Representar la representación

 Enrique Lynch


 

El llamado arte de nuestra época se suele autolegitimar presentándose como trasgresivo y revolucionario, sobre todo cuando juega con el estatuto de la representación; aunque con frecuencia es tan sólo expresión de cierta autoconciencia retórica. Las sofisticadas jugarretas de los artistas contemporáneos a menudo no van mucho más allá que lo "experimentado" en las pinturas rupestres y en los monumentos megalíticos, donde ya se ven planteados casi todos los enigmas que, de una u otra manera, han venido formulándose en relación con lo que en nuestra tradición llamamos "obras de arte", sean representativas o no. El hecho de que estas obras paleolíticas hayan sido realizadas por seres anónimos en tiempos muy remotos y con finalidades inconcebibles es lo que menos debe importarnos; y que representen algo, significativo o no, o que sean bellas –y algunas lo son en grado sumo– aún menos. Casi todos los interrogantes que suscitan las obras de arte a un observador inteligente están elaborados en ellas: la pertinencia de la representación, el lenguaje de la forma y la disposición, la técnica –que en ocasiones puede ser extraordinaria–, el colorido y la composición del movimiento, cuando se trata de cuerpos, o la función inequívocamente simbólica que con seguridad tenían algunos trazos y figuras, y la manera como instrumentan la abstracción para significar sin comunicar nada. No es necesario remitirse a misterio alguno y tampoco es preciso invocar una teoría o una revelación para reconocer en ellas la inexplicable pulsión a representar que acompaña la condición humana desde los orígenes. Y, en cambio, basta con contemplar una pintura en una caverna para comprobar que las elucubraciones acerca del arte y la representación que se formulan y se repiten en nuestra tradición, sobre todo a partir del Barroco, estaban ya planteadas en el llamado "arte rupestre". La única novedad introducida por los modernos ha sido la inclusión de la decisión en la obra, la signatura que sacraliza la voluntad con el concepto de artista al mismo tiempo que encubre el verdadero misterio, que es la pulsión a representar. En las obras prehistóricas (que sean "arte" o no, es otro asunto) ese deseo de representar se muestra al desnudo; y si bien tanto el sujeto como su lenguaje nos son desconocidos, las obras se levantan como representaciones puras.

Más aún, la coincidencia de motivos y temas representativos de las "obras" del llamado "arte rupestre" con sus equivalentes modernos se diría que hacen irrisorias o redundantes todas las propuestas subsiguientes, en especial, las más rabiosamente contemporáneas. Una pintura rupestre, cualquiera que sea, desmiente la "novedad" del llamado land-art, las especulaciones sobre la pintura matérica, las pedanterías de Joseph Beuys, el llamado giro performativo en el arte contemporáneo, el naturalismo romántico, las teorías sobre el diseño, la línea y el carácter simbólico de la perspectiva; o, en todo caso, hace que cada una de estas "innovaciones" teóricas o conceptuales, que hoy en día aceptamos como ejemplos de un arte con un aire más o menos experimental, sean entendidas como tales sólo en el contexto en que han sido expuestas, es decir, en el marco de una determinada poética paradigmática que nada tiene que ver con la comprensión de la índole de la representación en sí.

Esto no tiene por qué sorprendernos dado que hay una vacuidad inequívoca, esencial, en cualquier discurso acerca del arte, tanto si es crítico como si no.

El misterio del acto o de la función de representar ha sido siempre el mismo. Empieza por la razón del representar y ya se planteaba con la misma opacidad y fascinante incertidumbre en los tiempos de las cavernas. Un bisonte o un mamut trazados a soplete con pigmentos vegetales y animales sobre la superficie rugosa del fondo de una caverna impenetrable, en un risco, o sobre un peñasco al aire libre, se levantan ante nuestra mirada reflexiva como una provocación: "Interprétame, si puedes". Si establecemos diferencias entre una "instalación" y un dolmen o un talaiot menorquín, o entre un bisonte estilizado y un dibujo oriental sobre un papel de arroz es porque nos adscribimos, nos guste o no, a un enfoque hermenéutico o culturalista del arte que presume de reflexionar sobre el contenido de las obras cuando en realidad se aplica a un momento específico dentro de una determinada tradición cultural y sólo puede ser comprendido cabalmente en sus conclusiones interpretativas en el marco de esa misma tradición.

Si nos atenemos a la esencia del representar –permítaseme hablar de esta manera tan presuntuosa– la representación lo dice todo acerca de sí misma en el "arte" rupestre. Sólo el cine constituiría un cambio sustancial en la índole del representar, en virtud de que un truco técnico sobre una serie de fotografías secuencializadas permite reproducir e identificar fácilmente ya no tanto una figura, sino más bien su movimiento. Pero, por esto mismo, ¿es el cine un arte representativo en sentido estricto? No cabe duda de que es una técnica de representación, pero que sea algo más que un artilugio, eso ya es muy discutible. Entre las novedades que introduce el cine está la forma en que compone los elementos que sirven para dar sentido a las secuencias de movimientos, pero ¿qué más? La propia "imagen" cinematográfica, en la medida en que carece de permanencia, ¿puede decirse que sea una "representación" cabal, como todas las demás, semejante a las que hallamos a lo largo de nuestra tradición? Mucho habría que discutir sobre este punto, incluso sobre la posibilidad de entender el cine como lenguaje icónico, algo que se tiene por autoevidente, pese a que la permanencia es la clave para que una representación tenga función icónica. ¿Por qué no pensar que el cine no re-presenta sino que presenta, sin más? ¿No es acaso el movimiento creado por la película proyectada sobre una pantalla un procedimiento lumínico tan efímero y artificial como el movimiento que produce la mano al agitar la superficie del agua en un estanque? Y por otra parte, es igualmente intrascendente. Sólo la inscripción de ese movimiento simulado en un código de interpretación icónico –un "discurso de o sobre el cine"– permite, por analogía, hablar del cine como representación, aunque lo cierto es que no hay "representación cinematográfica" en sentido estricto, toda vez que lo representado cinematográficamente, en rigor, nunca es.

En cualquier caso, la razón por la que el acto de la representación de un movimiento nos complace o satisface del algún modo sigue siendo misterioso y se relaciona con la índole específica del deseo de mirarlo. En relación con el movimiento –real o simulado– se evidencia nuestro humano voyeurismo. Pero que una técnica nos revele que somos voyeurs no la hace más trascendente en relación con aquello que enseña. De hecho, la complacencia –por llamarla así– que proporcionan las artes que no son mediadas por la fotografía, no tiene nada que ver con el vicio del voyeur. No se puede ser voyeur  –menos aún aficionado– a las pinturas rupestres sino a costa de parecer extravagante.

Hace algunos años, cuando visité la gruta de Niaux, las pinturas rupestres que contienen estas grutas me suscitaron algunas perplejidades imprevistas. Niaux está formada por un sistema laberíntico de galerías naturales subterráneas que –como todas las grutas que alguna vez han sido habitadas– está situada en un lugar escarpado; esta vez, un macizo montañoso del sur de Francia. Pero, por otra parte, Niaux me sorprendió porque es muy grande, colosal. Para llegar al sitio en que están localizadas las pinturas hay que andar una hora y media por innumerables galerías intrincadas, atravesar arroyos subterráneos, arrastrarse de una gruta a otra, a veces en cuclillas. Y, cuando finalmente llegas al recinto en que están las pinturas, no las distingues sino por las indicaciones (o la linterna) del guía puesto que están ocultas en rincones adonde no llega la luz. Y no todas son reconocibles. Hay algunas que no son figurativas sino totalmente abstractas: simples trazos de color, extraños graffitti o garabatos en los que se detectan algunas regularidades, secuencias de signos que se repiten o pautas organizativas cuyo sentido, por supuesto, desconocemos. Tampoco son claras las figuras de las representaciones, aunque aquí o allá puedas reconocer algún elemento: un bisonte, la figura estilizada de un gamo, un caballo barbudo, y naturalmente, alguna figura humana. A veces las pinturas son composiciones de detalles superpuestos: fragmentos de cuerpos, cabezas, pezuñas, ancas, grupas. Otras veces son cuerpos completos dispuestos sin orden significativo o sin las coordenadas de espacio naturales que servirían para interpretarlas mínimamente: ni derecha ni izquierda, ni arriba ni abajo, ninguna orientación significativa, aunque el lugar escogido sea significativo por sí.

En efecto, lo más extraño de estas pinturas anónimas es su localización. Fueron pintadas en un sitio escogido con cuidado, pero a quilómetros de la entrada de la gruta, en rincones muy altos de una bóveda natural adonde aún hoy resulta difícil acceder incluso con la ayuda de andamios, en puntos ciegos que ningún observador podría imaginar siquiera como idóneo para representar. En rigor, son inhallables, aunque mires atentamente las paredes desde el suelo de la cueva. Cuando se trata de figuras, es evidente que las pinturas de Niaux muestran algo, pero no lo exponen. Quienes las concibieron no tenían intención expositiva alguna. No se cumple aquí el supuesto hegeliano que define el arte como "manifestación sensible de la Idea": no están hechas para ser vistas, ni para reflexionar sobre ellas sino –quizás– para permanecer ocultas. Que las pensemos como parte de algún ritual expresivo, como si la intención de sus autores hubiese sido dejar constancia de un voto o de un conjuro, no las hace menos misteriosas. Sin embargo, incluso si las interpretamos como formando parte de alguna práctica ritual o mágica, la nuestra no deja de ser una proyección ilegítima no avalada por certeza o testimonio alguno. Incluso no sirve de gran cosa que las pensemos como actos de magia, de acuerdo con el prejuicioso tópico del "salvaje", inspirado en el positivismo decimonónico, típico subproducto de la expansión colonial europea que separa un mundo "civilizado" de otro "primitivo" y pone al segundo cronológicamente mucho antes que al primero. Representar estas representaciones como conjuros mágicos nos hace imaginar a sus autores como la característica jauría de salvajes que se reúne alrededor del fuego para invocar a los númenes de la caza o a los dioses tutelares de la tribu a la luz de las antorchas, mientras uno o varios brujos enardecidos proyectan sobre la pared de la cueva el tótem que identifica al grupo.

Todas estas son fantasías. Las pinturas están muy organizadas, son demasiado idiosincrásicas, por así decirlo. Y, aunque un bisonte completo es un tótem posible, un bisonte fragmentado de forma inconcebible pero de acuerdo con una pauta precisa que se repite, no lo es. El guía que nos acompañaba en la visita, un joven paleontólogo que se sacaba un complemento de salario con estas excursiones durante los fines de semana, nos sugirió una interpretación insólita: "A veces, cuando reconocemos un animal en una representación rupestre atribuimos a esa imagen un valor de realismo mayor que a las imágenes fragmentadas, a los trazos abstractos o a las combinaciones de color sin forma identificable. Pero los fragmentos y las runas que hallamos en otros rincones de la cueva no son menos realistas o representativas que las imágenes completas. Si lo pensamos bien, en términos de representación, es tan real un bisonte completo como una parte de él".

O sea que las pinturas de Niaux sugieren dos formas canónicas del representar: una, icónica, la que permite identificar un objeto por medio de una figura permanente; y la otra, que llamaremos poiética, en la medida en que permite representar. ¿Pero representar qué? Sin duda el representar mismo, que, por otra parte, no necesita ser convalidado por ninguna contemplación posterior de lo representado. Un representar al que le basta con la acción de representar.

Se hace así plausible y enormemente significativa la boutade de Walter Benjamin, solo que en un contexto que el ensayista alemán seguramente no había tenido en mente:

Cuando nos hallamos en presencia de una obra de arte o de una forma artística nunca advertimos que se haya tenido en cuenta al destinatario para facilitarle la interpretación. No se trata sólo de que la referencia a un público determinado o a sus representantes contribuya a desorientar, sino de que incluso el concepto de un destinatario ‘ideal’ es nocivo para todas las explicaciones teóricas sobre el arte, porque éstas han de limitarse a suponer principalmente la existencia y la naturaleza del ser humano. De tal suerte, el arte propiamente dicho presupone el carácter físico y espiritual del hombre; pero no existe ninguna obra de arte que trate de atraer su atención, porque ningún poema está dedicado al lector, ningún cuadro a quien lo contempla, ni sinfonía alguna a quienes lo escuchan [1].


Benjamin no sugiere la posibilidad de un arte puramente expresivo –como sería el rupestre– sino que más bien apunta a un cambio en la mirada del crítico: la posibilidad de que modifiquemos la manera de ver de tal modo que toda obra de arte sea considerada tan pura como una pintura rupestre. Está aquí, en una reflexión sobre la representación pura (la que no aspira a ser contemplada ni elaborada estéticamente), el único interés que merece atribuir a una "teoría del arte". Lo cual implica que todo lo demás, tanto en materia de práctica artística como en lo que respecta a la teoría, es retórica. (Lo que, por cierto, ya es suficiente.)

Barcelona, noviembre de 2005.


NOTAS

1. Walter Benjamin, Ensayos escogidos, trad. H. A. Murena (Buenos Aires: Sur, 1967), pág. 77.