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Scripta Vetera
EDICIÓN  ELECTRÓNICA DE TRABAJOS PUBLICADOS SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona
ISSN: 1578-0015

 

DISCURSO DOCTORADO HONORIS CAUSA
Santiago de Compostela 15 de julio de 2013

Antonio Bonet Correa

 

Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Santiago de Compostela al Profesor Antonio Bonet Correa . Santiago de Compostela: Universidad de S.C. 2013 (en curso de publicación).

 


La trayectoria vital de una persona, con sus trabajos y sus días es igual a una ascendente espiral que, abierta e infinita, se proyecta hacia un futuro que se anhela ser prometedor. Las circunstancias y los momentos de una biografía se suceden normalmente con rapidez y sin interrupciones, sin alterar su constante dinamismo. Ahora bien, no siempre ocurre lo mismo. Hay ocasiones en las que hay instantes extraordinarios, momentos excepcionales en los que el tiempo parece detenerse. Al igual que cuando se sueña, se percibe entonces que existe un tiempo circular en el cual se funden el pasado y el presente. En una coyuntura similar me encuentro en este momento. Al igual que hace más de sesenta años, cuando yo era estudiante de esta Universidad de Santiago de Compostela, siento la misma emoción y el respeto que siempre me infundió este magnífico Paraninfo en el cual, a lo largo de los años he asistido a muchos solemnes actos académicos. En el presente caso, mi emoción no puede ser mayor, ya que se trata de mi  investidura de Doctor Honoris Causa del Alma Mater gallega, en la cual me licencié en el año 1948. Es por ello que, Excelentísimo y Magnífico Señor Rector y queridos colegas del Claustro Universitario de Compostela, quiero daros a todos mis infinitas y más calurosas gracias. El haberme distinguido con tan alto y preciado galardón me llena de un honroso orgullo sin límites. De todos los premios que he recibido a lo largo de mi ya dilatada carrera  ninguno me satisface más y me hace más feliz. Es por ello que para mostraros mi alegría voy a intentar trazar lo que, en mi biografía, ha significado la ciudad y  la Universidad de Santiago, norte y guía de mi existencia, tanto personal como profesional. Compostela es la ciudad que más profundamente ha calado en mí. Cuando, en el año 1987 fui invitado por la Fundación Paul Getty de Los Ángeles en California, aprovechando que tenía tiempo por delante, a pesar de estar tan lejos geográfica y mentalmente de Galicia, me puse a escribir un libro sobre la Plaza del Obradoiro, evocando el bosque de piedra de la ciudad en que me formé e inicié mi carrera universitaria.

Hoy, al igual que ayer, como cuando era estudiante de esta Universidad, me encuentro en este espléndido Paraninfo  que desde su inauguración en la Apertura de Curso de 1906 a 1907, ha sido el espacio académico en donde se han celebrado los múltiples fastos y las más solemnes ceremonias del Alma Mater gallega. En mi memoria está siempre presente su suntuoso espacio rectangular con su recargada decoración, de ornamentos y símbolos universitarios, propios de una época pasada y que algunos han criticado como anticuada, calificándola de  kitch. Por mi parte he de confesar que admiro las pinturas murales de José María Fenollera Ibáñez y la parte escultórica de Rafael de la Torre Mirón, que supieron dar la venerabilidad y respetabilidad que requiere un Paraninfo universitario. Muy de su tiempo, son la muestra de una estética finisecular y decimonónica que, sin duda alguna, no tardará en ser reivindicada. A propósito de este Paraninfo quiero ahora recordar cuando, en los años 40, asistí en él a una conferencia de Don Eugenio D´Ors, titulada “El Secreto de la Filosofía”. Era una tarde de lluvia y el salón estaba lleno a rebosar. Cuando el maestro estaba en medio de su disertación falló la electricidad y se produjo un apagón como era frecuente entonces. Enrique, el Conserje y Bedel Mayor de la Universidad, con su envarado empaque de húsar austrohúngaro, encendió un candelabro sobre la mesa del orador. D´Ors aprovechó la ocasión para hacer un poético elogio de la luz de las candelas. Cuando se encendieron de repente las lámparas de cristal del paraninfo, Don Eugenio tras mirar su reloj y ver la hora, preguntó si deseaban o no que continuase su discurso. Ante el expectante silencio de la concurrencia, manifestó que podía continuar todo el tiempo que hiciese falta pues él era “Infinito”. Al día siguiente pude conocer personalmente al maestro al cual me presentaron en el Paseo de la Herradura los escritores Álvaro Ruibal y José María Castroviejo, convertidos en anfitriones del viejo pensador, entonces en el cenit de su gloria intelectual.

Muchos son ahora los recuerdos que se agolpan en mi mente acerca del ambiente universitario de Santiago de Compostela en la década de los años cuarenta del siglo pasado. La influencia que la ciudad producía en los estudiantes, masculinos y femeninos, procedentes de las cuatro provincias gallegas era decisiva. En Santiago no sólo estudiaban sino también asimilaban el espíritu urbano y cultural, además del monumental. Junto a la ciudad levítica, con un enorme Seminario Conciliar, se encontraba la añeja sociedad señorial, la clase media de los comerciantes y la selecta de los profesores universitarios. La mayoría de los estudiantes, muchos procedentes del medio rural, vivía en pensiones y fondas o en las residencias de estudiantes de los jesuitas, la del futuro Campus universitario después de la Herradura y la recién construida de la Estila, del Opus Dei, obra de Miguel Fisac. Personalmente yo viví un Santiago familiar, como si fuese uno más de su tradicional censo urbano. Cuando mi hermano José acabó en Lugo el bachillerato, mi madre que era viuda decidió trasladar la casa a Compostela. Durante más de diez años tuve mi residencia, incluso cuando yo vivía en París, en la casa nº 16 de la Calle de la Azabachería, antiguo domicilio del canónigo Cuesta. Mi habitación, en duplex del piso por la parte de atrás del inmueble, daba frente a la calle Billares. Durante años la grandiosa mole de la iglesia de San Martín Pinario, con su enorme cúpula de tambor cubierta con un cónico tejado, fue la imagen misma del  impacto que producen los rotundos volúmenes de una majestuosa y pétrea arquitectura.

La calle de la Azabachería es una vía esencial y el término final del Camino de Santiago. Desde la acristalada galería de la fachada de mi casa vi pasar muchas comitivas, como por ejemplo la oficial de una visita de Francisco Franco a la Catedral o el desfile, una vez por semana, del Rosario de la Aurora que, con su alta y negra estatura y su potente voz dirigía el jesuita Padre Serrano, el cual cantando:

“El demonio al oído
te está diciendo
deja misa y rosario
y sigue durmiendo”.

se paraba delante de cada portal, esperando a pié firme que se incorporasen los estudiantes más morosos. No voy a describir los personajes, algunos fantasmagóricos, que habitaban la calle. Sin embargo, no quiero dejar de mencionar a un joven jorobado,  que siempre llevaba el uniforme de Falange. Ahora bien, el vecino más ilustre de la Azabachería era el sacerdote y sabio astrónomo Don Ramón María Aller. Tampoco voy a enumerar una a una las tiendas, las tabernas y los talleres de imagineros que tenían abiertas sus puertas  a la calle tan peatonal y transitada.   Todos los días por la mañana bajaba por ella lentamente el viejo canónigo que, muy temprano, decía misa en la Capilla de la Comunión de la Catedral. Lo que sí quiero relatar es que cuando, en septiembre de 1941, llegué por primera vez a Santiago, el autobús con gasógeno en el que iba atravesó la ciudad precisamente por la calle de la Azabachería. El  viaje había durado prácticamente todo el día. El itinerario comenzó en Lugo, con parada para comer en Mellid,( en donde cada vez que volveríamos a hacer el mismo viaje era obligado el visitar al culto y noble amigo de la familia, el farmacéutico Don Antonio Taboada Roca). Después, al atardecer , el renqueante autobús llegaba a Santiago, entrando por la Puerta del Camino y tras atravesar Casas Reales, la Calle de las Ánimas y la Plaza de Cervantes, bajando por la Azabachería y la Plaza de la Inmaculada, pasaba bajo el Arco del Obispo y continuando por el Obradoiro y la plaza de Fonseca, por la Avenida de Rodrigo de Padrón, finalizaba en la calle de la Senra  delante de la casa de los Blanco Cicerón cercana al moderno, hoy desaparecido, edificio de los Castromil. Todavía me veo asombrado contemplando a través de la ventanilla la sucesión de tantos monumentos. También siempre me acuerdo de que una vez me dijo mi amigo Manolo Remuñán  que a él le hubiera gustado no haber nacido en Santiago para poder así descubrir, en la edad adulta, la inmensa belleza de la ciudad.

En Junio del año 1941 había acabado por libre, en el Instituto de Lugo, los dos últimos años del  bachillerato. A causa de una pulmonía doble cogida en el verano por bañarme románticamente por la noche en el frío río Neira, cuando en el mes de septiembre del mismo año llegué a Santiago no pude presentarme al preceptivo examen de Reválida. Para no perder el tiempo asistí a clases de preparación de entrada en la Universidad en una Academia particular que estaba alojada en el Palacio barroco de las Casas Reales. Gracias a una convocatoria extraordinaria y al permiso concedido por el entonces Ministro de Educación Ibáñez Martín, amigo de mi tío Evaristo Correa Calderón, por fin en enero de 1942 pude matricularme por libre en la Facultad de Filosofía y Letras. Allí conocí, entre otros, a Manuel Presedo Belo, que después, como Catedrático, fue compañero mío en la Universidad de Sevilla, a Ramón Otero Túñez, colega de Historia del Arte y compañero de campamento de la Milicia Universitaria en Monte la Reina (Zamora) y a otros muchos universitarios casi todos desaparecidos. El único catedrático que había entonces en la Facultad de Santiago, mermada por la  Guerra Civil, era Don Abelardo Moralejo Laso, sabio filólogo y traductor de Rilke, que llenaba  el encerado de palabras en sánscrito, griego y latín y al que difícilmente podíamos seguir por lo mucho que sabía. El cuadro de profesores tenía una evidente atonía y contrastaba con el brillante pasado de la Facultad, cuando Don Armando Cotarelo Valledor y Don Ciriaco Pérez de Bustamante habían dado lustre, entre los años 1922 y 1936, a los estudios humanísticos. En la Historia del Arte las clases las daba un cansino sacerdote, Don Calixto, cuyo manual era el arcaico libro de Arqueología y Bellas Artes del Padre Nadal, y que no proyectaba las estatuas griegas porque estaban desnudas. Cuando en el año 1948   llegó  a Santiago como Catedrático de Arte José María de Azcárate y Ristori, todo cambió, de igual manera que ocurrió cuando ocupó la cátedra de Literatura, por poco tiempo, Alonso Zamora Vicente. Sin embargo no quiero dejar de mencionar a varios profesores como Salvador Parga Pondal o a Don Casimiro Torres y Don Manuel Remuñán. Y de manera especial quiero nombrar a Lisardo Ramos Terzado, el portero o bedel universitario durante más de cuatro decenios. Alto y delgado, ágil y siempre activo, era el alma y vida de la Facultad. Su bondad era extrema. Conocía muy bien a los estudiantes a los que daba consejos y estaba dispuesto a ayudar, hasta el punto de ir a buscarlos a su casa si se habían retrasado para un examen.

Aparte de la Facultad de Filosofía y Letras, en el monumental edificio de la Universidad,  del siglo XVIII y ampliado con una planta más en la segunda mitad del siglo XIX, estaban instaladas además las Facultades de Ciencias y de Derecho. En realidad convivíamos en su espacio no sólo los estudiantes sino que también conocíamos a los catedráticos y profesores de materias que nos eran ajenas. En los pasillos y en la biblioteca del último piso y en las escaleras monumentales había un  trasvase increíble de personas, ideas y proyectos. En la Facultad de Derecho Don Camilo Barcía Trelles daba un aire cosmopolita al claustro, Don Ramón Prieto Bances una lección de señorío intelectual, Don Paulino Pedret Casado de bonomía y liberalidad. A ellos vino a añadirse, con su rigor y disciplina intelectual Don Álvaro d´Ors. En Ciencias, en donde Ribas Marqués era figura destacada, había que señalar la presencia de Don Tomás Batuecas Marugán, catedrático de Química Física, conocido investigador a nivel internacional. Persona que había vivido muchos años en Ginebra, poseía una selecta biblioteca de literatura francesa, en especial los libros editados por Gallimard y otros impresores de vanguardia. Gracias a que yo era muy amigo de su hijo, pude tratar íntimamente a Don Tomás que contribuyó poderosísimamente a mi formación literaria y estética. Todavía recuerdo cuando con él asistimos, en el Teatro Principal, a las funciones del Ballet del Marqués de Cuevas, que durante un tiempo huyendo  de la Ocupación de Francia por los nazis, estuvo  instalado en Compostela en espera de tomar un barco con destino a Buenos Aires. Para finalizar con el ambiente universitario de Santiago quiero recordar al Rector Don Luís Legaz La Cambra que en tiempos sombríos supo ser liberal y moderno. Con su bella esposa desempeñó un papel social que trascendía las aulas. Había que ver cómo el matrimonio asistía a los bailes del Casino de la Rua del Villar y cómo Don Luís, con el mismo empaque con el que presidía los más serios actos académicos, se ocupaba de la juventud mundana.

Paralelo a la Universidad, en los años de la post-guerra, el Instituto Padre Sarmiento de Estudios Gallegos, instalado primero en la Rúa Nova y desde 1946 en la antigua “Librería del Colegio de Fonseca” restaurada por los arquitectos Vaquero y Baselga, desempeñó un papel fundamental para el estudio y las investigaciones de carácter regional. Heredero del entonces desaparecido Seminario de Estudos Galegos, su primer presidente desde la capital de España fue el pontevedrés Francisco Sánchez Cantón, Catedrático de Historia del Arte de la Universidad Complutense y a la sazón Subdirector  del Museo del Prado en Madrid. El Secretario de la nueva Institución gallega fue el compostelano Don Felipe Cordero Carrete que, con gran celo, llevaba a cabo la administración del Centro, en el cual se integraban como Vicedirector Don Abelardo Moralejo y como investigadores de las diversas áreas, entre otros  Don José Filgueira Valverde, mi antiguo profesor de Literatura en el Instituto de Lugo, el poeta y erudito Don Fernando Bouza Brey, Don Antonio Fraguas y Fraguas y Don Xesús Carro García, presbítero y eminente investigador de la Historia del Arte Gallego, al que personalmente considero uno de mis principales maestros tanto en lo científico como valedor en mi vida personal. En el Instituto Padre Sarmiento entré a trabajar en 1949 en la preparación de mi tesis doctoral, utilizando a fondo la biblioteca. En aquel entonces pertenecían al Padre Sarmiento, en Madrid los entonces dos jóvenes investigadores gallegos Antonio Blanco Freijeiro y José Manuel Pita Andrade, ambos profesores de la Universidad Complutense y discípulos y colaboradores de Sánchez-Cantón, que más tarde fueron ilustres catedráticos de universidad. Complemento de los contactos profesionales del Padre Sarmiento señalaré mi relación con el arquitecto Francisco Pons-Sorolla y con el Historiador del Arte Manuel Chamoso Lamas, ambos responsables de la conservación y restauración de los monumentos compostelanos. A Pons- Sorolla siempre le reproché el haber eliminado los pavimentos graníticos de suaves y sinuosas curvas alabeadas de las empinadas y deslizantes calles de Santiago sustituyéndolas por rígidas escaleras propias del urbanismo levantino más seco y rectilíneo.

Aparte de la Universidad, para un estudiante inquieto y deseoso de ampliar sus horizontes intelectuales, Santiago era la ciudad más idónea. En la década de los pasados cuarenta, poco a poco se iban abriendo nuevas perspectivas y se hacía más intensa la vida cultural. Los conciertos de Regino Sáinz de la Maza, de José Cubiles y los recitales de poesía y piano de Gerardo Diego tenían  un asiduo público de melómanos como el pianista y profesor Braje o los estudiantes de música Javier Ríos, Castromil y Lito, un bohemio compostelano cuyo apellido ahora no recuerdo. Un acontecimiento extraordinario fue el concierto coral que en la Catedral dirigió Leopold Stokowski, “peregrino artístico” traído a Santiago por su amigo el musicólogo orensano Antonio Iglesias, que en 1945 tradujo para la Colección Austral el libro del genial polaco titulado Música para todos nosotros. Antonio Iglesias, más tarde Académico de Bellas Artes de San Fernando, fue durante más de cincuenta años Director de “Música en Compostela” a partir del año 1958. En la Facultad había  conferencias de profesores visitantes como la que brillantemente dio  el ferrolano Santiago Montero Díaz, catedrático de la Complutense y personaje mítico en sus anteriores años compostelanos. También la que Camilo José Cela, entonces sólo autor de Pascual Duarte, en la que disertó sobre la obra literaria del pintor José Gutiérrez Solana. Con mi amigo Pepe Rubial, más tarde en Madrid y Buenos Aires dramaturgo de vanguardia, servimos de lazarillos del escritor gallego Cela, que no paraba de decir boutades para épater le bourgeois. En Santiago,- ciudad a la que venían de vez en cuando de las distintas provincias gallegas o de otras partes de España poetas y escritores maduros y jóvenes como Aquilino Iglesias Alvariño, los lucenses Manuel-María, Uxío Novo Neira, el pontevedrés Manuel Cuña Novás o la poetisa Pura Vázquez.-  había también importantes personajes de la ciudad. Entre ellos no quiero dejar de mencionar al pintor Carlos Maside, que vivía en la Rúa del Villar y que, siempre vestido de negro y con un gran sombrero de ala ancha, me hablaba de los años treinta, de política y de vanguardia. Hoy siento muchísimo no haber tomado nota de todo lo que me contaba. Maside era muy inteligente y reflexivo. Él fue quien me prestó el esencial volumen editado por la Revista de Occidente en 1927 El realismo mágico – Post Expresionismo, de Franz Roh. Otro personaje muy próximo para mí fue Benito Varela Jácome, estudioso de la literatura gallega y universal, que de modesto profesor privado y de segunda enseñanza pasó a ser Catedrático de Universidad y figura de primer orden intelectual.

Puesto a nombrar personalidades compostelanas no puede dejar de citar los  nombres de dos que para mi vida futura fueron esenciales. El primero fue Gustavo Varela y Gutiérrez de Caviedes, Catedrático de Ciencias Naturales del Instituto Cervantes. Persona educada en la Institución Libre de Enseñanza, soltero que siempre se paseaba con una perrita, tenía un espíritu curioso por todo lo que fuera ciencia y arte. Conocedor de todos los edificios y rincones pintorescos, conocía como nadie la arquitectura compostelana. Aficionado a la fotografía, se interesaba por las nubes y los efectos lumínicos sobre los monumentos. Sus teorías eran siempre cinéticas. A ellas mezclaba una erudición de sabia y antigua solera. Él fue quien primero puso en mis manos un antiguo tratado de arquitectura, el de Athanasio Genaro Brizguz y Bru, Escuela de Arquitectura Civil, en que se contienen los órdenes de Arquitectura, la Disribución de los Planos de Templos, y Casas, y el Conocimiento de los Materiales, Valencia  1738, preciado volumen  que, poco antes de su muerte, me regaló y que guardo como una reliquia en mi biblioteca de tratadistas y teóricos de la arquitectura. La otra persona que quiero recordar es Borobó, el periodista y escritor cuyo nombre civil era Raimundo García Domínguez. Él fue quien, a finales de los años cuarenta me hizo escribir mis primeros artículos en El Correo Gallego y en el Suplemento del Sábado de La Noche, que yo firmaba con el seudónimo de Andrés de Cernadas. De esa época guardo mi mejor opinión sobre el papel que para bien del periodismo santiagués desempeñó el navarro José Goñi Aizpurua, director del diario santiagués. A Borobó le debo además el haberme convencido de que estudiase Historia del Arte y que conociese a José María de Azcárate cuando en 1948, como ya he dicho, llegó a Santiago de Catedrático de Historia del Arte, siendo un joven profesor de sólida y rigurosa formación positivista.

En la Universidad de Santiago Zamora Vicente y Azcárate introdujeron un nuevo aire docente. En lo que respecta a mi persona, la presencia de Azcárate fue definitiva ya que yo al haber acabado la carrera  había pensado hacer mi tesis sobre El Arte Prerrománico en Galicia. Tras un curso de verano en Oviedo, en donde había trabajado con Helmut Schlunck y con Luís Vázquez de Parga sobre el Arte Asturiano, me había puesto a investigar sobre el tema. Azcárate, que había escrito un importante y original artículo sobre los cilindros en la arquitectura compostelana, me convenció de que debía estudiar la arquitectura barroca en Galicia. De ahí salió mi tesis doctoral, pasada como era preceptivo entonces en la Universidad de Madrid. Azcárate no sólo guió mis primeros pasos en Santiago, nombrándome ayudante suyo sino que siguió en contacto conmigo cuando, en 1951, me fui a París con una beca española y después francesa. Mucho más tarde fue mi decano y vicerrector en Madrid y fue quien me hizo entrar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

La ciudad de Santiago de la postguerra era una ciudad  con mil atractivos para quien quería abrirse camino en el mundo intelectual. Muy importantes como puntos de encuentro eran los cafés. En el momento de la Guerra Mundial la ciudad estaba llena de espías y hombres de negocios alemanes y de los países aliados que compraban Wolfran, mineral que se utilizaba en la fabricación de armamentos. En los cafés, lugares de encuentro y solaz, con un confort y calor que no tenían muchos hogares ni pensiones de estudiantes, había tertulias en las que se hablaba de todo lo divino y lo humano. En el desaparecido Café Savoy, en la Plaza del Toral , conocí presentado por su hermano Jaime, estudiante de Derecho, a Gonzalo Torrente Ballester con quien mantuve hasta su fallecimiento una larga y cordial amistad. En el Café Español también desaparecido en la Rúa del Villar, sentó sus reales Don Ramón Otero Pedrayo, que luego se fue al célebre y todavía existente Café Derby que, enfrente del Hotel Compostela está situado en una de las entradas  al casco antiguo de la ciudad. Sobre el Derby, en mi discurso de recepción en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en el año 1987 escribí  “Allí aprendí muchas cosas, tantas o más que en las aulas universitarias. Los contertulios habituales eran Ramón Piñeiro, Domingo García Sabell y Carlos Maside, además de algún médico ilustre como Ramón Baltar y Ramón Rodríguez Somoza”. Este último, Director del manicomio de Conjo, era lucense y uno de los íntimos de mi familia en Santiago. Con Ramón Piñeiro, el pensador y gran impulsor del galleguismo, mientras residí en París mantuve una constante correspondencia epistolar. Por la tertulia del Derby pasaban interesantes forasteros y todos los escritores gallegos de fuera que viajaban a Santiago. Era una especie de Foro, ágora o plaza cubierta en donde se intercambiaban noticias y comentarios de todo orden y tipo. Enumerar a las personas importantes nacionales y extranjeras que conocí en el Derby sería establecer un listado demasiado prolijo.

Hay muchos aspectos del ambiente de la ciudad que podría evocar como los cotidianos paseos por las tardes bajo los soportales de la Rúa del Villar, en donde la librería  Gali y la de los González ofrecían en sus escaparates las últimas novedades bibliográficas. En las mañanas de sol el Paseo de la Herradura era el lugar de reunirse con los amigos, de fotografiarse al minuto y de ver a las pintorescas “Marías”, cuyas estrafalarias figuras eran tan habituales que si no se les veía pensaba todo el mundo que había pasado algo anormal. En los días de Feria de Ganado en el Monte de Santa Susana, la Herradura adquiría una atmósfera rural. Los domingos el concierto de la banda municipal de música animaba el paseo que, en los días de la semana, a la hora de salida de las clases del Instituto femenino del Colegio de San Clemente, se llenaba de chicas guapas y alegres en uniforme. Como acontecimientos extraordinarios recuerdo que un año, con motivo del aniversario de la muerte de Rosalía de Castro en una pequeña comitiva presidida por Don Ramón Otero Pedrayo participé en el grupo que depositó al pie de la estatua en la Herradura de la gran poetisa gallega una fúnebre corona de flores. Este acto, entonces considerado subversivo, me costó mi primera declaración en una Comisaría de Policía. También quiero rememorar el hecho singular de que cuando Eva Duarte de Perón visitó España, vi desde lejos como la dama argentina plantaba en la Herradura un árbol que hoy debe ser muy alto y frondoso. Años más tarde un espectáculo maravilloso fue el que tuvo lugar en la Plaza del Obradoiro a principios del año 50. La representación al aire libre delante de la fachada de la Catedral del Gran Teatro del Mundo de Calderón de la Barca, dirigida por Tamayo fue verdaderamente extraordinaria. Yo tuve personalmente el privilegio de ver este Auto Sacramental en compañía de Don Angel Balbuena y Prat, especialista en la materia y más tarde compañero mío en las Universidades de Murcia y la Complutense de Madrid.

La ciudad, además de Universitaria, era una ciudad eclesiástica. Los Canónigos, con sus lustrosas  sotanas y manteos, zapatos con hebilla de plata y enormes tejas con borlas, lucían su vetusta estampa en sus raras salidas por las calles principales. Entre los canónigos, figura singular que con su extraño título de Magistral de la Catedral de la Habana, con su pequeña estatura y endeble apariencia física, resultaba célebre por su larga botonadura, sus calcetines y zapatos de color rojo. Yo tengo también el recuerdo siempre presente e imperecedero de Don Manuel Capón, pico de oro de la oratoria sacra, que como Rector del Seminario Conciliar y natural de Neira de Jusá, era una especie de tutor o valedor de mis estudios en la Universidad, de forma que estaba obligado a ir a verle de vez en cuando con mi hermano a San Martín Pinario, en donde nos recibía en un enorme salón de sillones enfundados. Sin ser premioso y sin caer en excesos, he de mencionar a otras personas que formaban parte de la vida santiaguesa. La profesora de alemán Doña Otilia Ulbricht era la representación misma de la mujer teutona. Grande e imponente, según los estudiantes llevaba siempre consigo en su bolso una pistola. Su  figura contrastaba con la de la profesora de francés, Lily Batalla y un apellido galo que no recuerdo, era menuda, delicada, muy afable y femenina.

Cuando empecé a escribir estas palabras de agradecimiento a la Universidad de Santiago pensaba que, a continuación, iba a tratar sobre la Torre de Hércules de La Coruña y el libro Investigaciones sobre la Fundación y Fábrica de la Torre llamada de Hércules situada a la entrada del Puerto de La Coruña, escrito por Joseph Cornide. Pero pronto me di cuenta de que mi discurso, irremediablemente, se convertía en una especie de memoria de mi vida en Compostela. Además, tras volver a leer todo lo que se ha escrito sobre un monumento para mí emblemático, pues soy coruñés y de niño he vivido en la Plaza de Pontevedra viendo en la lejanía el vertical volumen prismático de la Torre, pensé que no iba a decir nada nuevo sobre ella. Precisamente mi admirado amigo y colega, hoy mi padrino de doctorado, Alfredo Vigo Trasancos, en  el tomo II del libro Tiempo y Espacio en el Arte. Homenaje al Profesor Antonio Bonet Correa (Madrid, 1994) ha escrito el mejor trabajo que se ha publicado sobre tan famosa obra, icono e imagen heráldica de La Coruña. En otros importantes artículos y libros suyos, lo mismo que en los del profesor Miguel Taín Guzmán, se puede encontrar todo lo que se refiere a un monumento del que, en los anaqueles de mi biblioteca, tengo pequeñas reproducciones y un soberbio cuadro del pintor coruñés José Mosquera.

Para cerrar esta disertación y volviendo a referirme a Santiago de Compostela, he de decir que, con su monumentalidad de bosque de piedra, ha sido siempre para mí la ciudad que me ha llevado a amar la arquitectura. El profesor de Historia del Arte de la Universidad de Heidelberg, Edwin Palm, en una carta suya hablando de Santiago en  1966 cuando se publicó mi tesis doctoral, Arquitectura del Siglo XVII en Galicia por el Instituto Padre Sarmiento, me decía que para él el entendimiento de lo que es la arquitectura era el que le proporcionaban las obras de la solidez, el porte y la hermosura de los edificios compostelanos del Barroco. En Santiago el aire y el cielo, el sol y la lluvia son esenciales para la visión de la arquitectura, de lisas y complejas superficies y contundentes volúmenes. También el silencio y los sonidos contribuyen a la percepción de la presencia evidente del sonoro y sacro bosque de piedra. Luís Pimentel, en un poema suyo titulado Galicia evoca la lírica efusión de los sonidos en la montaña mágica de nuestra tierra:

“Campás invisibeles soan
Ela na solaina sempre
Como una  boneca de sombras,
Bastabales, Compostela
Montana sonora de tallada pedra”

En el verano de 1952, cuando yo vivía en París, aconsejé a un grupo de jóvenes estudiantes francesas de mi maestro galo Élie Lambert en La Sorbona que fuesen al Curso de Verano de la Universidad de Santiago de Compostela. El programa era estupendo, impartido por los mejores profesores como Otero Pedrayo, Bouza Brey, Filgueira Valverde, Moraleja, Río Barja y muchos más, explicando la Historia del Arte, la Literatura y el Folklore de Galicia. Yo me ocupé de recibirles y he ahí que al final de la estancia de aquellas entusiastas francesas, me enamoré de la que, desde aquel año hasta hoy, ha sido mi fiel esposa y compañera. A Santiago le debo no sólo mi formación como Historiador del Arte y mi “arquitectomanía" sino también mi felicidad personal.  Es por ello que al recibir ahora el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Santiago os agradezco el que hoy pueda encontrarme aquí acompañado de Monique y de mi hija Isabel, lamentando que mis dos hijos Juan Manuel y Pedro no puedan estar presentes  por encontrarse ambos de viajes de trabajo ineludibles en el extranjero. El verme rodeado de otros familiares, fieles amigos y compañeros de esta Universidad me llena de emoción y alegría. Mil gracias a todos y en especial al docto y esciente Claustro Universitario de Santiago de Compostela.

                                                           


Copyright: Antonio Bonet Correa, 2013
Copyright: Universidad de Santiago de Compostela, 2013

Ficha bibliográfica:

BONET CORREA, Antonio. Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Santiago de Compostela al Profesor Antonio Bonet Correa. Santiago de Compostela: Universidad de Santiago de.Compostela. 2013 (en curso de publicación). Reproducido en Scripta Vetera. Edición Electrónica de Trabajos Publicados sobre Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, nº 132. <http://www.ub.es/geocrit/sv-132.htm>. [ISSN: 1578-0015].

 


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