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Narciso, o la pintura
Massimo Cacciari
Han reflexionado, dijo Reb Sia a sus invitados de Año Nuevo, sobre la importancia de la sombra que es reflejo, que es doble y la negación del hombre y que es también oasis de frescura.
Edmond Jabès

En Creta, en Rodas, en Cos y en Tera, el héroe-en-flor Hyakinthos daba su nombre al último mes del verano. Nacido en las islas, su culto se extendió en la Grecia micénica. Es aquí donde devino Narciso. Entre sus incontables amantes no correspondidas, Eco –ese espejo de la voz– fue castigada por Hera, por haberla distraído con incesantes charlas mientras Zeus retozaba con las ninfas de las montañas. Cuando Narciso la rechazó, no quedó más que su voz quejosa y solitaria.

Sin embargo, fue un espejo el que traicionó a la bella Flor. Artemis “sedujo” a Narciso al borde de una de las numerosas fuentes del Helicón, límpida, cristalina, y que ningún árbol, ningún follaje, ningún animal enturbiaba. Ninguna sombra la oscurecía. Así, mientras él se inclinaba para beber pudo verse perfectamente reflejado, tener, sin sombra alguna, la intuición de su propia sombra. La fuente de Ártemis capturaba la sombra de Narciso de una manera tan límpida, tan pura, tan fiel, que no pudo resistir: se precipitó a besar esta imago, pero ella se desvaneció en cuanto él cayó al agua. La forma de este reflejo lo había encantado. No era más la imagen muda y oscura cuyos contornos huidizos, cuyas líneas inciertas y quebradas había contemplado tan frecuentemente. Ahora podía percibir un rostro, un color, una expresión. La sombra, la sombra entera estaba puesta a la luz; Narciso podía finalmente considerar su obra como realizada. Finalmente pro-ducía en el espejo de Artemis su propia sombra, esa misma sombra que, hasta entonces, había interrogado y perseguido en vano. Fue así como se dio vuelta para atraparla, para besarla, com-prenderla. Ahora bien, no solo esta imagen, esta imago perfecta se disuelve, sino que la sombra, su sombra misma se desvanece. Perder su sombra es morir.

Tiresias había profetizado: “Narciso vivirá muchos años, con la condición de que no se conozca nunca a sí mismo”. Según el sabio, el error de Narciso no era perseguir una sombra, sino querer aprehenderse y comprenderse como una imagen, como una imitación perfecta de su idea, como su icono. Narciso es herido mortalmente por el suplicio de no poder abolir la más ínfima, la más extrema, la más cruel de las diferencias; lo que lo condena, en realidad, es precisamente su voluntad de abolir esta diferencia. Narciso se vuelve hacia su propio reflejo únicamente para abolido. Es así como nació de su sangre el blanco narciso de roja corola del cual, en Coronea, se extraía un bálsamo precioso contra el dolor de oído y el resfrío.

Absolutamente llamativa es la analogía entre este relato y la mirada de Orfeo, tal como la analiza Blanchot en El espacio literario. Eurídice sigue a Orfeo como su sombra. Pero Orfeo la quiere “seducir” a plena luz; Orfeo quiere “dar vida a una obra”, quiere producir. Por eso se vuelve hacia esta sombra y la destruye. La sombra deja de seguirlo y se abisma en la nada. Orfeo quiere ver la sombra, hacer de ella una obra. Por eso se vuelve hacia ella y, al hacerlo, la disuelve. Traiciona a la sombra, y traiciona su obra. Pero esta traición es esencial e inexorable, ya que la obra exige la destrucción de la sombra, y la destrucción de la sombra la de la obra, ya que la obra debe escapar a la luz cotidiana de la figura, a su “verdad” diurna y cotidiana, debe ser una visión de lo invisible, la iluminación misma de la sombra en tanto sombra, “en su alejamiento, el cuerpo cerrado y el rostro sellado” (Blanchot).

Narciso expresa la misma impaciencia que Orfeo. Como él, cae, desciende; en relación con el día es des-mesurado. Pero todo eso no representa más que la manía, la locura necesaria de la obra, de la voluntad de crear una obra. Ahora bien, en esta voluntad reside ya el fracaso de la obra misma: como si “renunciar a fracasar fuera mucho más grave que renunciar a triunfar” (Blanchot). El deseo maníaco de la obra hace olvidar la obra misma, mejor aún, nos lleva hacia su origen que no es sino la nada de la obra. Es de esta nada de donde provienen todas las obras y todos los cantos, pero como inexorablemente perdidos y fallidos.

Por el espacio de un instante, incomunicable, irrepre-sentable, Orfeo sin duda vislumbró la sombra de Eurídice. En el curso de ese instante, Orfeo olvida su “arte” al mismo tiempo que recuerda su origen. Pero aquí explota una des-mesura que se revela inconciliable con la medida del día: o bien el canto sobrevive, pero como un canto nostálgico y, por lo tanto, como un canto que celebra la ausencia de este instante, o bien él es silencio, silencio perfecto, ese mismo silencio que envuelve a Narciso en su fuente.

La dimensión inquietante de este relato es cuidadosamente reprimida por la mitología filosófica. Narciso se convierte en el amante de las formas fugitivas, de las apariencias, del no-ser. Como si su atención se fijara únicamente sobre sueños de sombras, buscando capturarla a través de simples líneas, sin jamás expresar la manía que, naufragando sin cesar, consiste en querer una sombra, una figura, una obra: en suma, en querer que la sombra se transfigure, dentro de los límites de estas líneas, en idea; que sea idea.

Esta mito-logía encuentra su sistematización definitiva en Plotino. Perdido detrás de las imágenes y los simulacros, olvidado de las “cosas reales”, Narciso, según Plotino, es el que yerra entre las ondas con el fin de capturar los fantasmas del no-ser. Es el que habita la caverna platónica. La profecía de Tiresias nos dice que esta interpretación es reductora y tranquilizadora, así como la afinidad entre el relato de Narciso y el mito órfico del espejo de Dioniso. El nuevo Dios es aquí un resurgimiento de Phanes, el demiurgo primordial que, en su juego, en su danza, recrea el universo: el niño-Aión inocente, cuyo deseo no “tiende a la apropiación” sino que “se agota en el instante, lo accidental, en la pura visión” (Colli). Jugando “al espejo”, este kourós arcaico imagina la danza de lo múltiple, da lugar a la pluralidad, la pone a la luz, la intensifica: Auxetes, tal era su nombre en Herea. El niño Narciso aparece como el doble debilitado del nepios [niño] divino, Dioniso: él también es un adepto de la imagen del espejo, pero Apolo no lo recoge y no lo devuelve a la vida. Precipitado en la imagen, no encuentra a Dionisódoto. Narciso se contenta con sugerir el epistrophé [movimiento] que Dioniso, por el contrario, encarna. Ignora de dónde proviene su imagen. Solo la nostalgia de ver reunido lo que está separado constituye en él la huella del Principio, de la Unidad, que el mito dionisíaco preserva.

Según la mitología, pues, Narciso sucumbiría a la trampa de la imagen engañosa de la que, por el contrario, Dioniso escapa sin cesar. Dioniso se recrea incesantemente a partir de Narciso: une la dispersión y la queja a la intuición de lo Uno; no desaparece en la corriente profunda de lo múltiple, pero emerge de ella siempre nuevo, como la causa vivificante de lo visible. Narciso cae inconsciente en el reflejo del que Dioniso siempre renace y del que se burla sin cesar.

Pero la antigua Flor cretense (ahora bien, ¿Creta no era igualmente el lugar de origen más antiguo de Dioniso?) muestra también el rostro cruel y destructor de Dioniso. La mitología sistematiza en jerarquías ordenadas una intuición única, una ambigüedad radical: salvar-destruir, quebrar-recrear. Una única carcajada. Así el espejo no nos ofrece más que un reflejo, una imagen engañosa. Pero el reflejo es divino. La multiplicidad dispersa, los fragmentos abigarrados que aparecen sobre su superficie constituyen la imagen reflejada del dios. Salvarlos significa no “superarlos”, sino verlos precisamente como el dios, sub specie divina. Estos fragmentos no constituyen en sí una ilusión, la ilusión consiste en verlos para sí, como una realidad autónoma, y no como un reflejo manifestación de Dioniso. Destrucción-fragmentación de lo múltiple, pues, pero al mismo tiempo, “especulación” divina. Al igual que Orfeo, Narciso no persigue la contemplación absoluta del Principio, no puede más que reflejar el Principio a través de sus imágenes. Dioniso es en los reflejos que produce su juguete. Orfeo sabe que nuestro mundo es lo que ve Dioniso cuando se contempla en el espejo. Pero este conocimiento es trágico. Significa la muerte del que lo alcanza, puesto que sabe, entonces, que no es más que una imagen o un reflejo. Es lo que pierde sus obras y las transforma en tantas sombras que no pueden ser producidas a la luz. Sin embargo, el fracaso inexorable de esas obras, de esa vida que no es más que un sueño constituye un sueño divino, o la existencia misma de Dioniso.

Medida trágica: reconocer que el dios no nos es dado más que en un reflejo, en la resonancia. Es lo que nos pierde y nos salva a la vez. El conocimiento que nos salva es ese mismo que nos condena: somos efímeros, tan fugaces y efímeros como un sueño y sin embargo somos una manifestación del dios. Desde que nos damos cuenta de que no somos más que un sueño, tenemos la intuición de que ese sueño es el juego de Dioniso. Desde que llegamos a esa intuición, nos hundimos en la fuente de Narciso. Lo que pierde a Narciso no es el hecho de amar desesperadamente a su propia imagen engañosa, sino el hecho de que después de tantas sombras vagas, Narciso acabe por percibirse a sí mismo como un reflejo dionisíaco. Esta medida –la medida de esta teoría– constituye un exceso para el hombre. Este, en efecto, es incapaz de conciliar definitivamente la sombra y la idea, el reflejo y la pura luz divina, no puede hacer de modo que el espejo le revele una imagen perfecta, o que la imagen reflejada se revele, en sus contornos aparentes, como una realidad divina. Su obra, sin embargo, es prueba precisamente de esta voluntad. La impaciencia, que pacientemente se repite para imaginar la cosa-reflejo sub specie divina, como idea, constituye lo más auténtico que su obra expresa. La risa de Dioniso nos condena a este naufragio y, al mismo tiempo, nos da la medida de esta autenticidad.

Los pintores, más que los filósofos, comprendieron que Narciso daba prueba también de esta tragedia. Narciso quiere conocerse a sí mismo, conocerse y comprender que no es más que un reflejo, pero, al mismo tiempo, quiere que ese reflejo aparezca como un reflejo de Dioniso. Dionysich zu steben, dirá Nietzsche. Los pintores, más que los filósofos, comprendieron que la figura de Narciso encarnaba el símbolo del espejo. No es la sombra lo que amamos en el espejo, sino su idea. Sin embargo, en la imagen, en el reflejo, la idea se da siempre como “traicionada”. La proximidad y el alejamiento extremo juegan al mismo tiempo sobre la superficie plateada. La pintura conoce la imagen; no persigue sombras, pero conoce la esencia dionisíaca del sueño mismo. Los reflejos del sueño se reflejan en su espejo. La pintura representa imágenes, sueños, sombras, pero esta empresa no es vana puesto que conoce su origen, puesto que se conoce. Este origen, en su pureza, es absolutamente inaccesible. En relación con este origen la obra constituye siempre un fracaso. Sin embargo, es a través de este fracaso auténtico que nos “salva”.

La pintura nos habla de esa imitación. Ahora bien, este concepto fue de lo más parodiado. Como lo afirman Alberti o Leonardo, la conformidad perfecta con la cosa que exige la pintura, está siempre en conformidad con la cosa reflejada, en tanto reflejo. Y, en tanto reflejo, su proximidad expresa siempre igualmente el alejamiento del Principio que se refleja en ella. Narciso es “el que descubrió verdaderamente la pintura” (Alberti), no porque descubre la imitación perfecta de su imagen y se enamora caprichosamente de ella, sino porque se reconoce él mismo como imagen, y ese conocimiento lo aniquila. La imitación perfecta es una imitación de sí como imagen, como sueño, sombra, reflejo. Gracias a este conocimiento, la sombra cesa de ser simplemente una sombra, esa zona oscura que circunscribe la línea y deviene un rostro, un color, una expresión; el multiforme, proteiforme, el infatigable mundo de Dioniso: physis. La imitación constituye la infinita variedad de la naturaleza tal como la define Leonardo (más allá de todo “esquema” albertino): la expresión cambiante de un Principio que, en tanto tal, no es representable, y que sin embargo domina y anima de manera sensible la representación. El que descubre que todo es representación descubre por lo mismo la pintura, pero descubre también que esa desesperanza no es abrumadora puesto que provoca-invoca la obra, en el momento mismo en que es confrontada a su fracaso más absoluto. La risa de Dioniso surge en la multiplicidad de formas. Esa risa –esa huella de la risa– indica que la imagen se conoce a sí misma, que toca a su fin. Mientras reía, Narciso tuvo seguramente la intuición de sí mismo.

La imagen reflejada en el espejo –Narciso reflejado en una fuente–, tal es la “verdadera pintura”. Leonardo aconseja al pintor tener siempre con él un espejo, ya que la “cosa” que pinta debe corresponder a la imagen que el espejo refleja. Pero lo que el espejo refleja es profundamente inquietante –ya que el espejo es aún y siempre el espejo arcaico de Dioniso–. Por eso el principio de imitación es el contrario mismo de los ineptos esquemas de correspondencia que se pretendió extraer de él. La imitación es manía: voluntad inspirada de reencontrar en el mundo de las formas la nada de la que proviene, el silencio del que emana. Nada y silencio que palpitan físicamente, que se dan.

Oponiendo un espejo a cada “cosa”, el pintor permite a cada una de ellas reconocerse como reflejo. Haciendo esto la anula–ríe de la presunta “realidad” de la cosa– y, a través de esa risa, la reconoce en su– principio eterno. Ese espejo que circula de obra en obra es a la vez terrible e inquietante. La sombra que captura está obligada a reconocerse en el conocimiento de que, a la vez que nos condena, nos salva. Se trata aquí del contrario mismo de cualquier posibilidad tranquilizadora de reencontrarse en la imagen reflejada, de un monólogo con su propia imagen. La obra del espejo nos arranca a nuestra “verdad” cotidiana. La realidad nos aparece en una primera aproximación como “ajena” (es otro el que Narciso percibe en la fuente). Luego, esa “realidad” ajena se reconoce como el reflejo donde se abisma su presunta consistencia. En fin, este reflejo se ilumina con la huella de la risa original, cuya reactualización indeterminable constituye la cumbre de la obra que nos es destinada.

Dando a Platón los rasgos de Leonardo, Rafael muestra que sabía lo que significaba la imitación según Leonardo. A su derecha, en el gran nicho, Apolo-Orfeo. Apolo recoge y trae a la vida los miembros de Dioniso dislocados en el todo. Orfeo “da forma como tantas imágenes [éidola] de Dioniso, a las cosas que gobiernan la generación [ten génesis] y que recogen la forma misma [eidos] del paradigma” (Proclo). Apolo-Orfeo muestra Dioniso-en-todo, dios último y regreso de Phanes, eidos rememorándose perpetuamente la generación y la transformación de las cosas. La lira de Apolo-Orfeo es el espejo del espejo de Dioniso, es a la vez su canto y su pintura. En ella se reflejan las grandiosas simetrías, las correspondencias heroicas de la “Escuela de Atenas”. El diálogo entre el arte, la pintura y el pensamiento es escandido por su ritmo; ese ritmo es el instante que anula toda cronología. Tentativa suprema –y fracaso– con el fin de que la cosa pueda dejar aparecer, o acordar un espacio al eidos-risa del que es el reflejo, con el fin de que la obra sea la imitación perfecta de la manía trágica de Narciso.

La pintura es, pues, una escuela de reflexión, de Rafael a Los esposos Arnolfini de Van Eyck, a Las meninas de Velázquez. El símbolo del espejo, el juego de los reflejos le son consustanciales. Todo es reflejo para Turner, como para Delacroix, como para Monet. Tantas respuestas diferentes a un mismo problema. Magritte vuelve continuamente sobre su carácter enigmático. En dos de sus obras, el espejo refleja la figura exactamente como la ve el espectador: una mujer desnuda, de pie, vista de frente, con grandes ojos abiertos y soñadores y una nuca de hombre se reflejan idénticos, dobles perfectos, sobre la superficie del espejo. El espejo no nos revela la otra cara –repite lo que ya conocemos y guarda secreto, en el secreto, todo “resto”, todo más allá–, El principio mismo de la reflexión se revela aquí en sus términos más radicales, en su dimensión tautológica más pura y más rigurosa. La identidad entre la figura y el reflejo nos revela que todo es reflejo, que falta una “realidad”. La figura y el reflejo forman un solo y único juego. La obra, en tanto tal, es el espejo de este juego, que no puede conducir hacía ningún Origen, hacia ninguna esencia, y que no puede más que multiplicar trágicamente las formas de la reflexión.

El espejo, la pintura y Narciso forman un todo en Los sonetos a Orfeo (Rilke). El espejo evoca la idea de un intervalo de tiempo. En su espacio, la sucesión de las formas se condensa en el instante siempre equivalente del reflejo; lo que aparecía como multiplicidad y desarrollo se confunde sin duda con la identidad del reflejo. El espejo nos cierra el camino: frente a él la senda seguida hasta aquí se interrumpe. Somos reenviados a nosotros mismos, somos obligados a reconocernos. La “verdad” cotidiana del devenir se reduce a la nada en la risa que el espejo hace surgir deteniéndonos, formando un instante. La risa suspende la impaciencia que nos condujo hasta aquí; nos obliga a una dilación infinita. Esta sucesión temporal se reconoce entonces como la utopía –como la voluntad utópica– de una superación. Pero esta superación es sin cesar diferida. No en tanto “realidad”, sino como un simple signo, una huella del reflejo universal. En este umbral, delante de esta puerta cochera, el conocimiento destruye la invención consoladora del devenir y de la progresión del tiempo. La invención del devenir no es más que la utopía de poder atravesar el espejo.

Manchmal seid ihr voll Malerei”: a veces el espejo es pintura, pintura grandiosa y total. La pintura, en efecto, es un instante perfecto. Su eco acuerda un espacio a la más infinitesimal pulsación, pulsa el más ínfimo reflejo. Nos desencanta de la apariencia de la sucesión; enseña la idea que salva y que destruye la apariencia en la reflexión universal. Ninguna tejné produce formas tan exuberantes, pero ninguna tejné intenta más desesperadamente abolirlas y conocerlas. Su perfección resulta de la violencia incomparable de su imitatio.

El espejo no retiene más que “die Schönste”, las cosas más bellas. Lo que contiene no es fugaz, no pertenece al orden del mo(vi)mentum, es un instante pleno, realizado. Es lo que Narciso recoge perdiéndose, lo que la obra goza reconociéndose a sí misma como fracaso. En su claridad Narciso se disuelve: en ese instante único, en que penetra la fuente, Narciso alcanza al mismo tiempo la claridad del reconocimiento y la plenitud del fracaso. Tal era también la promesa arcaica de la risa dionisíaca.

El Narciso de Rilke (al igual que el Ángel de Valéry que, reflejándose en una fuente, descubre que es un hombre y sucumbe a una tristeza infinita, porque está condenado a conocerse sin jamás comprenderse) es terrible. El cosmos-macroespejo de la tradición, esa dimensión angelológica del ser, en virtud de la cual la Luz se refleja a partir de la “divinidad en flor” y se fragmenta en tantas imágenes como lo manifiestan, lo representan y resplandecen de esta Luz, sin discordias ni malentendidos, nos aparece desde ahora como extremadamente lejana. La imagen teofánica y “triunfante” del espejo se quebró: el espejo no nos restituye ni el “amor ardiente” de los Serafines, ni el cielo azul vivo del coro de los Querubines, pero refleja el reflejo y nos obliga a reconocerlo como tal. Especular: jugar, mirar en el espejo: ciencia cruel y sin consuelo posible.

Pero este “narcisismo” se desmarca también del análisis freudiano, y del “tipo-Narciso” que la modernidad parece en adelante haber consagrado.

Como sabemos, Introducción del narcisismo marca un momento crucial en la investigación de Freud: aquí “una concepción demasiado estrecha” (Freud) de la libido como libido de objeto es superada mientras se profundiza la teoría del superyó, que no será desarrollada hasta diez años después, en El yo y el ello. En el narcisismo, el hecho de que la carga libidinosa se introvierta o se re-fleje, revela la existencia de un fenómeno más original, o de una carga libidinosa del Yo, de un “depósito primitivo de la libido”, del que luego emanarán las cargas objetales. Desde entonces, por así decir, el narcisismo reintegraría ese depósito original, desviando a la libido de la “seducción” producida por los objetos exteriores. Por eso Freud no opone la libido de objeto y la libido del yo, sino que identifica su origen común, que recién “madura” luego, y siempre parcialmente, en dirección de la libido de objeto. Con excepción del “perfecto estado amoroso”, Freud subraya el insuperable componente narcisista tanto en la satisfacción de la libido de objeto como en la que sigue la realización de su propio Yo-ideal. Estos dos fenómenos, al final, aparecen como procesos de espiritualización-idealización del narcisismo primario.

El “juego” de la melancolía está, a su vez, estrechamente ligado al juego del narcisismo. De hecho, podríamos definirlo como un narcisismo negativo: la decepción cruel que sufre una carga libidinosa objetal se retira y se refleja en el Yo, pero aquí identificándolo con el objeto del cual se retiró, termina por destruirlo, por mortificarlo. Incluso una libido del Yo muy pura puede ser desesperadamente decepcionada. Incapaz luego de retirarse, se traducirá por un instinto autodestructor, un debilitamiento y un agotamiento absoluto, por un duelo. En Narciso, el componente melancólico y el componente del duelo son evidentes.

La “pasión” narcisista cae así de las cimas del Yo-ideal hacia esa imagen de egoísmo infantil que caracteriza el fantasma popular, de la melancolía al duelo. Es como si, según Freud, la tendencia narcisista “amenazara” todo desarrollo, toda “madurez” de la libido. No existe ninguna forma de libido al cubierto de la reflexión narcisista.

Freud tiene, pues, la intuición de lo que constituye lo pericolosum-Unheimliches de la figura de Narciso: la forma de la reflexión, universal y radicalmente asumida. Freud transforma así esta figura en una función estructural de toda construcción analítica. Pero esto en vista de curarse, de liberarse, para que la libido de objeto pueda asegurarse un control sobre ella, sobre su dimensión diurna, cotidiana, sobre su “realidad”. El juego freudiano no tiene equívocos: la reflexión produce tendencias nihilistas, destructivas, que deben ser continuamente curadas, mediatizadas. Nadie duda de que para Freud lo “real” se sitúa del lado de la tendencia “emergida” de la libido de objeto, mientras que su lado narcisista, oscuro, alucinatorio, desrrealiza. Que la reflexión, el reflejo, sea precisamente real, que la realidad se produzca precisamente en la pintura de Narciso, esta verdad terrible es continuamente abordada y continuamente rechazada por el análisis freudiano. Y es por eso que el análisis freudiano está obligado a interpretar esta figura como el contrario mismo del narcisismo, mientras que, luego de haber seguido sus huellas hasta aquí, debemos y podemos comprenderla como ese klare gelöste Narziss imaginado por Rilke: como la figura misma del pleno abandono al amor. ¿La extrema atención a su propia imago, así como imago, cuyo carácter insaciable desencadena el instinto de muerte, no refleja el irresistible transcurso de la libido hacia el objeto amado? ¿O más bien Narciso no es una figura tanto más perfecta del abandono al amor cuanto que sabe que su “objeto” no es sino un reflejo y que, pese a eso y precisamente por eso, lo ama, lo espera? Narciso se enamora de este conocimiento que Tiresias le había prohibido. Experimenta el carácter no saciado de su reflexión. Expresa entonces esa melancolía y ese duelo que le devuelve Eco. Pero el duelo que induce el carácter efímero y caduco de las imágenes, cuando es sentido y teorizado como un reflejo divino, como reflejo de la risa divina, deviene tragedia.

Metafísicamente, entonces, este Narciso se opone a la “bella mujer”, inaccesible y autosatisfecha de la que nos habla Freud, y que no experimenta la necesidad de amar, sino solamente la necesidad de ser amada, totalmente indiferente al otro, como un gato o un animal rapaz. Narciso se enamora del otro, hasta el punto de desafiar el oráculo, de arriesgarse hasta reconocerse y reflejarse, hasta oponer el espejo a toda imagen. Tal es el espejo del filósofo: Hans Baldung en las Trois âges (Viena) lo oponeproblema ineludible– a la “bella mujer”, y ese espejo la refleja como la Muerte que da vuelta la clepsidra y sostiene ya entre sus manos un jirón de su vestido; Rafael lo asocia con la Prudencia de dos rostros; Klinger ve reflejado en el espejo esa figura de un hombre desnudo que extiende en vano los brazos hacia su propia imago, de la que está separado por una Tierra adormecida. Lejos de ser los ojos de Armida, en cuya serenidad Reinaldo se contempla, mientras tiene un “cristal”, “claro y límpido” frente al rostro de la heroína, ese espejo desencanta. Se trata aquí de los espejos de la Melancolía (como en Böcklin), de los espejos de la vanidad mentirosa o de los espejos diabólicos, que nos alejan de la reflexión auténtica y cuya imagen aparece, como un fantasma, de manera obsesiva, en la historia de la pintura occidental. El origen de estas representaciones, sobre todo en los medios manieristas y barrocos, debe buscarse sin duda en la primera Epístola a los Corintios (I. Cor. XIII, 12) donde, a la visión facialis prometida, se opone la fuerza actual de nuestra mirada que no puede ver las cosas más que reflejadas “como en un espejo”. Aquí el espejo, su intervalo, su espacio que constituye un in-stante, es percibido como un obstáculo, es lo que atrasa, lo que crea una distancia en relación con la plenitud de la teoría y con la felicidad perfecta de la visión. Solo cuando el Principio es concebido como una esencia que no puede ser desvelada, y la “realidad”, en tanto tal, como un reflejo, solamente en esta dimensión espiritual puede captarse lo propio del espejo y puede salvarse la idea de una ambigüedad aparente de Narciso. Ahora bien, como hemos visto, esta dimensión está de lo más alejada no solo de la interpretación de Freud, sino también de la de Lacan, que retomó y desarrolló esta cuestión. Para Lacan, el estadio del espejo sitúa el instante del Yo antes de su determinación social, sobre una línea de “ficción” o fantasmáticamente, y así simboliza la presencia confundiéndola con su destino alienante. Pero Narciso, a través de la complejidad de los símbolos que encarna su figura, constituye igualmente un Eros inagotable para el Sí; representa la búsqueda de su propio daimon, que, en virtud misma de su raíz, es precisamente lo que da vuelta y desgarra. La búsqueda del Sí es la búsqueda de un “fundamento” que divide y destruye, o que existe por su muerte.

Tanto Freud como Lacan tienen una concepción demasiado “débil” de Narciso. Su interpretación es demasiado parecida a la manera en que el sentido común habla de sociedad o de cultura “narcisista”, connotando a ese término de cierta forma de egoísmo, de cierta impotencia a enamorarse, o de una simple aspiración a la autosatisfacción. Pero lo que Lukács llamaba “cultura estética”, es decir esta cultura de la equivalencia universal, del mo(vi)mentum impaciente, incapaz de esperar y de “profesar”, incapaz de volver incesantemente sobre un mismo objeto y, por lo tanto, sin memoria, esta cultura representa el olvido extremo de la figura inquietante del Narciso de Alberti y de Leonardo, del Narciso que no aspira más que a conocerse a sí mismo, a riesgo de morir trágicamente.

Pero esas mismas “máscaras” que, aparentemente, representan la clave de la “cultura estética” pueden, si las interrogamos correctamente, revelarnos el sentido y la nostalgia de este Narciso. ¿Desde lo alto de su “narcisismo primario”, el Don Juan de Kierkegaard no se abisma, a través del Yo-ideal ético, en la más perfecta melancolía, que solo puede transfigurarse en gracia, en salvación? Y Fausto, que atraviesa el “barullo impetuoso de los acontecimientos”, experimentando precisamente la vanitas de su propia libido de objeto, ese puro “espejo” de un narcisismo totalmente replegado sobre sí, ¿acaso no llega a la desesperación de la entera dimensión estética? Ahora bien, ¿qué “salva” a Fausto sino el reconocimiento de la experiencia de una sed inextinguible? ¿No es precisamente esta experiencia la que garantiza la salvación? Narciso no es más que esta figura que se inclina para reflejarse y que, a través de esta atención, concentrada y potente, descubre la distancia infinita que separa el reflejo del Principio.

Narciso es el que desespera de esta distancia hasta el punto de morir, que se pierde en su sed de sobreponerse a ella, pero que es salvado precisamente por esta sed, y que, por lo mismo, salva la única forma de creación que nos está destinada.

De esto nos hablan los amantes de Rilke, vueltos ins Freie, ins Offene, a lo Abierto, preocupados no por poseerse, sino por no “com-prenderse” más, por ya no apropiarse uno del otro. El amante se preocupa por lo que es improductivo, su elogio se expresa en una lengua que no es la de la presencia, del día, de la “verdad” diurna. Los amantes se escuchan pese a la distancia insuperable que los separa: se quedan aquí, en la “permanencia pura” de su abrazo, pero al mismo tiempo, cada uno es el espejo del otro (“nuestros dos espíritus, esos espejos gemelos” dice Baudelaire en “La muerte de los amantes”), y por eso se reflejan, se dan el uno al otro como reflejos, o como reflejados.

El espejo esconde y “guarda” esa fuerza que nos enamora de lo que el objeto no podría desvelarnos, del silencio a partir del cual el objeto se recrea sin cesar; es el guardián de esa fuerza que permite reconocer la sombra como sombra, precisamente en ese instante en que nos da a conocer el fracaso como destino de la obra. En el espejo, la imagen refleja lo que no puede ser desvelado de la esencia, reconoce la distancia que nos liga a ella. Tal es la religio que representa su figura: religio que se arriesga hasta los límites extremos de toda denominación y definición, religio que da ins Freie, ins Qffene. Y por eso puede reflejarnos a nosotros, que corremos el mayor riesgo. Una afinidad electiva con lo “Abierto” empujaba a Narciso a hundirse precisamente aquí, en el espejo.

[Massimo Cacciari. El dios que baila. Traducción de Virginia Gallo. Barcelona: Paidós, 2000. págs. 71-87.]