|
En su famosa enciclopedia llamada Etimologías, escrita en plena época Visigoda, nos explica San Isidoro de Sevilla que la palabra latina Civitas designa una pluralidad de seres humanos unidos por lazos sociales y debe su nombre al de los ciudadanos (cives), es decir a los habitantes de la Urbs, que concentra y abarca, dentro de sus muros, la vida de muchos. Con la palabra urbs se designa la fábrica o estructura material de la ciudad, mientras que la palabra civitas, se refiere a los ciudadanos, no a las piedras. Y explica San Isidoro a continuación que existen tres formaciones sociales o sociedades: las familias, las ciudades y las naciones (Etymologiarum XV, 2)
El ilustre obispo sevillano da testimonio de una transformación conceptual, que en nuestro lenguaje moderno se ha hecho inadvertible. Para nosotros la palabra «ciudad» (que es la derivada castellana de la latina civitas), significa primordialmente el conjunto de edificios y vías de tráfico dentro de los cuales se desarrolla la vida y actividades de los ciudadanos. Es decir llamamos normalmente «ciudad» a lo que en propiedad debiera llamarse «urbe» y traducimos la palabra latina civitas como «ciudad» con la mente puesta en la urbs de los romanos. Es cierto que también usamos «ciudad», en algunos casos, como designadora de los seres humanos reunidos en ella, como cuando los periódicos escribían, no hace mucho, que «toda la ciudad de Sevilla participó en la boda de la Infanta», por ejemplo. Por otro lado ya para los mismos latinohablantes estaba la romana civitas tomando sabor a piedra. San Isidoro advirtió esa incipiente vacilación conceptual; en otro caso no habría tenido sentido el comentario hecho por el erudito obispo hispalense.
De modo análogo, cuando los textos griegos nos hablan de la pólis y nosotros pensamos en «ciudad» nos hacemos cómplices de una traducción que, sin ser propiamente incorrecta, nos hace trasladar palabras de una cultura griega a una visión totalmente diferente de la sociedad. La palabra pólis siguió en la Grecia antigua un derrotero inverso al de la latina civitas en las lenguas romances. De haber designado el ámbito amurallado en que residía el rey o basileus, se trasladó la palabra pólis a la actividad que tenía lugar en el ámbito público del ágora en el que se desarrolló tanto la democracia como el mercado y el uso de la moneda. En el ágora obraban los ciudadanos en régimen de igualdad, dependiendo el intercambio de palabras o de mercancías del valor de unas y otras. La vieja pólis se convirtió en acrópolis (la pólis de arriba) y la significación de pólis se humanizó, desplazándose metonímicamente de la piedra a la actividad. Todo esto sucedía 700 años antes de Cristo en la colonia griega de Mileto, como obra del establecimiento de la escritura y del pensar racional. Y como una significativa paradoja de todo ello, al mismo tiempo que la pólis pasaba a designar la vida ciudadana, asistimos también al primer ejemplo de planificación urbana con planta reticulada, como en el Plan Cerdà de Barcelona, por obra del primer urbanista de la antigüedad griega, Hipodamo de Mileto.
La transformación del sentido de la palabra «ciudad», que heredamos de la «civitas» romana y de su precedente griego «polis» que todavía vive en nuestras palabras «política», «policía», etc., indica que la revolución de los conceptos no es simplemete una evolución o transformación de su contenido. Tanto «civitas» como «ciudad» admiten las dos interpretaciones: piedras o actividad humana. Pero el aspecto del concepto ha cambiado. Al decir civitas pensaban los romanos en primer lugar en la actividad humana y sólo en segundo lugar en la estructura física, mientras que para nosotros la palabra «ciudad» despierta inmediatamente la imagen de las calles y sólo en acepción secundaria nos permite pensar en los seres humanos. Traducir por lo tanto «civitas» como «ciudad» sin más, no es incorrecto, pero conlleva cierta confusión.
Los cambios conceptuales, es decir la transformación de sentido en el uso de palabras que parecen seguir siendo las mismas, es uno de los detectores de que algo está cambiando en la visión y forma de vida de un grupo humano. Si logramos documentar un período temporal en que el significado antiguo de un término sigue presente en la conciencia de los hablantes, al mismo tiempo que uno nuevo se está imponiendo usualmente, habremos localizado el momento de transición en la manera de ver o mentalidad, obteniendo así la clave de su explicación. Esos cambios pueden ser semánticos (como por ejemplo en la evolución de la palabra griega poíêsis a la de «poesía») o meramente aspectuales, como en el caso mencionado de «ciudad».
La transformación del aspecto conceptual de la palabra latina civitas en su transición a las lenguas romances, indica un cambio paradigmático en nuestra concepción de la actividad ciudadana y del urbanismo. De una perspectiva que yo llamaría histórica o social de la ciudad, en la que la estructura de la ciudad y su arquitectura es un resultado espontáneo, colectivo o anónimo, de la forma de vida de una localidad, hemos transitado a un paradigma que yo llamo geométrico o científico, en el que la ciudad se va construyendo por la tarea consciente de individualidades de nombre conocido, que se distinguen del conjunto de los ciudadanos.
Es característico de la forma de pensar predominante en la modernidad el hacerse inconsciente de su propia capacidad creadora. Hablamos de «hechos», palabra que denota la existencia de un agente o hacedor, divino o humano, como si fuera simplemente lo «dado». Una vez producido algo por nosotros pasa automáticamente a integrar el mundo de lo necesario, un dato más, como los productos de la mera causalidad natural. Lo que es simple resultado de nuestra actividad humana se independiza de nosotros, imponiéndosenos como una entidad extraña. El hombre moderno es un ser que se somete a sus propias creaciones, olvidando a menudo el saber que las creó.
Nuestra palabra «ciudad» no designa ya en primer lugar la vida ciudadana, sino el escenario en el que esa vida ciudadana se desarrolla. Y las instituciones creadas para posibilitar y promover la actividad ciudadana se nos presentan como entidades ajenas a nosotros a las que jerárquicamente estamos subordinados. El Ayuntamiento, que originariamente es la reunión de los ciudadanos, unidos (ajuntados) por los la>
Como consecuencia de esta alienación, los saberes que integran la vida ciudadana han sufrido un trueque en el que un saber experiencial y cotidiano, que es el saber de lo que es conveniente para la vida humana e indicador del sentido de nuestra existencia, se ve subordinado y determinado a una serie de saberes parciales en manos de expertos. La ciudad y su arquitectura, así como sus instituciones, ya no son un producto de la propia actividad ciudadana, ni están inspirados por un ideal de vida en cuya formulación participen todos según su capacidad. La ciudad es una estructura física y las instituciones son sistemas de reglas, ambos creados por profesiones que se arrogan el conocimiento de lo que es bueno y conveniente para la vida de los ciudadanos y el diseño de aquello que ha de facilitar la realización del sentido y las aspiraciones de todos.
Surgen así en la sociedad moderna tres perversiones de la vida
democrática que llamaré: paternalismo, profesionalismo y
esteticismo, con lo que no quiero decir que la paternidad, la profesión
o el sentido estético, de suyo sean perversos. Es la exageración
de su función lo que pervierte a la ciudad.
Enfermedades de la vida ciudadana
En sociedades poco desarrolladas el fenómeno social del paternalismo es una enfermedad infantil. En las sociedades democráticas modernas, en cambio, el paternalismo es un virus. Llamo paternalismo a esa buena voluntad que va acompañada de un prurito de superioridad, esa bondad de carácter patológico que enmascara el uso del poder bajo la apariencia de ayuda y socorro. El paternalismo se manifiesta como despotismo ilustrado, como caciquismo, como simple beneficencia y ayuda al débil o como espíritu de servicio aparentemente altruista. Un paternalista en nuestra época es, a menudo, alguien que se ha abierto camino por su propio esfuerzo, empezando desde cero, y que se halla poseído por una exacerbada vocación social y redentora. Le preocupan tanto sus conciudadanos que está convencido de que éstos se hundirán si él no resuelve sus problemas. El paternalismo posee grandes dosis de heroismo y autosacrificio.
Una actuación paternalista se caracteriza por ayudar al prójimo exhonerándole de una u otra carga, sin promover soluciones ni aplicar medidas que puedan conducir a una emancipación del beneficiario, que haga innecesaria en el futuro la ayuda. Un paternalista quiere ayudar a los débiles, sin destruir la debilidad y sus causas. Pues el ayudar a los demás es lo que justifica la vida del paternalista y, si esa ayuda se hiciera innecesaria, su vida dejaría de tener sentido. El paternalista típico es a menudo persona de larga experiencia, una experiencia que le ha enseñado todo menos humildad. El paternalista tiene muchas horas de vuelo y sabe mejor que sus protegidos lo que a éstos les conviene. El autobombo y la ausencia de autocrítica son rasgos destacados de su personalidad. Se siente insustituible y tiene que sacrificarse asumiendo todo tipo de tareas, pues en otro caso, cree, se hundirá todo.
Esta descripción del paternalismo parecerá un tanto simplista y digna de una obra de Molière. Al realzar los rasgos negativos del paternalista como en una caricatura pongo de relieve los síntomas de la enfermedad. Todos adolecemos de cierta dosis de paternalismo mientras que un paternalista cien por cien, afortunadamente, es un ave rara. El paternalismo es una especie de uso benigno del poder, un uso discreto y sin violencias basado en cierta superioridad y apto para sociedades igualitarias en las que las jerarquías y la actitud prepotente no están bien vistas. El paternalismo presenta muchos rasgos de lo que Foucault llamara tecnologías de poder y ha de estudiarse como tal.
El profesionalismo aparece no pocas veces como aliado del paternalismo, aunque su origen es diferente. Mientras que las raíces del paternalismo son éticas y sociopsicológicas, el profesionalismo es una herencia de la racionalidad moderna y del ideal científico con el que la Ilustración pretendía resolver todos los problemas humanos. Mientras el paternalismo conduce con frecuencia al uso del poder social y político sobre los demás seres humanos, el profesionalismo supone un uso de poder por la vía del conocimiento. De ahí la consigna de Francis Bacon «SABER ES PODER». La transformación de la sociedad y la liberación del hombre se llevarían a cabo, según esta ideología, mediante el desarrollo del saber humano considerado como un «saber objetivo», como un conocimiento objetivo de la realidad. Se trata de un ideal científico que convierte a los profesionales y especialistas en héroes de la liberación humana.
El profesionalismo representa una forma de actuación técnica dominada por una ética de la eficacia, consistente en aplicar análisis de hechos establecidos o datos y de estrategias de actuación regidas por un sistema dado de fines y medios. Su método es sistemático y analítico, buscando resultados seguros y predecibles ante la elección de una u otra forma de actuar. El profesionalismo conduce a una alta especialización y fragmentación del saber objetivo, en la que el conocimiento de detalles cada vez más pequeños nos va alejando a menudo de la comprensión global del problema. El conocimiento técnico desarrolla sistemas instrumentales cada vez más complicados en los que la eficacia da por supuesto el sentido que la inspira sin preguntarse siquiera por él. El profesionalismo no es en sí un poder social y político, pero se convierte en el instrumento más importante del poder social y político para dominar sin violencia, haciendo a los ciudadanos obedientes y los actos de éstos predecibles. La utilización del profesionalismo como instrumento de poder supone el uso de una retórica manipulativa encubierta que contrasta fuertemente con su declarado desprecio de la propia retórica. Pues, acusando a otros del delito que nosotros mismos cometemos, alejamos la sospecha de nosotros para seguir actuando impunemente.
El esteticismo es un producto derivado del espíritu tecnológico y profesional y, al mismo tiempo, su forma más clara de expresión. Llamo esteticismo al intento de paliar la indigencia de sentido de la sociedad tecnológica. Cuando ignoramos por qué hacemos lo que estamos haciendo, lo mejor es pensar que el hacer es su propio sentido, el hacer por hacer. El quehacer se identifica así con «lo divertido».
El ser humano se diferencia de otros animales porque tiene lògos. El lógos se caracteriza por dar sentido a lo que hacemos. No podríamos vivir si lo que hacemos careciera de sentido. Pero si no logramos entender un sentido valioso tras de lo que nos ocupa, podemos imaginarnos que la expresión misma, el mismo quehacer, es su sentido. Es como si el significante se convirtiera en su propio significado, como en una especie de autoreferencia. Esa es la filosofía de toda política del Pleno Empleo, como diré más adelante.
Las utopías o el funcionalismo son fenómenos sociales de índole esteticista. Se elabora en detalle una solución o receta creyendo que ésta da expresión a la vida buena en cualquier circunstancia y para cualquier ser humano «normal». Los funcionalistas trataron de encontrar la forma universal que diera expresión a la buena sociedad. Una forma universal resultante de análisis detallados de las funciones más importantes, llevados a cabo mediante deducciones científicas, habría de ser la panacea de todos y cada uno de los problemas planteados o por plantear. Se trata de lograr una solución que contemple al ciudadano medio, un traje igual para todos, que obliga a todos a adaptarse a la solución propuesta, sin que la solución tenga que adaptarse a nadie en concreto.
El esteticismo desfigura la democracia y hace de la política una técnica de la eficacia, cuya figura representativa es Machiavelli. La política se convierte al mismo tiempo en una profesión y el político en una persona que cree estar en el secreto de lo que hay que hacer y cree saber lo que conviene a los demás mejor que ellos mismos. Se pretende dar solución a problemas humanos a base de puras medidas políticas y poder construir un escenario libre de riesgos en el que los ciudadanos desarrollen su papel en régimen de seguridad. El socialismo llamado real, que ya ha dejado realmente de existir, tomó muy en serio su papel de transformar al hombre y sus condiciones de vida sin contar con él. Pero también otros modelos como la sociedad sueca del bienestar, que hoy está en crisis, adoleció de ese detallado intervencionismo que pasiviza a los individuos y los convierte en clientes.
Un ejemplo del dominio del esteticismo en la sociedad moderna es la hegemonía adquirida por el dinero así como la transformación de la economía, que de ser un arte de administrar los recursos existentes se ha convertido en lo que Aristóteles llamaba «crematística», es decir especulación. «Pues algunos -decía el filósofo- hacen negocio de todas las cosas, como si este fuera su sentido y todo tuviera que servir a ello en todas partes».
El esteticismo se manifiesta en muchas actuaciones y modos de vida, pero la expresión oficial del esteticismo, el esteticisno político por antonomasia, es la llamada Política del Pleno Empleo. En una Sociedad del Bienestar como la nórdica en que yo vivo, el Pleno Empleo ha sido durante muchos años el eje y paradigma de toda la actividad social. El Pleno Empleo es una ideología que soporta y da sentido a la vida social y a las instituciones, sin explicar qué es lo que da sentido a la propia política del Pleno Empleo. Cualquier explicación queda envuelta en una terminología economicista que todo lo reduce a movimientos de capital, evitando cualquier relación a los valores del mundo de la vida. El Dinero representa en la sociedad moderna la idea de Lo Bueno en sentido platónico.
El llamado Desempleo amenaza, dicen, la existencia de la sociedad moderna del bienestar. El trabajo humano, concebido como producción material o como aportación al desarrollo del conocimiento, a las tareas sociales, etc. es ciertamente la contribución del individuo humano al bienestar colectivo. Ahora bien, una vez que el concepto de trabajo se reduce a trabajo a sueldo, trabajo pagado con dinero, toda aportación humana o actividad que no sea medible y contable en dinero es considerada como No-trabajo, como desempleo. El sentido de la producción se operacionaliza en pérdida o ganancia. Su lenguaje es el dinero y todo lo que no se exprese en forma monetaria es indecible e impensable en el discurso público. El dinero no conoce las virtudes humanas por mucho que dichas virtudes sean la base de la vida ciudadana.
Se habla hoy constantemente de la Crisis que nos domina como de una especie de Leviatán, la bestia apocalíptica, y nuestros políticos recurren a ella constantemente como causa de todos nuestros males. Es una crisis que parece haber venido para no desaparecer jamás. Pues ¿qué otra explicación más socorrida podrían tener a mano los políticos para explicar lo que sucede y disculpar su propio fracaso? La superación de esa crisis quizá resida en la negación del esteticismo y en la afirmación de lo ético. Pero esto supondría repensar totalmente nuestra sociedad. Ya lo intentaron los utopistas y los ingenieros sociales. Sin lograrlo, puesto que eran hijos del mismo espíritu que trataban de reformar. Ya es sabido que toda revolución, pacífica o violenta, está llamada al fracaso, puesto que nada puede cambiar el orden social establecido mientras persista la mentalidad que lo origina. Y la mentalidad no cambia sin ejercicio y ambiente adecuados ... Pero no hay que dejarse paralizar por el pesimismo. El no estar seguros de lograr nuestros objetivos no nos impide ni exime de obrar de la forma que consideremos justa. Desde luego, renunciando a obrar en la búsqueda de dichos objetivos podemos estar seguros de no alcanzarlos jamás. Pero parece que el ser humano de la modernidad prefiere estar seguro del fracaso y renunciar a obrar como debe, que arriesgarse a perder asumiendo su deber. Eso de morir con las botas puestas se ha pasado de moda y lo que priva es la moral del éxito.
Como el profesionalismo, del cual a menudo es una forma de expresión, el esteticismo es un instrumento al servicio del poder social y político. El poder de la estética se hace estética del poder. Quien aprende a ser dócil y a hacer lo que se le dice, puede, con cierta sagacidad e ingenio, realizarse a sí mismo. El arte mudéjar, por ejemplo, nos muestra cómo una clase sometida supo hacer de la necesidad una virtud. El compromiso, lazo de la recíproca promesa, expresa la condición esteticista del ser humano, que los prudentes logran utilizar en la realización de un sentido propio, mientras que los menos listos se ven reducidos a una odisea sin fin.
Al referirme al paternalismo, al profesionalismo y al esteticismo como tres fenómenos negativos para la sociedad democrática y para la ciudadanía, no he querido, como dije antes, condenar ni a los padres, ni a los profesionales ni a la estética. Como fenómenos normales, el ejercicio de la paternidad y de la profesión, como el uso expresivo o estético, son elementos normales integrantes de la vida ciudadana y contribuyentes a su buen desarrollo. Se convierten en problema sólo cuando se arrogan el papel de fines o de determinadores del sentido de la vida ciudadana.
Los saberes de la ciudad
La ciudad, considerada al modo isidoriano y al aristotélico, supone una coordinación de saberes y actividades mediante las que los individuos hacen su aportación conjunta al bien común. Leemos en la Ética a Nicómaco lo siguiente:
...debemos determinar a grandes rasgos, al menos, cual es este bien y a cual de las ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser la suprema y directiva en grado sumo. Esta es, manifiestamente la política. En efecto, ella es la que regula qué ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno y hasta qué extremo. Vemos además que las facultades más estimadas le están subordinadas, como la estrategia, la economía, la retórica. Y puesto que la política se sirve de las demás ciencias y prescribe además qué se debe hacer y qué se debe evitar, el fin de ella incluirá los fines de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre.
La política es por consiguiente, para Aristóteles, el saber global de la ciudad, el conjunto de sus saberes y actividades. Decir «saberes y actividades» es aquí un tanto redundante. El saber o conocimiento no ha de considerarse en primer lugar como un saber objetivo, acumulado en frases recogidas en libros o en ordenadoras electrónicas. Conocimiento o saber es una disposición adquirida por medio de un constante ejercicio, constitutiva de esa capacidad de los individuos que les permite confiar unos en otros y prestarse mutua ayuda. No se trata pues de un conocimiento o saber objetivos, sino de una disposición subjetiva e individual, pero provechosa para un orden social intersubjetivo y colectivo. Necesitamos por supuesto instituciones sabias y competentes, pero una institución nunca puede ser competente en sí misma, si no está dirigida y administrada por individuos competentes. A la larga es mejor la competencia humana sin instituciones que las instituciones sin competencia humana, como es preferible la democracia sin parlamentarismo que el parlamentarismo sin democracia. Sólo una sociedad paternalista y profesionalizada puede imaginarse que son las instituciones las que hacen buenos a los hombres y no al revés.
Es tarea fundamental de la ciudadanía el administrar y fomentar el desarrollo de sus saberes. Por eso, la formación humana, que los griegos llamaban paideia, es la base de la vida de la ciudad democrática. La formación humana no se basta con instituciones que dirijan el quehacer humano imponiendo el qué del hacer humano. La formación ciudadana exige instituciones que fomenten el cómo de actividades mediante las cuales los ciudadanos se hagan capaces de encontrar sus propios qués y de ir enseñándose unos a otros nuevos cómos en un ambiente de creatividad y concordia. Enseñar es mostrar cómo, no imponer qué.
Ahora bien los saberes humanos de los que se nutre y aprovecha la vida de la ciudad para su prosperidad y su desarrollo son de varias índoles, unas más fundamentales que otras. Hay un tipo de saber que desarrolla el conocimiento de nuestro entorno objetivo y de las condiciones en que nuestra vida se desarrolla. Sin un conocimiento de lo dado, de los hechos que nos permiten o nos impiden actuar, ignoramos cuales son nuestras posibilidades de actuación y nos exponemos a caer o en la pasividad o en la osadía. Este tipo de conocimiento es por lo tanto relativo (digo «relativo») a la vida. Junto a ese tipo de conocimiento, subordinado al obrar, que se diversifica en una serie amplia de saberes parciales y que dan base a una serie de profesiones, hay además un saber que afecta al obrar humano como tal, un conocimiento que ya no consiste en saber a qué atenernos sino en saber elegir lo que es adecuado para nuestra vida ciudadana. Hay por consiguiente que distinguir entre un saber para obrar y un saber obrar, dos cosas que la mentalidad tecnológica moderna ha llegado a confundir. Voy a detenerme un poco en desentrañar los rasgos y el contexto de estos saberes o conocimientos.
Atendiendo al objeto de que se ocupan, los saberes humanos pueden reducirse a tres tipos: conocimiento apodíctico, conocimiento asertórico y conocimiento problemático.
El conocimiento apodíctico es un conocimiento de objetos en los que rige la necesidad absoluta. No se trata de un conocimiento de objetos existentes en sí, sino de estructuras formales cuya realidad coincide con nuestro concepto. Me estoy refiriendo a los objetos de la matemática, que por ser objetos ideales nos permiten establecer sistemas de verdades absolutas. Es éste un conocimiento totalmente objetivable e independiente de la experiencia, aun cuando sus principios fundamentales procedan de la experiencia corporal y espacial de nuestra propia vida. La formulación de este sistema de verdades presupone la utilización de sistemas visibles gráficos, es decir de una u otra forma de escritura.
El conocimiento apodíctico es un conocimiento axiomático, deductivo y tautológico, que no ofrece de suyo ninguna información que no esté ya contenida en sus propias premisas. En esta forma de conocimiento ha encontrado el hombre, desde la antigüedad, un instrumento seguro para dar una estructura ordenada a las otras formas de conocimiento. Su seguridad es tal que una vez inventada una máquina computadora capaz de encargarse de sus cálculos, esta máquina puede reemplazar con ventaja al ser humano, resolviendo ecuaciones complicadas con una rapidez extraordinaria. Desde Descartes viene ésta forma de conocimiento considerándose como el modelo paradigmático del pensamiento racional. No deja de ser paradójico sin embargo que la forma de pensar que consideramos más racional es la que más fácilmente podemos encomendar a aparatos que, aun construídos por nosotros, nos son ajenos. Una computadora electrónica realiza sus operaciones de modo extraordinariamente más rápido y más perfecto que cualquier cerebro humano.
El conocimiento asertórico es el llamado conocimiento de los «hechos» objetivos (expresión, como dije, un tanto equívoca) que son observables, posibles de descripción y universalmente válidos. Se trata aquí del conocimiento llamado científico en su acepción más directa, lo que los griegos llamaban epist_m_. Un suceso o incidente no es un «hecho» en este sentido. Aristóteles decía de esta forma de conocimiento que era un conocimiento de lo que no podía ser de otra manera, es decir de aquello cuya existencia o generación no dependía de nosotros. Hoy sabemos que precisamente el fin del saber científico es poder provocar justamente lo que el hecho científico nos enseña, utilizar las leyes naturales para alcanzar los fines que nos proponemos. El conocimiento asertórico, así llamado porque se compone de una serie de proposiciones asertóricas, de afirmaciones que pretenden ser verdaderas, describe hechos generales que suponemos se esconden detrás de los episodios incidentales observables. Lo que veo suceder en el caso particular es sólo un ejemplo concreto de lo que sucede siempre en este tipo de casos.
Entre las ciencias objetivas se encuentran hoy no sólo las ciencias de lo natural, sino toda una serie de conocimientos pretendidamente objetivos acerca del hombre y su conducta. Y digo «el hombre», no los hombres, porque tras de esa forma singular masculina se enmascara la abstracción representativa de una pluralidad. Los episodios de los hombres concretos de carne y hueso son estudiados por la historia, no por las ciencias llamadas sociales. Y mientras los hechos generales se describen, los acontecimientos particulares se narran, se cuentan. La ciencia positiva trata de decir algo verdadero aplicable a los sucesos concretos a través de descripciones de hechos generales, mientras que tanto la narración literaria como la historia tratan de facilitarnos una comprensión generalizable a través de narraciones de hechos (de actuaciones) concretos, reales o ficticios.
Con esto me aproximo al tercero de los tipos de conocimiento que estoy describiendo, al que he llamado conocimiento problemático, de índole totalmente diferente a los dos anteriores y que desempeña un papel fundamental para la vida ciudadana. No se trata ni de un conocimiento puramente objetivo, ni de un sistema de verdades abstractas. Se trata en parte de una valoración e interpretación de sucesos y situaciones concretas, en contextos determinados y por hombres de carne y hueso. Pero se trata también y sobre todo de una valoración en apoyo de una u otra decisión de actuar.
Entre los conocimientos basados en la mera interpretación de hechos o sucesos humanos se encuentran la historia y las llamadas ciencias humanas. Éstas, aunque han tratado de acercarse al ideal de las ciencias positivas y han desarrollado cuerpos generalizables de conocimiento, no tratan siempre de hechos abstractos y objetivos, sino de hechos o acciones concretas, de sucesos determinados que, pudiendo haber sido de otra manera, se han desarrollado sin embargo, por motivos de intenciones humanas, justamente de éste y no de otro modo. Nos encontramos aquí ante un tipo de hechos de los que no cabe una descripción verdadera en sentido estricto, pero sí una descripción coherente o aceptable, ya que depende del sentido que esos hechos posean para la vida humana que los alberga. No son por lo tanto hechos objetivos, puesto que su valor está en relación con hombres concretos, en una situación histórica determinada.
Con lo dicho nos hemos aproximado a aquello que es fundamental en el saber de la pólis, en el saber político. Lo esencial en la vida de la ciudad es el obrar, un obrar racional que conduzca a la realización del sentido de la vida de los ciudadanos. La ciudad necesita cultivar, enseñar y desarrollar todos los saberes a que me he referido hasta ahora, pero esos saberes que son un saber para obrar bien, necesitan ser completados por un saber obrar bien. Saber para obrar es un saber instrumental y subordinado, saber obrar es lo que constituye la vida humana que es a la vez individual y colectiva, ya que el hombre es inevitablemente social.
El saber obrar es el objeto de la ética y de la política en el sentido que Aristóteles les diera. Hoy día la ética se ha venido a convertir en un sistema de reglas para obrar moralmente y la política en una técnica para ejercer el poder del Estado. La ética, en este sentido originario aristotélico, es un saber del obrar racional y la política un saber del obrar ciudadano para lograr una vida común aceptable. Ese saber no es un saber verdadero, sino un saber justo. Pues mientras que la ciencia positiva se refiere a hechos consumados estipulando lo que ya irremediablemente es, la ciencia del obrar que es la ética y, en su prolongación, la política, es un saber de lo que todavía no es pero debe ser. Es el hombre quien, por su decisión libre, convierte lo que debe ser en ser, eligiéndolo y realizándolo. Por supuesto que no se trata aquí de una creación ex nihilo. El conocimiento de lo que ya es, de lo que condiciona las posibilidades de nuestra elección, es necesario, pero no basta para determinar qué es lo que debe ser. Ese deber ser requiere un discurso racional que nos lleve a la conclusión de lo que es justo y aceptable. Se trata aquí de un conocimiento que, como decía Aristóteles, versa sobre lo que puede ser de otra manera, de aquello que tiene el principio de su generación en nosotros mismos, y no en lo inexorablemente dado.
Contra lo que nos han enseñado algunos de sus intérpretes escolásticos, la racionalidad aristotélica no es una racionalidad teórica de búsqueda de verdades, sino una racionalidad práctica y política de búsqueda de lo que es más convenciente para el hombre. En un pasaje destacado de la Política escribe Aristóteles:
La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier otro animal gregario, un animal social, es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra (lógos). La voz es signo de dolor y de placer, y por eso la tienen también los animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre el tener él solo el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etcétera, y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad.
Habla Aristóteles de la distinción entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto (no entre lo verdadero y lo falso) como característica de la razón humana frente a los animales y frente a los dioses. La distinción entre lo verdadero y lo falso se le puede encomendar a las computadoras de datos y si un juez tuviera que aplicar la ley de una manera matemática en los casos concretos, sería más seguro encomendarle esa aplicación a un sistema de deducción electrónica. Pero la decisión de lo que es deseable o indeseable para el hombre sólo la puede hacer el hombre mismo. Y para hacer esto tiene que hacerlo discursivamente, lingüísticamente. Y esa forma de racionalidad discursiva es dialógica y radicalmente diferente de la racionalidad deshumanizada y solipsista de que se sirve el pensamiento científico.
La racionalidad de que nos habla Aristóteles es una racionalidad con dos vertientes: una comunicativa y otra cognitiva. Ambas vertientes son importantes, pero, si hay que dar la prioridad a alguna, sería a la vertiente comunicativa. En la evolución del concepto de racionalidad, aun sin negar el valor de la comunicación, hemos independizado el aspecto cognitivo del comunicativo, dando además prioridad ontológica al primero. Nos imaginamos que primero concebimos algo en la mente y luego lo comunicamos a nuestros congéneres humanos. Pero esto no es cierto, como explicaré más adelante.
La ciencia nos ha hecho creer que para actuar o razonar hay que partir de una definición previa. La experiencia muestra todo lo contrario. Primero es la actividad, luego el concepto, en tercer lugar la explicación del significado del concepto. Sólo cuando una actividad, que veníamos ejerciendo sin reflexionar en ella, se nos hace consciente, empezamos a darle un nombre. Y solamente después de una aplicación del nombre y de una observación detenida del camino que sigue esa actividad, su método, llegamos a la posibilidad de definir conceptos. Definir es llegar al fin, al límite, por eso no se puede definir antes de comenzar. Esa es la realidad que el conocimiento como actividad nos muestra. Lo que pasa es que, el que ya ha recorrido el camino y se dedica a enseñárselo a otros, les participa el resultado último como si fuera lo primero y la clave de su entendimiento. Esa pedagogía nos ciega creyendo que la enseñanza es lo que se dice, no lo que se enseña al decirlo. Que por algo se le llama «enseñar», es decir exhibir o mostrar directamente, no simplemente decir. Si yo por ejemplo hablo castellano, muestro que lo sé aunque ni siquiera lo haya afirmado. El hecho mostrado es de suyo creíble, mientras que lo que simplemente afirmamos puede ser mentira.
Ètica y retórica: el hacer y el decir del saber ciudadano
En una concepción práctica de la racionalidad el hombre necesita hablar no sólo para comunicarse, no sólo para dar a entender, sino para entender el mismo. El ser humano es un animal simbólico porque entiende siempre a través de otra cosa, que es el signo de ella. Hablamos con los demás para entendernos a nosotros mismos. Y al decir lo que pensamos, nuestro pensamiento se va esclareciendo para nuestra propia comprensión. Eso hace que el discurso de la ética sea la ética del discurso. La ética no consiste en seguir unas normas de conducta formuladas a priori, sino en construir las normas de conducta para cada caso concreto a base de razonar, discursivamente. No decimos lo que ya hemos entendido, sino que vamos entendiendo y profundizando en ese entendimiento mientras hablamos. Por lo cual la ciencia del discurso ético y político no es la lógica de la matemática y la ciencia, sino la lógica de lo problemático que es la retórica. Y una ética que sólo discuta la aplicación de reglas dadas, no es ética sino técnica jurídica.
El lenguaje de la ciudad, un lenguaje que va dilucidando lo que debemos hacer y lo que debemos evitar, no es por lo tanto un lenguaje objetivado, un sistema de fórmulas acumuladas como en los tratados científicos. El lenguaje es aquí la propia actividad de hablar y el conocimiento de cómo ese propio hablar ha de ser un hablar bien. El malhablado no es nunca buen ciudadano. El ideal del retórico para Quintiliano era el hombre bueno que es diestro en hablar (vir bonus dicendi peritus). El arte de construir la ciudad es un arte basado en un hablar atento tanto a lo que es bueno y conveniente como a la forma de expresarlo en palabras. La política es un arte de bien decir, no solamente de un bien hacer, pues todo hacer se fundamenta en un razonar y un decir que también es una acción, la acción fundamental que, por lo tanto, debemos atender y perfeccionar.
Esta intelección del lenguaje como actividad constitutiva de la ciudadanía, nos lleva a una concepción estricta del diálogo. Se nos ha metido en la cabeza que «diálogo» significa «conversación», hablar entre dos, como si el prefijo griego dia significara «dos», cuando lo que realmente significa es «a través de», «mediante». La pluralidad de los hablantes, la conversación, ya estaba incluída en el propio concepto de lógos, tal y como Aristóteles lo presentaba en la cita antes mencionada. Todo lógos es un pensar hablando o un hablar pensando que supone, en principio, un otro que a veces soy yo mismo en mi diálogo interior. Lo que nos enseña el diálogo es que el hombre sólo puede comprender dia lógos, a través del lógos, mediante la palabra que aclara su pensamiento. El diálogo de la ciudad no puede ser, por eso, una mera conversación asimétrica en la que el uno está embaucando o imponiendo su opinión al otro. El diálogo supone que ambos dialogantes están dispuestos a permitir que el propio discurso les vaya ayudando a descubrir lo que es conveniente, matizando la opinión previa y profundizándola. De un dialogo auténtico ninguno de los participantes sale como estaba. La opinión de todos ellos se transforma y completa mediante el discurso, dia lógos.
Condición ineludible de ese discurso o diálogo ciudadano es la confianza, la pistis, que en latín se llama fides y ha dado lugar a una serie de términos crediticios. El crédito es lo que da sentido a las palabras y al dinero. Sin confianza ni hay ciudad ni hay mercado. Pero confianza no quiere decir que todo obrar sea honesto y que todo decir sea verídico. La confianza es una cualidad mucho más básica y constitutiva. La confianza es lo que hace posible incluso que la mentira o el fraude sean entendidos como tales. La confianza es esa familiaridad de lo conocido que hace inteligible todo mensaje, sea su intención verídica o fraudulenta. Donde la confianza no existe, no hay manera de distinguir la mentira de la verdad.
En la retórica aristotélica aparece la pistis como algo que los traductores suelen llamar «argumentación». Esa traducción, un tanto inadecuada, pone sin embargo de manifiesto la relación entre pistis y lógos. La pistis es la familiaridad con un mensaje inteligible que hace al lógos capaz de distinguir entre lo bueno y lo malo, lo verídico y lo falso.
Un ambiente de confianza es terreno abonado para la amistad. La amistad o filía es para Aristóteles la cualidad o virtud humana que hace posible la convivencia ciudadana. Sin amistad, lo mismo que sin crédito, no hay ciudad. La filía es una forma de afecto diferente del eros o amor pasional. Mientras el amor erótico tiene ánimo de dominio y trata de aniquilar la diferencia, la amistad es un afecto entre hombres en el que se aprecia al otro, siendo diferente de mí, por lo que es. La filía es un afecto respetuoso hacia el otro y hacia su diferencia y, lo mismo que la democracia es más valiosa que el parlamentarismo, la amistad supera y sustituye a la justicia. Es decir: la amistad hace la justicia innecesaria. Pues donde hay amistad existe una reciprocidad que no se funda en la medida (tanto te doy tanto me das), mientras que la falta de amistad impone la necesidad de un sistema minucioso de medida, de justicia y distribución.
Es cierto que no hay amistad si el dar no es correspondido de algún modo. Pues la amistad no es altruismo puro ni autosacrificio. El gorrón no es amigo y destruye a la larga la amistad del otro. Y el paternalista no quiere recibir cuando da, pues el paternalismo se sustenta de la deuda inamortizable del beneficiado hacia su benefactor; por lo cual, lo que existe entre ellos es dependencia, no amistad. Lo que caracteriza a la amistad no es sin embargo el toma y daca, no el mero dar para recibir ni la justicia que todo lo mide y todo lo iguala. La amistad supone mutualidad pero no impone reciprocidad estricta. Ayudo a mi amigo porque necesita de mi, confiando en que él hará otro tanto cuando yo necesite de él. Pero eso no supone que tengamos que necesitar exactamente lo mismo el uno del otro, ni que lo que necesitemos uno del otro sea comensurable o equiparable. La base de la ayuda mutua es la amistad, pero el carácter y cualidad de la ayuda depende de la necesidad que la motive.
Dije antes que la amistad supone una valoración del otro y un respeto de su idiosincrasia diferente de la nuestra. La amistad se funda en la diferencia, en la riqueza de lo múltiple, no en la identidad o la uniformidad. Pero la valoración amistosa es una valoración sincera, distinta de la lisonja, por un lado, y de la injuria, por otro. Pues es en la relación amistosa donde el diálogo cobra su expresión más auténtica. Todos vemos la espalda de los otros pero no la propia. La amistad y el diálogo con el amigo es lo que me permite formarme una imagen adecuada de quién soy. Sin amistad no nos conoceríamos nunca a nosotros mismos. La identidad de cada uno se forja en la opinión de los demás. Las cosas reciben su sentido de los hombres y éstos reciben su sentido unos de otros. De ahí que el lógos sea constitutivo de la identidad humana. Pero sin un logos de confianza, sin un diálogo amistoso, nunca sabría a qué atenerme de mi mismo. El verdadero amigo, repito, ni lisonja ni injuria, sino que nos dice lo que verdaderamente advierte en nosotros y que nosotros mismos no advertimos.
He hecho antes una distinción de pasada entre el hacer y el obrar, al mismo tiempo que he identificado el hacer y el decir, siendo el decir una forma fundamental de hacer y hasta aquella forma de hacer que une al hacer con el obrar. Nuestra mentalidad actual confunde en efecto hacer y obrar y diferencia en cambio el dicho del hecho.
Lo que hacemos y lo que decimos no son estrictamente un obrar, tal como yo lo entiendo, sino la expresión o manifestación empíricamente constatable del obrar. Nótese que el verbo hacer es transitivo y requiere un objeto, mientras que obrar es intransitivo y se queda en el sujeto. El obrar está relacionado con la intención y con la ética. El hacer está estructurado técnicamente, es decir tiene una estructura de medios y fines. La intención y el sentido de lo que hacemos se oculta siempre tras de lo que hacemos y decimos. Es decir se oculta, pero también se revela a través de ello. Pues la intención sólo se capta hermenéuticamente, mediante una interpretación. Una misma intención puede hallar muchas formas diferentes de expresión en diferentes situaciones, mientras que actuaciones o expresiones semejantes pueden también revelar intenciones diversas.
El obrar y el hacer son en cierto modo inseparables pero no debieran confundirse. El obrar es la acción que elige una forma de hacer y decir para realizarse. Mientras el hacer y el decir bien muestran destreza operativa, habilidad, el obrar bien muestra prudencia y juicio, virtud. El obrar da así sentido al hacer y al decir y revela el carácter ético del autor, su intencionalidad.
He aquí pues que el saber de la ciudad es un saber obrar que incumbe a todos los ciudadanos, ya que afecta al bien común. Ese saber obrar determina sin embargo la dirección en que han de moverse otros saberes particulares, los saberes profesionales y la destreza específica de cada uno para aportar su grano de arena a la realización de ese bien común. El saber obrar dirige el saber hacer, ya que lo que se hace se hace para alcanzar fines conretos pero estos fines adquieren su sentido de una concepción del bien común que es el obrar bien.
Estoy pues aludiendo a una nueva diferencia entre el fin, propio del hacer, y el sentido, propio del obrar. Pues es corriente confundir el fin de nuestra actuación con el sentido de ella. El fin es algo que, como la propia palabra indica, se halla al término de ese algo, un algo que ha de entenderse como un hacer, no como una cosa. Iniciamos procesos productivos de fines para alcanzarlos, pero una cosa es lo que hacemos para alcanzar esos fines y otra los fines mismos. Una cosa es construir y otra cosa es el edificio construido. En cierto modo puede decirse que el fin da sentido a los medios, ya que es por alcanzar éste por lo que se ponen en práctica aquellos. Pero aceptado esto cabe preguntarse cuál es el sentido de esos fines propuestos.
Distingo por lo tanto aquello que es un producto o fin del hacer y el sentido que revela su obrar. Distingo la elección de esos fines y esos medios, que obra a través de ellos. Pues obrar es elegir fines y medios, no esos fines y esos medios. El hacer tiene fines, el obrar tiene sentido. O mejor aún: el obrar es el sentido. Pues el sentido no es algo definible sino aquello que define los medios y los fines. El sentido no es un fin porque es un principio; un principio de acción que inspira lo que emprendemos en una situación determinada y va concretándose y explicándose en nuestros 'hechos'. He aquí la conexión entre el hacer y el decir. Pues lo mismo que mediante decir (dia lógos) lo que pensamos y queremos vamos comprendiéndonos a nosotros mismos, las acciones que elegimos van también poniendo en claro el sentido profundo, la intención de nuestra vida.
La ciudad se forma de la articulación de dos tipos de discursos: un discurso del hacer que concierne a cada uno, de la tarea propia de cada individuo y cada empresa o institución, y un discurso del obrar que es un discurso ético que integra esos saberes y haceres particulares en un 'sentido común' que es el bien común de la ciudad. Ese concepto del bien común es un mero nombre indicador, no un concepto definido. Alude simplemente a una intención que va eligiendo o desterrando una u otra actuación concreta, un fin u otro, unos medios u otros de alcanzar fines.
Si el obrar se manifiesta de modo inmediato en un discurso sobre el bien común que ha de elegir y dar sentido a los fines que han de regir el quehacer de los ciudadanos, esto significa que no hay una descripción a priori del bien común, una regla a seguir. Las leyes de la ciudad rigen ciertamente la actuación de los ciudadanos, pero las leyes expresan, no constituyen el sentido de la vida de la ciudad. Las leyes son un producto de un saber obrar que define reglas. El obrar, lo ético no está en seguir las reglas, sino en formularlas. Lo cual significa que la ética se identifica con el propio discurso de la ética. Ese es el sentido del diálogo. Mediante un continuo hablar y argumentar (dia lógos) vamos formulando lo conveniente y lo aceptable. Es ese un diálogo abierto a todos y sólo aquello que logra convencer a la mayoría es admitido como bueno, sin que por ello se cierre el diálogo ni se llegue a una convicción definitiva y definitoria. En eso se diferencia la retórica, el discurso ético del quehacer ciudadano, del discurso profesional del quehacer productivo o técnico. En éste último se detiene el discurso al llegar a la conclusión verdadera: dado esto y lo otro, hay que aceptar tal o cual cosa. El discurso del obrar es un diacurso abierto y problemático en el que los conceptos nunca se hacen abstractos sino que estan abiertos a la riqueza del contexto de cada situación. Una ética cerrada es fundamentalista. La ética abierta es una ética íntimamente ligada al discurso. Etica et rhetorica convertuntur. Por eso, mientras la misión del profesional en la colectividad es el saber hacer las cosas bien, la misión del político, como ciudadano primus inter pares, es (o debiera ser) el hablar bien acerca de lo que debe hacerse Como decía nuestro compatriota romano, el calagurritano Quintiliano ya mencionado, el orador, es decir el político, ha de ser un vir bonus dicendi peritus, un hombre bueno que experto en el decir. El buen decidor debe ser un ejemplo de buen obrar, trayendo lo uno consigo a lo otro. La demagogia no es un buen decir ya que es un mal obrar. En esto tiene razón el saber popular que exige una correspondencia entre palabra y obra. Pero la ejemplaridad del político no debe ser la de aquel que vive como enseña, que esto es más bien fundamentalismo, sino la de aquel que, siendo honrado, enseña como vive.