Sade marginal/I

 
Juan Manuel Reyes Massiel

 

No hay nada más que la naturaleza –en la que por otra partesólo se ha expandido la fascinación de la muerte– nada de este mundo que yo pueda amar.

Pier Paolo Passolini

§ I El insurrecto ilustrado

El solo hecho de que para nuestros contemporáneos el Marqués de Sade constituya aquello que algunos han venido a llamar “el caso Sade”, es ya iluminador, pues parece que no se trata de una simple metáfora clínica o jurídica en la historia de las ideas, sino de algo más esencial. En efecto, el caso Sade significaría una interrogación, un fenómeno, una situación de ideas para las que la dialéctica de las academias filosóficas y las humanidades modernas no encuentran interlocución adecuada y pulida, el caso Sade implica que se asume que hay un discurso cuya característica fundamental es precisamente nuestra incapacidad para relacionarnos con él según las maneras cotidianas de la razón ilustrada y su principal engendro: el humanismo moderno. De ahí que ese discurso se confine, se esconda y se eluda. Pero, lo que hace más increíble el caso, lo que lo convierte aún más en un fenómeno moderno es que parece que nadie como Sade lleva hasta sus últimas consecuencias y con el mayor de los rigores la lógica de ideas de la Ilustración. Es por ello que Sade no sólo es un moderno redomado, sino, curiosamente, justo por ello también un lacerante signo de interrogación sobre la propia modernidad: si Sade representa la modernidad desnuda, el frío engranaje de la razón ilustrada llevado hasta sus últimas consecuencias, ¿cómo es posible que al mismo tiempo lo sea, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos? ¿Cómo es posible que Les Lumières tengan entre sus hijos tanto al Código Civil napoleónico como a Los Ciento Veinte Días en Sodoma? Así las cosas, el caso Sade resulta ser, no sólo el caso de un extraño individuo que vivió en el siglo XVIII, sino el caso de la modernidad, una interrogación que se cierne sobre ella, una herida: lo anómalo ilustrado, lo insurrecto ilustrado.

Y si Sade lleva hasta sus últimas consecuencias las ideas ilustradas, hasta las consecuencias de la perversidad, la pregunta es, ¿por qué lo hace?, ¿está consciente de ser una especie de saboteador de la modernidad y de sus directrices de progreso moral?, ¿querría serlo?, ¿qué es ser un saboteador de la modernidad? Pues si serlo constituye ir en contra de un ideal fraternal del progreso humano y sus morales institucionalizadas; entonces la modernidad posee el prejuicio a priori de ser un dispositivo ideológico cuyo principal instrumento es la razón, pero cuyo principal objetivo es la moral. Pero si, por el contrario, no es capaz de seguir hasta la perversidad sus propios razonamientos, entonces es inconsecuente; lo que significa que de uno u otro modo la modernidad se encuentra con Sade ante una disyuntiva ineludible. ¿Qué pretendía Sade?, ¿justamente evidenciar la disyuntiva insalvable? Una disyuntiva que sólo lo es en apariencia, pues en realidad, entre las ideas modernas de progreso no puede encontrarse ningún ideal sadiano, lo que coloca a la Ilustración en el paréntesis de una duda, aquella que se pregunta si la luz de la razón ilustrada es un farol dirigido hacia un camino ya trazado a priori; o, por el contrario, una que nos alumbra el entorno para elegir el camino libremente. Acaso Sade pretenda poner en evidencia dicha fractura, llevar al escándalo esa duda.

Pero, ¿y si Sade no fuera un ilustrado insurrecto, alguien que desde el centro de las ideas modernas emprende un acto de sabotaje camaleónico; sino más bien un ilustrado marginal, esto es, alguien que desde la modernidad pretende la investigación y sobre todo la puesta en marcha de lo marginal, de lo anómalo, lo oscuro, lo anormal, como si su discurso pretendiese utilizar las ideas ilustradas a modo de reflectores parte de una gran puesta en escena de la marginalidad? ¿Acaso no es justamente dicha marginalidad la médula de su insurrección, y el modo en que hemos de entender la mecánica de su insurgencia discursiva? Y llevado por ello, ¿no será Sade más bien un ilustrado que, como un buen olfateador del peligro, se da cuenta de que curiosamente aquello que ha sido etiquetado como lo más absolutamente marginal es justamente aquello que tiene que ver con nuestras prácticas más íntimas y nuestros placeres más cotidianos pero más cerrados con mil llaves al “tribunal de la razón” debido a que el compareciente esconde verdades que hablarían de un escándalo metafísico del ser del hombre y de la fragilidad de su institución social? Las preguntas son: ¿atenta contra la modernidad la iluminación de esa su oscura cotidianidad sexual?, ¿se le sabotea cuando se lleva a la escena de la razón su intimidad sexual?, ¿qué significaría ello tanto para la conciencia individual como para el aparato colectivo?, ¿debería constituir un acto de insurrección ilustrada el hecho de que se lleve a las prácticas sexuales, con su debida dosis de intimidad, a los tribunales de la razón?, ¿es sólo esto último lo que molestó a sus contemporáneos y aún sigue causando escozor entre nuestros ilustres académicos de las buenas costumbres?, y, más aún, ¿no es justamente el hecho de que levante tantas ámpulas lo que, más que poner de manifiesto un denodado afán de mantener a resguardo los placeres y su práctica, nos indica una suma de significados ocultos detrás de ellos?, es decir, ¿no se pretende con ello, ocultar no la praxis de los placeres sexuales y su polimorfia, sino más bien al significado de que ellos son significante, como si a través de ellos se hubiese construido y ocultado un amplio espectro del cimentaje civilizatorio?, ¿no es justamente esto lo que olfatea, descubre y escenifica Sade, y no es por ello un practicante de la sospecha?

En efecto, su insurgencia se encuentra precisamente en su marginalidad, pues Sade no es sólo un insurrecto ilustrado en el sentido de que a través de la maquinaria enciclopedista nos conduce a un puerto inaudito en el que los hombres son flagelados y el asesinato y el robo son instituidos como derechos del nuevo individuo republicano, del súbdito redimido; sino que al mismo tiempo Sade explora y saca a la luz aquello que cuidadosamente había sido ocultado por la moral imperante en la Ilustración; el espíritu libertino es llevado hasta el escándalo para desarticular con ello una cierta hipocresía de la Modernidad respecto de las prácticas sexuales del siglo XVIII; así, las delicadas y profusas descripciones de los distintos ritos y prácticas sexuales “perversas” para su tiempo, no significan tanto una oposición irracional cuyo único objetivo es el escándalo de las buenas conciencias, sino más bien un hablar que hace de la sexualidad un terreno habitable por la razón.

Pero Sade no era el único, toda su época se encarga con frenesí de volcar su mirada sobre el sexo y de hablar sobre él, de clasificarlo, de hacer de él todo un inventario de prácticas, casi con un afán museístico; ya lo decía una y otra vez Foucault:

«Nace hacia el siglo XVIII una incitación política, económica y técnica a hablar del sexo. Y no tanto en forma de una teoría general de la sexualidad, sino en una forma de análisis, contabilidad, clasificación y especificación, en forma de investigaciones cuantitativas o causales. Tener “en cuenta” el sexo, pronunciar sobre él un discurso no únicamente de moral sino de racionalidad, fue una necesidad lo bastante nueva como para que al principio se asombrara de sí misma y se buscase excusas. ¿Cómo un discurso de razón podría hablar de eso? “Rara vez los filósofos han dirigido una mirada tranquila sobre esos objetos colocados entre la repugnancia y el ridículo, donde se necesitaba evitar, a la vez, la hipocresía y el escándalo”.»(1)

«No hablo de la obligación de confesar las infracciones a las leyes del sexo, como lo exigía la penitencia tradicional; sino de la tarea, casi infinita, de decir, de decirse a sí mismo y de decir a algún otro, lo más frecuentemente posible, todo lo que puede concernir al juego de los placeres, sensaciones y pensamientos innumerables que, a través del alma y el cuerpo, tienen alguna afinidad con el sexo.»(2)

Pero lo que en Sade desentona de su época obsesa en hablar del sexo y de convertirlo en elemento capital de un discursivismo casi maníaco y según determinadas pautas científicas y políticas, es justamente su manera de hablar de él. No podemos asistir al fenómeno Sade sin prestar atención a su escritura como una totalidad discursiva, pues no podemos desarticular, por ejemplo, los seiscientos “placeres” de Los Ciento Veinte Días de su correlato “pedagógico” y filosófico, asumiendo que se asiste a una mera intención clasificatoria desbordada y exasperante que sería sólo una manifestación más de la intención de su época. Pues, en efecto, a este respecto Sade no hace más que los múltiples manuales psiquiátricos, escolares, médicos, jurídicos y pastorales de la época a la hora de entablar su cruzada en torno a la dinámica de los placeres sexuales. Pero la instauración de éstos dentro del aparato narrativo sadiano y su obsesión por escenificarlos una y otra vez como un “crimen”, como una “transgresión”, y como parte, sobre todo, de una conciencia (pues todo ocurre en ese escenario), hacen de la explosión discursiva sadiana algo esencialmente diferente, y la coloca en su época como un dispositivo narrativo que, al tiempo que reacciona a la intención de la misma al respecto, convirtiéndole así en hijo de su siglo; también le insulariza como un caso único. Por ello, no es posible que desatendamos, en primer lugar, el hecho de que la summa sexualis sadiana está embrozada con todo un aparato filosófico y racional, y está inscrita en un movimiento de transgresión metafísica que parte desde el derrocamiento de Dios hasta la integridad monstruosa del libertino sadiano; y, en segundo lugar, el funcionamiento de su discurso como algo en torno a un destino particular sobre el que quiere a toda costa operar: la subjetividad lectora.

En efecto, los placeres no tienen nunca lugar sino después de un casi siempre profuso preámbulo sobre el derrocamiento metafísico de Dios, del cual el regicidio constituye, como bien apunta Klossowski, su simulacro; sólo entonces los personajes pueden actuar, deben actuar, “deben cada vez proclamarse la ausencia de un Dios garante de las normas, es decir, profesar el ateísmo íntegro que pretenden atestiguar con sus actos.(3) ” Sus actos son testimonio de una conciencia atea, dependen de ella como detonante profundo de la convicción del libertino. Y al mismo tiempo se pone en marcha para el lector un dispositivo que desbroza cuidadosamente su integridad sexual, una y otra vez se quiere instituir a través del discurso un nuevo individuo, una y otra vez se le alienta a ser su cómplice: tal y como los personajes de Sade no ingresan en la dinámica perversa sino hasta que actúan, hasta que son hechos cómplices del gran libertino, del mismo modo Sade guía al lector hacia ese exceso, hacia el límite de su personalidad sexual; por ello Bataille escribe:

“Nadie, a menos que no le preste oídos, termina Los Ciento Veinte Días sin estar enfermo: el más enfermo es desde luego aquel que se siente enervado sexualmente por esta lectura. Esos dedos partidos, esos ojos, esas uñas arrancadas, esos suplicios en donde el horror moral agudiza el dolor, esa madre que se ve conducida por el engaño y el terror al asesinato de su hijo, esos gritos, esa sangre vertida entre tanta fetidez, todo al fin se suma para producirnos náuseas. Nos supera, nos asfixia y produce, al mismo tiempo que un agudo dolor, una emoción que descompone y que mata. ¿Cómo se atrevió? Y sobre todo, ¿cómo pudo? El que escribió esas páginas aberrantes lo sabía, estaba llegando al último límite imaginable: no hay nada respetado que él no ridiculice, nada puro que no mancille, nada amable que no colme de horrores. Cada uno de nosotros se ve personalmente afectado: por poco que nos quede de humano, ese libro ataca como una blasfemia, y como una enfermedad del rostro, a todo lo más querido, lo más santo. Pero, ¿y si seguimos adelante? […] El lenguaje de Los Ciento Veinte Días es el del el universo lento, que degrada con golpe certero, que martiriza y destruye la totalidad de los seres a los que dio vida.(4)

Se trata de operar una fractura al interior del sujeto lector, una fractura que desnuda, que compromete cada partícula de la conciencia en una apuesta, casi cartesiana, por derrumbar toda estructura psíquica del deseo sexual del sujeto, de forma que ésta quede susceptible de toda perversión, de toda posibilidad. La ecuación es la misma que la que se presenta a los personajes: si comulgas con la idea hazte cómplice, y si eres cómplice súmate a la idea; el discurso se vuelve fisiología, actividad, pero es al mismo tiempo inconmensurable con ella, el lenguaje prepara la escena pero es incapaz de aprehender la experiencia que de él se deriva, es un atentado a la razón discursiva, a ese lenguaje que se apoderaba de los cuerpos y legitimaba o deslegitimaba experiencias y placeres, y fundaba verdades sobre el hombre, verdades inútiles, verdades que no penetran la alcoba, que no se instalan en el tocador sino como pura hipocresía; por ello el libertino se dice a sí mismo, a su cuerpo:

“… el lenguaje de las instituciones se ha adueñado de ese cuerpo, más en especial de lo que hay de funcional en «mi» cuerpo que mejor responde a la conservación de la especie; que ese lenguaje se ha asimilado el cuerpo que «soy» por ese cuerpo, hasta el punto de que desde los orígenes «nosotros» hemos sido expropiados por las instituciones: ese cuerpo no ha sido restituido sino «a mí mismo», corregido de cierto modo, es decir, que ciertas fuerzas han sido depuradas y otra dominadas por el lenguaje, de modo que «yo» no poseo «mi» cuerpo sino en nombre de las instituciones, cuyo lenguaje en «mí» no es más que el fiscalizador.”(5)

Pero cuando el ateísmo y la alcoba comulgan la fiscalización se derrumba: lo que Sade está intentando no es tanto sabotear la Ilustración, sino sabotear la noción corriente de razón en el sentido en que ésta se encuentra revestida de un carácter normativo y moral, pues, para Sade, se muestra incapaz de pensar lo aberrante; y si lo es, entonces, o es preciso volverla capaz, o bien, el actual concepto de razón es profundamente hipócrita, pues dicta por un lado su conquista sin límites de todos los espacios humanos, pero por el otro se impone límites cuando la moral imperante se lo indica. Y Sade se inclina más bien por lo último, quiere secularizar, profanar, paganizar la razón, y, al hacerlo, llevarla hasta sus últimos límites; por ello experimentará hasta el extremo la suya propia con sus ensoñaciones escritas, que no son precisamente un acto, sino más bien un afán desmesurado de pensar lo aberrante, lo anómalo, lo diferente, de incursionar en aquellos terrenos donde los otros no se habían atrevido y a prestar voz a dichas experiencias. Sade se asume entonces como un conquistador de la razón, un  sodomizador de la misma. Y lo es porque lo hace mientras ésta se resiste, la lleva por “rutas prohibidas” mientras ésta se opone violentamente; pero, al mismo tiempo, muestra como es precisamente dicha resistencia la ruina de la misma, por ello Justine, que sería la razón en resistencia, es profundamente ingenua y mostrada una y otra vez como un ser frágil y estúpido; mientras que, por el contrario, la razón que no se resiste a las nuevas experimentaciones, Juliette, es un animal perverso pero genial, criminal, pero sumamente astuto.

Como un evangelista de la mala nueva, horroriza, desnuda, vapulea continuamente todo ideal, toda utopía sobre la bondad del hombre; como si tuviera conciencia prístina de que todo el proceso de redención del hombre a lo largo de la historia, y especialmente el cristiano, fuera en realidad espurio, ilusorio, un enorme velo tendido sobre la oscura realidad impulsiva y salvaje del ser humano. El marqués pone en acción su pluma, y ésta quiere funcionar como las guillotinas que inundan la Francia revolucionaria, el filo de la hoja de acero guillotina a Luis XVI, y el filo de la hoja del manuscrito sadiano quiere guillotinar la farsa que el hombre ha creado para sí mismo; su misión cruda de escritor desde mazmorras es desde entonces la iracunda infatuación del ser del hombre, y en esa misión la literatura, su literatura, se convierte en el vehículo del juicio sumario sobre la verdad del hombre:

 “…creo que debemos responder a la perpetua objeción de algunos espíritus atrabiliarios que para darse el barniz de una moral de la que a menudo su corazón está muy lejos, no cesan de deciros: ¿Para qué sirven las novelas? ¿Qué para qué sirven, hombres hipócritas y perversos? Porque sólo vosotros planteáis esa ridícula cuestión: sirven para pintaros tal como sois. Orgullosos individuos que queréis sustraeros al pincel porque teméis sus efectos: si uno puede expresarse así, por ser la novela el cuadro de costumbres seculares, es tan esencial como la historia, para el filósofo que quiere conocer al hombre; porque el buril de ésta sólo le pinta cuando se deja ver, y entonces, ya no es él; la ambición, el orgullo cubren su frente con una máscara que sólo nos representan a esas dos pasiones, y no al hombre. El pincel de la novela, por el contrario, capta su interior… lo toma cuando se quita la máscara, y el apunte, mucho más interesante, es al mismo tiempo mucho más verdadero; ésa es la utilidad de las novelas. Fríos censores que no las amáis, os parecéis a aquel lisiado que por eso decía: ¿Para qué sirven  los retratos?...”

Sade sería entonces un pornógrafo violento y alentador que lleva hasta sus últimas consecuencias las relaciones de la modernidad con la moral intacta de sus coetáneos, imbuidos todavía de las normatividades cristianas; así, implica a su siglo en la única apuesta posible para él, la eliminación de toda normativa moral como condición de posibilidad de un ateísmo íntegro; que a su vez se complementaría con una monstruosidad igualmente íntegra.

En esa gran marcha triunfal del la razón, en esa antorcha diderotiana penetrando las entrañas de la tierra y apoderándose de toda región oscura e ignota, Sade olfatea que su siglo ha cubierto de hinojos moralinos las verdades del hombre, su mortalidad y su perversidad absolutas. De ahí que no pueda continuar, ha vivido la Época del Terror, ha sido encarcelado por tres gobiernos sucesivos: la Monarquía, el Terror y el Consulado le han confinado a sus mazmorras. El marqués observa desde su ventana en la prisión de Vincennes las ejecuciones públicas y sabe que sobre él pesa la misma condena, escapa, pero no deja de apoderarse de él esa sensación de peripeteia trágica, de ser sólo un personaje a merced de una tramoya cuyo guión es desconocido y mece sus hilos: “Verme llevado por la fuerza, sin esperar nada, con todo misterio, con todo este incógnito burlesco, todo este entusiasmo, todo este calor apenas perdonable en la primera efervescencia de un asunto de lo más importante, y tan anodino como ridículo después de doce años de infortunio.”(6)

Después, esa peripeteia se vuelve metafísica, adquiere matices cósmicos, pues para Sade el hombre sobre la tierra será un animal azaroso y sin sentido, sujeto continuamente a los caprichos de la naturaleza de la que es hijo sólo como una forma más de la materia, la redención es erradicada, la esperanza anulada:

“Si la materia actúa, se mueve, mediante combinaciones que desconocemos, si el movimiento es inherente a la materia, si por último, en virtud de su energía ella sola puede crear, producir, conservar, mantener, balancear en las inmensas llanuras del espacio todos los globos cuyo espectáculo nos sorprende y cuya marcha uniforme, invariable, nos llena de respeto y admiración, ¿qué necesidad habrá de buscar entonces un agente extraño para todo ello, puesto que esta facultad activa se encuentra esencialmente en la misma naturaleza, que no es más que la materia en acción? ¿Acaso vuestra quimera deífica aclarará algo? Tendrían que probármelo.” (7)

“¿Se atrevería alguien a decir que la elaboración de ese animal de dos pies le resulta más trabajosa que la de un gusanillo, y que, en consecuencia, debe cuidarse más del primero que del segundo?... Y si en el grado de interés, o más bien de indiferencia, es el mismo, ¿qué puede importarle que por la espada de un hombre otro hombre se vuelva mosca o hierba?” (8)

Una vez aceptado lo anterior, una vez que el hombre es sólo parte del movimiento continuo y eterno de la naturaleza, insertado en ella como una planta, una piedra o una brizna de paja, entonces todo puede acontecer, el devenir es inocente, o, más bien, indiferente:

“No hay ninguna acción, por espantosa, por atroz, por infame que te la puedas imaginar, que no podamos cometer con total indiferencia, todas las veces que deseamos; ¿qué digo?, que tendremos razón en cometer, ya que es la naturaleza la que nos la inspira; porque nuestros hábitos, nuestras religiones, nuestras costumbres, pueden fácilmente, e incluso deben necesariamente, engañarnos, mientras que la voz de la naturaleza no nos engañará nunca. Sus leyes se sostienen gracias a una mezcla absolutamente igual de lo que llamamos crimen y virtud; renace mediante destrucciones, subsiste mediante crímenes; en una palabra, vive gracias a la muerte.”(9)

Así, el movimiento perpetuo aniquila toda responsabilidad, todo puede ser hecho; pero ello también convierte al hombre en un animal desprovisto de sentido, un animal irredento y solitario cuya voz, instintos y conciencia no son más que el movimiento de las olas o el mugir de las vacas, por ello Klossowski dirá que “el ateísmo íntegro será el fin de la razón antropomorfa”; desde ahora nada gira en torno al hombre más que en torno a la piedra o el viento: el plan salvífico es anulado, y en este estado de indefensión de la conciencia frente a su sinsentido, ésta se vuelve transgresora.

Notas
Passolini, Pier Paolo. La religión de mi tiempo. Traducción de Olvido García Valdés. Barcelona: Icaria Poesía, 1997. p. 101

1. Foucault, Michel. Historia de la Sexualidad I, la voluntad de saber. Traducción de Ulises Guiñazú. Madrid: Siglo XXI, 2006. p. 24 (Foucault, a su vez, cita al final a  Condorcet)

2. Ibíd. p.20

3. Klossowski, Pierre. Sade mi prójimo, precedido por El filósofo criminal. Traducción de Antonia Barreda. Madrid: Arena Libros, 2005. p.30

4. Bataille, George. La Literatura y el mal. Traducción de Lourdes Munárriz Madrid: Taurus Ediciones, 1971. p.157 (las cursivas son mías)

5. Op. cit. Sade mi prójimo. p.38

6. Citado por Didier, Béatrice. Sade. Traducción de Hugo Martínez Moctezuma. México: FCE, 1989. p.17

7. Sade, Marqués de. La filosofía en el tocador. Traducción de Ricardo Pochtar. Barcelona: Tusquets, 2005. p.39

8. Sade, Marqués de. Justina o los infortunios de la virtud. Traducción de Isabel Brouard. Madrid: Cátedra, 2004. p.131

9. Sade, Márques de. Juliette. Vol 1. Traducción de Pilar Calvo. México: Colofón, 2006. p.153

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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