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LAS CASAS DE RECLUS: HACIA LA FUSIÓN NATURALEZA-CIUDAD, 1830-1871
José Luis Oyón
Depto. de Urbanismo y
Ordenación del Territorio – Universidad Politécnica de
Cataluña
jose.luis.oyon@upc.edu
Marta Serra
Depto. de Urbanismo y
Ordenación del Territorio – Universidad Politécnica de
Cataluña
marta.serra-permanyer@upc.edu
Las casas de Reclus: hacia la fusión naturaleza-ciudad, 1830-1871 (Resumen)
La idea de unión hombre-naturaleza fue fundamental en la visión urbana de geógrafos anarquistas como Reclus y Kropotkin. Este trabajo sitúa la gestación de la noción de fusión naturaleza-ciudad, que Eliseo Reclus enunció con claridad en una serie de textos a partir de 1895, en sus primeros escritos entre 1858 y 1871. El artículo aborda esa investigación a partir de la experiencia residencial y del relato de vida del propio geógrafo. En su experiencia doméstica puede verse cómo Reclus, a la vez que abandona las posiciones más antiurbanas de su juventud por una creciente valoración de la ciudad, va progresivamente valorando los espacios de la casa suburbana como el lugar ideal de vida cotidiana, una casa que reúne las ventajas de la proximidad a la naturaleza con las de la civilización de la gran ciudad.
Palabras clave: naturaleza, ciudad, anarquismo.Reclus’ houses: towards the nature-city fusion, 1830-1871 (Abstract)
The idea of the union of man and nature was fundamental in the urban vision of the anarchists geographers Reclus and Kropotkin. This paper sets the “city-nature” fusion approach which Élisée Reclus stated in some text series from 1895, in his firsts writtings between 1858 and 1871. The contribution focus on the residential experience and the geographer’s life story. It becomes obvious that Reclus, while giving up his antiurban youth stance for an increasing value of the city, he’s progressively appreciating the spaces of the suburban house as the ideal place for the everyday life, a house which gathers the nearness of nature with the civilization of the great city.
Key words: nature, city, anarchism.
Este artículo quiere relacionar la
experiencia residencial de Eliseo Reclus, las casas y lugares en los que
habitó durante su vida, y su ideal urbano, la ciudad a la que aspiraba
como geógrafo, anarquista y habitante de la tierra.
Existe ya un caudal apreciable de libros que abordan los aspectos biográficos[1], geográficos[2], políticos y geopolíticos [3], o ecológicos[4] del geógrafo francés. En algunos de ellos, en especial los geográficos, se hace referencia a las observaciones sobre ciudades o a la imaginación urbana de Reclus. Pero a excepción de breves escritos de Pelletier y Sarrazin y de una reciente tesina sobre los numerosos pasajes que escribió sobre ciudades en la Nueva Geografía Universal[5] no contamos todavía con un estudio en profundidad de toda su reflexión urbana. Es bien cierto que lo urbano ocupa en la obra escrita del geógrafo anarquista una posición bastante marginal. A pesar de la progresiva humanización de su obra geográfica y por tanto de una creciente relevancia de lo urbano y en especial de los artículos que publicó específicamente sobre ciudades en la última década de su vida, las referencias urbanas no se acercan ni por a asomo a las decenas de miles de páginas que dedicó a la geografía física y a la descripción de la naturaleza. No es menos cierto que, a excepción de los geógrafos alemanes en la estela de Khol, es con todo el geógrafo del Ochocientos que más páginas dedicó a las ciudades e intuyó una idea de ciudad orgánica, un urbanismo que aprovechara el imparable crecimiento de las ciudades como ocasión de plena integración del hombre moderno con la naturaleza.
Examinar el Reclus urbanista puede interesar por varias razones. Permite por ejemplo explorar hasta qué punto las reflexiones de los geógrafos anarquistas como él y Kropotkin han sido un filón esencial en el urbanismo regionalista y descentralizador del primer tercio de siglo XX, tal como Peter Hall lo afirmó en su día y algunos estudiosos de la obra de Geddes siguen sugiriendo hoy[6]. Lo que nos ha movido aquí al estudio de las casas y ciudades de Reclus ha sido sin embargo una doble preocupación. En primer lugar, la de poner en paralelo la matriz biográfica del autor, sus espacios vividos, con sus reflexiones escritas sobre la dialéctica naturaleza-ciudad, incluyendo cartas y todo tipo de textos. Pensamos que ese cruce entre vida e ideas puede iluminar el sentido general de su discurso urbano. Nos gustaría comprobar si las prácticas residenciales de Reclus pudieron actuar en concordancia con esos ideales de ciudad en constante crecimiento y en perpetua fusión con la naturaleza que expresó con claridad en los últimos años de su vida. Es decir, así como hay un Reclus naturalista que en su idea de defender a los animales fue desde joven vegetariano practicante o en la de acercarse a la fuerza y al vigor corporal del hombre primitivo en estado de naturaleza propugnó para el hombre civilizado el ejercicio físico, el excursionismo y el alpinismo o defendió el nudismo, hay también un Reclus urbanista que en su deseo de unión con la propia naturaleza habitó los lugares que le acercaban más a ella pero sin perder en absoluto las ventajas que el progreso de su tiempo aportaba con la forma ciudad. Nuestra segunda preocupación ha sido la de contemplar cómo se fue formando la idea de fusión de la ciudad con la naturaleza, una de las ideas constitutivas de los geógrafos anarquistas del último tercio del siglo XIX. La unión del hombre con la naturaleza es, como algunos autores han mostrado, un elemento esencial del pensamiento anarquista español, un pensamiento en el que el geógrafo francés era un referente de primer orden[7]. En Reclus tendremos la ocasión de constatar esa preeminencia de la naturaleza como punto de partida de una reflexión donde hombre y naturaleza, naturaleza y ciudad quieren formar un todo indisoluble.
Nuestro artículo, que forma parte de una investigación más extensa sobre la imaginación urbana del geógrafo francés, se centrará en la etapa inicial en la que Reclus decanta su elección residencial, un lugar ideal donde vivir a la sombra de la ciudad, a sus afueras, una opción que desde su exilio en 1872 se convertirá ya en habitual durante el resto de su vida. Siguiendo una vía similar a la marcada por algunos historiadores urbanos que han cotejado las prácticas residenciales de determina dos novelistas con las de los personajes de sus ficciones literarias, se pretende relacionar en el caso de Reclus sus espacios urbanos residenciales vividos, situados a través de la reconstrucción cartográfica e histórica de su correspondencia epistolar y otros documentos autobiográficos, con los espacios concebidos en su imaginación geográfica que pueden rastrearse en libros y artículos[8].
Figura 1. Emplazamiento de las casas de Eliseo Reclus. |
Figura 2. Listado casas Eliseo Reclus. |
El joven Reclus: a la búsqueda de la cabaña primitiva
La unión hombre-naturaleza es esencial en Reclus, absolutamente constitutiva. “El hombre es la naturaleza tomando conciencia de ella misma”, la bella frase que hace de frontispicio de su gran obra final El hombre y la tierra y que podemos rastrear desde sus primeros escritos, es la esencia de ese mensaje de unión, de búsqueda de una continuidad hombre-naturaleza[9]. Lo primero que hay que destacar en la historia personal de Eliseo Reclus es en efecto una comprensión y una vivencia profunda de la naturaleza,. La “naturaleza era para Reclus (…) una necesidad física”, como decía su amigo Kropotkin[10]. Reclus amaba profundamente la naturaleza, la quería sentir y a la vez comprender. Y la amó, la sintió y la quiso comprender porque se crió siempre muy próximo a ella.
La breve autobiografía compartida de Eliseo con su hermano Elías da cuenta de hasta qué punto sus años de infancia y juventud estuvieron marcados por ese sentimiento, hasta qué punto fueron trascendentales para forjar esa pulsión constante de la naturaleza. Nacido en la fértil ribera del Dordoña en 1830, en “una vasta casa de grandes y extrañas ventanas” y de aire rural en el paseo de circunvalación de la bastida de Sainte-Foy-la-Grande, Reclus fue puesto pronto al cuidado de sus abuelos maternos en La-Roche-Chalais, una pequeña población en un alto, a orillas del río Dronne. Eso le permitió eludir el inflexible rigor del padre, un iluminado pastor metodista. Los recuerdos de Eliseo de esa casa de sus abuelos son de una gran ternura. En una atmósfera de relativa permisividad, vivió allí una infancia bastante libre, correteando los campos y retozando a su antojo. La propiedad incluía un prado que descendía hasta el río Dronne. Se dice que la proximidad física a la gran corriente de agua inspiraría su devoción hacia los ríos en su textos geográficos, o la aparición de la Historia de un arroyo, el librito del que Eliseo dijo siempre sentirse más satisfecho[11]. Y se podría hacer sin duda un largo artículo biográfico sobre el contacto físico de Reclus con arroyos y ríos, sobre Reclus y el baño, sobre su amor al agua y su irrefrenable atracción hacia ella. Los ríos serán como se verá constitutivos del espacio vivido por Reclus en sus diferentes casas.
Con ocho años y medio volvió con los suyos, instalados en Castétarbe, un pueblecito bearnés de casas dispersas en las afueras de Orthez. Eliseo describió las dos primeras casas de los Reclus, aunque apenas las vivió, la casa Pouyanne, una casa individual de obra de fábrica “dos kilómetros aproximadamente al oeste de Orthez”, y La Grille, una “casita burguesa” junto a la carretera con pretenciosa verja y jardín. La casa de Castétarbe donde realmente vivió Eliseo, aunque sólo fuera por dos años, fue la casa Lacoustace, “situada más lejos de Orthez, en lo alto de una terraza en suave pendiente hacia el formidable Gave”[12]. Hélène Sarrazin la describe como un gran caserón que abriga bajo el mismo techo cuadras, graneros, bodegas y piezas de habitación. El aparcero se reservó la planta baja mientras la extensísima familia Reclus ocupaba la parte alta con estrecheces: el padre, cuenta con rencor Eliseo, se había reservado “una cámara de reposo, de estudio y oración” y la madre, para completar unos magros ingresos que debían alimentar un creciente y al final amplísima prole (17 hijos de los que vivieron 14) sostenía en otra habitación una escuelita a la que asistían sus propios hijos y los de los campesinos vecinos. Con tales limitaciones, y dado el frugal ascetismo del puritano pastor, el espacio real de habitación no era mucho, el confort y los lujos menos. El espacio vivido, el espacio de la imaginación de los niños Reclus, se hallaba en realidad más allá de los muros de la casa:
“Con qué fuerza eran queridos por los niños los árboles que crecían alrededor de la granja: la morera, cuyos frutos nos embadurnaban la cara y nos transformaban en salvajes: el roble, cuyas ramitas enguirlandaban las pequeñas cabezas; el nogal de majestuoso ramaje, donde la fantasía infantil situaba las escenas patéticas o cómicas de las fábulas y de la historia que habían sido, no se sabe cómo, atrapadas por nuestro cerebro siempre inquieto. En ese follaje aparecían las hadas y los ángeles: tal héroe se sentaba en el trono; el fugitivo de los cuentos desaparecía tras las ramas (...)”[13].
Las rígidas normas de gobierno doméstico impuestas por el padre, hacían que ese espacio soñado de absoluta libertad se esfumara a poco que los niños se aventurasen más allá de un estricto precinto inmediato. Eliseo expresa su irreprimible sentimiento de naturaleza ilimitada al rememorarlo: “El espacio libremente recorrido alrededor de la residencia estaba muy estrechamente limitado. Al norte, la frontera inmediata era la gran carretera, separando nuestro mundo de un bosque donde la fuente de Saint-Boës destilaba sus aguas bituminosas en una charca fétida. Al sur, la barrera era un haya tras la que se oía el rugido del Gave, y ya era un crimen ver relucir sus aguas en placas plateadas entre las rocas y las masas de alisos”. Nada más llegar a ese nuevo hogar, el niño Reclus se vio vivamente sorprendido al ser castigado por su padre por incitar a su hermano mayor Elías a ver el río Gave, a medio kilómetro de distancia de la casa; o por franquear la frontera prohibida de la carretera para descubrir una oculta cantera[14]. La familia no pudo ocupar largo tiempo esta casa porque las necesidades de la escuela de Madame Reclus obligaron al traslado a Orthez, donde los Reclus vivieron siempre en “grandes casas con jardín”[15]. Eliseo apenas las disfrutó, porque con doce años su padre lo envió a Neuwied, al norte de Alemania, al colegio de los Hermanos Moravos, donde ya estudiaban sus hermanos mayores Elías y Susi. A mil quinientos kilómetros de distancia, Reclus aprendió lenguas y a desenvolverse en un medio muy diferente al del Bearn. Los maestros estaban interesados en el estudio de la naturaleza y llevaban a menudo a los alumnos a excursiones por el Rin. Eso reforzó el amor por la tierra presente ya en los hermanos. Según su hermana Louise, editora de sus dos primeros volúmenes de correspondencia y siempre muy próxima a él, “fue allí sin duda donde, iniciado por su hermano Elías, tomó conciencia de la naturaleza”. El viejo Eliseo lo rememoraba, como “un ser aparte”, (“con la majestad de un dios; todos los rasgos del paisaje circundante, colinas y bosques, ciudades, monumentos aislados, todo le hacía cortejo”) al evocar la presencia majestuosa del gran río[16].
A los dos años decisivos de Neuwied siguieron otros tres más oscuros en Sainte-Foy donde, reunido con su hermano mayor Elías para estudiar el bachillerato en el colegio protestante, residió en casa de sus tíos maternos. El trato era severo, los recuerdos nunca fueron buenos. En Montauban, tuvieron sin embargo los dos hermanos la oportunidad de vivir à son aise. La pequeña ciudad provinciana en la que siguieron estudios de teología les permitió en esos años clave de formación personal hacerse eco de las ideas socialistas y de las luchas republicanas, del furor revolucionario de 1848. Parte de esos ardientes años de discusión política, de ebullición intelectual, de paseos y conversaciones apasionadas los vivieron con su amigo Edouard Grimard en el campo. En el año 1849 se instalaron, en una casa que ellos denominaron “El Fuerte”.
“(...) en la cima de una colina de unos cien metros de altura desde donde se domina a una distancia de cuatro kilómetros la ciudad de Montauban. El Garona, el Tarn fluyen apenas visibles en la gran llanura y, tras la colina, el arroyo Tescou serpentea en un amplio baranco. De un lado, la comarca es de una amplitud sublime; del otro, es ruda, salvaje, incluso hostil (…); pero las mañanas soleadas, las tardes y las noches de estrellas y de luna hacían del Fuerte un lugar de encantamiento, donde estudiaban a voluntad, muy a menudo tendidos en la terraza de hierba, Oken, Schelling, Leroux y Proudhon, tomando innumerables notas. Un bello aroma de acacias (...) flanqueaba una parte de la carretera (...). Los troncos de los árboles servían para atar las cuerdas de las hamacas donde los amigos leían y conversaban durante jornadas exquisitas. Nunca disfrutaron tanto como en esta deliciosa estación semejante a una larga primavera”[17].
La pulsión de naturaleza, “el gozo de vivir en la naturaleza” como lo cuenta Eliseo, llevó a los tres amigos a un viaje insólito que transgredió por completo la disciplina académica. En “una decisión repentina, partieron a ver el Mediterráneo”, una larga excursión a pie en la que evitando siempre las ciudades caminaron por los Cevennes y la Montaña Negra hasta avistar el mar. Desde la colina de La Clape divisaron “a lo lejos la lámina reluciente del Mediterráneo, extendiéndose hasta el infinito”. Allí se bañaron. Al final de sus días, Elías contaba que la excitación de Eliseo era tal cuando vio el mar, que su emoción le llevó a morder hasta sangrar el hombro de su hermano[18]. Expulsados de la facultad a raíz de la fuga, Eliseo, recordando todavía los maravillosos sitios renanos, volvió con 19 años como profesor de francés a Neuwied. La pequeña ciudad del norte de Alemania le parece “molesta”, los Hermanos Moravos tampoco despiertan sus simpatías. Su mayor consuelo es la naturaleza, la belleza del Rhin, las colinas, los árboles y castillos cercanos[19]. Entre sus primeras cartas conservadas, existe una enviada a su hermana Loïs en 1851, institutriz entonces en Escocia. Es una maravillosa exaltación religiosa de la naturaleza y de esa continuidad hombre-naturaleza propia de Reclus:
“Estoy muy orgulloso de ti, imaginándote allá en medio de las olas del Loch Lomond que tanto me ha hecho soñar cuando leía Ossian y Walter Scott. El buen Dios que nos ama nos muestra las magnificencias de la naturaleza y poco a poco, sin apenas apreciarlo, esta naturaleza amada nos transforma a su imagen, nos convertimos en puros y dulces y tranquilos como ella. Si a veces nuestro espíritu se arrebata lo hace con la misma grandeza majestuosa de las olas que se elevan y de los vientos que rugen con el trueno. Retornar a la naturaleza, nuestra madre que nos ha creado, eso es lo que debemos hacer; sobre esta tierra sagrada debemos arrodillarnos y rezar juntos”.
Largos pasajes celebran el contacto físico con las olas (“me regocijo con una santa alegría ante Dios cuando leo lo que me dices del lago que tanto amo cuando las olas te han acariciado”), con la arena (“nos hacemos fuertes porque hemos tocado a nuestra madre, la Autora de la arena”); el retorno a un estado de ingenuidad infantil que celebre ese contacto físico (sin “esos horribles vestidos”), el acto de sentarse sobre la arena, el nombre del ser querido escrito sobre ella, el hoyo excavado o las huellas de nuestros pasos, pronto cubiertos por la olas[20]. Los ecos del cristianismo son evidentes. Aunque es ya socialista, Reclus, como se puede ver en un manuscrito coetáneo, es todavía creyente; pero filtra su fe de todo ropaje religioso para quedarse con lo esencial; rechaza el cristianismo tradicional pero no sus ideales, volviendo a la esencia del cristianismo primitivo, como ha comentado Marie Fleming[21].
Habitualmente, las referencias del joven Reclus a la ciudad son en esos momentos negativas. Por ejemplo, a su llegada a Berlín (medio año donde siguió, entre otros, un curso de Ritter): “Para venir a Berlín hemos tenido que atravesar los lugares más tristes que yo pueda imaginar (…). Berlín yace en medio de arenas, aunque hay dos o tres cerros (…) donde se ha forzado a la naturaleza plantando árboles horribles. La ciudad es de una regularidad huraña y enojosa; se ve que se acaba de construir ayer”. La gran ciudad convierte los fenómenos de la naturaleza en algo desagradable: “Cuando la niebla no ha sido creada por el hombre, por la inmensa aglomeración de máquinas de vapor y de respiraciones viciadas, cuando la niebla no mancha como en Londres, entonces es hermosa, realmente bella y habla al alma”[22]. Reclus parece salvar sólo de la ciudad su capacidad de reunir amigablemente personas de los más diversas latitudes y condición. El gran Londres que ha decepcionado a su hermana Loïs camino a Escocia es idealizado por Eliseo -que todavía no lo conoce- porque, “irradia a su alrededor sobre el mundo entero; es más que ninguna otra ciudad la mediadora de las civilizaciones (…). Me parece que este laboratorio gigantesco del mundo debe tener una grandiosa magnificencia. A pesar del egoísmo de los ingleses parece que el comercio ha contribuido también, más que cualquier otra cosa, “a hacer de todos los hombres hermanos”[23]. Los ecos del citado ensayo juvenil, redactado esos mismos meses, son manifiestos. Para el joven Reclus, la libertad ha de subordinarse al fin último que no es otro que el “amor” o su equivalente, “la hermandad universal”. El individuo debe ser consciente no sólo de su propia necesidad de libertad sino también de la necesidad de amor fraternal[24]. De Berlín se va con pesar y probablemente con la intención de volver. Es una ciudad que ha ganado su afecto, donde ha encontrado inesperadamente “verdaderos amigos”.
De todas formas, la naturaleza sigue siendo la guía principal en el imaginario de Reclus durante su estancia en Alemania. El escenario de vida al que aspira se sitúa en sus tierras del Midi francés, próximo a su familia: “Mi sol, mis montañas lejanas, mi primavera y vosotros, escribe a sus padres, no me los darán el padre Rin o la selva de Turingia. Me he obligado a ir a buscaros en mi pasado, a construirme en esa lejanía ya nebulosa una cabaña plena de sombra y de paz”[25]. Es la primera vez que Reclus expresa, teñida de añoranza, la idea de un lugar ideal para vivir y no parece casual que busque los climas más cálidos, el sol y el mar del Mediodía como ambiente apacible, que recurra como imagen a la forma más elemental de arquitectura, a la cabaña natural, a la cabaña primitiva. El tema de la cabaña primitiva lo veremos reaparecer, esta vez de forma real y no sólo imaginada, al final de su aventura americana.
En el verano de 1851 vuelve de Alemania a Orthez con su hermano Elías. Es un largo viaje a pie de veintiún días de marcha en el que atraviesan en diagonal toda Francia, “contentándose con pan y durmiendo al raso”, lleno de incidentes imprevistos: “atravesar a nado un río con las ropas anudadas a la cabeza (…), o abandonar los transitados caminos para escalar directamente las rocas rodeando las ciudades (…)”[26]. Su llegada a Orthez quedará marcada por el golpe de estado de Napoleón III. Su firme posición en defensa de la república del 48 les lleva a huir de las posibles represalias de los golpistas una vez consumada su fácil victoria en la ciudad. El exilio voluntario los conduce a Londres, donde llegan el día de año nuevo de 1852, “en una fría noche, en medio de la nieve y el barro”. La estancia londinense es breve. Aunque Eliseo asiste a cursos de homeopatía que le atraen, a conferencias de socialistas franceses y visita la Exposición, la realidad es allí más dura. Revisa de hecho su opinión sobre la gran ciudad expresada a su hermana Loïs. Habita estrechamente en pensiones, vive de trabajos ocasionales, consigue clases de francés que no le entusiasman, y con la incomodidad de sentirse siempre sospechoso por no ir vestido como un “gentleman”, por ser un exiliado francés, quien sabe si republicano y socialista[27]. Al final, decide con entusiasmo aceptar un trabajo en Irlanda, en Blesington. Es el inicio de una larga marcha de Eliseo desde la gran ciudad hacia el corazón de la naturaleza.
El trabajo consistía en estudiar la posible reorganización de una propiedad de 82 hectáreas en Kippure Park, en el condado de Wicklow, cincuenta kilómetros al sur de Dublin. Reclus se siente ya atraído por la agricultura y comienza a pensar en ello para un futuro ¿Qué otra ocupación podía satisfacer mejor su amor a la tierra, a la naturaleza? Allí brotó quizás la idea de dar mayor alcance a sus proyectos agrícolas y fundar en tierra virgen, en América, una asociación agrícola con su hermano y algunos amigos. El enclave irlandés donde trabaja durante dos años es, según Eliseo, ideal: “la comarca es salvaje y pintoresca”, escribe a su hermano, también en Irlanda: “desde mi ventana veo el gigante del lugar, el Mullagh-Cleevaun, que deseo dibujar un día de estos, oigo el ruido de las cascadas del Liffey; sus aguas son negras como la tinta y rompen contra las rocas en forma de espuma rojiza; el domingo último, he remontado su curso hasta el lugar donde desaparece bajo la nieve; he visto también los dos Loudges Bray, y para alcanzarlos he debido caminar varias leguas a la aventura en una nieve donde mis piernas se hundían por completo”. En esos años nace, en plena naturaleza, no sólo el proyecto de vivir de la tierra sino de describirla, tal como lo narrará en la introducción de La Tierra[28].
Con esas dos ideas en la cabeza, la de describir la tierra y fundar una asociación fraternal para explotarla, Reclus se embarca en Liverpool para América. Su llegada a Nueva Orleáns en 1855 le descubre una ciudad en ebullición, donde dominan el movimiento imparable y la provisionalidad, donde también el horrible mercado humano de la esclavitud se desenvuelve a la luz del día. Después de realizar todo tipo de trabajos manuales, se convierte en maestro de los niños de una familia de propietarios rurales, los Fortier, en una plantación de la campiña, 80 kilómetros río arriba[29]. Conoce la Luisiana y viaja por el Mississippi hasta llegar a Chicago. Esos viajes serán objeto de sus primeros artículos publicados para el periódico local L´Union en 1857 y dos años más tarde para la Revue des Deux Mondes, con el gran Mississipi como hilo conductor[30]. Reclus vivió allí en una gran casa, “Felicité”, que el rico propietario Valcour Aimé había regalado a su hija y su yerno Fortier en 1845. Situados entre la plantación conocida como “Le Petit Versailles de Louisiane” y Bon Séjour (o Oak Alley), la espléndida casa del cuñado de Aimé, “Felicité” y Oak Alley todavía sobreviven, la última como una gran atracción turística por la avenida de robles que llevan de la casa al río. No parece que ese ambiente hiciera feliz a Reclus. En una carta a su hermano Elías le confiesa su hastío; lo único que parece confortarle es el río: “el campo es uniforme y sin horizonte como el mar; estoy sólo en una gran casa; dos veces al día voy a dar clases del ABC a unos niños que lo escuchan desde hace cuatro años sin acabar de aprenderlo”; (…) durante dos días a la semana estoy completamente sólo y no hablo con alma viviente. Mis únicos amigos están sobre la mesa, son mis libros; cuando he leído y escrito bastante voy a pasear a lo largo del Mississippi y miro en silencio estas aguas tranquilas que van a perderse en la corriente del golfo”[31]. Efectivamente, ni el paisaje, ni la arquitectura ni la ciudad americana le atraen. Se muestra severo hacia el paisaje rural de las granjas del Medio Oeste y la monótona regularidad de la cuadrícula colonizadora ofende su sentido estético: “El americano no quiere admitir que la naturaleza es más fuerte que él e incluso cuando construye una cabaña finge que esa cabaña sea la primera de una futura Roma”[32]. Con la ciudad el ajuste de cuentas es todavía más radical. Nueva Orleáns, que visita con frecuencia porque tiene amigos como Mannering y el médico francés Lafaye, le resulta una ciudad salvaje y despiadada. Lo más reseñable para Reclus es la geografía del sitio y la adaptación de la malla americana al trazado de los meandros del río, la particularidad de un ecología amenazada por el agua y el fuego, “el principal agente de transformación de la ciudad”. Tabernas, alcohol, “revólveres” dominan la ciudad, “el odio más violento separa los partidos y las razas (…). No es en una sociedad de este género donde el arte puede ser seriamente cultivado. Ningún negociante quiere embellecer una ciudad que se propone abandonar cuando haya realizado una fortuna suficiente (…) (Los) edificios públicos son en su mayor parte de nulo valor arquitectónico. Las estaciones son innobles hangares ennegrecidos por el humo; los teatros son en su mayoría barracas al albur de los incendios; las iglesias (…) son todas grandes chabolas pretenciosas. (..) En Europa, cada piedra tiene su historia; la iglesia se eleva donde se alzó el dólmen (…). En América, nada parecido, ninguna superstición se arraiga al pasado o al suelo natal”. Una ciudad en la que los sentimientos se confunden con el interés pecuniario no puede ser bella y menos si esos intereses incluyen como mercancía a las personas, a los esclavos negros cuyo vil y abominable mercado es descrito con trazo vívido por Reclus[33].
El horror a la esclavitud, la muerte de Mannering, una muerte que acentuó más la soledad que sentía en Felicité, y su innata pasión por el viaje aceleraron el proyecto de convertirse en colono en tierras tropicales[34]. A finales de 1855, efectivamente, Reclus se embarca para atravesar el Caribe e instalarse en Nueva Granada (Colombia). La idea de cultivar la tierra en la América tropical y de fundar allí una “pequeña colonia” en tierra virgen en asociación con su hermano Elías y su cuñada Noemí no le había abandonado en la soledad de la plantación. El contrato con Portier le había mantenido en Luisiana quizás más de la cuenta, pero desde junio de 1855 al menos tenía ya la intención de realizar su proyecto en Santo Domingo y más tarde en Nueva Granada. Eliseo había de abrir camino a su hermano y Noemí, los socios privilegiados: “voy a detenerme, comenta a la pareja, poco antes de partir, en cualquier valle encantador, al pie del Ande altivo, sobre las riberas de un río que descienda bramando hacia el Amazonas; reclamaré de Nueva Granada mis diez hectáreas, y construiré allí una cabaña encantadora. Ven, será delicioso; más tarde, cuando tres o cuatro años de paraíso te hayan fatigado, tiempo será de retornar al viejo mundo”. El tema de la cabaña en la naturaleza salvaje se hace cada vez más presente[35].
Reclus acude pues a Nueva Granada con espíritu colonizador, con la intención de instalarse como campesino en plena naturaleza[36]. No desea simplemente sobrevivir como campesino, vivir como buen salvaje de una agricultura de autoabastecimiento. Quiere que la empresa realice actividades comerciales que le permitan quizás conseguir algo más, la posibilidad de una vida de estudio y cultura. Continua a un tiempo con el deseo de describir como geógrafo dicha naturaleza, un geografía experimentada, practicada, hacer del estudio de la naturaleza una geografía vivida, donde la atención a los sentidos juegue un papel trascendental.: “(…) ver la tierra es para mi estudiarla; el único estudio verdaderamente serio que hago es el de la geografía, y creo que vale mucho más la pena observar la naturaleza en su seno que imaginarla en el fondo de un despacho. Ninguna descripción, por hermosa que sea, puede ser verdadera, porque no puede reproducir la vida del paisaje, el movimiento del agua, el temblor de las hojas, el canto de los pájaros, el perfume de las flores, las formas cambiantes de las nubes; para conocer hay que ver”[37].
La llegada a Nueva Granada le ofrece la posibilidad de contemplar nuevas ciudades. La impresión que le produce Cartagena, que visita fugazmente, es desoladora. La ruina, el abandono, la decadencia le oprimen y sólo el paseo por las murallas, el sitio y la contemplación de la naturaleza circundante parecen consolarle. Con la pequeña ciudad de Santa Marta le ocurre lo mismo. El sitio se le aparece como un “paraíso terrestre”, pero “el interior de la ciudad no está en armonía con la magnificencia de la naturaleza que la rodea (…) Las casas son bajas y mal construidas en general; en los barrios apenas hay simples cabañas de estacas y tierra, cubiertas con techos de palmas y pobladas de escorpiones y de innumerables arañas”. De todas formas, la impresión no es tan “lúgubre” como la de Cartagena. Otra vez la naturaleza salva la ciudad: “la naturaleza es tan bella que arroja un reflejo de su belleza sobre la ciudad agazapada a sus pies, en medio de los árboles”. Reclus vive allí unas semanas en una casa alquilada. Cuando el fuerte calor no le permite hacer excursiones al río o a la playa, se tiende en la hamaca a leer: “la casa que había tomado en arrendamiento por la módica suma de veinte francos por mes era espaciosa, bien sombreada, rodeada de un hermoso huerto (con) los muebles necesarios para mis reducidas necesidades domésticas”. Pero la empresa colonizadora le resulta imposible. En los huertos cercanos a la ciudad, las fincas son muy pequeñas y la perspectivas comerciales limitadas al autoabastecimiento. Los valles de la sierra, con mejores expectativas de explotación, tienen sin embargo las tierras adjudicadas a grandes capitalistas. Reclus persuade a Elías y Noemí, ya en París, para que no inicien su marcha a la tierra prometida; piensa incluso en volver a Francia con su hermano. La esperanza no le abandona, pero duda: “si vuestro recuerdo no me hiciera penar, dice a su madre a finales de agosto de 1856, ¡qué dulce me sería ir a establecerme en la selva virgen, cerca de una cascada, mirando el mar y sus blancos navíos, de las nieves rosáceas que nos miran desde una altura de seis mil metros! Pero hasta no tener noticias tuyas me sentiría solo (...)”. Finalmente, en las faldas de la montaña, junto al mar, una posición ideal que veremos en el imaginario doméstico de Eliseo, la ciudad de Riohacha le parece más prometedora, pero tampoco acaba de colmar sus expectativas. La población se muestra menos dormida que las anteriores, el comercio no falta, pero “no hay (sin embargo) ni mercado ni halle, ni matadero, ni fuente, ni ningún edificio de utilidad pública (...); los cuatro mil habitantes del lugar, casi todos negros y mulatos, viven entre las basuras y el hedor (...), un pequeño mundo aparte, casi por entero separado del resto del universo”. En torno a la ciudad “no hay más que dos o tres miserable huertos”, falta “el agua dulce y la naturaleza arenosa del terreno hace muy precaria cualquier tentativa de agricultura”. Allí alquiló Reclus “una casa agradable, sombreada por un pequeño grupo de palmeras (…) mi arrendador, el señor Morales, no quería oír hablar de arrendamiento, y a duras penas le hice aceptar la módica suma que le correspondía”[38].
Figura 3.
Cabaña en la que según El Conde Joseph de Brettes
habitó Eliseo Reclus durante su estancia en San Antonio (1857). |
En los valles montañosos, en Chiruá, junto al pueblo indio de San Antonio, encuentra al cabo la tierra prometida. El lugar era muy poco accesible, el camino desde Riohacha largo y penoso; lo más cercano era el minúsculo puerto (“miserable pueblo”) de Dibulla, desde donde hacían falta dos jornadas más de camino en mulo para llegar. La cabaña del poblado indio en la que se alojó Eliseo se encontraba a más de a más de 2.000 metros de altura, en el fin del mundo. Asociado con un carpintero francés de Riohacha, Chassaigne, escogió “un prado de unas cincuenta hectáreas, situado a media legua de San Antonio, a orillas del torrente Chiruá y detrás de la montaña Nanú”. Allí habrían de construir una “casa de campo”. Emocionado, escribe por fin a Elías y Noemí: “He encontrado un sitio encantador cuya belleza colmará por completo nuestra felicidad. Ahí se encuentra todo lo que vuestra imaginación pueda figurarse: vastas cimas herbosas, bloques esparcidos en el lecho de los torrentes, bosques inmaculados trepando hasta la cima de las altas montañas, verdes paisajes extendiéndose hasta el mar entre una avenida de picos, y después ¡cuántos pequeños escondrijos deliciosos perdidos bajo el follaje al borde de los frescos arroyos! ¡Qué diablo! He aquí algo que bien vale Les Batignolles o incluso el Pré des Catalans (sic); donde sólo faltáis vosotros y nosotros y el primer golpe de piqueta que anuncie la dominación del hombre. Ese lugar encantador se llama Caracasaca”[39]. Allá en los confines de la tierra, en el corazón mismo de la naturaleza salvaje, se halla la casa soñada por el joven Reclus como morada. La primera casa que elige libremente como residencia para quedarse, para construirla y vivirla.
Un lugar ajeno a cualquier rasgo de urbanidad, un lugar que Reclus compara favorablemente, fijémonos bien, con un jardín naturalista y un suburbio residencial de París, dos lugares de la gran ciudad de naturaleza domesticada[40]. La casa soñada de Reclus, el sueño a punto de hacerse realidad, está en las antípodas de la ciudad (una ciudad en la que vivir es en todo caso concebible sólo cerca de la naturaleza)[41]. Su espacio imaginado se encuentra en un país “donde se puede siempre ir a buscar la libertad a las montañas para escapar a la compresión de las ciudades”. Pero, en realidad, Eliseo no ha olvidado nunca la ciudad. Ha hablado alguna vez de volver. La idea ha pasado por su cabeza en Santa Marta, al comenzar el periplo colombiano y en los peores momentos de Riochacha, cuando enfermo durante meses se ha sentido más abandonado que nunca. Ha hecho desistir definitivamente a Elías y Noemi, a los amigos de Paris, de la posible intención de iniciar la aventura colombiana: “Permaneced ahí, queridos (...): París y la ciencia bien valen Eliseo, la Nevada y quizás la muerte de uno de vosotros. No quiero decir que jamás verás la Sierra Nevada, querida Noemí. Si tenemos algún éxito con nuestra plantación de café, si las comunicaciones se hacen más fáciles por la invención de alguna nueva hidrolocomotora (...), entonces podremos hacer de París nuestra casa de ciudad y de la Sierra Nevada nuestra casa de campo”. Se trata obviamente de una boutade, pero apunta ya el escepticismo de Eliseo sobre su aventura americana y, sobre todo, la reconsideración de la ciudad como un posible escenario de vida, quizás como un mal menor que se puede sobrellevar a temporadas. En realidad, el imparable sentimiento de naturaleza salvaje nunca le había llevado a tirar por la borda las luces de la ciudad. La ciudad, en especial la gran ciudad, el Berlín donde estudió un corto tiempo, el Londres y el París que atravesó fugazmente, el Liverpool desde donde se embarcó rumbo a Nueva Orleans, eran, más allá de sus inconvenientes, de su artificialidad y de sus falsedades, sedes de cultura, de ciencia, de arte, de libros. Si algo urbano emerge en las cartas desde esos lugares es el comentario casual de tal edificio universitario, de la opera, de la catedral o de tal museo, de la asistencia a determinadas conferencias, de tal sala de lectura o biblioteca pública, como le comenta a su hermano en su corto paso por Liverpool. En realidad son los libros, o su ausencia, los grandes temas de las cartas una vez explicados los sentimientos y afectos familiares, los proyectos próximos. Eliseo añora la familia, echa en falta cada vez más una mujer con la que hacer una vida, pero además se siente huérfano de cultura, de los textos que le han acompañado hasta entonces y que no ha dejado de comentar a su hermano en su relación epistolar (“tu sabes cómo los amo”). Reclus en la Sierra Nevada no es sólo un agricultor pionero que no acaba nunca de conocer la tierra a fondo, sino también un hombre educado en los libros, un ávido lector huérfano de ellos hasta cinco meses antes de su definitiva partida a Francia. Cuando recibe un envío de su hermano y cuñada exclama: “he encontrado las dos cajas de libros que esperaba en vano desde hace cuatro meses. Los creía perdidos. ¡Qué bien me habéis hecho, queridos! Moría de hambre y de sed (...). No me enviéis dinero, enviadme vuestros libros y periódicos usados”[42].
Anímicamente también, la situación le resulta insostenible. El 1 de junio de 1857 se confiesa sólo, sin afectos familiares o amistades que le arropen: “Lo más sencillo es dejar a Eliseo partir hacia París. No es que me guste el cieno de París, pero los parisienses me agradan y mi Noemí y Grimard (su amigo y condiscípulo en Sainte-Foy) y tantos amigos desconocidos y mi encantadora mujercita”. La utopía colonizadora tocaba a su fin. La enfermedad que ha hecho recaer todo el trabajo de instalación en el inepto Chassaigne acaba con todas sus esperanzas colonizadoras en el Nuevo Mundo. Después de trabajar febrilmente durante un mes construyendo bancales, desmontando y roturando tierras, levantando los cimientos de la casa y su cerca o plantando el huerto, la actividad de su socio se detiene de improviso. Abandona prácticamente la labor, todo ahora le desagrada. Imposibilitado todavía para trabajar, Reclus se siente impotente frente a la volubilidad de su socio, fracasado. Su asociación con Chassaigne ha sido, según confesión propia “el episodio más inepto de mi vida (...). ¿qué podía hacer yo ante este desastre de mis proyectos de colonización? Si me hubiera hallado con salud habría podido continuar solo la empresa (...). Las lluvias continuas hacían fermentar el techo de paja bajo el que reposaba y corrompía la atmósfera que me rodeaba; luchaba contra la muerte y sin la certidumbre de vencerla (...). Era preciso partir (...), pronto perdí de vista mi cabaña y su huerto y la extensa pradera de Chiruá; luego despareció el valle de San Antonio (...) dejé de escuchar el torrente cuya voz había correspondido tantas veces a mis ensueños de porvenir”. Un mes más tarde, tomaba el último de sus baños en Riohacha, a punto de partir definitivamente para Europa. En su vejez se mostrará totalmente hostil a los milieux libres, a las colonias rurales propugnadas por Emile Armand y el anarquismo individualista y recordará el episodio colombiano como una locura de juventud[43].
En el gran París: la experiencia del suburbio interior y la villégiature
Toda la experiencia residencial de Reclus hasta su vuelta a Francia había estado marcada por la naturaleza. Lo que Eliseo resalta de todas esas casas es esencialmente el exterior, el espacio circundante en forma de jardín o el más alejado donde la naturaleza intocada por el hombre se hace más tangible. Si se exceptúan las breves estancias en grandes ciudades, la casi totalidad de casas que ha habitado son casas unifamiliares y casas de campo, con una creciente inclinación por los espacios naturales más recónditos. Incluso en las pequeñas ciudades la atención se vuelca hacia sus afueras, hacia los espacios separados del caserío donde la naturaleza es más transparente. Cuando por vez primera decide crear su propia casa, en la Sierra Nevada, Reclus piensa en una casa en plena naturaleza salvaje, y hasta su construcción habita en cabaña, la más elemental forma de arquitectura, la que establece la máxima continuidad con la naturaleza circundante, el refugio casi animal por definición. Los catorce años de casas parisinas (ver figura 4) van a marcar un giro en su experiencia doméstica. Sin abandonar -nunca lo hará- su fuerte sentimiento de naturaleza, el sentimiento de cultura, de ciudad (de la cultura en su máxima expresión) se irá haciendo más fuerte hasta vislumbrar soluciones de equilibrio.
La decisión de qué hacer al volver a Francia, dónde vivir, está clara para Reclus: habitar con su hermano mayor. Elías había vuelto de Irlanda en 1855 y se había casado con su prima Noemi. Vivía y trabajaba en París, en el Crédit Mobilier de los saint-simonianos hermanos Péreire. Todos los planes de Eliseo desde que salieron de Orthez en 1851, incluso la aventura colonizadora americana los había hecho pensando en él. París es en primer lugar su hermano Elías, pero también un trabajo relacionado con la cultura. Es la ciudad, en especial el “gran París” el que llama también su atención porque lo que busca reencontrar Eliseo es la “atmósfera de arte, de ciencia y de vida que (le) ha faltado durante tan largos años”. Y el París del Segundo Imperio era ese ambiente de cultura por excelencia. Después de publicar algunos primeros artículos en revistas, Reclus encontrará empleo estable en Hachette como redactor de las guías Joanne. Entrará por primera vez en su despacho de la rive gauche en enero de 1859[44].
Figura 4. Las casas de Reclus en la petite banlieue parisina (1858-1866) y el traslado final a la zona interior. |
La casa de Elie y Noemí a la que Eliseo dirigió sus pasos se encontraba en el suburbio de Neuilly-sur-Seine, en la rue de la Plaine, una zona del municipio comprendida entre los bulevares de los Fermiers-Généraux y las murallas de Thiers (1841-1845). No sabemos cómo era esa casa (un “delicieux logement” según Eliseo), pero sí que el grupo ahora ampliado no paró allí más de un año. Sin consolidar aún Reclus su empleo, el alquiler de 600 francos al mes era prohibitivo. Según su hermana Louise, el nacimiento de su sobrino Paul en mayo de 1858 y la boda de Eliseo con Clarisse, en diciembre, obligaron al traslado del grupo a un “plus vaste appartement”, posiblemente el número 12 de la calle Bray en Les Ternes. En junio de 1860, nace su primera hija, Magali en el número 10 de la rue Bénard, en Les Batignolles, situada también en los suburbios parisinos del noroeste. Posiblemente muy pronto se produjo una mudanza más definitiva al número 4 del Square des Batignolles, a unos 300 metros de la casa anterior y donde posiblemente nació Jeannie, su segunda hija. Por lo que dan a entender sus cartas, todavía residía en esa dirección en mayo de 1865, una de las tres direcciones asociadas por Paul Reclus a su infancia parisina[45]. Recordemos que ese municipio suburbano, anexionado a la ciudad como todos los de la petite banlieue en 1860, había sido ya favorablemente exaltado por Reclus en sus cartas desde Riohacha. Lo que parece claro es que durante al menos nueve años de los catorce que Eliseo residió en Paris su experiencia urbana fue la del suburbio interior, la de la petite banlieue; más en concreto, la de la zona noroeste designada desde la reorganización municipal de 1860 como distrito XVII y muy especialmente la del barrio de Les Batignolles. En Les Batignolles conocieron los Reclus a muchos republicanos socialistas y al propio Bakunin[46]. Sólo en 1866, y debido probablemente a la incorporación de su hermano Paul llegado de Orthez a París para estudiar medicina, se desplazaría todo el grupo al domicilio más citado por los modernos biógrafos de Reclus, el quinto piso de la rue des Feuillantines número 91, en el rumbo opuesto de París, una zona mucho más urbana y densa que las anteriores, a mano del despacho de Hachette, pero de donde Eliseo se ausentará largas temporadas por las circunstancias que luego se verán. Les Batignolles, que había nacido a las puertas de la barrière de Clichy, se conformó en las décadas de 1820 y 1830, cuando varios especuladores lotearon varias calles donde pronto se construyeron como residencia secundaria de parisinos de clase media pequeñas villas de planta baja y piso con jardín. La rue Bénard era una de dichas calles. Pequeños inmuebles de alquiler acogían también como residencia fija a empleados modestos, viejos funcionarios y actores. De todas formas, la verdadera explosión del barrio se dará a partir de 1840. Desde ese año el municipio de Batignolles/Monceau pasó de sólo 11.000 habitantes a 65.000 habitantes, momento en el que los Reclus pasaron a residir en él (el barrio de Les Batignolles propiamente dicho sólo sería uno de los tres núcleos de la población). El primitivo paisaje de casitas de campo, huertas, villitas de veraneo y pequeños inmuebles de alquiler dispersos había dado paso a más altas densidades y convertido Les Batignolles en un barrio más de París, un barrio cada vez más acomodado a nivel social, como mostrarán en 1880 los primeros estudios de Bertillon. La construcción del ferrocarril de París a Saint-Germain en 1837 y el subsiguiente enlace con el ferrocarril de circunvalación (1852) motivarán el desplazamiento de grandes empresas industriales relacionadas con el mismo y darán una impronta industrial a la parte más excéntrica del municipio. La inauguración en 1854 de una estación del tren suburbano de Auteuil a la estación de Saint-Lazare potenciará la rápida conexión con el centro de París. La construcción de los primeros edificios públicos, traída de aguas, terminal de omnibuses, red de gas urbanizarán progresivamente el municipio hasta el momento de la anexión a París y la llegada de los Reclus a la rue Bénard. En ese momento, la imagen de un suburbio verde -las huertas, las viñas y los jardines- iba quedando en el olvido. No obstante, las dos casas de los Reclus en Les Batignolles se situaron en espacios no excesivamente densificados. Aunque la casa de la rue Bénard tenía a la vuelta de la esquina el activo eje comercial de la rue des Dames, el tramo de calle donde se ubicaba la vivienda muestra en un plano de 1859 numerosas parcelas sin edificar e inmuebles de poca profundidad edificada, con patios o quizás jardines traseros. Posiblemente fuera una calle donde el recuerdo del viejo Batignolles próximo todavía a una naturaleza domesticada se hacía todavía presente. En ese plano, el futuro Square des Batignolles es un espacio apenas edificado en el que sólo apunta algún inmueble de pisos. En 1862 se realizó el ajardinamiento definitivo, que siguió la pauta que Alphand como encargado de parques y jardines de los Grands Travaux haussmannianos aplicó a esas plazas barriales: los Reclus veían crecer cada día desde su balcón el bello jardín inglés de más de una hectárea, el mayor de los construidos, en el París del Segundo Imperio. Posiblemente la experiencia del transporte también pudo sugerir a Reclus las posibilidades de la condición suburbana, las de poder vivir relativamente retirado del centro de la ciudad pero en realidad muy cerca si hablamos del tiempo empleado en desplazarse. Les Batignolles era en esos años un barrio excelentemente conectado con el centro de París a través de las líneas de omnibuses. Era de hecho en 1880 el barrio mejor conectado de todos los de la petite banlieue si consideramos el tráfico de pasajeros que lo atravesaba. Más importante quizás que el espacio cotidiano vivido de los Reclus era el ferrocarril suburbano de Auteuil.
Figura 5. El Square des
Batignolles recién inaugurado y la estación del ferrocarril de
Auteuil en el ángulo superior izquierdo de la imagen. |
La estación de Les Batignolles, la penúltima de las seis estaciones del recorrido, dejaba al pasajero en Saint-Lazare en pocos minutos tras un recorrido subterráneo de cerca de kilómetro y medio. Desde las mismas casas podían los Reclus oír el silbido de la locomotora. De la casa del Square des Batignolles se veía de hecho la pequeña estación y no hacía falta más que atravesar en diagonal el espacio ajardinado para tomar el tren (ver figuras 5 y 6). Dos minutos de casa a la estación, dos minutos de paseo pintoresco. Dado que su despacho en Hachette, en el número 14 de la calle Pierre Sarrazin primero y el 77 del Boulevard Saint-Germain después (siempre en el distrito sexto), se situaba a unos cinco kilómetros de distancia, justo a otro lado del Sena, es muy posible que Reclus fuera durante todos los años que vivió en la petite banlieue un individuo suburbano en el sentido de dependiente de medios de transporte, un commuter[47].
Figura 6. Ubicación del appartement de los Reclus en Square des Batignolles,
nº4. |
Del interior de esas casas apenas sabemos nada. Louise Reclus habla de pisos, de appartements, aunque es posible que la residencia del número 10 de la rue Bénard fuera una pequeña casita unifamiliar si nos guiamos por un plano de 1859. Las imágenes que tenemos del square des Batignolles en la década de 1870 (ver figuras 4 y 5), donde aboca la rue Bénard, nos pintan un gran rectángulo con inmuebles de pisos en dos de sus lados. Sí es en cambio constatable a través de la correspondencia de Eliseo que en todos esos domicilios la vida fue en “communauté”, que los dos matrimonios de los hermanos junto con sus hijos, dos de cada pareja, formaban un grupo de ocho personas que cohabitaban y compartían gastos, grupo de amigos y, sobre todo, un extraordinario afecto y proximidad. Las cartas de Eliseo a su hermano Elías o a su cuñada Noemi (con quien mantuvo una directa e íntima correspondencia de por vida), a su mujer Clarisse o las que dirige a otros miembros de la familias para hablar de su vida en París se refieren en plural al conjunto de residentes (la “communauté” o la “maisonnée”). Descripciones de paisajes, incidencias del viaje o comentarios políticos y culturales al resto de la comunidad se intercalaban con preguntas sobre la salud y la educación de hijos o sobrinos, o para ponerse al día sobre novedades en la extensa familia del Midi. Además de hacer de la esfera doméstica una estrecha comunidad de afectos, los hermanos Reclus mantenían en sus casas un “salón”, institución parisina de sociabilidad que ellos orientaban hacia la discusión política. Todos los lunes, demócratas republicanos y socialistas de todo pelaje se reunían a discutir sobre lo divino y lo humano mientras los niños eran prudentemente apartados a sus habitaciones.
La mejor muestra de la cohesión de la communauté la tenemos sin embargo en una residencia que los Reclus utilizarán largas temporadas a partir de 1863, la gran casa de Vascoeuil propiedad de Louis Dumesnil futuro cuñado de los Reclus. Desde que por primera fueron invitados a Vascoeuil la casa se convirtió, como dice Dunbar, en “una especie de salon”, una suerte de comuna que ampliaba a más de cien kilómetros de París la vida interior de sus casas parisinas. Algunos observadores externos como Mary Putnam, una joven estudiante de medicina norteamericana que compartió con ellos el piso de la rue des Feuillantines desde 1868 habla no sólo de las delicias del lugar: todos comparten gastos, todos trabajan en sus quehaceres, enseñan y juegan con los niños, dan largos paseos por la naturaleza circundante[48]. Ese año, Eliseo comunica entusiasmado a su cuñada Noemí: “Gracias a nuestro excelente amigo Dumesnil, podremos intentar sustraernos a este gran imprevisto de París para doblar nuestras fuerzas asociándonos en un lugar donde nuestros hijos encontrarán bajo nuestra mirada la salud física y la instrucción. Provisionalmente, cada uno podrá dedicarse a sus asuntos lejos del home, uno podrá ocuparse de su periódico en París (Elías), el otro de su geografía en los Alpes (Eliseo), pero no estaremos más desmembrados de lo que lo estamos hoy. Es siempre hacia el bien común hacia donde deben tender nuestros esfuerzos. En resumen, creo que la asociación constituye para nosotros una fuerza adicional”. Se aprecia aquí que el deseo de Eliseo es intentar una suerte de vida de villégiature, largas estancias de residencia en el campo donde los niños crecen y se educan, trabajo temporal en la ciudad para recibir y entregar encargos al editor, para la actividad científica y las consultas en las bibliotecas, y gran parte del tiempo viajando y tomando notas para las guías que realizaba. “Es necesario abandonar París por simple deber de higiene al menos durante un mes”, añade[49]. El campo, la naturaleza de Vascoeuil son vistos no como residencia única sino como obligado contrapunto, ambiente de salud física y de higiene frente al ambiente deletéreo de la gran ciudad, una ciudad que nos se rechaza, que está ahí siempre presente por ser fuente de trabajo, lo que no significa que se haya de residir en ella de manera estable ¿por qué no habitar largas temporadas fuera de ella? El modelo residencial no se llegó a concretar de esa manera tan entusiasta que Eliseo exponía a su cuñada, pero no por ello la apuesta de la residencia temporal en Vascoueil quedará en nada. Dumesnil, el propietario de la casa y que parece haber hecho realidad en mayor media el modelo de la villégiature, se acabará casando con Louise convirtiéndose en el ancla de la familia Reclus en Vascoeuil. Nettlau la llega a asimilar “a la dichosa comunidad que Eliseo había intentado en vano fundar en la naturaleza tropical de Nueva Granada”[50]. A Vascoeuil acudirán con frecuencia hermanos y cuñadas, hijos y sobrinos durante largas temporadas hasta 1871. Por las fechas de las cartas puede verse que las estancias allí no era sólo las del simple veraneo. Los meses de otoño o los de primavera ocupaban también a los Reclus en ese refugio. Vascoeuil, que reunía a los tres hermanos más próximos ideológicamente, acabará siendo para Eliseo en los largos años de exilio el gran referente como lugar de retiro, de proximidad a la naturaleza, de trabajo y vida en común. Así describe Eliseo la casa de Vascoeuil y la vida de los dos hermanos Reclus en ella:
“En 1863 se instalaron en una vieja casa pintoresca cuya torre de siete caras domina un incomparable jardín, un lago, el sinuoso río Crevon deslizándose ruidosamente entre las fuertes raíces de las hayas y de los alisos; después un vasto horizonte de praderas hasta el pueblo, y, más allá del pueblo, sobre largas pendientes las colinas y el gran bosque sombrío. Ahí trabajaban, contemplando el espacio, respirando el perfume de las flores que subía desde el jardín. Era un placer trabajar así, (...) y cuántas veces durante las bellas horas del sol se les veía pasear en las avenidas, pararse a menudo para admirar las flores del jardín o para tratar con pasión una cuestión de arte o de filosofía”[51].
A la altura de 1866, cuando Reclus escriba “Sobre el sentimiento de naturaleza en las sociedades modernas” y por primera vez apunte hacia una solución de unión entre naturaleza y ciudad, el geógrafo ha tenido ya pues una experiencia urbana que le ha planteado alternativas distintas al simple rechazo de la ciudad de sus años de juventud. Ha experimentado soluciones intermedias que no pasan por la simple vida urbana de la ciudad densa, alejada de la naturaleza, una opción que ni personal ni ideológicamente aceptará en toda su vida. Ha explorado primero, aunque de manera incompleta y hasta cierto punto alterada al tratarse de un suburbio densificado, esa síntesis artificial entre naturaleza y ciudad, de alternancia diaria entre centro y periferia que es el suburbio interior de las afueras de gran ciudad y ha vivido la experiencia de la residencia secundaria durante largas temporadas, en un área rural en plena naturaleza y muy alejada de la gran ciudad, la villégiature. Ese cambio ha supuesto como condición previa una aceptación progresiva, al menos parcial, del polo urbano en sus reflexiones. Ya hemos visto, y su llegada a París lo confirma, que Eliseo desde siempre reconoce en la ciudad una función civilizadora insoslayable. Sobre ese suelo preliminar, el Reclus parisino va a ir progresivamente eliminado algunos obstáculos en forma de reflexión antiurbana que le impedían hasta entonces aceptar más abiertamente el hecho urbano. El cambio no será inmediato, algunas prevenciones hacia la ciudad como forma de vida densa se mantendrán y nunca desaparecerán del todo, pero pueden observarse cambios sustantivos en el período 1858-1866.
Hacia la fusión naturaleza-ciudad
En los años de París, Reclus continúa siendo en esencia, como le dice en una carta a su hermano, un “homme de la nature”. Justamente esos años son los que alumbran y culminan su obra sin duda más decididamente naturalista, La Tierra. En 1864 publica “De l´action humaine sur la géographie physique”, un elogioso comentario del libro del geógrafo norteamericano George Perkins Marsh Man and Nature, auténtico origen del conservacionismo americano[52]. Marsh, al que le unieron amistad y respeto intelectual, haría luego el prefacio de la edición americana de La Tierra (1871-1873), que quedó inédito[53]. Devenido “conciencia de la tierra”, dice ahí Reclus, el hombre “digno de su misión (...) asume la responsabilidad sobre la belleza y la armonía de la naturaleza circundante”[54]. “Somos, dirá Eliseo, hijos de (esa) ´madre benéfica` como los árboles del bosque y los juncos de los ríos. De ella deriva nuestra sustancia; nos nutre con su leche materna, provee de aire a nuestros pulmones y, en definitiva, nos ofrece aquello con lo que vivimos, nos movemos y constituye nuestro ser”[55]. Para Reclus, el paisaje, la naturaleza, se experimentan, se sienten y se disfrutan, lo que fundamenta esa unidad constitutiva, ese lazo indisociable hombre-naturaleza. Se trata de una naturaleza vivida, una geografía sensible, como ha comentado sugerentemente Joël Cornuault[56]. La experiencia de la naturaleza es esencialmente corporal. Lo sentidos, la vista, el olfato, el tacto, el oído se afinan en contacto con ella, como lo muestra en la experiencia del baño en el río: “Me parece incluso que me he convertido en parte del medio que me rodea; me siento uno con las hierbas flotantes, con la arena que camina sobre el fondo, con la corriente que hace oscilar mi cuerpo. Miro con una especie de asombro los árboles que se inclinan sobre el arroyo, los retazos de cielo azul que se muestran a través de las ramas y el perfil claramente dibujado de las montañas en el horizonte lejano ¿Es real todo ese mundo exterior?”. La Historia de un arroyo, el libro que Eliseo escribió en Vascoeuil, será un continuo sucederse de sensaciones corporales experimentadas en la naturaleza vivida, en el paseo, en la escalada, en el baño, en la contemplación de la belleza y del sonido de fuentes y cascadas, del viento que corre libre[57].
Todas las cartas a Clarisse desde sus primeros viajes en 1859 retratan ya a ese apasionado vividor de la naturaleza. Hermosas descripciones de cielos, bosques, de ríos y mares, montañas y bosques, de lluvias y vientos, de caminatas, escaladas y baños que el recién casado desea compartir con la amada: “El tiempo se ha suavizado un poco hoy, hace sólo un instante que las nubes en apariencia más formidables han sido barridas por un viento furioso. También mi alma, que a menudo refleja como un espejo el estado del cielo se ha alegrado mucho más que los días precedentes y me he permitido gozar y admirar contemplando los bellos torrentes, las altas pendientes, los osados peñascos, los glaciares lejanos, el cielo azul”, escribe desde los Pirineos[58]. En una carta entre agosto y septiembre de 1861 se muestra magníficamente el “sentirse uno con la naturaleza”, una naturaleza donde el hombre se reencuentra a sí mismo y se regenera moralmente, y su contraposición con una ciudad donde la virtud moral es imposible, donde la única salvación es el amor:
“La gran naturaleza me convierte siempre en mejor: me siento la energía del árbol que penetra la roca con sus fuertes raíces y balancea él solo su gran copa, me siento la pureza de la pequeña flor que se acurruca al pie del roble, me siento la sonoridad de la roca que recibe en sus cavidades la cascada del arroyo; ante la naturaleza tan verdadera, me convierto yo mismo en completamente verdadero. Esta paz, este acuerdo de las facultades morales que me penetran de repente cuando me encuentro ante la naturaleza siempre joven, siempre fuerte y majestuosa, siempre armoniosa en sus detalles, me demuestra que mi alma es con demasiada frecuencia un elemento quebradizo y laxo” (...). “Sobre todo ¿cómo ser todavía buenos en las ciudades, donde tantas cosas son mentiras, donde las conveniencias son más fuertes que la verdad, donde el miedo y traición reinan, donde los viejos señores con barba blanca conversan amablemente con vosotros para espiaros y traicionaros? Mi pequeña, en esta vida de París, podría permanecer bueno sin embargo si tuviera un poco de energía; no estaré en comunión con la naturaleza ante la cual se siente instintivamente la verdad, pero el amor no me faltará”[59].
El primer paso importante en el camino de reconocimiento y valoración de la ciudad que el geógrafo va a recorrer en esos años es La Guide du voyager à Londres, publicada en 1860. La aceptación de la ciudad para el joven geógrafo de 29 años, se abre ahí paso de manera indiscutible. Pero lo hace de una manera ambivalente porque en principio la gran ciudad le ofrece reparos, la ve indudablemente imperfecta. Reclus refleja en efecto del gran Londres una imagen de contrastes, llena de claroscuros. La mayor ciudad del mundo es por un lado “la más elevada forma de civilización” de la humanidad y por otro “la más defectuosa”. Reclus ve un Londres hecho de “dos mundos separados por un abismo: los ricos y los pobres”; dos mundos, los clásicos de la oposición Est End-West End, divididos por “fronteras infranqueables”[60]. La homología entre la ciudad dividida y la ciudad deletérea, una ciudad que el geógrafo interpreta según el paradigma neo-hipocrático dominante, es absoluta. Los barrios míseros, los barrios marcados por el pauperismo, los barrios “visitados por la fiebre” y todavía no saneados son los barrios de mayor mortalidad, los más alejados de cualquier atributo de la naturaleza; los barrios ricos en cambio son aquéllos donde los efectos de las epidemias y las tasas de mortandad se hacen sentir con bastante menos virulencia y donde abundan los espacios verdes[61]. La guía de Reclus es también muy consciente del fenómeno de suburbanización y del papel del transporte en el movimiento de desdensificación y salida al campo a la búsqueda de la naturaleza más o menos domesticada. Pocas dudas parece tener el geógrafo cuando aconseja al extranjero elegir domicilio en Londres si tuviera que vivir más de un año en la ciudad: “será absolutamente ventajoso (...) alquilar una casa en uno de los suburbios”, donde los gastos diarios ocasionados por la necesidad de ir en omnibus o en calesa quedan largamente compensados por el privilegio de respirar un aire puro”. Aunque Eliseo desearía eludir la extremada privatización del espacio urbano, ese sería su lugar de residencia ideal[62].
Figura 7. Vista de
Estrasburgo desde el arrabal de Saverne. |
El segundo paso en el trayecto de mayor aceptación de la ciudad en la sensibilidad de Reclus es el de su reflexión impresa o en correspondencia sobre las ciudades que visita entre 1859 y 1864 para redactar las guías Joanne y que se traduce en una admiración por la ciudad de dimensión media[63]. El panorama de Estrasburgo descrito a Clarisse en septiembre de 1859 desde lo alto de la catedral (una visión que podríamos cotejar con la vista en globo coetánea de Guesdon) nos parece revelador[64] (ver figura 7). La ciudad no es ya sólo aceptable sino directamente bella, siempre que la contemplemos a vista de pájaro, a la gran escala geográfica, integrándola dentro su comarca o región, en el tramo de cuenca hidrográfica bañada por un río y poblada de campos de cultivo, hasta formar una sola unidad fusionada con el paisaje circundante. Esa ampliación de la perspectiva permite definir tres ámbitos geográficos, tres coronas del paisaje que Eliseo quiere abrazar a un tiempo y que se van a convertir en una invariante de su imaginario de ciudad ideal: el del paisaje construido más denso y cercano, el de los campos de cultivo de la campiña circundante más o menos poblada de casas de campo y villas de veraneo y finalmente, cerrando geográficamente los contornos del panorama, la naturaleza más salvaje, el de las montañas más alejadas, el del mar en su caso, intocados todavía por la urbanización. En otra carta a Clarisse desde Cuneo (Coni) para preparar el Itinéraire descriptif et historique du Dauphiné en 1860 ese paisaje de la ciudad ideal queda ya explicado, convertido a partir de entonces en proyecto utópico de ciudad:
“Desde que he recibido tu carta, querida Clarisse (…) me he permitido admirar este delicioso país y hacer planes de colonización. Figuraos una ciudad construida sobre una terraza en la confluencia de dos ríos, rodeada de paseos, de jardines y de huertos. A sus pies, aguas azules, una llanura toda de oro y esmeralda, de tan amarillos que son los campos de trigo y de tan verdes que son las moreras y las praderas; de un lado los Alpes de picos azulados; del otro los Apeninos, con redondas cimas cubiertas de castaños, y, hacia el otro extremo del horizonte, formando el inmenso triángulo de la llanura, la línea vaporosa de las montañas de Asti”[65].
Definitivamente, la utopía fundadora de Reclus no pasa ya como en sus años mozos por la cabaña primitiva en la naturaleza salvaje sino que se sitúa en este mundo y toma ahora la forma de una ciudad media integrada con una nítida geografía circundante, una ciudad perfectamente delimitada por sus cultivos y huertos, con villas y casas de campo circundantes y fundida con la agricultura de su entorno hasta alcanzar la bosques de montaña más distantes. Estamos ante una auténtica reconciliación de Reclus con la ciudad a través de la geografía. Como en una mayoría de descripciones de ciudades medias y pequeñas de las guías de los itinerarios de los Alpes y los Pirineo, la ciudad deseada demanda un punto de observación alto, buscar la suficiente visión panorámica que permita abarcar ese triple anillo que va graduando la fusión del entorno edificado con el entorno natural. Como en Estrasburgo, son visiones que dejan el caserío como simple primer plano de encuadre. Lo importante, lo que cualifica el panorama entero, está más allá, en la vista larga y magnífica que permite prolongar la mirada hacia el horizonte: la ciudad dentro del paisaje geográfico, como parte indisociable del mismo. En la guía de las ciudades de la Costa Azul de 1864, el razonamiento sobre la ciudad en términos de salud, aparece como absolutamente trascendental en el imaginario urbano de Reclus: no le va a abandonar nunca y lo veremos reaparecer con fuerza y dramatismo en el momento de la búsqueda de una nueva casa y de una nueva ciudad a la muerte de Clarisse y de su segunda esposa, Fanny[66]. Pero en esas ciudades alabadas por su clima suave y benéfico, entre el mar y la montaña, Eliseo mira otra vez desde arriba hasta abarcar con la vista toda la geografía circundante. Desde el prominente Chateau de Niza, dominando el centro de la vieja ciudad, se divisa perfectamente el territorio urbano ideal de Reclus: “a los pies se despliega en un vasto círculo toda la ciudad de Niza; alrededor se desarrolla otro cinturón, el de los jardines y huertos; más allá se elevan las colinas y en lo más alto el triple anfiteatro de las montañas”[67]. De nuevo se dibujan las tres coronas del territorio urbano ideal reclusiano, la del caserío del casco urbano más denso, la de la campiña de villas circundantes, y la más remota de la naturaleza salvaje como remate final del panorama. Por más alejada que se encuentre, y aunque esté destinada al veraneo o la excursión ocasional, esta tercera corona no se excluye de la mirada abarcante del geógrafo. En realidad, esa última corona, la de la naturaleza salvaje, es la franja de territorio más querida por Reclus y en las ciudades marítimas dicha corona, teóricamente alejada, se hace presente al lado mismo del casco urbano cuando el mar toca la ciudad. Esta guía confirma también el progresivo interés de Reclus por la corona de la campiña circundante que bien podríamos denominar sin violentar mucho el pensamiento del geógrafo como el jardín o la huerta de la ciudad. Niza es sin duda la joya de esos jardines urbanos que rodean los cascos urbanos en la que una agricultura periurbana con amplio uso de los abonos orgánicos producidos por la ciudad era la norma. Reclus la visitó al menos en 1860, 1862 y 1864, antes de decidirse a vivir allí en 1869. Los alrededores de la ciudad le resultan en particular fascinantes y dedica a las villas de recreo y a los valles circundantes, mezcla de olivar, huerta y naturaleza salvaje, largos pasajes, como en torno a Villefranche donde intuye futuros desarrollos periurbanos impulsados por el transporte ferroviario similares a los que estaba acostumbrado a percibir en Londres o en París: “En cuanto el ferrocarril de Niza a la frontera italiana se inaugure, comenta Eliseo, los bosques de encinas y los promontorios salvajes de Eza, del cabo de Aigl se animarán con villas parecidas a las de los alrededores inmediatos de la ciudad”. Premonición absoluta, pues en uno de esos bellos lugares, junto al mar, a medio camino entre la naturaleza transformada por el hombre y la naturaleza salvaje, en la península de Beaulieu y a pie de estación elegirá una villa en 1869[68].
El tercer gran paso en el tránsito a la definitiva valoración de la ciudad en el imaginario geográfico de Reclus es el reconocimiento de la urbanización y de la gran ciudad como hecho distintivo que recoge el Dictionnaire des communes de France de Adolphe Joanne, una obra publicada en su primera edición en 1864 y que ha pasado casi desapercibida en los estudios reclusianos[69]. La simpatía sobre la ciudad media se transmuta aquí finalmente en la asunción del fenómeno urbano en su totalidad como objeto científico sustantivo y de la gran ciudad como signo de los nuevos tiempos. Para Reclus, la población francesa se urbaniza en perjuicio de unos campos cada vez más despoblados; el formidable fenómeno de la urbanización es inapelable, como muestra el censo de 1861. La urbanización francesa es un asunto sobre todo de grandes ciudades, y dentro de estas de sus pujantes suburbios, o de ciudades industriales ex-novo[70]. Por su posición de privilegio dentro de la jerarquía de ciudades, París resume ese movimiento de despoblación rural y concentración en grandes ciudades. La capital, cuyo papel preeminente en la geografía explica Reclus de una forma determinista, es el polo central de todas las grandes vías de comunicación que la nueva red ferroviaria ha reforzado como foco de atracción indiscutible y centro de una red urbana. Ciudades grandes y pequeñas se distribuyen sobre esos grandes ejes de comunicación histórica que confluyen hacia París siguiendo una lógica que Reclus recoge de un elusivo personaje, Gaubert. Es probable que en ese año estuviera ya al tanto de la “Geografía de las comunicaciones” inaugurada por el geógrafo alemán Kohl en su libro El comercio y los asentamientos humanos en su dependencia de la configuración de la superficie terrestre, de 1841, obra muy apreciada por los alemanes fundadores de Siedelungsgeographie hacia 1900, y en ese momento casi desconocida en Francia[71]. Kohl considera la ciudad fundamentalmente como cruce de los caminos, idea muy presente en Reclus desde sus primeros escritos urbanos; el francés verá además en la evolución de los modos de transporte un elemento humano fundamental con capacidad de alterar por sí solo la misma naturaleza, introduciendo así un elemento de complejidad en la visión exclusivamente física del alemán[72]. Reclus distingue con datos precisos los grandes escalones de la jerarquía urbana: París, el resto de ciudades y la población rural. En esos escalones las diferencias de comportamiento son por ejemplo muy manifiestas en el capítulo demográfico (tasas de nupcialidad, fecundidad, tamaño de las familias, mortalidad). El consumo pone de manifiesto todavía mejor tales diferencias en la jerarquía urbana. El consumo de trigo por persona y año es claramente superior en las ciudades, lo mismo que ocurre en el caso de París con el consumo de carne y de vino, o con el de alcohol, azúcar y café[73].
A partir de 1866, la ciudad, en concreto la gran ciudad, va a jugar un papel privilegiado en la concepción reclusiana de un hombre y una naturaleza unidos por un estrecho vínculo. El papel clave de la ciudad en una posible futura unión con la naturaleza viene esbozado por Reclus en un artículo profético, “Du sentiment de la nature dans les societés modernes”, publicado por la Revue de Deux Mondes ese año.
Reclus observa en su tiempo un creciente sentimiento de amor a la naturaleza. Atraídos por las altas cimas, los “alpinistas” de los clubes que se aventuran en las cumbres montañosas son el grupo iniciador. Su fascinación de las alturas convierte “la escalada de los peñascos, en una verdadera voluptuosidad”, sienten la escalada como un “placer completamente físico”, un placer físico al que se une el intelectual del naturalista que ama la ascensión y analiza los fenómenos de la erosión de la montaña por las aguas y las nieves, los pliegues geológicos del suelo, el lento movimiento de los glaciares, la extensión y el contraste de los bosques y las praderas. Para Reclus, el movimiento alpinista de exploración de las altas cimas y del deporte, “incontestablemente inglés”, tienen sin embargo en el amor de los alemanes por la naturaleza, históricamente más arraigado, un sentido más equilibrado que el de los ingleses. La gimnasia, ha actuado como un factor equilibrador, como un elemento educador destacadísimo y son los alemanes los que mejor han comprendido “la importancia capital de todos los ejercicios corporales para la mejora de la especie humana”. Reclus remarca que en numerosas ciudades alemanas se han fundado sociedades de gimnasia que cuentan ya con más de 150.000 miembros.
Reclus no esconde, sin embargo, las dificultades para el desarrollo de ese sentimiento de naturaleza en el que pone sus esperanzas cuando el proceso de emigración hacia las ciudades está alejando de la naturaleza y de los campos a muchos de los que se han criado en su seno. Pero el geógrafo verá en las propias características de un crecimiento urbano cada vez más descentralizado y disperso facilitado por los nuevos medios de transporte la ocasión para un nuevo e inédito reencuentro del antiguo habitante exilado de los campos y las montañas con su medio nutricio. A Reclus no le repugna, sino al contrario, la emigración hacia la ciudad, un fenómeno imparable y en constante crecimiento (recogiendo la reflexión sobre el fenómeno urbano realizada en el Dictionnaire des comunes). La concentración de población en grandes ciudades, es para Eliseo un fenómeno cualitativamente nuevo, tendencialmente infinito. Las “vías de comunicación” que confluyen en número cada vez mayor hacia las grandes ciudades multiplican los desplazamiento de inmigrantes a las grandes urbes y solucionan sus viejos problemas de abastecimiento. La revolución de los medios de transporte está cambiando de raíz la misma civilización. El hombre del Ochocientos “se despega de su suelo natal (...); se hace nómada (...). Gracias a los ferrocarriles los lugares empequeñecen sin cesar y puede incluso establecerse matemáticamente en qué proporción se opera el empequeñecimiento del territorio; basta sólo comparar la velocidad de las locomotoras con la de las diligencias (carricoches) a las que han reemplazado”[74]. Fascinado por los medios de comunicación modernos, Reclus plantea en términos espaciales precisos lo que Marx esboza en los Grundisse al hablar de “compresión espacio-temporal” y que Harvey ha recordado al hablar de la “aniquilación del espacio por el tiempo”[75]. Las grandes ciudades, “los hormigueros humanos más populosos hacia donde se dirige la gran multitud de inmigrantes” son el foco central de esa movilidad completamente revolucionada. Esas grandes ciudades que se “rodean de una sistema de mallas cada vez más tupidas” alteran por completo las pautas de la movilidad de los ciudadanos de un país entero: “¿Qué significa en realidad una media de dos o tres viajes al año para cada habitante de Francia cuando una simple excursión a los suburbios de París es considerada como un viaje por la estadística? Es seguro que cada año las multitudes que se desplazan crecerán en unas proporciones enormes (...). Así, para la sola ciudad de Londres, el movimiento de viajeros es en la actualidad tan fuerte en una sola semana como lo era durante todo el año para toda la Gran Bretaña hacia 1830”[76].
El proceso de concentración en grandes ciudades es para Reclus no sólo inevitable sino beneficioso; es el signo de los tiempos que anuncia el porvenir de la civilización del hombre moderno: “Las quejas de los que sollozan por la despoblación de los campos no pueden ya parar (dicho) movimiento; nada se puede hacer y todos los clamores serán inútiles. Convertido, gracias a un mayor desahogo económico y a la baratura relativa de los viajes, en poseedor de esta libertad primordial ´de ir y venir´ de la que podrían a la larga derivar las otras, el cultivador no propietario obedece a un impulso muy natural cuando toma el camino de la ciudad populosa de la que se le cuentan tantas maravillas”[77]. Para Reclus, el auténtico problema de ese inapelable proceso de concentración en grandes urbes no es el de la despoblación de los campos sino el de la naturaleza deletérea de la ciudad. Reclus recuerda las más altas tasas diferenciales de mortalidad de las grandes ciudades de su tiempo. El geógrafo, que refleja aquí punto por punto las observaciones de 1860 sobre el Londres de los grandes contrastes, recuerda que es en la grandes ciudades “donde se encuentran los más degradados entre todos los hombres, pobres seres sin esperanza a los que la suciedad, el hambre, la ignorancia brutal, el desprecio de todos, han situado muy por debajo del feliz salvaje que recorre en libertad los bosques y las montañas. Es al lado del más gran esplendor donde hay que buscar la más ínfima abyección; no lejos de esos museos donde se muestra en toda su gloria la belleza del cuerpo humano, niños raquíticos se recalientan en la atmósfera impura que exhala la boca de las alcantarillas”[78]. Al gran flujo de campesinos que han llegado a la ciudad prometida les espera sin duda una vida más corta, una muerte más temprana.
Todas las esperanzas de Reclus están sin embargo puestas en el gran reflujo de dirección opuesta de la ciudad al campo, en el gran movimiento de retorno que, movido por un profundo deseo vuelta a la naturaleza, constituye la gran esperanza de extensión del sentimiento de naturaleza a unos individuos cada vez más concentrados en grandes urbes. Es del corazón mismo de esa población cada vez más urbanizada de donde surge según Reclus una nueva demanda de frecuentar la naturaleza, un renovado “sentimiento de naturaleza” que está tomando la forma de un formidable movimiento de reflujo: “Si el vapor arroja de manera incesante a las ciudades multitudes que crecen sin cesar, vuelve a llevar por otro lado a los campos un número cada vez más considerable de ciudadanos que van durante un tiempo a respirar la libre atmósfera y a refrescar su pensamiento contemplando las flores y el verdor de los campos”[79]. La demanda de naturaleza, el sentimiento de naturaleza ya se hace sentir en los ciudadanos de la revolución urbana del siglo XIX, cada vez más proclives a las salidas más o menos temporales al campo circundante. Reclus habla aquí de la residencia temporal, tanto de la más prolongada durante largas temporadas al año de los más ricos a la más transitoria y corta del pobre trabajador urbano dominguero. Pero confía sobre todo en la residencia fija en los suburbios verdes del extrarradio de las ciudades, allí donde campo y ciudad se confunden, en aquella corona periférica de villas, huertas y jardines, tan alabada en sus guías, que rodea a la ciudad densa:
“Una proporción considerable de los negociantes y de los empleados, sobre todo en Inglaterra y en América, instalan con valor mujer e hijos en el campo y se abocan ellos mismos hacer dos veces al día el trayecto que separa el mostrador mercantil del hogar doméstico. Gracias a la rapidez de las comunicaciones, millones de hombres pueden así reunir las dos cualidades de ciudadano y campesino, y no para de crecer cada año el número de personas que hacen así de su vida dos mitades. En los alrededores de Londres son centenares de miles los que se sumergen cada mañana en el torbellino de ocupaciones de la gran ciudad y retornan cada tarde a su placentero home del verde extrarradio”[80].
Ese sentimiento de vuelta a la naturaleza que se hace sentir cada vez más y de modo imparable con la oleada de suburbanización residencial de las ciudades anglosajonas y de algunas europeas señala una tendencia positiva e ineluctable. Para el propio Recus dicha suburbanización, que ya ha practicado parcialmente, se convertirá además en la condición residencial que experimentará durante el resto de su vida. Esa doble condición ideal del individuo suburbano de rural y urbano a un tiempo, esa imaginación de una ciudad unida al campo circundante no le abandonará jamás y la podremos rastrear hasta su última obra en términos prácticamente idénticos. El deseo de naturaleza, el sentimiento de naturaleza es absolutamente esencial para equilibrar la vulgaridad de las cosas mediocres que vemos en la civilización moderna y para regenerar nuestros cuerpos. El movimiento centrífugo de salida de las grandes ciudades hacia su exterior, facilitado por los nuevos medios de transporte, es la ocasión de su realización a gran escala. El gran problema para Reclus es cómo se realiza ese creciente movimiento de reflujo de las grandes ciudades hacia sus afueras. Porque “ese reflujo de las ciudades hacia el exterior no se opera sin afear las campiñas: no sólo detritos de todo tipo atestan el espacio intermedio entre las ciudades y los campos (sino que), cosa todavía más grave, la especulación se apodera de los sitios más encantadores de los alrededores, los divide en lotes rectangulares, los precinta con murallas uniformes y después construye por millares casitas pretenciosas”. La toma de posesión de la naturaleza, tanto en la corona periurbana más próxima, como en la más alejada y salvaje ha de ser respetuosa, no privatizadora, abierta tanto a los nuevos habitantes suburbanos como a todos los que quieran libremente circular y recrearse en su seno. Sin degradar esa campiña circundante o la gran naturaleza de las montañas y valles más alejados, el ciudadano debe buscar en la naturaleza el necesario elemento de equilibrio, tanto desde el punto de vista estético como físico:
“Es preciso que el estudio directo de la naturaleza y la contemplación de sus fenómenos se conviertan para todo hombre completo en uno de los elementos primordiales de la educación; es preciso también desarrollar en cada individuo la destreza y la fuerza muscular para que escale las montañas con alegría, para que contemple sin temor los abismos, y guarde en todo su ser físico este equilibrio natural de las fuerzas sin el cual los más bellos lugares sólo se aprecian través de una velo de tristeza y de melancolía. El hombre moderno debe unir en su persona todas las virtudes de los que le han precedido sobre la tierra: sin abdicar para nada de los inmensos privilegios que le ha conferido la civilización, no debe perder en modo alguno la antigua fuerza, y no dejarse superar por ningún salvaje en vigor, en destreza o en conocimiento de los fenómenos de la naturaleza”[81].
La gran ciudad que ve Reclus desarrollarse es el auténtico agente articulador de esa unión del hombre civilizado con el salvaje. Por el propio crecimiento de la ciudad, al hombre de la sociedad moderna, al habitante de las grandes ciudades se le da la ocasión de un reencuentro inédito con la naturaleza, la posibilidad de una regeneración física que lo convierta en representante de un estadio superior de la humanidad. La “plena unión del hombre civilizado con el salvaje y con la naturaleza”, un tema que aparecerá repetido en La tierra y desarrollado a final de su días en la conclusión de El hombre y la tierra está ya en este texto que comentamos plenamente anunciada. La unión naturaleza y ciudad que propugna Reclus en “Du sentiment de la nature” es en el fondo la unión de dos hombres bien distintos pero que él concibe como complementarios: el hombre salvaje en su ambiente natural donde desarrolla la fuerza física y la destreza de su cuerpo, pero ajeno a los atributos de la moderna civilización, y el hombre civilizado de las grandes ciudades intelectualmente refinado y poseedor de los más recientes adelantos técnicos, pero bajo el influjo de un ambiente que corre el peligro de debilitar su fuerza y su destreza física. Al hombre moderno le es dada la posibilidad inédita de unir naturaleza salvaje y civilización, a través de una unión geográfica recapituladora de la naturaleza y la ciudad. La gran ciudad, a través de un revolucionario y constante crecimiento hacia afuera impulsado por los nuevos medios de transporte, permitirá por vez primera reunir los dos universos antes separados y enfrentados. La gran ciudad reclusiana logrará reunir y abrazar a un tiempo los distintos ámbitos geográficos, las distintas coronas que de la más cercana de las villas y las huertas de la campiña circundante a la más alejada de los bosques, las montañas y los acantilados se extienden más allá del núcleo más densamente edificado. El ambicioso y utópico objetivo de Reclus es recapitular esos tres ámbitos, sin apartar de esa ambiciosa visión abarcadora a ninguno de ellos. Se trata de un formidable recapitulación que no es sólo espacial, sino también histórica, una unión inédita de pasado y presente, un tema que desarrollará también en El hombre y la tierra y que es consustancial a una noción de la historia a la vez lineal y en círculo, como bien ha visto Joël Cornuault: el hombre civilizado, sin renegar ni un ápice de las conquistas de su tiempo, “en la crítica misma de las condiciones que le son dadas, reencuentra el hombre salvaje en una etapa superior de su evolución”[82]. El hombre civilizado, que representa el presente, el progreso y la gran ciudad, reencuentra y abraza plenamente al hombre salvaje, que representa a la vez la naturaleza y el pasado, en una nueva fusión recapituladora espacio-temporal de ciudad y naturaleza, de presente y pasado que se materializa en esa ciudad reclusiana síntesis de ciudad y campo y que tiene en el individuo suburbano su figura socioespacial: un individuo que es a un tiempo campesino y ciudadano, primitivo y civilizado. Así como en el hombre nuevo reclusiano lo salvaje y lo civilizado deben corregirse dialécticamente el uno al otro, en el individuo suburbano, prototipo de ese hombre nuevo, la combinación de naturaleza y ciudad resultará en una nueva síntesis futura[83]. Un individuo suburbano que no es otro que el propio Reclus: La cabaña de la aventura americana se ha transmutado finalmente en la villa a las afueras de la gran ciudad.
Reclus no explica cómo imagina concretamente esa ciudad donde naturaleza y ciudad, campo y ciudad se dan la mano. Aboga por un paisaje suburbano abierto a todos, sin muros ni jardines cerrados, sin casas ocultas, respetuoso de la naturaleza, pero sin precisar cómo. Lo más parecido a una propuesta concreta fusión de la naturaleza con la ciudad que Reclus enuncia en estos años parisinos es su breve reflexión sobre la integración del agua con la gran ciudad que forma el capítulo XVIII de la Historia de un arroyo, unas páginas de 1869 que habrían de ser lectura obligada de cualquier curso de urbanismo ecológico[84]. De no ser porque el río se convierte al llegar a la ciudad en una “inmensa alcantarilla” a cielo abierto, como explicaba en la guía de Londres al hablar del Támesis, desde la ciudad podríamos recrear esas aguas lejanas nacidas en la naturaleza salvaje que el geógrafo recorre deliciosamente en el libro hasta su desembocadura en el mar (desde el manantial nacido del agua de lluvia hasta el mar, completando a través de la atmósfera “el ciclo de las aguas”). Los ciudadanos, según Reclus, “no saben utilizar” las aguas de su río. Lo convierten en el agua pestilente y pantanosa que rodea sus murallas (como observara en “Du sentiment de la nature”), “lo llenan de basuras que deberían servir como abono de sus campos; transforman el alegre arroyo en una alcantarilla inmunda”. La idea de una ciudad integrada con la naturaleza toma forma en la idea de una ciudad-organismo que ha de funcionar como el ciclo circulatorio de la sangre. Reclus imagina un funcionamiento perfecto del ciclo del agua en la ciudad en que el agua limpia y el agua sucia, el sistema arterial y el venoso formen un circuito similar al del cuerpo humano, un hipotético ciclo del agua basado en el abonado mecánico de las huertas de las afueras de la ciudad con las aguas negras del alcantarillado y su depuración natural en las propias huertas para ser finalmente devuelta a la ciudad en forma de agua para beber o de agua limpia arrojada al río. La ciudad reclusiana quiere recuperar por un lado la declinante unión de la ciudad con su campiña circundante de la agricultura tradicional que aprovechaba en sus huertas circundantes los residuos orgánicos para crear nuevos alimentos que habrán de proveer de nuevo a la ciudad, como lo había observado en las afueras de Londres o de Niza pocos años antes. Los alimentos digeridos por la ciudad son devueltos en forma de abono orgánico al campo de donde proceden. El conflictivo encuentro entre las aguas del río y la gran ciudad en época industrial, entre la naturaleza y la ciudad, puede para Reclus encontrar fórmulas de armonía que la ciencia puede resolver en un futuro próximo. Esa unión de naturaleza y ciudad en las aguas del río acabará finalmente devolviendo al río su pasado esplendor y belleza. La forma de imaginar la unión de la naturaleza con la ciudad, de la ciudad con su región circundante, pasa por entender la ciudad como un organismo vivo que se alimenta y bebe agua del exterior, que evacua sus desechos y el agua usada a sus alrededores pero que los vuelve a recuperar como alimentos surgidos del abonado orgánico de la campiña circundante y como agua limpia para iniciar, en un continuo movimiento de flujo y reflujo entre la ciudad y la naturaleza circundante, un nuevo ciclo. Desde finales de los años sesenta, la ciudad como organismo vivo (la ciudad como metabolismo diríamos hoy desde la ecología urbana) será la concepción implícita que el geógrafo utilice para imaginar, para analizar y proponer, la fusión de la ciudad con su naturaleza circundante.
Reclus suburbano
Reclus escribió estas páginas de su libro favorito, la Historia de un arroyo, en los primeros meses del verano de 1869. Estaba atravesando entonces unas circunstancias personales dramáticas. Enferma desde finales de 1868, su mujer Clarisse había muerto de tisis el 22 de febrero, después de dar a luz a una nueva hija, Ana, que tampoco sobrevivirá. Su tranquila vida en París se ve destruida[85]. Los meses de la primavera de 1869 que siguen son un auténtico calvario que le mantendrá largo tiempo alejado de la gran ciudad y lleno de incertidumbres sobre su nueva elección residencial, sobre dónde, cómo vivir y con quién. Para empezar, Eliseo debe contar con la familia para educar a sus dos hijas. Piensa instalarse en ciudades marítimas del sur de Francia, lejos del ausente sol y de las humedades parisinas. Su hermana Marie en Nîmes se hará cargo provisionalmente de su hija pequeña Jeannie. Piensa en su joven hermana Yohanna para cuidar de momento de Magali en Orthez. Las cartas de esa primavera muestran su gran preocupación por que sus hijas crezcan en un ambiente salubre. Reclus huye de la ciudad deletérea que tanto le ha preocupado esos años, que quizás ha traído la muerte a su propia casa en París. Busca consejos médicos sobre la conveniencia de trasladarse a Bayona. Desecha la idea porque la ciudad tiene “mucho viento y demasiada humedad. Este clima puede convenir a (…) quienes quieran respirar un aire sedante, pero las niñas tienen necesidad de salir cada día: en el invierno de Bayona no saldrían más que un día de cada tres”. Un médico de Orthez, cuyo clima conviene de momento más que el de Bayona a la salud de Magali, le aconseja “más bien Niza o cualquier otra villa abrigada del litoral mediterráneo”. Reclus duda entre esa opción y las riberas del lado Leman, pero por una carta a su cuñada Noemi del mes de abril parece que la opción de Niza va tomando forma. La revisión de la guía de las ciudades de la Riviera le lleva finalmente en septiembre a la ciudad costera. Durante varios meses, Reclus fantasea con la posibilidad de vivir allí, si no todo el año, al menos largas temporadas incluido el invierno; algo parecido a lo que para los Dumesnil era su vida en Vascoueil. Por las dos cartas que se conservan sobre esa experiencia residencial finalmente abortada, la primera a su cuñado Dumesnil en diciembre de 1869 (ya desde septiembre esperaba con impaciencia que los Dumesnil pasaran el invierno en Niza) y la segunda a su cuñada Noemí en primavera, Eliseo tiene en efecto el proyecto de hacer en las afueras de Niza un nuevo Vascoueil, un nuevo puesto de la antigua comunidad con sus hijas -y un preceptora a su cargo, quizás su joven hermana Yohanna- y con los Dumesnil, Elías y Noemí pasando allí largas temporadas. Un “centro de reunión que puede ser para nosotros la prolongación de la vida y de la felicidad doméstica y la felicidad de los niños”, un lugar donde “podemos fundar una morada en condiciones excepcionales de bienestar, de poesía, de salubridad (...), donde trabajaremos como nos plazca y nos llevaremos bien”, dice a los futuros co-inquilinos. Todo el grupo de Vascoueil tendría ahora un nuevo punto fijo en el sur donde la familia nuclear principal no serían ahora los Dumesnil, como en Vascoueil, sino Eliseo con sus dos hijas. Aunque el proyecto de Niza acabará siendo una opción frustrada, el reencuentro con la ciudad costera y sus alrededores es un episodio trascendental para observar el ideal residencial de Reclus[86].
Las dos cartas que envía desde Niza son muy reveladoras de sus preferencias residenciales y del lugar que ocupa su casa soñada en lo que el geógrafo considera la ciudad ideal. La primera carta incluye además dos pequeños croquis no publicados en su texto, uno de la posición de la casa en Beaulieu, en las afueras de Niza, y otro de la planta de distribución de la vivienda. (Ver figuras 8 y 9).
Figura 8. Croquis
de E.Reclus indicando la situación geográfica de la Villa Kolb
en Beaulieu. Correspondencia, BNF, NAF, MF 15048. |
Figura 9. Croquis de
E.Reclus representando la distribución de la Villa Kolb en Beaulieu. Correspondencia, BNF, NAF, MF 15048. |
La primera constatación es que Reclus piensa sin dudar en el espacio suburbano como el ámbito ideal para su nueva casa. A pesar de que la residencia no será para todo el año, sino que posiblemente se alternará con estancias más o menos prolongadas en París, en Vascoueil, o en las diferentes casas familiares del Midi, el lugar elegido no es como en Normandía (una atalaya aislada en la naturaleza y ajena a la ciudad) sino un lugar inscrito en la naturaleza pero con la ciudad siempre a su alcance: un lugar suburbano bien comunicado por transportes rápidos con el centro activo de la ciudad. Eliseo narra en la carta la experiencia de la búsqueda de casa y las razones que le han llevado a decidirse por el lugar elegido, una casa donde alquilarían unas cuantas estancias a un anciano descendiente de alemanes, un tal Kolb. Después de mucho caminar “por todos los barrios de la ciudad (comenta Reclus), de los que siempre hay que lamentarse de la polvareda extrema, he vuelto otra vez mi mirada hacia el campo. He recorrido diversos vallecitos del extrarradio de Niza y he encontrado espléndidas habitaciones u horribles barracas. Ningún término medio, y en todos los casos dificultad de comunicaciones. Finalmente he pensado en Beaulieu que tiene fácil comunicación con Niza y donde se reúnen todas las ventajas materiales”. Allí, en la pequeña península del cabo Saint-Hospice, encuentra Reclus Villa Kolb. Efectivamente, Beaulieu está a las puertas de Niza y era como hemos visto un lugar bien conocido por Reclus por su guía de 1864. Formaba parte de esos hermosos lugares de los alrededores de la ciudad, lugares de naturaleza casi salvaje en los que intuía nuevos desarrollo suburbanos al paso del nuevo ferrocarril a la frontera italiana. Con la nueva infraestructura recién inaugurada las condiciones de accesibilidad a la ciudad de Niza habían cambiado radicalmente. La posición de la casa, “en los alrededores de esta Niza tan bella”, es para Reclus “única” desde el punto de vista de las comunicaciones con la ciudad: “nuestra villa está a cuatro minutos de la estación de Beaulieu, a doce minutos de la estación de Villefranche, a siete kilómetros y a diez o doce sueldos de la estación de Niza, a ocho kilómetros de Mónaco, a veintitrés kilómetros de Menton. Estamos cerca de todo lo que es bello”. El emplazamiento de la villa es para Reclus inmejorable, por su accesibilidad geográfica a zonas algo más alejadas que el ferrocarril pone por fin al alcance: “un paraíso donde nuestros hijos pueden crecer a dos pasos de los Alpes, a dos pasos de Italia, en las más salvaje naturaleza y a las puerta de las ciudades más comerciales y más civilizadas, Génova, Marsella, Turín”. Piensa que desde el punto de vista de la salud la ocasión es única no sólo para su hija Magali sino también para el propio Elías, necesitado de reposo junto al mar, un “reposo que podrá siempre encontrar sobre el borde del mar con pagar 80 francos de viaje” (desde París, se entiende). Reclus razona como ese individuo suburbano nómada reflejado en “Du sentiment de la nature”, siempre dispuesto a tomar el tren para acudir diariamente al centro activo de la ciudad u ocasionalmente a ciudades o lugares más alejados. Un individuo suburbano que dibuja el territorio de las afueras de la ciudad, como hace en la carta a Dumesnil, con su línea de tren y su rosario de estaciones, que memoriza horarios, frecuencias y precios de los billetes. La naturaleza es esencial para Reclus, y cuanto más bella mejor, pero la ciudad se ha hecho ya indispensable en su modo de vida. El ferrocarril hace ambas cosas posibles. Aunque Reclus o los habitantes de Villa Kolb deban necesariamente acudir al centro de la ciudad cada día por su trabajo y la casa pueda quedar incluso a temporadas sin sus inquilinos, el transporte rápido a la ciudad cercana se ha hecho ya imprescindible. El nuevo Vascoueil no será campestre y aislado como el original sino abiertamente suburbano[87].
Evidentemente, ninguna alabanza sobre la accesibilidad de Villa Kolb a la ciudad tendría sentido si el lugar no hubiera enamorado a Reclus como un paisaje natural delicioso. El sitio le parece tan hermoso que incluso desconfía que llegue hacerse realidad como residencia: “Esperaba poco, comenta a Dumesnil. Ninguna posibilidad, me decía: es demasiado hermoso para nosotros”. La “posición única” de la casa que ha enamorado a Eliseo se explica, tal como precisa en el pequeño dibujo, porque se sitúa:
“en la más salvaje naturaleza (...), sobre una pequeña arista, a una treintena de metros de altitud; de un lado el golfo de Villefranche, del otro el golfo de Eza o de Beaulieu y el gran mar hasta Bordiguera, la ciudad de las palmeras; al norte las grandes montañas que nos abrigan de los vientos fríos; al sur, las colinas del cabo Saint-Hospice que portan el semáforo y el faro; a nuestro alrededor los olivos, los pinos. los algarrobos cuyos ramajes no están tan entrecruzados como para impedirnos la visión de los dos mares. El único viento que sopla a veces de manera desagradable es el del oeste, pero los niños lo burlarán descendiendo sólo unos pasos sobre el lado oriental de la arista, y nosotros cerraremos las ventanas; por lo demás el viento es poco frecuente en estos parajes. Finalmente, jamás habrá polvo”[88].
En esas pocas líneas se resumen las virtudes benefactoras que siempre ha asociado Reclus a la naturaleza. Ese trozo de naturaleza agreste, apenas cultivada, pertenece a la corona más externa y lejana que rodea la ciudad y donde los elementos naturales en su estado más prístino, como el mar -especialmente el mar que rodea el istmo en el que se asienta la casa- y los bosques, se hacen más presentes. Las vistas y los paseos en un lugar tan hermoso harán sin duda a sus habitantes más sensibles a las bellezas de la “libre naturaleza”. Vuelven a aparecer, como lo habían hecho las descripciones del clima de Niza, de Cannes o Menton en la guía de 1864, las virtudes higiénicas de un lugar particularmente favorecido por su protección a los fríos e incómodos vientos del norte, la salubridad de un lugar que a diferencia de la ciudad de Niza, no está sometida a ese polvo perjudicial, posible transmisor de miasmas deletéreos. Incluso para Noemí, a la que parece que el viento de sur del Bocau no parece sentarle bien, Reclus piensa que el viento de Beaulieu, “dulce y fresco, entre dos golfos tranquilos”, es imposible que no le resulte beneficioso.
Reclus alude finalmente a la disposición y arreglo interno en la casa. Los potenciales inquilinos podrían elegir el primero o el segundo piso de la casa y una cocina de la planta baja. Kolb residiría en el resto de dependencias del edificio. El alquiler de Villa Kolb, amueblada, costaría unos 100 francos al mes, la mitad si se decidiera alquilarla sin muebles, alquileres muy asequibles, muy bajos para quienes llegaron alguna vez a pagar en París una década antes 600 francos al mes, inferiores también a lo que valía entonces un simple apartamento en los alrededores de esa ciudad. La distribución interna del piso segundo, que es el más práctico según Reclus y que dibuja en su croquis deja pocas dudas de que el espacio permitiese cómodamente una cohabitación prolongada de los tres grupos familiares, el de Eliseo, el de Elías y el de Dumesnil y Louise, la hermana de ambos y en ese momento preceptora de las dos hijas de éste (ver figura 9). Suponiendo que la pieza de seis por cinco metros con vista cruzada a los dos mares se la reservara Reclus como estudio o que quedara como cuarto de estar, e imaginando como hace Eliseo, que Louise, las dos hijas de Dumensil, Jeanne y Camille, y las dos hijas de Eliseo “durmieran las cinco en dos habitaciones”, sólo quedarían dos dormitorios libres en la planta para la familia de su hermano mayor (Elías, Noemí y ocasionalmente sus dos hijos) para Dumesnil y para el propio Eliseo. Todo hace pensar que estancias conjuntas de varios meses de los tres grupos familiares y de personas invitadas como las que se daban en Vascoueil fueran poco menos que imposibles en tan exiguo espacio. Es cierto que la casa dispone de amplio espacio exterior, de un “trozo de jardín” donde Dumesnil puede “plantar a su gusto” y de un magnífico “belvedere” en la azotea “desde donde la visa es absolutamente libre”, pero el espacio interno y su disposición apenas permiten la residencia más o menos fija de la familia estricta de Eliseo con una preceptora y residencias temporales, ni muy largas ni simultáneas, de los otros dos grupos familiares. Como en otros proyectos residenciales en los que se ha encontrado en una situación límite, Eliseo sueña. Confundido quizás por las ansias de superar con su optimismo innato ese “dolor agudo” por la pérdida de la amada Clarisse, ese “sentimiento de soledad” que confiesa a su cuñada Noemí, su precaria situación afectiva le impide ver las cosas como son, le hace imaginar casas inadecuadas para determinadas opciones de vida en común. Los posibles asociados en la empresa permanecen de hecho fríos al nuevo proyecto doméstico de Eliseo. En la carta a Noemí de principios de 1870, se desliza ya la idea de nuevos asociados que puedan sustituir a los Dumesnil: los Prat, Madame L´Herminez... A ese último nombre irán desde entonces asociadas las próximas vicisitudes residenciales de Reclus: en mayo, Reclus se casaba en Vascoueil con Fanny, una de las hijas de Madame L´Herminez.
La unión a la joven esposa, que durante un breve período había sido su pequeña discípula en el exilio londinense, supondrá el retorno a su habitual rutina parisina del piso de la rue des Feuillantines. Pero será por muy poco tiempo. La guerra con Alemania estalla dos meses más tarde: el sitio de París se avecinaba y Fanny y las niñas se desplazan a Sainte-Foy-la-Grande, donde permanecerán hasta el final del asedio de la ciudad. La proclamación de la República y la fiebre política de esos meses memorables que alumbraron la Comuna marcarán el final de una época, tanto en lo político como en la experiencia residencial. Detenido el 4 de abril de 1871 en plena guerra civil con su batallón de communards, humillado en su camino a Vesalles, Reclus acababa amargamente con sus esperanzas de una “República de los trabajadores”. Durante el año de sufrimientos que pasó en prisión y que terminó con su definitivo exilio a Suiza mantuvo una extrema lucidez; no cesó de colaborar con los communards detenidos como él, de escribir y revisar sus textos geográficos, ni de enviar sentidas cartas a la familia y amigos, en especial a Fanny. Pudo también comprobar en esas circunstancias quiénes eran sus auténticos amigos y aquéllos con los que no podía contar. Desde el hospital de Treberon describe a su compañera con un minucioso dibujo la escueta celda que comparte con otro detenido. El exiguo espacio aparece pulcramente ordenado mostrando lo que la habitación de un ser humano tiene de más esencial. Dos humildes catres paralelos pegados a la pared; en la galería contigua, flanqueando la ventana por donde entra la luz, dos mínimos pupitres de trabajo. Eliseo no olvida esbozar los meandros del río en la rada de Brest. Reclus debió pasar largas horas contemplando la naturaleza desde esa ventana. Las amadas aguas de los ríos, la contemplación de la libre naturaleza de nuevo como refugio vital, la naturaleza que nunca decepciona, como consolación afectiva. Lo esencial en la habitación humana está en su apertura hacia el exterior, hacia la naturaleza circundante, en la “apertura horizontal”, como lo ha expresado Cornuault al contrastar las visiones de la vivienda en Reclus y Burroughs[89]. Escritas en esos meses de infortunio, y a veces, de depresión, cuando veía alzarse un espeso muro de odio del mundo entero contra los communards, las primeras líneas de la Historia de una montaña expresan justamente su necesidad de volver la vista otra vez a esa naturaleza para superar en la soledad el desengaño de la gran ciudad, la decepción de ese París derrotado donde Reclus ha visto naufragar finalmente sus esperanzas:
“Estaba triste y abatido, harto de la vida. El destino había sido duro conmigo, me había arrancado seres que me eran queridos, arruinado mis proyectos, reducido a la nada mis esperanzas. Los hombres que llamaba mis amigos se habían vuelto contra mi viéndome asaltado por la desgracia; la humanidad entera (...) me había parecido odiosa. Quería a toda costa escapar, ya fuera para morir o ya para reencontrar en la soledad, mi fuerza y la calma de mi espíritu. Sin saber dónde me conducían mis pasos, había salido de la bulliciosa ciudad y me dirigía hacia las grandes montañas cuyo perfil dentelleaba al fondo del horizonte (...). Había dejado la región de las grandes ciudades, de lo humos y del ruido: detrás quedaban enemigos y falsos amigos. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, experimenté un movimiento de gozo real. Mi paso se convierte en más alegre, mi mirada más relajada. Me paré para aspirar con voluptuosidad el aire puro que descendía de la montaña”[90].
* * *
La excarcelación y el
destierro en Suiza mostrarán que la decepción de Eliseo con la
ciudad había sido sólo pasajera, fruto de circunstancias
excepcionales. En su posterior experiencia residencial, Reclus afirmará
decididamente, como lo había hecho explícito en Beaulieu y en
muchas de sus experiencias residenciales urbanas anteriores, su apuesta por la
casa suburbana, por la pequeña villa residencial en las afueras de la
ciudad, la casa donde ciudad y naturaleza pueden encontrarse. Excepto en
momentos muy puntuales y transitorios, esa será su elección
residencial definitiva. La vemos confirmada nada más llegar a la Suiza
republicana para cumplir sus diez años de obligada expatriación.
En lugar de quedarse con su hermano Elías en la “alemana” y
fría Zurich, que desagradaba en extremo a su compañera Fanny,
Eliseo y los suyos optaron por la pequeña ciudad “italiana”
y de más tibio clima de Lugano, que le permite además y
fácil acceso a Milán; recorrió sus “alrededores en
búsqueda de la casita ideal” donde anhelaba alquilar diversas
villas con jardín, con vistas al lago y orientadas al mediodía
que le resultaron al final inaccesibles. Sin poder acceder a ninguna villa
suntuosa alquiló al final una sencilla “villa-barraca” en
Pazallo desde donde se veía la ciudad, “sobre un promontorio que
domina una de las ensenadas del lago de Lugano, (una casa) rosa, rodeada de
árboles verdes que lleva el bonito nombre de Luina”. Aunque los
Reclus se sintieron allí felices, la situación de la casita tan
“retirada” del mundo y la necesidad de acceder a grabadores y
dibujantes en ciudades más grandes para realizar la parte gráfica
de la gran Geografía Universal les hizo buscar pronto otras
villas más allá de las altas montañas, posiblemente en la
zona del lago Leman, y más cerca también de su editor de
París que con el que ha cerrado en firme un largo contrato (ver
figuras 10 y 11). La muerte inesperada de Fanny y del hijo que acababa de
nacer en febrero de 1874 y de la madre de la propia Fanny desencadenó
otra vez la tempestad personal y la inestabilidad residencial[91].
Como en el caso de Beaulieu, el descalabro doméstico generó otra
reflexión sobre la ubicación de la nueva casa, sobre la ciudad
ideal de Eliseo, que podemos seguir en algunas cartas donde se entrecruzaron
preferencias personales, razones de trabajo y la necesidad imperiosa de criar a
unas hijas de nuevo huérfanas. Si por Eliseo fuera, la opción de
una casa a las afueras de una gran ciudad habría sido la más
apetecible. Los grabadores y dibujantes para su Geografía, las
bibliotecas, se encontraban en las grandes ciudades; algunas de esas ciudades
permitían también una mayor cercanía por correo al editor
de París para cruzar correspondencia, enviar originales y corregir
pruebas. Reclus perdería en las montañas suizas “el confort
doméstico y las ventajas de la gran ciudad”. Las opciones en
principio estaban entre los alrededores de tres grandes ciudades, Turín,
Bruselas, o Londres y la pequeña ciudad de villégiature de
Montreux, al borde de su admirado lago Leman, de clima suave, y cercana a
Ginebra, Lausana y Berna. El otro término de la discusión que
introducía Reclus era, como siempre, el del clima, un cuestión
nada banal ni para él ni sobre todo para la salud de su hija Magali. La
discusión sobre la temperatura media anual, sobre los vientos
dominantes, los días de lluvia, llevaba a Reclus a considerar “los
alrededores de Londres” como la opción ideal, el lugar donde
encontraría personalmente más ventajas; pero como él mismo
concluía, “no es de mi de quién se trata”[92].
El elemento decisivo fue al final el de sus hijas, húerfanas de una
madre que las educara y las criara, cuestión que se podía
resolver mejor en la francófona ribera del lago Leman que mira al
Mediodía con la ayuda de sus hermanas y familiares del más
cercano Midi francés. Tampoco puede descartarse su progresiva
implicación en el movimiento anarquista centrado en Suiza que
convertirá a los pocos años a Eliseo en uno de los más
salientes representantes de esa rama del movimiento socialista. Su hermana
Marie le buscó una pequeña casa en las afueras de Vevey, en la
Tour-de-Peilz, cerca también de Lausana y de Montreux, donde una hermana
de Fanny venida de Inglaterra se hará a cargo de las niñas
casi un año.
Figura 10. Planta baja de
distribución de casa en Suíza, 1873 ca. Dibujo de E.Reclus.
Proyecto de instalación en una casa finalmente no realizado. |
Figura 11. Planta
superior de distribución de casa en Suíza, 1873 ca. |
En la primavera de 1875, con una amiga de la familia, Madame Renard, a cargo de las niñas, recaló en una residencia del casco de Vevey para mudarse definitivamente a una confortable villa en Clarens, a las afueras de Montreux (en 1876 según su sobrino Paul, en 1879 si seguimos su correspondencia). “Incapaz de dirigir (su casa) sólo”, Reclus había acabado casándose con su rica prima Ermance, que vino de Zurich para llevar adelante a sus dos hijas y construyó la villa que estabilizó por muchos años la trayectoria residencial del geógrafo. Excluida ya la opción de Londres, la casa de Clarens, protegida de los fríos vientos de norte por las montañas, mirando al cálido mediodía y al lago, lejos del incómodo viento de Lausana y de la húmeda y nublada Ginebra, era el ambiente ideal para Reclus, una zona francófona perfecta también para sus hijas. En esa villa suburbana, de donde salía para pasar los veranos en Villars-sur-Ollon, en plena montaña, vemos a un Reclus continuador de sus prácticas vegetarianas, adicto a sus sesiones diarias de gimnasia y paseos, cultivador ocasional de un huerto. En esa villa suburbana compuso Reclus lo principal de su Nueva Geografía Universal, asistido por dos colaboradores de confianza, ambos anarquistas como él, el cartógrafo Perron, que venía con frecuencia desde Ginebra, y el geógrafo Metchnikoff como secretario (reemplazado por Sensine a su muerte)[93]. En los 19 volúmenes dedicó unas 1.500 páginas a las distintas urbes del mundo en las que a su defensa de la ciudad como “lugar por excelencia del progreso” y quintaesencia de la civilización, unía la denuncia de los terribles contrastes urbanos que oponían a los barrios pobres, insalubres, ajenos a la naturaleza y con graves problemas de sobremortalidad, a los barrios ricos, más sanos y ajardinados[94]. En muchas grandes ciudades solía incluir una explicación de la evacuación de las basuras domésticas, del aprovisionamiento de agua o de la depuración del agua de las alcantarillas, una visión de la ciudad como organismo que le llevará a dedicar una gran extensión de texto a los espacios de los alrededores de la ciudad. La atención a esos amplios espacios periurbanos donde se sitúan numerosos municipios servidos por medios de transporte rápido, villas y casa unifamiliares rodeadas de bosques, huertas y jardines, parques suburbanos, residencias de villégiature, tomas de agua corriente para la ciudad y una agricultura intensiva a su servicio, los espacios preferidos de Reclus, es realmente excepcional en esa obra y merecería un estudio pormenorizado.
El traslado a las afueras de París en 1890 supondrá un cambio importante para un Reclus acostumbrado en Suiza a un medio natural tan hermoso. Como siempre había sido su deseo, buscará no obstante compatibilizar las ventajas del centro de la gran ciudad con la naturaleza menos transformada de la grande-banlieue tal y como se muestra en la siguiente figura 12. Después de un corto paso por Nanterre, se instaló en Sèvres en el número 26 del Quai des Fontaines, una “pequeña casa en la verdura”, según su sobrino Paul. Por las postales de época podemos confirmar esa apreciación: una calle con un inequívoco aire suburbano (ver figura 13). La casa estaba además a tiro de piedra de la estación del ferrocarril de Versalles que ponía al alcance el centro de la ciudad en pocos minutos. El algo más lejano tranvía también era un opción a contemplar en caso de apuro. Antes de partir de la ciudad vivió unos meses en el 9 de la calle del Ferrocarril, en Bourg-la-Reine, también en la grande banlieue parisina.
Figura 12. Situación de las casas parisinas de Reclus entre 1890 y 1894: de la petite a la grande banlieue. |
Figura 13. La rue Quai
des Fontaines, Sèvres, en la década de 1890, junto al Bois de
Meudon. |
En 1894, el traslado definitivo a Bruselas, la ciudad que había desechado veinte años antes por su clima, confirmará la misma opción residencial. Tras alquilar provisionalmente unas habitaciones en la casa de un amigo, Reclus y Ermance (hacía años que las hijas habían abandonado el nido familiar) se instalaron en el barrio de los Lagos de Ixelles, un populoso municipio suburbano muy próximo al centro de la ciudad y fácilmente accesible en tranvía (una ciudad donde su potente red de tranvías contribuyó a un espectacular aumento del uso del transporte público y de la expansión suburbana)[95]. Después de un corta estancia en el 38 de la calle de la Croix, durante los once años de vida que le restaban no ocupó más que dos casas unifamiliares de ese barrio, próximas la una a la otra, primero, hasta 1900, el 27 de la rue du Lac, y después, hasta su muerte en 1905, el número 26 de la calle Villain XIIII. La saga de los Reclus más próxima a él estuvo al final muy cerca, en el mismo barrio. Hasta su muerte, Elías vivió pegado a él en el número 39 de la calle Victor Greyson, al igual que su hermana Louise (que vino al final a vivir a Ixelles al 23 de la rue du Lac para encargarse de las nietas huérfanas de Eliseo) y su sobrino Paul, que después de trabajar varios años con Patrick Geddes en Edimburgo vino también al amparo universitario de Eliseo y habitó en el número 60 de la calle del Presbytère. Reclus siguió manteniendo la costumbre de pasar algún mes del verano en lugares más agrestes. Los diez últimos años de Bruselas nos pintan de nuevo a un Reclus suburbano. Cada día, el tranvía eléctrico le ponía en pocos minutos en su despacho de la Université Nouvelle de Bruselas. En esos diez años Reclus escribió sus principales artículos sobre las ciudades y los fragmentos de El Hombre y la Tierra en los que abogaba por una descentralización suburbana ya en acto, por “una extensión indefinida de las ciudades y una fusión total con el campo” asistida por un transporte barato[96]. Pocos meses antes de morir, debatiéndose contra una tormenta de nieve y viento, estuvo a punto de caer en la breve cuesta que llevaba de su casa a la parada del tranvía. Murió la noche del 4 de julio de 1905. Fue enterrado por decisión propia junto a la tumba de su hermano Elías, en el cementerio de Ixelles, a las afueras de Bruselas. Como un individuo suburbano más[97].
Notas
[2] Dunbar, 1978; Giblin, 1971, 1977; Vicente Mosquete, 1983; Arnau et al. 2007; Ferretti, 2007; Schmidt di Freidberg, 2007.
[3] Nettlau, 1929; Fleming, 1979; Giblin, 1976, 1977; Herodote, 1981, 2005; Lacoste, 1990; Clark, 2004.
[4] Giblin, 1977; Clark, 2004; Cornuault, 1999, 2006, 2008.
[5] Sarrazin,1998; Pelletier, 1999, 2007; Gourlaouen, 2004.
[6] Hall, 1994; Meller, 1990; Welter, 2002.
[7] Álvarez Junco, 1976; Litvak, 1981; Masjuan, 2000; Roselló, 2003; Girón, 2005.
[8] Dennis, 2006; Dennis, 2008, p. 228-230, 234-238.
[9] Reclus, 1864, p. 34; Reclus, 1905, vol. 1, p.1, pero la primera referencia ya en Reclus, 1864, p. 35.
[10] Ishill, 1927, p. 45.
[11] Reclus 1904, p. 158; Chardak, 2007, p. 16-17; Sarrazin, 1985, p. 21; Dunbar, 1978, p. 18-20.
[12] Reclus, 1904, p. 162.
[13] Sarrazin, 1985, p. 22-23; Reclus 1904, p. 162-163.
[14] Ibid.
[15] Ibid., p. 163; referencias de los jardines de las casa de los Reclus por ejemplo en Reclus, 1911, tome I, p. 38, 176.
[16] Dunbar, 1978, p. 21; Reclus, 1911, tome I, p. 9, 14, 15.
[17] Reclus, 1904, p. 171; Chardak, 2005, p. 30, sitúa una primera casa en Montauban al final de la Promenade des Cordeliers.
[18] Ibid., p. 171-172; P. Reclus in Ishill, 1927, p. 10.
[19] Reclus, 1911, tome I, p. 28-29.
[20] Bibliothèque Nacional de France (BNF), Salle de Manuscrits, Nouvelles Adquisitions Françaises (NAF) 22910. MF 15047, 13 y ss. También en Institut Français d´Histoire Sociale (IFHS), Fond Reclus, 14 AS 232, lettres, II, 4.
[21] Reclus (1851); Fleming, 1979, p. 41-42.
[22] Reclus, 1911, tome I, p. 33; BNF, NAF 22910. MF 15047, 13 y ss.
[23] BNF, NAF 22910. MF 15047, 13 y ss.; Reclus, 1911, tome I, p. 39, 41.
[24] Reclus, 1851; Fleming, 1979, p. 38.
[25] Reclus, 1911, tome I, p. 25-26 y p. 28,30.
[26] Ibid., p. 41-42.
[27] Reclus, 1905. El remite de las cartas de Londres es 26 Tichborne Street, Edgware Road, una zona en torno a la larga carretera suburbana del noroeste de la ciudad. La vivienda, una pequeña habitación, une “chambre si petite et tant d´autres misères” de Reclus, 1911, tome I, p. 44-51.
[28] Ibid., p. 67-68.
[29] Para la vida de Reclus en la Luisiana ver Ibid. p. 68-111; P. Reclus, 1964, 27-30; Nettlau, 1928, p. 55-56.
[30] Reclus, 1859.
[31] Dunbar 1978, p. 29-32; Reclus, 1911, tome I, p. 73-74, 84.
[32] Reclus, 1859, I, p. 274-275.
[33] Reclus, 1860 en Cornuault, 2002, p. 30-32.
[35] Ibid., p. 85-90, 87, 105.
[36] Muratelle, 2005.
[37] Reclus, 1911, tome I, p. 109.
[38] Reclus, 1861, p. 43-50, 73-75, 80, 119, 131, 142.
[39] Reclus, 1911, p.134. Reclus debía conocer por su hermano el Pré Catelan, un jardín inglés inaugurado en 1856 en el Bois de Boulogne que gozó de un enorme éxito al principio. Funcionaba como una concesión privada que contenía un teatro de las flores, espacio de conciertos, vaquería, bufet, café y otros establecimientos para un público que disfrutaba de una naturaleza recreada (ver Alphand, 1984).
[40] Sobre Les Batignolles vid, infra.
[41] Reclus, 1911, tome I, p.155-180, 119, 134, 139, 151.
[42] Ibid., p. 161.
[43] Ibid., p.154, 72-73, 156, 162, 161, 164, 165-166; Reclus, 1861, p. 189-190; Reclus, 1900, p. 1-2; Pelletier, 2007, p. 5-8.
[44] Reclus, 1911, tome I, p. 170; 169-172; Dunbar, 1978, p.38-39.
[45] Para tener una referencia, 600 francos era la cantidad que Reclus cobraba de Hachette mensualmente por publicar un volumen anual de unas mil páginas de su Nueva Geografía Universal durante los 19 años de su aparición (Dunbar, 1978, p. 73; Reclus, 1911, p. 181, 184). El domicilio de la rue Bénard en carta a su hermana Zéline (IFHS, Fond Reclus, 14AS232, Dossier VIII, Fond Paul Reclus, Cartas compiladas por Alain Kergomard con la colaboración de Louise Rapacka-Cuisinier, ciclostilado); Paul Reclus In Ishill, 1927, p. 1.
[46] Nettlau, 1929, p. 190-191.
[47] Toda esta discusión en base a la cartografía y datos de Rouleau, 1985, p. 181-182, 203-210, 235 (plano de Th. Lefèvre, 1859), 247-253, 272-273. Para la primera etapa de evolución del barrio ver también Jacquemet, 1974.
[48] Dunbar, 1978. p. 53-57, 53.
[49] Reclus, 1911, tome I, p. 217, 230-231.
[50] Nettlau, 1929, p. 173.
[51] Ibid. p.229.
[52] Dal Co, 1975, 188-9, Dunbar 1979 sobre las relaciones Reclus-Marsh.
[53] La Tierra se publicó en inglés en 1871-1873, pero sin esa introducción, sólo publicada como artículo en 1960; Dunbar 1979.
[54] Reclus, 1864, p.763; Clark, 2004, p. 7.
[55] Reclus, 1869, vol. 2.
[56] Cornuault, 2008.
[57] Reclus, 1869, p. 172.
[58] BNF, NAF, 1859, MF 15053. p. 3-4.
[59] IFHS, Fond Reclus, 14 AS232, Dossier VIII, Fond Paul Reclus, Cartas compiladas por Alain Kergomar p. 3, citado también por Cornuault, 2008, p.35-36.
[60] Reclus, 1860; p. VII-IX, 142, 91-92.
[61] Ibid., p. 91, 100-104, 115-120, 118, 367-381.
[62] Ibid., p. VII-VIII (IX), 44-45, 47-53, 83-84, 145, Parte tercera y plano final sin paginación.
[63] Reclus, 1911, tome I, p. 200-201, 218, 238; Reclus, 1863, p. 343; Reclus, 1925, p. 28, 53.
[64] BNF, NAF22910, MF 15053, p. 12-14; IFHS, Fond Reclus, 14 AS 232, cuatro cartas a Clarisse, 1859.
[65] Reclus, 1925, p. 18-19, p. 209-210; ver también Reclus, 1863, p. 361-362.
[66] Reclus, 1864, p. 107, 200, 203.
[67] Reclus, 1864, p. 231.
[68] Reclus, 1864, p. 242, p. 242-254, 236-244.
[69] Reclus, 1864.
[71] Ibid., p. XIX, p. CXXIV; Dunbar, 1978, p. 118-119; Kohl, 1841; Kohl, 1874; Cammaerts, 1904.
[72] Reclus, 1864; Reclus 1868.
[73] Reclus, 1864, p.CXVIII-CXX.
[74] Dos años antes había afirmado que “gracias a los medios de comunicación rápida, Francia se ha(bía) comprimido. Actualmente, decía el geógrafo, podemos ir de un extremo a otro de Francia en un solo día y en casos excepcionales el tiempo de tránsito necesario todavía ha disminuido. Desde el punto de vista de las distancias, el territorio francés es pues cinco veces menos extenso que hace sesenta años: ha disminuido en la proporción de 1 a 25” (Reclus, 1864, p.CLIX).
[75] Harvey, 2003, p. 47-50.
[76] Reclus, 1866, p. 373-374.
[77] Ibid., ibid.
[78] Ibid., p. 376.
[79] Ibid., ibid.
[80] Ibid., p. 377, 379-380.
[81] Ibid., p. 380-381.
[82] Cornuault, 2008, p. 52-53.
[83] Ibid., p. 46-49.
[84] Reclus, 1869, p. 225-234.
[85] Nettlau, 1929, p. 223, 231-232.
[86] Reclus, 1911, tome I, p. 327-328, 325, 330, 332, 335, 340-341; Nettlau, 1929, p. 237-238.
[87] Ibid., p. 337-338, 340, 342; las cartas originales en las que aparecen los dibujos aludidos en BNF, NAF, 15048, 410 y ss.
[88] Ibid., p. 338.
[89] BNF, NAF, 15053, 79-80, 12 ag. 1871; Cornuault, 2008, p. 68-69.
[90] Reclus, 1880, p. 15-16; Fleming, 1979, p. 98-100.
[91] Reclus, 1911, tome II, p. 92-97, 102-105; De alguna de esas villas nos ha dejado rastro su correspondencia con dibujos detallados del propio Reclus: ver BNF, NAF, 15049, 146; Reclus, Paul, 1964, p. 90, 93.
[92] BNF, NAF, 15049, carta del 24 abril 1874 a su cuñado Edouard Bouny; ver también la carta del mes anterior a su cuñada Noemí en Reclus, 1911, tome II, p. 150-151. Sobre la belleza del lago Leman (o la de la Corniche entre Niza y Mónaco) ver por ejemplo Reclus, 1864, p. XLVI, LXI.
[93] Para distintas apreciaciones del trayecto residencial el Suiza ver Ibid., p. 99, 129, 145, 148, 154, 157, 169, 193, 200, 207, 210, 212-214, 221-223, 502.
[94] Gourlauen, 2004.
[95] Reclus, 1925, remites de cartas diversas, 1890-1894; Reclus, Paul, 1964, p. 123; McKay, 1976, p. 209-216.
[96] Reclus, 1895, p. 172, 170.
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* Buena parte de
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