Bouvet y Pécuchard

 
Al Bert

 


 

Y dijo Dios: No es bueno que el hombre esté solo
Génesis 2:18

¿Por qué dos? ¿Por qué dos hablas para decir una misma cosa? Porque aquel que la dice, siempre es el otro
Nietzsche

 

El inicio es famoso: afueras de París, un estío plomizo (“todo parecía embotado por la ociosidad del domingo y la tristeza de los días de verano”), dos paseantes solitarios coinciden en un terrain vague cualquiera.

Cuando llegaron al medio del bulevar se sentaron, en el mismo momento, en el mismo banco.
Para enjugarse la frente se quitaron los sombreros, que cada uno puso a su lado, y el hombrecito vio escrito en el de su vecino: Bouvard, mientras éste distinguía fácilmente en la gorra del individuo de levita la palabra Pécuchet.
–¡Vaya! –dijo–, a los dos se nos ha ocurrido la misma idea, escribir nuestro nombre en el sombrero.
–¡Naturalmente; cualquiera podría llevarse el mío en la oficina!
–¡Ah! ¡Yo también soy empleado!
Entonces se examinaron. 

Curiosa manera de conocerse. El orden normal y esperable en el protocolo de acercamiento, tanto en la ficción como en la realidad, sería: mirada, charla, presentación. Aquí, antes ni siquiera de haberse mirado, los dos personajes saben sus nombres. Luego charlan. Luego se miran. Toda su historia de ¿amistad? posterior parece derivar de aquí: dos nombres en dos sombreros. 

En el capítulo cuarto de su Alicia a través del espejo, Lewis Carroll hace aparecer a dos personajes llamados Tweedledum y Tweedledee. No se sabe si llevan gorra (John Tenniel, el canónico ilustrador de la edición de 1870, se la puso, seguramente inspirado por la frase de Carroll que los describía como “colegiales grandullones”), pero en todo caso sí llevan, bordados en el cuello, los nombres que los distinguen, “Dum” y “Dee”. Cuando Alicia intenta, deductiva como es, descubrir en la parte de atrás el “Tweedle” que espera (“pues la letra de una vieja canción se le insinuaba en la mente con la insistencia del tic-tac de un reloj: Tweedledum y Tweedledee / decidieron batirse en duelo; / pues Tweedledum dijo que Tweedledee / le había estropeado / su bonito sonajero nuevo…” ), se encuentra con que:

… ya iba a darles la vuelta para ver si llevaban las letras «TWEEDLE» bordadas por la parte de atrás del cuello, cuando se sobresaltó al oír una voz que provenía del marcado «DUM».
–Si crees que somos unas figuras de cera –dijo– deberías de pagar la entrada, ya lo sabes. Las figuras de cera no están ahí por nada. ¡De ninguna manera!
–¡Por el contrario! –intervino el marcado «DEE»–. Si crees que estamos vivos, ¡deberías hablarnos!

Los de Bouvard y Pécuchet no eran los primeros sombreros que Flaubert asociaba a un nombre. Antes de que, en su primer día de clase en su nueva escuela, se oiga el nombre del apocado Charbovari (así lo masculla y lo repiten burlones los compañeros), su gorra atrae las miradas de los presentes:

…el nuevo, bien porque no se fijara en la maniobra o bien porque no quisiera someterse a ella, seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos cubrecabezas de orden compuesto, en el que se encuentran los elementos de la gorra de granadero, del chapska, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de algodón: en fin, una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y emballenada, empezaba por tres morcillas circulares; después alternaban unos rombos de terciopelo con otros de piel de conejo, separados por una banda roja; a continuación, una especie de saco que terminaba en un polígono encartonado, guarnecido con un adorno de pasamanería, del que pendía, en el extremo de un largo cordón demasiado delgado, una especie de bellota de hilos de oro, entrecruzados.
Era una gorra nueva; la visera relucía.
–Levántese –le dijo el profesor.
Se levantó: la gorra cayó al suelo. Toda la clase rompió a reír.
El muchachote se inclinó a recogerla. Un escolar que estaba a su lado volvió a tirársela de un codazo; el muchacho tomó a levantarla.
–¡Vamos, suelte la gorra! –dijo el profesor, que era hombre zumbón.

Las carcajadas de los escolares desconcertaron al pobre muchacho: no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la posó sobre las rodillas.

A Flaubert los sombreros debían de parecerle una buena metonimia de sus personajes. Ningún lector mínimamente atento podría resistirse a asociar “esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil” con el personaje y la historia entera de Charles Bovary.

En 1857, sin embargo, había una detallada descripción caracterizadora. Veinte años más tarde, tan sólo dos nombres en dos etiquetas. Flaubert ya no circulaba por la vía del realismo-naturalismo.

Los “marcados” Dum y Dee no pueden dejar de venirnos a la memoria cuando leemos en las andanzas del reportero Tintin de Hergé aquellos episodios en que intervienen los agentes Dupond y Dupont. Sus marcas son las letras finales de sus apellidos y los finales de sus bigotes –Dupond tiene el bigote recto, mientras que el de Dupont se dobla un poco hacia afuera. Por lo demás, son totalmente idénticos: bombín, bastón y traje negro, cual cita desdoblada de Charlot. Una de sus gracias más características es querer pasar desapercibidos camuflándose con un traje que creen típico del lugar y es en realidad ridículo  –un disfraz, en la acepción carnavalesca del término. La otra es que cuando uno de los dos afirma algo, el otro lo reitera cambiando palabras de lugar, diciendo de esta forma lo contrario o algo sin sentido. Así en Aterrizaje en la Luna:

Dupond — Este individuo nos ha insultado y le exigimos una explicación.
Dupont — Eso es... este individuo nos ha explicado y le exigimos un insulto.
Dupond — No es eso, ¡atontado! ¡Es al contrario!
Dupont — En efecto, en efecto... Hemos insultado a este individuo y le debemos una explicación.

Los novelistas llamados realistas, desde Dickens hasta hoy mismo, han gastado siempre buena parte de sus energías en el esfuerzo de conferir “verosimilitud” a sus personajes. Como la categoría de lo verosímil es bastante escurridiza –pues depende de una previa interpretación de la realidad, que puede ser tan voluble como la misma realidad–, habría que decir que lo que efectivamente hacen estos novelistas es dotar a sus personajes de una individualidad distinguible, perfilándolos mediante los recursos que hoy cualquier aprendiz de narrador conoce: muletillas, tics, obsesiones peculiares.

Bouvard y Pécuchet son muy poco distintos. Cualquiera, sin haber leído el Quijote, puede distinguir, con la sola convocatoria de una silueta, un objeto o una frase, al caballero espigado y delirante del escudero panzón y prosaico. ¿Cuántos lectores de Bouvard y Pécuchet serían capaces de recordar cuál de ellos era de “espíritu liberal y corazón sensible”, y cuál otro, “bilioso y de tendencias autoritarias”? ¿Cuál se enamoró de Mme. Bordin, y cuál de Mélie, la criada? ¿Cuál se empecinaba en ser granjero, pese a los evidentes fracasos, y cuál otro se lanzó fervoroso en los brazos del misticismo?

Una interpretación dialéctica nos dirá que don Quijote y Sancho Panza se completan, que su interacción crea lo que puede llamarse el quijotismo, que son probablemente dos caras de una misma persona. ¿Bouvard y Pécuchet serían dos personas con la misma cara? ¿La misma cara de dos personas?

Jules y Edmond Goncourt llevaron una vida de solterones maniáticos que seguramente poco debía distar de la del propio Flaubert. Con una diferencia importante: la vivían a dúo. Algunos comentaristas han querido ver en Bouvard y Pécuchet un trasunto paródico de los hermanos Goncourt. De ser así, tal vez no debiera olvidarse el ingrediente de la venganza. El terrible Diario de los malévolos hermanos había empezado a publicarse en la década de 1860, y no era precisamente halagüeño con Flaubert –ni con nadie de los que aparecían en él, verdadero precedente de las maledicentes crónicas de sociedad posteriores.

Jules Goncourt murió en 1870. Edmond siguió escribiendo el Diario. En 1872 anotaría:

Jueves 11 abril. Hoy entro en la librería Tross y ruego que continúen enviándome sus catálogos. ‘Es verdad que ya no se los enviamos. Se me había dicho que uno de ustedes había muerto, y no me paré a pensar que quedaba otro’.

En Pangloss y Cándido, en Quijote y Sancho, hay desdoblamiento. El autor habla en dos voces, opone en los personajes aquello que en él se opone, da cuerpo a los dilemas, contradicciones, paradojas que lo persiguen. Ese desdoblamiento, que tiene su fuente primera en los diálogos platónicos, hace avanzar la argumentación, o la narración, lleva el hilo de la obra hacia algún lugar distinto, mueve a los personajes. Bouvard y Pécuchet nos parecen estáticos. No se mueven de su estupidez –o de su sabiduría: Borges dice que “al principio, son dos idiotas, menospreciados y vejados por el autor, pero en el octavo capítulo … Flaubert se reconcilia con Bouvard y con Pécuchet, Dios con sus criaturas.” En cualquier caso, no se mueven de su obsesión –¿cuál? Borges de nuevo: la de un “Fausto bicéfalo”. Y sólo parecen parar cuando deciden callarse y “copiar como antes”, según reza el apunte enigmático hallado en los papeles póstumos de Flaubert. Nos preguntamos si no continuarían discutiendo mientras copiaran.
      
Vladimir y Estragon permanecen no se sabe dónde, no saben tal vez ellos mismos dónde. Vladimir y Estragon no se mueven de su obsesión –¿cuál? la de una espera perpetuamente prorrogable. Vladimir y Estragon siguen discutiendo cuando salen de escena dispuestos a ahorcarse, al día siguiente, si no aparece Godot. Vladimir y Estragon hablan de modo recurrente de separarse, pero se olvidan de ese tema enzarzándose en otra discusión, hasta que vuelve a aparecer entre ellos el fantasma de la separación, que nunca se consuma, al menos de forma definitiva. Bouvard y Pécuchet sólo llegan a temer el distanciamiento a causa de la intrusión de dos mujeres en su retiro: “los dos amigos se habían ocultado mutuamente su pasión”; hasta que reaccionan:

El deseo de una compañera había suspendido su amistad. Sintieron remordimientos.
–Basta de mujeres, ¿no es cierto? ¡Vivamos sin ellas! –y se abrazaron enternecidos.

Puede leerse Bouvard y Pécuchet, también, como una oda a la amistad. En efecto, sólo una amistad pura y desinteresada podría explicar la fidelidad mutua a pesar de los desdenes y reveses a que la dura realidad somete los sueños de los dos protagonistas.

Al sumergirse en la frenología, verifican sus aserciones, antes de experimentar con otros sujetos, en ellos mismos, palpándose mutuamente el cráneo.

Bouvard presentaba la protuberancia de la benevolencia, la de la imaginación, la de la veneración y la de la energía amorosa: vulgo erotismo.
En los temporales de Pécuchet se advertía la protuberancia filosófica y la del entusiasmo unidos a la astucia.
Efectivamente, tales eran sus caracteres. Lo que les sorprendió más aún fue reconocer, tanto en uno como en otro, la inclinación a la amistad, y, encantados con el descubrimiento, se abrazaron enternecidos.

El experimento trataba de confirmar la posibilidad de descubrir en las formas del cráneo los rasgos distintivos de la personalidad, pero acaba siendo un modo más de comprobar la esencial identidad de la pareja.

¿En qué consistiría la identidad dual en el caso de Bouvard y Pécuchet, aparte del reconocimiento de la mutua inclinación a ser amigos –descubrimiento que no deja de ser tautológico? En la capacidad de apasionarse por los mismos temas en el mismo momento –cosa que no es en absoluto fácil, como cualquiera puede haber comprobado con sus amigos o íntimos–, y de enzarzarse, sin solución de continuidad, en discusiones interminables sobre el tema del momento. Esto es, en la ilimitada capacidad de réplica de los dos compañeros. En esto, como en otras cosas, absolutamente inhumanos, o sobrehumanos. Nadie podría como ellos reanudar infatigablemente ese “diálogo inconcluso” (Blanchot) sin perecer. De aburrimiento, de risa, de desesperación. Por todo ello, tal vez no sería mal nombre el de replicantes para este par.

Probablemente lo definitivo, lo definitorio de esta pareja sea su inagotable dialecticidad. Como en realidad hizo su propio autor, dedican años a documentarse sobre todo lo humano y lo divino. ¿Para qué? En principio, para poder aplicar lo leído a su realidad inmediata. Pero esa aplicación siempre acaba mal, la realidad se resiste pertinazmente. Pero ellos, los infatigables, no recusan la realidad, como hubiera hecho un romántico: aceptan el fracaso y acaban tirando los libros hasta entonces venerados, y el preciado instrumental, y los objetos antes valiosos, a la basura. Pero enseguida surge otro foco de interés, y compran otros libros, nuevas herramientas, distintos cachivaches, y el círculo obtuso se reproduce ad infinitum. Y el lector acaba intuyendo que el verdadero objetivo era hablar, seguir hablando, seguir hablándose, sin fin y sobre todo.

 

Barcelona, 9 de mayo de 2008

 

 

 

 

 

 

 

 

Gustave Flaubert