pero Johnny no ha tenido jamás idea de lo que es esperar nada,
y tampoco se imagina que alguien pueda estar esperándolo. Hasta
su manera de plantar a Lan lo pinta de cuerpo entero. He visto la postal
que le mandó desde Roma, después de cuatro meses de ausencia
(se había trepado a un avión con otros dos músicos
sin que Lan supiera nada). La postal representaba a Rómulo y
Remo, que siempre le han hecho mucha gracia a Johnny (una de sus grabaciones
se llama así), y decía: "Ando solo en una multitud
de amores", que es un fragmento de un poema de Dylan Thomas a quien
Johnny lee todo el tiempo. Los agentes de Johnny en Estados Unidos se
arreglaron para deducir una parte de sus regalías y entregarlas
a Lan, que por su parte comprendió pronto que no había
hecho tan mal negocio librándose de Johnny. Alguien me dijo que
la marquesa dio también dinero a Lan, sin que Lan supiera de
dónde procedía. No me extraña porque la marquesa
es descabelladamente buena y entiende el mundo un poco como las tortillas
que fabrica en su estudio cuando los amigos empiezan a llegar a montones,
y que consiste en tener una especie de tortilla permanente a la cual
echa diversas cosas y va sacando pedazos y ofreciéndolos cuando
hace falta.
He encontrado a la marquesa con Marcel Gavoty y con Art Boucaya, y precisamente
estaban hablando de las grabaciones que había hecho Johnny la
tarde anterior. Me han caído encima como si vieran llegar a un
arcángel, la marquesa me ha besuqueado hasta cansarse, y los
muchachos me han palmeado como pueden hacerlo un contrabajista y un
saxo barítono. He tenido que refugiarme detrás de un sillón,
defendiéndome como podía, y todo porque se han enterado
de que soy el proveedor del magnífico saxo con el cual Johnny
acaba de grabar cuatro o cinco de sus mejores improvisaciones. La marquesa
ha dicho en seguida que Johnny era una rata inmunda, y que como estaba
peleado con ella (no ha dicho por qué) la rata inmunda sabía
muy bien que sólo pidiéndole perdón en debida forma
hubiera podido conseguir el cheque para ir a comprarse un saxo. Naturalmente
Johnny no ha querido pedir perdón desde que ha vuelto a París
-la pelea parece que ha sido en Londres, dos meses atrás- y en
esa forna nadie podía saber que había perdido su condenado
saxo en el métro, etcétera. Cuando la marquesa se echa
a hablar uno se pregunta si el estilo de Dizzy no se le ha pegado al
idioma, pues es una serie interminable de variaciones en los registros
más inesperados, hasta que al final la marquesa se da un gran
golpe en los muslos, abre de par en par la boca y se pone a reír
como si la estuvieran matando a cosquillas. Y entonces Art Boucaya ha
aprovechado para darme detalles de la sesión de ayer, que me
he perdido por culpa de mi mujer non neumonía.
-Tica puede dar fe -ha dicho Art mostrando a la marquesa que se retuerce
de risa-. Bruno, no te puedes imaginar lo que fue eso hasta que oigas
los discos. Si Dios estaba ayer en alguna parte puedes creerme que era
en esa condenada sala de grabación, donde hacía un calor
de mil demonios dicho sea de paso. ¿Te acuerdas de Willow Tree,
Marcel?
-Si me acuerdo -ha dicho Marcel-. El estúpido pregunta si me
acuerdo. Estoy tatuado de la cabeza a los pies con Wittow Tree.
Tica nos ha traído highballs y nos hemos puesto cómodos
para charlar. En realidad hemos hablado poco de la sesión de
ayer, porque cualquier músico sabe que de esas cosas no se puede
hablar, pero lo poco que han dicho me ha devuelto alguna esperanza y
he pensado que tal vez mi saxo le traiga buena suerte a Johnny. De todas
maneras no han faltado las anécdotas que enfriaran un poco esa
esperanza, como por ejemplo que Johnny se ha sacado los zapatos entre
grabación y grabación, y se ha paseado descalzo por el
estudio. Pero en cambio se ha reconciliado con la marquesa y ha prometido
venir al estudio a tomar una copa antes de su presentación de
esta noche.
-¿Conoces a la muchacha que tiene ahora Johnny? -ha querido saber
Tica. Le he hecho una descripción lo más sucinta posible,
pero Marcel la ha completado a la francesa, con toda clase de matices
y alusiones que han divertido muchísimo a la marquesa. No se
ha hecho la menor referencia a la droga, aunque yo estoy tan aprensivo
que me ha parecido olerla en el aire del estudio de Tica, aparte de
que Tica se ríe de una manera que también noto a veces
en Johnny y en Art, y que delata a los adictos. Me pregunto cómo
se habrá procurado Johnny la marihuana si estaba peleado con
la marquesa; mi confianza en Dédée se ha venido bruscamente
al suelo, si es que en realidad le tenía confianza. En el fondo
son todos iguales.
Envidio un poco esa igualdad que los acerca, que los vuelve cómplices
con tanta facilidad; desde mi mundo puritano -no necesito confesarlo,
cualquiera que me conozca sabe de mi horror al desorden moral- los veo
como a ángeles enfermos, irritantes a fuerza de irresponsabilidad
pero pagando los cuidados con cosas como los discos de Johnny, la generosidad
de la marquesa. Y no digo todo, y quisiera forzarme a decirlo: los envidio,
envidio a Johnny, a ese Johnny del otro lado, sin que nadie sepa qué
es exactamente ese otro lado. Envidio todo menos su dolor, cosa que
nadie dejará de comprender, pero aun en su dolor tiene que haber
atisbos de algo que me es negado. Envidio a Johnny y al mismo tiempo
me da rabia que se esté destruyendo por el mal empleo de sus
dones, por la estúpida acumulación de insensatez que requiere
su presión de vida. Pienso que si Johnny pudiera orientar esa
vida, incluso sin sacrificarle nada, ni siquiera la droga, y si piloteara
mejor ese avión que desde hace cinco años vuela a ciegas,
quizá acabaría en lo peor, en la locura completa, en la
muerte, pero no sin haber tocado a fondo lo que busca en sus tristes
monólogos a posteriori, en sus recuentos de experiencias fascinantes
pero que se quedan a mitad de camino. Y todo eso lo sostengo desde mi
cobardía personal, y quizá en el fondo quisiera que Johnny
acabara de una vez, como una estrella que se rompe en mil pedazos y
deja idiotas a los astrónomos durante una semana, y después
uno se va a dormir y mañana es otro día.
Parecería que Johnny ha tenido como una sospecha de todo lo que
he estado pensando, porque me ha hecho un alegre saludo al entrar y
ha venido casi en seguida a sentarse a mi lado, después de besar
y hacer girar por el aire a la marquesa, y cambiar con ella y con Art
un complicado ritual onomatopéyico que les ha producido una inmensa
gracia a todos.
-Bruno -ha dicho Johnny, instalándose en el mejor sofá,
el cacharro es una maravilla y que digan éstos lo que le he sacado
ayer del fondo. A Tica le caían unas lágrimas como bombillas
eléctricas, y no creo que fuera porque le debe plata a la modista,
¿eh, Tica?
He querido saber algo más de la sesión, pero a Johnny
le basta ese desborde de orgullo. Casi en seguida se ha puesto a hablar
con Marcel del programa de esta noche y de lo bien que les caen a los
dos los flamantes trajes grises con que van a presentarse en el teatro.
Johnny está realmente muy bien y se ve que lleva días
sin fumar demasiado; debe de tener exactamente la dosis que le hace
falta para tocar con gusto. Y justamente cuando lo estoy pensado, Johnny
me planta la mano en el hombro y se inclina para decirme:
-Dédéé me ha contado que la otra tarde estuve muy
mal contigo.
-Bah, ni te acuerdes.
-Pero si me acuerdo muy bien. Y si quieres mi opinión, en realidad
estuve formidable.
Deberías sentirte contento de que me haya portado así
contigo; no lo hago con nadie, créeme. Es una muestra de cómo
te aprecio. Tenemos que ir juntos a algún sitio para hablar de
un montón de cosas. Aquí... -Saca el labio inferior, desdeñoso,
y se ríe, se encoge de hombros, parece estar bailando en el sofá-.
Viejo Bruno. Dice Dédée que me porté muy mal, de
veras.
-Tenías gripe. ¿Estás mejor?
-No era gripe. Vino el médico, y en seguida empezó a decirme
que el jazz le gusta enormemente, y que una noche tengo que ir a su
casa para escuchar discos. Dédée me contó que le
habías dado dinero.
-Para que salieran del paso hasta que cobres. ¿Qué tal
lo de esta noche?
-Bueno, tengo ganas de tocar y tocaría ahora mismo si tuviera
el saxo, pero Dédée se emperró en llevarlo ella
misma al teatro. Es un saxo formidable, ayer me parecía que estaba
haciendo el amor cuando lo tocaba. Vieras la cara de Tica cuando acabé.
¿Estaba celosa, Tica?
Y se han vuelto a reír a gritos, y Johnny ha considerado conveniente
correr por el estudio dando grandes saltos de contento, y entre él
y Art han bailado sin música, levantando y bajando las cejas
para marcar el compás, Es imposible impacientarse con Johnny
o con Art; sería como enojarse con el viento porque nos despeina.
En voz baja, Tica, Marcel y yo hemos cambiado impresiones sobre la presentación
de la noche. Marcel está seguro de que Johnny va a repetir su
formidable éxito de 1951, cuando vino por primera vez a París.
Después de lo de ayer está seguro de que todo va a salir
bien. Quisiera sentirme tan tranquilo como él, pero de todas
maneras no podré hacer más que sentarme en las primeras
filas y escuchar el concierto. Por lo menos tengo la tranquilidad de
que Johnny no está drogado como la noche de Baltimore. Cuando
le he dicho esto a Tica, me ha apretado la mano como si se estuviera
por caer al agua. Art y Jobnny se han ido hasta el piano, y Art le está
mostrando un nuevo tema a Johnny que mueve la cabeza y canturrea. Los
dos están elegantísimos con sus trajes grises, aunque
a Johnny lo perjudica la grasa que ha juntado en estos tiempos.
Con Tica hemos hablado de la noche de Baltimore, cuando Johnny tuvo
la primera gran crisis violenta. Mientras hablábamos he mirado
a Tica en los ojos, porque quería estar seguro de que me comprende,
y que no cederá esta vez. Si Johnny llega a beber demasiado coñac
o a fumar una nada de droga, el concierto va a ser un fracaso y todo
se vendrá al suelo. París no es un casino de provincia
y todo el mundo tiene puestos los ojos en Johnny. Y mientras lo pienso
no puedo impedirme un mal gusto en la boca, una cólera que no
va contra Johnny ni contra las cosas que le ocurren; más bien
contra mí y la gente que lo rodea, la marquesa y Marcel, por
ejemplo. En el fondo somos una banda de egoístas, so pretexto
de cuidar a Johnny lo que hacemos es salvar nuestra idea de él,
prepararnos a los nuevos placeres que va a darnos Johnny, sacarle brillo
a la estatua que hemos erigido entre todos y defenderla cueste lo que
cueste. El fracaso de Johnny sería malo para mi libro (de un
momento a otro saldrá la traducción al inglés y
al italiano), y probablemente de cosas así está hecha
una parte de mi cuidado por Johnny. Art y Marcel lo necesitan para ganarse
el pan, y la marquesa, vaya a saber qué ve la marquesa en Johnny
aparte de su talento. Todo esto no tiene nada que hacer con el otro
Johnny, y de repente me he dado cuenta de que quizá Johnny quería
decirme eso cuando se arrancó la frazada y se mostró desnudo
como un gusano, Johnny sin saxo, Johnny sin dinero y sin ropa, Johnny
obsesionado por algo que su pobre inteligencia no alcanza a entender
pero que flota lentamente en su música, acaricia su piel, lo
prepara quizá para un salto imprevisible que nosotros no comprenderemos
nunca.
Y cuando se piensan cosas así acaba uno por sentir de veras mal
gusto en la boca, y toda la sinceridad del mundo no paga el momentáneo
descubrimiento de que uno es una pobre porquería al lado de un
tipo como Johnny Carter, que ahora ha venido a beberse su coñac
al sofá y me mira con aire divertido. Ya es hora de que nos vayamos
todos a la sala Pleyel. Que la música salve por lo menos el resto
de la noche, y cumpla a fondo una de sus peores misiones, la de ponernos
un buen biombo delante del espejo, borrarnos del mapa durante un par
de horas.
Como es natural mañana escribiré para Jazz Hot una crónica
del concierto de esta noche. Pero aquí, con esta taquigrafía
garabateada sobre una rodilla en los intervalos, no siento el menor
deseo de hablar como crítico, es decir de sancionar comparativamente.
Sé muy bien que para mí Johnny ha dejado de ser un jazzman
y que su genio musical es como una fachada, algo que todo el mundo puede
llegar a comprender y admirar pero que encubre otra cosa, y esa otra
cosa es lo único que debería importarme, quizá
porque es lo único que verdaderamente le importa a Johnny.
Es fácil decirlo, mientras soy todavía la música
de Johnny. Cuando se enfría... ¿Por qué no podré
hacer como él, por qué no podré tirarme de cabeza
contra pared? Antepongo minuciosamente las palabras a la realidad que
pretenden describirme, me escudo en consideraciones y sospechas que
no son más que una estúpida dialéctica. Me parece
comprender por qué la plegaria reclama instintivamente el caer
de rodillas. El cambio de posición es el símbolo de un
cambio en la voz, en lo que la voz va a articular, en lo articulado
mismo. Cuando llego al punto de atisbar ese cambio, las cosas que hasta
un segundo antes me habían parecido arbitrarias se llenan de
sentido profundo, se simplifican extraordinariamente y al mismo tiempo
se ahondan. Ni Marcel ni Art se han dado cuenta ayer de que Johnny no
estaba loco cuando se sacó los zapatos en la sala de grabación.
Johnny necesitaba en ese instante tocar el suelo con su piel, atarse
a la tierra de la que su música era una confirmación y
no una fuga. Porque también siento esto en Johnny, y es que no
huye de nada, no se droga para huir como la mayoría de los viciosos,
no toca el saxo para agazaparse detrás de un foso de música,
no se pasa semanas encerrado en las clínicas psiquiátricas
para sentirse al abrigo de las presiones que es incapaz de soportar.
Hasta su estilo, lo más auténtico en él, ese estilo
que merece nombres absurdos sin necesitar de ninguno, prueba que el
arte de Johnny no es una sustitución ni una completación.
Johnny ha abandonado el lenguaje hot más o menos corriente hasta
hace diez años, porque ese lenguaje violentamente erótico
era demasiado pasivo para él. En su caso el deseo se antepone
al placer y lo frustra, porque el deseo le exige avanzar, buscar, negando
por adelantado los encuentros fáciles del jazz tradicional. Por
eso, creo, a Johnny no le gustan gran cosa los blues, donde el masoquismo
y las nostalgias... Pero de todo esto ya he hablado en mi libro, mostrando
cómo la renuncia a la satisfacción inmediata indujo a
Johnny a elaborar un lenguaje que él y otros músicos están
llevando hoy a sus últimas posibilidades. Este jazz desecha todo
erotismo fácil, todo wagnerianismo por decirlo así, para
situarse en un plano aparentemente desasido donde la música queda
en absoluta libertad, así como la pintura sustraída a
lo representativo queda en libertad para no ser más que pintura.
Pero entonces, dueño de una música que no facilita los
orgasmos ni las nostalgias, de una música que me gustaría
poder llamar metafísica, Johnny parece contar con ella para explorarse,
para morder en la realidad que se le escapa todos los días. Veo
ahí la alta paradoja de su estilo, su agresiva eficacia. Incapaz
de satisfacerse, vale como un acicate continuo, una construcción
infinita cuyo placer no está en el remate sino en la reiteración
exploradora, en el ejemplo de facultades que dejan atrás lo prontamente
humano sin perder humanidad. Y cuando Johnny se pierde como esta noche
en la creación continua de su música, sé muy bien
que no está escapando de nada. lr a un encuentro no puede ser
nunca escapar, aunque releguemos cada vez el lugar de la cita; y en
cuanto a lo que pueda quedarse atrás, Johnny lo ignora o lo desprecia
soberanamente. La marquesa, por ejemplo, cree que Johnny teme la miseria,
sin darse cuenta de que lo único que Johnny puede temer es no
encontrarse una chuleta al alcance del cuchillo cuando se le da la gana
de comerla, o una cama cuando tiene sueño, o cien dólares
en la cartera cuando le parece normal ser dueño de cien dólares.
Johnny nó se mueve en un mundo de abstracciones como nosotros;
por eso su música, esa admirable música que he escuchado
esta noche, no tiene nada de abstracta. Pero sólo él puede
hacer el recuento de lo que ha cosechado mientras tocaba, y probablemente
ya estará en otra cosa, perdiéndose en una nueva conjetura
o en una nueva sospecha. Sus conquistas son como un sueño, las
olvida al despertar cuando los aplausos lo traen de vuelta, a él
que anda tan lejos viviendo su cuarto de hora de minuto y medio.
Sería como vivir sujeto a un pararrayos en plena tormenta y
creer que no va a pasar nada. A los cuatro a cinco días me he
encontrado con Art Boucaya en el Dupont del barrio latino, y le ha faltado
tiempo para poner los ojos en blanco y anunciarme las malas noticias.
En el primer momento he sentido una especie de satisfacción que
no me queda más remedio que calificar de maligna, porque bien
sabía yo que la calma no podía durar mucho; pero después
he pensado en las consecuencias y mi cariño por Johnny se ha
puesto a retorcerme el estómago; entonces me he bebido dos coñacs
mientras Art me describía lo ocurrido. En resumen parece ser
que esa tarde Delaunay había preparado una sesión de grabación
para presentar un nuevo quinteto con Johnny a la cabeza, Art, Marcel
Gavoty y dos chicos muy buenos de París en el piano y la batería.
La cosa tenia que empezar a las tres de la tarde y contaban con todo
el día y parte de la noche para entrar en calor y grabar unas
cuantas cosas. Y qué pasa. Pasa que Johnny empieza por llegar
a las cinco, cuando Delaunay estaba que hervía de impaciencia,
y después de tirarse en una silla dice que no se siente bien
y que ha venido solamente para no estropearles el día a los muchachos,
pero que no tiene ninguna gana de tocar.
-Entre Marcel y yo tratamos de convencerlo de que descansara un rato,
pero no hacía más que hablar de no sé qué
campos con urnas que había encontrado, y dale con las urnas durante
media hora. Al final empezó a sacar montones de hojas que había
juntado en algún parque y guardado en los bolsillos. Resultado,
que el piso del estudio parecía el jardín botánico,
los empleados andaban de un lado a otro con cara de perros, y a todo
esto sin grabar nada; fíjate que el ingeniero llevaba tres horas
fumando en su cabina, y eso en Paris ya es mucho para un ingeniero.
"Al final Marcel convenció a Johnny de que lo mejor era
probar, se pusieron a tocar los dos y nosotros los seguíamos
de a poco, más bien para sacarnos el cansancio de no hacer nada.
Hacía rato que me daba cuenta de que Johnny tenía una
especie de contracción en el brazo derecho, y cuando empezó
a tocar te aseguro que era terrible de ver. La cara gris, sabes, y de
cuando en cuando como un escalofrío; yo no veía el momento
de que se fuera al suelo. Y en una de esas pega un grito, nos mira a
todos uno a uno, muy despacio, y nos pregunta qué estamos esperando
para empezar con Amorous. Ya sabes, ese tema de Alamo. Bueno, Delaunay
le hace una seña al técnico, salimos todos lo mejor posible,
y Johnny abre las piernas, se planta como en un bote que cabecea, y
se larga a tocar de una manera que te juro no había oído
jamás. Esto durante tres minutos, hasta que de golpe suelta un
soplido capaz de arruinar la misma armonía celestial, y se va
a un rincón dejándonos a todos en plena marcha, que acabáramos
lo mejor que nos fuera posible.
"Pero ahora viene lo peor, y es que cuando acabamos, lo primero
que dijo Johnny fue que todo había salido como el diablo, y que
esa grabación no contaba para nada. Naturalmente, ni Delaunay
ni nosotros le hicimos caso, porque a pesar de los defectos el solo
de Johnny valía por mil de los que oyes todos los días.
Una cosa distinta, que no te puedo explicar... Ya lo escucharás,
te imaginas que ni Delaunay ni los técnicos piensan destruir
la grabación. Pero Johnny insistía como un loco, amenazando
romper los vidrios de la cabina si no le probaban que el disco había
sido anulado. Por fin el ingeniero le mostró cualquier cosa y
lo convenció, y entonces Johnny propuso que grabáramos
Streptomicyne, que salió mucho mejor y a la vez mucho peor, quiero
decirte que es un disco impecable y redondo, pero ya no tiene esa cosa
increíble que Johnny había soplado en Amorous."
Suspirando, Art ha terminado de beber su cerveza y me ha mirado lúgubremente.
Le he preguntado qué ha hecho Johnny después de eso, y
me ha dicho que después de hartarlos a todos con sus historias
sobre las hojas y los campos llenos de urnas, se ha negado a seguir
tocando y ha salido a tropezones del estudio. Marcel le ha quitado el
saxo para evitar que vuelva a perderlo o pisotearlo, y entre él
y uno de los chicos franceses lo han llevado al hotel.
¡Qué otra cosa puedo hacer sino ir en seguida a verlo?
Pero de todos modos lo he dejado para mañana. Y a la mañana
siguiente me he encontrado a Johnny en las noticias de policía
del Figaro, porque durante la noche parece que Johnny ha incendiado
la pieza del hotel y ha salido corriendo desnudo por los pasillos. Tanto
él como Dédée han resultado ilesos, pero Johnny
está en el hospital bajo vigilancia. Le he mostrado la noticia
a mi mujer para alentarla en su convalecencia, y he ido en seguida al
hospital donde mis credenciales de periodista no me han servido de nada.
Lo más que he alcanzado a saber es que Johnny está deliranndo
y que tiene adentro bastante marihuana como para enloquecer a diez personas.
La pobre Dédée no ha sido capaz de resistir, de convencerlo
de que siguiera sin fumar; todas las mujeres de Johnny acaban siendo
sus cómplices, y estoy archiseguro de que la droga se la ha facilitado
la marquesa.
En fin, la cuestión es que he ido inmediatamente a casa de Delaunay
para pedirle que me haga escuchar Amorous lo antes posible. Vaya a saber
si Amorous no resulta el testamento del pobre Johnny; y en ese caso,
mi deber profesional...
Pero no, todavía no. A los cinco días me ha telefoneado
Dédée diciéndome que Johnny está mucho mejor
y que quiere verme. He preferido no hacerle reproches, primero porque
supongo que voy a perder el tiempo, y segundo porque la voz de la pobre
Dédée parece salir de una tetera rajada. He prometido
ir en seguida, y le he dicho que tal vez cuando Johnny esté mejor
se pueda organizar una gira por las ciudades del interior. He colgado
el tubo cuando Dédée empezaba a llorar.
Johnny está sentado en la cama, en una sala donde hay otros dos
enfermos que por suerte duermen. Antes de que pueda decirle nada me
ha atrapado la cabeza con sus dos manazas, y me ha besado muchas veces
en la frente y las mejillas. Está terriblemente demacrado, aunque
me ha dicho que le dan mucho de comer y que tiene apetito. Por el momento
lo que más le preocupa es saber si los muchachos hablan mal de
él, si su crisis ha dañado a alguien, y cosas así.
Es casi inútil que le responda, pues sabe muy bien que los conciertos
han sido anulados y que eso perjudica a Art, a Marcel y al resto; pero
me lo pregunta como si creyera que entre tanto ha ocurrido algo que
bueno, algo que componga las cosas. Y a1 mismo tiempo no me engaña,
porque en el fondo de todo eso está su soberana indiferencia;
a Johnny se le importa un bledo que todo se haya ido al diablo, y lo
conozco demasiado como para no darme cuenta.
-Qué quieres que te diga, Johnny. Las cosas podrían haber
salido mejor, pero tú tienes el talento de echarlo todo a perder.
-Sí, no lo puedo negar -ha dicho cansadamente Johnny-. Y todo
por culpa de las urnas.
Me he acordado de las palabras de Art, me he quedado mirándolo.
-Campos llenos de urnas, Bruno. Montones de urnas invisibles, enterradas
en un campo inmenso. Yo andaba por ahí y de cuando en cuando
tropezaba con algo. Tú dirás que lo he soñado,
eh. Era así, fíjate: de cuando en cuando tropezaba con
una urna, hasta darme cuenta de que todo el campo estaba lleno de urnas,
que había miles y miles, y que dentro de cada urna estaban las
cenizas de un muerto. Entonces me acuerdo que me agaché y me
puse a cavar con las uñas hasta que una de las urnas quedó
a la vista. Sí, me acuerdo. Me acuerdo que pensé: "Esta
va a estar vacía porque es la que me toca a mí."
Pero no, estaba llena de un polvo gris como sé muy bien que estaban
las otras aunque no las había visto. Entonces... entonces fue
cuando empezamos a grabar Amorous, me parece.
Discretamente he echado una ojeada al cuadro de temperatura. Bastante
normal, quién lo diría. Un médico joven se ha asomado
a la puerta, saludándome con una inclinación de cabeza,
y ha hecho un gesto de aliento a Johnny, un gesto casi deportivo, muy
de buen muchacho. Pero Johnny no le ha contestado, y cuando el médico
se ha ido sin pasar de la puerta, he visto que Johnny tenia los puños
cerrados.
-Eso es lo que no entenderán nunca -me ha dicho-. Son como un
mono con un plumero, como las chicas del conservatorio de Kansas City
que creían tocar Chopin, nada menos. Bruno, en Camarillo me habían
puesto en una pieza con otros tres, y por la mañana entraba un
interno lavadito y rosadito que daba gusto. Parecía hijo del
Kleenex y del Tampax, créeme. Una especie de inmenso idiota que
se me sentaba al lado y me daba ánimos, a mí que quería
morirme, que ya no pensaba en Lan ni en nadie. Y lo peor era que el
tipo se ofendía porque no le prestaba atención. Parecía
esperar que me sentara en la cama, maravillado de su cara blanca y su
pelo bien peinado y sus uñas cuidadas, y que me mejorara como
esos que llegan a Lourdes y tiran la muleta y salen a los saltos.
-Bruno, ese tipo y todos los otros tipos de Camarillo estaban convencidos.
¿De qué, quieres saber? No sé, te juro, pero estaban
convencidos. De lo que eran, supongo, de lo que valían, de su
diploma. No, no es eso. Algunos eran modestos y no se creían
infalibles. Pero hasta el más modesto se sentía seguro.
Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran seguros. Seguros
de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más
pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia
para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor,
que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco,
callarse un poco para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama:
agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno
de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí
mismo... Pero ellos eran la ciencia americana, ¿comprendes, Bruno?
El guardapolvo los protegía de los agujeros; no veían
nada, aceptaban lo ya visto por otros, se imaginaban que estaban viendo.
Y naturalmente no podían ver los agujeros, y estaban muy seguros
de sí mismos, convencidísimos de sus recetas, sus jeringas,
su maldito psicoanálisis, sus no fume y sus no beba... Ah, el
día en que pude mandarme mudar, subirme al tren, mirar por la
ventanilla cómo todo se iba para atrás, se hacía
pedazos, no sé si has visto cómo el paisaje se va rompiendo
cuando lo miras alejarse...
Fumamos Gauloises. A Johnny le han dado permiso para beber un poco de
coñac y fumar ocho o diez cigarrillos. Pero se ve que es su cuerpo
el que fuma, que él está en otra cosa casi como si se
negara a salir del pozo. Me pregunto qué ha visto, qué
ha sentido estos últimos días. No quiero excitarlo, pero
si se pusiera a hablar por su cuenta... Fumamos, callados, y a veces
Johnny estira e1 brazo y me pasa los dedos por la cara, como para identificarme.
Después juega con su reloj pulsera, lo mira con cariño.
-Lo que pasa es que se creen sabios -dice de golpe-. Se creen sabios
porque han juntado un montón de libros y se los han comido. Me
da risa, porque en realidad son buenos muchachos y viven convencidos
de que lo que estudian y lo que hacen son cosas muy difíciles
y profundas. En el circo es igual, Bruno, y entre nosotros es igual.
La gente se figura que algunas cosas son el colmo de la dicultad, y
por eso aplauden a los trapecistas, o a mí. Yo no sé qué
se imaginan, que uno se está haciendo pedazos para tocar bien,
o que el trapesista se rompe los tendones cada vez que da un salto.
En realidad las cosas verdaderamente difíciles son otras tan
distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento. Mirar,
por ejemplo, o comprender a un perro o a un gato. Esas son las dificultades,
las grandes dificultades. Anoche se me ocurrió mirarme en este
espejito, y te aseguro que era tan terriblemente difícil que
casi me tiro de la cama. Imagínate que te estás viendo
a ti mismo; eso tan sólo basta para quedarse frío durante
media hora. Realmente ese tipo no soy yo, en el primer momento he sentido
claramente que no era yo. Lo agarré de sorpresa, de refilón,
y supe que no era yo. Eso lo sentía, y cuando algo se siente...
Pero es como en Palm Beach, sobre una ola te cae la segunda, y después
otra... Apenas has sentido ya viene lo otro, vienen las palabras...
No, no son las palabras, son lo que está en las palabras, esa
especie de cola de pegar, esa baba. Y la baba viene y te tapa, y te
convence de que el del espejo eres tú. Claro, pero cómo
no darse cuenta. Pero si soy yo, con mi pelo, esta cicatriz. Y la gente
no se da cuenta de que lo único que aceptan es la baba, y por
eso les parece tan fácil mirarse al espejo. O cortar un pedazo
de pan con un cuchillo. ¿Tú has cortado un pedazo de pan
con un cuchillo?
-Me suele ocurrir -he dicho, divertido.
-Y te has quedado tan tranquilo. Yo no puedo, Bruno. Una noche tiré
todo tan lejos que el cuchillo casi le saca un ojo al japonés
de la mesa de al lado. Era en Los Ángeles, se armó un
lío tan descomunal... Cuando les expliqué, me llevaron
preso. Y eso que me parecía tan sencillo explicarles todo. Esa
vez conocí al doctor Christie. Un tipo estupendo, y eso que yo
a los médicos...
Ha pasado una mano por el aire, tocándolo por todos lados, dejándolo
como marcado por su paso. Sonríe, Tengo la sensación de
que está solo, completamente solo. Me siento como hueco a su
lado. Si a Johnny se le ocurriera pasar su mano a través de mí
me cortaría como manteca, como humo. A lo mejor es por eso que
a veces me roza la cara con los dedos, cautelosamente.
-Tienes el pan ahí, sobre el mantel -dice Johnny mirando el aire-.
Es una cosa sólida, no se puede negar, con un color bellísimo,
un perfume. Algo que no soy yo, algo distinto, fuera de mí. Pero
si lo toco, si estiro los dedos y lo agarro, entonces hay algo que cambia,
¿no te parece? El pan está fuera de mí, pero lo
toco con los dedos, lo siento, siento que eso es el mundo, pero si yo
puedo tocarlo y sentirlo, entonces no se puede decir realmente que sea
otra cosa, o ¿tú crees que se puede decir?
-Querido, hace miles de años que un montón de barbudos
se vienen rompiendo la cabeza para resolver el problema.
-En el pan es de día -murmura Johnny, tapándose la cara-,
Y yo me atrevo a tocarlo, a cortarlo en dos, a metérmelo en la
boca. No pasa nada, ya sé: eso es lo terrible. ¿Te das
cuenta de que es terrible que no pase nada? Cortas el pan, le c1avas
el cuchillo, y todo sigue como antes. Yo no comprendo, Bruno.
Me ha empezado a inquietar la cara de Johnny, su excitación.
Cada vez resulta más difícil hacerlo hablar de jazz, de
sus recuerdos, de sus planes, traerlo a la realidad. (A la realidad;
apenas lo escribo me da asco. Johnny tiene razón, la realidad
no puede ser esto, no es posible que ser crítico de jazz sea
la realidad, porque entonces hay alguien que nos está tomando
el pelo. Pero al mismo tiempo a Johnny no se le puede seguir así
la corriente porque vamos a acabar todos locos.)
Ahora se ha quedado dormido, o por lo menos ha cerrado los ojos y
se hace el dormido. Otra vez me doy cuenta de lo difícil que
resulta saber qué es lo que está haciendo, qué
es Johnny. Si duerme, si se hace el dormido, si cree dormir. Uno está
mucho más fuera de Johnny que de cualquier otro amigo. Nadie
puede ser más vulgar, más común, más atado
a las circunstancias de una pobre vida; accesible por todos lados, aparentemente.
No es ninguna excepción, aparentemente. Cualquiera puede ser
como Johnny, siempre que acepte ser un pobre diablo enfermo y vicioso
y sin voluntad y lleno de poesía y de talento. Aparentemente.
Yo que me he pasado la vida admirando a los genios, a los Picasso, a
los Einstein, a toda la santa lista que cualquiera puede fabricar en
un minuto (y Gandhi, y Chaplin, y Stravinsky), estoy dispuesto como
cualquiera a admitir que esos fenómenos andan pos las nubes,
y que con ellos no hay que extrañarse de nada. Son diferentes,
no hay vuelta que darle. En cambio la diferencia de Johnny es secreta,
irritante por lo misteriosa, porque no tiene ninguna explicación.
Johnny no es un genio, no ha descubierto nada, hace jazz como varios
miles de negros y de blancos, y aunque lo hace mejor que todos ellos,
hay que reconocer que eso depende un poco de los gustos del público,
de las modas, del tiempo, en suma. Panassié, por ejemplo, encuentra
que Johnny es francamente malo, y aunque nosotros creemos que el francamente
malo es Panassié, de todas maneras hay materia abierta a la polémica.
Todo esto prueba que Johnny no es nada del otro mundo, pero apenas lo
pienso me pregunto si precisamente no hay en Johnny algo del otro mundo
(que él es el primero en desconocer). Probablemente se reiría
mucho si se lo dijeran. Yo sé bastante bien lo que piensa, lo
que vive de estas cosas. Digo: lo que vive de esas cosas, porque Johnny...
Pero no voy a eso, lo que quería explicarme a mí mismo
es que la distancia que va de Johnny a nosotros no tiene explicación,
no se funda en diferencias explicables. Y me parece que él es
el primero en pagar las consecuencias de eso, que lo afecta tanto como
a nosotros. Dan ganas de decir en seguida que Johnny es como un ángel
entre los hombres, hasta que una elemental honradez obliga a tragarse
1a frase, a darla bonitamente vuelta, y a reconocer que quizá
lo que pasa es que Johnny es un hombre entre los ángeles, una
realidad entre las irrealidades que somos todos nosotros. Y a lo mejor
es por eso que Johnny me toca la cara con los dedos y me hace sentir
tan infeliz, tan transparente, tan poca cosa con mi buena salud, mi
casa, mi mujer, mi prestigio. Mi prestigio, sobre todo. Sobre todo mi
prestigio.
Pero es lo de siempre, he salido del hospital y apenas he calzado en
la calle, en la hora, en todo lo que tengo que hacer, la tortilla ha
girado blandamente en el aire y se ha dado vuelta. Pobre Johnny, tan
fuera de la realidad. (Es así, es así. Me es más
fácil creer que es así, ahora que estoy en un café
y a dos horas de mi visita al hospital, que todo lo que escribí
más arriba forzándome como un condenado a ser por lo menos
un poco decente conmigo mismo.)
Por suerte lo del incendio se ha arreglado O.K., pues como cabía
suponer la marquesa ha hecho de las suyas para que lo del incendio se
arreglara O.K. Dédée y Art Boucaya han venido a buscarme
al diario, y los tres nos hemos ido a Vix para escuchar la ya famosa
-aunque todavía secreta- grabación de Amorous. En el taxi
Dédée me ha contado sin muchas ganas cómo la marquesa
lo ha sacado a Johnny del lio del incendio, que por lo demás
no había pasado de un colchón chamuscado y un susto terrible
de todos los argelinos que viven en el hotel de la rue Lagrange. Multa
(ya pagada), otro hotel (ya conseguido por Tica), y Johnny está
convaleciente en una cama grandísima y muy linda, toma leche
a baldes y leé el Paris Match y el New Yorker, mezclando a veces
su famoso (y roñoso) librito de bolsillo con poemas de Dylan
Thomas y anotaciones a lápiz por todas partes.
Con estas noticias y un coñac en el café de la esquina,
nos hemos instalado en la sala de audiciones para escuchar Amorous y
Streptomicyne. Art ha pedido que apagaran las luces y se ha acostado
en el suelo para escuchar mejor. Y entonces ha entrado Johnny y nos
ha pasado su música por la cara, ha entrado ahí aunque
esté en su hotel y metido en la cama, y nos ha barrido con su
música durante un cuarto de hora. Comprendo que le enfurezca
la idea de que vayan a publicar Amorous, porque cualquiera se da cuenta
de las fallas, del soplido perfectamente perceptible que acompaña
algunos finales de frase, y sobre todo la salvaje caída final,
esa nota sorda y breve que me ha parecido un corazón que se rompe,
un cuchillo entrando en un pan (y él hablaba del pan hace unos
días). Pero en cambio a Johnny se le escaparía lo que
para nosotros es terriblemente hermoso, la ansiedad que busca salida
en esa improvisación llena de huidas en todas direcciones, de
interrogación, de manoteo desesperado. Johnny no puede comprender
(porque lo que para él es fracaso a nosotros nos parece un camino,
por lo menos la señal de un camino) que Amorous va a quedar como
uno de los momentos más grandes del jazz. El artista que hay
en él va a ponerse frenético de rabia cada vez que oiga
ese remedo de su deseo, de todo lo que quiso decir mientras luchaba,
tambaleándose, escapándosele la saliva de la boca junto
con la música, más que nunca solo frente a lo que persigue,
a lo que se le huye mientras más lo persigue. Es curioso, ha
sido necesario escuchar esto, aunque ya todo convergía a esto,
a Amorous, para que yo me diera cuenta de que Johnny no es una víctima,
no es un perseguido como lo cree todo el mundo, como yo mismo lo he
dado a entender en mi biografía (por cierto que la edición
en inglés acaba de aparecer y se vende como la coca-cola). Ahora
sé que no es así, que Johnny persigue en vez de ser perseguido,
que todo lo que le está ocurriendo en la vida son azares del
cazador y no del animal acosado. Nadie puede saber qué es lo
que persigue Johnny, pero es así, está ahí, en
Amorous, en la marihuana, en sus absurdos discursos sobre tanta cosa,
en las recaídas, en el librito de Dylan Thomas, en todo lo pobre
diablo que es Johnny y que lo agranda y lo convierte en un absurdo viviente,
en un cazador sin brazos y sin piernas, en una liebre que corre tras
de un tigre que duerme. Y me veo precisado a decir que en el fondo Amorous
me ha dado ganas de vomitar, como si eso pudiera librarme de él,
de todo lo que en él corre contra mí y contra todos, esa
masa negra informe sin manos y sin pies, ese chimpancé enloquecido
que me pasa los dedos por la cara y me sonríe enternecido.
Art y Dédée no ven (me parece que no quieren ver) más
que la belleza formal de Amorous. Incluso a Dédée le gusta
más Streptomicyne, donde Johnny improvisa con su soltura corriente,
lo que el público entiende por perfección y a mí
me parece que en Johnny es más bien distracción, dejar
correr la música, estar en otro lado. Ya en la calle le he preguntado
a Dédée cuáles son sus planes, y me ha dicho que
apenas Johnny pueda salir del hotel (la policía se lo impide
por el momento) una nueva marca de discos le hará grabar todo
lo que él quiera y le pagará muy bien. Art sostiene que
Johnny está lleno de ideas estupendas, y que él y Marcel
Gavoty van a "trabajar" las novedades junto con Johnny, aunque
después de las últimas semanas se ve que Art no las tiene
todas consigo, y yo sé por mi parte que anda en conversaciones
con un agente para volverse a Nueva York lo antes posible. Cosa que
comprendo de sobra, pobre muchacho.
-Tica se está portando muy bien -ha dicho rencorosamente Dédée-.
Claro, para ella es tan fácil. Siempre llega a último
momento, y no tiene más que abrir el bolso y arreglarlo todo.
Yo, en cambio...
Art y yo nos hemos mirado. ¿Qué le podríamos decir?
Las mujeres se pasan la vida dando vueltas alrededor de Johnny y de
los que son como Johnny. No es extraño, no es necesario ser mujer
para sentirse atraído por Johnny. Lo difícil es girar
en torno a él sin perder la distancia, como un buen satélite,
un buen crítico. Art no estaba entonces en Baltimore, pero me
acuerdo de los tiempos en que conocí a Johnny, cuando vivía
con Lan y los niños. Daba lástima ver a Lan. Pero después
de tratar un tiempo a Johnny, de aceptar poco a poco el imperio de su
música, de sus terrores diurnos, de sus explicaciones inconcebibles
sobre cosas que jamás habían ocurrido, de sus repentinos
accesos de ternura, entonces uno comprendía por qué Lan
tenía esa cara y cómo era imposible que tuviese otra cara
y viviera a la vez con Johnny. Tica es otra cosa, se le escapa por la
vía de la promiscuidad, de la gran vida, y además tiene
al dólar sujeto por la cola y eso es más eficaz que una
ametralladora, por lo menos es lo que dice Art Boucaya cuando anda resentido
con Tica o le duele la cabeza.
-Venga lo antes posible -me ha pedido Dédée-. A él
le gusta hablar con usted.
Me hubiera gustado sermonearla por lo del incendio (por la causa del
incendio, de la que es seguramente cómplice) pero sería
tan inútil como decirle al mismo Johnny que tiene que convertirse
en un ciudadano útil. Por el momento todo va bien, y es curioso
(es inquietante) que apenas las cosas andan bien por el lado de Johnny
yo me siento inmensamente contento. No soy tan inocente como para creer
en una simple reacción amistosa. Es más bien como un aplazamiento,
un respiro. No necesito buscarle explicaciones cuando lo siento tan
claramente como puedo sentir la nariz pegada a la cara. Me da rabia
ser el único que siente esto, que lo padece todo el tiempo. Me
da rabia que Art Boucaya, Tica o Dédée no se den cuenta
de que cada vez que Johnny sufre, va a la cárcel, quiere matarse,
incendia un colchón o corre desnudo por los pasillos de un hotel,
está pagando algo por ellos, está muriéndose por
ellos. Sin saberlo, y no como los que pronuncian grandes discursos en
el patíbulo o escriben libros para denunciar los males de la
humanidad o tocan el piano con el aire de quien está lavando
los pecados del mundo. Sin saberlo, pobre saxofonista, con todo lo que
esta palabra tiene de ridículo, de poca cosa, de uno más
entre tantos pobres saxofonistas.
Lo malo es que si sigo así voy a acabar escribiendo más
sobre mí mismo que sobre Johnny. Empiezo a parecerme a un evangelista
y no me hace ninguna gracia. Mientras volvía a casa he pensado
con el cinismo necesario para recobrar la confianza, que en mi libro
sobre Johnny sólo menciono de paso, discretamente, el lado patológico
de su persona. No me ha parecido necesario explicarle a la gente que
Johnny cree pasearse por campos llenos de urnas, o que las pinturas
se mueven cuando él las mira; fantasmas de la marihuana, al fin
y al cabo, que se acaban con la cura de desintoxicación. Pero
se diría que Johnny me deja en prenda esos fantasmas, me los
pone como otros tantos pañuelos en el bolsillo hasta que llega
la hora de recobrarlos. Y creo que soy el único que los aguanta,
los convive y los teme; y nadie lo sabe, ni siquiera Johnny. Uno no
puede confesarle cosas así a Johnny, como las confesaría
a un hombre realmente grande, al maestro ante quien nos humillamos a
cambio de un consejo. ¿Qué mundo es éste que me
toca cargar como un fardo? ¿Qué clase de evangelista soy?
En Johnny no hay la menor grandeza, lo he sabido desde que lo conocí,
desde que empecé a admirarlo. Ya hace rato que esto no me sorprende,
aunque al principio me resultara desconcertante esa falta de grandeza,
quizá porque es una dimensión que uno no está dispuesto
a aplicar al primero que llega, y sobre todo a los jazzmen. No sé
por qué (no sé por qué) creí en un momento
que en Johnny había una grandeza que él desmiente de día
en día (o que nosotros desmentimos, y en realidad no es lo mismo;
porque, seamos honrados, en Johnny hay como el fantasma de otro Johnny
que pudo ser, y ese otro Johnny está lleno de grandeza; al fantasma
se le nota como la falta de esa dimensión que sin embargo negativamente
evoca y contiene). Esto lo digo porque las tentativas que ha hecho Johnny
para cambiar de vida, desde su aborto de suicidio hasta la marihuana,
son las que cabía esperar de alguien tan sin grandeza como él.
Creo que lo admiro todavía más por eso, porque es realmente
el chimpancé que quiere aprender a leer, un pobre tipo que se
da con la cara contra las paredes, y no se convence, y vuelve a empezar.
Ah, pero si un día el chimpancé se pone a leer, qué
quiebra en masa, qué desparramo, qué sálvese el
que pueda, yo el primero. Es terrible que un hombre sin grandeza alguna
se tire de esa manera contra la pared. Nos denuncia a todos con el choque
de sus huesos, nos hace trizas con la primera frase de su música.
(Los mártires, los héroes, de acuerdo: uno está
seguro con ellos. ¡Pero Johnny!)
Secuencias. No sé decirlo mejor, es como una noción
de que bruscamente se arman secuencias terribles o idiotas en la vida
de un hombre, sin que se sepa qué ley fuera de las leyes clasificadas
decide que a cierta llamada telefónica va a seguir inmediatamente
la llegada de nuestra hermana que vive en Auvernia, o se va a ir la
leche al fuego, o vamos a ver desde el balcón a un chico debajo
de un auto. Como en los equipos de fútbol y en las comisiones
directivas, parecería que el destino nombra siempre algunos suplentes
por si le fallan los titulares. Y así es que esta mañana,
cuando todavía me duraba el contento por saberlo mejorado y contento
a Johnny Carter, me telefonean de urgencia al diario, y la que telefonea
es Tica, y la noticia es que en Chicago acaba de morirse Bee, la hija
menor de Lan y de Johnny, y que naturalmente Johnny está como
loco y sería bueno que yo fuera a darles una mano a los amigos.
He vuelto a subir una escalera de hotel -y van ya tantas en mi amistad
con Johnny- para encontrarme con Tica tomando té, con Dédée
mojando una toalla, con Art, Delaunay y Pepe Ramírez que hablan
en voz baja de las últimas noticias de Lester Young, y con Johnny
muy quieto en la cama una toalla en la frente y un aire perfectamente
tranquilo y casi desdeñoso. Inmediatamente me he puesto en el
bolsillo la cara de circunstancias limitándome a apretarle fuerte
la mano a Johnny, encender un cigarrillo y esperar.
-Bruno, me duele aquí -ha dicho Johnny al cabo de un rato, tocándose
el sitio convencional del corazón-. Bruno, ella era como una
piedrecita blanca en mi mano. Y yo no soy nada más que un pobre
caballo amarillo, y nadie, nadie, limpiará las lágrimas
de mis ojos.
Todo esto dicho solemnemente, casi recitando, y Tica mirando a Art,
y los dos haciéndose señas de indulgencia, aprovechando
que Johnny tiene la cara tapada con la toalla mojada y no puede verlos.
Personalmente me repugnan las frases baratas, pero todo esto que ha
dicho Johnny, aparte de que me parece haberlo leído en algún
sitio, me ha sonado como una máscara que se pusiera a hablar,
así de hueco, así de inútil. Dédée
ha venido con otra toalla y le ha cambiado el apósito, y en el
intervalo he podido vislumbrar el rostro de Johnny y lo he visto de
un gris ceniciento, con la boca torcida y los ojos apretados hasta arrugarse.
Y como siempre con Johnny, las cosas han ocurrido de otra manera que
la que uno esperaba, y Pepe Ramírez que no lo conoce gran cosa
está todavía bajo los efectos de la sorpresa y yo creo
que del escándalo, porque al cabo de un rato Johnny se ha sentado
en la cama y se ha puesto a insultar lentamente, mascando cada palabra,
y soltándola después como un trompo se ha puesto a insultar
a los responsables de la grabación de Amorous, sin mirar a nadie
pero clavándonos a todos como bichos en un cartón nada
más que con la increíble obscenidad de sus palabras, y
así ha estado dos minutos insultando a todos los de Amorous,
empezando por Art y Delaunay, pasando por mí (aunque yo...) y
acabando en Dédée, en Cristo omnipotente y en la puta
que los parió a todos sin la menor excepción. Y eso ha
sido en el fondo, eso y lo de la piedrecita blanca, la oración
fúnebre de Bee, muerta en Chicago de neumonía.
Pasarán quince días vacíos; montones de trabajo,
artículos periodísticos, visitas aquí y allá
-un buen resumen de la vida de un crítico, ese hombre que sólo
puede vivir de prestado, de las novedades y las decisiones ajenas. Hablando
de lo cual una noche estaremos Tica, Baby Lennox y yo en el Café
de Flore, tarareando muy contentos Out of nowhere y comentando un solo
de piano de Billy Taylor que a los tres nos parece bueno, y sobre todo
a Baby Lennox que además se ha vestido a la moda de Saint Germain-des-Prés
y hay que ver cómo le queda. Baby verá aparecer a Johnny
con el arrobamiento de sus veinte años, y Johnny la mirará
sin verla y seguirá de largo, hasta sentarse solo en otra mesa,
completamente borracho o dormido. Sentiré la mano de Tica en
la rodilla.
-Lo ves, ha vuelto a fumar anoche. O esta tarde. Esa mujer...
Le he contestado sin ganas que Dédée es tan culpable como
cualquier otra, empezando por ella que ha fumado docenas de veces con
Johnny y volverá a hacerlo el día que le dé la
santa gana. Me vendrá un gran deseo de irme y de estar solo,
como siempre que es imposible acercarse a Johnny, estar con él
y de su lado. Lo veré hacer dibujos en la mesa con el dedo, quedarse
mirando al camarero que le pregunta qué va a beber, y por fin
Johnny dibujará en el aire una especie de flecha y la sostendrá
con las dos manos como si pesara una barbaridad, y en las otras mesas
la gente empezará a divertirse con mucha discreción como
corresponde en el Flore. Entonces Tica dirá: "Mierda",
se pasará a la mesa de Johnny, y después de dar una orden
al camarero se pondrá a hablarle en la oreja a Johnny. Ni que
decir que Baby se apresurará a confiarme sus más caras
esperanzas, pero yo le diré vagamente que esa noche hay que dejar
tranquilo a Johnny y que las niñas buenas se van temprano a la
cama, si es posible en compañía de un crítico de
jazz. Baby reirá amablemente, su mano me acariciará el
pelo, y después nos quedaremos tranquilos viendo pasar a la muchacha
que se cubre la cara con una capa de albayalde y se pinta de verde los
ojos y hasta la boca. Baby dirá que no le parece tan mal, y yo
le pediré que me cante bajito uno de esos blues que le están
dando fama en Londres y en Estocolmo. Y después volveremos a
Out of nowhere, que esta noche nos persigue interminablemente como un
perro que también fuera de albayalde y de ojos verdes.
Pasarán por ahí dos de los chicos del nuevo quinteto de
Johnny, y aprovecharé para preguntarles cómo ha andado
la cosa esta noche; me enteraré así de que Johnny apenas
ha podido tocar, pero que lo que ha tocado valía por todas las
ideas juntas de un John Lewis, suponiendo que este último sea
capaz de tener alguna idea porque, como ha dicho uno de los chicos,
lo único que tiene siempre a mano es las notas para tapar un
agujero, que no es lo mismo. Y yo me preguntaré entre tanto hasta
dónde va a poder resistir Johnny, y sobre todo el público
que cree en Johnny. Los chicos no aceptarán una cerveza, Baby
y yo nos quedaremos nuevamente solos, y acabaré por ceder a sus
preguntas y explicarle a Baby, que realmente merece su apodo, por qué
Johnny está enfermo y acabado, por qué los chicos del
quinteto están cada día más hartos, por qué
la cosa va a estallar en una de ésas como ya ha estallado en
San Francisco, en Baltimore y en Nueva York media docena de veces.
Entrarán otros músicos que tocan en el barrio, y algunos
irán a la mesa de Johnny y lo saludarán, pero él
los mirará como desde lejos, con una cara horriblemente idiota,
los ojos húmedos y mansos, la boca incapaz de contener la saliva
que le brilla en los labios. Será divertido observar el doble
manejo de Tica y de Baby, Tica apelando a su dominio sobre los hombres
para alejarlos de Johnny con una rápida explicación y
una sonrisa, Baby soplándome en la oreja su admiración
por Johnny y lo bueno que sería llevarlo a un sanatorio para
que lo desintoxicaran, y todo ello simplemente porque está en
celo y quisiera acostarse con Johnny esta misma noche, cosa por lo demás
imposible según puede verse, y que me alegra bastante. Como me
ocurre desde que la conozco, pensaré en lo bueno que sería
poder acariciar los muslos de Baby y estaré a un paso de proponerle
que nos vayamos a tomar un trago a otro lugar más tranquilo (ella
no querrá y en el fondo yo tampoco, porque esa otra mesa nos
tendrá atados e infelices) hasta que de repente, sin nada que
anuncie lo que va a suceder, veremos levantarse lentamente a Johnny,
mirarnos y reconocernos, venir hacia nosotros -digamos hacia mí,
porque Baby no cuentaa- y al llegar a la mesa se doblará un poco
con toda naturalidad, como quien va a tomar una papa frita del plato,
y lo veremos arrodillarse frente a mí, con toda naturalidad se
pondrá de rodillas y me mirará en los ojos, y yo veré
que está llorando, y sabré sin palabras que Johnny está
llorando por la pequeña Bee.
Mi reacción es tan natural, he querido levantar a Johnny, evitar
que hiciera el ridículo, y al final el ridículo lo he
hecho yo porque nada hay más lamentable que un hombre esforzándose
por mover a otro que está muy bien como está, que se siente
perfectamente en la posición que le da la gana, de manera que
los parroquianos del Flore, que no se alarman por pequeñas cosas,
me han mirado poco amablemente, aun sin saber en su mayoría que
ese negro arrodillado es Johnny Carter me han mirado como miraría
la gente a alguien que se trepara a un altar y tironeara de Cristo para
sacarlo de la cruz. El primero en reprochármelo ha sido Johnny,
nada más que llorando silenciosamente ha alzado los ojos y me
ha mirado, y entre eso y la censura evidente de los parroquianos no
me ha quedado más remedio que volver a sentarme frente a Johnny,
sintiéndome peor que él, queriendo estar en cualquier
parte menos en esa silla y frente a Johnny de rodillas.
El resto no ha sido tan malo, aunque no sé cuántos siglos
han pasado sin que nadie se moviera, sin que las lágrimas dejaran
de correr por la cara de Johnny, sin que sus ojos estuvieran continuamente
fijos en los míos mientras yo trataba de ofrecerle un cigarrillo,
de encender otro para mí, de hacerle un gesto de entendimiento
a Baby que estaba, me parece, a punto de salir corriendo o de ponerse
a llorar por su parte. Como siempre, ha sido Tica la que ha arreglado
el lío sentándose con su gran tranquilidad en nuestra
mesa, arrimando una silla al lado de Johnny y poniéndole la mano
en el hombro, sin forzarlo, hasta que al final Johnny se ha enderezado
un poco y ha pasado de ese horror a la conveniente actitud del amigo
sentado, nada más que levantando unos centímetros las
rodillas y dejando que entre sus nalgas y el suelo (iba a decir y la
cruz, realmente esto es contagioso) se interpusiera la aceptadísima
comodidad de una silla. La gente se ha cansado de mirar a Johnny, él
de llorar, y nosotros de sentirnos como perros. De golpe me he explicado
el cariño que algunos pintores les tienen a las sillas, cualquiera
de las sillas del Flore me ha parecido de repente un objeto maravilloso,
una flor, un perfume, el perfecto instrumento del orden y la honradez
de los hombres en su ciudad.
Johnny ha sacado un pañuelo, ha pedido disculpas sin forzar la
cosa, y Tica ha hecho traer un café doble y se lo ha dado a beber.
Baby ha estado maravillosa, renunciando de golpe a toda su estupidez
cuando se trata de Johnny se ha puesto a tararear Mamie's blues sin
dar la impresión de que lo hacía a propósito, y
Johnny la ha mirado y se ha sonreído, y me parece que Tica y
yo hemos pensado al mismo tiempo que la imagen de Bee se perdía
poco a poco en el fondo de los ojos de Johnny, y que una vez más
Johnny aceptaba volver por un rato a nuestro lado, acompañarnos
hasta la próxima fuga. Como siempre, apenas ha pasado el momento
en que me siento como un perro, mi superioridad frente a Jonny me ha
permitido mostrarme indulgente, charlar de todo un poco sin entrar en
zonas demasiado personales (hubiera sido horrible ver deslizarse a Johnny
de la silla, volver a...), y por suerte Tica y Baby se han portado como
ángeles y la gente del Flore se ha ido renovando a lo largo de
una hora, por lo cual los parroquianos de la una de la madrugada no
han sospechado siquiera lo que acababa de pasar, aunque en realidad
no haya pasado gran cosa si se lo piensa bien. Baby se ha ido la primera
(es una chica estudiosa Baby, a las nueve ya estará ensayando
con Fred Callender para grabar por la tarde) y Tica ha tomado su tercer
vaso de coñac y nos ha ofrecido llevarnos a casa. Entonces Johnny
ha dicho que no, que prefería seguir charlando conmigo, y Tica
ha encontrado que estaba muy bien y se ha ido, no sin antes pagar las
vueltas de todos como corresponde a una marquesa. Y Johnny y yo nos
hemos tomado una copita de chartreuse, dado que entre amigos están
permitidas estas debilidades, y hemos empezado a caminar por Saint-Germain-des-Prés
porque Johnny ha insistido en que le hará bien caminar y yo no
soy de los que dejan caer a los camaradas en esas circunstancias.
Por la rue de l'Abbaye vamos bajando hasta la plaza Furstenberg, que
a Johnny le recuerda peligrosamente un teatro de juguete que según
parece le regaló su padrino cuando tenía ocho años.
Trato de llevármelo hacia la rue Jacob por miedo de que los recuerdos
lo devuelvan a Bee, pero se diría que Johnny ha cerrado el capitulo
por lo que falta de la noche. Anda tranquilo, sin titubear (otras veces
lo he visto tambalearse en la calle, y no por estar borracho; algo en
los reflejos que no funciona) y el calor de la noche y el silencio de
las calles nos hace bien a los dos. Fumamos Gauloises, nos dejamos ir
hacia el río, y frente a una de las cajas de latón de
los libreros del Quai de Conti un recuerdo cualquiera o un silbido de
algún estudiante nos trae a la boca un tema de Viváldi
y los dos nos ponemos a cantarlo con mucho sentimiento y entusiasmo,
y Johnny dice que si tuviera su saxo se pasaría la noche tocando
Vivaldi, cosa que yo encuentro exagerada.
-En fin, también tocaría un poco de Bach y de Charles
Ives -dice Johnny, condescendiente-. No sé poor qué a
los franceses no les interesa Charles Ives. ¿Conoces sus canciones?
La del leopardo, tendrías qué conocer la canción
del leopardo. A leopard...
Y con su flaca voz de tenor se explaya sobre el leopardo, y ni que decir
que muchas de las frases que canta no son en absoluto de Ives, cosa
que a Johnny lo tiene sin cuidado mientras esté seguro de que
está cantando algo bueno. Al final nos sentamos sobre el pretil,
frente a la rue Gît-le-Coeur y fumamos otro cigarrillo porque
la noche es magnífica y dentro de un rato el tabaco nos obligará
a beber cerveza en un café y esto nos gusta por anticipado a
Johnny y a mí. Casi no le presto atención cuando menciona
por primera vez mi libro, porque en seguida vuelve a hablar de Charles
Ives y de cómo se ha divertido en citar muchas veces temas de
Ives en sus discos, sin que nadie se diera cuenta (ni el mismo Ives,
supongo), pero al rato me pongo a pensar en lo del libro y trato de
traerlo al tema.
-Oh, he leído algunas páginas -dice Johnny-. En lo de
Tica hablaban muucho de tu libro pero yo no entendía ni el título.
Ayer Art me trajo la edición inglesa y entonces me enteré
de algunas cosas. Está muy bien tu libro.
Adopto la actitud natural en esos casos, mezclando un aire de displicente
modestia con una cierta dosis de interés, como si su opinión
fuera a revelarme -a mí, el autor- la verdad sobre mi libro.
-Es como en un espejo -dice Johnny-. Al principio yo creía que
leer lo que escriben sobre uno era más o menos como mirarse a
uno mismo y no en el espejo. Admiro mucho a los escritores, es increíble
las cosas que dicen. Toda esa parte sobre los orígenes del bebop...
-Bueno, no hice más que transcribir literalmente lo que me contaste
en Baltimore -digo, defendiéndome sin saber de qué.
-Sí, está todo, pero en realidad es como en un espejo
-se emperra Johnny.
-¿Qué más quieres? Los espejos son fieles.
-Faltan cosas, Bruno -dice Johnny-. Tú estás mucho más
enterado que yo, pero me parece que faltan cosas.
-Las que te habrás olvidado de decirme -contestó bastante
picado. Este mono salvaje es capaz de... (Habrá que hablar con
Delaunay, sería lamentable que una declaración imprudente
malograra un sano esfuerzo crítico que... Por ejemplo el vestido
rojo de Lan -está diciendo Johnny. Y en todo caso aprovechar
las novedades de esta noche para incorporarlas a una nueva edición;
no estaría mal. Tenía como un olor a perro -está
diciendo Johnny- y es lo único que vale en ese disco. Sí,
escuchar atentamente y proceder con rapidez, porque en manos de otras
gentes estos posibles desmentidos podrían tener consecuencias
lamentables. Y la urna del medio, la más grande, llena de un
polvo casi azul -está diciendo Johnny- y tan parecidaa a una
polvera que tenía mi hermana. Mientras no pase de las alucinaciones,
lo peor sería que desmintiera las ideas de fondo, el sistema
estético que tantos elogios...-. Y además el cool no es
ni por casualidad lo que has escrito -está diciendo Johnny. Atención.)
-¿Cómo que no es lo que yo he escrito? Johnny, está
bien que las cosas cambien, pero no hace seis meses que tú...
-Hace seis meses -dice Johnny, bajándose del pretil y acodándose
para descansar la cabeza entre las manos-. Six months ago. Ah, Bruno,
lo que yo podría tocar ahora mismo si tuviera a los muchachos...
Y a propósito: muy ingenioso lo que has escrito sobre el saxo
y el sexo, muy bonito el juego de palabras. Six months ago: Six, sax,
sex. Positivamente precioso, Bruno. Maldito seas, Bruno.
No me voy a poner a decirle que su edad mental no le permite comprender
que ese inocente juego de palabras encubre un sistema de ideas bastante
profundo (a Leonard Feather le pareció exactísimo cuando
se lo expliqué en Nueva York) y que el paraerotismo del jazz
evoluciona desde tiempos del washboard, etc. Es lo de siempre, de pronto
me alegra poder pensar que los críticos son mucho más
necesarios de lo que yo mismo estoy dispuesto a reconocer (en privado,
en esto que escribo) porque los creadores, desde el inventor de la música
hasta Johnny pasando por toda la condenada serie, son incapaces de extraer
las consecuencias dialécticas de su obra, postular los fundamentos
y la trascendencia de lo que están escribiendo o improvisando.
Tendría que recordar esto en los momentos de depresión
en que me da lástima no ser nada más que un crítico.
-El nombre de la estrella es Ajenjo -está diciendo Johnny, y
de golpe oigo su otra voz, la voz de cuando está... ¿cómo
decir esto, cómo describir a Johnny cuando está de su
lado, ya solo otra vez, ya salido? Inquieto, me bajo del pretil, lo
miro de cerca. Y el nombre de la estrella es Ajenjo, no hay nada que
hacerle.
-El nombre de la estrella es Ajenjo -dice Johnny, hablando para sus
dos manos-. Y sus cuerpos serán echados en las plazas de la grande
ciudad. Hace seis meses.
Aunque nadie me vea, aunque nadie lo sepa, me encojo de hombros para
las estrellas (el nombre de la estrella es Ajenjo). Volvemos a lo de
siempre: "Esto lo estoy tocando mañana." El nombre
de la estrella es Ajenjo y sus cuerpos serán echados hace seis
meses. En las plazas de la grande ciudad. Salido, lejos. Y yo con sangre
en el ojo, simplemente porque no ha querido decirme nada más
sobre el libro, y en realidad no he llegado a saber qué piensa
del libro que tantos miles de fans están leyendo en dos idiomas
(muy pronto en tres, y ya se habla de la edición española,
parece que en Buenos Aires no solamente se tocan tangos).
-Era un vestido precioso -dice Johnny-. No quieras saber cómo
le quedaba a Lan, pero va a ser mejor que te lo explique delante de
un whisky, si es que tienes dinero. Dédée me ha dejado
apenas trescientos francos.
Ríe burlonamente, mirando el Sena. Como si él no supiera
procurarse la bebida y la marihuana. Empieza a explicarme que Dédée
es muy buena (y del libro nada) y que lo hace por bondad, pero por suerte
está el compañero Bruno (que ha escrito un libro, pero
nada) y lo mejor será ir a sentarse a un café del barrio
árabe, donde lo dejan a uno tranquilo siempre que se vea que
pertenece un poco a la estrella llamada Ajenjo (esto lo pienso yo, estamos
entrando por el lado de Saint-Sévérin y son las dos de
la mañana, hora en que mi mujer suele despertarse y ensayar todo
lo que me va a decir junto con el café con leche). Así
pasa con Johnny, así nos bebemos un horrible coñac barato,
así doblamos la dosis y nos sentimos tan contentos. Pero del
libro nada, solamente la polvera en forma de cisne, la estrella, pedazos
de cosas que van pasando por pedazos de frases, por pedazos de miradas,
por pedazos de sonrisas, por gotas de saliva sobre la mesa, pegadas
a los bordes del vaso (del vaso de Johnny). Sí, hay momentos
en que quisiera que ya estuviese muerto. Supongo que muchos en mi caso
pensarían lo mismo. Pero cómo resignarse a que Johnny
se muera llevándose lo que no quiere decirme esta noche, que
desde la muerte siga cazando, siga salido (yo ya no sé cómo
escribir todo esto) aunque me valga la paz, la cátedra, esa autoridad
que dan las tesis incontrovertidas y los entierros bien capitaneados.
De cuando en cuando Johnny interrumpe un largo tamborileo sobre la mesa,
me mira, hace un gesto incomprensible y vuelve a tamborilear. El patrón
del café nos conoce desde los tiempos en que veníamos
con un guitarrista árabe. Hace rato que Ben Aifa quisiera irse
a dormir, somos los únicos en el mugriento café que huele
a ají y a pasteles con grasa. También yo me caigo de sueño
pero la cólera me sostiene, una rabia sorda y que no va contra
Johnny, más bien como cuando se ha hecho el amor toda una tarde
y se siente la necesidad de una ducha, de que el agua y el jabón
se lleven eso que empieza a volverse rancio, a mostrar demasiado claramente
lo que al principio... Y Johnny marca un ritmo obstinado sobre la mesa,
y a ratos canturrea, casi sin mirarme. Muy bien puede ocurrir que no
vuelva a hacer comentarios sobre el libro. Las cosas se lo van llevando
de un lado a otro, mañana será una mujer, otro lío
cualquiera, un viaje. Lo más prudente sería quitarle disimuladamente
la edición en inglés, y para eso hablar con Dédée
y pedirle el favor a cambio de tantos otros. Es absurda esta inquietud,
esta casi cólera. No cabía esperar ningún entusiasmo
de parte de Johnny; en realidad jamás se me había ocurrido
pensar que leería el libro. Sé muy bien que el libro no
dice la verdad sobre Johnny (tampoco miente), sino que se limita a la
música de Johnny. Por discreción, por bondad, no he querido
mostrar al desnudo su incurable esquizofrenia, el sórdido trasfondo
de la droga, la promiscuidad de esa vida lamentable. Me he impuesto
mostrar las líneas esenciales, poniendo el acento en lo que verdaderamente
cuenta, el arte incomparable de Johnny ¿Qué más
podía decir? Pero a lo mejor es precisamente ahí donde
está él esperándome, como siempre al acecho esperando
algo, agazapado para dar uno de esos saltos absurdos de los que salimos
todos lastimados. Y es ahí donde acaso está esperándome
para desmentir todas las bases estéticas sobre las cuales he
fundado la razón última de su música, la gran teoría
del jazz contemporáneo que tantos elogios me ha valido en todas
partes.
Honestamente, ¿qué me importa su vida? Lo único
que me inquieta es que se deje llevar por esa conducta que no soy capaz
de seguir (digamos que no quiero seguir) y acabe desmintiendo las conclusiones
de mi libro. Que deje caer por ahí que mis afirmaciones son falsas,
que su música es otra cosa.
-Oye, hace un rato dijiste que en el libro faltaban cosas.
(Atención, ahora.)
-¿Que faltan cosas, Bruno? Ah, sí, te dije que faltaban
cosas. Mira, no es solamente el vestido rojo de Lan. Están...
¿Serán realmente urnas, Bruno? Anoche volví a verlas,
un campo inmenso, pero ya no estaban tan enterradas. Algunas tenían
inscripciones y dibujos, se veían gigantes con cascos como en
el cine, y en las manos unos garrotes enormes. Es terrible andar entre
las urnas y saber que no hay nadie más, qué soy el único
que anda entre ellas buscando. No te aflijas, Bruno, no importa que
se te haya olvidado poner todo eso. Pero, Bruno -y levanta un dedo que
no tiembla- de lo que te has olvidado es de mi.
-Vamos, Johnny.
-De mí, Bruno, de mí. Y no es culpa tuya no haber podido
escribir lo que yo tampoco soy capaz de tocar. Cuando dices por ahí
que mi verdadera biografía está en mis discos, yo sé
que lo crees de verdad y además suena muy bien, pero no es así.
Y si yo mismo no he sabido tocar como debía, tocar lo que soy
de veras... ya ves que no se te pueden pedir milagros, Bruno. Hace calor
aquí adentro, vámonos.
Lo sigo a la calle, erramos unos metros hasta que en una calleja nos
interpela un gato blanco y Johnny se queda largo tiempo acariciándolo.
Bueno, ya es bastante; en la plaza Saint-Michel encontraré un
taxi para llevarlo al hotel e irme a casa. Después de todo no
ha sido tan terrible; por un momento temí que Johnny hubiera
elaborado una especie de antiteoría del libro, y que la probara
conmigo antes de soltarla por ahí a todo trapo. Pobre Johnny
acariciando un gato blanco. En el fondo lo único que ha dicho
es que nadie sabe nada de nadie, y no es una novedad. Toda biografía
da eso por supuesto y sigue adelante, qué diablos. Vamos, Johnny,
vamos a casa que es tarde.
-No creas que solamente es eso -dice Johnny, enderezándose de
golpe como sí supiera lo que estoy pensando-. Está Dios,
querido. Ahí sí que no has pegado una.
-Vamos, Johnny, vamos a casa que es tarde.
-Está lo que tú y los que son como mi compañero
Bruno llaman Dios. El tubo de dentífrico por la mañana,
a eso le llaman Dios. El tacho de basura, a eso le llaman Dios. El miedo
a reventar, a eso le llaman Dios. Y has tenido la desvergüenza
de mezclarme con esa porquería, has escrito que mi infancia,
y mi familia, y no sé qué herencias ancestrales... Un
montón de huevos podridos y tú cacareando en el medio,
muy contento con tu Dios. No quiero tu Dios, no ha sido nunca el mío.
-Lo único que he dicho es que la música negra...
-No quiero tu Dios -repite Johnny-. ¿Por qué me lo has
hecho aceptar en tu libro? Yo no sé si hay Dios, yo toco mi música,
ya hago mi Dios, no necesito de tus inventos, déjaselos a Mahalia
Jackson y al Papa, y ahora mismo vas a sacar esa parte de tu libro.
-Si insistes -digo por decir algo-. En la segunda edición.
-Estoy tan solo como este gato, y mucho más solo porque lo sé
y él no. Condenado, me está plantando las uñas
en la mano. Breno, el jazz no es solamente música, yo no soy
solamente Johnny Carter.
-Justamente es lo que quería decir cuando escribí que
a veces tocas como...
-Como si me lloviera en el culo -dice Johnny, y es la primera vez en
la noche que lo siento enfurecerse-. No se puede decir nada, inmediatamente
lo traduces a tu sucio idioma. Si cuando yo toco tú ves a los
ángeles, no es culpa mía. Si los otros abren la boca y
dicen que he alcanzado la perfección, no es culpa mía.
Y esto es lo peor, lo que verdaderamente te has olvidado de decir en
tu libro, Bruno, y es que yo no valgo nada, que lo que toco y lo que
la gente me aplaude no vale nada, realmente no vale nada.
Rara modestia, en verdad, a esa hora de la noche. Este Johnny...
- ¿Cómo te puedo explicar? -grita Johnny poniéndome
las manos en los hombros, sacudiéndome a derecha y a izquierda.
(La paix!, chillan desde una ventana)-. No es una cuestión de
más música o de menos música, es otra cosa... por
ejemplo, es la diferencia entre que Bee haya muerto y que esté
viva. Lo que yo toco es Bee muerta, sabes, mientras que lo que yo quiero,
lo que yo quiero... Y por eso a veces pisoteo el saxo y la gente cree
que se me ha ido la mano en la bebida. Claro que en realidad siempre
estoy borracho cuando lo hago, porque al fin y al cabo un saxo cuesta
muchísimo dinero.
-Vamos por aquí. Te llevaré al hotel en taxi.
-Eres la mar de bueno, Bruno -se burla Johnny-. El compañero
Bruno anota en su libreta todo lo que uno le dice, salvo las cosas importantes.
Nunca creí que pudieras equivocarte tanto hasta que Art me pasó
el libro. Al principio me pareció que hablabas de algún
otro, de Ronnie o de Marcel, y después Johnny de aquí
y Johnny de allá, es decir que se trataba de mí y yo me
preguntaba ¿pero éste soy yo?, y dale conmigo en Baltimore,
y el Birdland, y que mi estilo... Oye -agrega casi fríamente-,
no es que no me dé cuenta de que has escrito un libro para el
público. Está muy bien y todo lo que dices sobre mi manera
de tocar y de sentir el jazz me parece perfectamente O.K. ¿Para
qué vamos a seguir discutiendo sobre el libro? Una basura en
el Sena, esa paja que flota al lado del muelle, tu libro. Y yo esa otra
paja, y tú esa botella que pasa por ahí cabeceando. Bruno,
yo me voy a morir sin haber encontrado... sin...
Lo sostengo por debajo de los brazos, lo apoyo en el pretil del muelle.
Se está hundiendo en el delirio de siempre, murmura pedazos de
palabras, escupe.
-Sin haber encontrado -repite-. Sin haber encontrado...
-¿Qué querías encontrar, hermano? -le digo-. No
hay que pedir imposibles, lo que tú has encontrado bastaría
para...
-Para ti, ya sé -dice rencorosamente Johnny-. Para Art, para
Dédée, para Lan... No sabes cómo... Si, a veces
la puerta ha empezado a abrirse... Mira las dos pajas, se han encontrado,
están bailando una frente a la otra... Es bonito, eh... Ha empezado
a abrirse... el tiempo... yo te he dicho, me parece, que eso del tiempo...
Bruno, toda mi vida he buscado en mi música que esa puerta se
abriera al fin. Una nada, una rajita... Me acuerdo en Nueva York, una
noche... Un vestido rojo. Sí, rojo, y le quedaba precioso. Bueno,
una noche estábamos con Miles y Hal... llevábamos yo creo
que una hora dándole a lo mismo, solos, tan felices... Miles
tocó algo tan hermoso que casi me tira de la silla, y entonces
me largué, cerré los ojos, volaba. Bruno, te juro que
volaba... Me oía como si desde un sitio lejanísimo pero
dentro de mí mismo, al lado de mí mismo, alguien estuviera
de pie... No exactamente alguien... Mira la botella, es increíble
cómo cabecea... No era alguien, uno busca comparaciones... Era
la seguridad, el encuentro, como en algunos sueños, ¿no
te parece?, cuando todo está resuelto, Lan y las chicas te esperan
con un pavo al horno, en el auto no atrapas ninguna luz roja, todo va
dulce como una bola de billar. Y lo que había a mi lado era como
yo mismo pero sin ocupar ningún sitio, sin estar en Nueva York,
y sobre todo sin tiempo, sin que después... sin que hubiera después...
Por un rato no hubo más que siempre... Y yo no sabía que
era mentira, que eso ocurría porque estaba perdido en la música,
y que apenas acabara de tocar, porque al fin y al cabo alguna vez tenía
que dejar que el pobre Hal se quitara las ganas en el piano, en ese
mismo instante me caería de cabeza en mí mismo...
Llora dulcemente, se frota los ojos con sus manos sucias. Yo ya no sé
qué hacer, es tan tarde, del río sube la humedad, nos
vamos a resfriar los dos.
-Me parece que he querido nadar sin agua -murmura Johnny-. Me parece
que he querido tener el vestido rojo de Lan pero sin Lan. Y Bee está
muerta, Bruno. Yo creo que tú tienes razón, que tu libro
está muy bien.
-Vamos, Johnny, no pienso ofenderme por lo que le encuentres de malo.
-No es eso, tu libro está bien porque... porque no tiene urnas,
Bruno. Es como lo que toca Satchmo, tan limpio, tan puro. ¿A
ti no te parece que lo que toca Satchmo es como un cumpleaños
o una buena acción? Nosotros... Te digo que he querido nadar
sin agua. Me pareció... pero hay que ser idiota... me pareció
que un día iba a encontrar otra cosa. No estaba satisfecho, pensaba
que las cosas buenas, el vestido rojo de Lan, y hasta Bee, eran como
trampas para ratones, no sé explicarme de otra manera... Trampas
para que uno se conforme, sabes, para que uno diga que todo está
bien. Bruno, yo creo que Lan y el jazz, sí, hasta el jazz, eran
como anuncios en una revista, cosas bonitas para que me quedara conforme
como te quedas tú porque tienes París y tu mujer y tu
trabajo... Yo tenía mi saxo... y mi sexo, como dice el libro.
Todo lo que hacía falta. Trampas, querido... porque no puede
ser que no haya otra cosa, no puede ser que estemos tan cerca, tan del
otro lado de la puerta...
-Lo único que cuenta es dar de sí todo lo posible -digo,
sintiéndome insuperablemente estúpido.
-Y ganar todos los años el referendum de Down Beat, claro -asiente
Johnny-. Claro que sí, claro que sí, claro que sí.
Claro que sí.
Lo llevo poco a poco hacia la plaza. Por suerte hay un taxi en la esquina.
-Sobre todo no acepto a tu Dios -murmura Johnny-. No me vengas con eso,
no lo permito. Y si realmente está del otro lado de la puerta,
maldito si me importa. No tiene ningún mérito pasar al
otro lado porque él te abra la puerta. Desfondarla a patadas,
eso sí. Romperla a puñetazos, eyacular contra la puerta,
mear un día entero contra la puerta. Aquella vez en Nueva York
yo creo que abrí la puerta con mi música, hasta que tuve
que parar y entonces el maldito me la cerró en la cara nada más
que porque no le he rezado nunca, porque no le voy a rezar nunca, por
que no quiero saber nada con ese portero de librea, ese abridor de puertas
a cambio de una propina, ese...
Pobre Johnny, después se queja de que uno no ponga esas cosas
en un libro. Las tres de la madrugada, madre mía.
Tica se había vuelto a Nueva York, Johnny se había vuelto
a Nueva York (sin Dédée, muy bien instalada ahora en casa
de Louis Perron, que promete como trombonista). Baby Lennox se había
vuelto a Nueva York. La temporada no era gran cosa en París y
yo extrañaba a mis amigos. Mi libro sobre Johnny se vendía
muy bien en todas partes, y naturalmente Sammy Pretzal hablaba ya de
una posible adaptación en Hollywood, cosa siempre interesante
cuando se calcula la relación franco-dólar. Mi mujer seguía
furiosa por mi historia con Baby Lennox, nada demasiado grave por lo
demás, al fin y al cabo Baby es acentuadamente promiscua y cualquier
mujer inteligente debería comprender que esas cosas no comprometen
el equilibrio conyugal, aparte de que Baby ya se había vuelto
a Nueva York con Johnny, finalmente se había dado el gusto de
irse con Johnny en el mismo barco. Ya estaría fumando marihuana
con Johnny, perdida como él, pobre muchacha. Y Amorous acababa
de salir en París, justo cuando la segunda edición de
mi libro entraba en prensa y se hablaba de traducirlo al alemán.
Yo había pensado mucho en las posibles modificaciones de la segunda
edición. Honrado en la medida en que la profesión lo permite,
me preguntaba si no hubiera sido necesario mostrar bajo otra luz la
personalidad de mi biografiado. Discutimos varias veces con Delaunay
y con Hodeir, ellos no sabían realmente qué aconsejarme
porque encontraban que el libro era estupendo y que a la gente le gustaba
así. Me pareció advertir que los dos temían un
contagio literario, que yo acabara tiñendo la obra con matices
que poco o nada tengan que ver con la música de Johnny, al menos
según la entendíamos todos nosotros. Me pareció
que la opinión de gentes autorizadas (y mi decisión personal,
sería tonto negarlo a esta altura de las cosas) justificaba dejar
tal cual la segunda edición. La lectura minuciosa de las revistas
especializadas de los Estados Unidos (cuatro reportajes a Johnny, noticias
sobre una nueva tentativa de suicidio, esta vez con tintura de yodo,
sonda gástrica y tres semanas de hospital, de nuevo tocando en
Baltimore como si nada) me tranquilizó bastante, aparte de la
pena que me producían estas recaídas lamentables. Johnny
no había dicho ni una palabra comprometedora sobre el libro.
Ejemplo (en Stomping Around, una revista musical de Chicago, entrevista
de Teddy Rogers a Johnny): "¿Has leído lo que ha
escrito Bruno V... sobre ti en París?" "-Sí.
Está muy bien." "¿Nada que decir sobre ese libro?"
"-Nada, fuera de que está muy bien. Bruno es un gran muchacho."
Quedaba por saber lo que pudiera decir Johnny cuando anduviera borracho
o drogado, pero por lo menos no había rumores de ningún
desmentido de su parte. Decidí no tocar la segunda edición
del libro, seguir presentando a Johnny como lo que era en el fondo:
un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico,
tanto ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas estupendas sin
tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe
fuerte) de las dimensiones de su obra. Todo me inducía a conservar
tal cual ese retrato de Johnny; no era cosa de crearse complicaciones
con un público que quiere mucho jazz pero nada de análisis
musicales o psicológicos, nada que no sea la satisfacción
momentánea y bien recortada, las manos que marcan el ritmo, las
caras que se aflojan beatíficamente, la música que se
pasea por la piel, se incorpora a la sangre y a la respiración,
y después basta, nada de razones profundas.
Primero llegaron los telegramas (a Delaunay, a mí, por la tarde
ya salían en los diarios con comentarios idiotas); veinte días
después tuve carta de Baby Lennox, que no se había olvidado
de mí. "En Bellevue lo trataron espléndidamente y
yo lo fui a buscar cuando salió. Vivíamos en el departamento
de Mike Russolo, que anda en gira por Noruega. Johnny estaba muy bien,
y aunque no quería tocar en público aceptó grabar
discos con los chicos del Club 28. A ti te lo puedo decir, en realidad
estaba muy débil (ya me imagino lo que quería dar a entender
Baby con esto, después de nuestra aventura en París) y
de noche me daba miedo la forma en que respiraba y se quejaba. Lo único
que me consuela -agregaba deliciosamente Baby- es que murió contento
y sin saberlo. Estaba mirando la televisión y de golpe se cayó
al suelo. Me dijeron que fue instantáneo." De donde se deducía
que Baby no había estado presente, y así era porque luego
supimos que Johnny vivía en casa de Tica y que había pasado
cinco días con ella, preocupado y abatido, hablando de abandonar
el jazz, irse a vivir a México y trabajar en el campo (a todos
les da por ahí en algún momento de su vida, es casi aburrido),
y que Tica lo vigilaba y hacía lo posible por tranquilizarlo
y obligarlo a pensar en el futuro (esto lo dijo luego Tica, como si
ella o Johnny hubieran tenido jamás la menor idea del futuro).
A mitad de un programa de televisión que le hacía mucha
gracia a Johnny, empezó a toser, de golpe se dobló bruscamente,
etc. No estoy tan seguro de que la muerte fuese instantánea como
lo declaró Tica a la policía (tratando de salir del lío
descomunal en que la había metido la muerte de Johnny en su departamento,
la marihuana que habia al alcance de la mano, algunos líos anteriores
de la pobre Tica, y los resultados no del todo convincentes de la autopsia.
Ya se imagina uno todo lo que un médico podía encontrar
en el hígado y en los pulmones de Johnny). "No quieras saber
lo que me dolió su muerte, aunque podría contarte otras
cosas -agregaba dulcemente esta querida Baby- pero alguna vez cuando
tenga más ánimos te escribiré o te contaré
(parece que Rogers quiere contratarme para París y Berlín)
todo lo que es necesario que sepas, tú que eras el mejor amigo
de Johnny." Y después de una carilla entera dedicada a insultar
a Tica, que de creerle no sólo sería causante de la muerte
de Johnny sino del ataque a Pearl Harbor y de la Peste Negra, esta pobrecita
Baby terminaba: "Antes de que se me olvide, un día en Bellevue
preguntó mucho por ti, se le me daban las ideas y pensaba que
estabas en Nueva York y que no querías ir a verlo, hablaba siempre
de unos campos llenos de cosas, y después te llamaba y hasta
te decía palabrotas, pobre. Ya sabes lo que es la fiebre. Tica
le dijo a Bob Carey que las últimas palabras de Johnny habían
sido algo así como: "Oh, hazme una máscara",
pero ya te imaginas que en ese momento..." Vaya si me lo imaginaba.
"Se había puesto muy gordo", agregaba Baby al final
de su carta, "y jadeaba al caminar". Eran los detalles que
cabía esperar de una persona tan delicada como Baby Lennox.
Todo esto coincidió con la aparición de la segunda edición
de mi libro, pero por suerte tuve tiempo de incorporar una nota necrológica
redactada a toda máquina, y una fotografía del entierro
donde se veía a muchos jazzmen famosos. En esa forma la biografía
quedó, por decirlo así, completa. Quizá no esté
bien que yo diga esto, pero como es natural me sitúo en un plano
meramente estético. Ya hablan de una nueva traducción,
creo que al sueco o al noruego. Mi mujer está encantada con la
noticia.