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Juan Piqueras Haba
Departament de Geografia – Universitat de València
Juan.Piqueras@uv.es
El oidium en España: la primera gran plaga americana del viñedo. Difusión y consecuencias 1850-1870 (Resumen)
El oidium, la primera plaga criptogámica de la viña, es originaria de Norte América y recibe el nombre de Oidium tuckerii por el jardinero Mr. Tucker que fue el primero en notar su presencia en Londres en 1845. La plaga se propagó en 1848 a París y en 1851 a Bordeaux, Porto, Valencia, Rosselló y Rheinfalz, y en 1852-1853 al resto de Europa, donde provocó de forma generalizada un fuerte descenso de la producción y de la calidad del vino. Su desarrollo y difusión requiere un tiempo húmedo y cálido, entre 20 y 27 ºC, y sólo puede ser controlado mediante la aplicación preventiva de azufre, remedio que empezó a ser utilizado después de la desastrosa cosecha de 1854. Este artículo trata de la difusión espacial del oidium en Europa y, de forma detallada, en España, donde las regiones litorales fueron las más perjudicadas debido a la humedad (Galicia, Cataluña, Valencia, Málaga). También son analizados sus efectos sobre la producción, los precios y la exportación de vinos entre 1850 y 1870.
Palabras clave: oidium, España, viñedo, vino.Oidium in Spain. The first American vine plage. Spread and effects 1850-1870 (Abstract)
Oidium, the first of the vine fungal diseases, is native from North America and was given the name Oidium tuckerii after the gardener Mr Tucker, who first detected it in England in 1845. The disease was detected again in 1848 in Paris and in 1851 in Bordeaux, Porto, Valencia, Roussillon and Rheinpfalz, and in 1852-1853 in the rest of Europe, where it caused widespread havoc to vineyards and wine quality. It develops and spreads rapidly in humid and warm weather, 20 to 27 ºC, and it can be controlled by a mixture of sulphur, used after the disastrous vintage of 1854. This paper treats the spatial spread in Europe and in detail in Spain, where the coastal regions (Galicia, Catalonia, Valencia, Malaga) were the most damaged because of the humidity. Its effects in production, prices and wine exportation in 1850-1870 are also treated.
Key words: oidium, Spain, vine, wine.Introducción
Durante la segunda mitad del siglo XIX los viñedos de Europa fueron atacados por tres plagas de origen americano contra las que la vitis europea no estaba preparada, por lo que sufrió grandes daños antes de encontrar los remedios contra las mismas, cosa que se hizo con grandes sacrificios económicos y, por primera vez, con la inestimable ayuda de la ciencia. Dos de las plagas, el oidium y el mildew, son de tipo criptogámico y están provocadas por hongos que se reproducen en ambientes climáticos de temperaturas suaves y altos índices de humedad y sólo pueden ser atajadas mediante tratamientos con productos químicos (azufre para el oidium, sultato de cobre para el mildew). Dañan las hojas y las uvas reduciendo la cosecha, pero no matan la vid. La filoxera es de naturaleza animal, pues se trata de un insecto parásito de la vitis americana, en la que vive sin dañarla, pero que transferida a la vitis europea acaba estrangulando sus raíces y provoca la muerte inexorable de la misma. Aunque hay algunas condiciones naturales que la frenan (ambientes áridos y suelos arenosos), en el resto de casos no hay tratamiento químico ni natural contra ella, por lo que la única solución es sustituir los pies europeos por los americanos. Más de cinco millones de hectáreas de viñedo tuvieron que ser arrancadas en toda Europa entre 1870 y 1930.
Las plagas y la geografía de los riesgos
El origen, difusión y consecuencias físicas y sociales de las plagas y catátrofes naturales son objeto de la llamada geografía de los riesgos. Los primeros en España en incorporar esta visión fueron algunos geógrafos de la región mediterránea sometida secularmente a sequías e inundaciones, tales como Francisco Calvo (1984) en Murcia y Juan Mateu (1990) en Valencia. Como señala Antonio Buj (1997) el interés por estos temas empezó a cobrar mayor fuerza tras la campaña iniciada en 1989 por las Naciones Unidas para la Reducción de los Desastres Naturales, con el objetivo de promover estudios e investigaciones tendentes a reducir las pérdidas de vidas humanas, los daños materiales y los costes económicos y sociales. Entre los geógrafos españoles y latino americanos predominan los que estudian riesgos y desatres de origen natural, derivados de sequías, inundaciones, terremotos y erupciones volcánicas. Más relacionados con el tema que aquí nos ocupa son los estudios sobre desastres provocados por insectos en la agricultura, siendo de destacar el trabajo de Antonio Buj sobre las plagas de langosta que padeció la agricultura española durante la edad contemporánea y las medidas que el Estado adoptó para combatirlas (Buj, 1996).
Tal y como ha señalado Susana Aneas de Castro (2000) conviene distinguir entre los conceptos de riesgo y de desastre. El riesgo, entendido como riesgo ambiental, es algo inherente o propio de las características del entorno físico. Y así se sabe de antemano que ciertas regiones del mundo tienen riesgo de inundaciones, sequías, terremotos o erupciones volcánicas. Es por eso que en ellas suelen tomarse medidas preventivas para mitigar los daños. En el caso de la viticultura se sabe que, bajo determinadas condiciones de calor y humedad, hay riesgo de plagas de oidium y de mildew, y actualmente se adoptan las medidas preventivas para evitar su desarrollo y propagación. El desastre o la castátrofe sobrevienen cuando el evento (digamos inundación o plaga) adquiere dimensiones muy grandes en el tiempo y en el espacio, o simplemente no hay protección previa contra él. La misma etimología griega del vocablo, katastrophè, que significa dar la vuelta hacia abajo, indica que este tipo de eventos son de carácter tan extraordinario que alteran el orden regular de las cosas (Aneas, 2000). En este sentido, la primera plaga de oidium que aquí analizamos, por sus efectos tan grandes sobre la viticultura europea, habría que situarla no ya en una geografía de los riesgos, sino en una geografía de las catástrofes. En todo caso conviene advertir que desde el punto de vista espacial no fue una catástrofe general sino puntual, ya que afectó sólo a determinadas regiones vitícolas con unas condiciones climáticas (humedad) propicias al desarrollo de la plaga. Y, todavía más, que lo que para unas regiones supuso la ruina temporal, para otras de clima más seco significó todo lo contrario, es decir, una etapa de prosperidad nunca antes conocida debido a los altos precios que alcanzó el vino. Por lo tanto, desde el punto de vista espacial, lo que para unas determinadas zonas vitícolas fue realmente una catástrofe, para otras sus efectos sobre la demanda de vino en el mercado significó una auténtica "pequeña edad de oro" y el empuje necesario para su especialización vitícola.
Los grandes eventos catastróficos, como este del oidium en torno al 1850, por ser extraordinarios, suelen tener respuestas también extraordinarias. Esto se aplica tanto al campo de la ciencia y la innovación técnica, como a la propia administración del Estado. En el primer caso y referido sólo a la vitivinicultura, autores comos R. Pouget (1990) y H. Paul (1996), han descrito de forma magistral el proceso de modernización de la ciencia europea en su extraordinario esfuerzo por superar tanto la plaga de oidium, como las que luego le siguieron (phyloxera, mildiu, black rot) en la segunda mitad del siglo XIX. Los avances logrados tanto en el campo de la química (remedios contra las plagas), como de la ampelografía (selección de plantas, injertos, híbridos) no hubieran sido posible sino como respuesta al nuevo reto. En este sentido hay que entender las palabras de Pouget cuando afirma que el esfuerzo por la superación de las plagas significó el nacimiento de una "nueva" vitivinicultura (Pouget, 1990, p. 139), en la que, dicho sea de paso, aquellas plagas que en su primero momento fueron auténticas catástrofes, actualemente sólo son riesgos bastante bien controlados.
La respuesta de los estados también puede ser calificada de extraordinaria y quedó reflejada en la creación de organismos e instituciones nuevas orientadas hacia la superación de las crisis vitícola en particular y de la crisis agraria en general. Aparte de los ya citados estudios de Roger Pouget y Harry W. Paul referidos a la ciencia vitícola en Francia, la creación y evolución de las Estaciones de Viticultura y Enología en España han sido objeto de estudio por parte de historiadores como Juan Pan-Montojo (1994) y más recientemente de geógrafos como Juan Piqueras (2007), mientras que Jordi Cartañá (2000 y 2005) ha estudiado de forma muy detallada la política del estado en la implantación y desarrollo de las ciencias y los estudios de agronomía en España durante el siglo XIX.
Las plagas tradicionales de la vid más comunes: la piral, el cigarrero y la altica
Antes de la llegada de las grandes plagas americanas, los viticultores españoles estaban habituados a combatir otros tipos de peligros de origen animal, no tan dañinos como los que habían de venir, pero sí bastante molestos. Al margen de esporádicas plagas de langostas o de los daños causados por caracoles, liebres, conejos e incluso jabalíes, las más peligrosas y repetidas eran las provocadas por tres insectos: la piral, el cigarrero y la altica.
La piral (Sparganothis pilleriana) era y es conocida también como palomilla de la vid, pajuela, oruga de rebujo, gusarapo, lagarta, cuc vert, etc. El agente reproductor es una palomilla de 1 a 1’5 cm de largo que en el mes de julio incuba unas larvas que dan lugar a gusanos que se ocultan en las cortezas de la cepas, donde forman un capullo sedoso y pasan así hasta la primavera siguiente en la que, coincidiendo con la brotación de la vid salen de su letargo y se instalan en las yemas donde tejen con hilos de seda unas mallas o nidos que rodean los bordes doblados de las hojas, alimentándose de las flores e incluso racimos ya formados, provocando una reducción de la cosecha que puede llegar a ser muy grande (figura 1).
Figura
1. Sparganothis pilleriana o piral de la vid. |
A mediados de junio crisalidan y las hembras inician la puesta de sobre el haz de las hojas, completando así el ciclo. Hidalgo Tablada (1850) la definía como “el mayor de los enemigos de la vid”, por el gran daño que regularmente causaba y Miguel Donado (de Valdepeñas) escribió en 1861 un opúsculo en el que destacaba la voracidad de este insecto y aconsejaba matarlo raspando la corteza de la cepa, donde se ocultan las larvas. Su presencia está registrada en todas las regiones vitícolas de España, aunque en las contestaciones recopiladas en la Crisis Agrícola y Pecuaria (CAP,1887-1889) parece ser que por estas fechas los mayores problemas con la misma los tenían en la Ribera del Duero.
El cigarrero (Byctiscus betulae) es un coleóptero que durante el siglo XIX era conocido entre los articulistas en agronomía como Rhinchytes betulae o beluleti. Coleóptero de 5 a 8 mm, de color azul verdoso metálico, inicia su ciclo biológico en una cámara ninfal oculta bajo tierra o en la corteza de las cepas (figura 2). Al igual que la piral sale de su escondrijo en primavera coincidiendo con la floración y se alimenta de las yemas y hojas tiernas, algunas de las cuales son enrolladas por las hembras dándoles forma de cigarro donde ponen sus huevos. Con el tiempo la hoja enrollada se seca y cae al suelo, adquiriendo una tonalidad marrón muy similar al tabaco. De ahí su nombre de cigarrero. Se sabe que entre 1830 y 1840 causó muchos daños, por lo que las Sociedades Económicas de León, Mallorca y Barcelona se ocuparon del modo de combatirlo. Por encargo de esta última, y ante la fuerza que el insecto había cobrado en las viñas del Vallés, Mariano de la Paz Graells redactó una Memoria en 1834 en la que aconsejaba que se arrancaran las hojas cuando se enrollan y que las quemaran (Antón, 1868, p. 725). En Mallorca, donde se le denomina cuca, arraigó con tal fuerza que desde 1833 y por un período de dos décadas se convirtió en una auténtica pesadilla (Barceló, 1959). Medio siglo más tarde, el cigarrero estaba actuando con fuerza en varios puntos del Valle del Ebro. La Sociedad Económica de Lérida informaba en octubre de 1887 que el Rhinchites betuleti había causado graves daños en las viñas de los partidos de Tremp y de Lleida durante la primavera del año anterior (CAP, III, p. 231). Por las mismas fechas la Diputación de Álava también se quejaba de los daños causados por el cigarrero, mientras que el Ayuntamiento de Haro y el Consejo de Agricultura de Logroño se hacían eco de la plaga y decían que para destruirlo se empleaban cuadrillas de mujeres y de niños (CAP, II, p. 415).
Figura 2. Cigarrero. |
Figura 3. Altica. |
La altica (Haltica ampelophaga) recibe también los sinónimos de coco, cuquillo, corocha, escarabajo, pulgón, azulilla, blaveta, saltiró, etc.(figura 3). Este diminuto coleóptero de color azul brillante que se alimenta de los brotes tiernos de la vid hasta poder abortar totalmente el inicio del período vegetativo, está registrado en Galicia, Ribera del Duero, Valle del Ebro, Cataluña, Valencia, Murcia, La Mancha y Andalucía. En la primavera de 1872 un plaga de “escarabajillo azul” cubrió por completo de azul los brotes de las viñas de Utiel y deboró la mayor parte de los incipientes pámpanos, provocando una auténtica catástrofe (La Agricultura Valenciana, 24.9.1872). Para combatir la blaveta, como se le conocía en valenciano, los viticultores del Maestrat (Castellón) sacudían las hojas para que los insectos cayeran sobre un embudo que llevaba en su parte inferior un saco en el que se encerraban para ser luego destruidos. En Toledo, la Comisión Provincial de Agricultura escribía en 1887 que “el cuquillo o pulgón constituye una verdadera plaga en las viñas toledanas” y que el remedio más eficaz y barato para acabar con los insectos no era, como solían hacer los campesinos, recogerlos en sacos o mantas colocados bajo la cepas donde caían al mover las hojas, sino cazar sus larvas ocultas baja la corteza durante el invierno (CAP, IV, p. 420). En la provincia de Murcia, donde también eran frecuentes, el ingeniero Vicente Sanjuan comunicada, también 1887, que en aquella región la altica ampelophaga se combatía no con cuadrillas de mujeres y niños, sino con “manadas de pavos que se meten en las viñas para que se las coman”.
Estas y otras plagas de la vid eran conocidas por los agricultores, quienes también sabían que el único medio eficaz para combatirlas era la destrucción manual de aquellos insectos, valiendose de los medios ya mencionados y utilizando generalmente mano de obra femenina e infantil. Hasta bien entrado el siglo XX en muchas regiones vitícolas de España los niños y las mujeres solían ganarse un pequeño jornal realizando estos trabajos.
Pero las plagas venidas de América, empezando por el oidium, eran, además de nuevas, de otra naturaleza e intensidad. En sus primeros años los viticultores estaban sorprendidos e indefensos ante tales amenazas, que alcanzarían así carácter de aunténtico desastre y podrían ser calificadas de verdadera pandemia por cuanto afectaron a casi todas las regiones vitícolas de Europa.
Naturaleza del oidium y sinonimias
Se trata de una enfermedad criptogámica cuyo agente es la Uncicula necator, perteneciente a la familia de los Erisifáceos, que inicia su ciclo biológico a partir del micelio contenido en el interior de las yemas (ciclo asexual) o de las peritecas de origen sexual contenidas en los sarmientos. En primavera, cuando la temperatura supera los 15ºC el micelio se desarrolla sobre la superficie de cualquier parte de la vid, a la que se adhiere mediante órganos prensores, emitiendo haustorios que penetran en las células para alimentarse, dando lugar a células muertas que forman manchas pardas. Si el origen de la infección es a partir de las peritecas invernantes, al madurar producen esporas que igualmente germinan favorecidas no sólo por las temperaturas sino también por humedades relativamente altas, produciendo un micelio de las mismas características. Los síntomas son un polvillo blanquecino ceniciento debajo del cual se aprecian puntos necrosados del limbo. Si el ataque es muy fuerte las hojas se crispan con los bordes hacia el haz. En pámpanos y sarmientos se aprecian manchas de color verde oscuro que van creciendo, pasan a tonos chocolatados y después negruzcos. En los racimos la piel de las bayas deja de crecer, mientras que el grano prosigue creciendo y provoca resquebrajaduras, unas veces secándose y otras siendo entrada de otras enfermedades (Hidalgo, 1993, p. 874). Esta circunstancia (la presencia de otras plagas inducidas) provocó en los primeros años grandes quebraderos a los científicos que estudiaron el oidium, ya que en las uvas dañadas encontraban otros muchos agentes y no sabían muy bien a qué atenerse.
La temperaturas óptimas para su desarrollo son de 25 a 28ºC y alto nivel de humedad, ambiente que en el caso de España se da en los viñedos de Galicia y de todos los situados en las comarcas litorales, desde l’Alt Empordà (Girona) hasta el Condado de Huelva, pasando por el Penedés, Camp de Tarragona, Baix Maestrat, Campos de Chiva y Cheste y Vall d’Albaida (Valencia), La Marina (Alacant), Málaga y Jerez. El desarrollo del oidium se detiene a partir de los 35ºC y muere si se pasa de los 40ºC. Por eso en las regiones interiores de clima continental, como son las mesetas y altiplanos del Duero, La Mancha, Cariñena, Requena y Yecla-Jumilla, en donde la amplitud térmica día-noche puede oscilar entre los 13 y los casi 40ºC, y con ambientes secos por su lejanía del mar, la plaga no suele aparecer y si lo hace no es tan dañina. Las lluvias suaves favorecen su desarrollo, pero si son muy intensas pueden llegar a frenarlo.
Figura 4. Descripción del odium, efectos
sobre racimos y pámpanas de la vid y aparato para azufrar las viñas. |
En los primeros años, hacia 1850, y puesto que no se trataba de una de las plagas de insectos conocidas, sino que era percibida como la primera enfermedad grave que sufrían las viñas, se acuñaron nombres populares como maladie de la vigne en Francia, Traubenkrankheit en Alemania y malattia delle uve o delle vite en Italia (Basserman-Jordan, 1923, p. 703). En España sólo se conoce un equivalente en catalán, malura, siendo mucho más corrientes apodos tales como rovell cendrós o blanquinós en Cataluña, cendra y cendreta en Valencia, cenizo en Andalucía, ceniza y cenicilla, a las zonas castellanas de Aragón, Requena y La Mancha. En el resto de España recibió nombres como polvo, polvillo y roya. Todos ellos siguen utilizándose, conjuntamente con el nombre científico oidium (oídio en castellano, oïdi en catalán). (Figura 4).
Difusión del oidium en Europa: los casos de Francia y Alemania
Originario de Estados Unidos, aunque en un principio se le supuso procedente de Asia, esta nueva enfermedad de los viñedos europeos fue observada por primera vez en las parras de uva de mesa de un invernadero de Margate, pueblo del estuario del Támesis situado a unos 100 kms de Londres. El jardinero Edward Tucker daría la voz de alarma en 1845: los racimos y pámpanos se cubrían de eflorescencias blancas que les daban un aspecto empolvado, las uvas atacadas terminaban por secarse y se perdía la cosecha. El reverendo M.J. Berkeley, botánico de Bristol, estudió la nueva enfermedad y la atribuyó a un parásito de especie desconocida al que propuso en un artículo publicado en 1847 en el Gardener Chronicle poner el nombre de Oidium Tuckeri, en referencia a su descubridor. Aquel año la plaga se extendió por todo el sur de Inglaterra.
Figura 5. Difusión del oidium en Europa. |
En 1848 aparecía a este lado del Canal de la Mancha, en algunas zonas de Bélgica y en los alrededores de París, en las viñas que la familia Rotschild tenía en Suresnes, en el jardín botánico real de Versalles y en algunos otros pueblos de la región. A partir de 1850 el oidium se propagó con extraordinaria rapidez por toda Europa, hasta el punto de que en 1852 ya fueron detectados focos infectados en casi todas la regiones vitícolas de Francia y de Alemania, así como en Suiza, en Italia (Lombardía y Toscana), Grecia (Corinto), Portugal y España (Cataluña, Valencia) e incluso en las lejanas islas Canarias (figura5). Los dos países donde mejor se conoce su evolución son Francia y Alemania, ya que de Italia, Grecia y Portugal apenas se han publicado estudios.
Difusión y repercusiones del oidium en Francia
El caso francés, con una abundante bibliografía al respecto (Lachiver, 1988; Roudié, 1988; Pouget, 1990) merece una especial atención tanto por haber sido el país más afectado por la plaga como por haber desarrollado las primeras soluciones eficaces para combatirla. El fuerte descenso de las cosechas francesas entre 1852 y 1861 tuvo hondas repercusiones a escala internacional, pues no sólo dejó de atender mercados externos muy importantes, como eran el inglés y el americano, sino que tuvo que importar grandes cantidades para atender al consumo interno. De ambas circunstancias se beneficiaron regiones españolas como Cataluña, Valencia y el Alto Ebro.
Desde el foco inicial en la región de París en 1848 el oidium se propagó en todas las direcciones, aunque con mayor virulencia hacia el sur y sureste, avanzando en el transcurso de los años 1850-1851 sobre el Mâconnais, el Lyonnais, el Jura, la Provence y el Languedoc, llegando en 1851 hasta el Rosselló, a las mismas puertas ya de Cataluña (Planes, 1980). En la afamada región de Bordeaux los primeros síntomas fueron detectados en septiembre de 1851, en la localidad de Podensac, y aunque se intentó silenciar el hecho para no asustar a los viticultores, al año siguiente, por el mes de julio, los síntomas se multiplicaron por toda la ribera izquierda de la Gironde, disminuyendo la cosecha en más de un 30 %. En 1853 la maladie de la vigne se propagó con mayor intensidad por casi todas las viñas del Bordelais, con un descenso espectacular de las cosechas, que cayeron a 5 hl/ha en 1853 y a sólo 2 hl/ha en 1854, cuando antes se sobrepasaban los 20 e incluso los 30 (Roudié, 1988, 53). Aparte del Bordelais, la región que más padeció a causa del oidium fue la del Languedoc, donde el medio climático (altas temperaturas y elevado índice de humedad debido a las brisas mediterráneas veraniegas) eran el marco más propicio para el desarrollo de la plaga. Las más afectadas serían las viñas de moscatel del Rosselló por su exposición directa al mar, algo que también se produciría en los moscateles y malvasías de otros viñedos de exposición similar en el Maresme y el Garraf (Barcelona), en Gandia y Dénia, en Banyalfufar y Pollensa (Mallorca), en las vernaccias de Liguria y Toscana (Italia) y en las sultaninas de Corinto.
A escala francesa las consecuencias sobre la producción no tardaron en dejarse sentir. En la década precedente (1842-1851) la cosecha media había rondado los 45 millones de hectolitros (en adelante Mhl), pero descendió a 29 en 1852, a 23 en 1853 y a sólo 11 en 1854, marcando el mínimo francés de los siglos XIX y XX. Las siguientes cosechas, si ser tan malas, siguieron siendo muy bajas: 15 Mhl en 1855 y 21 en 1856. A partir de 1857 las cosas empezaron a mejorar sensiblemente y en 1863 se había vuelto por completo a la normalidad y se iniciaba una nueva etapa de fuerte expansión (Lachivier, 1988, p. 406). (Figura 6).
Figura 6. Cosechas de vino en Francia 1850-1870. |
Aunque ya antes de 1850 un horticultor ingles apellidado Keyle había combatido el oidium con azufre, fue en Francia donde después de varios años de ensayos se descubrió la manera y el sistema para hacer eficaz esta sustancia mineral. Los primeros ensayos llevados a cabo en los alrededores de París por Duchartre y Gontier en 1850 no dieron los resultados esperados. En 1853 fue Charmeux quien notó que el azufre debía ser aplicado en polvo, y no mezclado con agua u otra sustancia. Pero fue Henri Marès, en sus viñedos del Château Launac (Montpellier) quien en 1855 dio con el método mas eficaz de espolvoreas el azufre con ayuda de una máquina. (Pouget, 1990, p. 3) Considerado como un auténtico héroe por los viticultores del Languedoc y por la sociedad de Montpellier (Delobette, Dorques, 2006, p. 54), Marès tuvo un digno competidor en la figura del Marqués de Lavergne, gran propietario de Bordeaux que perfeccionó las técnicas y períodos de tratamiento, dándolos a conocer en un pequeño manual (Roudié, 1988) que fue traducido, al igual que los artículos de Marès, a todas la lenguas de Europa Occidental, incluidos el catalán y el castellano. A partir de 1857 el azufrado de las viñas en primavera comenzó a generalizarse en Francia, aunque todavía tardó cinco o seis años en hacerse de manera eficaz, por lo que los ataques de oidium siguieron causando pérdidas de cosecha.
El oidium en Alemania
En Alemania, según Basserman-Jordan (1923), el oidium o Traubenkrankheit (enfermedad de las uvas) hizo su aparición en 1851, posiblemente por invasión desde Bélgica, donde había sido detectado en 1848 o desde Francia. La primera región vitícola afectada fue la del Palatinado (riberas del Rin y Mosela) y desde allí se fue extendiendo entre los años 1852 y 1853 hacia los viñedos de Baden-Württenberg, siguiendo el curso del Rin y su afluente el Neckar, llegando también hasta los viñedos del Alto Rin en Suiza. Los daños provocados por la enfermedad, siguiendo la minuciosa relación del historiador alemán, fueron muy cuantiosos: en 1851 la cosecha se redujo a un tercio de lo normal, siendo además el vino muy malo; en 1852 ocurrió algo similar, tras el fuerte ataque padecido en el mes de julio; en 1854 la virulencia de la plaga fue tal que en muchos lugares no se molestaron en vendimiar. En 1855, debido a la sequía la enfermedad empezó a remitir, pero en los años siguientes volvió a atacar con renovada virulencia, recordándose como años peores los de 1858, 1860, 1878 (mucho oidium), 1879 y 1915. El remedio eficaz mediante el espolvoreado de azufre empezó a ser utilizado muy pronto, pero tardó en generalizarse y no siempre se conseguían los resultados apetecidos por no hacerlo bien y en el momento oportuno. Antes del azufre se ensayaron múltiples remedios caseros y algún que otro medianamente científico, como el que proponía en 1851 una publicación de Salzburg (Austria) a base de una disolución de cal, alumbre y tabaco ahumado (Basserman, 1923, p. 1.027-1.030). Un ingeniero de Colonia proponía utilizar gas ácido sulfúrico con el fin se asfixiar a lo que él suponía que eran insectos; mientras que un maestro de escuela de Staterit, cerca de Leipzig, se inclinaba por una lejía a base de agua y ceniza de madera y un tal doctor Vulkan, del Tirol, aseguraba que lo mejor era sumergir los racimos en un vaso lleno de cola fuerte, operación de difícil ejecución. Pero la solución más compleja era la que proponía un viticultor de Homburg (Saarland) y que consistía en sembrar las vides de semillas y no podarlas en tres años, cubriendo el tronco con tierra (Antón, 1865, p. 711).
El oidium en España
El proceso de difusión espacial a escala peninsular: 1851-1862
Los primeros síntomas de oidium en la Península Ibérica fueron registrados en tres puntos bien distantes entre sí en el mismo año de 1851. Uno de ellos fue, según relata el vizconde portugués de Villa Maior, en la región portuguesa de los Vinhos Verdes situada inmediatamente al sur del río Miño (Stanislawski, 1970, p. 68). Aquel mismo año podría haber penetrado Miño arriba por la provincia de Orense haciendo su aparición en Trives (Huetz de Lemps, 1967). El segundo foco fue detectado con toda seguridad en los viñedos de la “húmeda” comarca valenciana de La Safor, especializada como su vecina alicantina de La Marina en la producción de uvas pasas de moscatel, variedad muy sensible a la plaga (Berenguer, 1852). Tanto a uno como a otro lugar, tan alejados entre sí y con respecto a los focos del resto de Europa, pudo haber viajado la plaga a bordo de los buques ingleses que por aquella época venían desde el estuario del Támesis (primer foco de infección) a por vino de Oporto y a por pasas de Gandia y Dénia; pero sólo se trata de una hipótesis. El tercer foco, no confirmado oficialmente, habría estado localizado en las viñas marítimas de la Costa Brava catalana, a donde llegaría por expansión natural desde la comarca catalano-francesa limítrofe del Rosselló (Planes, 1980).
Dadas las señales de alerta, los observadores públicos y particulares empezaron a ofrecer noticias cada vez más numerosas sobre la difusión de la enfermedad o malura conforme avanzaba el año 1852, en que fue observada al menos en varias zonas litorales de Cataluña (Maresme, Costa Brava, Garraf), Valencia (Safor, Marina, Ribera del Xúquer), Almería (Andarax) y Málaga. También se vieron invadidas en 1852 las islas Canarias (El Hierro) y las Baleares (Banyalbufar y Pollensa en Mallorca). Al año siguiente, 1853, cubría ya prácticamente todo el litoral mediterráneo, afectando a grandes zonas vinícolas como las del Penedés, el Baix Maestrat (Vinaròs), Sagunt, etc., y surgía con fuerza tanto en las comarcas atlánticas del sur (Jerez y Condado de Huelva) como en las de Galicia, en donde la autoridades retrasan hasta este año la fecha oficial del inicio de la plaga, y en toda la cornisa cantábrica. En los años siguientes, desde 1854 a 1862, la plaga continuó haciendo estragos en todas las comarcas húmedas del litoral y avanzó hacia zonas del interior, invadiendo (aunque sin causar tantos daños) otras comarcas vitícolas de gran importancia como el Bages (Barcelona), Conca de Barberà (Tarragona), Requena-Utiel, Rioja, Navarra, Ribera del Duero y El Bierzo. En las viñas de Cariñena, Meseta del Duero y La Mancha los efectos fueron todavía menores, (figura 7).
Estas diferencias climáticas, unidas a otras de tipo vegetal, como la mayor resistencia de las variedades garnacha, bobal y monastrell, propias de las regiones interiores, frente a las moscateles, malvasías y otras blancas propias del litoral, marcaron el inicio de una “transferencia” de los grandes viñedos tradicionales situados en las comarcal litorales próximas a los puertos de embarque, hacia otras del interior. A ello contribuyeron otros factores como fue la extraordinaria demanda internacional de vinos tintos, surgida precisamente a raíz de la crisis del oidium en Francia y Cataluña, y la construcción de ferrocarriles que unían los puertos con estas comarcas vitícolas del interior, facilitando así el transporte y, a fin de cuentas, su desenclave. Este proceso selectivo y la migración del viñedo hacia el interior se aceleró con la propagación de las otras dos grandes plagas: la filoxera y el mildew.
Figura
7. Difusión del oidium en España. |
En principio, la crisis del oidium en España durante la década 1852-1862 tuvo tres consecuencias inmediatas: la primera fue la de una sensación de calamidad y pesimismo por parte de los afectados ante una enfermedad nueva que destruía las cosechas y contra la que no parecía haber remedio, a pesar de la multitud de tratamientos anti-oidium que se pusieron en práctica. La segunda fue una escasez de uva y, en consecuencia, un alza extraordinaria nunca antes conocida de los precios del vino tanto en origen como al consumo, lo que ya entonces propició las adulteraciones y falsos vinos a base de alcohol industrial importado del extranjero. La tercera fue un incremento de las exportaciones de vinos y aguardientes vínicos tanto a Francia y otros lugares de Europa, como a América del Sur, que hasta entonces venía siendo servida en buena parte por Francia y la propia España. De esta demanda se beneficiaron sobre todo las regiones mediterráneas: Cataluña, Valencia y Mallorca, y otras interiores no muy alejadas de los puertos como las ya citadas de Requena-Utiel, Yecla-Jumilla, Vinalopó, Conca de Barberà, les Garrigues (Lleida), el Bages, la Rioja, Navarra e incluso Calatayud, Cariñena y La Mancha. En todas aquellas en donde los ataques de oidium no eran significativos se desató una auténtica fiebre de plantaciones de viñedos, se colonizaron tierras hasta entonces incultas y se otorgaron contratos de plantación muy favorables a los campesinos, tales como a rabassa morta en Cataluña; a la “enfiteusis” (una variante de la rabassa morta) en Villena, Yecla y Jumilla; a medias (partición de la propiedad de la tierra no del fruto) en Requena y Utiel (Piqueras, 2007).
Desde los primeros momentos, antes incluso de que el Ministerio de Fomento tomara cartas en el asunto, algunas Sociedades Económicas e Institutos Agrícolas, así como hombres de ciencia de las regiones afectadas (sobre todo de las mediterráneas), se dedicaron a investigar sobre la naturaleza de la enfermedad y los remedios para combatirla. De 1852 son tres de los trabajos más madrugadores y representativos en los que ya se advertía la diversidad de opiniones.
La Sociedad Económica de Amigos del País de Valencia, en cuya demarcación había sido detectado en 1851 uno de los primeros brotes de España, encargó a su secretario y experto en agricultura Juan Bautista Berenguer y Ronda, un estudio que bajo el título Informe de las enfermedades de la vid, fue remitido a dicha Sociedad el 30 de noviembre de 1852. Tras haber analizado muestras procedentes de Gandia de uvas, hojas y sarmientos enfermos “con ayuda de las lentes”, descubrió en ellos “unos insectos blancos transparentes y con anillos de la clase de las cochinillas que continuaban aún royendo los pedimentos de las uvas... y otros de la misma clase pegados alrededor de la vaya que chupaban toda la sabia... y los granos se abrían y podrían ... y si bien se observaba la presencia de oidium, sólo era en los puntos que habían entrado en descomposición”. Sus conclusiones, aunque advertía que no definitivas, eran que la enfermedad la provocaba no el oidium sino los dos insectos, identificados como pulgón azul (Chrisoniela Olerasea) y cochinilla blanca, y que era a raíz de estas plagas cuando en las uvas ya enfermas “se desarrollan las semillas de criptógamas”. En consecuencia con su “teoría de los insectos” el remedio no era el azufre sino otros.
Para matar el pulgón azul habría que proceder como hasta entonces sacudiendo las hojas para que los insectos se desprendieran y, recogidos en un saco o “manga apuntad con un aro”, fueran destruidos luego. Para la cochinilla y el oidium proponía diversos métodos como encender hogueras por la noche de la parte del viento para que el humo obligase a volar a los agentes y que estos acudiesesen a la luz de la hoguera muriendo abrasados; untar con aceite las partes invadidas; esparcir cal en polvo o agua con jabón o una lejía de sarmientos y adelfas, etc. Pocos años más tarde, en 1857, otros ilustre agrarista, miembro de la RSEAPV y viticultor experimentado, don Augusto Belda, corregía la teoría de Belenguer asegurando que la enfermedad era sin lugar a dudas el oidium, un hongo, y que la presencia de insectos era posterior a que los racimos empezaran a pudrirse, concluyendo que “tales insectos no eran la causa sino un efecto” de la enfermedad y que el remedio más eficaz y aceptable era el azuframiento tres veces al año, calculando un coste en jornales y azufre aproximado de 250 reales por hectárea (Belda, 1857).
De nuevo en 1852, pero ahora en Málaga, el catedrático de Historia Natural de origen catalán Jacinto Montells y Nadal publicaba una Memoria sobre la enfermedad de la vid de la provincia de Málaga. Conocedor seguramente de la teoría del valenciano Berenguer, también Montells aseguraba que antes del oidium las vides habían sido atacadas por insectos, pero en su conclusión no se anda por las ramas y aconseja que el mejor remedio para acabar con la enfermedad, fuera cual fuera su naturaleza, era el azufre (Montells, 1852). Sus recomendaciones debieron surtir efecto entre los grandes propietarios del entonces floreciente viñedo malagueño especializado en la producción de pasas y vinos generosos, ya que el propio gobernador presumía de que en Málaga y Cádiz venían ya utilizando de años atrás el azufre para todo tipo de plagas y estaban muy satisfechos de sus resultados (Pan-Montojo, 1992, p. 67)
También en el otoño de 1852, y tras la confirmación de que la plaga había penetrado en Cataluña, el Instituto de San Isidro de Barcelona nombró una comisión que dictaminó que la enfermedad o malura que los agricultores habían empezado a llamar rovell sendròs o blanquinòs, era la misma que había aparecido en varios lugares de Francia y que para combatirla lo más adecuado sería, como aconsejaba el diario La Patrie de 8.7.1852 y ya se había probado en Francia, la flor de azufre y el hidrosulfato de cal.
Es evidente por tanto que ya en 1852, y a pesar de las reticencias de Berenguer en Valencia, las autoridades y científicos de Cataluña y Málaga, conocían la eficacia del tratamiento de la nueva enfermedad a base de azufre. Sin embargo fueron muy pocos los que supieron y pudieron emplear este método, que no llegó a generalizarse en España hasta 1863, después de muchos años de malas cosechas y de avances en el modo de utilizar el azufre con lás máquinas apropiadas, siguiendo en este caso las novedades que nos venían de Francia, especialmente de Bordeaux y Montpellier. Antes de llegar a ello el sector vitícola atravesó unos años de auténtica confusión, nacida unas veces de la ignorancia, otras de la desconfianza y otras de la pobreza en que cayeron muchos pequeños cosecheros. Una muestra de aquella confusión es la infinidad de soluciones que llegaron a proponerse para acabar con la plaga y que vamos a tratar de resumir a continuación.
El concurso de remedios patrocinado por el Gobierno en 1854
A comienzos del año 1854 y vista la gravedad que estaba adquiriendo la plaga en España, el Gobierno abrió un consurso público para adjudicar un premio de 25.000 duros (toda una fortuna) al autor del “método más seguro y eficaz para la curación de la enfermedad de las vides, conocida con el nombre de oidium tuckeri o ceniza y polvillo de la vid” (Real Decreto de 3 de febrero de 1854, Boletín del Ministerio de Fomento, IX, p. 252). La respuesta a tan jugosa oferta fue abrumadora y en ella participaron no sólo españoles sino también extranjeros. Las propuestas recibidas por el Ministerio de Fomento fueron publicadas unas en el Boletín del propio ministerio y otras en la Gaceta de Madrid entre los años 1854 y 1858. De todas ellas podemos leer hoy los extractos que D. Braulio Antón Ramírez, miembro de la Sociedad Económica Matritense y del Real Consejo de Agricultura, recopiló y publicó en su voluminoso Diccionario de Bibliografía Agronómica (Madrid, Rivadeneira, 1865). Dicha recopilación (ficha nº 1829 del Diccionario) recoge nada menos que 119 respuestas al concurso, que Antón Ramírez resume procurando ser fiel a sus autores, aunque advierte que no sin cierta violencia, por “tener que dejar sin comentarios ciertos extravíos de imaginaciones celosas que hubieran ganado más con encerrarse en un prudente silencio” (Diccionario, nota en la p. 703).
Del eco internacional que provocó aquella convocatoria son testimonio las 23 respuestas remitidas desde Francia, incluídas las de científicos de reconocido prestigio como el Marqués de Lavergne (Bordeaux) y Henri Marès (Montpellier), máximas autoridades en la materia y partidarios del azufrado, como ya vimos anteriormente. De Italia llegaron 12 propuestas, de Alemania 4, de Bélgica 3, de Holanda 1, de Portugal 2 y de Argelia otras 2. En total 47 aspirantes extranjeros, frente a 61 españoles, entre los que catalanes (26) y andaluces (22) conformaban una gran mayoría frente a todos los demás, con una o dos respuestas de la siguientes provincias: Guipúzcoa, Vizcaya, Orense, León, Palencia, Segovia, Navarra, Logroño, Madrid, Toledo, Badajoz, Valencia y Mallorca. Una buena parte de los participantes catalanes ya habían publicado sus trabajos en la Revista de Agricultura del IACSI, mientras que algunos andaluces lo habían hecho en La Agricultura Española de Sevilla. Sorprende la escasa respuesta de los valencianos, por más que no faltaron allí decenas de propuestas, algunas de las cuales fueron publicadas en el Boletín de la Sociedad Económica.
Sobre la naturaleza de la enfermedad las opiniones de los científicos (botánicos, quimicos, farmacéuticos, etc.), tanto en España como en el resto de Europa, estaban divididas entre los tuckeristas o defensores de que se trataba de un hongo criptogámico y los insectistas, que achacaban el mal a diversos insectos, no faltando quienes combinaban las dos causas, anteponiendo unas veces el hongo al insecto y otras diciendo que los hongos aparecían después del ataque de los insectos. Entre los demás participantes (alquimistas, agricultores, maestros de escuela o simples aficionados) había respuestas que se adherían a cualquiera de las dos corrientes y otras más pintorescas como que la enfermedad se debía a “un exceso de savia”, a “una alteración de las funciones nutritivas” debido al uso de nuevos abonos, a “razones atmosféricas imposibles de determinar por la mente humana” e incluso a “nubecillas de animalillos como los que provocan el cólera entre los humanos”, que defendía un señor de Gard (Francia). No faltaban los que, como un vecino de Reus, achacaban el mal al “carbón de piedra” y al humo de las chimeneas de las fábricas.
La relación de remedios propuestos por los aspirantes al premio fue todavía más diversa, pues aquí era donde había que competir realmente por los 25.000 duros. Apenas media docena eran partidarios del azufre, entre ellos los ya citados Lavergne y Marès por parte de Francia; el barón de Forester, un inglés afincado en Oporto; Joan Cros, fabricante de productos químicos de Barcelona; José Elvira de Logroño y Jacinto Montells de Málaga. Entre los demás predominan los tratamientos de tipo químico como espolvorear y esparcir, tanto en las cepas como en el suelo y subsuelo, cualquiera de los siguientes compuestos de cloruro y cal, lejías de cal y ceniza, sulfato de hierro, ácido carbónico e incluso clorhídrico, amoníaco líquido, brea, polvo de algodón o simplemente cal como la de enjalbegar las casas o agua salada. Otro subgrupo era el formado por los que pensaban que el mal sólo podía ser combatido con nuevas prácticas de cultivo, tales como ventilar bien las cepas liberándolas de algunas hojas y sarmientos; cubrirlas con tierra; descortezar los troncos y matar los insectos que en ellos se cobijaban; hacer hogueras para que el humo auyentase a los insectos, etc. Otros veían la solución en la manera y tiempo de podar: unos apostaban por hacerlo antes de lo habitual y sangrar las viñas (Chiclana), otros por retrasarla (Lérida, Madrid y Saboya) y unos terceros por no podarlas durante varios años (Leiden y Homburg).
No faltaban propuestas más drásticas, como la de aquel médico italiano partidario nada menos que de sustituir las vides europeas por las americanas (un avance de lo que luego ocurrió con la filoxera). Entre las respuestas más pintorescas cabría señalar la de un señor de Puerto Real que proponía una “infusión de cebolla albarrana”; la de una señora de Mataró, partidaria de “abonar las viñas con estiércol humano”, o la de Andrés Fàbregas, también de Mataró, que defendía un tratamiento a base de “agua y polvo de los caminos o carreteras de mucho tránsito”. Casi rayando con la brujería había fórmulas como la presentada por Pedro Culleres, natural de Gracia (Barcelona) que copiamos a continuación: “hacer un agujero grueso en el tronco de la cepa y meter en el mismo un pedazo de madera de encina; cubrirla con tierra; regar el tronco con agua de mar y atravesarlo después con un clavo; procurar que la madera quede quebrada y regar tanto el tronco como las raíces con orín humano” (Diccionario, nº 4).
Precios antes jamás soñados: la fiebre del vino
La crisis de producción a escala internacional tuvo como primera consecuencia un alza de los precios del vino que en el caso de España se multiplicaron por tres y hasta por cuatro en las principales regiones productoras de vinos tintos más demandados por el comercio francés, es decir en Cataluña, Valencia y Rioja-Navarra. Entre 1854 y 1862 la cotización de los vinos tintos se mantuvo en niveles jamás alcanzados hasta entonces, enriqueció a muchos viticultores y provocó una auténtica fiebre de nuevas plantaciones. La gran similitud en la evolución de los precios seguidos en Navarra (Lana, 1997) comparados con los de Requena y Villena (Piqueras, 1981) demuestra que el mercado del vino funcionaba a gran escala. Las pequeñas diferencias a favor de los vinos de Villena se deben a que la mayor graduación y color de la variedad monastrell, frente a la bobal de Requena y la garnacha de Navarra. No olvidemos que los franceses buscaban estos vinos para dar remontar y dar color a los suyos, cuando no les añadían agua (figura 8).
Figura
8. Evolución de los precios del vino 1848-1870. |
La demanda exterior ayudó a mantener alta la cotización del vino y propició la expansión del viñedo en toda España, muy especialmente en las regiones mediterráneas. Es verdad que la enfermedad desanimó a muchos viticultores de comarcas muy húmedas, donde la plaga hizo estragos en las cosechas y los tratamientos anticriptogámicos se encarecieron en demasía, lo que unido a otros factores ayudó a que fueran arrancadas las viñas. Así parece ser que ocurrió en el Maresme (Barcelona) y sobre todo en la Cornisa Cantábrica, desde Betanzos y Vivero en el norte de Galicia hasta Guipúzcoa. También en las Islas Canarias.
La primera gran expansión del comercio exterior de vino común 1852-1867
En cuanto a las exportaciones conviene distinguir entre vinos generosos y vinos comunes. Los primeros gozaban de una clientela regular en Inglaterra y otros países del Norte de Europa y de América, gracias a una sólida y bien estructurada red comercial. En este caso el volumen medio de las exportaciones apenas experimentó cambios (ca. 250.000 Hl de Jerez y similares; 65.000 de Málaga) aunque para mantener este nivel, y dado el descenso de sus cosechas locales, tuvieran que recurrir a las mezclas y adulteraciones con vinos de otros lugares e incluso aguardientes de origen industrial importados de Alemania y Estados Unidos.
En el caso de los vinos comunes, especialmente los tintos, la demanda por parte de Francia, Italia y América del Sur disparó las exportaciones desde una media anual de apenas 250.000 Hl en el período 1841-1850, y una puntual de 346.000 en 1850 a más de 1.297.000 en 1857, manteniéndose luego estables en torno a 1.200.000 hasta 1867, en que iniciarían otra remontada (Piqueras, 1981, p. 96 y ss). Prácticamente todo el vino común exportado procedía del cuadrante NE de la Península (Valle del Ebro, Cataluña, Valencia y, en menor medida, Murcia y Mallorca). El puerto de Barcelona concentró la mitad de todo el tráfico, dada su proximidad al gran centro importador del sur de Francia (Sête) y a que era la base para los grandes buques que hacían la travesía hacia América. El puerto de Tarragona inició entonces su despegue en detrimento de su vecino Salou, que había sido hasta entonces el embarcadero de los vinos y aguardientes de Reus. En su conjunto, los puertos catalanes, con el 60-65 % de tráfico, pasaron casi a monopolizar las exportaciones de vino común (de ahí que en muchas publicaciones se hablase más de vino catalán que de vino español). Y esta situación duró hasta los años 1880, en que el negocio se desplazó hacia la costa valenciana, (figura 9).
Figura
9. Evolución de la exportación de vino de España 1850-1870. |
Los puertos valencianos, todavía con un predominio de Alacant (vinos del Vinalopó y Jumilla-Yecla) sobre el de Valencia (vinos de Sagunt y Requena), vinieron a representar entre el 15 y el 20 % del total exportado durante la crisis del oidium, aunque debería añadírsele otro 10 % enviado por cabotaje desde Valencia, Vinaròs y Benicarló hasta el puerto de Barcelona para su trasbordo a barcos de mayor calado. La tercera región vinícola más beneficiada por las exportaciones (ca.15 %) fue la del medio y alto Ebro (Navarra, Rioja, Cariñena y Calatayud) cuyos vinos tenían salida por los puertos de Pasages e Irún con destino a Bordeaux y otros lugares de Francia. El porcentaje restante, cercano al 5 %, se repartió entre Mallorca y Cádiz. La nota discordante la puso Canarias, cuyas exportaciones cayeron de forma espectacular ante la falta de producción local, como veremos más adelante.
La expansión del viñedo
En conclusión, se puede decir que la crisis del oidium tuvo algunas repercusiones positivas, como fue el extraordinario incremento del comercio exterior y la mayor ganancia para los cosecheros de vinos tintos. La euforia por los altos precios fue superior al temor a la plaga en comarcas interiores relativamente cercanas o bien comunicadas con los puertos de embarque, acelerando así un proceso de expansión del viñedo que en algunas de ellas ya se venía registrando desde finales del siglo XVIII. Nos estamos refiriendo al Bages, el Penedés y l’Anoia en la provincia de Barcelona; a la Conca de Barberà, el Priorat y la Terra Alta en la de Tarragona; a les Garrigues y el Segrià en la de Lleida; a l’Alt Maestrat en la de Castelló de la Plana; a la meseta de Requena, Camp de Llíria y Vall d’Albaida en la de Valencia; a las de les Valls d’Alcoi y Vall del Vinalopó en la de Alacant; a las de Yecla y Jumilla en la de Murcia, todas ellas en la fachada mediterránea y próximas a los puertos de Barcelona, Tarragona, Valencia y Alacant, por citar sólo los mayores. Lo mismo se puede decir de todas las comarcas vinícolas del Valle del Ebro, sobre todo de la Rioja, la Ribera, Cariñena, Calatayud y Campo de Borja.
Región vitícola |
1857 |
Ca 1880 |
Diferencia |
% |
Cataluña |
221.000 |
400.000 |
+179.000 |
81 |
Valencia |
126.000 |
240.000 |
+114.000 |
90 |
Valle del Ebro |
154.000 |
278.000 |
+128.000 |
83 |
Mallorca |
16.000 |
30.000 |
+14.000 |
87 |
Murcia |
11.000 |
33.000 |
+22.000 |
300 |
Mediterráneo |
528.000 |
981.000 |
+453.000 |
86 |
Andalucía |
131.000 |
138.000 |
+7.000 |
5 |
La Mancha |
175.000 |
260.000 |
+85.000 |
49 |
Extremadura |
26.000 |
32.000 |
+6.000 |
23 |
Duero |
198.000 |
290.000 |
+92.000 |
46 |
Galicia |
37.000 |
31.000 |
-6.000 |
-16 |
Resto |
547.000 |
751.000 |
204.000 |
37 |
ESPAÑA |
1.075.000 |
1.732.000 |
+657.000 |
61 |
Fuente: 1857 Exposición Vinícola Nacional. Ca. 1880 Juntas Consultivas. |
Las estadísticas de cultivo (cuadro 1), aunque no muy exactas, así lo corroboran: entre 1857 y 1880 el viñedo catalán creció de 220.000 a casi 400.000 hectáreas; el valenciano de 126.000 a 240.000, el del Valle del Ebro de 154.000 a 278.000 y el murciano de 11.000 a 33.000. Este incremento medio del 86 %, frente al 37 % del resto de España es sobradamente significativo de los distintos grados de desarrollo vitícola y del gran protagonismo de esta especie de “triángulo mediterráneo del vino” (Valle del Ebro, Cataluña y Valencia-Murcia) que en la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del XX vino a representar el 60 % de la producción de vino de España y más del 80 % de las exportaciones de vino común.
Un impacto desigual del oidium sobre las regiones vitícolas de España
Cataluña: contratiempos pasajeros en el mayor viñedo de la Península
A mediados del siglo XIX, y tras un larga etapa de expansión desde comienzos del siglo XVIII propiciada por la fabricación de aguardientes y la exportación, el viñedo catalán, con sus 220.000 hectáreas y sus 4 millones de hectolitros de vino, representaba nada menos que la cuarta parte de toda España en ambos conceptos. Su actividad comercial, gracias a los puertos de Barcelona, Vilanova, Tarragona y Salou, y a otros centros interiores como Reus y Vilafranca del Penedés, era muy superior a la del resto de España, excepción hecha de las plazas de Jerez y, a menor escala, Málaga, pero allí con otro tipo de vinos. La llegada del oidium coincidía pues con una etapa dulce que, a pesar de todo, no logró doblegar la nueva plaga.
Todo parece indicar que la propagación de la malura o rovell sendròs, como los campesinos catalanes la denominaron, debió producirse por invasión desde el otro lado de los Pirineos, en donde la vides de moscatell del Rosselló ya habían comenzado a ser atacadas en la primavera de 1851 (Planes, 1980). Aquel mismo año habría sido detectado en algunas viñas de la Costa Brava, pero no fue hasta la primavera de 1852 cuando se produjo el reconocimiento oficial de que el viñedo catalán estaba siendo atacado por el oidium (Nadal, Urteaga, 2008). Las zonas más afectadas fueron las expuestas a la humedad marítima, es decir, las de la Costa Brava y l’Empordà, hermanas de las del Rosselló francés y en la del Maresme y el Garraf, notándose más sus destructivos efectos en las variedades de moscatell (Mataró, Alella) y de malvasía (Sitges, Vilanova i la Geltrú). Durante aquel año y el siguiente la plaga avanzó hacia el sur siguiendo la línea de la costa hasta alcanzar la comarca valenciana del Baix Maestrat, en donde el 21 de julio de 1853 el Ayuntamiento de Vinaròs reconocía que “algunas viñas han sido atacadas por la malura que afecta a las viñas de Cataluña” (AM Vinaròs, Leg. 15, 5).
En 1854 el oidium se reprodujo con mayor virulencia por casi toda Cataluña y de nuevo se constató que las zonas más dañadas eran las del litoral, confirmando así la importancia del factor humedad como ambiente propicio para el desarrollo de la criptógama. No hay que olvidar que, por aquellos años, las principales masas de viñedos de Cataluña, al igual que ocurría en Valencia y Andalucía, estaban localizadas en las llanuras litorales e incluso en los contrafuertes montañosos que caían directamente sobre el mar (Costa Brava, Garraf, La Marina, Málaga…). Por esta razón los daños fueron más cuantiosos aquí que en las comarcas interiores del Bages, la Conca de Barberà, les Garrigues y el Priorat, que salieron beneficiadas de aquella crisis. Los ataques se repetirían en años sucesivos provocando un fuerte descenso de las cosechas 1854 y 1857. Sólo a partir de 1858, coincidiendo con una primavera más seca y con un cada vez mayor uso del azufre las cosechas empezaron a recuperarse.
Como en tantos otros lugares de Europa la invasión de oidium pilló totalmente desprevenidos a los viticultores catalanes y desconcertó a las autoridades y sabios de la época, divididos a la hora de dar explicaciones de la enfermedad y de proponer remedios para combatirla. Los pobres campesinos desesperados, en un momento en que la sociedad urbana catalana avanzaba a pasos de gigante hacia la industrialización y se construían nuevas infraestructuras, atribuyeron precisamente a este proceso modernizador muchos de sus males, entre ellos los de la plaga de oidium, buscando las causas del mal unas veces en el gas del alumbrado, otras en la máquinas de vapor movidas por carbón piedra, otras en el humo de la chimeneas de las fábricas y otras incluso en las locomotoras que empezaban a circular por la todavía poco densa red ferroviaria catalana. Aquellos temores y desconfianza llevaron a extremos que hoy calificaríamos de pintorescos, pero que entonces revistieron mucha gravedad, como el protagonizado por un grupo de exaltados viticultores del Maresme que en 1854 marchó contra las fábricas de Mataró con intención de quemarlas, porque creían que la malura estaba provocada por el humos de sus chimeneas, aunque fueron detenidos y calmados por los propios obreros de las fábricas (Llovet citado por Nadal-Urteaga). En otros casos, como en el Camp de Tarragona hubo quien atribuyó el mal al guano importado de América para abonar los campos de regadío (Giralt, 1991, p. 309).
En búsqueda de soluciones
Como muy bien han resumido Francesc Nadal y Luis Urteaga (2008), buena parte de la sociedad catalana se involucró decididamente en la lucha contra el oidium, ya que el vino y el aguardiente formaban por entonces uno de los pilares más firmes de la actividad productiva y comercial, afectando no sólo a decenas de miles de campesinos, sino también a la aristocracia terrateniente y a la burguesía comercial y urbana. Los esfuerzos de orientaron en tres direcciones principales: determinar la naturaleza de la enfermedad; encontrar el tratamiento eficaz para combatirla; conseguir una reducción fiscal a los viticultores y propietarios de la tierra.
La investigación sobre la naturaleza de la plaga la inició, como no podía ser menos, el Instituto Agrícola Catalán de San Isidro (IACSI), alentado por la Diputación de Barcelona. Una comisión científica del mismo se encargó de redactar y publicar en el Boletín Oficial de la Provincia (1852) un primer diagnóstico en el que se recogían las dos teorías imperantes hasta aquel momento entre los investigadores europeos y que ya hemos visto en páginas anteriores, la de los partidarios de que se trataba de un hongo o criptógama y la de los que defendía que se trata de uno o varios insectos. A partir de aquí los hombres de ciencia catalanes empezaron a investigar y a emitir sus opiniones, sirviéndose como medio de difusión de los diarios y las publicaciones periódicas La Granja y La Revista de Agricultura Práctica. A modo de resumen los resultados más destacados fueron los que siguen. En 1852 Antoni Costa, profesor de botánica, determinó que la enfermedad era provocada por un hongo. En la misma línea pero afinando un poco más, en 1853 Manuel Vivó, naturalista de Tarragona, añadía que se trataba del hongo conocido como oidium tuckeri. Ambas teorías estaban en la interpretación correcta, pero había otras que disentían y proponían otras causas. Josep Casals, vecino de Tarragona, escribía en 1853 que se trataba de un insecto microscópico y que había visto incluso sus huevos. En 1855 el farmacéutico Llorenç Presas afirmaba que se trataba de unas “semillas invisibles”. Jaume Llansó, director de la Granja Experimental de Barcelona aseguraba todavía en 1858 que se trataba de un “fenómeno patológico” provocado por el mal cultivo y el abuso de abonos fuertes como el guano importado del Perú. Más tarde aún, en 1860, cuando ya toda la comunidad científica de Europa se inclinaba por la teoría tuckerista, el farmacéutico Josep Canudas seguía defendiendo que el agente era un virus desconocido.
En cuanto a la búsqueda de remedios contra la plaga, las propuestas fueron muy numerosas, aunque muy pocas acertadas. Recordemos que el IACSI ya publicó 1852 que el mejor remedio era el azufre, pero como en el resto de España fueron muy pocos los que lo aplicaron en los primeros momentos, inclinándose por otras soluciones menos científicas y además ineficaces, siendo los catalanes los que más respuestas presentaron al concurso del Gobierno de 1854. No vamos a repetir aquí las mismas, pues ya están dichas casi todas. Únicamente destacaremos los avances en la aplicación correcta del azufre. La empresa Cros, fabricante de abonos y productos químicos, fue una de las más activas en la difusión del azufre, pues en ello le iba parte de su negocio. Joan Cros, uno de sus dueños, tradujo en 1856 al catalán y al castellano las aportaciones de Henri Marès y las publicó en unos folletos que fueron repartidos gratuitamente a Ayuntamientos y particulares. En ellos se daban los detalles de las ventajas del azufre y de los sistemas de tratamiento con el fuelle ideado por Marès, que estaba dando muy buenos resultados en todo el sur de Francia.
Siguiendo el ejemplo de Cros, en 1858 fue el propio Ministerio de Fomento el que publicó en castellano la obra del Marqués de la Vergne Guía del sulfatador de la vid, en la que se perfeccionaba el sistema de Marès y que se había impuesto entre los viticultores del Bordelais. Aquellos nuevos adelantos fueron incorporados en primer lugar por los grandes propietarios, como Rafael Milans del Bosch en sus extensos viñedos de Sant Vicenç de Montalt (Maresme). Sobre aquella experiencia remitió en 1858 un escrito a la Revista de Agricultura Práctica en el que manifestaba los magníficos resultados obtenidos tras haber azufrado sus viñedos tres veces, con lo que había conseguido una cosecha abundante y totalmente sana (Nadal, Urteaga, 2008). En los años siguientes se fueron sumando más viticultores y en 1863 la situación se daba ya por totalmente normalizada.
El tercer objetivo fue conseguir una rebaja en la presión fiscal. Daba la coincidencia de que la crisis vitícola vino a desarrollarse precisamente en uno años en que se había puesto en marcha en España un nuevo sistema tributario, elaborado por el Ministro de Hacienda Alejandro de Mon en 1945, según el cual el Gobierno establecía la cantidad o cupo que debía pagar cada provincia y estas a sus vez fijaban la parte que correspondía a cada municipio, en donde el ayuntamiento fijaba la cantidad que tenía que pagar cada vecino. La cantidad que debía pagar cada municipio (y vecino) se utilizaban los padrones de riqueza territorial o Amillaramientos, que precisamente se estaban actualizando por aquellos años, y en los que la tierra plantada de viña debía pagar mucho más que la dedicada a cereales u otros cultivos de secano (Nadal, Urteaga, Muro, 2006). La contribución fijada a cada municipio era invariable independientemente de las fluctuaciones de la riqueza generada, y sólo se podía solicitar una rebaja o “perdón” en casos de grandes catástrofes provocadas por inundaciones, incendios, pedriscos o plagas. A esta última causa podía acogerse la reducción de cosecha provocada por el oidium y así intentaron hacerlo en 1854 un total de 64 municipios de la provincia de Barcelona, cuya localización permite evaluar la incidencia de la plaga en aquel año: en el Maresme solicitaron el “perdón” 22 municipios (el 80 % de la comarca); en el Garraf el 73 %; en el Baix Llobregat el 45 %; en el Vallés y el Penedés el 22 %, en l’Anoia el 12 % y en el Bages sólo el 9 %.
Ello indica que el oidium había alcanzado un mayor desarrollo en las comarcas litorales (Maresme y Garraf) y que descendía conforme se desplazaba hacia el interior por el corredor prelitoral (Vallés, Penedés) y alcanzaba las tierras altas donde el clima empieza a adquirir mayores rasgos de continentalidad (Anoia y Bages). Aunque no siempre y en la cuantía solicitada, rebajas fiscales por el oidium fueron otorgadas en varias ocasiones (1853, 1854, 1860), pero lo más interesante de aquel sistema contributivo que valoraba más la tierra plantada de viñedos, y por lo tanto su contribución, fue la ocultación en los Amillaramientos de muchas parcelas de viña, una veces no declaradas otras puestas como de cereal. Así ocurrió que en el Maresme la superficie total catastrada bajó de 17.400 hectáreas en 1852 a menos de 13.000 en 1862, y que en el caso de las viñas se pasase de casi 11.500 a menos de 6.000 entre las mismas fechas. Aunque parece ser que realmente hubo algunos arranques de viñas, no es creíble que quedasen reducidas a la mitad por una crisis pasajera (Nadal, Urteaga, 2008).
Valencia: crisis del viñedo litoral húmedo y expansión del viñedo continental seco
El desarrollo de esta criptógama requiere temperaturas suaves, entre 20 y 25° C, y una humedad relativamente alta. No es de extrañar, por tanto, que su primera aparición por tierras valencianas tuviera lugar en los viñedos cercanos al mar del Baix Maestrat y de la Safor, causando graves daños especialmente en esta segunda comarca. En el verano de 1851 fueron muchos los agricultores de Gandia que dieron cuenta de la aparición de focos aislados que atacaban preferentemente a las variedades Moscatel y Rotget de Chella. Al año siguiente volvería a aparecer con mayor virulencia, lo que motivó la intervención de la Sociedad Económica de Amigos del País de Valencia, muy atenta a la agricultura, y cuya secretaría redactó un completo informe gracias al cual podemos hoy conocer con bastante detalle el desarrollo de esta enfermedad en lo que se refiere a sus primeros momentos y a la provincia de Valencia. Además de la Safor, en 1852 se vieron invadidas todas las viñas costeras desde Vinaròs hasta Dénia e incluso la Vila Joiosa, mientras que hacia el interior la enfermedad apenas penetró hasta los emparrados de Rotget situados en las huertas de la Ribera del Xúquer y las variedades de Merseguera y Planta Nova de Chiva y Llíria. También fueron afectados los escasos viñedos de Benassal y las uvas negras, ya que no las blancas, de Xixona.
En 1853, la negreta volvía a aparecer en los viñedos de Gandia y destruía una buena parte de las cosechas, a juzgar por los informes que cada ayuntamiento remitió a la Diputación de Valencia. Daños similares se registraban en Vinaròs, donde un informe municipal describe que les atacaba la misma malura que ya venía haciendo daño en Cataluña. La propagación hacia las zonas vitícolas más interiores tendría lugar entre 1854 y 1855, perdiendo intensidad a medida que alcanzaba zonas secas como el Vinalopó o de clima continental como Requena y Utiel. En estos dos últimos municipios se registró por primera vez en 1855 y volvió a repetirse en 1857, siendo llamada cenicilla por el tono de color que adquirían las uvas afectadas. En 1858 los informes municipales de Requena y Utiel estimaban que había sido afectada una octava parte del viñedo, pero que la pérdida de cosecha era mínima. Tras un período de relativa calma, la primavera lluviosa de 1862 desencadenó una gran plaga de oidium, a pesar de que ya era conocido el remedio preventivo contra la enfermedad. Los mayores daños se registraron entonces en los partidos de Sagunt, Requena y Chelva. En el de Sagunt se perdió la cuarta parte de la cosecha; en el de Requena sólo se salvaron las uvas de los sarmientos más bajos; en Chelva se llevó la mitad de la vendimia. Sin embargo, en la Ribera y en la Safor los daños fueron mínimos en esta ocasión gracias al empleo abundante y generalizado de azufre. Por contra, en Albaida y Ontinyent, en donde no se azufraron las viñas, los parrales de las huertas hacía ya seis años que no daban fruto y en el secano la cosecha había disminuido casi en un tercio.
El tratamiento con azufre tardó demasiado tiempo en ser aceptado por los agricultores valencianos, si exceptuamos a los de la Safor y a los del Baix Maestrat. En Vinaròs y Benicarló, cabezas de una de las principales zonas vitícolas, los continuados y fuertes ataques de la enfermedad habían hecho que los viticultores se aprestasen con mayor rigor a la defensa, por lo que en 1855 el empleo de azufre se hallaba casi totalmente generalizado. En otras comarcas se ensayaban remedios como el jabón blanco desleído con agua y harina de trigo, diversos polvos "antioidium" descubiertos por químicos locales, etc., y se retrasaba la adopción del azufre por considerar que era un método poco eficaz y demasiado caro. Los viñedos del Vinalopó, a pesar de su sequedad, tampoco escaparon a la acción del oidium, si bien las pérdidas de cosecha fueron aquí mucho menores que en el resto del país. En Villena, en cuyos viñedos había causado "notables perjuicios" en los años anteriores, todavía en 1858 era combatido con técnicas rudimentarias que ocasionaban “gastos excesivos de jornales”, mientras que en Petrer, una año después eran ya varios los propietarios que “han habido de azufrar las viñas en dos o tres distintas épocas del año” (Piqueras, 1981).
Los efectos positivos de la crisis en el sector vitícola valenciano
Los indudables daños causados por la plaga en las comarcas litorales y el incremento de los gastos y jornales en el cultivo, fueron contrarrestados con creces por los buenos precios percibidos por los cosecheros y por el fabuloso negocio que hicieron exportadores y comisionistas que trabajaban para firmas catalanas y francesas de exportación. Nada mejor que el comentario que sobre la nueva situación hacía a comienzos de 1855 la Junta de Comercio de Valencia:
“El desarrollo de la enfermedad de la vid en Cataluña ha producido el movimiento de este último ramo de industria [la vinícola] en dos años hace de esta provincia… y el Oidium se ha generalizado en Europa, y el extranjero se encuentra falto de ambos caldos [vinos y aguardientes] de aquí la concurrencia desusada en nuestras costas y de aquí haber obtenido en el último semestre los fabulosos precios que se marcan” (ADPV, Sec.Com. Leg. 14.).
Las exportaciones valencianas de vino crecieron de aproximadamente 50.000 hectolitros antes de 1850 a más de 250.000 en 1857, a los que habría que añadir otros 330.000 que salieron por cabotaje con destino casi único a Barcelona, desde donde serían reexpedidos hacia Francia y América. Todos juntos venían a sumar casi 600.000 Hl, volumen medio en que se mantendrían las expediciones de los puertos valencianos hasta por lo menos 1863. De aquella primera fiebre exportadora participaron no sólo los puertos de Valencia (vinos de Chiva, Llíria, Requena y Utiel) y Alacant (vinos del Vinalopó, Yecla y Jumilla) sino también otros puertos y playas de embarque como el Grau de Sagunt (vinos del Valle del Palancia), Benicarló y Vinaròs (vinos del Maestrat). Las comarcas más dañadas por el oidium, la Sabor y la Marina, apenas producían vino pues estaban especializadas en las pasas, cuya demanda exterior atravesaba en aquellos años un notable estancamiento debido a la competencia de las de Corinto y Málaga.
Los precios a que se refería la Junta eran de 8-10 reales el cántaro de 10’7 litros en las vendimias de 1854, frente a los 4-5 reales de años anteriores. Pero los realmente “fabulosos” aún estaban por venir: en 1857, el año de mayor exportación, los vinos tintos alcanzaron 15 rs/ct en Villena, 17 rs/ct en Cocentaina y 20 rs/@ (de 15’15 litros) en Requena. Se entiende así que los campesinos y propietarios, que ya venían aumentando la superficie dedicada a viñedos desde finales del siglo XVIII se lanzaran a una loca carrera por plantar cuantas más viñas y más aprisa mejor. Las crónicas de la época nos hablan de la sustitución no sólo ya de cereales, sino incluso de seculares olivos y algarrobos por vides; de la roturación de dehesas, montes y baldíos; de los atractivos contratos de plantación y arrendamiento para poder atraer mano de obra. En la zona de Villena, Yecla y Jumilla el modelo más utilizado fue una especie de arrendamiento a plazo fijo, localmente denominado “a la enfiteusis”, por el cual el propietario cedía al plantador-cultivador el usufructo de la nueva viña hasta la muerte de la misma o por un período de entre 60 y 80 años, a cambio de las 2/10 partes de la cosecha de uva. En la meseta de Requena el sistema elegido por muchos grandes propietarios fue el la “plantación a medias”, por la que cedían la mitad de la viña plantada a perpetuidad al plantador, localmente denominado aparcero.
No hay datos fiables de superficie vitícola anteriores a 1850, pero las cifras que se manejan nos hablan de 120.000 hectáreas en 1857, 170.000 en 1877 y casi 240.000 en 1883, por lo que es fácil deducir que entre 1850 y 1883 pudo haber duplicado su extensión el viñedo valenciano. Por su parte, en los altiplanos murcianos de Yecla y Jumilla, el viñedo habría aumentado de 11.000 a 33.000 hectáreas en el mismo período.
A medida que avanzaba hacia el Sur siguiendo la costa mediterránea y el clima adquiere rasgos de aridez la propagación del oidium se hacía más difícil. Aunque ya en 1852 se detectaron algunos focos en el Río de Almería e incluso en Málaga, los daños causados por la plaga fueron muy reducidos. En los años siguientes en la provincia de Murcia sólo se verían afectados de tarde en tarde los parrales de uva de mesa (mucho más sensibles) y en regadío (mayor humedad) de Alhama y Cotillas, e incluso algunos de Bullas, mientras que en la gran comarca vinatera de Jumilla y Yecla apenas tuvo incidencia debido a su clima continental seco (Sanjuan, 1887). El mismo ejemplo que los de Alhama corrieron los parrales de uva de mesa de Andarax y Ohanes en Almería, oasis regado en medio de un semidesierto. Más hacia el Oeste, penetrando ya en las costas de Almuñécar y Málaga, con las lluvias y la humedad en aumento, la propagación del oidium fue un poco más acusada.
En Málaga los primeros ataques de 1852-1854 no fueron muy fuertes y, como algunos ya azufraban las viñas, los daños no fueron muy cuantiosos. Si embargo, el exceso de confianza hizo que entre 1850 y 1860 la plaga cobrara tanta fuerza que se produjo un notable descenso de la cosecha de vino y los exportadores tuvieron que recurrir a traer vinos del interior que mezclaron con alcoholes industriales importados de Alemania y Estados Unidos, elaborando así entre 15.000 y 20.000 pipas de “falsos vinos de Málaga” que mezcladas con otras 40.000 pipas de vino “auténtico” fueron embarcadas hacia los mercados habituales (Morilla, 1986, p. 737). Más allá de Gibraltar, entrando en la húmeda fachada atlántica, las viñas de Jerez, El Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda sufrieron los ataques del oidium con mayor intensidad desde 1853, hasta tal punto que, según escribía el cónsul inglés Mark en 1859, durante los primeros años (1853-1857) muchos bodegueros jerezanos tuvieron que comprar vino en Málaga y otros puntos para poder atender a sus exportaciones (citado por Morilla, 1986).
A excepción de la acertada propuesta de usar azufre por parte del profesor Montells (Málaga) en 1852, hay noticias de otras dos docenas de interpretaciones sobre el origen y remedio de la enfermedad, a cual de todas más disparatada. Un vecino de Jerez escribía que se trataba de la caquesia clorosica y que había que combatirla con cal y boñiga. Otro de Ohanes que era una oruga que sólo podía ser auyentada con “olores fuertes”. Un tercero de Motril proponía cubrir totalmente con tierra las cepas para matar la “desconocida” enfermedad. Y, en fin, el señor Francisco Malvido, vecino de Puerto Real, aseguraba que lo mejor era su receta de infusión de cebollas: “lávense desde el lleno de la luna de Febrero en adelante la cepas con una infusión de cebolla albarrana, hecha con cinco libras de cebolla machacada, infundidas por seis días en invierno y dos en verano, en veinte libras de agua común y colada por una espuerta de esparto” (Antón, 1865, p. 719).
Hay discrepancias sobre la fecha en que el oidium hizo su primera aparición en territorio gallego. El geógrafo francés Huetz de Lemps (1967) dice que debió ser en 1851 en las viñas de Trives (norte de Orense) a donde habría llegado desde el norte de Portugal remontando el valle del río Miño, como ya hemos avanzado anteriormente. Sin embargo, otros autores como Rodríguez y Dopico (1978) y Santos Nolla (1992) opinan que debió ser más tarde, concretamente en 1853, y que las malas cosechas de los dos años anteriores se debieron más al frío y a las intensas lluvias que al propio oidium, que podría estar latente en 1852 y acabó estallando de forma general por toda Galicia en 1853. Otras fuentes contemporáneas a los hechos, como la Real Sociedad Económica con sede en Santiago en 1860 y el Congreso Gallego de 1864, citan como primer año de oidium el de 1853.
A juzgar por estas dos mismas fuentes la pérdidas de cosecha debieron ser enormes y continuadas año tras año, excepto en 1858 en que la sequía y el calor permitieron una cosecha regular. Los mayores daños tuvieron lugar en la comarca del Ribeiro por ser la zona con mayor intensidad de cultivo, pero las consecuencias más drásticas se registraron en las comarcas septentrionales de La Coruña y Lugo, sobre todo en Betanzos, Vivero y Mondoñedo, e incluso en una parte del Miño lucense, ya que en estos casos la pérdida continuada de cosechas motivó a muchos campesinos a arrancar las viñas para sembrar en su lugar patatas y maíz (Villares, 1982, p. 190). Esto ocurría porque la llegada del oidium coincidió en Galicia con una etapa de malas cosechas de cereales (1852-1857) y un encarecimiento del trigo (y por consiguiente el pan) achacado a la política proteccionista de Gobierno de España que impedía la importación de trigo extranjero para favorecer a los cerealistas castellanos. Por si fuera poco las patatas, el otro alimento básico de los gallegos, fueron atacadas por una enfermedad y hubo una reducción muy grande de las cosechas. La coyuntura era pues de pobreza y verdadero hambre que, unidos a las epidemias de cólera entre 1853 y 1856, obligó a muchos gallegos a emigrar a América (Santos, 1992, p. 78).
Otro factor negativo, puesto de relieve por Rodríguez y Dopico (1978) fueron las contribuciones sobre la posesión de tierra, registrándose un proceso similar al ya hemos visto en Cataluña siguiendo a Nadal y Urteaga: los cosecheros de vino, a pesar de no tener casi ingresos por los frutos de sus viñas, tenían que seguir pagando una contribución como si los hubieran tenido. La descripción que de la economía agraria gallega hacían los contemporáneos era de verdadera miseria, muy lejos por tanto de los problemas causados en Cataluña o Valencia, donde tenían más recursos e incluso se beneficiaron de los altos precios y la exportación. Los precios del vino en Galicia, que en los siete años anteriores a 1851 habían oscilado en torno a los 7 ó 9 reales la arroba, subieron a 11-14 en 1853 y alcanzaron los 19 y 20 en 1855, con un incremento medio del 244 % para todo el conjunto. Malas cosechas debidas al frío y el exceso de lluvia, plagas de la vid y las patatas, encarecimiento del pan y del vino, constituían una especie de rueda del infortunio en la que, como escribía el alcalde de Crecente al Gobernador de Pontevedra a finales de 1855, “como falta el vino que es un gran alimento para los labradores, tienen que beber agua y por consiguiente comer más pan” (citado por Rodríguez y Dopico, 1978, p. 395).
La primera reacción ante la plaga fue de sorpresa y desconcierto total: en el Monasterio de Oia, zona del Albariño, hablaban de “una especie de humo azogado que causó la pérdida total de la cosecha”. En Meira lo describían como “un polvillo blanco con mal olfato que le priva de vegetación”; en Arbo como “una capa blanca que destruye la cosecha”; en Redondela como una epidemia, etc. Luego se pasó a buscar remedios contra la misma, pero aquí, más todavía que en Cataluña, Valencia o Málaga, los tratamientos con azufre tardaron mucho es ser aceptados, unas veces por ignorancia, otras por desconfianza (creían que el azufre envenenaba las uvas y el vino), otras simplemente por pobreza de medios. También es verdad que los primeros tratamientos con azufre eran muy defectuosos. Hubo quien abusó en la cantidad y luego los vinos fueron muy malos; otros compraron azufre barato, adulterado o falso, y el tratamiento no surtió efecto. Los remedios caseros surgieron por todas partes: agua de brea, agua con lejía, lechadas de cal, etc. etc. Fue ya en la cosecha de1860-61 cuando empezó a notarse un mayor uso del azufre gracias a la gran difusión que se hizo en periódicos y revistas, a la creación en Vigo de una “Sociedad Azufradora”, a los éxitos reconocidos por algunos viticultores que sabían azufrar y, ya por último, a la intervención directa del Gobierno Civil de Orense que en 1862, según el diputado Ildefonso Florez, gastó “diez mil duros en traer azufre de Nápoles y comprar máquinas azufradoras que se repartieron a los Ayuntamientos vinícolas en los que casi a la fuerza hubo que hacerlo emplear. Sólo la paciencia, el gran deseo del bien público y el patriotismo de aquel gobernador pudieron desvanecer la repugnacia en toda la provincia a usar el azufre” (citado por Domínguez, 2000, p. 464).
A partir de 1863 se generalizó el uso del azufre y las cosechas volvieron a ser normales, sólo que con un incremento del 25 % en los costes de producción debido no ya al precio de producto químico y la máquina de pulverizar, sino a los muchos jornales que exigían los tres, cuatro y hasta cinco tratamientos que había que efectuar durante la primavera y el verano. Tampoco el viñedo gallego volvería a ser el mismo, ya que despareció casi por completo en las comarcas más septentrionales (antigua provincia de Mondoñedo) y en otras se inició un proceso de sustitución de variedades tradicionales blancas como el Albarello, muy sensible al oidium, por otras tintas más resistentes, como la Garnacha. Proceso este que se acentuaría décadas más tarde tras la propagación de las otras dos plagas: el mildew y la filoxera (Huetz, 1967, p. 524). Galicia tampoco pudo sacar tajada de comercio de exportación a Francia y América, tanto por que sus vinos blancos no eran muy solicitados, cuanto porque faltaban redes comerciales y buenos medios de transporte. Es más, el encarecimiento del vino del Ribeiro y de Valdeorras, las dos mayores abastecedoras del mercado interno, provocó la entrada de vinos más baratos procedentes de Toro y otras comarcas vinícolas del Duero, que gracias a su clima frío y seco no habían sido afectadas por la plaga de oidium.
La Cornisa Cantábrica: la plaga adquiere carácter de catástrofe irremediable
Los efectos catastróficos del oidium sobre los viñedos de la Cornisa Cantábrica ya fueron resumidos de manera magistral por Huetz de Lemps en 1967 (II, p. 521-523). Es verdad que, al igual que en las Rías Altas gallegas, los escasos viñedos de Asturias, Santander, Vizcaya y Guipúzcoa nunca habían destacado por por su cantidad y menos por su calidad. Sus cortas cosechas eran consumidas íntegramente por la población local y aún había que importar de las Riberas el Duero y del Ebro. Los veranos lluviosos y las frías temperaturas impedían muchos años la maduración correcta de las uvas, por lo que los rendimientos eran muy bajos. Se puede decir que era un cultivo poco rentable en comparación con el maíz, las patatas o los manzanos. La plaga de oidium vino a aclarar todavía más las cosas, ya que en este ambiente climático la plaga devino endémica desde su aparición por primera vez entre 1853 y, aunque los más avanzados pudieran combatirla efizcamente con azufre, el elevado número de tratamientos necesarios y los muchos jornales empleados en ello encarecieron el cultivo de la vid hasta lo imposible.
Por estas razones la regresión del viñedo no fue un hecho extraño desde Vivero y Ortigueira en Galicia hasta Irún en Guipúzcoa. En Asturias se arrancaron muchas viñas en Cangas de Narcea, Grado, Pravia, Gijón, Oviedo, etc. En la provincia de Santander había 2.225 Ha en 1857 y en 1889 sólo quedaban 880, ya que se arrancaron casi todos los viñedos de las costa (Suances, Santoña, Ribamontán) y sólo sobrevivieron los de la abrigada comarca de La Liébana y algo en Castro Urdiales. En Vizcaya y Guipúzcoa, las dos provincias menos vitícolas de España, el oidium redujo a una tercera parte sus viñedos (de 2.300 Ha en 1857 a 800 en 1877) y además obligó a sustituir la variedad tradicional uva negra gascón o anaves con la que se elaboraba el chacolí, por otra blanca a la que llamaban parra francesa, más resistente al oidium pero que daba vinos de inferior grado alcohólico (Huetz, 1967, p. 523).
Su posición a sotavento con respecto a los frentes húmedos del Cantábrico no libró a la gran región vitícola del Alto Ebro de los ataques del oidium, aunque los beneficios de la crisis (exportación y precios altos) fueron mayores. A juzgar por la evolución de las cosechas en Haro y Calahorra, los primeros brotes de la plaga pudieron tener lugar en 1853, pero fue ya en 1854 y hasta 1862 cuando alcanzó su mayor virulencia (Huetz, 1967, II, p. 520). Fue una lástima que la cosecha de 1854 fuese la mitad de lo normal, ya que aquel mismo otoño los comerciantes franceses recorrían Rioja y Navarra comprando todo el vino disponible a unos precios que subieron en unas semanas de 6 a 20 rs/ct. La demanda francesa aún crecería más en los tres años siguientes, alcanzando un máximo en 1857. Aquella ocasión sirvió para que los franceses descubrieran las buenas cualidades de los vinos de tempranillo, graciano y garnacha para hacer coupage con los más flojos de Bordeaux e incluso para imitarlos. No faltaron quienes construyeron en el puerto de Bilbao grandes depósitos en donde mezclaban estos vinos con otros no tan potentes en color y grado de la parte de Castilla, para reexpedirlos así hacia Bordeaux o París. Eran los inicios de lo que luego sería una constante exportadora favorecida por las crisis de la filoxera y el mildew en Francia (1870-1890), las mejoras en los transportes (en 1864 se inauguró la línea Bilbao-Tudela) y, sobre todo, la extraordinaria cualidad de los vinos riojanos para pasar como auténticos “bordeaux”. Al mismo tiempo, aquel descubrimiento sirvió para que algunos empresarios vascos y riojanos se iniciaran en la elaboración y crianza de vinos de calidad (Mees, Nagel, Puhle, 2005). Los primeros serían el Marqués de Riscal (1866) en Elciego (Álava) y el Marqués de Murrieta (1870) en Ygay (Logroño), a los que pronto acompañarían el Conde de Albay (1872), López de Heredia (1877), CUNE (1879), los tres en Haro, y Félix Azpilicueta (1881) en Fuenmayor.
Poco se sabe sobre la difusión y daños del oidium en Navarra, auque sí sobre sus repercusiones en el comercio y la evolución superficial del viñedo. Gracias a Lana Berasaín (1997) sabemos que la demanda francesa y más concretamente bordelesa de vinos tintos comunes encontró aquí una magnífica y cercana zona de aprovisionamiento. La buena nueva fue celebrada por los navarros contemporáneos que, como escribía Sanz Baeza en 1858, estaban felizmente asombrados de que desde 1854 sus vinos comunes, antes restringidos a un saturado mercado regional de precios bajos, fueran exportados en grandes cantidades a Francia, cuya cosecha estaba muy decaída por culpa del oidium tuckeri. La presencia de bodegueros comisionistas de origen francés se hizo cada vez más habitual y algunos de ellos, como los Hermanos Miura, fundaron empresas como La Beneficiadora de Vinos (1858), que en 1864 tomó el nombre de Venta de Las Campanas, una de las pioneras en la modernización de los vinos navarros. Como en otras zonas productoras de vinos tintos, los precios en bodega subieron de 6-8 ptas/hl antes de 1852 a 17 en 1854 y a casi 24 en 1857, altísima cotización que volverían a rozar en 1860 y en 1862. Ante aquella perspectiva era lógico que muchos agricultores optaran por ampliar sus viñedos, ocupando para ello incluso las tierras más fértiles antes dedicadas a cereales, no sin la protesta de algunos agrónomos. La mayor expansión se produjo en la zona meridional, en las campiñas ribereñas del Ebro (partidos de Estella y Tafalla) mientras que se mantenía más o menos estable en las septentrionales (partidos de Aoiz y Pamplona). Tampoco faltaron las plantaciones sobre antiguos terrenos comunales y baldíos, como ocurrió en Murchante (Ribera derecha) donde durante los años 1850, coincidiendo con la crisis del oidium, se roturaron unas 260 hectáreas de monte (Lana, 1997).
Tampoco la condición de aislamiento geográfico pudo librar a los dos únicos archipiélagos españoles de la plaga de oidium, aunque sus efectos y repercusiones resultaran muy distintos como vamos a ver. En Baleares, los daños fueron mitigados e incluso superados por los beneficios del comercio; en Canarias la plaga no sólo arruinó los viñedos sino que aceleró la caída de las exportaciones de sus cotizados vinos malvasías.
La aparición del oidium en Mallorca vino a coincidir con un momento en que los viticutores acababan de salir de una crisis provocada por otra enfermedad, esta vez bien conocida tanto allí como en la Península. Desde 1833 venía sufriendo una plaga de pulgón (Rhynchites betulei) que mermó notablemente las cosechas y, según un informe de la Sociedad de Amigos del País, incluso produjo una regresión de la superficie vitícola (Barceló, 1959). Aquella plaga fue más grave de lo que cabría pensar, ya que la “cuca”, nombre popular con el que se le conocía en la isla, no logró ser vencida hasta 1848. Fueron quince años de azote continuo que llegó a acabar con muchos viñedos de Binissalem, Porreres, Llucmajor, Felanitx y Manacor, por citar sólo los mayores. En 1833 empezó a actuar en la zona del Raiguer y, según cuenta Salvador Martí, párroco de Manacor y testigo de aquellos hechos, en 1837 llegó a Manacor, desde donde se propagó en dirección a Felanitx (año 1840), siendo tan perniciosos sus efectos que en 1842 no se pudo ni vendimiar. En 1845 ya se vendimió algo, en 1847 la cosecha fue casi normal y en 1848, quemando huevos y larvas, se había logrado acabar con la plaga (Rosselló, 1964, p. 350).
En 1852 la isla fue invadida por la plaga de oidium. Por ser una efermedad propia de zonas húmedas, las viñas más afectadas fueron las delicadas malvasías y moscateles de Banyalbufar, Estellenchs, Valldemossa, etc. así como la montona de Pollensa, es decir, los pueblos de la fachada marítima noroccidental. Al año siguiente la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Mallorca editaba un Informe sobre la enfermedad que está padeciendo la vid en estas islas, en el que daba cuenta de los desastrosos efectos del oidium sobre los famosos viñedos marítimos de Banyalbufar, donde “entristecíase el alma al ver poblados de secos y lánguidos sarmientos, sin un resto apenas de verdor, los hermosos bancales admiración de forasteros que bajan desde la cima del monte hasta rozarse con las aguas del mar”. Los redactores del Informe, tras haberse documentado en otras noticias procedentes de Francia e Italia, recomendaban como remedio más eficaz el azuframiento de la vides, aconsejando además el sistema de los señores Joaquin y Felipe Majoli de Florencia (RSEM, 1853). La escasez de buenos caldos sería una de las causas por la que, a juicio de la Comisión de la Exposición General de 1857, celebrada en Madrid, algunos licoristas mallorquines, presentaron a la misma no sólo aguardientes de vino anisados, sino también de “algarrobas, higos, madroños e incluso palmito”. Y concluía que no debía sorprender que “el ingenio haya buscado supletorios a la vid, diezmada por el cenizo y la intemperie” (Expo. 1857, p. 1.022).
Pero no todo fue mal para la isla, ni el aguardiente llegó a escasear tanto como suponía la Comisión de la Exposición de 1857. Los viñedos del centro y el sureste (Felanitx, Llucmajor, Porreres, etc.), donde estaba el grueso de la producción vinícola no debieron sufrir tanto sus efectos y, en todo caso, como contrapartida, se beneficiaron de una mayor demanda internacional. El descenso de la producción en Francia y Cataluña hizo que los mercaderes internacionales volvieran sus ojos hacia Mallorca, y así, en 1857 se exportaron desde Palma a América 14.250 @ de aguardiente, y al año siguiente 34.896 de aguardiente y 261.030 de vino, cuando en años anteriores las cifras habían sido de unas 5.000 @ de aguardientes y menos de 8.000 de vino. Gracias pues al oidium y sus destructivos efectos en Francia y otros lugares de Europa, Palma pasó a ser el segundo proveedor del mercado americano, por detrás de Barcelona y por delante de Tarragona, Valencia y Cádiz.
En Canarias la plaga provocó una gran tragedia. No deja de sorprender la rapidez con la que la plaga de oidium se extendió por toda Europa y llegó hasta el archipiélago canario. Probablemente la marina mercante británica, presente en todos los mares, debió ser un buen medio de transporte y difusión desde sus bases en el estuario del Támesis, donde primero se registró la nueva enfermedad venida de América. Sobre la aparición y difusión del oidium por todas las islas Canarias ya se ocupó detenidamente en 1888 el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife en la Contestación al cuestionario del Gobierno para estudiar el alcance de la Crisis Agrícola y Pecuaria (CAP vol. V, p 827-830). El inicio del mal estuvo originado en primera instancia por las grandes lluvias que cayeron sobre el Valle del Golfo de la isla del Hierro el día 26 de julio de 1852, en que una fuerte tromba de agua inundó durante muchos días la parte más baja del citado valle, poblado por viñas en las que, favorecida por la humedad, muy pronto hizo su aparición el oidium, arruinando totalmente la cosecha de uva a primeros de septiembre. Al año siguiente, 1853, la plaga se extendió por toda la isla del Hierro y saltó también a la de Tenerife. En 1854 se registraron nuevos brotes en La Palma, La Gomera, Gran Canaria e incluso Lanzarote, a pesar de su clima tan seco. En 1855 todo el archipiélago estaba invadido por la plaga.
Los efectos fueron desastrosos pues el oidium atacó con especial virulencia a las delicadas variedades de uvas con las que se elaboraban los acreditados Malvasias de Canarias que se exportaban a Gran Bretaña, Alemania y América del Sur, siendo una de las mayores fuentes de divisas. Aquellas variedades eran, además de la Malvasía, las Pedro Ximénez, Moscatel, Gual e incluso algunas Listán Blanca (el Palomino de Jerez). El tratamiento con azufre tardó mucho tiempo en ser adoptado por los viticultores canarios y no empezó a estar generalizado hasta después de 1870. La ruina de las viñas coincidió con un momento en que el negocio de la grana estaba en alza, por lo que muchos labradores optaron por arrancar las cepas y plantar en su lugar nopales para criar cochinilla de la grana.
Las pérdidas de cosechas se dejaron sentir en el negocio exportador. De la isla del Hierro, que antes de la plaga venía exportando unas 2.900 pipas de vino año, en 1859 sólo se exportaron 60 pipas. En la de Tenerife las exportaciones prácticamente se paralizaron a partir de 1855 y no volvieron a recuperarse hasta 1874. De ello se quejaba en 1863 el cónsul inglés, quien confirmaba que muchos viñedos habían sido abandonados y que sus propietarios preferían plantar nopales, habiendo caído la exportación de vino a sólo 200 o 300 pipas al año, cuando antes se solían sacar 25.000 de Tenerife y otras tantas del resto de islas (Macías, 2000, p. 341).
Paralelamente a la caída de la producción los precios del vino común, el que bebían los isleños, empezaron a subir de forma desorbitada dadas las dificultades para traer vino de fuera, donde también era caro. Según el Ayuntamiento de Tenerife los precios al consumo crecieron de una media de 40-70 ptas/pipa, según calidades, antes de 1852, a unas 375 ptas/pipa en 1870 (momento álgido) y luego bajaron hasta situarse en torno a las 100-112 ptas en 1880 y siguientes. A ello se unían los altos impuestos sobre el consumo, que llegaban a ser del 50 % del precio final (CAP, 1888, p. 829).
Ante esta cuyuntura no tardaron en aparecer las adulteraciones y, con ellas, el desprestigio del vino canario en los mercados británicos y alemanes, siendo esta otra de las causas por las que durante muchos años las exportaciones estuvieron casi paralizadas. Ya por 1864 el cónsul inglés ya citado se hacía eco de las importaciones de vinos de clase inferior procedentes del puerto de Moguer (Condado de Huelva), que eran mezclados con los vinos del país y con alcohol traído desde Alemania o Cataluña, siendo luego exportados como “vino de Tenerife” (Macías, 2000, p. 342). Años más tarde, cuando fue redactado el informe al que hemos aludido (1888), la situación había empeorado debido a la importación masiva de alcohol industrial “alemán” para hacer vinos “artificiales, lo que, además de acelerar el desprestigio del vino canario, provocó el cierre de las casi 200 pequeñas destilerías de aguardiente vínico que había en Tenerife, que no podían competir en precio con el alcohol importado. Este problema se repitió en todas la regiones vitícolas de la Península entre 1885 y 1890.
De todo ello se deduce que el viñedo y los vinos canarios fueron los más perjudicados por la invasión del oidium tuckeri, ayudado, eso también, por la mejor coyuntura agraria y comercial que ofrecía el nopal, competidor del viñedo en las mismas llanuras litorales y regadas donde antes habían prosperado las viñas.
Conclusiones
La primera de las plagas americanas de la vid: hacia una nueva viticultura
A mediados del siglo XIX una enfermedad de la vid importada de América, de naturaleza criptogámica y bautizada en Europa como oidium tuckerii, marcó el inicio de una serie de plagas de origen americano (filoxera, mildiu, blak rot) que provocaron una crisis sin precedentes que traería consigo el fin de la viticultura tradicional europea. Unos cinco millones de hectáreas de vides europeas tuvieron que ser sacrificadas y sustituidas por otras con pies americanos. La producción de vino sufrió grandes altibajos; la escasez en determinados períodos elevó los precios del vino hasta valores jamás alcanzados; el mercado internacional de vino alcanzo volúmenes nunca conocidas; la localización de los viñedos experimento grandes cambios. Al final del proceso, la lucha contra las plagas y la superación de las crisis propició grandes avances científicos y una modernización del sector, hasta el punto que la viticultura del siglo XX era ya realmente una “nueva viticultura”.
Sorpresa ante algo nuevo: del pánico inicial a la búsqueda de remedios
La difusión de la plaga del oidium, provocada por la importación de vides americanas con ánimo científico e innovador, pilló desprevenidos a los viticultores europeos, que tardaron algunos años en encontrar en el azufre espolvoreado el remedio preventivo. Las anteriores plagas (piral, cigarrero, altica) eran combatidas de manera manual, pero la naturaleza criptogámica de el oidium, desarrollado por un micelio microscópico contra el que no había ningún remedio conocido, hizo que las cosechas sufrieran grandes descensos durante varios años, antes de encontrar en el azufre espolvoreado el remedio preventivo adecuado. El azufre supuso el inicio de los tratamientos químicos, una innovación que exigiría además nuevos métodos de lucha y técnicas asociadas a máquinas de espolvoreado. Era el arranque de la aplicación de los avances científicos a la viticultura, es decir, del primer paso hacia la modernización.
El pánico inicial movió al Gobierno de España a convocar en 1854 un concurso público con un premio de nada menos que 25.000 duros para quien diera con la solución más eficaz contra la plaga. La respuesta ante tal incentivo fue espectacular y se presentaron unas 120 propuestas tanto de España como del resto de Europa. Aunque la mayoría eran de escaso rigor científico no faltaron las más acertadas y definitivas del azufrado que remitieron tanto el Marqués de la Vergne desde Bordeaux como Henri Marès desde Montpellier.
Un impacto geográfico desigual condicionado por el clima
Desde su primera presencia en Londres en 1845, la plaga se extendió por casi toda Europa entre 1848 y 1853, con mayor virulencia en las regiones de clima húmedo, en algunas de la cuales las consecuencia fueron más allá de la simple pérdida de la cosecha durante algunos años. En los casos extremos el viñedo tuvo que ser sustituido por otros cultivos, por lo que se puede hablar de una auténtica reconversión agrícola. El oidium vino a dar la puntilla a varias zonas vitícolas especialmente húmedas como eran las del sur de Inglaterra y otras de la cornisa atlántica y cantábrica española (Galicia, Asturias, Santander, Vizcaya y Guipúzcoa), donde el viñedo vegetaba con gran dificultad, los costes de tratamiento con azufre eran muy elevados, el vino resultante era flojo y malsano, y el comercio permitía traer vinos más fuertes y baratos desde otras regiones. En su lugar se plantaron manzanos o se sembró maíz y patatas. En algunas de gran prestigio vinícola como habían sido las Islas Canarias la plaga se cebó especialmente en la variedad Malvasía, la más cotizada por su calidad pero al mismo tiempo la más delicada y vulnerable frente al oidium. La plaga arruinó las cosechas, paralizó la exportación y propició la sustitución del viñedo por otros como el nopal.
Selección de variedades y modernización
Allí donde la vid pudo sobreponerse a la plaga, no hubo reconversión de cultivos, pero si puede hablarse de cierta reestructuración, por utilizar los términos actuales de la Política Agraria Común. Los viticultores tomaron nota de qué variedades eran más o menos vulnerables al oidium, y encontraron que las más resistentes eran la Garnacha, la Monastrell y la Bobal, tres cepas típicas de zonas secas y semiáridas como eran las interiores de Cataluña y Valencia, así como de Aragón y Navarra. En cambio las más vulnerables eran las Moscateles y la Malvasías, dos cepas típicas de la fachadas marítimas mediterráneas, necesitadas ambas de una elevada humedad ambietal para dar buenos frutos. Los cambios de unas por otras no fueron inmediatos, pues hubo que esperar a la muerte de la vide por la filoxera para poder aplicarlos en la replantación.
Repercusiones sobre las cosechas, el comercio y los precios.
La disminución de las cosechas, sobre todo en Francia, donde cayeron de 45 millones de hectolitros en 1850 a sólo 11 millones en 1854, provocó una espectacular subida de las importaciones francesas de vino español y de los precios del vino, de lo que se aprovecharon algunas zonas vinícolas de España, como Cataluña, Valencia, Rioja y Baleares, a pesar de que también en ellas hizo sus estragos la citada plaga.
Los precios del vino tinto común en origen, según los indicadores de los mercados de Navarra, Villena y Requena se multiplicaron por tres y hasta por cuatro entre 1848 (antes de la plaga) y el período 1854-1863 (máxima generalización de la plaga), lo que incentivó el cultivo de la viña en algunas regiones, especialmente en Cataluña, Valencia, Murcia, Mallorca y todo el valle del Ebro, que, una vez encontrado el remedio para atajar la plaga, vieron aumentada su superficie vitícola en más del 85%.
La exportación de vino común experimentó un aumento sin precedentes, pasando de poco más de 300.000 hectolitros en 1850 a casi 1.400.000 en 1857, y se mantuvieron en torno a los 900.000 en los años siguientes. Aquella subida se explica no sólo por la demanda de Francia y Alemania, sino también de América del Sur (Río de la Plata) que antes importaba mucho vino de Francia y ahora no podía hacerlo. De ello se beneficiaría especialmente el puerto de Barcelona.
Del desastre inicial al riesgo moderado
Considerada inicialmente como una auténtica catástrofe que causó pánico entre muchos viticultores, la plaga de oidium pasó pronto a significar sólo un riesgo puntual, más o menos latente, en función de la localización de los viñedos y de la evolución del tiempo en cada primavera y verano. Las regiones vitícolas húmedas, bien por su latitud, bien por su proximidad al mar, fueron inicialmente las más afectadas por la catástrofe y siguen siendo actualmente las de mayor riesgo frente al desarrollo del oidium, por lo que los viticultores se ven obligados a realizar cada primavera una o varias fumigaciones preventivas. En las regiones de clima seco y continental la catástrofe de los primeros años se limitó a unos pocos viñedos situados en terrenos hondos o cercanos a grandes ríos y luego el riesgo pasó a ser muy leve, hasta el punto que si la primavera no es muy lluviosa, no hace falta aplicar azufre. En todos los casos el vocablo riesgo aplicado al viñedo frente a la plaga del oidium dista mucho de significar lo mismo que cuando se usa en la geografía de los riesgos aplicándolo a inundaciones, terremotos, heladas, olas de calor, incendios o cualquier otro gran evento natural, ya que su prevención es mucho más simple y acertada.
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