Ponencia presentada al IX Congreso Internacional de Ontología ”La Filosofía como Universal Antropológico”, el 1 de octubre de 2010 en San Sebastián.
Todo pensamiento que se alcanza con la imaginación consiste en figurar un rostro que habla, una persona o sujeto que dice, o una máscara que canta; de esta forma hay un significado para cada gesto, y todo signo tiene un sentido. Por lo tanto, el pensamiento y el lenguaje figurados, la imaginación simbólica, no son más que una alteración del pensamiento común y del lenguaje instrumental. En esta dirección, se ha pensado, incluso creído, que esta forma de razonamiento alterado correspondía a la poesía y a las artes.
Pero las ideas creadas por esta manera de pensar, estas abstracciones inciertas del pensamiento; de imaginar la falsa luz de la belleza, de creer en el espíritu de la materia, en la resurrección de la carne, en el poder sobrenatural del símbolo, de suponerle un alma al cuerpo, que la muerte tiene algún significado, y que había religión en lo sagrado, un arte en la cosa, una poética y una estética que definían y figuraban al ser, se obtuvieron, digo, de una forma completamente errónea, al atribuirles a los seres y a las cosas cualidades diferentes a las propias; de imponerles la luz de la imaginación y las significaciones inventadas por el pensamiento, cuando eran completamente ajenas a su propia lucidez y sentido, a su valor realmente sagrado; y de humanizarlas con rostros y nombres figurados para poder entenderlas con la razón, para representarlas y llamarlas de algún modo entre nosotros.
Y todo sucedió, al otorgarles, primero, un poder mágico convirtiéndolas en protecciones detrás de las máscaras y de los cantos, para, más tarde, conjurado ya el miedo, imaginar en ellas los poderes superiores de la salvación, las visiones milagrosas y las oraciones divinas para el consuelo y la esperanza frente al dolor y la muerte. Cuando, en realidad, las cosas y los seres, antes de que la imaginación los transforme en objetos y en sujetos, es decir, en significantes de los deseos y figurantes de las ideas, sólo pueden definirse, definir su realidad y la nuestra, por sus términos y sus límites últimos, que son la palabra y la mirada de lo absoluto o, mejor, el nombre de las ausencias y los rostros de la desaparición.
Por lo tanto, serán en estas condiciones extremas, únicas para el reconocimiento definitivo del ser y el lucimiento de la cosa, el lugar y la hora para la creación; y donde se alcancen los mayores niveles de inmovilidad y de silencio, las obras con una realidad superior, que al contrario de los objetos fabricados por el arte de la imaginación y por la imaginería de la religión, consistirán ciertamente en los hechos y las cosas del ser, no de la belleza, ni en la representación de la imagen sino en la lenta formación de la conciencia, no en convertir la desnudez de la carne en el material de una plástica, sino en la lucidez superior de la materia consciente, donde los elementos de la naturaleza van a quedar transformados, finalmente, en las criaturas de lo real. Pues las obras son las extremidades del mundo, los hechos concretos del ser, las fechas y las coordenadas de su existencia, instantes y fragmentos en que la realidad supera a la naturaleza, al tiempo de la vida y al espacio del arte, donde no caben más imágenes ni significados, más ideas ni deseos, y donde, precisamente por esto, se van a dar la contemplación de la inmovilidad y la respiración del silencio, las voces y las luces de la inexistencia.
Así es como el secreto de la creación no está en una imaginación desbordante, en hacer objetos de las cosas y sujetos de los seres, sino en un acercamiento exacto a la realidad, es decir, a los límites y los términos del mundo o, más concretamente, a la inmovilidad y al silencio de los seres y de las cosas. La creación, por lo tanto, no depende de un pensamiento imaginativo y abstracto, sino, al contrario, de un pensamiento de conciencia, absoluto y concreto.
Es decir, contrariamente a la idealización generalizada a la que hemos sometido a las artes, haciéndolas lugares específicos de lo simbólico y de lo irreal, la mirada del arte y la palabra poética, la visión del artista y la síntesis de toda creación estética se cumplen, únicamente, en la invasión de los límites de la realidad, donde se encuentran los términos concretos para explicar el mundo. Puesto que la realidad de ahora ya estaba en el comienzo, existimos de la misma manera que entonces y, aunque nos hayamos hecho dueños de la vida y de la naturaleza, no sabemos más de la muerte, e ignoramos, de la misma forma, el sentido real y el destino del mundo.
Que sólo, una vez, superados los paisajes, y los gestos de las máscaras, como las representaciones de la expresión, como las figuraciones de la subjetividad; y los lenguajes y los signos que inventaron los sentidos, como las significaciones que convirtieron las cosas en objetos, el creador, con su creación, consigue un arte definitivo, es decir, es capaz de una mirada y de una palabra referidas, únicamente, a un mundo limitado y terminado en sí mismo. Que, para ello, hay que destruir todo mito, toda superstición del pensamiento, con una luz que encienda el latido, y llegar, sin la imaginación ni la metáfora, a una conciencia superior del mundo; sin el falso milagro de un dios inventado, al misterio o prodigio de lo real.
Cuando las relaciones humanas no eran aún con los dioses, sino directamente con la naturaleza sagrada, cuando todavía el pensamiento no imaginaba y la idea de la muerte no había contaminado el corazón, y el silencio intacto de las cosas, su absoluta inmovilidad, era el único latido del mundo; la creación, entonces, no era máscara ni símbolo para las metáforas ni los significados, sino sólo la forma que guardaba la materia consciente de una luz idéntica a la realidad, el deseo de contener todo el misterio de lo real. En definitiva, el pensamiento creador, distinto a la imaginación y al pensamiento simbólico, debe encontrar los términos y los límites necesarios para la destrucción última de los mitos, eliminando el lenguaje y el paisaje que los sustentaban, los cantos y las máscaras simbólicos.
De la misma forma, se pensó que no podíamos morir como los seres y las cosas, en su inmovilidad y su silencio. Que nuestra naturaleza era distinta a la del resto, y que tenía un significado y un sentido superior. Y entonces, se imaginó la eternidad y la inmensidad del alma, el tiempo infinito de la resurrección del cuerpo. Que el espíritu habitaba por siempre en la carne y en la materia, que el símbolo era necesario a la cosa, y la imaginación humana a la realidad del ser, a la naturaleza inmóvil de los seres y las cosas del mundo. Que la base de la existencia estaba, no en una conciencia del fin, sino en la idea de la muerte; no en la realidad del límite y en la fidelidad a los términos del mundo, sino en la falsa esperanza del sueño y del ideal. Que era posible trascender más allá de la muerte cuando, en realidad, nuestra ausencia es, si acaso, guardada un tiempo en otra memoria, y nuestra desaparición, la ausencia de mayor gravedad, motivo de alguna soledad futura y que serán, con nuestro recuerdo, abandonadas después en el olvido.
Y se comenzó, erróneamente, es decir, inconscientemente, a idealizar la luz de la realidad con el brillo de la belleza, y a imaginar la luz de la desaparición con el reflejo del alma; a desear los vuelos del espíritu mientras el cuerpo permanecía en el aire inmóvil, y a cubrir con disfraces la desnudez de la carne, con máscaras los gestos reales del rostro, cuando nunca el cuerpo desnudo ni el rostro de la muerte han sido los reflejos de nada, ni siquiera de una espiritualidad o de una resurrección, y menos las representaciones de algún poder, sino, más bien de todo lo contrario, pues en la inmovilidad y en el silencio las únicas luces son la transparencia y el olvido, y los únicos ritmos el temblor y los latidos, y en ellas ocurre que la lucidez no es de las imágenes ni el sentido de los significados, que la mirada no es la que devuelven los espejos, ni la palabra la que repiten los abismos, que los rostros son, realmente, los límites del mundo, y los nombres los términos exactos que lo definen: las oraciones últimas para contemplar las formas del silencio, los lenguajes de la ausencia, y las visiones definitivas para respirar los gestos de la luz en la desaparición, los paisajes y los rostros de la inmovilidad.
Donde el pensamiento es llevado a su mayor grado de consciencia, a su finalidad, más allá de la imaginación y de la significación, a la luz superior de la realidad y al entendimiento completo de la existencia, de la figuración de lo simbólico al misterio íntimo de lo real, cuando en la mente ya no hay ideas, ni deseos hay en el corazón o, de otra forma, cuando pensar no convierte a las cosas en objetos, ni en sujetos a los que piensan, y todo en el pensamiento actúa sin dar razones ni sentidos, lejos de las imágenes y las ideas que falsean la forma real del mundo, que idealizan y figuran su contenido verdadero. Es en estos extremos que la luz se da al tiempo con el temblor y el latido, que el pensamiento aporta al ser la mayor latencia, que la única lucidez es la que nace del corazón y la que recorre de igual forma los nervios y las venas. Pues, finalmente, es por los caminos de la sangre como se encuentra la conciencia.
La conciencia, que es la finalidad última del pensamiento, que toma su forma de los términos del mundo y de los límites de la existencia, y que supone la superación de la imaginación, de la edad primera e infantil del pensamiento, por una lucidez superior, distinta a las imaginaciones y a las figuraciones, a las ideas y a los conceptos, a las representaciones y a los significados, que es el resultado de la síntesis máxima que alcanza el pensamiento, la mayor unidad posible entre la mirada y la palabra, la absoluta integración de la luz con el latido. Pues, los vínculos reales entre el pensamiento y el corazón, entre el mundo y el cuerpo, se dan únicamente en la lucidez de la conciencia, cuando la luz del pensamiento, entre el latido de la vida y el temblor del mundo, pertenece a los rostros de la desaparición y de la ausencia.
Así, los rostros y los nombres del cuerpo en su forma real serán los límites y los términos del mundo, las miradas en la luz de la inmovilidad y las palabras que responden al silencio, es decir, la transparencia como la contemplación del silencio, y el silencio como la respiración de la luz. Ciertamente, en los límites de la mirada hay paisajes de inmovilidad y en los términos de la palabra, lenguajes de silencio que forman el cuerpo superior del pensamiento y su materia consciente para la contemplación y la respiración reales del mundo.
Mientras que los mundos imaginados, las figuraciones y las abstracciones del pensamiento, nacieron de las primeras luces y voces de la naturaleza, de un pensamiento simbólico para la expresión de la belleza y del ideal, representado por las máscaras y los cantos; los mundos creados, las criaturas ciertas del pensamiento, lo hicieron de la inmovilidad y del silencio, de una realidad concreta que únicamente se manifiesta en los límites y términos de la existencia. Pero, no en la falsa imagen de la muerte, en la vida ante el espejo de la nada, en el pensamiento que imaginó el mundo, en la representación de su máscara y su canto figurado, sino en la muerte como la realidad suprema, el hecho concreto que pone las cosas en lo absoluto, que les da la gravedad suficiente para mantenerlas en su inmovilidad original y en su silencio primero, antes del olvido, cuando la mirada ya está puesta en la luz de la realidad y la palabra en la voz de la conciencia, cuando la existencia es en la lucidez del vacío y en la gravedad de la nada, y la inmovilidad y el silencio son finalmente la contemplación y la respiración del mundo.
En definitiva, un humanismo desnudo de símbolos, y un arte distinto al de las representaciones del ideal y de la belleza, una obra creada de los restos de la vida y de una realidad de naturaleza inmóvil, de criaturas que conservan la latencia de lo sagrado y el misterio de lo real,anterior a los poderes sobrenaturales, a los milagros de las religiones, y a las banderas y a los himnos de las ideologías, que no son los productos fabricados por la imaginación y el pensamiento simbólico que transformaron las cosas y los seres reales en objetos del significado y en sujetos de una personalidad; sino las luces y las voces primeras para la creación de la conciencia y de la primera realidad del mundo, de la inmovilidad y del silencio que comenzaron tras de la primera muerte, de la realidad suprema, cuando el amor era ya la unidad de la realidad y de la naturaleza, y permanecían unidos la luz y el latido, cuando la mayor fuerza de atracción, la máxima gravedad, se manifestaba en la completa inmovilidad y en el equilibrio perfecto, que sólo una naturaleza inmóvil, no muerta, y una vida vacía, no una resurrección, repetían en los límites de la realidad y en los términos de la existencia.
Así es, que cuando el cuerpo del pensamiento coincide a la perfección con la forma del mundo, y la realidad del ser con su existencia, o, de otra forma, cuando los límites y los términos de lo creado son, exactamente, la inmovilidad y el silencio de los seres y de las cosas, la naturaleza y la vida consiguen hacer mayor la unión entre lo metafísico y lo existencial, y, con ello, que las criaturas y las obras logren alcanzar los niveles máximos de gravedad, es decir, repetir uno a uno los movimientos definitivos del ser. Pues, la realidad es la naturaleza inmóvil del ser en el mundo, y la existencia, que es la duración de lo real, está hecha de los restos de la vida, de lo que el olvido deja en la memoria. Realidad y existencia que suceden, precisamente, en cuanto se detienen la vida y los sentidos, y desaparece del pensamiento todo aquello que no está en la inmovilidad de la naturaleza, es decir, ante la ausencia de toda manifestación de la materia, y, más gravemente, ante la desaparición definitiva de los cuerpos.
Son, concretamente, las formas últimas del ser en el espacio de la desaparición y de la ausencia, y en el tiempo de los abandonos y de las pérdidas, que se concretan en lo realmente humano, y en un pensamiento hecho, no del ideal y de la luz de la razón, sino de los fragmentos y de los instantes de conciencia, de la lucidez superior de las formas de la nada y del vacío, que son la duración y la dimensión de lo absoluto, los límites y los términos precisos que definen el mundo, y, los que, finalmente, describen la inmovilidad del ser y el silencio de todas las cosas, la finalidad de la realidad y de la existencia.
Cuando la formulación de lo metafísico era exclusivamente en el ámbito de lo existencial, y las relaciones con la muerte eran únicamente de naturaleza humana, y no a través de los mitos y de los dioses, de la imaginación y de la creencia, sino de la conciencia del fin y del misterio real de lo sagrado, y cuando las desapariciones y las pérdidas daban el valor real de la inexistencia, las miradas y las palabras, contrarias a la máscaras y a los cantos, los rostros y los nombres, a la luz de la imaginación y del sentido, y al ideal de la belleza, definían el mundo concreto en sus límites y términos absolutos. Era la inmovilidad de la mirada en los límites de la visión, y era, también, la corporeidad del silencio en los términos de la palabra. Pues, en la inmovilidad de la luz y del espacio, en el aire de la ausencia y la desaparición, el verbo es el único rostro de la palabra, y la visibilidad del silencio es únicamente posible en un vacío con nombre.
En definitiva, el creador, en este caso, el poeta con su arte consigue esencialmente integrar en su obra dos cosas: la máscara y el canto, cuando es imaginativo, y la inmovilidad y el silencio cuando, después de las representaciones y de las metáforas, es plenamente consciente de su creación. Aquí está el programa de su arte y de su pensamiento, en los cuales la figura es superior a su imagen y la frase a su significado, es decir, en sus obras sucede de esta forma: nada en ellas es representado, pues no se puede ser por la imagen. Lo que ha sido creado, la criatura, no tiene apariencia. Ni nada puede ser en y con ellas interpretado. Todo lo que se ha puesto en absoluto no admite más significados. Sin embargo, a pesar y gracias a estos límites, a estos términos, el poeta es capaz de ver rostros en el silencio y de escuchar nombres en la luz.
Y, ciertamente, su obra encuentra el ser íntegro en un único y definitivo cuerpo de materia consciente, el poema, donde se dan al tiempo la respiración de la mirada y la contemplación de la palabra. Poema que ha sido escrito con un lenguaje llevado a su término, donde las palabras se dicen a sí mismas, y donde no interviene, para nada, la subjetividad del autor. Se ha pensado que esto no era posible, que siempre ha existido la voluntad del escritor. Y cierto es que ha sido así, pero cuando el escritor ha utilizado la luz falsa de la imaginación, cuando ha aplicado su poder en ellas, las palabras, y no las ha dejado decirse, cuando las ha utilizado en su propio beneficio. Pero el mundo que hacen visible las palabras sólo les pertenece a ellas, no al que escribe.En el mismo sentido, se ha creído que el poeta ha escrito para crear su propio mundo, pero esto, únicamente, ha ocurrido cuando se ha hecho un uso simbólico de la palabra, y cuando se ha instrumentalizado el lenguaje. Pero la finalidad del poeta no es la de tener un mundo propio. Pues sólo le afecta íntimamente lo más ajeno a su ser, lo que no es capaz de entender. Y, por eso, debe concentrarse en la escritura y el pensamiento, en atender exactamente a lo que dicen del mundo las palabras.
Cuando lo que es de la propia voz, lo más propio del canto, queda detenido en el poema, la palabra, separada ya del poeta, comienza, con su más íntima respiración, a decirse a sí misma, y sola, apartada del lenguaje instrumental y simbólico, de las imágenes y de los significados inventados por la imaginación del pensamiento, llega realmente a sus términos; y, como las cosas sin objeto y los seres sin sujeto ni persona, permanece en un aire inmóvil, una atmósfera de absoluto, una nada sin ecos, hasta la abolición del sentido. Y al perder la voz su poder, su potencia el grito, y el himno su significación, la palabra recupera para sí su función inicial y concreta, que no era otra que la de decir el mundo, los límites de su realidad y los términos de su conciencia, el temblor y el latido reales de su primera existencia.
Pues, la palabra, cuando no tiene a quién nombrar, a qué dar cuerpo, y no es habla, ni gesto o signo que entender, es ella misma el cuerpo del mundo, el propio ser del lenguaje. Sólo después de la completa desaparición del sujeto, y en la absoluta ausencia de objeto, es posible ver a través de la palabra, visualizar por el verbo. Y aunque nunca se pudo decir el nombre del silencio, de él surgieron todas las palabras.
Así, todas las figuras, todas las frases con las que se describe el mundo son formas de la ausencia. Miradas y palabras que nacieron de los límites y de los términos del mundo, que no eran las imágenes, ni los símbolos que encubrían toda forma de lo real. Pues, hubo un instante inicial en el que la luz comenzó a tocar las cosas, la voz a nombrarlas, a darles rostros y nombres a sus formas, un instante anterior a la invención de las imágenes y de los significados, de imaginar y figurar el mundo. Hubo un primer tiempo de inmovilidad y silencio en el mundo, un espacio que quedó en nada y vacío, duración y dimensión de lo real, un paisaje y un lenguaje para una hora y lugar concreto. Cuando era posible escuchar todavía en ellas, en los nombres, el silencio anterior a la primera voz, antes de los cantos y del significado de las cosas; y cada palabra era un término, y todo lenguaje consistía en los nombres para decir las ausencias. Cuando el silencio era el lenguaje de la inmovilidad.
Por lo tanto, la finalidad del poema es reproducir el silencio que repite el nombre de las cosas.
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