Hágase la luz

 
 Enrique Lynch

 

Toda pintura es un misterio que empieza en el mismo momento en que nos planteamos la razón de su manifestación. Que haya algo reproducido cuando toda realidad es ella misma reproducción, mejor dicho, representación, (de qué, eso no tiene mayor importancia) es lo que nunca se explica y suele darse por sentado. La pintura es imagen, o sea, es un doble, pero sólo si la observamos desde la perspectiva de la representación como semejanza. Sabemos que toda semejanza se sostiene en un concepto y, en este sentido, responde a un código, a falta del cual lo que se representa no puede tener lugar. Menos aún la posibilidad dar a ese objeto producido un significante.

La representación se vale de luz, color y figura en un plano o en una superficie tridimensional (dejemos a un lado, por obvias, las imágenes virtuales, cuya naturaleza sólo es nueva por el soporte que las genera). La figura es un efecto –o una elaboración– de la sombra, tal como se explica en el célebre pasaje de Plinio el Viejo donde especula acerca del origen de la pintura:

La cuestión sobre los orígenes de la pintura no está clara [...]. Los egipcios afirman que fueron los que la inventaron seis mil años antes de pasar a Grecia, vana pretensión, es evidente. De los griegos, unos dicen que se descubrió en Sición, otros que en Corinto, pero todos reconocen que consistía en circunscribir con líneas el contorno de la sombra de un hombre: así fue, de hecho, su primera etapa; la segunda empleaba sólo un color cada vez y se llama monocroma; después se inventó una más compleja y esa es la etapa que perdura hasta hoy. (Plinio, Textos, 78.)

Los colores son elementos idiosincrásicos e inasimilables, salvo que estemos al corriente de la convención que los gobierna. Como fenómeno interno, es decir, como sensación, el color es un prodigio de nuestra inteligencia, más aún, de nuestra capacidad para discriminar y establecer diferencias. Lo más sugestivo del color es, justamente, la diferencia infinita, que nos sirve para percibir lo que llamamos “cosas” por medio de contornos, matices y formas.

(Miro los anaqueles de mi biblioteca y los lomos irregulares de los libros. El tiempo ha ensuciado sus colores y el orden alfabético en que están dispuestos, desde la posición que ocupo, produce de pronto un extraño efecto caleidoscópico. Si presto atención exclusiva al color distribuido en pequeñas superficies verticales, unas pegadas a las otras, la librería recuerda a una de esas pinturas “astilladas” de Kandinsky. De todas las cualidades de los libros, el color y no la altura de los lomos o el ancho de los volúmenes me permite encontrar lo que busco.)

Parece claro entonces que el color es una fantasmagoría (o uno de los atributos de la fantasmagoría que es la cosa) y sirve a la diferencia –o a la expresión (no sé cómo decirlo)– de la diferencia. Lo que identificamos como color de esa cosa es sólo el nombre de un determinado matiz o tonalidad de la luz que no puede ser sino –y desde un principio– personalizado. El color es una interpretación de las frecuencias de la luz. A diferencia de la luz que, por decirlo así, acontece, el color es un típico producto de la intuición sensible. Su carácter interpretativo y no tanto representativo es lo que permite además reconocer la técnica depurada de la reproducción allí donde existe y establecer las comparaciones que justifican, en parte, el trabajo de los críticos de arte. Asimismo, el que sea una interpretación permite comprender que un color produzca inmediata adhesión o rechazo cuando, por razones que no podemos explicar, afecta nuestro sentido. Somos enormemente sensibles a los cromatismos lo que, muy probable que sea signo de que nuestra inteligencia es sobre todo visual. Pensada así, desde el punto de vista de una teoría de las sensaciones, la innovación que, según los críticos de arte, introduce el impresionismo en la pintura realista/naturalista no es tal sino más de lo mismo.

Pero, en cualquier caso, el elemento insoslayable de esa sensación –impresionista, realista, expresionista– es la luz. Se diría que no podemos hablar de una pintura como de una representación sino cuando en ella se reconoce que ha habido la tentativa de “apoderarse” de la luz, lo mismo da que sea en un lienzo pintado, en el claroscuro de una superficie esculpida, en una caverna o en una fotografía. En la fotografía es más explícita la estricta relación de la representación con la luz puesto que consiste, en lo esencial, tanto si es analógica como si es digital, en fijar la impronta de la luz, una huella que no es sombra.

¿Qué hay de imprescindible en la representación plástica? No es la figura, porque nuestra sensibilidad siempre toleró e incluso se valió de la abstracción, tanto como un contenido vacío –las runas rupestres– como en forma de ornamentación y diseño –los diseños geométricos en las piezas de alfarería. Todas las piezas de alfarería, incluso las más rústicas y antiguas, acostumbran a presentar signos abstractos. Tampoco es decisiva la intención del artesano que, se supone, gobierna el acto del representar. En la mayoría de las veces esa intención es inescrutable o incluso inexistente; ni el motivo, tanto si es sacramental, festivo, ejemplificador o emblemático, como si es expresivo, fundamento del juicio que aplicamos a su trabajo. Lo único que pone, por decirlo así, el arte –y en especial la pintura– como algo nuevo en el mundo es la luz que sale de los medios humanos. La luz es el elemento trascendental, “lo que hace que”, lo que permite que la representación compita con lo dado, lo copie, lo trasponga o lo ilustre de manera significativa.

(En las tinieblas no hay nada.)

La luz está en los torbellinos de Turner, en el resplandor que “sale” del lienzo de Rembrandt o en el amarillo del polen en una instalación de Wolfgang Laib; la luz anima el semblante y los ojos de los muertos en los sarcófagos pintados de Al Fayum y es una luz la que llama desde el azul profundo, inconfundible, creado por Yves Klein tanto como resplandece en los mosaicos de Ravenna. La verdadera materia de lo que llamamos arte es la luz; la otra –la materia material es subsidiaria. La razón del arte no está, pues, en un contenido o en la forma que lo organiza sino en el fenómeno originario de la obra que es el mismo fenómeno que da origen al mundo, tal como se expone en el Génesis: hágase la luz.

Pero no nos está dado conocer la naturaleza de la luz sino tan sólo operar con ella, hacer de ella y con sus efectos cosas nuevas que brillen con luz propia. En la coloración damos a la luz un papel como signo. En efecto, si sólo consideramos la luz en su “pureza”, por decirlo así, blanca, como resplandor absoluto, comprobamos que es el único fenómeno que no puede sino designarse a sí misma. La luz es sólo un signo de luz, por eso es la señal (claritas) de lo divino. El color –que “está” en ella o, según se mire, brota de ella al ser descompuesto por la mirada (o por un prisma cualquiera) es el nacimiento, emergencia, surgimiento del signo, una epifanía que –oh paradoja– se sostiene en algo que se oculta: la luz es siempre más opaca en el color. Más brillante como luz blanca, pero menos significativa también. De ahí que la representación haya procurado siempre sacar la luz a la luz, en cada objeto y que el color haya sido entendido a veces como una especie de sombra.

La teoría de la belleza contenida en las Enéadas de Plotino, compiladas por Porfirio, se apoya en una metafísica de la luz. Para Plotino la belleza es la experiencia que, apoyándose en la sensibilidad, o bien predica algo más y diferente sobre lo que hay, o bien se moviliza –como significado– por los sentidos, al mismo tiempo que los trasciende. La gran innovación que introduce en el platonismo es, como bien apunta Émile Bréhier, la vida contemplativa, impensable sin su metafísica de la luz. En ella no se trata solamente de mirar sino de mirar la luz dejándose atrapar por la postulada afinidad entre el ojo sensible y el objeto contemplado. Si el objeto fuera absoluta y efectivamente trascendente, no tendríamos experiencia de él, piensa Plotino. Sólo si pensamos la mirada y su objeto como participando de una misma naturaleza, animada por una sola Alma, el mundo se nos revela como maravilla que merece la pena representar, revelación que nos llega por la luz. La de Plotino es, quizás, la única explicación consistente acerca de la humana necesidad de representar.

Toda apropiación de la luz en el arte marca los dos caminos del conocimiento verdadero. La emanación, que nos permite acceder a lo que hay como objeto; y la conversión, que permite al alma bella recorrer el camino inverso, elevarse sobre su condición a través de la belleza en un proceso ascético por pasos: a) disciplina de la vida sensible: virtudes civiles y catarsis del alma. esfuerzo para liberarse de las pasiones y los engaños de los sentidos, proceso que se cumple por la trasmigración de las almas las unas en otras: la llamada metempsicosis; b) contemplación de lo inteligible en lo sensible por medio del arte (música) y del amor. La belleza es el esplendor de la idea en el fenómeno, el traslucir del Alma universal en los cuerpos; c) pensamiento discursivo o razonamiento, el individuo llega por medio de la razón a la contemplación intuitiva, inmediata, del mundo inteligible y el Alma se confunde con la Inteligencia universal; y, por último, d) al cabo de este proceso el alma es transportada al plano superior de la visión, más allá de la inteligencia, hasta lo Uno inmóvil, en un amor inefable, una disolución de la conciencia individual que Plotino describe como éxtasis.

Este misticismo de la luz es lo que el arte desacralizado, mundano, el arte muerto (diría Hegel) ha dejado a un lado o ha derivado en las muchas mistificaciones propias de la estética romántica y, sobre todo, romanticista. Conservando, sin embargo, la misma devoción, el mismo asombro y la misma gratitud por la luz originaria cuyo rastro se descubre en los vitrales de la abadía de Saint Denis, concebidos por el abate Suger como –intacto y con el misma intención reverencial– en las grandes fotografías retroiluminadas de Jeff Wall.

Barcelona, junio de 2011

REFERENCIAS

Bréhier, É. 1968. La philosophie de Plotin. París: Librairie Philosophique Vrin.

Plinio el Viejo. 2001. Textos de historia del arte. Ed. E. Torrego. Madrid: La Balsa de la Medusa-Machado Libros.

Plotino (Porfirio). 1992. Vida de Plotino - Enéadas I-II. Ed. y trad. Jesús Igal. Biblioteca Clásica. Madrid: Gredos.

 

 

 

 

Retrato de joven (Al Fayum)