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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XVI, núm. 418 (17), 1 de noviembre de 2012
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

RAZÓN, ESTADO, CIUDAD Y TERRITORIO: DE SINAPIA A VALENTÍN DE FORONDA*

Pedro Fraile
Depto. de Geografía y Sociología – Universidad de Lleida
pedrofrl@telefonica.net

Razón, Estado, ciudad y territorio: de Sinapia a Valentín de Foronda (Resumen)

A partir de la segunda mitad del siglo XVI se abrió en Europa un complejo proceso de ordenación del territorio, así como de las principales ciudades, a la par que se iba configurando la red urbana que, con modificaciones, ha llegado hasta nuestros días. Tal dinámica corría paralela a la formación de los estados modernos, lo cual propició la reflexión sobre esa problemática y sobre la relación entre soberanía, territorio, ciudad y gobierno. En el ochocientos se incorporaron nuevos elementos vinculados con la construcción de los estados liberales.

En este trabajo se hacen tres incursiones en el pensamiento racionalista que se ocupó de esos temas. Conoceremos las propuestas de Sinapia, una utopía de finales del seiscientos de sesgo tardobarroco. La Ciencia de Policía nos servirá como ejemplo de la racionalidad y el pragmatismo de los administradores. Finalmente, el discurso de Foronda será la muestra de esa actitud cartesiana, en los albores de los estados liberales, que recurre a la regla y el cartabón para la ordenación territorial y urbana.

Palabras clave: Estado moderno, ordenación territorial, división provincial, siglos XVII-XIX, Sinapia, Ciencia de Policía, Foronda, ordenación urbana.

Reason, state, city and territory: from Sinapia to Valentín de Foronda (Abstract)

From the second half of the sixteenth century onwards, Europe witnessed a complex process of planning (both territorial and of major cities) alongside the development of the urban network which, with certain modifications, has lasted until the present day. Such a dynamic ran parallel with the formation of modern states, which gave rise to serious thinking about these questions and about the relationships between sovereignty, territory, city and government. In the nineteenth century new elements linked to the construction of liberal states entered the equation.

This article comprises three investigations into the rationalist thinking that treated these themes. We will encounter first the proposals of the late baroque utopia Sinapia, from the end of the seventeenth century. Policy Science will next provide an example of administrators’ rationality and pragmatism. Finally, the discourse of Foronda will act as a test case for the Cartesian stance which, at the dawn of Liberal States, resorted to the ruler and set-square for regional and urban planning.

Key words: Modern state, regional planning, provincial division, seventeenth-twentieth centuries, Sinapia, Policy Science, Foronda, urban management.


Algunos autores, como por ejemplo Benevolo[1], sitúan en la segunda mitad del siglo XVI, tras la paz de Cateau-Cambrésis (1559) y el Concilio de Trento (1563), el inicio de un proceso de reorganización urbana, relacionado con la propia construcción de los estados, en parte consecuencia del relativo equilibrio político y religioso que caracterizó esa época. Entonces se consolidaron algunas de las grandes ciudades europeas, como París, Madrid, Londres o Moscú, que fueron objeto de intervenciones importantes y se constituyeron, o se confirmaron, como capitales.

Se inició entonces una dinámica compleja en la que entraron en contacto factores como la configuración de los estados centralizados, que cada vez más se afianzaban reclamando funciones que antes estaban en manos de otros sectores como la nobleza o el clero[2], y su ordenación territorial, consecuencia de esa voluntad de abarcar tareas que exigía dar forma al espacio en el cual se debería ejercer la soberanía. Vinculado a todo ello estaba la construcción conceptual de la capital, el debate sobre las tareas que debería asumir la ciudad que detentase tal rango, así como el papel a desempeñar, tanto en relación a toda la trama urbana, como respecto al Estado.

En definitiva, se estaba estrechando el lazo que unía al Estado con su territorio, su capital y su red urbana, por lo que, cada vez más, se fueron urdiendo entre sí aquellos discursos que se ocupaban de esos asuntos. Tal dinámica se fortalecerá durante el setecientos y llegará hasta el siglo XIX, momento en que la aceleración de la industrialización, y sus consecuencias sobre la estructura y la distribución de la población, así como el crecimiento urbano, propiciarán una cierta especialización de la reflexión sobre determinados aspectos particulares. Por eso, lo que en el siglo XVIII habían sido Tratados de Policía, que atendían a los más variopintos aspectos sociales y espaciales de la organización de la ciudad, la capital o el territorio en general, se descompusieron en la siguiente centuria en estadísticas demográficas o de morbilidad, obras sobre higienismo o sobre teoría política y organización territorial[3], por poner algunos ejemplos. Aunque también en el ochocientos pervivieron, aunque no de una manera tan insistente y ostensible, esas reflexiones en las que se entremezclaba lo social, lo espacial y el gobierno.

Los ejemplos de esa literatura abundaron a lo largo de todo el periodo. En los Memoriales que Pérez de Herrera envía a Felipe II y Felipe III[4], explica las intervenciones que se deberían acometer en Madrid para que continuase siendo la capital del Reino pero, a la par, también está hablando de qué papel le corresponde a las ciudades que ostenten tal rango, de cuáles son sus funciones en relación al conjunto de la trama urbana o al propio Estado. Esta vinculación entre los diferentes niveles discursivos la encontramos también cuando Benito Bails[5] compara continuamente lo pequeño y lo grande, la arquitectura y el urbanismo, la casa y la ciudad, pues la perfección y la comodidad de ambas depende de la armonía de sus diferentes, aunque complementarios, componentes, ideas en las que dice seguir a Alberti.

Igualmente, en las Cartas político-económicas al Conde de Lerena, escritas entre 1786 y 1790, y atribuidas a León de Arroyal, se puede leer: “El buen orden de una familia suele depender del buen compartimiento de una casa, y un reino mal compartido jamás andará muy ordenado[6]”.

En definitiva, los discursos sobre la configuración y organización del Estado, la ordenación territorial, la capitalidad o las funciones de la trama urbana se entrelazan continuamente y se explican y se dan sentido mutuamente. En la literatura europea de los siglos XVII y XVIII hallamos multitud de ejemplos, como la obra de Alexandre Le Maître, que tenía el elocuente título de La Metropolitée ou de l’êtablissement des villes capitales, de leur utilité passive et active, de l’union de leurs parties et de leur anatomie, de leur commerce etc.[7], aparecida en 1682. Quizás una de las muestras más brillantes de este entrelazamiento de los discursos es el Traité de la Police de Nicolas Delamare[8], así como el fondo documental recogido por él mismo y sus colaboradores para escribirlo[9].

Durante el lapso de tiempo que media entre finales del seiscientos y los últimos años del siglo XIX abundaron tanto los estudios o los informes que abordaban el complejo asunto de la ordenación territorial, su relación con la configuración del Estado y con los problemas económicos y sociales que todo ello conllevaba, como las intervenciones en tales ámbitos. Su análisis, obviamente, desbordaría el marco de estas páginas pero, aun a riesgo de simplificar, y siguiendo a Benevolo, cabría firmar que, en cierto sentido, había dos tradiciones diferentes que, lógicamente, no eran compartimentos estancos y se pueden rastrear hasta bien entrado el ochocientos, siempre sin olvidar que las interferencias fueron muchas y frecuentes y que, en tan larga trayectoria, se fueron incorporando nuevos factores que, si bien las enriquecían, también hicieron más difícil su identificación y, de alguna manera, llegan hasta nuestros días.

Uno de los enfoques se relaciona con la arquitectura y el urbanismo del Despotismo Ilustrado[10] y con sus capitales, donde se buscan las grandes perspectivas y una cierta teatralización de la ciudad, que parcialmente se convierte en escenario, en la que la monumentalidad desempeña un papel importante. Este planteamiento lo encontramos en multitud de ciudades europeas y en muchas de sus reformas parciales y, en parte, se materializó en el siglo XIX en el discurso arquitectónico calificado de historicista, uno de cuyos representantes más emblemáticos fue Léonce Reynaud[11].

Otro modelo sería el de las ciudades libres holandesas en las que, como dice Benevolo, “el territorio mismo es un producto de las intervenciones humanas (…) El desarrollo de las ciudades se basa en el saneamiento de los terrenos y se lleva a cabo necesariamente según planificaciones de conjunto promovidas por la colectividad”[12]. La lógica burguesa tiende hacia un urbanismo más funcional, en el que la perspectiva adquiere un significado diferente y la belleza o la monumentalidad cambian de sentido. Obviamente, la producción teórica y la territorial son más complejas que este sencillo esquema, y por supuesto cambiantes, en un lapso de tiempo tan dilatado como el que media entre el siglo XVII y el final del XIX, pero ambos enfoques se pueden seguir a lo largo de ese periodo, con sus interferencias y sus influencias mutuas.

En estas páginas nos ocuparemos de esta segunda tradición, la que podríamos calificar de racionalista o funcionalista, y lo haremos sin ánimo de exhaustividad por medio de tres catas, con la intención de mostrar el hilo conductor que enlaza discursos aparentemente diferenciados. Nos ocuparemos de una obra anónima, Descripción de la Sinapia, datada por unos a principios del setecientos y, por otros, en su segunda mitad; de la Ciencia de Policía, que recorre el siglo XVIII y una parte del siguiente y, finalmente, de los escritos de Valentín de Foronda, a caballo entre el setecientos y el ochocientos.

Se trata de trabajos bien diferentes, pero con el denominador común de una racionalidad, que podríamos calificar de radical, que recurre a la regla y al cordel para organizar el espacio y, con él, a la colectividad que lo ocupa.

Sin duda, esta corriente que hace hincapié en la línea recta, el orden, la clasificación y, en definitiva, la planificación, viene de lejos y se pueden encontrar manifestaciones de la misma en muchos lugares  y desde épocas remotas. El “castrum” romano podría ser un buen ejemplo de ello, pero también algunos modelos urbanísticos renacentistas, como la Sforzinda de Filarete[13], o muchas de las propuestas utópicas de aquella época[14]. Hay quien[15] considera que algunas de estas formulaciones recogían la amplia traición planificadora oriental, que llegó a Europa filtrada por Bizancio y por el mundo árabe. En este sentido es muy elocuente la descripción que hacía Marco Polo de una ciudad china:

Todo el plano de la ciudad fue trazado regularmente línea por línea y las calles, en general, son por consiguiente tan rectas, que cuando una persona sube por las murallas, encima de una de una de sus puertas y mira recto delante de ella, puede ver la puerta opuesta del otro lado de la ciudad (…) Todas las partes del terreno sobre el que las residencias han sido construidas de un extremo al otro de la ciudad son cuadradas y forman una línea exacta (…) De este modo, todo el interior de la ciudad estaba formado por recuadros, tanto que parece un damero, y el plano está trazado con tal precisión y belleza que no se puede describir.[16]

Las poblaciones de nueva planta para la colonización de Sierra Morena, en la época de Carlos III, o una buena parte de las ciudades que se elevaron en América Latina, son buenas muestras de esa voluntad racionalizadora en lo espacial. Pero también en el norte del continente americano podemos encontrar múltiples ejemplos de lo mismo, como el plano de Filadelfia diseñado por William Penn, con claros resabios utópicos.

Del mismo modo, en la organización del territorio, especialmente cuando hubo conflictos de intereses, se optó por la línea trazada sobre el mapa. El Tratado de Tordesillas, para dirimir las disputas entre España y Portugal, o el reparto de África acometido por las potencias coloniales en el Congreso de Berlín de 1885, son episodios que nos hablan de ello. Pero no sólo las disputas y las disensiones producen estos efectos, como podemos ver en el mapa de EEUU.

En resumen, esta tradición racionalista que ordena el espacio, a diferentes escalas, recurriendo con frecuencia a la recta y soslayando factores de tipo histórico, es larga y viene de lejos y, en estas páginas, haremos algunas catas en ella, teniendo siempre presente que, tras las propuestas espaciales, suele haber un proyecto social, un modelo de gobierno y de ciudadano y ambas facetas, la social y la territorial, se explican mutuamente. Estamos, en gran medida, frente a un ejemplo del mecanismo de poder que Foucault[17] califica de disciplinar, cuyo rasgo distintivo es la voluntad de adecuar la realidad a un patrón.

En este repaso evitaremos cualquier planteamiento maniqueo. No se trata de mostrar que la racionalidad radical en lo territorial está contaminada por un plan de dominación, sino que la ordenación y el gobierno son dos caras de una misma moneda y fruto de ciertas condiciones económicas, sociales y políticas.

El interés de esta aproximación estriba en la influencia que tales discursos tuvieron en la configuración de los estados liberales, así como en su oposición a sistemas que prestaban más atención a las dinámicas históricas, a ciertas confrontaciones o a la tradición misma. Su estudio, sin duda, es una pieza clave para entender algunos de los debates contemporáneos sobre la división del Estado, la intervención urbana o la organización espacial en general.


Sinapia: entre la utopía racionalista y la antitopía

La Descripción de la Sinapia, península en la tierra austral, como es bien sabido, es un manuscrito hallado entre los documentos de Campomanes por D. Jorge Cejudo López, bibliotecario de la Fundación Universitaria Española, donde se encuentran depositados en la actualidad[18]. Son muchos los argumentos a favor de la relevancia de tal descubrimiento pero, sin duda, uno de los principales es el lugar en que apareció y la figura de su propietario, el Conde de Campomanes, a quien en su momento se le atribuyó la autoría.

Pero, además de la influencia que pudo tener en determinados círculos, hay que considerar también la propia entidad de la obra, que Avilés Fernández[19] califica de antitopía, pues presenta la imagen opuesta de la España en la que vio la luz, lo que le confiere un doble valor. Por un lado, porque constituye una crítica de los valores, el estilo de vida o las formas de gobierno de su tiempo. Por otro porque propone un sistema alternativo, basado en una racionalidad, que el propio autor califica de cartesiana, que lleva hasta el extremo tanto las cuestiones espaciales como los sistemas de gobierno y de organización social o comunitaria.

Quizás las primeras preguntas que surgen, aunque probablemente no las más importantes, son quién fue su autor y cuándo se escribió. La primera tentación, dadas las condiciones del hallazgo, fue atribuírsela al propio Campomanes, hipótesis todavía no totalmente descartada. Para algunos[20] se trata de un fruto del Siglo de las Luces, aparecido al calor de las reformas emprendidas por Felipe V, y del ambiente que habían propiciado los novatores al final del seiscientos. Galera Andreu[21], siguiendo a François López[22], incluso llega a proponer un nombre, el de Manuel Martí (1663-1737): “dean de Alicante, gran intelectual y según López el único traductor en España de Descartes”. Desde este punto de vista sería un producto de la ilustración temprana del primer cuarto del setecientos, aunque también se han barajado otras hipótesis como por ejemplo la de Stelio Cro[23], quien sostiene, basándose en la caligrafía y en otros argumentos, que se trata de una obra de finales del siglo XVII, suposición que, si bien fue ganando adeptos, también ha sido refutada a tenor de las ideas estéticas o urbanísticas que se vierten en Sinapia, como el rechazo a los excesos del barroco, la exaltación de la sencillez, la preeminencia de la simetría sobre el adorno en la arquitectura, el uso de hileras arboladas para separar diferentes territorios y así un largo etcétera de propuestas sinapienses, además de veladas referencias a obras aparecidas en las primeras décadas del siglo XVIII, argumentos que parecen avalar la hipótesis de su adscripción a ese periodo.

Pero, en todo caso, desde ambos puntos de vista, esta obra se considera fruto de la Ilustración. Por el contrario, Sambricio[24] discrepa de esta idea y presenta a Sinapia como un producto tardobarroco, por su defensa de la comunidad como concreción de la vida social, concepción que considera superada dentro de la lógica ilustrada que plantearía como objetivo, más que la felicidad en la sencillez, la creación y la circulación de riqueza, lo que tendría consecuencias sobre el crecimiento, la distribución y la evolución de las ciudades que, necesariamente, perderían ese carácter comunitario por el que se abogaba en Sinapia. Del mismo modo, en esta utopía, se impone la idea de la uniformidad, también presente en la obra de Moro: vista una villa vistas todas; lo cual entraría en abierta contradicción con la lógica de la generación de riqueza que, necesariamente, conlleva la especialización y por tanto la diferenciación. Este planteamiento, que aparta a Sinapia del pensamiento ilustrado, no entra en el debate concreto de su datación, sino que se ocupa de su orientación y arroja luces para interpretarla.

Si pretendemos esbozar las ideas o los influjos que la modelaron, no deberíamos olvidar a oriente, que está presente desde las primeras páginas, donde se le dan al lector pistas muy claras, ya que uno de los héroes fundadores de este país es un sabio chino, Si-Ang, que rápidamente abrazó el cristianismo y que aporta a esta península el conocimiento y la prudencia de su tierra natal.

Galera Andreu[25], defiende la relevancia de este enfoque en la gestación de esta utopía, en un periodo en que la cultura occidental prestaba atención a otras y se disponía a recibir su influencia:

El sentimiento había hecho su aparición al cobijo de la mirada empírica hacia la Naturaleza y desde finales del siglo XVII su irrupción en el ámbito cultural ha creado la llamada “crisis de la conciencia europea” una crisis de la sensibilidad que abre paso a las emociones; gusta de lo bizarro, lo desconocido o lo exótico y no sólo en el espacio sino en el tiempo.[26]

Esta fue la entrada de la cultura oriental que, como el mismo autor nos explica, llega tamizada por Bizancio y por la cultura árabe y deja su impronta en Sinapia.

Finalmente, habría que considerar su parentesco con otras utopías que le precedieron. Son, por tanto, diversas la influencias que convergen en esta obra, como las interpretaciones que se ha hecho de ella y, probablemente, es desde la combinación de las diferentes visiones desde donde se pueden entender en profundidad sus propuestas.

Pero ¿qué sucede en aquella península austral? Su autor se sirve, para su presentación, de un recurso bastante socorrido que, a la par, podría ayudar a su datación. Explica que se trata de un manuscrito que le ha llegado de las manos de Abel Tasman (1603-1659), navegante holandés que entre 1642 y 1646 viajó al servicio de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y a quien debe su nombre Tasmania. Con tal documento entre las manos escribe:

Determinéme pues, a traducirla, a riesgo de que pase por novela por la dificultad con que los que nos habemos criado con lo mío y lo tuyo podemos persuadirnos que puede vivirse en perfecta comunidad y los que estamos hechos en la suma desigualdad de nobles y plebeyos difícilmente creemos pueda practicarse la perfecta igualdad. Finalmente, a los que estamos corrompidos con el abuso de la superficialidad, se nos hace muy cuesta arriba que pueda haber felicidad en medio de la moderación.[27]

Toda una declaración de principios, sin duda, que anticipa los presupuestos de comunidad de bienes, sencillez y sobriedad sobre los que se asentará Sinapia que, además, acompaña con algunos datos, como sus coordenadas, aproximadamente en las antípodas de España, para reforzar su verosimilitud.

No es este el lugar para hacer un estudio pormenorizado de esa utopía, entre otras cosas porque ya se han hecho algunos con mucho acierto, y nos centraremos exclusivamente en los asuntos que orientan estas páginas: los territoriales y los relativos al gobierno y la organización social. De todos modos, parece conveniente detenerse en algunos aspectos, aunque sea de manera sucinta, que permitan enmarcar las propuestas concretas.

Se trata, como reza en el título, de una península austral, aislada del continente por una cadena montañosa (Bel) (Figura 1), que fue ocupada inicialmente por diferentes pueblos, cuya historia explica superficialmente, y posteriormente refundada por la llegada de los persas cristianos, que huían de su tierra a causa de la persecución religiosa y, a cuya cabeza, iba el príncipe Sinap, junto con el Obispo Joseph Codabend. A este dúo se unirá enseguida un gran sabio chino, Si-Ang, que rápidamente abrazó el cristianismo. Este triunvirato de héroes, que representa el valor, la caridad y la prudencia, es el pilar de Sinapia que, sin forzar conversiones, pero sirviéndose del ejemplo, se construirá sobre los valores del cristianismo, al modo en que eran vividos en los siglos tercero y cuarto.

 

Mapa Sinapia.JPG

Figura 1. Mapa de Sinapia.
Fuente: Recreación de Avilés Fernández a partir del texto[28].

 

Los otros cimientos de esta sociedad son la razón y el propio método cartesiano. Al referirse a las primeras artes científicas, y a la llamada “lógica o racional”, su autor nos explica:

Ejecutan según la reglas del método de Mr. Descartes, pues aunque no tienen noticia de este nombre, han conformádose con él por haber consultado la misma razón, que es común a todos. Válense para descubrir la verdad y para persuadirla de las vías matemáticas de división y de unión, procurando evitar todos los errores de los sentidos, de las pasiones y de la educación, con reglas muy seguras.[29]

No sólo se reivindica la racionalidad cartesiana sino que parece haber también una alusión, más o menos velada, a los “ídolos” de Bacon, al afirmar la voluntad de evitar los errores que provienen de las pasiones y de la educación. El conjunto de la obra, como afirma Avilés, no ha olvidado a Descartes pero tampoco ha asimilado a Voltaire.

Todos estos principios se presentan como el sólido armazón sobre el que se construye la sociedad y el Estado, así como la ordenación territorial vinculada a ello y que nuestro desconocido autor plantea en los siguientes términos:

Divídese toda la península en nueve cuadrados, de a cuarenta y nueve leguas sinapienses por lado, que son otras tantas provincias, a quien llaman Sá, que quiere decir morada, como Pa-Sá (morada de paz), Ay-Sá (morada preciosa), etc.

Estas divisiones (y las demás que diremos) se hacen con una fosa o canal de bastante anchura y profundidad, (con agua adonde el sitio lo permita), plantado por ambas orillas de doble carrera de altísimos árboles y en las esquinas del cuadrado que limita las provincias y en ambos lados del camino real que va de una metrópoli a otra, a la entrada de las provincias han erigido bellas pirámides de piedra o de ladrillo, así como para señal como para adorno.

Cada provincia se vuelva a dividir en cuarenta y nueve cuadrados, de a siete leguas de lado, que forman los partidos de las ciudades que componen la provincia y estas divisiones son hechas con fosas o canales algo más estrechos que los que dividen las provincias, pero adornadas con carreras de árboles y pirámides como las referidas.

Cada partido se subdivide en otros cuarenta y nueve cuadrados, de una legua por lado, los cuales forman los términos de las villas, que componen un partido, terminados con canales o fosos proporcionados, carreras de árboles y pirámides como queda dicho. Por manera que las provincias son nueve, las ciudades trescientas y cuarenta y una, de las cuales una es la corte de Sinapia y ocho son metrópolis y las villas seis mil setecientas nueve. Esto se entiende sin los puertos de mar, que se reputan por villas, ni las fortalezas. Las islas, si son capaces de componer un partido, tienen su ciudad y si no, tienen las villas de que son capaces, sujetas a la ciudad más cercana.[30]

Tal como señala Avilés Fernández, en la nota que sigue a este texto, hay un fallo en los cálculos, ya que las nueve provincias, divididas en nueve partes, darían lugar a 441 cuadrados y no a los 341 que dice el autor y, a partir de ahí, se acumulan los errores. Desde nuestro interés tal equivocación no tiene mayor relevancia, pues lo realmente importante es esa fragmentación continua del espacio obtenida mediante una cuadrícula que soslaya cualquier alteración sobre lo que es tratado como una llanura isótropa.

De manera coherente con este planteamiento, así como con la lógica cartesiana que lo orienta, explica también, partiendo de la célula que es la casa/familia, cómo se configura todo el territorio y, en el fondo, todo el Estado. La casa es la unidad espacial que alberga a la familia, que es la célula básica de la estructura política. Se trata de un edificio de dos plantas con dieciséis estancias, en el que vive una familia de ciudadanos y otra de esclavos. Como se recomienda que tenga oratorio, es unidad de habitación, de producción y de vida espiritual. Como era presumible todas las casas son iguales, incluso en los muebles y así: “el que quiere tener algo particular es necesario que sea hecho por su mano, sin poderlo enajenar”[31].

El barrio es la agrupación de diez casas familiares, más la del “padre de barrio”, algo mayor que las otras pues contiene una serie de servicios para la comunidad, como el almacén, la sala común, la cárcel o las oficinas (Figura 2).

 

Barrio Sinapia.JPG

 

 

Figura 2: El Barrio, la villa (territorio) y la villa (estructura urbana).
Fuente: Recreación de Avilés Fernández a partir del texto[32].

 

El territorio de la villa (Figura 2) es un cuadrado dividido a su vez en cuatro partes, los cuarteles de las zonas rurales, con un casco urbano en el centro. Dentro de cada cuartel rural está la casa del padre de barrio, pues así se considera esta unidad, en el centro y el caserío disperso por el mismo. El casco urbano de la villa (Figura 2), es una agrupación de barrios: como en total ha de haber doce y cuatro son de carácter rural, a este núcleo le corresponderían ocho y, además, contendría, calcado sobre la estructura política del Estado, las casas de los padres de la villa, de la salud, de la vida y del trabajo, cada edificio con las infraestructuras correspondientes a la responsabilidad de cada autoridad. Además encontramos el templo, las dependencias eclesiásticas y el cementerio. Aunque la relación entre las villas y las partidas de ciudad es un tanto confusa en el texto, la idea de la subdivisión y la organización de una racionalidad radical, que soslaya condicionamientos físicos o históricos, aparecen con toda claridad.

La ciudad que está en el centro de cada provincia hace funciones de capital y dice de ella: “La Metrópoli es la ciudad que ocupa el centro de la provincia. Sólo se diferencia de las otras en tener obispo y magistrados provinciales en casa del común de la provincia, con la Iglesia catedral en medio, estudio y seminarios[33]

Siguiendo la lógica de esta ordenación jerárquica y centralizadora, la capital del Estado es lo que cabe suponer:

La Corte es la metrópoli de la provincia de Ni-Sá, que ocupa en centro de la península, fabricada en la isla Ni, que está en medio del lago que forma el apacible río Pa. No se diferencia de las otras metrópolis sino en ser residencia del príncipe, del senado y arzobispo o patriarca de la Sinapia.

Viven en ella los embajadores y los jubilados. Y en ella reside la Academia y los archivos y se celebran los concilios generales de la nación sinapiense. En medio tiene el templo patriarcal.[34]

Se completa  de este modo un modelo diseñado partiendo de la unidad básica, la familia y la casa, que llega hasta la cúpula del Estado. El esquema es implacable, igual que en lo social, y la regularidad y la uniformidad son la norma:

Quien ha visto una villa las ha visto todas, pues son todas iguales y semejantes; y quien ha visto éstas, ha visto las ciudades, las metrópolis y la corte misma, pues sólo se diferencian en el número de los barrios, en la mejoría de los materiales y en la grandeza de los edificios públicos, en todo lo demás son uniformes.[35]

Tal planteamiento, lógicamente, es coherente con los objetivos que persigue el Estado, con el tipo de colectividad que se quiere conseguir, así como con la estructura organizativa de que se dota para alcanzar todo ello. Sobre lo primero nuestro autor es muy claro:

El fin de este gobierno no es dilatar su dominio, enriquecer sus súbditos ni extender su fama, sino hacerlos vivir en este mundo justa, templada y devotamente, para hacerlos felices en el otro.[36]

Además de la racionalidad cartesiana, los valores que inspiran Sinapia son los del cristianismo comunitario al estilo de los siglos tercero y cuarto, tal como nos dice:

Como en esta república está desterrado el mío y el tuyo, origen de toda discordia, y se desea vivir en perfecta comunidad, es forzoso tener en almacenes comunes todo lo necesario a la vida natural y política.[37]

Lo cual exige estimular esa vivencia de lo cotidiano, como explica más adelante:

Como el fin de la unión civil sea la asistencia recíproca en las necesidades particulares, lo cual es el principal efecto de la caridad, para excitar y conservar esa virtud han dispuesto las leyes eclesiásticas y civiles diversas funciones en que, hallándose en comunidad, los ciudadanos se viesen, se tratasen y, con la participación de los bienes espirituales y corporales, se cobrasen cariño y se uniesen más y más en amistad.[38]

Este modelo social, que se basa más en el socorro mutuo y en la comunidad de bienes que en la generación de riqueza es, en gran medida, lo que lleva a Sambricio a calificar esta utopía de tardobarroca más que de ilustrada.

Se trata de una colectividad cuya economía se basa, fundamentalmente, en la agricultura, con claros resabios fisiócratas y donde, para lograr la deseada homogeneidad social y el desprendimiento de lo material, se obliga a las familias a cambiar periódicamente la vida rural por la urbana y viceversa, de tal modo que ni la vivienda pueden considerar propia[39].

Para ello Sinapia se dota de una estructura política que corre paralela a la propia organización territorial en la que aquí no nos detendremos, pero se trata, en definitiva, de lograr una comunidad fuertemente imbricada, muy disciplinada, en la que cada gesto cotidiano está minuciosamente planificado, de lo que se hace una descripción muy precisa, para concluir:

Este es el modo regular de pasar la vida, desde el menor labrador hasta el Príncipe, en que se ve que dan al trabajo seis horas; para dormir, siete; en comer, cenar y almorzar, una; en el oratorio, dos. Y les quedan libres ocho, las cuales gastan en repasar las lecciones, aprender algún arte o ciencia, leer o jugar algún juego de los permitidos, en cultivar el jardín común y los tiestos de las galerías.[40]

En un marco de estricta moderación y frugalidad, cada pequeño acto está minuciosamente programado y el trabajo es uno de los principales valores sociales, además de un factor de cohesión.

Cabría adentrarse más en los entresijos de Sinapia, como su sistema electoral o de administración de justicia, pero ello nos alejaría de nuestro objetivo, que es estudiar diferentes propuestas de organización espacial, en las que prima la racionalidad como criterio fundamental, así como su vinculación con el modelo social que se persigue.

En este sentido, Sinapia es un ejemplo muy claro, en el que la estructura territorial y la política están estrechamente vinculadas y se explican mutuamente, con la finalidad de lograr una colectividad homogénea, laboriosa y disciplinada.

Sin duda, esta utopía no surge de la nada. Hemos explicado posibles influencias y hemos soslayado su comparación con otros escritos de parecido carácter, como podrían ser los de Moro o Campanella. Tal tarea ya ha sido acometida por otros y Avilés Fernández, en la ya citada introducción a la primera edición en castellano de Sinapia, sentó las bases de este trabajo[41].

Pero en ese tiempo complejo de los siglos XVII y XVIII la organización del Estado, la formulación de las funciones capitalinas o la gestión de lo urbano eran tareas que se iban complicando, desbordando el marco conceptual de las utopías, lo que exigía la construcción de un discurso específico.


De la utopía a la gestión territorial

Tales transformaciones en la red de ciudades de Europa, y en parte de las americanas, estaban estrechamente relacionadas con el desarrollo de un incipiente capitalismo comercial, que estaba generando problemas de muy diversa índole, ya fuesen sanitarios, de crecimiento de la pobreza y la marginación[42] o de orden público, por poner algunos ejemplos, lo que cada vez más arrinconaba las utopías de diferente sesgo y reclamaba una reflexión específica sobre asuntos que exigían soluciones urgentes, lo que fue desarrollando un discurso propio que, especialmente en el ámbito del Mediterráneo, se propagó con el nombre de Ciencia de Policía[43], muy próximo a lo que en el mundo germano se conoció como cameralismo.

Se ha escrito a menudo, y con razón, que la Ciencia de Policía es la parte del razonamiento mercantilista dedicada a lo urbano, pero no debemos olvidar que esta corriente de pensamiento no fue algo homogéneo[44], tal como hoy entenderíamos una escuela económica, sino más bien un conjunto de recetas, a veces contradictorias, que pretendía hacer frente a problemas concretos, con frecuencia sin alcanzar el nivel de abstracción que permitiese explicarlos en profundidad.

Pero también es cierto que llegaron a generalizaciones importantes, algunas de las cuales tuvieron repercusiones notables en su reflexión sobre lo urbano. Por un lado, encontramos su formulación primitiva de lo que posteriormente los economistas denominaron el efecto multiplicador. Es decir, que una inyección de dinero en un determinado lugar en un ciclo económico produce, al final del mismo, una cantidad mayor de la introducida inicialmente. Pérez de Herrera en España hizo referencia a la riqueza que podría generar la elevación de San Lorenzo del Escorial[45], igualmente, Castillo de Bovadilla insiste en la relevancia de las obras públicas[46] o el Barón de Bielfeld, que vuelve reiteradamente sobre este asunto a lo largo de su obra, recurre al caso de las reformas del puerto y arsenal de Marsella como motores de la economía de la zona[47], por poner algunos ejemplos de procedencia y épocas distintas.

Desde ese punto de vista la intervención territorial y urbana adquirió una gran relevancia y, por consiguiente, propició un pensamiento específico que fue muy rico, y que desbordaba lo económico adentrándose en lo político y en la preocupación por la construcción del Estado.

No debemos olvidar que la Ciencia de Policía, coherente con el Mecantilismo, es eminentemente práctica y busca recetas eficaces que guíen la actuación concreta, por eso considera insuficientes las utopías y lleva la reflexión hacia situaciones reales. Ya no se habla de la ciudad, sino de una ciudad en particular, sea Madrid, París o cualquier otra y, lógicamente, la capital empieza a ocupar un lugar destacado en este discurso, no sólo como ámbito territorial en el que materializar una política de obras públicas, sino que la reflexión va más allá, puesto que es preciso ir delimitando  el papel que tal urbe desempeña en el conjunto, ya sea como punto de referencia para orientar las intervenciones en otros lugares, ya sea para delimitar cuáles son las funciones que le corresponden dentro de estrategias de carácter general. Una buena parte de la Ciencia de Policía, cuando se ocupa de cómo organizar la ciudad, está señalando también las tareas que le corresponden en la configuración del Estado.

Otra de las cuestiones recurrentes en estos tratados es la distribución de la renta, sobre lo cual hicieron también algunas observaciones dignas de consideración. Si bien es cierto que, tal como hemos dicho, no estamos frente a lo que hoy entenderíamos por una escuela económica, puesto que su grado de coherencia interna es mucho menor, hay una cierta coincidencia en afirmar que, en un ámbito territorial concreto, cuanto mejor distribuidos estén los ingresos mayor será la demanda global producida. Se están refiriendo, de una manera aproximativa e intuitiva, a lo que luego se llamaría la utilidad marginal decreciente de la renta. En términos muy sencillos: un millón en diez manos produce menos consumo que el mismo millón repartido entre mil personas y, además, con la segunda opción, éste es de productos que tienen mayor incidencia en la dinamización de la economía.

Traducido a los términos keynesianos equivaldría a afirmar la importancia de las clases medias para garantizar el buen funcionamiento de la economía y para hacerla menos vulnerable a las crisis. Su ideal era lograr niveles aceptables de equilibrio en las rentas. Tal como se decía en algunos tratados, había que tender hacia una “prospera medianía”, sector social básicamente urbano.

Preocupación, por tanto, por la ciudad, por la ordenación territorial, por la capitalidad y por la estructura social, que debería basarse  en laboriosas y disciplinadas clases medias urbanas, por lo que, en estos escritos suele aparecer con bastante claridad, de modo similar a lo que sucedía en Sinapia, la relación entre determinadas formulaciones espaciales y los objetivos políticos, disciplinares o de control de la población a que obedecían.

Si en Sinapia la influencia fisiocrática es clara y, entre sus muchas manifestaciones está la afirmación constante de la agricultura como el principal sector productivo, no sólo generador de riqueza, sino también de hábitos y de vínculos sociales, en los Tratados de Policía se deja notar el peso del Mercantilismo que progresivamente va dirigiendo la atención hacia otras ramas de la actividad, como el comercio y las manufacturas, se ocupa de lo urbano y la producción de riqueza despunta claramente como objetivo económico y político.

Tal como hemos dicho, el enfoque de este discurso es eminentemente pragmático y, por tanto, se dedica a ofrecer fórmulas de intervención, pensadas para ciudades concretas, pero que podrían servir de orientación para guiar la actuación en otros lugares diferentes de aquel que las inspiró. Si bien es difícil encontrar un rechazo explícito, vemos en la mayoría de los tratados una ignorancia manifiesta de lo que habían sido los modelos de ciudades ideales que les habían precedido. No sólo se soslayan algunas recomendaciones que podrían desprenderse de obras como las de Moro, Campanella o Bacon, que, al fin y al cabo, son utopías sociales con concreciones espaciales, sino que tampoco encontramos referencias a ciudades perfectamente planificadas, como podría ser la Sforzinda de Filarete. Estos escritos están inspirados  por la razón y el espíritu del administrador que se enfrenta a los problemas concretos, ya sea la marginación, el orden público, la iluminación o la recogida de basuras en lugares determinados sobre los que ha de actuar, por lo que apenas considera útiles planes ideales de nueva planta ya que su quehacer cotidiano le lleva por otros derroteros. Se trata, por tanto, de una racionalidad distinta de la de Sinapia, que no es cartesiana sino que se afirma sobre la materialidad y no sobre las ideas.

Nos ocuparemos aquí de dos autores de diferentes épocas y ámbitos territoriales: un médico español, Cristóbal Pérez de Herrera, que escribe al filo de los siglos XVI y XVII; y un francés, Nicolas Delamare, cuya obra aparece en las primeras décadas del setecientos.

Pero no se trata de una elección al azar. El primero es una muestra temprana de esa mentalidad de los administradores, en un país, España, de una gran importancia en el mundo de finales del quinientos, con algunas de las ciudades más “burguesas” de Europa, como Cádiz o Sevilla[48], que ya presentaban una problemática compleja y, además, en los escritos que analizamos, la capitalidad es el eje central, ya que se trata de dos Discursos dirigidos a la Corona proponiendo las reformas que habría que acometer en Madrid para que mantuviese tal rango, en lugar de trasladarse a Valladolid. Por otro lado, todo ello coincide con el cambio de monarca, pues Felipe III, con el Duque de Lerma como valido, asume tal tarea tras la muerte de su padre, lo que provocó una cierta involución hacia posiciones más aristocráticas, con el consiguiente arrinconamiento de las iniciativas que provenían de los sectores con una mentalidad más innovadora, como es el caso de algunas de las que salieron de la pluma de Pérez de Herrera.

La elección de Traité de la Police de Delamare no requiere grandes explicaciones, puesto que está considerado como una de las grandes obras de madurez de este discurso, lo que la convierte, por sí misma, en un referente inexcusable. Por otro lado, Francia, en el siglo XVIII, era una de las grandes potencias y lo que allí ocurriese tendría repercusiones importantes en el resto del mundo. París era entonces una de las ciudades más importantes de Europa y, sin duda, una de las más complejas, cuyo gobierno requería, entre otras cosas, una profunda y rigurosa reflexión sobre la problemática urbana, tarea que, en gran medida, asumió Delamare.

En los trabajos de ambos autores se trata de la ciudad, de su organización y de su gobierno, pero, a la par, se aborda el tema de la capitalidad, puesto que los centros de atención son Madrid y París, en circunstancias sociales y económicas diferentes. El trasfondo de tal reflexión es la propia configuración del Estado y, en cierto sentido, hay una transferencia no explícita del orden propuesto en el ámbito urbano al que debería imperar en el conjunto del territorio.

Ciertamente hay diferencias notables entre las obras de Pérez de Herrera y de Delamare pero, sobre todo, son especialmente significativas las coincidencias, que centrarán nuestra atención en estas páginas, lo cual no quiere decir que Delamare conociese los escritos del médico español, cosa improbable, aunque no habría que descartar la posibilidad de que estuviese al corriente de la obra de Castillo de Bovadilla. En el largo periodo que separa a ambos autores se fue perfilando una serie de problemas, estrechamente vinculados con el capitalismo comercial que se extendía por toda Europa, frente a los que se diseñaron actuaciones, a veces contradictorias, y se propusieron intervenciones y modos de gestión. Pérez de Herrera y Delamare recogen ideas y proyectos que ya están en su entorno y una parte de su habilidad estriba en formularlos de manera clara y precisa. Este sustrato de problemas recurrentes y de actuaciones dispersas es lo que explica, en gran medida, muchas de las similitudes que aquí desgranaremos.

En primer lugar, en ambos es continua la referencia a la importancia de la capital. Esa ciudad se ha de convertir en el modelo de las demás, que seguirán fielmente lo que en ella acontezca. Es también un referente político, un ejemplo de gobierno y el eje que vertebra el Estado, por lo tanto lo que en ella suceda, las intervenciones que se acometan o el sistema organizativo que se adopte tienen una relevancia que va mucho más allá de la mera gestión urbana. Veamos  cuáles son los puntos comunes más significativos.

Los dos conciben la ciudad como algo cerrado. Pérez de Herrera, entre las propuestas de mejora de Madrid, coloca en primer lugar el dotarla de la muralla adecuada al rango que ha de tener[49]. Exactamente la misma idea que expuso Delamare[50] para París, quien insistía en que el cerco no tenía una función defensiva, sino de control de la población y como límite para un crecimiento que dificultaría el gobierno. De todos modos, Pérez de Herrera había hecho un planteamiento más sutil y refinado al respecto:

no pudiéndose extender los vecinos a labrar casas para su vivienda ordinaria, no dándoles licencia en muchos años para ello, fuera de las que están en el campo (...) se excusaría que no labrasen casas bajas, ni a la malicia, de poca vivienda y autoridad, como al presente hay en mucho número: y particularmente en los confines de este lugar, que por ser edificadas pobremente, están sujetas a las inclemencias de los tiempos, y a ser habitadas por gente miserable y necesitada, que comiendo malos mantenimientos, y siendo mucho el número de moradores que las viven, por su alquiler, inficionan la República, causándose por ello enfermedades: y son de ordinario refugio de gente viciosa, y holgazanes, ocasionados a cometer delitos, y a no ser fácilmente hallados de las justicias.[51]

Por medio de la supervisión y selección de lo construido, que es factible gracias a la definición de un linde claro, se pretende controlar el tipo de habitantes de la ciudad, expulsando la marginación hacia el exterior. Sirve, por tanto, para limpiar el interior y, así, crear un nuevo marco para la gestión de los conflictos. Los ecos de tales proyectos estratégicos de segregación funcional, territorial y social llegan claramente hasta nuestros días.

El cerco, en cierto sentido, pretende racionalizar el tamaño, la vigilancia y el gobierno, pero para hacerlo posible requiere de una subdivisión interior que responda a idénticos criterios. Esta es otra de las ideas centrales en que ambos autores convienen. Se trata de superar el viejo modelo, con barrios desiguales y límites imprecisos, lo que se trata de remediar a la par que se tiende hacia una cierta homogeneidad social  y espacial, entre ellos y en el interior de cada uno. Pérez de Herrera insiste en que esta nueva división de la ciudad en cuarteles, que describe minuciosamente[52], mejorará notablemente la supervisión de la población y su gobierno.

El mismo tipo de argumentación encontramos en Delamare, quien hace una crítica muy clara del sistema que pretende dejar atrás:

Y estando informado su Majestad de que los dieciséis antiguos barrios de la Ciudad y Arrabales de París son muy desiguales en su extensión; que hay varios que no están compuestos sino por diez o doce calles, mientras otros contienen más de sesenta; que incluso están introducidos los unos en los otros; lo que hace el servicio del Rey, y los cuidados de la Policía y del Bien Público mucho más difíciles. Por lo que es absolutamente necesario hacer una nueva división de veinte barrios.[53]

Tendremos ocasión de comprobar más adelante cómo se achacan los mismos vicios a la división territorial general. La racionalidad de la ordenación espacial todo lo trasciende y se manifiesta tanto en la subdivisión urbana como en la del conjunto del Estado.

Un tercer elemento, complementario de los anteriores, es la segregación funcional. Pérez de Herrera, por su formación de médico, compara la ciudad con el cuerpo humano e, igual que éste, al tener que cumplir diferentes tareas ha de disponer de los órganos necesarios para ello. Así, plantea la necesidad de una cierta especialización territorial de los oficios, delimita las áreas de ocio[54], de los mercados o de la prostitución. Igualmente, tanto en sus Discursos[55], como en su Amparo de pobres, propone la creación de una gran zona asistencial, para Madrid, en el camino de Atocha.

La misma idea, referida a cuestiones similares (los oficios, las industrias molestas, la prostitución, los mercados etc.) impregna toda la obra de Delamare, por lo que sería imposible remitir al lector a unas páginas concretas.

La racionalidad de Sinapia y la de los administradores/gestores empieza a divergir ya en sus resultados, siguiendo la línea argumental propuesta por Sambricio. Si en Sinapia se impone la homogeneidad, la Ciencia de Policía habla de diversidad, puesto que la ciudad ha de desempeñar diferentes tareas debe especializarse espacialmente y, del mismo modo, el crecimiento económico o el comercio exigen diferencias territoriales importantes. Estamos frente a una manifestación de la transición de lo tardobarroco a la Ilustración.

En todo caso, esta ciudad cerrada, subdividida y segregada funcionalmente ya contiene la idea de red, que se manifiesta tímidamente en Pérez de Herrera, por ejemplo cuando hace la lista de las fuentes de Madrid, un total de dieciocho, con una medida de la calidad de sus aguas[56]. También la encontramos, con mayor contundencia, en el Traité de Delamare quien, significativamente, presenta, a su vez, un plano del tendido de las aguas y fuentes de París con sus correspondientes jurisdicciones. Pero tal esquema analítico se utiliza además para la iluminación, la recogida de basuras, la trama viaria etc.

La ciudad ya no es una amalgama de casas y calles, sino una yuxtaposición de redes que han de encajar espacial y funcionalmente para que el sistema desempeñe sus tareas correctamente.

Todo ello, igual que sucederá con el conjunto del territorio, dará lugar a una serie de concreciones morfológicas. Ambos coinciden en la exaltación de la amplitud y de la línea recta, las calles anchas, las alineaciones exactas y rigurosas son ideas que se repiten una y otra vez en los dos[57]. El argumento más esgrimido es el de la higiene y la salubridad, pero también se insiste en la sensación de orden, en las posibilidades de vigilancia que propician y en sus repercusiones sobre la gobernabilidad.

Tal como hemos dicho, la supervisión de la población es una preocupación recurrente en estos tratados. En el caso de Pérez de Herrera se manifiesta en su defensa de los censos de población, así como de las ventajas que se derivan del control de las licencias de obras al discriminar a los habitantes de la ciudad. En el caso de Delamare, la misma reflexión le lleva, además, hacia consideraciones morfológicas interesantes:

En 1728 se pensó seriamente en procurar esta facilidad al público. El Sr. Prefecto General de la Policía encargado de la ejecución del proyecto dio también órdenes para ello, que desde comienzo de 1729 se vieron placas de chapa colocadas en todas las esquinas de las calles para darlas a conocer; es decir que en las salidas de cada calle había un rótulo puesto a una altura conveniente, en el que se leía fácilmente el nombre de la calle (...) Acabada la operación el Magistrado de Policía no se conformó con ello: preveía bien que unas placas simplemente puestas sobre los muros de las casas, podrían ser borradas o cambiadas por afectación o por negligencia (...) estos motivos le decidieron a establecer un orden cierto para conservar esta nueva disposición, y con esta intención promulgó la Ordenanza de 30 de Julio de 1729.[58]

Pero también señalan que no basta con estas disposiciones de tipo urbanístico, sino que son necesarias medidas más expeditivas, como la creación de una red de espías que los dos, con cien años de diferencia, proponen[59].

Finalmente, esta serie de intervenciones territoriales, así como la racionalización del espacio urbano, crean las condiciones para ir adoptando medidas tendentes a formar hábitos disciplinarios. Lo que Foucault llamó la “estrategia del detalle”. Desde la óptica reglamentista de la Ciencia de Policía se trata de imponer pequeños gestos, como los horarios, la limpieza de determinados lugares en momentos concretos, el mantenimiento de cierto mobiliario urbano etc. que vayan acostumbrando a la población al ejercicio de un poder de nuevo cuño[60], todo ello a tenor de una racionalidad que tiene sus manifestaciones espaciales y, en cierta medida, se sustenta en ellas.

Tal como hemos dicho, la Ciencia de Policía, y en particular los autores que nos han ocupado, prestan especial atención a la problemática urbana, pero no es difícil entrever, a partir de ella, por dónde irán sus propuestas para lo tocante a la ordenación territorial. En el siguiente apartado nos ocupamos de un ejemplo sobre este particular.


Entre la utopía y la administración: Valentín de Foronda

Nuestra intención en este artículo es hacer una serie de catas, en diferentes periodos y en diferentes pensadores y discursos, sin el ánimo de que sea un repaso exhaustivo, sino más bien con la voluntad de mostrar algunas propuestas sesgadas por una voluntad claramente racionalista, estrechamente relacionadas con la construcción del Estado y en las que se muestran con claridad los vínculos que hay entre las formulaciones espaciales y los objetivos de control y gobierno de la población.

Desde esta perspectiva, la variopinta obra de Valentín de Foronda es un buen ejemplo de este discurso y, además, tiene la virtud de pertenecer a un periodo especialmente significativo en lo tocante a estos temas, al final ya de la Ilustración y en los albores de la construcción de los estados liberales, pues su trabajo se dilata entre finales del siglo XVIII y las dos primeras décadas del siguiente, por lo que una buena parte del mismo vio la luz en el periodo constitucional de 1812, que, como tendremos ocasión de comprobar, acaparó su atención, lo que hace su reflexión particularmente interesante.

Como escribió Fernández Sarasola[61], hay ilustrados españoles, tanto del setecientos como del ochocientos, que son conocidos y han sido minuciosamente estudiados, como Campomanes, Jovellanos, Argüelles o Donoso Cortés y, por el contrario, otros de gran valía, como Valentín de Foronda, han pasado prácticamente inadvertidos a pesar de la riqueza de sus propuestas y de ser, como han afirmado Benavides y Rollán, uno de nuestros pensadores con una cultura más amplia y con mayor variedad de conocimientos[62].

Nació en Vitoria a mediados del setecientos en el seno de una familia noble con propiedades inmobiliarias y empezó temprano su andadura ilustrada, pues en 1776 ya le encontramos afiliado a la Real Sociedad vascongada de amigos del país y al año siguiente es elegido concejal del Ayuntamiento de Vitoria, donde desempeñó el cargo de Juez de Policía, lo que le valió el enfrentamiento con los taberneros de la ciudad por su estricta exigencia de ciertas medidas higiénicas, disputa que acabó con la sanción de nuestro autor[63]. También por aquel entonces fue promotor de la Sociedad Caritativa de Vitoria. En 1782 se afinca en Vergara de cuyo Seminario Patriótico formó parte, junto a personajes tan reputados como el jurista Manuel de Lardizábal. Cuatro años más tarde ya era miembro de la Academia Real de Ciencias y Artes de Burdeos, una prueba más de su intensa actividad intelectual, así como de su reconocimiento. Pero también se implicó en proyectos de otro tipo, como el Banco de San Carlos, junto a Cabarrús, o la Compañía de Filipinas, pero ninguno de ellos dio grandes resultados, por lo que en la década de los noventa está a la búsqueda de un empleo público y finalmente, en 1801, es puesto al frente del Consulado General de Filadelfia y en 1807 es nombrado Encargado de Negocios. Sin duda este periodo estadounidense fue muy instructivo para nuestro autor, pese a que fue bastante crítico con algunos rasgos de la realidad norteamericana[64], pero también es cierto que mantuvo unas relaciones cordiales con personajes de la talla de Jefferson o Madison.

Tras la invasión francesa Foronda tuvo sus titubeos para posteriormente posicionarse en contra. A su vuelta a España en 1809 es acusado de afrancesado, a lo que, entre otras cosas, contribuyó el hecho de que su hijo hubiese aceptado un cargo con José I.

Es en esta época cuando se intensifica su producción constitucionalista y cuando va plasmando en sus escritos su concepción de la soberanía y del Estado. Se vio obligado a vivir en Lisboa, luego en La Coruña y, con la vuelta de Fernando VII, acabó pasando una temporada en la cárcel. Posteriormente intentó reiteradamente su rehabilitación dirigiéndose a la Corona[65] para reconocer como errores algunas de las que habían sido sus principales ideas.

Sería imposible resumir aquí, ni aunque fuese de una manera sucinta, la producción de Foronda, quizás más conocido por sus escritos económicos, porque disertó sobre los asuntos importantes de la policía, sobre la desinfección de cárceles y hospitales, sobre los temas centrales de la Constitución en ciernes o sobre la organización urbana y territorial y así un largo etcétera. De todos modos convendría señalar, porque ayudará a entender algunos de sus planteamientos, que en 1794 asumió la traducción de la Lógica de Condillac y que también fue difusor de las ideas de Rousseau, aunque, como él mismo dijo, depurándolo de sus errores y desviaciones[66].

Antes de adentrarnos en sus propuestas de ordenación territorial y urbana convendría detenerse un momento en los pilares sobre los que sustenta su discurso al respecto: la defensa a ultranza de un método racional para la construcción del pensamiento, lo que le aproxima a las posiciones de Descartes[67], de quien cantó las alabanzas. Por eso, al dirigirse a las Cortes de Cádiz, aconsejándoles cómo discurrir, dice:

Ya sabe Vm. que solo resultará la confusión (…) sino se imita la Lógica de los Algebristas, que de la Perogrullada, que dos es igual á dos se van remontando con una simplicidad prodigiosa á verdades muy enredosas, muy enmarañadas procediendo siempre de lo conocido a lo desconocido (…): asi creo que la Cortes deben seguir esta marcha.[68]

Toda una declaración de principios sobre el método, pero, como es sabido, el procedimiento cartesiano requiere un principio, un cogito ergo sum, del que partir y al que encadenar la sucesión de razonamientos y, para encontrarlo, nuestro autor recurre al sensualismo de Condillac. Por eso, en unos de los diálogos de su traducción, dice:

Hijo: ¿Con que se puede decir que el placer y el dolor son nuestros primeros maestros?

Padre: Sí por cierto. Ellos son los que nos iluminan, haciéndonos advertir si juzgamos bien o mal.[69]

La relación con los planteamientos de Bentham, por obvia, nos permite soslayar cualquier comentario. De tal afirmación de los sentidos como fuente de conocimiento emanarán sus ideas sobre la importancia de lo territorial, reflexión que se ha de construir como la de los geómetras, partiendo de verdades evidentes y fuera de toda duda, lo que le aparta de las proposiciones ilustradas más historicistas, como las de Montesquieu o Giambattista Vico. Igualmente diverge de Maquiavelo, pues entiende la política como una ciencia que debe seguir un método como el de Newton, al que hace continuas referencias, y no un arte como sugería aquel.

Este antihistoricismo se plasma también en su concepción del Estado. En ese tránsito del siglo XVIII al XIX había dos grandes corrientes relativas a tal asunto. Por un lado encontramos el iusnaturalismo tradicional, vinculado a la filosofía del barroco y a la línea neoescolástica, que hundía sus raíces en pensadores como Francisco de Vitoria o Domingo de Soto. Desde este punto de vista es la sociabilidad del ser humano la que le lleva a unirse con los otros, por tanto la sociedad es algo  natural o, dicho de otro modo, forma parte de la naturaleza del hombre y adquiere una entidad propia con independencia de aquellos que la conforman.

El otro enfoque es el del iusnaturalismo racionalista, que se entronca en el pensamiento de Hobbes o Locke o, si buscamos influencias más próximas, en la Enciclopedia, en Rousseau o en Mably. En este caso es la inseguridad, o el lobo que cada hombre representa para sus congéneres, lo que les fuerza a unirse. La sociedad, por tanto, no es algo natural, sino que se sustenta sobre un contrato que vincula a todos sus componentes, de modo que los derechos individuales preceden al propio Estado o a la capacidad de legislar.

Foronda, obviamente, comulga con tal planteamiento, quizás suavizándolo ligeramente, pues son más bien las incomodidades, o la imposibilidad del pleno disfrute de los derechos en el estado de naturaleza, las que propician su surgimiento y, desde su atalaya cartesiana, busca un principio sólido sobre el que construir esta asociación y pronto lo formula con claridad: son los tres derechos básicos de seguridad, libertad y propiedad, siendo este último el origen de los otros dos que gravitan en su torno. Más adelante, especialmente en relación con el debate constitucional, añadirá también la igualdad. Lógicamente se refiere a la jurídica, necesaria también para el ejercicio de la propiedad.

De tales enfoques divergentes emanan distintas maneras de entender la representatividad o el funcionamiento de las propias Cortes Constituyentes, aspectos en los que no nos detendremos aquí, aunque sí debemos señalar que, consecuentemente con su concepción del Estado, para Foronda el Soberano no es la Nación, un sujeto abstracto, ideal y unitario, sino el pueblo[70] y lo explica con claridad:

Siempre que no se parte de principios fixos y verdaderos, y se suba de uno á otro, no admitiendo el segundo sin que esté envuelto en el primero &c. no se logrará subir a la cuspide de la Verdad.

¿Qual es ese principio fixo?... que los pueblos tomados colectivamente son el Soberano, y no los Reyes.

¿Es dudable este axioma?... no, no: pues no podia haber Reyes antes de pueblos: luego los pueblos precedieron a los Reyes.[71]

Procedimiento cartesiano que le lleva a alinearse con Rousseau, al entender que hay un fraccionamiento de la soberanía entre los individuos, lo cual se podría hacerse extensivo a las provincias, lo que le aproxima a las posiciones de los diputados liberales americanos de las Cortes de Cádiz, ya que ello supondría un reparto proporcional de los escaños y, en consecuencia, una mayor representación de éstos.

Además, como es bien sabido, nuestro autor era partidario de deshacerse de los territorios de ultramar, lo que le costó, entre otras cosas, su enfrentamiento con la Corona. En su Carta a un Príncipe que tenga colonias dice:

El temor de perder aquellos países (de América) tiene asustados en el dia á los que no saben que las verdaderas minas estan en el riquisimo suelo de la península, y yo créo como se verá en este papel, que lexos de ser un mal para la Nación, su perdida seria mayor felicidad.[72]

Esta convicción racionalista y, en cierto sentido, antihistoricista, le llevó a proponer que la labor constituyente debería partir de una especie de tabula rasa y las Cortes, que él denomina Junta Ynterprete de la voluntad General, serían las responsables de tal cometido:

De aqui se sigue, que la Junta Ynterprete de la voluntad General debe comenzar por destruirlo todo, para levantar el templo de la felicidad, guardando solo aquellas cosas preciosas que pueden servir para adornar el edificio, ó para meterlas en los cimientos, ó murallas, que han de sobstenerlo.[73]

Como era presumible, salva de tal destrucción a la Religión Católica y a la Monarquía, institución que, dice, se debería encarnar en Fernando el Amado.

En 1811 escribe a un corresponsal, real o imaginario, de quien dice haberle enviado el proyecto de la Constitución para que haga las consideraciones que considere oportunas[74]. Foronda es bastante crítico con el documento que, en su parecer, se asienta sobre una base débil, pues no se definen con precisión conceptos que deberían ser clave, como el de propiedad o libertad civil e incluso se soslaya el tema del derecho a la seguridad.

Es en este escrito donde vierte su opinión sobre las cuestiones territoriales y, desde el principio, discrepa con la formulación del  proyecto:

En el artículo 2 noto que se brinca en la enumeración de las provincias de Aragón a Asturias, estando antes Navarra etc. Advierto también que se dice  provincias bascongadas siendo  tres muy distintas (y que todos lo saben) Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. También se ha olvidado la Constitución de las Andalucías, poniendo sólo Sevilla. Quando lo han hecho los sabios de la Comisión tendrán alguna razón que se me oculta. Tal vez habrá alguna rutina en esta enumeración; pero cuando se trata de una cosa tan augusta como hacer una Constitución, es indispensable separarse de las sendas trilladas y es menester no dar más preferencia en la enumeración de las provincias que la que ofrece la Geografía.[75]

Sus ideas sobre la división provincial, sin duda, son radicales, como veremos a continuación, pero también es preciso reconocer que responden a una crítica que estaba en el ambiente desde hacía mucho tiempo. Aunque se ha citado a menudo es pertinente recordar aquí en texto de las cartas al Conde de Lerena, atribuidas a León de Arroyal:

Las provincias, en el estado que hoy las tenemos, no las formó la previsión de la economía, sino la casualidad de la guerra. Las capitales se fijaron en las ciudades grandes, sin considerar las ventajas de la situación, y los pueblos se les agregaron a proporción de las conquistas, sin tener presente otro respeto que la comodidad de la defensa (…) El mapa general de la Península nos representa cosas ridículas de unas provincias encajadas en otras, ángulos irregularísimos por todas partes, capitales situadas a las extremidades de sus partidos, intendencias extensísimas e intendencias muy pequeñas, obispados de cuatro leguas y obispados de setenta, (…) en fin, todo aquello que debe traer consigo el desorden y la confusión (…) La prudencia, y aun la necesidad, dicta que, cuando tenemos muchas cosas que atender, nos coloquemos en medio de ellas para acudir con mayor prontitud a donde sea menester. La igualdad en la división de las provincias es el cimiento de la buena administración económica, civil y militar.[76]

Los ecos de Sinapia, donde todo era ángulo recto y centralidad, así como las críticas que Pérez de Herrera o Delamare habían vertido sobre los barrios de Madrid o París, resuenan aquí con claridad. Sin duda, se trataba, tanto en lo urbano como en lo territorial, de una preocupación que recorría todo el siglo XVIII y también una parte del precedente y del siguiente.

La propuesta de Foronda se ha de entender imbricada en este ambiente de descontento con la historicidad e irracionalidad de las divisiones existentes. Sigamos su razonamiento:

El artículo 12 supone que se hará una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional, luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan.

Yo dividiría la España en 18 secciones cuadradas, que se nombrarán número 1, número 2 etc. seis para el Norte, 4 para el Sur confinante con él; 4 para el Mediodía y 4 para el centro que linde con él: si fuera Portugal de la España la dividiría en 21 secciones, dexando siempre 6 en las partes del Norte, y 5 en las restantes de los 2 centros.

Quitaría los nombres de Vizcaya, Andalucía, &c. como origen de disputas crueles, pueriles y funestas.[77]

Nueve provincias en la península austral de Sinapia y dieciocho o veintiuna en la España Constitucional de Foronda, pero siempre trazadas a regla y cartabón (Figura 3).

 

Figura 3. División provincial de la Península Ibérica según Foronda.
Fuente: Elaboración propia recreando los principios propuestos por Foronda.

 

Como era presumible, especialmente considerando que escribe a principios del ochocientos, esta uniformidad se extiende, con una lógica económica aplastante, a otros terrenos:

Tampoco se ha decidido el asunto de los pesos y de las medidas, ni si se han de ser uniformes en todos los dominios españoles; asuntos facilísimos para las Cortes (pero muy difíciles, si es menester para su adopción consultar con los Marianas, los Zuritas, y las leyes fundamentales de Aragón, de Navarra y de Castilla); pues no se necesita sino adoptar las medidas francesas, que es la obra más perfecta que puede salir de las manos de los mortales.[78]

Quizás la única excepción en este modelo de homogeneidad sea la lengua, pues dice: “Noto que no se previene si se ha de hablar de un mismo idioma: pues todas son españolas, y asi no debe ninguna tener ventaja que no logre la otra”[79].

Lógicamente, nuestro autor le da gran importancia al conocimiento exacto del territorio. En su Miscelánea presenta una carta dirigida a un supuesto amigo que ha sido nombrado recientemente “Intendente y Corregidor de la provincia N” al cual dirige algunas recomendaciones sobre las medidas a tomar para “poder empezar a obrar” y que podríamos resumir en los siguientes términos: levantar un mapa topográfico de la región en el que recoger tanto los accidentes físicos como las vías de comunicación, ciudades etc. hacer examinar la provincia por sabios que puedan hacer observaciones en lo tocante a la historia natural, la mineralogía, la química, la botánica, etc. Partiendo del Padrón de 1787 le aconseja que lo corrija con nacimientos y muertes del último quinquenio. Deben también censarse industrias, tierras, cabañas ganaderas, así como “Conventos, Monasterios, Iglesias, Casas de Misericordia, Hospitales, Colegios, Escuelas, Cárceles, Tribunales y Palacios; en una palabra, todos los edificios públicos[80]

Los mismos criterios de racionalidad, orden y rectitud han de regir el diseño de la ciudad (Figura 4) de la que dice:

Las calles deben ser derechas, ya para que circule el aire con comodidad y no se vicie, y ya para su mayor belleza. Su anchura ha de ser a lo menos de 36 pies, esto es, 24 en el centro para los coches, carros y caballería, y 6 en cada cera para los marcha-pies (…) El empedrado de las calles ha de ser fuerte, y tener aquella inclinación que se requiere para que corran fácilmente las aguas al conducto maestro que debe pasar por el centro de ellas, y comunicarse con los de las letrinas de las casas (…) También es muy útil que estén cortadas en ángulos rectos por otras transversales a ciertas distancias a fin de facilitar su comunicación.[81]

Y continúa más adelante:

Sería tan útil como hermoso que todas las calles finalizasen en una plaza cerrada como la que hay en París, conocida bajo el nombre de Palacio Real, que sea el punto de reunión de las gentes y puedan pasearse en sus arcos, ya a la noche, ya cuando llueve, y encuentran reunidas todas las cosas que sirvan al adorno, comodidad y recreo. También debe haber diseminadas por el pueblo otras varias plazas destinadas a vender los alimentos (…) Un lugar edificado en la forma que propongo sería un cuadrado o cuadrilongo y desde la plaza central se vería la puerta de entrada del pueblo, que debe ser elegante, pero no magnífica. El de S. Vicente de Madrid es un excelente modelo.[82]

De la misma manera, han de repartirse con uniformidad en ese tejido las Iglesias y los relojes públicos, componentes indispensables de ese proyecto de control que subyace en la propuesta morfológica de Foronda. No es casual su interés por la sonoridad de las campanas, y la fortaleza de los mazos, que han de desgranar las horas de los ciudadanos.

 

Figura 4. Esquema del modelo urbano de Foronda.
Fuente: Elaboración propia. Recreación a partir de los criterios de Foronda.

 

Nuestro autor vio una segunda edición de sus Cartas sobre la Policía, que se publicó en 1820 y en la que añade:

Todas las casas deben estar numeradas, y sería muy cómodo, que todos los números pares estuviesen á la derecha, y los impares á la izquierda; asi lo observé en Filadelfia, como también que las calles se conocian por los nombres de primera, segunda &c. del norte: primera segunda del poniente. Esta división es muy sencilla, y facil en un pueblo en que se cortan por angulos rectos, pero no donde son curbas é irregulares: con todo sería conveniente aproximarse en lo posible a esta regla, y evitar la confusión de nombres diversos que son un laberinto.[83]

Las reminiscencias de lo ya explicado sobre otros tratados de Policía son tan obvias que no parece necesario ningún comentario. Tal como hemos reiterado, en estos trabajos había una clara voluntad disciplinar relacionada con la vida urbana y lo mismo sucede en el caso de Foronda, que llega a explicar un plan para acabar con las moscas o los ratones de Madrid, basado en la participación y disciplina de todos los ciudadanos[84].

En la misma dirección, nuestro autor propone también un control riguroso del ocio y del tiempo de esparcimiento, a lo que contribuye el propio diseño de la ciudad, pues debe haber áreas para determinados juegos y la vida social se ha de concentrar en esas plazas que se reparten de manera regular  por todo el tejido urbano, de ahí la importancia de que sean porticadas para ser utilizables en todos los momentos[85]. Eso sí, el entretenimiento es diferente según las clases sociales: a unos les corresponde el teatro y los salones y a otros los bailes. Estamos, una vez más, frente a un proyecto de ordenación urbana y territorial de una racionalidad radical, detrás del cual hay un claro proyecto de organización social fácil de descifrar en una lectura atenta.


Conclusión

A lo largo de estas páginas hemos presentado una selección de propuestas de organización espacial, sin duda parcial y sesgada, cuyo hilo conductor era la racionalidad, casi radical, que las presidía y orientaba.

Pero, a la par, se trataba de proyectos distintos que respondían a circunstancias económicas y sociales diferentes, a pesar de ese discurso casi cartesiano que encontramos en todos ellos. Su importancia estriba en que son modelos, con un claro denominador común, que han tenido una influencia notable, tanto en ciertas divisiones administrativas de algunos Estados, como en planeamientos urbanísticos, y sus ecos llegan con claridad hasta nuestros días y, probablemente, todavía dejarán sentir su influjo en ese ámbito de la actividad humana.

Sinapia es una utopía, o una antitopía como reflejo invertido de Hispania en términos de Avilés Fernández, sin duda de una racionalidad extrema, pero más inspirada por el rechazo de los excesos del barroco, que orientada por la necesidad de dinamizar económica y socialmente el país. Por eso, el objetivo último del gobierno sinapiense es lograr la felicidad, en la sencillez, de sus súbditos. Desde ese punto de vista, la agricultura es el sector económico por excelencia, en una colectividad que sobrevive con poco y en la que la especialización, imprescindible para fomentar las transacciones, no tiene gran relevancia, por lo que se intercambian las familias rurales y las urbanas. La idea de comunidad se sobrepone a la de sociedad compleja en un entorno que es claramente uniformador, muy diferente del planteamiento ilustrado que vendrá más adelante, lo que hace posible que el gobierno se asiente sobre la sanción y el control comunitarios.

La Ciencia de Policía, que en su racionalidad está emparentada con el tipo de reflexión que se encarna, entre otros escritos de parecido carácter, en Sinapia, es ya diferente en muchos aspectos. Por supuesto que el tejido urbano del Estado ha de mirarse en la capital y, por tanto, acomodarse a un modelo, igualmente, la subdivisión de las ciudades o del conjunto del territorio conduce a la formación de unidades de tamaños y formas parecidas, pero tras todo ello está la idea mercantilista de fomentar la producción de riqueza, el intercambio y, por consiguiente, la circulación de bienes y dinero, lo que lleva hacia la especialización territorial, que se manifiesta, entre otras cosas, en su preocupación por las infraestructuras, que deben conectar un territorio convenientemente diversificado. Del mismo modo, las ciudades han de estar segregadas funcionalmente porque han de desempeñar diferentes tareas y, por lo tanto, han de especializar las áreas pertinentes para realizarlas eficazmente.

El espíritu práctico y la preocupación por la intervención presiden los Tratados de Policía, que aquí hemos abordado a partir de los trabajos de Pérez de Herrera y Delamare, lo que los diferencia claramente de propuestas como la de Sinapia, a pesar de la racionalidad de ambos, y la idea de la homogeneidad ya no tiene nada que ver con la de aquella utopía.

Foronda representa, a finales del siglo XVIII y principios del siguiente, el espíritu de la Ilustración más racionalista y menos historicista, lo que le aleja de pensadores como Montesquieu o Vico, precisamente en el momento en que se está discutiendo en las Cortes Constituyentes de Cádiz el modelo de Estado, debate en el que, aunque desde el exterior, intervino.

Como se ha explicado, imperaban entonces dos concepciones de la soberanía: la vinculada al iusnaturalismo tradicional, que entendía la Nación como el ente abstracto e ideal que la detentaba y el iusnaturalismo racionalista que otorgaba tal capacidad al pueblo, por lo cual aquella quedaba fraccionada.

Este segundo discurso es el que inspira a Foronda apartándole, por tanto, de los enfoques historicistas, lo que le lleva a afirmar que en la labor constituyente habría que partir de cero, de una especie de tabula rasa. Tal exigencia, y libertad, le posibilita hacer propuestas como las que hizo, dividiendo España con regla y cartabón en dieciocho provincias, veintiuna en el caso que estuviese unida con Portugal.

Criterios de racionalidad y eficiencia semejantes orientaron, como hemos visto, sus planteamientos urbanísticos, pero, en ambos casos, una vez más, está presente el objetivo último de la generación y circulación de riqueza, lo cual exige, desde su punto de vista, la especialización y un intercambio que David Ricardo teorizaría como beneficiosamente desigual. Aquí también la idea de la homogeneidad adquiere nuevas formas, distintas de las de Sinapia y más próximas a las que emanan de la Ciencia de Policía.

Formulaciones espaciales, por tanto, unidas por el hilo conductor de la racionalidad, pero en las que, marcadas por sus circunstancias económica y sociales, subyacen diferentes concepciones del Estado, de la gobernabilidad y de la uniformidad, pero todas ellas, aunque tuvieron concreciones desiguales, han tenido, y aún tienen, una influencia considerable en la organización espacial de nuestro entorno, que no se puede entender sin pensar en ellas.

 

Notas

* El presente trabajo responde a una investigación más amplia financiada por el Ministerio de Ciencia e Innovación que lleva por título La organización del espacio y el control de los individuos. Ciudad y arquitectura en el diseño y las prácticas de regulación social en la España de los siglos XVIII a XIX (CSO2011-27941).

[1] Benevolo, 1993, p. 130 y ss.

[2] Maravall, 1972, p. 205 y ss.

[3] Estos asuntos se han explicado con mayor detenimiento en Fraile, 1997 y en Fraile, 2003.

[4] Pérez de Herrera, 1597 y Pérez de Herrera, 1598. He abordado parcialmente estos asunto en Fraile, 2010.

[5] Bails, 1783, Tomo IX. Parte I.

[6] Utilizamos una reedición contemporánea con Introducción de Antonio Elorza: Arroyal, 1968, p. 196.

[7] Le Maître, 1682.

[8] Delamare, 1705-1738.

[9] Bibliothèque Nationales de France. Sección de Manuscritos: Fr. 21.545 a Fr. 21.808.

[10] Benevolo, 1993, p. 133-137.

[11] Reynaud, 1850-1858.

[12] Benevolo, 1993, p. 138.

[13] Averlino, 1990.

[14] Moreno, 1991.

[15] Muratore, 1980. Sobre la influencia oriental en Sinapia: Galera, 1985.

[16] Citado en Muratore, 1980, p. 174.

[17] Foucault, 2006.

[18] Cejudo, 1975.

[19] Avilés, 1976, p. 24. También es importante Cro, 1975.

[20] Galera Andreu, 2011, p. 28-29.

[21] Ibid., p. 29.

[22] López, 1982.

[23] Cro, 1975.

[24] Sambricio, 1991, vol. I, p. 35.

[25] Ver nota 16.

[26] Galera, 1985, p. 44.

[27] A lo largo de todo el trabajo, para las citas y la paginación, utilizaremos la reedición contemporánea ya citada. Anónimo, 2011, p. 40.

[28] Estas figuras se pueden encontrar en las dos ediciones de Sinapia ya citadas: la comentada por Avilés, ver nota 20 y la prologada por Galera, ver nota 21.

[29] Anónimo, 2011, p. 117.

[30] Ibid., p. 53-54.

[31] Ibid., p. 87.

[32] Estas figuras se pueden encontrar en las dos ediciones de Sinapia ya citadas: la comentada por Avilés, ver nota 20 y la prologada por Galera, ver nota 21.

[33] Anónimo, 2011, p.60.

[34] Ibid., p. 65.

[35] Ibidem.

[36] Ibid. p. 1125-126.

[37] Ibid. p. 71.

[38] Ibid. p. 90.

[39] Ibid. p. 109.

[40] Ibid. p. 86.

[41] Avilés, 1976, p. 43 y ss.

[42] Sobre el tema de la marginación, la pobreza y sus implicaciones espaciales se puede ver Fraile, 2005.

[43] Se ha estudiado este tema en Fraile, 1997 y Fraile, 1998.

[44] Schumpeter, 1995, especialmente, Parte II, capítulos 3, 6 y 7.

[45] Pérez de Herrera, 1597, p. 24.

[46] Castillo de Bovadilla, 1597, p. 145-146.

[47] Bielfeld, 1767-1801, T. I, p. 244-245; T. II, p. 27.

[48] Sobre los argumentos en tal sentido hay un resumen en Fraile, 2004. Sobre la realidad social y urbana de esa época son interesantes Chaunu, 1955-59, vol. III, p. 64-65; Bennassar, 1982; Marcos Martín, 2000.

[49] Pérez de Herrera, 1597, p. 11 revés. Sobre sus funciones de vigilancia Pérez de Herrera, 1597, p. 17-17 revés.

[50] Delamare, 1705-1738, T. I, p. 87-89.

[51] Pérez de Herrera, 1597, p. 12 revés-13.

[52] Pérez de Herrera, 1598, p. 4-4 revés.

[53] Delamare, 1705-1738, T. I, p. 91-92.

[54] Pérez de Herrera, 1597, p. 16 revés-17.

[55] Pérez de Herrera, 1597, p. 4-4 revés.

[56] Pérez de Herrera, 1598, p. 20 revés-21 revés.

[57] Pérez de Herrera, 1597, p. 6; Delamare, 1705-1738, T. IV, p. 10.

[58] Delamare, 1705-1738, T. IV, p. 347.

[59] Pérez de Herrera, 1598, p. 6 revés; Delamare, 1705-1738, T I, p. 182.

[60] Pérez de Herrera, 1598, p. 22; Delamare, 1705-1738, T IV, p. 348; p. 232.

[61] Fernández Sarasola, 2002, p. 9. Una parte importante de la información biográfica de Foronda proviene de este estudio.

[62] Benavides; Rollán, 1984, p. 34.

[63] Fernández Sarasola, 2002, p. 10-11.

[64] Foronda, 1803. Está reproducido en Benavides; Rollán, 1984, p. 385-392.

[65] Foronda, 1815. Está reproducido en Benavides; Rollán, 1984, p. 483-485. Continuó refutando los cargos que se le imputaban en Foronda, 1820b.

[66] Foronda, 1794. Foronda, 1814.

[67] Foronda, 1789. Está reproducido en Foronda, 2002, p. 101-113. La defensa de Descartes en p. 108-109.

[68] Foronda 1811a. En Foronda, 2002, p. 168.

[69] Foronda, 1801, p. 7.

[70] Sobre la detentación de la soberanía es un clásico Malberg, 1920.

[71] Foronda, 1811. Está reproducido en Foronda, 2002, p. 180.

[72] Foronda, 1813. Está reproducido en Foronda, 2002, p. 246.

[73] Foronda, 1809. Está reproducido en Foronda, 2002, p. 136.

[74] Foronda, 1811c. Está reproducido en Foronda, 2002, p. 191-201.

[75] Foronda, 1811c. Está reproducido en Foronda, 2002, p. 194.

[76] Arroyal, 1968, p. 196-198.

[77] Foronda, 1811c. Está reproducido en Foronda, 2002, p. 194.

[78] Foronda, 1811c. Está reproducido en Foronda, 2002, p. 201.

[79] Foronda, 1811c. Está reproducido en Foronda, 2002, p. 200.

[80] Foronda, 1793, p. 111-113.

[81] Foronda, 1801, p. 65-66.

[82] Ibid., p. 67-68.

[83] Foronda, 1820a, p. 151-152.

[84] Foronda, 1801, p. 77.

[85] Ibid., p. 87.

 

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