Sobre el agua (extracto)

 
Guy de Maupassant

¿Existe acaso algo más siniestro que una conversación de comedor de hotel? He vivido en los hoteles, he sufrido el alma humana que, en esas ocasiones, se muestra en toda su banalidad. Hay que estar firmemente resuelto a una suprema indiferencia para no llorar de tristeza, de disgusto y de odio cuando escuchamos hablar a los hombres. Los hombres, los ordinarios, los ricos, los conocidos, los amados, los respectados, los considerados, los satisfechos de sí, no saben nada, no comprenden nada, y hablan de la inteligencia con un orgullo desolador.

¡Hay que ser ciego y estar embriagado de orgullo estúpido para creerse otra cosa que una bestia apenas superior a las otras!¡ Escuchad a esos miserables, sentados en torno a la mesa! ¡Charlan! Charlan con ingenuidad, con confianza, con dulzura, y llaman a eso intercambiar ideas. ¿Qué ideas? Explican por dónde han paseado: «el camino era muy bonito, pero al volver hacía un poco de frío»; «la cocina no es mala en el hotel, aunque la comida de restaurante sea siempre un poco más excitante». Y cuentan lo que han hecho, lo que les gusta, lo que creen.

Me parece ver en ellos el horror de su alma como se ve el feto monstruoso del espíritu de vino en un recipiente de cristal. Asisto a la lenta eclosión de los lugares comunes que repiten constantemente, siento cómo caen las palabras desde ese granero de tonterías a sus bocas de imbéciles y desde sus bocas al aire inerte que las trae hasta mis oídos.

Pero sus ideas, sus ideas más elevadas, más solemnes, más respetadas ¿no son acaso la prueba irrecusable de la eterna, universal, indestructible y omnipresente estupidez?

Todas sus concepciones de Dios, del dios torpe que falla y empieza de nuevo con los primeros seres, que escucha nuestras confidencias y las anota, del dios gendarme, jesuita, abogado, jardinero, con coraza, en bata o con zuecos, y después las negaciones de Dios basadas en la lógica terrenal, los argumentos a favor y en contra, la historia de las creencias sagradas, de los cismas, de las herejías, de los filósofos, de las afirmaciones y las dudas, toda la puerilidad de los príncipes, la violencia feroz y sangrienta de los hacedores de hipótesis, el caos de las polémicas, todo el miserable esfuerzo de ese desdichado ser incapaz de concebir, de adivinar, de saber y tan dispuesto a creer, prueba que ha sido arrojado a este mundo tan pequeño, únicamente para beber, comer, hacer niños y cancioncitas y matarse unos a otros como pasatiempo.

Dichosos aquellos a los que satisface la vida, los que se divierten, los que están contentos.

Existen personas que lo aman todo, a las que les encanta todo. Aman el sol y la lluvia, la nieve y la niebla, las fiestas y la calma de su hogar, todo lo que ven, todo lo que hacen, todo lo que dicen, todo lo que escuchan.

Unos llevan una existencia dulce, tranquila y satisfecha entre sus retoños. Otros tienen una existencia agitada de placeres y de distracciones.

No se aburren ni los unos ni los otros.

La vida, para ellos, es una suerte de espectáculo divertido del que ellos mismos son actores, una cosa buena y cambiante que, sin asombrarles demasiado, les encanta.

Pero otros hombres, recorriendo con un destello de pensamiento el círculo estrecho de las satisfacciones posibles, permanecen aterrados ante la nada de la dicha, la monotonía y la pobreza de los placeres terrenales.

En cuanto alcanzan la edad de treinta años todo termina para ellos. ¿Qué podrían esperar? Nada les distrae ya; han completado el viaje de nuestros escasos placeres.

Dichosos aquellos que no conocen el hastío abominable de las mismas acciones siempre repetidas; dichosos aquellos que tienen la fuerza de comenzar de nuevo cada día los mismos trabajos, con los mismos gestos, en torno a los mismos muebles, frente al mismo horizonte, bajo el mismo cielo, de salir por las mismas calles donde encuentran de nuevo los mismos rostros y los mismos animales. Felices aquellos que no se dan cuenta, con gran disgusto, de que nada cambia, de que nada ocurre y de que todo hastía.

Hay que tener un espíritu lerdo, cerril y poco exigente para contentarse con lo que hay. ¿Cómo es posible que el público del mundo no haya gritado aún: «¡Telón!», que ni siquiera haya pedido que el siguiente acto presente seres distintos de los hombres, formas distintas, distintas fiestas, distintas plantas, distintos astros, distintas invenciones y distintas aventuras?

¿Realmente, acaso todavía nadie ha sentido el odio del rostro humano siempre igual, el odio de los animales que parecen máquinas vivientes con sus instintos invariables transmitidos a través de su simiente desde el primero de su familia hasta el último, el odio de los paisajes eternamente semejantes y el odio de los placeres jamás renovados?

Consolaos, se nos dice, en el amor por la ciencia y por las artes.

¡Pero acaso vemos siquiera que somos siempre prisioneros de nosotros mismos, que no conseguimos salir de nosotros, condenados a arrastrar los grilletes de nuestro sueño sin poder alzar el vuelo!

Todo el progreso de nuestro esfuerzo cerebral consiste en constatar hechos materiales por medio de instrumentos ridículamente imperfectos, que no obstante suplen un poco la incapacidad de nuestros órganos. Cada veinte años un pobre investigador muere apenas descubre que el aire contiene un gas aún desconocido, que se desprende una fuerza imponderable, inexplicable e incalificable al frotar la cera sobre un trapo, que entre las innumerables estrellas ignoradas se encuentra una, cerca de otra vislumbrada y bautizada mucho tiempo atrás, que no se ha señalado aún. ¿Qué más da?

¿La causa de nuestras enfermedades son los microbios? Muy bien. ¿Pero cuál es la causa de esos microbios? ¿Y de las propias enfermedades de tales seres invisibles? ¿Y cuál es la causa de los soles?

No sabemos nada, no vemos nada, no somos capaces de nada, no adivinamos nada, no imaginamos nada, estamos encerrados, encarcelados en nosotros. ¡Y la gente se maravilla del genio humano!

¿El arte? La pintura consiste en reproducir con colores los monótonos paisajes sin que jamás se parezcan a la naturaleza, en dibujar con esfuerzo a los hombres, sin conseguirlo jamás, en darles el aspecto de seres con vida. Así, nos empeñamos inútilmente, al cabo de los años, en imitar lo que es; y llegamos apenas, mediante esta copia inmóvil y muda de los acontecimientos de la vida, a hacer comprender a los ojos experimentados lo que se pretendía.

¿Para qué estos esfuerzos? ¿Para qué esta vana imitación? ¿Para qué esta reproducción banal de cosas tan tristes por ellas mismas? ¡Miseria!

Los poetas hacen con palabras lo que los pintores intentan hacer con tonalidades. ¿Pero, de nuevo, para qué?

Cuando se ha leído a los cuatro más hábiles, a los cuatro más ingeniosos, resulta inútil seguir leyendo. Y ya no se aprende nada más. Tampoco estos hombres pueden hacer otra cosa que imitar al hombre. Se agotan en una labor estéril. Porque, puesto que el hombre no cambia, su arte inútil es inmutable. El hombre es el mismo desde que nuestro limitado pensamiento se agita; sus sentimientos, sus creencias, sus sensaciones son las mismas, no ha avanzado nada, ni retrocedido nada, ni se ha movido nada. ¿De qué me sirve aprender lo que soy, leer lo que pienso, mirarme a mí mismo en las banales aventuras de una novela?

¡Ah! Si los poetas pudieran atravesar el espacio, explorar los astros, descubrir otros universos, otros seres, ofrecer a mi espíritu múltiples variaciones de la naturaleza y de la forma de las cosas, pasearme sin fin en lo cambiante desconocido y sorprendente, abrir puertas misteriosas sobre horizontes inesperados y maravillosos, los leería de día y de noche. Pero estos impotentes no pueden hacer otra cosa que cambiar de lugar una palabra y mostrarme mi imagen, como los pintores. ¿Para qué?

El pensamiento humano es inmóvil.


Una vez alcanzados los límites precisos, próximos, infranqueables, el pensamiento gira como un caballo en un circo, como una mosca en el interior de una botella cerrada, revoloteando hasta topar contra las paredes donde choca una y otra vez.

Y sin embargo, a falta de algo mejor, qué dulce resulta pensar cuando se vive solo.

Guy de Maupassant,
Sobre el agua, trad. Elisenda Julibert (Barcelona: Marbot, 2008); pp.42-49.