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Paisajes y patrimonios culturales del agua. la salvaguarda dEL VALOR PATRIMONIAL DE LOS REGADÍOS TRADICIONALES
Rafael Mata Olmo
Departamento.de
Geografía – Universidad Autónoma de Madrid
rafael.mata@uam.es
Santiago Fernández Muñoz
Departamento
de Humanidades – Universidad Carlos III de Madrid
scfernan@hum.uc3m.es
Paisajes y patrimonios culturales del agua. La salvaguarda del valor patrimonial de los regadíos tradicionales (Resumen)
Recientes e intensos procesos de transformación de los regadíos tradicionales el mundo mediterráneo ibérico están degradando unos paisajes muy valiosos desde el punto de vista productivo y patrimonial. Este es el punto de partida del artículo, que aborda la relación entre agua y paisaje en las áreas regadas, así como el tratamiento de los valores paisajísticos y patrimoniales de los regadíos históricos por las políticas públicas, especialmente por la política hidráulica. Tras una propuesta tipológica de los paisajes de regadío tradicional en España, se caracteriza su evolución contemporánea tomando como ejemplo la Huerta de Murcia. En la última parte se plantean algunos impactos de las políticas clásicas de modernización sobre los valores patrimoniales de los paisajes regados históricos, y se apuntan propuestas para su salvaguarda y gestión.
Palabras clave: paisaje, regadíos tradicionales, patrimonio territorial.Cultural water landscapes and heritage. Safeguarding the heritage value of traditional irrigation systems (Abstract)
Recent processes involving the transformation of traditional irrigation systems in the Iberian Mediterranean region are degrading landscapes considered to be highly valuable from the production and heritage points of view. This is the basic content of our paper, which addresses the relationship between water and landscape in irrigated areas, and how public policies, in particular water management policy, deals with the landscape and heritage values of historical irrigation systems. Following a proposal for the typology of traditional irrigation landscapes in Spain, we characterise the contemporary evolution thereof, taking as an example the Huerta de Murcia. In the final part, we describe some impacts of classical modernisation policies on the heritage values of historical irrigated landscapes and provide some proposals aimed at safeguarding and managing these.
Key words: landscape, traditional irrigation systems, water and cultural heritage, water management policy.
Agua y paisaje. Paisajes del agua
La aceptación de que el agua es un recurso escaso, especialmente en el sur de Europa, y el cambio en el paradigma hidráulico (Moral, 2002), expresado en la Directiva Marco del Agua de la Unión Europea (2000/60/CE), han hecho de la eficiencia técnica y económica del uso de este recurso uno de los objetivos básicos de la política hidráulica[1]. El incremento de la eficiencia supone un ahorro del recurso, que permite reducir el volumen de las detracciones de los ecosistemas ligados al agua. De acuerdo con este planteamiento, las administraciones responsables de la gestión del agua para la agricultura llevan tiempo aplicando políticas de modernización de regadíos, con importantísimas inversiones destinadas a la renovación de las infraestructuras de captación, transporte y distribución del agua de riego, así como a la innovación de los sistemas de irrigación.
Estas acciones de modernización están ocasionando, sin embargo, importantes impactos sobre los regadíos tradicionales, pues el pretendido ahorro de agua mediante operaciones técnicas agresivas sobre las infraestructuras de acopio y distribución, generan efectos ambientales y pérdidas del patrimonio histórico y cultural en paisajes frágiles y valiosos. Las actuaciones de renovación de las redes de riego y drenaje están coincidiendo en muchas áreas con una intensa transformación y degradación de espacios regados históricos, sobre todo en las grandes llanuras aluviales mediterráneas y en algunas vegas interiores metropolitanas, como consecuencia de procesos de urbanización difusa y de pérdida de la intensidad productiva.
Las relaciones entre agua y paisaje han estado ausentes hasta ahora en las políticas públicas que de modo específico o indirectamente se han venido ocupando de la gestión de los recursos hídricos. Así ha ocurrido con la legislación de aguas, pero también, como veremos, con la de agricultura, regadíos y desarrollo rural, y, en buena medida, con la de conservación de la naturaleza, que pese a contar con figuras concretas para la conservación del paisaje, rara vez las ha aplicado a los paisajes culturales del agua. Contrasta esta situación con el interés reciente por la cuestión paisajística en ordenación del territorio y urbanismo, un ámbito, como se verá, con importante capacidad de decisión en materia de planificación y mejora de determinados paisajes del agua.
Efectivamente el agua está presente, en mayor o menor medida, en muchos paisajes: lo está como elemento morfológico percibido, como componente funcional de primer orden del sistema paisajístico y, frecuentemente también, como imagen y representación simbólica, en especial en aquellos territorios en los que resulta escasa y constituye un recurso y un ambiente socialmente muy apreciado. Se ha llegado incluso a afirmar el carácter omnipresente del agua en la mayor parte de los paisajes (Frolova, 2007), tanto en aquellos en los que su presencia es claramente visible, como en aquellos otros cuya configuración y funcionamiento están precisamente condicionados por su escasez o ausencia. El agua, en definitiva, como señala Eduardo Martínez de Pisón (2006), “es clave de la relación con la tierra, cargada de símbolos, eje que ordena el mundo”. Y Florencio Zoido, siguiendo a A. Berque, nos recuerda cómo el agua está en el nacimiento mismo de la idea de paisaje en la China del siglo IV, una idea expresada con el vocablo shanshui, resultado de la unión de shan (montaña) y shiu (agua o río) (Zoido Naranjo, 2007, p. 163).
En ese contexto tan abierto y de perfiles poco definidos, se debe comenzar por definir con cierta precisión el binomio agua-paisaje en relación con su ámbito territorial de referencia (qué paisajes del agua) y con su propia concepción de paisaje, y, más concretamente, de “paisajes culturales” del agua. Se asumen aquí la concepción y las grandes líneas de acción paisajística del Convenio Europeo del Paisaje (CEP) (Consejo de Europa, 2000), recientemente ratificado por el Reino de España. Y ello no sólo por tratarse de un convenio internacional que compromete a las Partes, y por tanto a todas las administraciones del Estado español, sino porque la definición de paisaje del Convenio supone la convergencia de distintos entendimientos disciplinares en torno a un término claramente polisémico, y, al mismo tiempo, porque el Convenio establece un compromiso de acción pública con todos los paisajes como elementos del bienestar individual y social: con los paisajes sobresalientes, merecedores hasta ahora de protección, pero también con los cotidianos o banales; con los paisajes naturales y con calificados como culturales.
Pero partiendo de la importancia del agua en el paisaje, la cuestión que inmediatamente se suscita es cómo abordar su estudio, ¿como un elemento constitutivo esencial o como expresión sintética del propio paisaje? Un escrito reciente de especialistas franceses sobre paisajes hídricos (Bethemont, Honeger-Rivière y Le Lay, 2006) ha planteado la disyuntiva entre “el agua en los paisajes o los paisajes del agua”. En estas páginas se opta más bien por la segunda opción, es decir, por aquellos paisajes –considerando el paisaje como un todo territorial morfológico, funcional y percibido- en los que el agua desempeña un papel protagonista en su génesis y configuración actual, en su funcionamiento y dinámica, y en la percepción social y cultural del territorio.
Esta aproximación concuerda con la concepción paisajística del Convenio de Florencia, para el que paisaje es “cualquier parte del territorio, percibida por la población, cuyo carácter resulta de la acción de los factores naturales y humanos y de sus interrelaciones”. Entenderemos, pues, como “paisajes del agua” aquellos territorios cuyo carácter[2] -un vocablo cargado de significados en la definición del Convenio- responde en un alto grado a las relaciones, actuales e históricas, entre un factor natural de primer orden como el agua y la acción humana. Todo ello, tal y como es percibido por la gente, percepción que supone no sólo visión o contemplación, sino también información, comunicación, y representaciones sociales. De esa forma, como señala Jacques Bethemont en el escrito antes citado, el paisaje como un todo se remite a un elemento dominante, en este caso el agua, asociado sistémicamente a otros factores físicos, biológicos y humanos. Sin embargo, este artículo se centra específicamente a los “paisajes (y patrimonios) culturales del agua” (énfasis nuestro). El concepto de paisaje del CEP y, en general, el adoptado por numerosos estudios recientes de paisaje lleva implícito, sin necesidad de mención expresa, la connotación de cultural en un doble sentido. Por una parte, porque es muy frecuente que allí donde el agua es morfológica y funcionalmente protagonista, la actividad humana haya intervenido históricamente para ordenar y aprovechar los recursos y ambientes naturales hídricos, modelando así paisajes claramente culturales; por otra, porque la presencia del agua en el paisaje, sobre todo cuando ésta adquiere suficiente entidad, incluso en medios acuáticos considerados tradicionalmente naturales (lagos, humedales, cataratas, gargantas, etc.), suscita siempre reacciones y representaciones sociales (desde el aprecio y la identidad al rechazo), de claro signo cultural[3]. Por eso cabría concluir que todos los paisajes del agua son, en última instancia, paisajes culturales.
No obstante, suele atribuirse el calificativo de cultural a aquellos paisajes –o, casi mejor, a aquellos componentes o patrones de paisaje-, en cuya configuración y funcionamiento resulta decisiva la acción humana, sobre todo cuando ésta se ha desarrollado durante siglos, modelando formas cargadas de historia y de carácter, de valores patrimoniales, tanto materiales como inmateriales. Esta concepción favorece la convergencia de las nociones de paisaje cultural y de patrimonio y es, de hecho, la que inspira la categoría de Paisaje Cultural de la Convención del Patrimonio Mundial de la UNESCO (1972), que fue incorporada en 1992 con una función eminentemente protectora[4].
Paisajes y patrimonios culturales del
agua. Esbozo de propuesta tipológica
Son numerosos los tipos de masas de agua y, consiguientemente, los paisajes en los que lo hídrico puede constituir un elemento protagonista del paisaje como realidad material y percibida. En este sentido es necesaria también una acotación por parte de este documento, teniendo en cuenta otras contribuciones al panel. Se prescinde aquí de las “aguas costeras” y de las “aguas de transición”, tal y como las define la Directiva Marco del Agua (DMA). Ambas configuran un todo unitario con el frente litoral continental, cuajado de usos, construcciones, huellas e imágenes culturales. No se abordan tampoco los paisajes de lagos, lagunas y grandes humedales continentales y de sus entornos, objeto de otra contribución al panel. En este texto la atención se centra en los “paisajes culturales” asociados a las aguas superficiales circulantes (permanentes y temporales), a los ríos, ríos-ramblas y ramblas y a sus llanuras de inundación, a los acuíferos aluviales, así como a fuentes y manantiales tradicionalmente aprovechados para abastecimiento humano y para la construcción de añejos regadíos.
La cuestión que cabe plantearse es en función de qué (y a partir de cuándo) atribuimos a esos paisajes culturales del agua un interés especial, un interés patrimonial, que requeriría por tanto una atención política específica, más allá de los objetivos generales que suelen predicarse para el conjunto de sistemas y paisajes de regadío. Para responder a esta cuestión es importante tener presente el cambio de la noción de patrimonio histórico desde concepciones monumentalistas y atomizadas de lo patrimonial, hasta posiciones abiertas al territorio, entendido éste como síntesis del proceso histórico de construcción social del espacio geográfico y en el que un grupo humano reconoce sus señas de identidad (Padró Werner, 2002; Amores Carredano, 2002). Se trata de un cambio que aproxima las políticas de patrimonio y de paisaje, reclamando vínculos de cooperación entre ellas, y que permite un “entendimiento” patrimonial de muchos regadíos tradicionales.
Según esto, como hipótesis de trabajo y sin ánimo de exhaustividad, entrarían dentro de este apartado de paisajes culturales del agua con un especial interés patrimonial buena parte de los regadíos que llamamos históricos (Mata Olmo, 2002)[5], en los que el agua ha constituido secularmente la base de agrosistemas regados de elevados valores socioeconómicos, culturales y ambientales, y ha facilitado también, en frecuente alianza con la agricultura intensiva, con el transporte fluvial y con funciones de tipo defensivo y de comunicación, el desarrollo de formas de urbanización y de asentamientos estrechamente ligados en su origen y en su desarrollo posterior a ríos y riberas[6].
Nos interesan, pues, en este texto, en su dimensión cultural, los paisajes fluviales, que integran en un mismo sistema ecológico, socioeconómico y percibido, las aguas fluviales, los sotos y riberas, las llanuras de inundación y bajas terrazas (Ollero Ojeda, 2007, p. 29 y ss.; para Madrid, González Bernáldez, 1986) con sus complejos sistemas agrarios, hidráulicos y urbanos, fundados tradicionalmente en el aprovechamiento del agua y en el “respeto” a la misma. Nos interesan también, fuera de las vegas fluviales, de las llanuras de inundación litorales y de los deltas y conos aluviales irrigados, otros paisajes de añejos agrosistemas de montaña, basados en el uso ancestral de escorrentías de nieves y deshielos, de altas fuentes y manantiales, o de galerías, y en los que laderas primorosamente abancaladas constituyen el contrapunto de las llanuras aluviales. El regadío abancalado de la Alpujarra, con su singular red de acequias, sustentado en el sistema hídrico de la solana de Sierra Nevada, es, probablemente, el mejor ejemplo ibérico a gran escala de este tipo de paisaje cultural del agua.
Pero son muchos los casos, casi siempre de menores dimensiones que el alpujarreño, que salpican las laderas de las montañas mediterráneas o definen el carácter de algunos valles en Canarias, articulando frecuentemente lo hídrico, lo urbano y lo agrario en pequeños conjuntos de notable interés etnográfico, cultural y paisajístico. Merece la pena citar por su interés intrínseco y por la movilización local que ha suscitado, el conjunto integrado por la Fuente de la Reja, la Charca y la Huerta de Pegalajar (Jaén), declarado Lugar de Interés Etnológico por la Junta de Andalucía e inscrito en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz, en 2001, por “constituir uno de los ejemplos más significativos de la cultura del agua, no sólo de Andalucía, sino del resto del estado español y un modelo emblemático de interacción hombre-naturaleza”, lo que no ha resuelto de momento el problema de disponibilidad de agua y de deterioro del Lugar. De no menos interés son las Calles del Agua en Bullas (Murcia), conjunto de nacimiento, conducciones, trama urbana, artefactos, balsa, reloj de sol para cronometrar las tandas de riego y huerta, en cuyo estudio y propuesta se ha empezado a trabajar.
Estos paisajes de regadío, incluidos los asentamientos tradicionales asociados, son en las regiones de clima mediterráneo (continentales y litorales) las expresiones más acabadas de los paisajes culturales del agua de escala territorial, y constituyen al mismo tiempo señas de identidad mayores de numerosas comarcas y de regiones enteras como la Comunidad Valenciana o Murcia. En ese sentido son a la vez culturales y patrimoniales, porque expresan una larga historia de modelado de la naturaleza a partir del agua y de su “territorio natural” y porque generan también relaciones de afinidad e identidad. En estos casos (en las viejas huertas y regadíos mediterráneos, pero también en las vegas tradicionales de los grandes y pequeños ríos ibéricos, o en los riegos abancalados de montaña y de algunos valles canarios, como los de La Gomera), la diferencia entre paisajes culturales y lo que habitualmente se entiende por patrimonio histórico-cultural, es más terminológica o de escala, que sustantiva.
Cada una de los paisajes de huerta, vega o “ribera” constituye, a una determinada escala, una pieza de patrimonio cultural. A mayor escala, con mayor detalle, el patrimonio cultural que albergan esos paisajes es un entretejido de estructuras de interés y valor por sí mismas: tramas rurales (parcelario, viario, mosaicos de cultivos, edificaciones tradicionales dispersas), sistemas hidráulicos (pequeñas presas, azudes, partidores, canales, azarbes, acequias…), elementos de patrimonio arqueológico industrial (molinos, batanes, aceñas, pequeñas centrales)[7], puentes, red de asentamientos tradicionales, etc. Ese repertorio de estructuras paisajísticas, en el sentido que las entiende y define la Loi Paysage de Francia (1993), constituye un índice tentativo, ajustable siempre a la realidad de cada lugar, para la caracterización de los paisajes culturales de los viejos regadíos; se trata de una tarea que nunca puede desligarse de su base geográfico-física[8] -por más que aquí se insista en los factores culturales-, con la que históricamente se han establecido relaciones de adaptación, que hacen a estos paisajes legibles y coherentes con su medio.
Pero al patrimonio material, hay que sumar usos, conocimientos, técnicas e instituciones que las comunidades que han aprovechado históricamente estos espacios han ido generando y transmitiendo, hasta constituir un acervo de patrimonio inmaterial de elevado valor, que los individuos reconocen como propios y que, en la mayor parte de los casos, manifiestan aún su vitalidad en la gestión actual del riego. Como se ha señalado para la Ribera valenciana, tan importantes como la tecnología hidráulica o el uso agrario del agua, son los aspectos organizativos: normas claras, coordinación de las actuaciones, sanciones para hacer efectivas las normas, todo un sistema institucional que “depende de factores inmateriales difíciles de acotar puesto que afectan a las relaciones sociales y, en buena medida, no han dejado testimonio escrito” (Calatatayud Giner, 2006, p.56).
Ciertamente, la construcción histórica de estos paisajes de vegas, huertas y riberas –y, a otra escala y en contextos ambientales muy distintos, de los de regadíos abancalados de montaña- ha supuesto una transformación importante de los paisajes fluviales naturales con fines productivos (desde la circulación hídrica y la morfología fluvial, a los sotos y topografía de la planicie aluvial). Pero cierto es también que los sistemas de regadío han desempeñado –y desempeñan- un importante papel ecológico y ambiental, de forma similar a otros sistemas agrarios mediterráneos en los que la gestión inteligente de los recursos y de los paisajes ha conducido al diseño de sistemas muy productivos y a la vez sostenibles, hasta el punto de que muchos de ellos se han mantenido durante siglos hasta la actualidad.
Podría decirse, utilizando un calificativo de creciente predicamento en las tareas de caracterización y valoración paisajística, que estos paisajes culturales del agua son legibles (entendibles) y coherentes con el potencial agroecológico del ambiente natural sobre el que se levantan, responden a una historia y a una cultura propias del mundo mediterráneo (aunque no sólo), y presentan, como se ha señalado recientemente (Matínez y Esteve, 2001), una gran proximidad espacial e incluso ecológica del regadío respecto a los ecosistemas riparios naturales. En relación con los procesos ecológicos fundamentales, los ciclos hídricos no son modificados en exceso en el conjunto del sistema río-vega-acuífero aluvial. El sistema presenta, en palabras de los autores citados, una elevada recirculación interna de agua y de nutrientes y, de modo global, una exportación neta ligada a un comportamiento vectorial desde la cuenca hacia la costa, similar a la que pueden presentar los sistemas fluviales naturales.
Algo parecido puede señalarse de los viejos paisajes de regadío de montaña, fuertemente humanizados, como el de las vertientes aterrazadas y las acequias de la Alpujarra, al sur del macizo de Sierra Nevada, un área con grandes dificultades de regulación hídrica y escaso poder de almacenamiento e infiltración del agua, tanto por razones topográficas como litológicas, y por la falta de adecuada cobertura vegetal. Las acequias no son más que la respuesta humana a la necesidad de satisfacer necesidades de abastecimiento, en un sistema de baja regulación, con estiajes muy secos y prolongados.
Justamente el sistema tradicional de regulación ha consistido –siguiendo a Antonio Castillo (1999)- en derivar aguas del deshielo de los ríos y manantiales, para jugar con ellas por las laderas, careándolas y favoreciendo infiltraciones y emergencias continuas, a fin de retenerlas durante el mayor periodo de tiempo posible en el espacio alpujarreño. Con las derivaciones más altas (borreguiles y chortales) se pretendía extender los pastizales de montaña, alimento durante el estío de la importante cabaña ganadera, así como de las poblaciones de cabra montés. Más abajo, la misión fundamental de las acequias era la de transportar el agua hasta los campos de cultivo abancalados, en muchos de los cuales se abrían boqueras para favorecer, en sitios elegidos, pastizales más bajos o mantener arboledas. En otras ocasiones, el objetivo era únicamente el de recargar acuíferos, dejando carear el agua en zonas calizas o de fractura, con el objetivo de incrementar los caudales de las fuentes y “remanentes” situados más abajo, ya en las proximidades de los pueblos. Un sistema hídrico, pues, claramente humanizado, modelador de un paisaje cultural coherente con el medio montano, y de interés económico, ambiental y patrimonial, aunque sometido a intenso abandono en los últimos decenios (Camacho, 2003). También aquí las iniciativas de “modernización” y de trasvases, surgidas con fuerza en la comarca tras la sequía de los años 90, habrán de tomar en consideración, como señala Castillo Martín (1999, p. 8), junto a otras motivaciones, unos impactos considerables no sólo sobre la estética y la percepción del paisaje, sino sobre el papel fundamental de las “pérdidas” en el ciclo del agua en estas laderas, en relación con el mantenimiento de arboledas y pastizales, y con la existencia de fuentes y manantiales tradicionales.
Los paisajes culturales del agua,
ausentes de la planificación hidrológica, agraria y rural
La Directiva Marco del Agua no contiene mención expresa al paisaje, ni a la dimensión paisajística de los valores y problemas del agua, como tampoco a los aspectos culturales del agua y su gestión. Como es bien sabido, la Directiva y, en buena medida, el Reglamento de la Planificación Hidrológica (RD 907/2007) que la desarrolla en España, centran su atención en el mantenimiento y la mejora del medio acuático, principalmente en lo que se refiere a la calidad de las aguas, constituyendo el control cuantitativo de las mismas (tanto superficiales como subterráneas) un factor de garantía de buena calidad, y estableciéndose por consiguiente, diversas medidas subordinadas al objetivo de garantizar la calidad.
El objeto de la Directiva es, pues, junto a la promoción de un uso sostenible del agua a largo plazo, establecer un marco para la protección de las aguas superficiales continentales, “de transición”, costeras y subterráneas que prevenga todo deterioro adicional y mejore el estado de los ecosistemas acuáticos. Pero la Directiva adquiere también un compromiso –indirectamente traspuesto por RPH- con la defensa de “los ecosistemas terrestres y humedales directamente dependientes de los ecosistemas acuáticos en cuanto a sus necesidades de agua”. Ambas alusiones a los ecosistemas acuáticos y a los terrestres relacionados con aquéllos por sus exigencias de agua, pueden interpretarse como una referencia implícita a los paisajes del agua, si bien es verdad que en su dimensión biológica o ecológica, con evidente desatención de los aspectos culturales y perceptivos ligados a los ambientes y ecosistemas acuáticos o dependientes de aquéllos.
Ni la Ley de Aguas ni el RPH suplen esta carencia, llamativa cuando menos en un territorio eminentemente mediterráneo como España, en el que los aspectos sociales, culturales y patrimoniales ligados al agua son muy importantes. Concretamente el Reglamento contiene sólo una mención, meramente administrativa, al “paisaje y al patrimonio hidráulico” cuando en su artículo 78, referido a la elaboración y contenidos de los estudios generales de demarcación, incluye el agua y el patrimonio en la descripción de las mismas. Tal inclusión no tiene implicaciones de ningún tipo en la planificación posterior.
No obstante, lo establecido por la Ley 9/2006, de 28 de abril, sobre evaluación de los efectos de determinados planes y programas sobre el medio ambiente, es decir, la evaluación ambiental estratégica prevista por la Directiva 2001/42/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, compromete a los planes hidrológicos de cuenca –así como al Plan Hidrológico Nacional-, que deberán contar con su correspondiente Informe de Sostenibilidad Ambiental I.S.A.), contemplado ya en el Reglamento de la Planificación Hidrológica. Pues bien, la citada Ley de 2006 establece que los mencionados Informes deberán contener los eventuales efectos de los planes sobre, entre otros aspectos, “el paisaje” y sus interrelaciones con los demás factores ambientales. Se abre aquí una vía para que los valores del paisaje, entre ellos los culturales, sean considerados en los instrumentos fundamentales de planificación hidrológica. Será preciso velar por el cumplimiento de este compromiso, en un país en el que apenas hay tradición de considerar los valores paisajísticos en relación con los grandes proyectos territoriales. La reciente ratificación por el Reino de España del Convenio Europeo del Paisaje constituye un acicate -y una responsabilidad- para que la administración central del Estado asuma sus responsabilidades paisajísticas en una política de tantas implicaciones sobre el paisaje como la de aguas.
Pobres y escasas son también las referencias a los paisajes culturales del agua en el Plan Nacional de Regadíos (2001), sobre todo en lo que se refiere a propuestas para su defensa y mejora. Ciertamente el Plan contiene menciones positivas a los paisajes modelados por el agua de riego. Algunas de ellas tienen carácter “programático”, concretamente las que se hacen en la “Justificación del Plan”en relación con la importancia del regadío en España y con los principios, directrices y objetivos de la nueva política de regadíos que preconiza el propio Plan. El regadío –se afirma- contribuye a mantener un cierto equilibrio territorial fijando población, lo que en zonas rurales en declive es un objetivo básico para evitar el abandono y la consiguiente degradación del espacio, el paisaje, los recursos naturales y el medio ambiente (énfasis nuestro).
La asunción, aunque sólo sea retórica, del concepto de multifuncionalidad como principio general que debe informar la planificación de los regadíos (traslado al regadío de este nuevo concepto introducido por la Agenda 2000 dentro de la definición del modelo europeo de agricultura), supone que éstos deben satisfacer no sólo la tradicional función productiva de materias primas vegetales y alimentos (ahora “seguros” y de calidad), sino también nuevas funciones como la de conservación de los recursos naturales y del paisaje (Mata Olmo, 2004).
Sin embargo, cuando el PNR formula sus “directrices generales” se observa cierta descoordinación entre la “mejora de infraestructuras de distribución y aplicación del agua de riego, con la incorporación de las innovaciones tecnológicas que permitan aplicar técnicas de riego menos exigentes en el consumo de agua”, y la introducción de criterios ambientales en la gestión de tierras y aguas para (…) proteger la biodiversidad y los paisajes, y reducir los procesos de desertización”. Además, la incorporación del término paisaje en el capítulo dedicado a “Regadíos y medio ambiente” del PNR (capítulo 4.8) se refiere sólo a la reducción de impactos, tanto en los regadíos existentes objeto de mejora y modernización, como en los que estén en ejecución o puedan ejecutarse en desarrollo del propio Plan. El paisaje aparece así como un elemento ambiental más (eminentemente visual), junto al suelo, la flora, la fauna o la hidrología superficial y subterránea, pero no como un totalizador de naturaleza y cultura, cargado en determinados casos de valores patrimoniales, y merecedor de atención política en su integridad.
Por último, es muy significativo que en el conjunto de Programas de actuación que concretan los compromisos del PNR no haya una sola mención, ni una sola iniciativa a favor de los paisajes del agua, pese a las declaraciones que se realizan en otras partes del Plan. De hecho, algunas acciones de modernización de regadíos sobre viejos paisajes del agua están desconociendo los valores culturales y ecológicos que estos paisajes albergan, y conduciendo a su eliminación.
Pobres son también, sorprendentemente, las referencias al paisaje que finalmente se han incorporado a la recién aprobada Ley 45/2007, de 13 de diciembre, para el desarrollo sostenible del medio rural, después de que el Anteproyecto de dicha norma incluyera tan sólo una mención muy secundaria al paisaje en relación con el Plan Estratégico Nacional del Patrimonio Natural y la Biodiversidad. Llama la atención en ese sentido que en el fundamental Capítulo IV sobre Medidas para el desarrollo rural sostenible, la única referencia al paisaje sea en la letra g) del Artículo 20 sobre Diversificación económica, en relación con “los recursos geológicos que existen en el entorno rural y que pueden ser utilizados para un desarrollo sostenible (sic), dando prioridad a la conservación del medio ambiente, el paisaje y el patrimonio natural y cultural”.
En el prolijo Artículo 25, dedicado al agua, todo gira, de acuerdo con la DMA, en torno al uso eficaz y eficiente del recurso para regadíos, concediendo prioridad a las actuaciones de modernización ligadas al ahorro de agua, a la eficiencia en el uso energético y al empleo de energías renovables, así como a la reducción y prevención de la contaminación difusa de las aguas subterráneas y superficiales. Hubiera sido éste un buen lugar, tratándose de una norma sobre desarrollo sostenible del medio rural, y teniendo presente los valores y demandas emergentes en los territorios rurales, para llamar la atención sobre los valores patrimoniales y paisajísticos que en relación con el agua y con sus políticas han de tenerse también en cuenta, junto a los de eficiencia y “modernización”.
Las dinámicas de los paisajes de los
regadíos tradicionales
No es fácil establecer pautas generales sobre la evolución de los paisajes de los regadíos tradicionales, dada la diversidad de bases agroecológicas, de estructuras agrarias y de sistemas de explotación que los caracterizan. A todo ello se unen factores de localización, tales como la proximidad a aglomeraciones urbanas o a espacios turísticos litorales, y de accesibilidad, que influyen decisivamente también en la intensidad y el sentido de los cambios paisajísticos. No obstante es posible plantear ciertas tendencias compartidas por el importante grupo de paisajes culturales del agua integrados en estructuras territoriales dinámicas y con un elevado nivel de urbanización, como ocurre en amplias áreas del litoral y prelitoral mediterráneo, y en numerosas vegas interiores, polarizadas en mayor o menor grado por ciudades o por sistemas metropolitanos. Interesan aquí especialmente aquellas transformaciones que ocasionan pérdidas intensas de carácter y de integridad de los paisajes, y que les restan por tanto funciones productivas, patrimoniales y ambientales.
Un caso muy distinto es el de la evolución de los paisajes del agua -más recónditos y frágiles- de las pequeñas vegas serranas o de las encajadas en las altas parameras ibéricas, y de esos otros viejos paisajes regados de las vertientes abancaladas de montaña, como los mencionados de la Alpujarra. A las limitaciones agroecológicas propias de esos ambientes, superadas con mucho trabajo y con técnicas depuradas a lo largo del tiempo, se añade casi siempre la marginalidad de sus emplazamientos. Todo ello ha favorecido procesos avanzados de abandono y, por consiguiente, el deterioro de las tramas culturales del paisaje, un deterioro difícil de revertir.
Contamos con un número relativamente abundante de estudios, procedentes tanto del ámbito de la investigación básica como aplicada, con información de interés sobre la trayectoria de los paisajes tradicionales de vegas, huertas y riberas en el ámbito circunmediterráneo, y en determinadas vegas interiores próximas a aglomeraciones urbanas[9]. En estos paisajes, con algunas excepciones significativas que han supuesto intensificación y estabilidad superficial frente a la competencia de otros usos, las tendencias más extendidas consisten en la perdida de intensidad productiva, con cambios en los cultivos tradicionales que habían dado identidad a muchos de estos paisajes; sustitución de usos agrarios por urbanos e infraestructurales, con diversidad de patrones territoriales según situaciones de partida; deterioro y pérdida del patrimonio construido asociado a los paisajes del agua tradicionales, en especial el hidráulico; incorporación de nuevos elementos a las tramas rurales del paisaje (cerramientos, naves, nuevos caminos, etc.), ajenos a la configuración heredada y con elevada capacidad de alterar a escala de detalle el carácter del paisaje; y, en general, un desinterés muy extendido por la gestión y puesta en valor del patrimonio cultural y paisajístico que albergan estos espacios.
Se ha considerado de interés ilustrar estas dinámicas con el ejemplo de la Huerta de Murcia, uno de los paisajes culturales del agua más representativo y cargado de identidad de la Península Ibérica. Los procesos operados en la Huerta murciana, comunes a otros muchos regadíos tradicionales mediterráneos e interiores –salvadas las diferencias agrológicas-, son un buen punto de partida para una reflexión general sobre la trayectoria reciente de estos paisajes, y para fundamentar, sobre la base de más estudios de caso con intencionalidad paisajística, políticas de salvaguarda, mejora y valorización de estas valiosas piezas de paisaje cultural, sólo posible con la cooperación de distintas políticas sectoriales, en especial de las de agua, agricultura y ordenación del territorio y urbanismo.
El paisaje de la huerta de Murcia[10]
El ámbito de lo que tradicionalmente se ha considerado Huerta de Murcia comprende la llanura aluvial del río Segura desde el azud de la Contraparada hasta la vereda que la separa de la huerta de Orihuela. Se trata de un eslabón en la cadena de espacios agrícolas de regadío a lo largo del Segura, y uno de los exponentes más destacados del paisaje regado y urbano de las huertas mediterráneas (Calvo García-Tornel, 1984). En ese contexto, la Huerta de Murcia presenta rasgos singulares, resultado de su historia territorial y de sus particularidades físico-naturales. La presencia de la ciudad de Murcia, organizando la huerta y su extenso término realengo sobre la llanura de inundación del Segura, con todo un complejo sistema de infraestructuras de aprovechamiento del agua, asociado a un parcelario atomizado y de formas diversas, y a una densa red caminera –los “caminos de huerta”-, ha dejado en el paisaje una huella indeleble, que lo enriquece patrimonialmente y lo identifica culturalmente (Mata Olmo, dir., 2001). Estamos además ante un paisaje cargado de identidad, con un marcado significado simbólico para el imaginario colectivo de la Región de Murcia e incluso del conjunto de España.
La Huerta de Murcia ha sido históricamente un paisaje agrícola altamente urbanizado, un espacio de producción, pero también de residencia, en el que cada elemento, cada estructura y cada forma de organización adquirían su sentido dentro de un determinado manejo productivo de los recursos –del agua y del suelo especialmente-, destinado a la obtención de productos hortícolas. Este paisaje ha sufrido en los últimos años profundas transformaciones como resultado de los procesos que se caracterizan a continuación.
Reducción
de la intensidad productiva de los cultivos huertanos
El paisaje agrícola de la Huerta de Murcia ha estado tradicionalmente dominado por cultivos hortícolas intensivos, en un mosaico de pequeñas parcelas con presencia de frutales y moreras en los linderos, de las que se obtenían dos e incluso tres cosechas al año. En las últimas décadas se asiste a un rápido y profundo cambio en los aprovechamientos agrícolas, consistente en la progresión de los cítricos sobre los esquilmos propiamente hortícolas. Paralelamente a la difusión de naranjales y limonares, han ido desapareciendo los árboles que tradicionalmente se cultivaban en los linderos. La arborización de la huerta es un proceso de largo recorrido que comienza en la década de los cincuenta, de forma que las hortalizas en regadío sumaban ya en 1982 sólo el 15%, estando actualmente muy por debajo del 10%.La paulatina pero constante profundización del nivel freático de la llanura de inundación del Segura hizo desaparecer uno de los principales limitantes para el cultivo de frutales y favoreció la paulatina sustitución de las hortalizas por los cítricos, cerrando en los primeros planos el paisaje abierto del terrazgo huertano. Sin embargo la razón principal de la mutación productiva radica en la menor necesidad de mano de obra de los cultivos citrícolas, circunstancia que facilita el tránsito hacia una agricultura a tiempo parcial que fue generalizándose en la Huerta conforme avanzaba el siglo XX. Es una circunstancia que se repite en numerosos regadíos tradicionales, tanto interiores como litorales, sobre todo cuando en las proximidades existen alternativas de empleo no agrícola. Así ha ocurrido en las vegas madrileñas (Mata y Rodríguez, 1987), en las que el paisaje histórico de huertas y frutales –recuérdese la singular y emblemática Huerta-jardín de Aranjuez-, ha pasado a convertirse en labradíos forrajeros, con claro protagonismo del maíz e, incluso, de los cereales de invierno.
Disminución
de la superficie regada
No obstante, la pérdida de suelo dedicado a aprovechamientos agrícolas es sin duda el proceso que está transformando con mayor intensidad el paisaje de la Huerta de Murcia, como el de tantas otras vegas y huertas mediterráneas y de interior. Muchos son los datos que apuntan en este sentido, pero quizás entre los más significativos esté la reciente decisión de la Confederación Hidrográfica del Segura de reducir un 16% la superficie regable neta este mismo año 2007, o las estadísticas de la Junta de Hacendados, que permiten fijar la reducción de la superficie regada en un 12% entre 1982 y 2002. Dicha reducción implica además sustitución por usos eminentemente urbanos y un cierto grado de abandono –reducido de momento- en algunas parcelas. Paralelamente al retroceso de los viejos regadíos en la llanura aluvial, otros nuevos, en grandes y “ordenadas” parcelas, colonizan los glacis, los conos de deyección y las costeras perimetrales de la vega, pasando la producción agrícola de los feraces suelos aluviales a terrenos con elevadas pendientes fuera del dominio de las infraestructuras de riego tradicionales y cuya transformación supone en muchos casos importantes impactos ambientales y paisajísticos.
La
urbanización de la Huerta
Como escribía el geógrafo Alfredo Morales hace unos años, “la Huerta guarda la impronta de las diferentes etapas de su ocupación. Sin embargo, hoy se trata de un espacio que tiene más del 50% de su superficie urbanizada y, la otra mitad, aun conservando sus cultivos tradicionales de agrios y hortalizas, está amenazada por el mismo proceso” (Morales Gil 2001, p. 67). La ocupación de terrenos de huerta por usos urbanos, industriales o ligados a infraestructuras es sin duda la dinámica más relevante de cuantas afectan a la Huerta de Murcia (Calvo Garcia-Tornel, 1997).Tal ocupación tiene al menos dos patrones claramente diferenciados, que conviven en el tiempo y el espacio. Por una parte se ha producido un importantísimo crecimiento superficial de los núcleos localizados en la Huerta. El casco de Murcia ha multiplicado por cinco su extensión, absorbiendo algunos núcleos de borde próximos. El crecimiento del núcleo central se ha visto acompañado de un importante desarrollo superficial de la densa red de pedanías localizadas en la vega y, sobre todo, en sus bordes.
Pero desde la perspectiva de los cambios en el paisaje cultural de la Huerta, es quizás más relevante el aumento del número de viviendas residenciales diseminadas. En 1970, las pedanías del municipio de Murcia sumaban 8.168 edificaciones de ese tipo; en 2001 habían pasado a 20.441. La edificación dispersa no es nueva en la Huerta de Murcia, como tampoco en la mayor parte de las huertas y vegas mediterráneas; hay de hecho multitud de referencias que documentan el desarrollo del hábitat diseminado al menos desde el siglo XVIII (Calvo García-Tornel, 1982), contraviniendo ordenanzas que lo prohibían. Era una clara expresión de la voluntad de los huertanos de estar cerca de sus fincas, surgiendo así entre los núcleos concentrados una constelación de casas de diverso porte y factura, asociadas las más de las veces a caminos e infraestructuras de riego, y complementarias de la explotación agrícola.La década de los sesenta del siglo XX es el punto de partida de un intenso proceso de suburbanización, que inicialmente afecta a un radio de aproximadamente cinco kilómetros en torno a la ciudad de Murcia, con un gradiente claramente descendente hacia los extremos occidental y oriental de la vega. La realidad actual es que la densidad edificatoria dispersa alcanza valores muy elevados, de hasta una vivienda por cada 3.000 m2 o menos, o entre 3.000 y 5.000 m2 en el sector occidental de la Huerta. Un patrón de suburbanización y de incremento notable de densidad edificatoria es el que presenta carácter lineal en torno a los caminos de huerta tradicionales o a nuevos viales abiertos para dar acceso a implantaciones residenciales o industriales recientes. El estudio de campo permite, incluso, diferenciar aquellos caminos convertidos materialmente en calles residenciales, de otros preferentemente especializados en implantaciones industriales y de servicios, aunque es frecuente también la presencia de diversos usos en torno a un mismo vial. Lo cierto es que la clara funcionalidad tradicional de los caminos de huerta, confluyendo radialmente en unos casos en la ciudad de Murcia, y en otros cortando transversalmente la huerta y comunicando la red de núcleos y pedanías, se ha adaptado al nuevo modelo de crecimiento suburbano, haciendo calles de caminos y convirtiéndolos en auténticos ejes de expansión urbana desordenada. Todo ello ha supuesto además la pérdida de límites limpios entre los núcleos concentrados, como la propia ciudad de Murcia y otros pueblos y pedanías de borde, con el paisaje agrario circundante. Esa limpieza y nitidez de contactos era –y es todavía en algunos enclaves- una seña más de identidad y un elemento de legibilidad del paisaje de la Huerta.
Las previsiones de crecimiento urbano en las vegas tradicionales del Segura, según un estudio recientemente realizado a partir del planeamiento urbanístico aprobado (Ministerio de Medio Ambiente, 2007), apuntan en el mismo sentido, bien a través de operaciones aisladas o de desarrollos de ámbitos urbanizados existentes. Se han generalizado también planeamientos urbanísticos que legalizan gran parte de las edificaciones construidas al margen de la legalidad, lo que ha contribuido a reforzar desde la administración “la mentalidad del huertano tradicional de que al poseer una unidad, por pequeña que sea su extensión, se tiene el derecho de construir lo que se considere oportuno sin necesidad de atender a la disciplina urbanística municipal” (Canovas, 2006).
Ese proceso favorece además que la propiedad, caracterizada ya por un acusado minifundismo, se fragmente aún más, pasando, según datos de Cánovas, de una media de 4.745 m² en 1952 a 2.098 m² en 2002. A su vez, la división de la propiedad refuerza la pérdida de viabilidad económica de las explotaciones, crecientemente desvinculadas del mundo propiamente agrario; como apunta con razón Encarnación Gil Meseguer “cada vez más se ve la parcela reducida a un «jardín», para el autoconsumo y ocupar el tiempo de ocio del dueño” (Gil Meseguer, 2006, p. 44).
La urbanización identificada en la Huerta de Murcia no es una excepción en la evolución de otros grandes espacios de regadío tradicional. Muchos son los ejemplos de huertas y vegas tradicionales sometidos a intensas dinámicas de periurbanización en la misma cuenca del Segura, como las de Caravaca, Cehegín, Lorca, Moratalla, Orihuela o Yecla entre otros. Un caso paradigmático es el de la Huerta de Mula, objeto del “Plan de Modernización del Regadío Tradicional de Mula”, que alcanzó ambiciosos objetivos de ahorro y optimización en el uso del agua (Morales Gil, 2001, p. 141), pero que unos años después está sufriendo un rápido proceso de periurbanización. Dinámicas similares se han constado en tierras valencianas (Mateu, 1999; Marco, Mateu, y Romero, 1994) y en otras vegas del interior de tanto significado cultural como la de Granada (Menor Toribio, 2000).
Deterioro
de los elementos patrimoniales vinculados al uso del agua
El profundo cambio en los usos agrarios y en el sistema de asentamientos ha supuesto con frecuencia el abandono, o al menos la ausencia de las necesarias labores de conservación, de elementos construidos de interés. Entre ellos debe destacarse en primer lugar el rico patrimonio relacionado con las infraestructuras hidráulicas tradicionales, infraestructuras que han constituido la base, primero de la creación y después del mantenimiento, del paisaje regado de la Huerta. El proceso de participación pública permitió comprobar cómo entre los lugares, parajes o ámbitos característicos de la vega murciana destacan los conjuntos relacionados con elementos del patrimonio histórico-hidráulico (azud de la Contraparada, Rueda de la Ñora y Alcantarilla, etc.). Algunos de estos artefactos y construcciones pueden llevarse a museos, pero la Huerta tiene todavía la oportunidad de integrar en su medio, en su paisaje, un patrimonio de indudable valor.
El intenso trabajo de campo realizado ha permitido contar con un balance general del estado del patrimonio construido relacionado con la actividad agraria y el regadío huertano. Su principal conclusión es que el patrimonio construido es tan abundante e interesante, como deficiente su estado de conservación. La relación de ejemplos podría ser muy larga, pero basta con señalar la lamentable situación del azud de la Contraparada, así como de otros elementos emblemáticos, cualificados socialmente y que figuran incluso en guías turísticas y en obras de etnografía y folklore de gran difusión, como los molinos Alfatego y Funes.
Perspectivas y propuestas
La ordenación del paisaje no constituye, en principio, objeto específico de una política concreta. El Convenio de Florencia, al concebir el paisaje como carácter del territorio –de cada territorio-, establece que las Partes se comprometen a integrar el paisaje, en primer lugar, en la planificación territorial y el urbanismo, pero también en las políticas “cultural, ambiental, agraria, social y económica, así como en todas aquellas que puedan tener un efecto directo o indirecto sobre el paisaje” (art.º 5d). En este sentido, la defensa y mejora de los que hemos considerado aquí paisajes culturales del agua no corresponde de modo exclusivo, ni tan siquiera preferente a nuestro juicio, a la política hidráulica; al extenderse más allá de los ambientes acuáticos y de los ecosistemas directamente ligados a ellos, los procesos implicados en la génesis y evolución de estos paisajes –acabamos de verlo- es de tal complejidad, que escapan al ámbito específico de la política del agua. No obstante el agua es en estos “paisajes culturales” hilo argumental de su historia y de su presente, por lo que la política hidráulica debería tener bastante que decir en este terreno. A ello dedicamos el primero de los puntos de este epígrafe.
El resto de las propuestas entran más bien dentro del ámbito de la ordenación del territorio y el urbanismo, cuyos instrumentos de escala subregional (en el caso de la planificación territorial) y municipal tienen capacidad y la obligación de gestionar los paisajes culturales del agua, en coordinación y cooperación, cuando corresponda, con la administración hidráulica. En determinados casos, por el alto valor e identidad de algunos espacios regados, estaría recomendada la planificación especial a partir de la legislación urbanística; no se olvide que los Planes Especiales tienen, entre otros cometidos, desde su origen en la Ley del Suelo de 1956, la defensa de los valores paisajísticos.
Cabría incluso, tras sopesar ventajas y problemas, la aplicación de figuras de la legislación de patrimonio (Sitio Histórico[11] o, simplemente, un entorno adecuadamente definido de determinados Bienes de Interés Cultural ligados a la gestión del agua) o de espacios naturales protegidos. La figura del Parc Agrari del Baix Llobregat pone de manifiesto las virtualidades –no sin problemas- de un instrumento que protege y gestiona a un tiempo los valores paisajísticos y ecológicos, y la producción agraria en un “espacio hídrico” fuertemente presionado en su entorno por otros usos del suelo (Sabaté, 2002).
Pero no cabe duda de que en el caso de estos viejos regadíos, junto a las acciones de salvaguarda y mejora del paisaje, que deben partir de unas reglas claras sobre la vocación del suelo y de una disciplina urbanística y ambiental efectiva, se requieren medidas de fomento de la actividad agrícola, que consideren las múltiples funciones y valores de los paisajes culturales del agua. Gestión territorial y agroambiental constituyen en estos casos las dos caras de la defensa y la viabilidad de un patrimonio que, sobre todo en contextos metropolitanos y de aglomeración urbana, contribuye decisivamente a la calidad de vida y ambiental de esos espacios.
Retos para la política hidráulica y de regadíos:
Multifuncionalidad, eficiencia y salvaguarda del patrimonio paisajístico
Los paisajes culturales del agua requieren, como otros susbsistemas paisajísticos ligados directamente a lo hídrico, una cantidad y calidad de agua adecuadas para su buen funcionamiento. En cuanto a calidad, huertas y vegas –dentro de su especificidad- comparten con ríos, sotos, riberas y humedales fluviales los requerimientos y compromisos que establecen la DMA y el RPH. La pérdida de calidad del agua disponible constituye, de hecho, uno de los problemas más graves para la viabilidad de estos regadíos. Algún conflicto de “uso”o de interpretación puede producirse, sin embargo, en el asunto de la cantidad, de la disponibilidad de agua para estos riegos tradicionales, en un contexto social poco favorable en general al uso consuntivo agrario.
La aceptación de que el agua es un recurso escaso, especialmente en el sur de Europa, y el cambio en el paradigma hídrico concretado dentro de la UE en la Directiva Marco del Agua han convertido la mejora de la eficiencia técnica y económica del uso del agua en uno de los objetivos principales de la política hidráulica. El Plan Nacional de Regadíos establecía ya en su avance de 1995 como objetivo prioritario la mejora y renovación de los regadíos existentes antes que la creación de nuevos (Gil Olcina, 1997), una estrategia reforzada en la versión definitiva del Plan y en la que administraciones regionales como la murciana han desarrollado también una activa política. La última iniciativa legal en este terreno ha sido el denominado Plan de Choque de Modernización de Regadíos (Real Decreto 287/2006, de 10 de marzo, por el que se regulan las obras urgentes de mejora y consolidación de regadíos), en cuya presentación las ministras de Medio Ambiente y Agricultura señalan como segundo objetivo lograr “la eficiencia en el consumo de agua, obteniendo el máximo rendimiento de las producciones a la vez que ahorrando porcentajes de utilización de recursos hídricos muy elevados”.
El riego por gravedad -el tradicional riego a manta- ha sido y todavía es dominante en muchos regadíos tradicionales pese al espectacular incremento de la superficie con riego localizado de los últimos decenios. El predominio de sistemas de riego por inundación en un contexto de escasez de recursos hídricos suele mostrarse como máximo exponente de ineficiencia. No obstante, como acertadamente se ha destacado en una reciente publicación sobre la multifuncionalidad del regadío, el concepto de eficiencia técnica, que depende siempre de la escala geográfica de referencia (parcela, zona regable o conjunto de la cuenca hidrográfica), requiere bastantes matizaciones para evitar malentendidos socialmente aceptados en relación con el regadío. Para ello conviene empezar con el concepto de “pérdida de agua”, concretando el destino final de la misma. “Puede afirmarse, en ese sentido, que la mayor parte del agua usada en agricultura que no es consumida por los cultivos no ‘desaparece’ (Gómez-Limón y otros, 2007, p. 216), sino que genera ‘flujos de retorno’ al sistema hidrológico natural, mejorando su estado tanto superficial como subterráneo.
Se ha introducido por ello en la literatura técnica de regadíos el concepto de “fracción consumida”, junto al de “fracción reusable”, que aclara algunas cuestiones sobre el ahorro potencial del agua de riego y constituye a nuestro juicio una llamada de atención sobre la necesidad de una mejor justificación en la toma de decisiones públicas sobre la materia. Porque hay evidencias de que “un bajo rendimiento hídrico no implica, necesariamente, un juicio negativo en cuanto a la conservación de los recursos naturales” (Losada y Roldán, 2002). Según los autores citados, determinadas actuaciones de modernización encaminadas única y exclusivamente a incrementar la eficiencia de las operaciones riego pueden suponer elevados costes, sin apenas ahorros reales de agua en el conjunto del sistema.
Se trata de planteamientos oportunos a la hora de diagnosticar en toda su complejidad los paisajes culturales del regadío y de decidir sobre las acciones más convenientes. El ejemplo de la Huerta de Murcia vuelve a ser pertinente para comprender el funcionamiento de los regadíos históricos y sus teóricas pérdidas. Su añejo sistema, con origen en el azud medieval de la Contraparada, situado en una pequeña cerrada 15 kilómetros aguas arriba de la ciudad de Murcia, consigue sangrar algo más de 16m3/seg. del caudal del Segura a través de dos grandes acequias “mayores”, que circulan por el límite de la llanura de inundación y que son el origen de una red de acequias menores, de las que parten brazales y regaderas que ponen finalmente el agua a disposición de los regantes.
Lo interesante es que la red de distribución se completa con otra paralela, utilizada para recoger y canalizar los excedentes de riego. Se trata de los denominados cauces de aguas muertas, divididos según su capacidad en escorredores, azarbetas, azarbes mayores y menores. La red de avenamiento permite así volver a aprovechar los caudales sobrantes aguas abajo en otras explotaciones que cuentan con menor dotación de riego (Martinez y Esteve, 2001). De esta forma, las pretendidas mejoras en la eficiencia de iniciativas convencionales de modernización en un espacio como la Huerta de Murcia no deberían entenderse como ahorros netos, pues suponen una merma de caudales de riego aguas abajo, si bien la calidad del agua y su contenido en sales se modifica de forma notable.
Pero no se trata sólo de un debate técnico sobre el ahorro hídrico. La aplicación del principio de la multifuncionalidad a los paisajes culturales del agua, asumido como se ha dicho por el PNR, supone desde el punto de vista metodológico “que la eficiencia económica no sería ya –de acuerdo con Ernest Reig- el único parámetro a efectos de evaluación de las decisiones públicas” (Reig, 2007, p. 20). Como el mismo autor sugiere, siguiendo a N. Pingault (2004), conviene adoptar en estos casos métodos de análisis multicriterio que consideren no sólo variables económicas, sino también otras de naturaleza paisajística y social en la toma de decisiones públicas[12].
Las políticas de modernización de regadíos tienen sin embargo importantes efectos sobre el paisaje, pues junto a los pretendidos y a veces teóricos ahorros de agua, generan impactos ambientales y pérdidas significativas de patrimonio histórico y natural, al no considerarse el valor de determinadas redes de riego en la configuración y funcionalidad de los viejos paisajes del agua (Marco, Mateu y Romero, 1994). La red de acequias en los regadíos tradicionales constituye uno de los ejes articuladores del paisaje. Por ellas circula agua durante un largo período del año, cuando los cauces están prácticamente secos. Se generan así las condiciones necesarias para el desarrollo de una vegetación hidrófila y de unos hábitats que contrastan fuertemente con el entorno. La importancia de acequias y azarbes fue claramente reconocida en un proceso Delphi de consulta a expertos sobre el paisaje de la Huerta de Murcia. De hecho, las infraestructuras de riego fueron consideradas el elemento más característico del paisaje así como el primer valor del mismo junto al transformado río Segura (Fernández Muñoz, 2006).Los proyectos de modernización implican en casi todos los casos la regularización de trazados y secciones de la red de riego y avenamiento, que en muchas ocasiones aprovecha antiguos cauces fluviales abandonados o secundarios, convertidos en canales sin más modificaciones que pequeñas regularizaciones de sección, acompañadas de obras de fábrica para su estanqueidad. Los revestimientos y el entubamiento de canales y acequias de los planes de modernización eliminan gran parte de los valores de las redes como urdimbre del paisaje, como ejes patrimoniales con claros anclajes en la historia y en las condiciones ambientales del lugar[13].Es importante, por todo lo dicho, que los proyectos de modernización de infraestructuras de riego tengan presente el valor cultural, patrimonial e incluso ecológico de las redes de distribución de agua, incorporando a las mejoras en la eficiencia otros parámetros más difícilmente determinables pero de igual o mayor significado en determinados contextos territoriales (Martínez y Esteve, 2001). Para eso es muy importante el conocimiento previo del paisaje, no sólo en su dimensión visual o como un elemento más del ambiente, sino como expresión integradora del carácter del territorio sobre el que se actúa. Es necesario, en ese sentido, aprovechar todas las posibilidades –que nos son muchas, en principio- que ofrece el RPH en su ya mencionado artículo 78 al referirse al “paisaje y al patrimonio hidráulico” en relación con los estudios previos de las demarcaciones. Y más aún lo que establece acerca del paisaje la Ley 9/2006, de 28 de abril, sobre evaluación de los efectos de determinados planes y programas sobre el medio ambiente, en cuanto al contenido y compromisos de los Informes de Sostenibilidad Ambiental y de Impacto Ambiental
Iniciativas a favor del conocimiento, la
sensibilización social y el acceso ilustrado al paisaje
En las iniciativas de salvaguarda y puesta en valor del paisaje, las acciones conducentes a un mejor conocimiento del patrimonio paisajístico constituyen, no sólo la base para la toma de decisiones técnicas como las que acabamos de comentar, sino una vía interesante para incrementar la cultura territorial de la población y su aprecio por el paisaje en el que vive o que visita. Conscientes de ello, en el trabajo de Análisis y propuesta de directrices del paisaje de la Huerta de Murcia y Vega Media (Mata, 2002, dir.), que utilizamos a partir de aquí como ejemplo, se presentó un programa cuyo objetivo básico era aumentar y mejorar el conocimiento ilustrado (no meramente panorámico) del paisaje, y, específicamente, de determinados hitos, miradores y configuraciones paisajísticas. El programa incluía la creación de un centro de interpretación del paisaje huertano (aprovechando las instalaciones museísticas existentes o bien rehabilitando alguna de las edificaciones de mayor valor patrimonial de la Huerta), la definición de un programa de educación ambiental en torno a los paisajes de la Huerta, la redacción de una guía del paisaje y la celebración de un seminario aprovechando la presentación del estudio.
El análisis de los aspectos perceptivos del paisaje de la Huerta –y este hecho es extensible a muchos paisajes de vega bordeados de altozanos- puso de manifiesto las sobresalientes oportunidades con las que cuentan los paisajes de vega para su contemplación e interpretación a distintas escalas, y la existencia de rutas y puntos de observación fácilmente accesibles, algunos coincidentes con elementos singulares de interés patrimonial. Al mismo tiempo quedó de manifiesto el extendido abandono de miradores ya existentes o de puntos socialmente apreciados que podrían llegar a serlo, y la falta de cualquier tipo de oferta de interpretación paisajística y de itinerarios de interés. Los miradores funcionan como puntos de atracción de visitantes y, si bien es cierto que el Área Metropolitana de Murcia no es un destino turístico habitual, la mejora de su oferta paisajística vinculada al valioso patrimonio construido de determinados sectores de la vega puede constituir un elemento más en el fomento de un turismo de interior sustentado en las innegables posibilidades de la ciudad de Murcia.
Las Directrices incluyen un tratamiento integral de la red de miradores de primer orden existentes, que deben ser objeto de acciones encaminadas a su formalización, señalización y promoción, así como a la mejora de los accesos, aparcamientos e información paisajística, junto con la recuperación ambiental de sus entornos. Asimismo se ha definen nuevos miradores y tres itinerarios paisajísticos, diseñados con el fin de incrementar la accesibilidad y la calidad de la contemplación de los principales paisajes huertanos. Se trata, en definitiva, de poner en valor los recursos paisajísticos, facilitando y propiciando el acceso de la población local y, para determinadas zonas, el del turismo que visita la ciudad de Murcia o la Región.
Protección, mejora y rehabilitación del paisaje
En el territorio de los paisajes culturales del agua es habitual encontrar ámbitos concretos de especial valor por el elevado interés intrínseco de sus componentes naturales y culturales, y por su buen estado de conservación; a ello se añaden en ocasiones circunstancias muy favorables para su visión. Estas piezas de elevado valor y hasta ahora bien conservadas, en contextos generalmente muy dinámicos, requieren protección activa a través del instrumento de planificación territorial o urbanística que sea de aplicación, o, en su caso, de la figura de patrimonio histórico o de conservación de la naturaleza que, eventualmente, se decida aplicar. Son siempre propuestas de elevado compromiso territorial, pues suponen la delimitación de determinados suelos con el objetivo prioritario de protección y mejora.
Este ha sido el camino seguido en el documento de Directrices de paisaje de la Huerta de Murcia, por el que se han establecido unas denominadas Zonas de Alto Interés Paisajístico (ZAIP), correspondientes en unos casos a “unidades de paisaje”, identificadas en el trabajo previo de caracterización, con valores muy altos, tanto por razones objetivas o intrínsecas (elementos constitutivos, valores biológicos y culturales, singularidad, integridad y estado de conservación), como por su elevada fragilidad visual, o por ambos motivos a la vez. En esa situación se encuentran los Rincones del Segura (terrazgos de la parte cóncava de los viejos meandros), la Sierra de la Cresta del Gallo y la unidad de paisaje Vega Central en el ámbito de la Vega Media del Segura.
Se han considerado también ZAIP determinados sectores de la huerta que constituyen primeros planos o planos medios de los miradores existentes en la Cresta del Gallo, la Fuensanta y Monteagudo. Estas zonas, que en general presentan un estado aceptable de conservación, son de gran fragilidad, pues constituyen las áreas de la vega más observadas y con mayor nivel de detalle desde los miradores citados. Se trata de las tramas de la huerta que, por su proximidad al punto de observación, permiten una comprensión del paisaje huertano y de sus elementos (parcelas, cultivos, infraestructuras de riego, elementos de vegetación natural, red viaria rural, hábitat, etc.). El resto de la huerta se difumina en el horizonte y lo que se percibe y valora es, sobre todo, el conjunto, la panorámica.
Por último, se proponen también como ZAIP determinadas infraestructuras de riego y edificaciones huertanas, que pueden considerarse hitos construidos del paisaje (así resultan del cuestionario Delphi), y sus entornos. El objetivo es destacar y cuidar la integración de la infraestructura, el artefacto o la edificación en su ambiente, en el paisaje de la huerta, de modo que la observación del elemento patrimonial singular sea a la vez una vía de acercamiento e interpretación de la huerta. Sobre cada una de las zonas se han definido acciones paisajísticas positivas, que llegan hasta la compra de tierras por la administración pública o al diseño de actuaciones agroambientales específicas, y que acompañan a una regulación estricta de los usos del suelo encaminada a la protección de los valores existentes.
Junto a la protección, han de realizarse propuestas dirigidas a la rehabilitación de los espacios y paisajes más degradados, al tratamiento paisajístico de las zonas de mayor incidencia visual, como los entornos de las infraestructuras o los primeros planos de los miradores, y a la recualificación de determinadas fachadas y bordes de núcleos urbanos. Las acciones más relevantes planteadas por las Directrices de paisaje de la vega murciana no se quedan sólo en los aspectos culturales del paisaje: afectan al propio río Segura, a la recuperación de su ribera y de sus meandros abandonados; se han esbozado también recomendaciones para el planeamiento urbanístico en relación con las fachadas más netas y limpias de algunos núcleos en contacto con la huerta, o para la rehabilitación de determinado patrimonio hidráulico del regadío y para el tratamiento paisajístico de las acequias y azarbes mayores, elementos muy valorados en el proceso de participación pública.
Gestión urbanística y
agroambinetal
De forma análoga a cualquier otra intervención territorial, los proyectos de ordenación de paisaje deben contar con un soporte jurídico cierto, un calendario de aplicación y cuantas medidas permitan hacer viables las propuestas. El formato de estas iniciativas dependerá, lógicamente, de la figura o el instrumento de ordenación adoptado, y estos, a su vez, de los valores y dimensiones del espacio objeto de atención.
Pocas posibilidades ofrece en este sentido la legislación de aguas, concretamente el RPH, a no ser las “zonas, cuencas o tramos de cuencas” que, según el art.º 23 del mencionado Reglamento, puedan ser declaradas de “protección especial”. Éstas deberán ser clasificadas por los planes hidrológicos, con las condiciones específicas para su protección, de acuerdo con la legislación ambiental y de protección de la naturaleza. Aunque la norma se refiere expresamente como razón declarativa a “las características naturales o al interés ecológico” de tales zonas, puede haber casos en los que estos elementos coincidan con valores culturales e históricos, tal y como ocurre con la red de acequias en la Huerta de Murcia. Concretamente en las Directrices de la Huerta se ha previsto, de acuerdo con la administración regional, la redacción de un Programa de Actuación Territorial, una figura prevista en la ley 1/2001 del Suelo que permite, por vía de excepción, su planteamiento de forma autónoma sin la necesidad previa de que las actuaciones que pretenda ejecutar deban estar contenidas en los instrumentos de ordenación territorial de rango superior.
Si no se opta por una figura de protección de las establecidas por la legislación de patrimonio histórico (Sitio Histórico, por ejemplo) o de conservación de la naturaleza (Paisaje Protegido, entre otras), con los problemas de gestión que eso implica en espacios dinámicos, lo más adecuado es que las acciones para la defensa y mejora de los paisajes culturales del agua se incorporen de manera expresa y específica a los instrumentos de planificación territorial de ámbito subregional, tras un estudio detenido de las características, dinámicas y valores del paisaje. Por la experiencia con la que vamos contando, la escala subregional o comarcal es la más pertinente para el tratamiento de estos paisajes del agua –y del paisaje, en general-, pues habitualmente es a esa escala, por encima de la municipal, a la que se organizan y funcionan tales paisajes, y en la que adquieren toda su identidad. Las comunidades autónomas que como Cataluña o la Comunidad Valenciana cuentan con legislación específica de paisaje, disponen reglamentariamente de instrumentos y procedimientos para la gestión de este tipo de paisajes. Pero también pueden y deberían hacerlo el resto de las comunidades autónomas en el desarrollo de los instrumentos de ámbito subregional, creados sin excepción, por todas las leyes autonómicas de ordenación del territorio. Así mismo, los planes especiales, a partir de la legislación urbanística, pueden dar también un excelente juego en la protección de los paisajes culturales del agua, tanto a escala municipal como supramunicipal.
En todo caso, las iniciativas de salvaguarda del paisaje cultural del agua emanadas del ámbito de la ordenación del territorio y el urbanismo (incluidas las normas específicas de paisaje de Cataluña y Valencia) deben plantearse de modo coordinado y en cooperación con las acciones de protección que a otra escala puedan plantearse desde patrimonio histórico, conservación de la naturaleza y desde la política de aguas. Así mismo, para la gestión y viabilidad de muchos viejos paisajes del agua es imprescindible la cooperación de la política agraria a través de acciones agroambientales. Sin olvidar la existencia de añejos regadíos dinámicos y competitivos en los mercados agrarios, muchos paisajes culturales del agua de los que hasta aquí nos hemos ocupado presentan serios problemas de viabilidad, difícilmente superables en los contextos territoriales en los que operan (por presión metropolitana o por marginalidad) sin hacer peligrar el patrimonio cultural que les otorga interés y valor.
Con todos los matices y cautelas precisas, resultan cada vez más necesarios programas agroambientales, como el que proponen las Directrices de la Huerta de Murcia, con actuaciones y contratos para el mantenimiento y el fomento de la actividad agraria, tanto en régimen de dedicación principal como secundaria, y el apoyo a iniciativas de conservación y mejora de elementos tradicionales de la trama rural (linderos arbolados, arbolado disperso, cercos y cierres de parcelas, mantenimiento y rehabilitación de artefactos y construcciones, etc.). La evolución en los últimos decenios de la actividad agrícola y de los usos del suelo en la Huerta murciana, como en tantas otras agriculturas periurbanas de regadío, aconsejan una consideración cada vez más ambiental del espacio agrario, sobre todo cuando la intensificación y modernización del regadío está teniendo lugar fuera de estos espacios, en lugares sin limitaciones estructurales para los nuevos sistemas de producción y de regadío localizado (en el vecino Campo de Cartagena, por ejemplo, sin salir de la Región de Murcia).
El paisaje de base rural se convierte así en un interesante elemento patrimonial y de identidad del espacio periurbano, y en un objetivo de ordenación para modelos territoriales equilibrados y sostenibles, que a la vez que conservan, mejoran e integran las tramas rurales dentro los nuevos tejidos de la urbanización, defienden el escaso y valioso recurso de los suelos aluviales de las vegas. Todo ello no debería ser ajeno a una forma de competitividad basada, no en la productividad y en los altos rendimientos propios de los nuevos regadíos, sino en la calidad y en la tipicidad de producciones hortofrutícolas que incorporan a su valor el interés de los paisajes en los que se obtienen.
Notas
[1] Este artículo fue elaborado en el marco del Convenio de investigación firmado entre el Ministerio de Medio Ambiente y la Universidad de Sevilla que dio lugar al Panel científico-técnico de seguimiento de la política del agua, presentado en la Universidad de Sevilla el 24 de enero de 2008 en el seminario organizado por la Fundación Nueva Cultura del Agua.
[2] Carácter es, según el Diccionario de la Lengua Española, “señal o marca que se imprime, pinta o esculpe en algo” y, así mismo, “conjunto de cualidades o circunstancias propias de una cosa, de una persona o de una colectividad, que las distingue por su modo de ser u obrar, de las demás”. El sentido de carácter como seña o marca que se imprime en algo -en este caso en el territorio-, está muy próximo a la idea de “huella” que Jean-Marc Besse ha destacado recientemente en su ensayo sobre la aportación geográfica al entendimiento del paisaje como fisonomía del territorio (Besse, 2000, p. 104-106). El paisaje es, en su configuración formal, la huella de la sociedad sobre la naturaleza y sobre paisajes anteriores, la marca o señal que imprime “carácter” a cada territorio. De aquí arranca justamente el entendimiento del paisaje como patrimonio, un hecho que tanto aproxima hoy a las políticas paisajísticas y de patrimonio cultural (sobre este asunto, Mata Olmo, 2006).
[4] La Convención del Patrimonio Mundial de la Humanidad distingue tres tipos de paisajes culturales, asumidos recientemente por en Instituto del Patrimonio Histórico Español (Ministerio de Cultura) en su iniciativa de un Proyecto de Paisajes Culturales de España: los paisajes “claramente definidos” por el ser humano, como paisajes y jardines, construidos por razones estéticas; los paisajes “asociativos”, estrechamente ligados (asociados) a lo religioso, artístico o cultural; y los “paisajes evolucionados orgánicamente” (generados por razones económicas, sociales, administrativas…), entre los que se diferencian los “paisajes vestigio o fósil”, y los “paisajes activos”, que conservan su papel en la sociedad contemporánea asociado a “modos de vida tradicionales”, y cuyo proceso de evolución sigue activo.
[5] No existe un límite temporal establecido para diferenciar los regadíos que se califican de históricos, a los que, en función de ello, pueda atribuírseles interés patrimonial. El PNR y determinados estudios previos del MAPA consideran históricos los regadíos anteriores a la guerra civil, quedando fuera, por tanto, los paisajes de colonización de las tres décadas posteriores. Sobre el valor patrimonial de estos conjuntos, ampliamente difundidos por las vegas de los grandes ríos, y de sus característicos poblados, hay abierto un debate, del que se ha hecho eco el interesante nº 52 (2005) del Boletín del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico. Entre otros trabajos, que expresamente señalan el carácter patrimonial y de paisaje cultural de la colonización y sus poblados, véanse los de Pablo Palenzuela Chamorro, y Águeda Villa y Juan F. Ojeda.
[6] No se desarrollan en este texto, por razones de espacio, las relaciones estrechas y dialécticas entre ciudad y territorio fluvial, y la configuración y problemas de los paisajes fluviales urbanos. De actualidad e interés en ese tema, los resultados de la “mesa de trabajo” sobre La urbanización y su efecto en los ríos, dentro de la Estrategia Nacional de Restauración de Ríos, promovida por el Ministerio de Medio Ambiente (González Fustegueras, de la Lastra Valor y Rodríguez Muñoz, 2007).
[7] Para los regadíos históricos valencianos se dispone de una interesante colección por comarcas sobre patrimonio construido, sistemas de riego y paisajes (Valle de Ayora-Cofrentes, La Costera, Marquesat, Requena-Utiel, la Sabor, Alto Palencia), con una última entrega sobre Las Riberas del Xúquer (Hermosilla Pla, dir., 2006).
[8] Un buen ejemplo del diálogo histórico entre agua, base física y paisaje cultural es el que se establece en las Riberas del Xúquer (Ruiz Pérez, Carmona González y Mateu Bellés, 2006).
[9] Una lectura transversal del Atlas de los Paisajes de España permite obtener también una panorámica general de la evolución reciente de tales paisajes, que en el Atlas –y a su escala de trabajo- forman parte de cinco grandes tipos (Vegas del Duero; Vegas del Tajo y Guadiana; Vegas y riegos del Ebro; Vegas del Segura y regadíos de Hellín y Tabarra), más los paisajes regados litorales integrados en el tipo de paisaje, muy genérico, denominado, Llanos y glacis litorales y prelitorales.
[10] A partir de una investigación de varios años en las vegas del Segura (Mata Olmo, R. y Fernández Muñoz, S, 2001; 2004; Fernández Muñoz, 2007) y de la bibliografía que se cita en el texto.
[11] Ese proceso se ha iniciado, no
sin fuerte debate, para la Vega de Granada. En junio de 2006, la Plataforma
Salvemos la Vega solicitó formalmente la declaración de la Vega como BIC, bajo
la figura de Sitio Histórico, solicitud bien acogida tanto por la Comisión
Provincial de Patrimonio Histórico como por la propia Delegación. Sobre la
controversia existente al respecto, de la que se ha hecho eco la prensa local,
puede consultarse la página Web del Observatorio del Patrimonio Histórico
Español (OPHE), de la Universidad de Granada, que preside el historiador del
arte José Castillo y que promueve también dicha iniciativa(Castillo,2006).
[12] Las conclusiones del ciclo de debates sobre “El uso del agua en la economía española” se hacen ya eco de la necesidad de mayor reconocimiento de los beneficios sociales, económicos y ambientales que genera la agricultura de regadío, concretamente para la “conservación del paisaje” (Ministerio de Medio Ambiente, 2007b).
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