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Las revueltas populares árabes registradas en 2011 han despertado un inusitado interés académico por el papel jugado por la sociedad civil y, sobre todo, por su eventual contribución en las transiciones democráticas que algunos países ya han emprendido. El creciente cuestionamiento de los regímenes autoritarios por la calle árabe viene a demostrar que no hay nada en las sociedades islámicas que las haga refractarias a la democracia, los Derechos Humanos, la justicia social o la gestión pacífica de los conflictos, como han venido señalando en las últimas décadas quienes defendían la existencia de una supuesta ‘excepción islámica’.
Una democracia fuerte requiere la existencia de una sociedad civil sólida que vele por los derechos de los ciudadanos frente a la arbitrariedad del Estado. La sociedad civil agrupa a asociaciones voluntaristas que basan su actuación en principios como la tolerancia, el pluralismo, el respeto, la participación, la cooperación y la solución de los conflictos mediante el diálogo y la negociación. Por ello, un requisito para su funcionamiento es la existencia de un espacio cívico que reconozca la legitimidad de la diferencia (ya sea ideológica, religiosa, étnica, cultural, de clase o de cualquier otra índole) y que le permita desarrollar sus actividades sin interferencias políticas.