Dos apuntes sobre Clément Rosset

Enrique Lynch


La forma especial de pensamiento que denominamos “filosofía” –o metafísica– se ha ocupado, desde sus comienzos legendarios, de determinar la índole de la experiencia según el factum de la conciencia. Por factum de la conciencia no entendemos la experiencia en sí, sino su resultado, un efecto o correlato en forma de saber que, de acuerdo con la tradición más antigua, tiene dos dimensiones irresolubles: la apariencia y lo real. La conciencia puede representarse la apariencia como manifestación de lo real y comprenderla como aquello que se deja ver de lo real, se manifiesta, acontece, es; o bien puede pensarla como un obstáculo, un elemento que oculta, enmascara o escamotea lo real, o provoca que lo real se desvanezca y escape al alcance de la razón.

Está claro que la propia distinción metafísica entre un real fundamental y otro que es sólo aparente, apariencia sensible o imaginaria, puede muy bien tenerse ella misma como apariencial, es decir, como expresión de la propia ilusión trascendental que desencadena esta curiosa manera de pensar. De modo que una forma evidente de evitar los difíciles problemas que acarrea la descomposición de la experiencia en algo “aparente” y algo “real” y no incurrir en la fórmula idealista antigua o moderna, es abandonar toda expectativa de resolver la relación que une (o separa) lo real de su “manifestación” y concentrarnos sólo en la experiencia. Una fenomenología de la experiencia puede que no produzca una versión –efectiva o imaginaria– de lo real pero quizás nos revele en qué consiste experimentarlo. Creo que esta es una de las artimañas de Clément Rosset para no caer en la tentación de repetir algunos de los modelos metafísicos tradicionales. Y sólo en el sentido de un re-examen del significado de la experiencia puede comprenderse por qué Rosset afirma que la filosofía (o, mejor dicho, la metafísica) niega lo real precisamente cuando más parece ocuparse de revelarlo. Naturalmente, desplazar el centro de la argumentación a la experiencia dejando a un lado lo que ésta da (physis, sujeto, ser, acontecimiento, etc.) equivale, de hecho, a salirse de la filosofía.

Se puede leer los pasajes dedicados a Malcolm Lowry en el Traité de l’idiotie como ejemplo típico de esa forma característica de Rosset de eludir el problema de lo real sustrayéndose a pensarlo como objeto, para concentrarse en la experiencia en sí.[1] Rosset cita el pasaje de la novela Bajo el volcán en el que el protagonista mira absorto la superficie de una pared que tiene delante de él mientras determina –completamente borracho, es decir, fuera de la conciencia corriente– que él siempre “está allí, siempre y en todo momento está de algún modo allí”, expresión trivial que no obstante dice lo mismo que Dasein. La conciencia de su “estar allí” le sirve al cónsul para confirmar la presencia de una cosa que no es necesario convocar porque también “siempre está y ha estado allí”, y que se levanta como algo duro, rugoso, persistente y consistente, tal como cabe a una pared, algo que no puede ser apartado de la mirada. Cuando el cónsul borracho mira esa pared y piensa en él mismo, encuentra las dos dimensiones del mismo “estar allí”, y las reconoce atrozmente banales en su falta de sentido. Mirarse y mirar eso otro como formando parte de una misma imagen desdoblada, lisa, pulida, como en un espejo trucado, es un acto reflexivo que suscita una imagen doble. Lo que tiene de especial esta mirada doble inconsciente, torpe, del borracho es que no deriva en significado alguno. Se diría que el borracho –piensa Rosset– percibe las cosas tal como son. Por una vez, puede verlas sin sentido, sin ningún sentido, más allá de la representación. El borracho ve doble pero ver doble resulta a la postre más verdadero o auténtico que ver una sola cosa, porque con ello se ve que la imagen es tal, se ve el doble de lo real que no se percibe en la percepción corriente.

Hay un platonismo implícito en este punto de vista de Rosset, acentuado más adelante cuando propone otras dos experiencias reveladoras de lo real en las que, curiosamente, éste también se da sin mediación y, por lo tanto, como nada. Además de la borrachera menciona la decepción amorosa, que nos pone ante un mundo vacío, sin entes; y la obra de arte, que opera como reveladora del mundo a través de un acceso fácil (cuando es romántica) o difícil (cuando es clásica). La primera es subjetiva, la segunda, en cambio, es objetiva. En la decepción amorosa me descubro, en efecto, como habitando “en la nada”, me veo a mí mismo como nada; en el arte, por otro lado, doblo lo que ya está allí.

La tres vías de abordaje a lo real sirven, finalmente, para que Rosset trace el perfil –por cierto, de un romántico un tanto remanido– del filósofo como un individuo que está todo el tiempo borracho o enamorado y que, por añadidura, es artista.[2] De paso, marca además la diferencia entre su “filósofo-artista” y la metafísica de siempre que, en la historia de la filosofía ha sido cómplice (o negadora) de la duplicación en la experiencia de lo real. Común a Platón, Aristóteles, Hegel, Heidegger, incluso a Derrida, es la estrategia de proponer series dobles en la tentativa de ver o de escapar a la visión de lo real, o lo que lo mismo, al reconocimiento de la nada.[3]

Al respecto cabe hacer dos apuntes. El primero se relaciona con la condición del cónsul borracho descrito en la novela de Malcolm Lowry. El cónsul descubre su existencia (ex-stare) como un estar siempre allí (Dasein) al mismo tiempo que descubre que no puede representarse esa existencia porque, o bien se la representa sin sentido, inescrutable, muda, absurda, como la persistencia de la pared frente a su propia mirada de borracho; o bien se la representa doble, él mismo idéntico a la pared que tiene delante en su falta de sentido, en su realidad. Rosset se ocupa de la dimensión de esta experiencia peculiar de lo real, pero no presta demasiada atención al hecho de que, en el contexto de esta experiencia de borrachera lúcida, lo real es lo que no puede ser representado. Si la embriaguez (o la decepción, o la ilusión artística) trascienden la representación, lo real no tiene representación posible; o la tiene, pero entonces es doble y de esta forma resulta indeterminable, como en la insuperable antagonía que separa lo real de su apariencia sensible.

Lo real es pues justamente aquello que se aparece (o parece, scheinen) pero que se sustrae a la representación. Es algo que brilla delante de mí pero que no puede ser aproximado. Puedo trazarme estrategias de rodeo: embriagarme, abordarlo para ajustarlo o reducirlo a un patrón subjetivo de belleza en el arte, o describirlo como una luz, o también puedo reconocerlo en lo que yo mismo siento, pero no puedo dejarme ganar por su representación subsidiaria porque entonces tendría de él, no lo real, sino el doble. Sólo la experiencia de mí mismo me permite romper con el doble. En efecto, nada es más real que lo que yo mismo siento porque allí lo que es, es –como la inmediatez de la voluntad en la metafísica de Schopenhauer– la representación misma sin referencia. No puede haber testimonio, prueba, evidencia, representación objetiva, de esa experiencia, de ahí que yo mismo, en ese marco íntimo, me abisme. Sólo se puede acceder a esa dimensión de lo real por evocación, en el sueño o en la locura, en la fantasía o por reminiscencia (Platón). Una reminiscencia, sin embargo, que no es recuerdo, porque todo recuerdo consiste en la interposición de una imagen. Y la imagen, por lo demás, es siempre un doble.

En un sentido, el cónsul de Bajo el volcán se topa con lo real tanto como se descubre a sí mismo en un caso típico de experiencia privada que, como toda catástrofe, no puede establecerse entre la experiencia de la catástrofe y su representación un tiempo. Rosset describe esta representación/catástrofe como pánica: “la cosa llega al mismo tiempo que sus señales, una y otras se confunden cronológica y lógicamente”[4], y la asocia con la muerte, acontecimiento que cierra la serie de los acontecimientos y de las experiencias pero que ella misma no se puede experimentar. No hay, pues, representación de la muerte, porque está fuera del tiempo, por lo que tampoco puede haber de ella ni anticipación ni recuerdo.

Por otro lado, ¿qué es lo común a la borrachera, la decepción y al arte, al menos en la idea del arte que lo vincula con una especie de placer desinteresado? La ausencia –o retirada– del deseo. No es tanto la percepción la que descompone la experiencia entre un real en fuga constante y una apariencia interpuesta, sino más bien el deseo. Y el deseo es justamente lo que termina con la muerte.

Un segundo apunte en relación con las reflexiones sobre lo real y su representación doble puede hacerse en cuanto toca al acto de representar en sí. La experiencia de uno mismo en la inmediatez o en la duplicidad de la reflexión está pautada por una representación imposible. Lo que yo soy, cómo estoy aquí, no puedo representarlo sino por medio de una apariencia que borra, como cualquier metáfora, su fundamento y su referencia. ¿No será esta la secreta razón de la mimesis y del placer que se asocia con el mecanismo mimético?

La mimesis, que siguiendo el platonismo implícito de Rosset, duplica lo que se manifiesta de forma doble, no se define por el objeto, porque el objeto mimetizado, copiado, es -como pensaba Platón- eidolon, imagen espuria de una apariencia sensible, doble de un doble. El objeto mimetizado, por otra parte, siempre llega después del acto mimético: se ha de representar primero algo para que luego pueda reflexionarse sobre el acto de representar en términos de “mimesis”. No cabe sino admitir que en la mimesis lo decisivo no es el objeto sino el sujeto de la imitación. Es como si la copia denunciara al falsario. El indicio o prueba de la centralidad del sujeto en la mimesis está en la naturaleza del representar, en el placer que la acompaña.

Pero que admitamos el carácter subjetivo del acto mimético no quiere decir que estemos en mejores condiciones de establecer en qué consiste el mimetizar en sí. ¿Por qué se copia? Si pensamos que lo hacemos por el placer que nos reporta, la respuesta es circular. Tiene que haber algo que suponga una recompensa mayor.

Podemos pensar que se copia para dar testimonio

a) del copiar

b) del objeto copiado

c) de aquél que copia

Dar testimonio del copiar no parece relevante, toda vez que los hombres copian “por naturaleza” o, como opina Aristóteles al comienzo de su Poética, por instinto, por el placer de copiar. Dar testimonio del objeto copiado es válido siempre y cuando se pueda identificar ese objeto como tal. Si media un reconocimiento, entonces el acto de copiar sirve para ese reconocimiento, y para el placer que lo acompaña, un placer que, por otro lado, me permite saber de mí, autorreconocerme. Pero si el producto de la mimesis es abstracto o simbólico o enigmático, mudo y contundente como un dolmen o una runa en el fondo de una caverna ¿de qué se da en verdad testimonio? Del sujeto que copia. Más que representar un objeto o un acontecimiento la mimesis muestra un sujeto que copia. En efecto, el sujeto no puede dar explicación objetiva de sí mismo. Cuando mucho, puede explicarse a sí mismo en su puro “estar ahí” (en el cartesiano “yo soy, yo existo”; Dasein) pero de ese modo de existir, porque es real y no tiene representación posible, no queda rastro. ¿Cuál puede ser el rastro o la huella de mí mismo si es evidente que existo sólo para mí, pero no para el otro? Existo objetivamente, realmente, sólo en tanto que percepto del otro, reflejado en un espejo en el que no me está dado mirarme ni siquiera cuando media una placa fotográfica (¿cuántas veces hemos observado que la imagen fotográfica no tiene nada que ver con la imagen propia o la de una persona conocida?). Queda el pensar pero, por lo demás, nunca existo para el otro en tanto que sujeto que piensa.

Si es verdad que hay un real indefinible pero cierto en la experiencia de uno mismo, también es verdad que ese real es una determinación que sólo es para mí. Desconsoladora deriva solipsista. O sea, sólo hay prueba de lo determinado para mí, lo cual significa que esa experiencia no puede ser objetiva. La mimesis no vale como medio de objetivar lo que no puede ser objetivado sino como medio de traer a presencia el sujeto de la objetivación. Que exista o no eso allí fuera –real, aparente– no puedo saberlo, pero que existo, yo sí lo sé, aunque sólo para mí. La copia es pues una especie de acta notarial por la que se habilita al otro a saber de mí por mediación de un objeto mimético desplazado.

Si la mimesis consistiera en querer saber, por duplicación, algo de eso que está allí, entonces ¿por que hay representaciones de lo que manifiestamente no existe? Sólo si lo representado sirve para dar testimonio de mí mismo tiene sentido que, en la mimesis, no se distinga entre lo que percibo, lo que imagino o lo que quiero decir (simbolizo) y que no se requiera como fundamento, referencia real alguna.

Misterio de las representaciones monstruosas indias o de las pinturas rupestres. Unas, porque representan lo que no existe, las otras precisamente por su manifiesto realismo. Un mamut o un bisonte pintado en una cueva son representaciones realistas cuando se parecen a un mamut o un bisonte, pero cuando son fragmentarios, cuando tienen cuatro patas superpuestas, ¿también son realistas? Seguramente sí, porque el bisonte faceteado o estilizado no sirve para demostrar la existencia del bisonte real, sino para reconocer que hay algo o alguien que lo identifica como tal, que puede reconocerlo. He aquí el sentido de la oscura frase de Whitehead: “La religión es lo que el individuo hace con su propia soledad”.[5] Esa prueba de identificación es casi un acto religioso, un voto hecho en la tiniebla más profunda de una caverna, donde sólo está el mimetés, sintiéndose “uno mismo” para tener que salir de sí en el acto de representar.

Barcelona, octubre de 2004

 

Referencias

 

Rosset, C. 1977. Le Réel: Traité de l’idiotie. París: Editions de Minuit.

Dodds, E. R. 1981. Los griegos y lo irracional. Trad. M. Araujo. Madrid: Alianza.

 

Notas

[1]. Rosset 1977, 42–43.
[2] En clara invocación de la figura del “filósofo-artista” de Nietzsche.
[3] Rosset 1977, 54, passim.
[4] Rosset 1977, 136–137.
[5] Whitehead, Religion in the Making, p. 6. Cit. Dodds 1981, 227.

 

Clément Rosset