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LA FUERZA DE LOS IDEALES. CREACIÓN DE ESTADOS LIBERALES, CONSTITUCIONES POLÍTICAS Y TRANSFORMACIÓN DEMOCRÁTICA
Conferencia Inaugural XII Coloquio Internacional de Geocrítica
En la
conferencia inaugural del XI Coloquio Internacional de Geocrítica que se
celebró en Buenos Aires en 2010 abordé el tema del derecho a la ciudad y el
derecho para la ciudad en la actual fase de urbanización generalizada. En dicha
intervención defendí que en una sociedad democrática, a partir del marco legal
existente, pueden hacerse muchas transformaciones de consecuencias muy
profundas e incluso revolucionarias. También estimaba que “la existencia del
Estado y la organización del Estado liberal en el siglo XIX han tenido y tienen
funciones positivas”, y señalé que no compartía el cuestionamiento y descalificación
de lo que algunos califican despectivamente como simple ‘democracia formal’;
tampoco la deslegitimación del Estado y la visión del éste como una institución
que está siempre al servicio del capitalismo, del poder hegemónico del capital.
Finalmente afirmaba que “hace falta Estado y democracia formal, para empezar.
Luego toda la que sea necesaria y posible. También profundizar y utilizar los
recursos que tenemos”[1].
Esas declaraciones mías dieron lugar a unas puntualizaciones, ante las que hube de argumentar mi posición[2]; y han originado luego un debate en el que han intervenido otros autores[3], y que ha resultado muy interesante.
Este Coloquio es una oportunidad para seguir reflexionando sobre algunas de las cuestiones que se han suscitado en dicho debate. Son muchos los temas que aparecen en él, y hay que hacer aproximaciones sucesivas que permitan ir tratándolos en toda su complejidad. En relación con las posibilidades de la transformación del Estado, puede plantearse la cuestión de la creación de estas estructuras políticas, la organización territorial que se dieron bajo el régimen liberal, y el valor de las declaraciones que aparecen en las Constituciones políticas que se fueron elaborando por los nuevos Estados que se constituyeron en los siglos XIX y XX.
Hablaré sucesivamente de la independencia política y la construcción del Estado liberal, del poder, y de los procesos de territorialización y socialización. Me referiré, finalmente, a la fuerza liberadora y transformadora de los ideales políticos plasmados en las Constituciones, y en otras declaraciones políticas que pueden hoy formularse.
Independencia política y construcción del régimen
liberal y de los Estados nación
La construcción de los Estados liberales en el siglo XIX fue un proceso complejo, pero de gran trascendencia. La independencia política se realizó en ocasiones a través de guerras de independencia o de liberación, que fueron también mitificadas luego por la hagiografía de cada país.
Podemos decir que en el ámbito hispano e iberoamericano, la primera Guerra de la Independencia fue la de España, contra Napoleón. Como dice el título de la obra clásica del Conde de Toreno (1835-1837), fue a la vez “levantamiento, guerra y revolución”; y además una guerra civil por cristalizar en ella toda una serie de tensiones que afectaban a la Monarquía absoluta y a la estructura política, social y económica, y que se habían ido haciendo patentes desde los dos últimos decenios del siglo XVIII. Al igual que las que hubo para la independencia de los países americanos, fueron también luchas en la que se mezclaron diferentes conflictos que se reforzaban entre sí: guerras civiles, enfrentamientos entre los partidarios del viejo régimen y el régimen liberal, entre absolutistas y liberales, entre progresistas y moderados, entre centralistas y federalistas, entre diferentes Estados.
Con la invasión de España por el ejército de Napoleón, se produjo el hundimiento del aparato del Estado. El país tuvo la desgracia de tener en aquel momento reyes absolutamente ineptos y vergonzosamente indignos: Fernando VII había sido proclamado rey en Aranjuez el 19 de marzo de 1808 por abdicación de su padre Carlos IV; pero el 1 de mayo en Bayona, en presencia de Napoleón, el nuevo rey abdicó en favor de su padre, y cinco días después éste lo hizo en favor de Napoleón Bonaparte, quien, a su vez, cedió los derechos a su hermano José, que tomó el nombre de José I.
La constitución de juntas provinciales y de la Junta Suprema Central el 28 de septiembre de 1808, así como a partir del 30 de enero de 1810 el Consejo de Regencia de España e Indias, trataron de resolver el vacío de poder. Las juntas se apropiaron de la soberanía y trataron de buscar un nuevo marco legal con la convocatoria de las Cortes, que se celebrarían en la ciudad de Cádiz, el único punto de la Península que no estaba ocupado por los franceses.
La experiencia de los debates gaditanos y la redacción de la Constitución tendrían una gran influencia en América, en una situación idéntica a la que vivía la metrópoli y que se mantuvo hasta 1814, con ausencia de la figura del rey. Fue la guerra de la Independencia española y el vacío del poder lo que alimentó o provocó los movimientos de independencia en América. Fue esa situación la que generó e impulsó la toma del poder por las Juntas que se constituyeron, y la que abrió el camino hacia textos constitucionales de los países independientes, en un contexto en que lo local adquirió un fuerte protagonismo político[4].
Al igual que en España, en las provincias americanas las juntas locales no obedecían al gobierno de Madrid, que estaba en aquellos momentos en manos de José Bonaparte, el rey intruso. La toma de las riendas del poder por parte de los cabildos y juntas locales tendría consecuencias decisivas, apoyadas en la cultura política que inspiró asimismo la redacción de la Constitución española de 1812.
Inicialmente en América se establecieron juntas subordinadas a la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino, que no obedecía a José I, la cual proclamó en 1809 que los dominios que España poseía en América no eran propiamente colonias, sino “un parte esencial e integrante de la Monarquía española”, y estableció que cada reino americano debería elegir un representante a la Junta central. Lo cual supuso, por primera vez, dar una representación a América en el gobierno de la Monarquía hispana, aunque en una situación minoritaria (9 representantes americanos frente a 36 metropolitanos, por miedo a la superioridad numérica americana); una desigualdad que fue sentida como una ofensa por los americanos y dio lugar a explicitar muchos agravios existentes (monopolio comercial peninsular, preferencia a los peninsulares en los cargos públicos…), y fomentó un sentimiento de emancipación[5]. Inicialmente, muchos reclamaban simplemente la reforma de la Monarquía y hacer valer sus derechos; pero pronto las reivindicaciones se hicieron más radicales.
La Constitución de Cádiz de 1812 fue aplicada en Nueva España, Centroamérica y algunas partes de América del Sur; pero generalmente había de serlo por autoridades nombradas antes de ella, y a veces contrarias al texto o a algunos de sus principios, como la libertad de prensa. Se convocaron las elecciones previstas en la Constitución, y los resultados dieron la mayoría a los liberales. Pero, al mismo tiempo, los americanos pudieron inspirarse también en el texto constitucional de Cádiz para afianzar su propio camino y apoyar sus derechos.
En algunos aspectos, la Constitución suponía un avance en la equiparación de los españoles de España y América. El artículo 1 proclamaba que “la Nación española es la reunión de todos los españoles de los dos hemisferios”. Eran españoles “todos los hombres libres nacidos y avencindados en los dominios de las Españas y los hijos de éstos” (art. 5); lo que se reitera en el artículo 10 cuando se enumeran las partes que componen el territorio español y se incluyen los antiguos reinos de España y las provincias de América y Filipinas (art. 10). También se establece que “la base para la representación nacional es la misma en ambos hemisferios” (art. 27).
De todas maneras, el texto constitucional señalaba luego algunas limitaciones significativas, en particular a la calificación de ciudadano: se definieron como tales (art. 18) “aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles en ambos hemisferios, y están avencidados en cualquier pueblo de los mismos dominios”; y se señalaba, además, que el ejercicio de los derechos de ciudadano español se pierde “por el estado de sirviente doméstico” (art. 25.3) o “por no tener empleo, oficio o modo de vivir conocido” (art. 25.4). Se establece también que para ser nombrado elector se requería tener más de 25 años (art. 45), y que a partir del año 1830 (es decir, 18 años después de promulgada la Constitución de 1812) sería preciso saber leer y escribir para tener la condición de ciudadano (art. 25.6).
De hecho desde 1810, ante el vacío de poder en la Península, se activa un movimiento constitucional en América, y empieza a plantearse ampliamente la cuestión de la soberanía como algo que pertenece a los pueblos americanos. Los cabildos y las elites se convirtieron en depositarios de dicha soberanía. Hubo además, eventualmente, conflictos de obediencia respecto a las juntas superiores de las estructuras políticas americanas (que residían en Lima, Bogotá, Buenos Aires o México) y reacciones brutales por parte de algunos virreyes y autoridades políticas de la Monarquía.
Los relatos del nacimiento de las naciones y de sus guerras de liberación son mitos que se construyen, que tienen unas funciones políticas e ideológicas, y que solo recientemente se están deconstruyendo por la historiografía. Se han planteado, por ejemplo, las razones de la calificación de la Guerra de la Independencia española como un levantamiento de la nación y como un momento fundamental en la elaboración de una identidad nacional española[6]. Esta guerra, como la Constitución de 1812, se fue convirtiendo, a través de toda la historiografía liberal del siglo XIX, en una amalgama de resistencia al invasor, de patriotismo, de cambio político, de revolución, de aspiración a la libertad, de creación de la nación española.
Había, sin embargo, importantes matices diferenciales en las interpretaciones. Se podía poner el énfasis en el levantamiento del pueblo por la independencia de la patria, o en la lucha por la defensa de la libertad y la justicia. Es decir, la Guerra de la Independencia española podía ser percibida políticamente, por unos, como la lucha por la independencia de la Nación con su rey. Por otros, como un estallido en defensa de la libertad, los derechos del pueblo y de la justicia; para éstos era una lucha sin final, un mito al servicio de la construcción de un futuro de libertad y de justicia para todos.
En el siglo XIX expresiones como pueblo, nación, soberanía popular, ciudadanía tenían un contenido potencialmente democrático y revolucionario, que percibían muy bien todos, y que creaba inquietud a los conservadores y los liberales moderados. La nación podía ser la patria soberana e independiente, un concepto que unificaba a todas las clases sociales; o el pueblo en defensa de su libertad, el pueblo revolucionario en armas, lo que atribuía el protagonismo a las clases populares. En el caso de la fiesta del Dos de Mayo (en conmemoración del alzamiento del pueblo de Madrid contra los franceses, el 2 de mayo de 1808), podía tomarse como símbolo de la independencia de la nación con su rey, o como expresión de la libertad y de los derechos del pueblo[7].
De manera similar, se están repensando los relatos y las representaciones de las guerras de independencia americanas, acontecimientos también complejos, que pueden presentarse como la lucha del pueblo por su libertad, o el combate de las oligarquías por obtener una parcela propia de poder. Unos ponían énfasis en la libertad, la ciudadanía y la emancipación política, y pretendían apoyarse en una base social y política amplia; otros destacaban el orden y la seguridad y pensaban en una base social reducida de propietarios y personas respetables. Hubo debates y diferencias importantes entre los que extendían los derechos políticos a toda la población y los que deseaban reservarlos a unos pocos.
Fue preciso construir los nuevos países desde la base, en un proceso que sería muy doloroso; inventarlos en el sentido que da la Academia de la Lengua Española a este término: “hallar o descubrir, a fuerza de ingenio y meditación, o por mero acaso, una cosa nueva o no conocida”. Una invención en la que se mezclaron las tradiciones, los intereses de los grupos sociales que tuvieron el protagonismo, la ciencia, la presión de otros países[8].
En todo caso, lo que las Constituciones aportaron fue mucho. Se trata de un cambio jurídico y político radical: el poder quedaba limitado por un texto legal, y los individuos dejaron de ser súbditos y pasaron a convertirse en ciudadanos. Eso tendría avances y retrocesos, pero constituyó un paso fundamental. Fue general el anhelo de libertad y de cambiar los privilegios del Antiguo Régimen, de superar la situación anterior jurídica y políticamente, y fue difundiéndose el rechazo del despotismo y del absolutismo.
La Constitución española de 1812 y las que se fueron redactando y aprobando en los países americanos, reflejan el deseo y la esperanza de que del hundimiento de la estructura política del aparato del Estado surgiera una sociedad nueva, más libre e igualitaria. Si en España la reacción contra el gobierno impuesto por Napoleón dio lugar a la convocatoria de la asamblea nacional en 1809, y si desde el mismo momento de su apertura en septiembre de 1810 las Cortes se proclamaron soberanas, hubiera sido extraño que ese proceso, una vez desencadenado, no tuviera desarrollos más radicales en América. La afirmación de la soberanía nacional como fuente de legitimidad tendría consecuencias revolucionarias inmediatas en los lejanos territorios americanos de la Monarquía, donde las oligarquías locales vieron despertar, o tuvieron posibilidad de encauzar, sus propios anhelos y proyectos de control social y económico.
Las ansias de construir un nuevo orden político no pudieron ser reprimidas en los territorios americanos, que tuvieron así con la emancipación política, vía libre para la construcción de ese nuevo orden, el orden liberal.
A partir de 1811 las provincias americanas fueron creando sus propias constituciones, aunque con diferencias importantes en la forma de elección y representación, en los conflictos entre unitarismo y federalismo, en la concepción de igualdad y las declaración o no de derechos individuales, en la protección mayor o menor de los individuos frente a los abusos de poder; y con textos que pretendían ser más o menos provisionales o definitivos.
Puede ser significativa de la nueva situación planteada la “Constitución del Estado de Antioquia sancionada por los representantes de toda la provincia y aceptada por el pueblo el 3 de mayo de 1812”, en cuyo preámbulo se establece:
“Los representantes de la Provincia de Antioquia en el Nuevo Reino de Granada, plenamente autorizados por el pueblo, para darle una Constitución que garantice a todos los ciudadanos su Libertad, Igualdad, Seguridad y Propiedad: convencidos de que abdicada la Corona, reducidas a cautiverio, sin esperanza de postliminio las personas que gozaban el carácter de soberanas, disuelto el Gobierno que ellas mantenían durante el ejercicio de sus funciones, devueltas a los españoles de ambos hemisferios las prerrogativas de su libre naturaleza, y a los pueblos las del Contrato Social, todos los de la nación, y entre ellos el de la Provincia de Antioquia, reasumieron la soberanía, y recobraron sus derechos: íntimamente persuadidos que los gobiernos de España por su estado actual, y por su inmensa distancia es imposible que nos liberten de la tiranía y del despotismo, ni que cumplan con las condiciones esenciales de nuestra asociación: viendo, en fin, que la expresión de la voluntad general manifestada solemnemente por los pueblos, es de que usando de los imprescriptibles derechos concedidos al hombre por el Autor Supremo de la Naturaleza, se les constituya un gobierno sabio, liberal y doméstico, para que les mantenga en paz, les administre justicia y les defienda contra todos los ataques así interiores como exteriores, según lo exigen las bases fundamentales del Pacto Social, y de toda institución política: después de un maduro examen, y profundas reflexiones, hemos acordado y convenido en los Artículos siguientes”.
La lejanía y la situación específica de América hizo que la declaración de nulidad que realizó Fernando VII en 1814 de todo lo que se había decidido durante su cautividad y ausencia no tuviera en América la misma fuerza que tuvo en España. El discurso político que influyó en las Constituciones de los países independientes fue, de manera general, el discurso liberal[9]; lo que, desde luego, daría lugar a conflictos con una parte de la sociedad tradicional más influyente, que aceptaba sin cuestionamiento un sistema jerárquico y estamental. Las Constituciones y códigos que se elaboraron y promulgaron después de la independencia establecieron, de manera general, una legislación de aplicación igualitaria y universal; aunque también se incorporaron matices que introducían la diferencia y la desigualdad[10]. Y se dejarían sentir asimismo otras corrientes culturales que pudieron influir en los discursos, tales como el que favorecía el liderazgo militar o el caudillismo, o el que más moderadamente atribuía funciones educadoras al poder[11], herencia transformada del despotismo ilustrado de raíz aristocrática.
Pero, en todo caso, los principios concretos que establecía y consagraba la Constitución española de 1812, como las otras que se aprobaron en América, aunque fueron luego vulnerados y suprimidos, quedaron ya para siempre como un ejemplo y permitirían nuevas conquistas y derechos, desde la afirmación de la democracia al sufragio amplio y la educación para todos[12]. Poco a poco el sufragio universal y la ciudadanía fueron siendo reclamados y conseguidos por la presión ciudadana.
Los procesos de territorialización y de socialización
Los grupos sociales que pasaron a controlar el Estado con el triunfo del régimen liberal ejercitaron su poder también a través de la organización territorial.
Era necesario organizar de forma diferente el Estado. En el siglo XVIII el espacio adquirió una nueva dimensión, mensurable y pensable en términos económicos y técnicos, y el poder actuó consciente y sistemáticamente sobre el territorio a través de cuerpos técnicos especializados[13]. Con la instauración de los Estados liberales todo se intensificó. Se inició un proceso de construcción del territorio a través de la intervención humana, esencialmente la del poder: organización administrativa, regionalización, creación de infraestructuras y actuaciones múltiples decididas por los gobiernos.
Resultan por ello especialmente interesantes los procesos de territorialización y división político-administrativa, el conflicto entre centralización y regionalización, la elaboración de la cartografía y el catastro de los Estados independientes; así como también la desamortización eclesiástica y de bienes de propios y comunales, los efectos urbanos y rurales del cambio territorial, las consecuencias ambientales de la construcción de los Estados nacionales, la generación de identidades territoriales y de sentimientos de pertenencia.
La Constitución de Cádiz de 1812 establecía ya en su artículo 11 que “se hará una división más conveniente del territorio español, por una ley constitucional, luego que las circunstancias lo permitan”. El nuevo régimen político trató inmediatamente de constituir un nuevo mapa del Estado, y de dividirlo de manera uniforme en diversos escalones inferiores, esencialmente provincias y municipios.
La obsesión por la uniformidad, frente a los privilegios y desigualdades territoriales del antiguo régimen, conducía a una pretensión de homogeneidad en la organización territorial del Estado y la gestión territorial, para hacer a todos los ciudadanos iguales antes las leyes, conseguir la aplicación de reglas comunes en la explotación de los recursos, dar uniformidad a la administración de justicia o unificar el sistema fiscal; y pretendía también la formación de mercados nacionales unitarios.
La división provincial y municipal fue uno de los instrumentos de control y gestión del territorio. En España fue realizada tras el triunfo del régimen liberal en 1833, a la muerte de Fernando VII. Los municipios y sus ayuntamientos pasaron a ser considerados como el último escalón de la administración del Estado.
La implantación del modelo territorial liberal centralizado pudo dar lugar luego a resistencias e intentos de cambio a partir de reivindicaciones regionalistas, nacionalistas o federales. Por ejemplo, en Colombia con los conflictos generados por las tensiones entre el centro de Santa Fe y las provincias a partir de 1811, cuando se produjo la propuesta del presidente de Cundinamarca, Jorge Tadeo Lozano, para reorganizar el territorio de la República, lo que provocó en enfrentamiento entre el Congreso de Cundinamarca y el Congreso de las Provincias Unidas[14].
Influyeron en ello intereses económicos divergentes, estructuras de poder, tradiciones políticas o culturales; y también las características de la división social y técnica del trabajo, las diferencias lingüísticas o religiosas. En la misma constitución del Estado pudo haber intereses y estrategias enfrentadas: centralismo-regionalismo, proteccionismo-librecambismo, unitario-federal, uniformismo-heterogeneidad, defensa del poder de la Iglesia o aspiración a un orden laico. También concepciones intelectuales diferentes: si la ilustración y el positivismo fueron decididamente uniformizadores, el romanticismo y neorromanticismo historicista tuvieron más sensibilidad ante la diversidad, las diferencias, las raíces y las peculiaridades.
Con los nuevos regímenes liberales se hizo necesario también acometer procesos de socialización, que trataron de construir la nación y la identidad nacional, la conciencia de comunidad ampliamente compartida. También crear ciudadanos y condicionarlos para el trabajo y la convivencia. Importa por ello estudiar esos procesos de socialización, la implantación del sistema educativo y las adaptaciones posteriores, el papel de los libros de texto, la difusión de nuevos símbolos culturales y políticos, de mitos acepados por todos, y los efectos de todo ello en la organización del Estado[15]. A través de la educación había de convertirse a los habitantes de los nuevos Estados –muchas veces llegados de fuera- en ciudadanos[16].
Poder y Estado
El debate sobre el poder es complejo, ya que implica no solamente una reflexión teórica o filosófica sobre su naturaleza (en la línea de Weber, Foucault y otros) sino también estudios empíricos sobre cómo actúa concretamente el poder para conseguir la dominación y cómo ha evolucionado históricamente su ejercicio, sobre los conflictos de intereses, las contradicciones y los enfrentamientos internos. El poder no puede ejercerse aisladamente, sino que necesita de apoyos y alianzas, incluso en el caso del poder autocrático y de las monarquías absolutas[17].
El poder adquiere un carácter institucional más preciso a partir de la organización del Estado liberal y de sistemas políticos democráticos. A pesar de ello, siempre ha habido grupos que han intentado controlar el Estado para su provecho, que desean limitar la ciudadanía, las libertades, y los derechos individuales. También podría argumentarse que la construcción de un nuevo orden político liberal fue simplemente una estratagema del poder para conseguir ser obedecido a través de mecanismos institucionales. Podríamos, incluso, apoyar esa tesis en las mismas palabras de Jean-Jacques Rousseau en El contrato social, donde observó que "el más fuerte no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor, sin transformar su fuerza en derecho y la obediencia en deber". Pero en la misma obra daba argumentos que se oponían a esa interpretación, a partir del establecimiento del pacto social, al advertir que "la fuerza no hace el derecho y que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos[18].
Podemos hablar de todo ello; en particular, debemos debatir si el Estado puede regular el poder de otros para ponerlo al servicio de los ciudadanos; distinguir entre el poder político, el poder económico, el poder social; investigar los procesos de territorialización y socialización asociados al ejercicio del poder; y debatir si es tan omnímodo como pretenden algunos, por ejemplo, los foucaultianos, o si hay posibilidades de liberación. Sin duda las estructuras nacionales facilitaron e impulsaron la constitución de un mercado único y la penetración del capital. Pero también a veces trataron de controlar y regular la entrada y la actuación de éste, en función de los propios intereses estatales.
No son buenos tiempos para los Estados. Hoy hay muchos que tienen tendencia a descalificar la democracia en general, y el régimen liberal en concreto, sosteniendo que la democracia no existe y el Estado liberal está al servicio de las clases dominantes. Durante muchos años se ha ido difundiendo un desprestigio e incluso una deslegitimación de los Estados, que ha calado ampliamente en la izquierda y en la derecha. Las acusaciones de que el Estado es ineficiente e innecesario, típicas de las posiciones neoliberales, han conducido a la desregulación y la privatización, que han estado en el origen de esta crisis económica; los neoliberales inculpan a los órganos de la administración pública de no servir, de ser burocráticos e ineficientes, y pretenden que el Mercado es mucho más eficaz para hacer funcionar la economía.
Puede ser; y se han barajado muchos argumentos a favor de ello, desde posiciones neoliberales, y en sentido contrario. La cuestión de si los Estados se han construido al servicio de las clases dominantes podría ser bien defendida desde América, donde muchos países se independizaron en un proceso dirigido por la oligarquía. Podemos encontrar declaraciones explícitas del momento de la emancipación en las que se afirma la vinculación de la ciudadanía y la propiedad. Pero ya se ha visto que las cosas fueron mucho más complejas; y pocos dudarán que la independencia fue un proceso beneficioso para el continente.
El Estado liberal, como heredero de muchos de los ideales de la Ilustración, ha cumplido desde el siglo XIX funciones de redistribución y de ordenamiento social para asegurar la convivencia y el bienestar de los ciudadanos, en la medida de sus posibilidades y de sus recursos económicos. Hasta el punto de que podríamos afirmar que “si el Estado no existiera, los pobres habrían tenido que inventarlo”[19].
Porque, si el Estado no existiera, ¿quién desempeñaría su papel? El Estado puede tener una capacidad de integración y representación de los intereses colectivos, y puede realizar eficazmente funciones redistributivas. Naturalmente, eso significa un Estado democrático, y en el que la democracia se perfeccione continuamente, lo que implica continuar profundizando en ella y en el cumplimiento de sus funciones. Lo cual, a su vez, supone objetivos políticos, y voluntad para alcanzarlos también de forma democrática.
Es decir, que si existe un déficit de inclusión, debemos hablar de cómo resolverlo; si existen crecientes demandas sociales, se deben examinar; y si hay presiones para la contención del gasto público, se debe abordar esa cuestión y discutir si están justificadas o si, en lugar de contenerlo, no convendría aumentarlo, lo que significa naturalmente, mayores -y no menores- impuestos; es decir, mayor capacidad para obtener recursos con vistas a la redistribución, para atender a las necesidades de los más desfavorecidos. Y convencer a los votantes de la importancia de todo ello.
Programas internacionales comparativos mirando al
futuro
Necesitamos poner en marcha programas internacionales sobre estas cuestiones. Para empezar, sobre la crisis del Antiguo Régimen y la implantación del régimen político liberal; más concretamente, sobre la construcción de los Estados nacionales, la influencia de las ideas de la Ilustración en los proyectos liberales[20], los procesos de territorialización y de socialización, y sobre la forma como se organizó el ejercicio del poder por parte de las Constituciones sucesivas que se han ido elaborando. Y sobre cómo la presión democrática ha ido permitiendo la participación de capas más amplias de la población.
Es sugestivo estudiar cómo se construyeron las identidades de los nuevos países, las creencias y comportamientos que se intentaron imponer, los mitos y los héroes que se propusieron, las hagiografías nacionales y sus funciones políticas, el papel de la escuela y de los libros de texto en el adoctrinamiento y en la creación de ciudadanos.
Tenemos necesidad de estudios comparativos de todo el ámbito hispanoamericano e iberoamericano para entender cómo se produce en los estados independientes la tensión entre los partidarios del antiguo régimen y la revolución liberal, por qué se impusieron la intolerancia y la violencia, frente a la tolerancia y la concordia; así como las responsabilidades –seguramente compartidas- de unos y otros grupos sociales. El XIX fue un siglo de guerras civiles, de luchas por el poder, de revanchismo, un orden solamente masculino, sin sensibilidad política alguna por la figura de las mujeres. Debemos estudiar también el papel de los héroes en la unificación de las naciones independientes, las funciones asignadas a la educación para integrar y unificar la nación y, sobre todo las clases populares; qué significaba pueblo, soberanía, nación representación, ciudadanía, libertad, república, civilización, barbarie. Los nuevos ritos, fiestas, celebraciones, para los que impulsaron el proceso emancipador, y cómo fueron percibidos por las clases populares y por los excluidos del sistema.
Y hemos de debatir las cuestiones de por qué las clases dirigentes que impulsaron la independencia respecto a España fueron incapaces de acordar mecanismos de unión y colaboración y, en cambio, impulsaron diferencias, enfrentamientos, fronteras, separaciones; por qué en la América hispana se construyeron multitud de estados a veces enfrentados entre si y no grandes bloques territoriales como en Brasil, por qué quienes vivían en un Nuevo Mundo no fueron capaces de construirlo unido y prefirieron vivir en mundos más reducidos y airadamente enfrentados entre sí.
Todo ello para imaginar formas nuevas de colaboración supranacional, de profundización de la democracia representativa y la puesta en marcha de mecanismos de participación cada vez más eficaces.
La fuerza de las Constituciones del siglo XIX
Con la implantación del régimen liberal se abrió un camino que puede conducir a cotas mayores de democracia, libertad, justicia e igualdad.
Sin duda, podían esgrimirse precedentes de pactos y acuerdos políticos antes de la creación de los Estados liberales. En los debates que tuvieron lugar para la redacción de la Constitución de Cádiz se esgrimieron argumentos que parcialmente habían aparecido ya en el siglo XVIII, pero que entonces adquirieron otro carácter y significado. Así se percibe cuando en el “Discurso preliminar leído en las Cortes al presentar la Comisión de Constitución el proyecto de ella” -y seguramente, en una actitud que pretendía enlazar con la tradición y anticiparse a las críticas de estar imitando a los revolucionarios franceses- se presentaron los precedentes que podían esgrimirse para la redacción, y se aludió a las diferentes tradiciones de los territorios de la monarquía, desde Castilla a Aragón y Navarra, y los límites a la autoridad real que existían en ellos. Según los constitucionalistas, se había olvidado “el gusto y afición hacia nuestras antiguas instituciones comprendidas en cuerpos de la jurisprudencia española”. Por esa razón, la convocatoria de Cortes –de antigua tradición, pero que no se reunían en el siglo XVIII- se consideró que era el medio para la regeneración del país.
En una exégesis histórica oportunista de los antiguos códigos, podían interpretar que la soberanía de la Nación era reconocida ya en ellos. Haciendo una lectura del Fuero Juzgo, el código elaborado en 1241 por Fernando III de Castilla, como traducción del Liber Iudiciorum de época visigótica (Código de Recesvinto, año 654), podía afirmarse que “la soberanía de la Nación está reconocida y proclamada de modo auténtico y solemne en las leyes fundamentales de este código”. Según esa interpretación del texto visigótico y medieval, en él se señalaba de forma clara que “el Rey debe tener los derechos con su pueblo; mandan expresamente que las leyes se hagan por los que representan a la Nación, juntamente con el Rey; que el Monarca y todos los súbditos, sin distinción de clase o dignidad, guarden las leyes”[21].
Es cierto que en esos antiguos códigos el mismo rey quedaba sometido al derecho promulgado, porque -como se dice en el título primero del Fuero Juzgo- “faciendo derecho el rey, debe aver nomne de rey; et faciendo torto pierde nomne de rey”[22]. Pero, a pesar de ello, eran lecturas sesgadas. Porque hay una diferencia fundamental entre los códigos otorgados por el poder, que existen ya desde la Antigüedad, y los que son resultados de la soberanía popular.
Dotarse de una Constitución que estableciera las reglas de la política fue un paso decisivo del siglo XVIII. Tres Constituciones tuvieron, en este sentido, una gran importancia: la de EEUU de 1787, la Constitución francesa de 1791 (que incorporó la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789), y la Constitución española de 1812.
En España la convocatoria en 1810 de Cortes generales y extraordinarias fue un suceso singular. No se trataba ya de un simple órgano consultivo, como lo eran antes las Cortes, sino expresión de la nación soberana, y que iba a crear a través de sus representantes una constitución política para la Monarquía. Las Cortes eran las que elaboraban las leyes, y por tanto la sociedad autorregulaba los derechos de los individuos.
Desde la segunda mitad del siglo XVIII se fue difundiendo la idea, apoyada en Rousseau, de que la ley era, o debía ser, una expresión de la voluntad general. Por eso los Parlamentos (en España las Cortes) con funciones legislativas serían un elemento esencial para la elaboración de la ley y la defensa de los derechos y las libertades individuales. La voluntad general establecía los derechos individuales reconocidos.
Los liberales del XIX heredaron en este sentido los debates de la Ilustración y en concreto las ideas roussounianas sobre el pacto social, que, se habían difundido en la España metropolitana y en las provincias americanas[23]. Los redactores de la Constitución española de 1812 pudieron hacer, como hemos visto, una interpretación en la que las Cortes, como instituciones donde residía la voluntad general, podían remontarse a la Edad Media e incluso al reino visigodo, y esgrimir el pacto social como un contrato social, que sometía a los individuos a la voluntad general. De forma más precisa aparecía la idea del pacto social en algunas constituciones americanas, como hemos visto en la de Antioquia.
No es de extrañar que para los fascistas, para los totalitarios en general, las ideas de Rousseau fueran objeto de especial animadversión, la raíz de todos los males. El fascismo, en efecto, como otros totalitarismos, aborrece la democracia y exalta el Estado por encima de los individuos. Un aborrecimiento que queda inequívocamente reflejado en los textos políticos fascistas. Por ejemplo, en el discurso de José Antonio Primo de Rivera en el acto fundacional de Falange en el teatro de la Comedia de Madrid, en 1933:
“Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente (…) Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad (…)
Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio, conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase. (…) De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías”[24].
Pero el fundador de Falange, como los otros fascistas y totalitarios, se equivocaba gravemente. Como también otros que recientemente descalifican la obra de Jean-Jacques Rousseau[25]. No puede denigrarse una obra que se iniciaba precisamente con la afirmación de que “el hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive en todas partes entre cadenas"; que proponía el contrato social con el objetivo de "encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común las personas y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a si mismo y permanezca tan libre como antes"; que atribuye al pacto social la capacidad de “dar existencia y vida al pacto político”, al cual se le da movimiento a través de la ley; que defiende que “la legislación debe perseguir sobre todo la libertad y la igualdad; o que, finalmente afirma que "el poder legislativo es el corazón del Estado”, que éste “no subsiste por las leyes sino por el poder legislativo” y que establece que “la voluntad general es indestructible”[26]. Algo que conocen muy bien los colombianos, que pueden leer en la fachada del Palacio de Justicia de Bogotá estas palabras del presidente Francisco de Paula Santander: “Las armas os han dado la independencia; las leyes os darán la libertad”.
Igualmente se equivocan quienes descalifican alegremente el régimen parlamentario. La democracia de los Estados liberales es todavía imperfecta e incompleta, pero es más que lo que existía en el pasado. Solo hay que practicarla y profundizarla. Que sea formal es, de entrada, necesario e importante (frente a descalificaciones que se han hecho muy someramente desde la izquierda), aunque eso no signifique que deba quedar con las formulaciones que se le dieron en el siglo XIX.
En la actualidad es común cuestionar el Estado, deslegitimarlo, considerar que el poder estatal produce la dominación, lo que se aplica por igual a todo tipo de Estados, desde los totalitarios a los democráticos. A pesar de la deslegitimación que se hace de la estructura estatal, debe reconocerse que su existencia es muy positiva. Lo que no significa que deba ser inmutable. Siempre debemos adaptar las estructuras políticas a las nuevas realidades.
Lo que la Constitución de Cádiz y las otras que se fueron aprobando durante el siglo XIX establecían es la prioridad de la legislación emanada de la voluntad general y de las Cortes o parlamentos como origen de la ley. Era algo verdaderamente revolucionario establecer de forma inequívoca que la Nación española “no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia o persona” (art. 2), que “la soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales” (art. 3), y que “la Nación está obligada a conservar por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen” (art. 4). Hay claras restricciones a la autoridad del rey (art. 172): éste no puede impedir la celebración de Cortes, ni suspenderlas o disolverlas, ni ceder ninguna de sus prerrogativas, no puede designar sucesor sin consentimiento de las Cortes, imponer contribución sin ese permiso, privar a ningún individuo de su libertad, ni imponerle por sí pena alguna (art. 172.11)
Además de ello, se proclamaba la libertad de expresión y de imprenta, la enseñanza pública (“en todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras”, art. 371), la abolición de la tortura (debate en el que tuvo un papel importante el geógrafo Isidoro de Antillón), la libertad de trabajo y de industria, que se afirma frente a la antigua organización gremial.
Se asegura también la libertad personal (art. 172); la exigencia de que la Cortes aprueben los impuestos y la igualdad en el sistema fiscal; la inviolabilidad de domicilio (art. 306), la libertad de imprenta, la libertad de expresión, el derecho a un proceso público, y que ninguna persona pueda ser detenida si no existen leyes que establezcan los delitos, y solo con mandato judicial (art. 287), lo que indica que los individuos pueden hacer lo que no está prohibido por la ley. Finalmente, el artículo 371 establecía que “todos los españoles tienen la libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidades que establezcan las leyes”.
Durante el siglo XIX hubo avances y retrocesos en el reconocimiento de estos derechos, pero la fuerza de los principios establecidos quedó indeleble y tendría, a la larga, consecuencias duraderas[27].
En España la vigencia de la Constitución de 1812 fue breve. Fue abolida o revocada por Fernando VII tras la vuelta del rey en 1814, y solo se reinstaló como código fundamental entre 1820 y 1823. Luego sería modificada y superada por otras. Pero su influencia fue grande. Abrió el camino al debate político, obligó a nuevas precisiones en relación con el momento político y a nuevas formulaciones. Inicialmente fue producto de una minoría; pero sus ideales se fueron difundiendo y ganando adeptos. Los ciudadanos la tuvieron ya como referencia y daría lugar a las exigencias de nuevos derechos; un marco de referencia que no podía desconocerse.
Las constituciones del siglo XIX instauraron unos regímenes parlamentarios y representativos, que actuaban en nombre de la nación soberana. A lo largo del tiempo la representación popular y la posibilidad de refrendar las leyes mediante un referéndum supuso avances en la participación de los ciudadanos. Es cierto que durante el siglo XIX la ciudadanía solo era una realidad para grupos reducidos[28]. Sin embargo los desarrollos políticos de los siglos XIX y XX fueron afirmando la igualdad, y extendiendo los derechos, a capas cada vez mayores de población[29].
Podría argumentarse, en contra de la opinión deslegitimadora que, gracias a la organización de los Estados democráticos, a partir del siglo XIX nunca ha existido mayor libertad, cultura, salud, paz, convivencia, y que nunca los pobres han estado más protegidos. No significa desconocer la existencia de grandes e inaceptables desigualdades en el mundo, de la posible corrupción del poder; pero sí que en todas estas dimensiones estamos mejor que en el pasado. Por eso, frente a aquellos que estiman que el Estado ha de destruirse, podemos defender que si no existiera habría que inventarlo[30].
Ideales políticos y su fuerza liberadora
De manera similar a como hicieron los ilustrados del siglo XVIII o los liberales del XIX, no debemos tener miedo a las grandes palabras o frases, que expresan ideales. Acuñémoslas también nosotros y luchemos por que se hagan realidad. Cuando los revolucionarios franceses lanzaron la consigna “Libertad, igualdad, fraternidad”, o cuando los liberales hispanos escribieron en la Constitución (art. 6) que “los españoles deben ser justos y benéficos” estaban expresando ideales que con su misma formulación contribuían a mejorar a la sociedad, dándoles objetivos admirables. Lo mismo que cuando los constitucionalistas de Cádiz escribían que “el fin de toda sociedad política no es más que el bienestar de los individuos que la componen”.
De manera similar sucedió después. Los principios e ideales que se han ido introduciendo tienen una gran fuerza. Hoy debemos formularlos, defenderlos, esforzarnos en que se consignen en textos legales. Si no nosotros, otros sabrán darles vigencia.
En todo caso, si ha de ser la voluntad general quien lo establezca, debemos convencer a la gente. Todo ha de reclamarse democráticamente persuadiendo a los ciudadanos para que elijan opciones políticas progresistas que elaboren y aprueben las leyes que aseguren la justicia y la libertad. Es decir, necesitamos no solo ideales sino también pedagogía para convencer a la población de su bondad y necesidad. Es seguro que solo la izquierda puede salvar el mundo, pero ha de hacerlo con la democracia.
No hemos de ser menos atrevidos que los constitucionalistas españoles y americanos que elaboraron la Constitución de 1812, cuando después de reconocer la vinculación del nuevo código a la tradición, añadieron que la comisión:
“no ha podido menos de adoptar el método que le pareció más análogo al estado presente de la Nación, en que el adelantamiento de la ciencia de gobierno ha introducido en Europa un sistema desconocido en los tiempos en que se publicaron los diferentes cuerpos de nuestra legislación”[31].
Así debemos también hacer nosotros, ya que los cambios de todo tipo que se han producido son enormes; y que, como en el pasado, se han realizado en todo el mundo innovaciones y cambios desconocidos en los tiempos en que se elaboraron las anteriores Constituciones.
Un texto constitucional, al igual que los códigos jurídicos, pueden ser la ocasión para parafrasear lo que afirmaban los redactores de la Constitución española de 1869: que pudiera ser el paso ardientemente deseado de las conquistas de la democracia a las reformas del porvenir.
Deberíamos volver al origen, al hábito de consensuar una declaración de los derechos de los hombres, como seres humanos y como ciudadanos. Y seguramente también debemos pensar en las obligaciones y deberes respecto a la comunidad, algo especialmente necesario en estos momentos en que muchas veces predominan actitudes cerradamente individuales, egoístas e insolidarias.
Esas declaraciones de derechos guiarán posteriormente la elaboración de normas legales para salvaguardarlos. Derechos naturales de todos los hombres, y derechos en tanto que ciudadanos y sometidos a un orden político.
Hoy debemos formular con claridad y con exigencia todos los derechos que los ciudadanos deben de gozar. Son muchas las declaraciones que han existido, y algunas se han reiterado recientemente en relación con los debates sobre el derecho a la ciudad; muchos de los que hoy se reclaman son, en realidad, derechos de los habitantes urbanos a la ciudadanía. Por ejemplo, los formulados en la declaración de derechos reconocidos en la Carta del Derecho a la Ciudad de 2004.
Entre ellos los más importantes son los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de los habitantes de las ciudades: derecho a la vivienda, acceso a los servicios públicos domiciliarios y urbanos; derecho al transporte público y la movilidad urbana; derecho a la cultura y al ocio; derecho al medio ambiente. Hemos de reclamar el ejercicio pleno de la ciudadanía, la igualdad y no discriminación, la necesidad de una economía solidaria, la función social de la propiedad, las políticas impositivas para todos y progresivas.
También los derechos civiles y políticos: participación política; derecho al uso democrático del espacio público urbano; derecho a la justicia; seguridad pública y convivencia pacífica, solidaria y multicultural. O los derechos relativos a la gestión de la comunidad, a la transparencia en la gestión democrática de la sociedad, la protección especial de los grupos y personas vulnerables. El rechazo absoluto y la condena de cualquier tipo de violencia.
Hoy los esenciales son, además de la afirmación de igualdad y libertad, el derecho al trabajo, a la educación, a la salud y a la profundización de la democracia a través de la participación. Respecto al trabajo, es esencial la igualdad de acceso al mismo, y el salario mínimo para todos. En el bien entendido de que si no se encuentra empleo, el tiempo de trabajo deberá realizarse para la comunidad, de acuerdo con la formación y las capacidades de cada uno.
Los derechos civiles aparecieron como tales frente al Estado, como limitaciones al poder de éste, y en concreto del gobierno. En las constituciones del siglo XIX podía distinguirse entre derechos civiles y políticos. Los primeros eran para todos los nacionales de un país. Los segundos para los ciudadanos que reunían ciertas condiciones y, a partir de ellas, podían participar y decidir en asuntos de la comunidad. Hoy se ha avanzado mucho y ambos derechos tienden a estar unidos, aunque no siempre. Por ejemplo en el caso de los inmigrantes sin derecho a voto, o a ser elegidos.
Inicialmente, la libertad se reclamaba frente al poder, la reclamación de libertad significaba la aspiración a una separación clara entre sociedad y Estado, como se hacía en las constituciones liberales del XIX. Sin embargo, en los dos últimos siglos se ha ido reconociendo derechos civiles que, en algunos casos, exigen la intervención del Estado para que se puedan realizar.
Los derechos sociales, efectivamente, pueden exigir hoy la existencia de un poder público que los garantice y que los haga posibles. El Estado está para ello, para garantizar el cumplimiento de esos derechos: a la vivienda, al trabajo, a la salud, a la educación. Y también para la obtención de recursos que lo permitan, a través de un sistema impositivo progresivo que grave a los que más tienen.
Son muchos los problemas que tenemos hoy y las dificultades a que nos enfrentamos. En todo caso, no deberíamos dejarnos vencer por el ambiente de pesimismo que a veces nos circunda, por las adversidades, por las dificultades que existen a nuestro alrededor. Tal vez deberíamos tener el mismo optimismo que, en tiempos mucho peores que los actuales, expresa la letra del himno nacional colombiano,
“¡En surcos de dolores
el bien germina ya! ”.
Al menos deberíamos esforzarnos para que fuera así. Expresemos también nosotros los derechos que queremos, y luchemos democráticamente para que se cumplan.
Notas
[1] Capel 2010.
[2] Garnier 2011 y Capel 2011.
[3] Con trabajos publicados en el número extraordinario de Biblio 3W dedicado a “Derecho para la ciudad en una sociedad democrática. Reacciones y comentarios al debate entre Jean-Pierre Garnier y Horacio Capel” (nº 932) .
[4] Como han señalado en las últimas dos décadas los trabajos de Guerra 1995, Terán y Serrano Ortega (eds.) 2002, Lampérière 2004, Portillo Valdés 2006 y Luis (ed.) 2011, entre otros.
[5] Verdo 2011.
[6] Álvarez Junco, 1994.
[7] Demange 2004 y 2011.
[8] Sobre Argentina, véase Oliva Gerstner 2011.
[9] Guerra 1993.
[10] Barragán 1993.
[11] Como ha defendido Aljovín de Losada (1993.), con referencia a la Constitución de Andrés de Santa Cruz, promulgada para la Confederación Peruano-Boliviana (1836-1839).
[12] También en los países americanos hubo retrocesos e intentos de regeneración democrática; por ejemplo, en las reformas emprendidas en Perú a partir de 1886, Contreras 1993.
[13] Capel 1989.
[14] Sobre ese y otros enfrentamientos puede verse Patiño Villa 2012.
[15] Como hemos intentado hacer, por ejemplo, en Capel, Araya et al. 1983, y en otros trabajos.
[16] Oliva Gerstner 2012 b.
[17] He hablado de ello en Capel, en publicación.
[18] El Contrato Social, cap. 3.
[19] Tal como he señalado en Capel 2011, en contraposición a una cita que hace J.-P. Garnier de David Harvey, según la cual “si el Estado no existiera el capitalismo lo habría inventado”.
[20] Sobre Nueva Granda Gomez 1991; acerca de Nueva España Ribera Carbó 1998, 2006, 2012.
[21] Discurso preliminar leído en las Cortes al presentar la comisión de Constitución el proyecto de ella, p. 6 y 7.
[22] Fuero Juzgo, ed. 1815, Titulo I, II, p. II Véase también Libro I “Del facedor de la Ley et de la Ley” (en la versión latina “De legislatore”).
[23] Sarrailh 1957, Lewin 1967, Rea Spell 2000, entre otros.
[24] Esas ideas se reflejaron luego se formuló en los llamados “puntos de la Falange”. El número 6 decía que el Estado es “un instrumento totalitario al servicio de la integridad patria”, y que los españoles participarían a través “de su función familiar, municipal y sindical. El rechazo a la participación a través de los partidos políticos era total; y más concretamente: “Se abolirá implacablemente el sistema de los partidos políticos con todas sus consecuencias: sufragio inorgánicos, representación por bandos en lucha y Parlamento del tipo conocido”.
[25] Como ha hecho recientemente Philpp Blom 2012.
[26] El Contrato Social, las citas proceden del libro I, caps. 1, 6.; libro II, cap. 6, y 11; libro III, cap. XI, y libro IV, cap. 1.
[27] Blanco Valdés 2010.
[28] Sabato 1999 y 2001.
[29] Como se comprueba, por ejemplo, en Aljovín de Losada y Jacobsen 1993.
[30] Lo que no significa desconocer la vinculación entre poder y Estado, la dinámica expansiva de los Estados, en lo que ha insistido Joan-Eugeni Sánchez (1981, 1992, 1994).
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Ficha bibliográfica: