Scripta Nova |
Filippo Celata
Università di Roma “La Sapienza”
filippo.celata@uniroma1.it
Ambientalismo y (post-) política en un espacio de reserva: el archipielago de las Galápagos (Resumen)
Una peculiar racionalidad ‘conservacionista’ ha ido colonizando las Islas Galápagos antes de que lo hicieran el Estado ecuatoriano y los actuales habitantes. Aunque la idea de proteger la biodiversidad local de cualquier tipo de especie ajena (seres humanos incluidos) tuvo un enorme impacto sobre la regulación socioeconómica, política y biológica del archipiélago, ésta ha sido ineficaz para evitar el colapso del ecosistema. A fin de comprender cómo la “conservación” pueda llegar a ser “contra natura” (Grenier, 2007), en este artículo se discute la historia de la territorialización de las Islas Galápagos y de los recientes conflictos socio-ambientales, en el marco del debate relativo a la ecología política de las áreas protegidas y a la condición post-política.
Palabras clave: Galápagos, ambientalismo, ecología política, post-política.Environmentalism and (post-) politics in a reserve space: the archipelago of the Galápagos (Abstract)
The peculiar racionality of ‘conservation’ has colonized the Galapagos Islands even before the Ecuadorian State and before the islands’ current inhabitants. The idea of protecting the local biodiversity from any kind of alien species (including human beings) has had an enormous impact upon the socio-economic, political and biological regulation of the islands, but has been ineffective in avoiding the collapse of the ecosystems. In order to understand such an impasse and to see how “conservation” may eventually be “against nature” (Grenier, 2007), in this article, we discuss the history of the territorialization of Galapagos and of the recent socio-environmental conflicts, in light of the debates on the political ecology of protected areas and on the post-political condition.
Key words: Galapagos, environmentalism, political ecology, post-political.Las islas Galápagos son muy conocidas a nivel mundial no sólo porque atraen a miles de científicos y apasionados de la naturaleza, sino porque han conquistado la fantasía de la gente común. No muchos de ellos han visitado las Galápagos. Sin embargo, todos tienen un imaginario muy preciso de éstas: un lugar donde tanto piratas como naturaleza han escondido sus botines durante siglos. Recientemente, y en menor medida, las islas han interesado también a los científicos sociales (Ospina, 2006; Grenier, 2007). Éstos han estudiado cómo la población local se relaciona y reacciona a las estrategias de conservación, se han interesado en los conflictos socio-políticos de los años ‘90 proponiendo soluciones para una distribución más equitativa de los beneficios y de los gastos del ecoturismo y de la conservación. Igualmente, las mismas instituciones ambientales en las islas se han dado cuenta de que la protección de la biodiversidad, de por sí, no es suficiente y de que los habitantes locales no pueden ser ignorados. Sin embargo, la situación no ha cambiado mucho, como veremos enseguida.
Por haber observado las Galápagos desde el punto de vista de científicos sociales nos parece difícil confirmar la imagen paradisíaca que mucha gente tiene en mente. Una presión antrópica creciente y desordenada afecta a un archipiélago de origen volcánico con una naturaleza vulnerable, sin un sistema de alcantarillados y de reciclaje de residuos urbanos y con recursos de agua, tierras cultivables y materiales de construcción muy limitados. Alimentado por flujos turísticos crecientes que producen fuertes presiones inflacionarias y fomentan la inmigración, el proceso de territorialización de las Galápagos es un círculo vicioso destinado en algunas décadas a conducir el sistema hacia un colapso ecológico.
Cuando se trata de explicar el por qué, la mayoría de los estudiosos y expertos arguyen que los principios de sostenibilidad han sido mal aplicados debido a la falta de recursos o debido al poder del “compromiso conservacionista” existente entre las instituciones científicas, el Estado y la industria del ecoturismo. Nosotros creemos que esta es sólo parte de la historia.
El objetivo de este artículo es entonces, el de comprender cómo el enfoque de la ecología política puede contribuir a poner en relieve las dificultades de la conservación en el archipiélago y a indagar como el ejemplo de las Galápagos puede ayudar a enriquecer estos debates. Por eso, en la próxima sección se discutirá la contribución de la ecología política en el estudio de las áreas protegidas. Luego, se discutirán brevemente las primeras etapas de la territorialización material y simbólica del archipiélago, la función del ambientalismo y del ecoturismo, y el papel de los diferentes actores. El objetivo es el de acertar la función que el ‘discurso’ más amplio sobre la naturaleza ha tenido en este proceso de territorialización, a fin de comprender los resultados paradójicos de las políticas locales y de la que ha sido llamada “conservación contra natura” (Grenier, 2007). El trabajo se centrará, después, en los años ‘90 y en el conflicto entre los intereses internos y externos que llevaron al establecimiento del actual sistema regionalista y de gobierno descentralizado. Por último, en las conclusiones, se reflexionará sobre la naturaleza de estos conflictos y sobre sus consecuencias, a la luz del debate sobre el carácter post-político del ambientalismo.
Adoptar una perspectiva de ecología política significa preguntarse ‘qué’ naturaleza debe ser protegida, dónde, para quién y a qué coste. La ecología política, análogamente a otros campos de investigación crítica, he adoptado en los últimos años las perspectivas del constructivismo y del post-estructuralismo, empezando a analizar el medioambiente como ‘discurso’ (Escobar, 1999; Bryant, 2000; Walker, 2005). En consecuencia, muchos estudiosos han tratado de deconstruir la idea de que la sociedad y la naturaleza son entidades separadas (Castree, 2005) y demostrar que “no hay nada de natural acerca de la naturaleza” (Escobar, 1999, p. 2). Las políticas de conservación, de hecho, están participando en el proceso más amplio de “producción de ‘las’ naturalezas”, en lugar de tratar de mantener ‘la’ naturaleza como realmente es. La ciencia y las técnicas, en este sentido, no son neutrales como se perciben, sino que desempeñan un papel esencial en el proceso de decidir qué naturaleza debe ser protegida, dónde, para quién y a qué coste.
La historia de las estrategias contemporáneas de conservación, más en general, está enraizada en “una compleja política de conocimiento que está amarrada con la historia de la ciencia, del colonialismo, del capitalismo y de la explotación de personas y naturaleza” (Mansfield, 2009, p. 44). Frente a este discurso de tipo hegemónico sobre la conservación, la ecología política intentó dar poder a los “conocimientos locales”, destacando, por ejemplo, el papel de las comunidades locales no sólo en la aplicación de las políticas ambientales, sino también en la definición de valores y normas en que éstas deberían basarse (Escobar, 1999; Brown-Purcell, 2005).
Normalmente, sin embargo, las estrategias de conservación en el Sur Global (incluidas las estrategias “basadas en la comunidad”) ignoran las necesidades y las percepciones de la población local, y de los seres humanos en general, como ha sido documentado en muchos parques africanos (Schroeder, 1999; Adams y Mulligan, 2003): “intentos de rehabilitar ideas africanas sobre cómo atender al mismo tiempo las necesidades de las personas y de la naturaleza han sido gravemente comprometidos”(Adams y Mulligan, 2003, p. 9).
Las áreas protegidas, en el Sur Global, tienen un carácter post-colonial, dado que sus genealogías están profundamente radicadas en la misma racionalidad que condujo originariamente el colonialismo. La forma en que el discurso sobre la conservación se construye no sólo puede producir explicaciones defectuosas de los problemas y de las soluciones (Adams, 2001; Mansfield, 2009), sino que podría de modo concreto materializarse en nuevas formas de colonización (Adams y Mulligan, 2003, p. 9).
Después de haberse originado y habiendo sido profundamente impregnado por los valores occidentales, el discurso sobre la protección de la biodiversidad ha sido cada vez más globalizado (Zimmerer, 2006), y esto también influencia qué tipo de problemas ambientales se tratan, cómo se tratan y quién se beneficia (Swyngedouw y Heynen, 2003; Cowell, 2003). El coste de salvaguardar la diversidad biológica se distribuye de manera desigual en el espacio y es muy elevado en lugares llamados hot spot de la biodiversidad (como las Galápagos), que son salvajes, periféricos, socio-políticamente débiles y en consecuencia pueden ser preservados en beneficio de todos (Zimmerer, 2009). La creación de áreas protegidas puede tener importantes efectos negativos sobre la pobreza y la población local (Adams et al., 2004; Cernea y Soltao, 2006; Brockington, 2009). Tales efectos, sin embargo, pueden ser compensados mediante el desarrollo de actividades económicas (como el ecoturismo) que se supone no consumen naturaleza, sino que sólo permitan mirarla. Esto es parte de un proceso más amplio y que tiende más hacia la mercantilización de la naturaleza en su variante contemporánea de “desarrollismo verde” (McAfee, 1999; Prudham, 2009).
Muchos autores han criticado la agenda neoliberal que está implícita en el gobierno del medioambiente, “de tal manera que el mercado se presenta como la única solución a la degradación ambiental, la pobreza y la injusticia” (Mansfield, 2009, p. 46). En áreas protegidas, el resultado es a menudo - y éste es ciertamente el caso de Galápagos - que los habitantes están excluidos de los beneficios del ‘desarrollo verde’, ya que no tienen los conocimientos ni tampoco los recursos necesarios para atender a la gestión de la conservación o para vender la naturaleza a los turistas (occidentales). Por otro lado, cuando los habitantes no son totalmente expulsados (Adams y Hutton, 2007; Neumann, 2004; Zimmerer, 2009), deben ser educados y disciplinados.
Los críticos no sólo son sospechosos de los efectos sociales de la conservación, sino al mismo tiempo de sus fundamentos éticos y epistemológicos. Ciertos investigadores han cuestionado, por ejemplo, el mito de la naturaleza ‘incontaminada’, señalando que los lugares ricos de biodiversidad en muchos casos han sido objeto de una larga historia de interacción con los seres humanos (Zimmerer, 2009, p. 59). Para dar otro ejemplo, la distinción entre especies ‘ajenas’ y ‘nativas’, que es fundamental e indiscutible tanto en las islas Galápagos como en otras partes del mundo, ha sido analizada recientemente con escepticismo (Warren, 2007; Richardson et al., 2008). Por otro lado, somos testigos de una resistencia a estas ideas por parte de los defensores de los llamados strict-parks o hard-parks (Adams y Hutton, 2007). Vemos, además, una creciente militarización de la que ha llegado a ser definida como la “guerra en la biodiversidad”, que plantea dilemas morales y éticos (Neumann, 2004; Adams y Hutton, 2007).
El debate acerca de la naturaleza está abierto y vivo también fuera de la academia, junto con la creciente importancia de la política medioambiental y con la propagación de los conflictos ambientales; sin embargo la noción de qué naturaleza debe ser protegida, dónde y a qué precio, aún no es el objeto de una verdadera política, sino de ‘políticas’, o ‘policía’ - en el sentido que se ilustrará enseguida.
Esta resistencia hacia una efectiva ‘politización’ del discurso sobre la naturaleza ha llevado a algunos autores a insistir en el carácter post-político del ambientalismo (Swyngedouw, 2007, 2009). Si pensamos que la política trata de disenso, antagonismo (Laclau y Mouffe, 1985; Mouffe, 2007) y “desacuerdo” (Rancière, 2007), los asuntos medioambientales apelan a principios éticos y morales que no pueden ser discutidos en sus fundamentos. De acuerdo a éstos, se puede discutir quién gana ó pierde por los daños ambientales, o por las políticas que apuntan a limitar estos daños, pero estos debates deben enmarcarse dentro de un conjunto de verdades indiscutibles que restringen en buena medida el debate. Esto lleva a una paradójica situación en la que la política de la naturaleza está cada vez más presente en todos los aspectos de la vida cotidiana, pero en su funcionamiento no es ‘política’, sino post-política.
El concepto de la post-política ha sido utilizado por autores como Jacques Rancière (2007), Slavoj Zizek (1999) y Chantal Mouffe (2007), sobre todo en relación a las sociedades occidentales. Ha sido aplicado a la política medioambiental por Eric Swyngedouw, en relación a las estrategias globales como la lucha contra el cambio climático (2007) y a las políticas ambientales urbanas (2009). Nunca ha sido discutido en relación a localidades como áreas protegidas y sociedades no occidentales.
El carácter post-político del discurso ambientalista, como veremos enseguida, se evidencia en particular en la presencia de conflictos que se están extendiendo en muchas áreas protegidas y que caracterizan a las islas Galápagos a partir de los años 90. La post-política o bien reduce el ámbito de los conflictos a una mera negociación de intereses, o los empuja a sus extremas consecuencias. El recurso al principio de la sostenibilidad, en este marco, no es de gran ayuda. Lo que los científicos crítico-sociales podrían hacer es deconstruir el discurso de la sostenibilidad y del medioambiente a fin de revelar su dimensión hegemónica y atestiguar su naturaleza política; a fin de permitir una “radical apertura de lo social” (Laclau y Mouffe, 1995) hacia una pluralidad de futuros socio-ambientales alternativos (Swyngedouw, 2007).
La territorialización de un ‘espacio abierto’
Las Islas Galápagos históricamente constituían un ‘espacio abierto’ sobre el que sólo desde algunas décadas el Estado ecuatoriano ejerce efectivamente su soberanía (Grenier, 2007). El archipiélago, en este marco, ha sido siempre considerado como un ‘espacio a ser integrado’, como la selva Amazónica en el Ecuador continental y en América Latina: una zona que por ser de difícil acceso escapa a la soberanía del Estado y que, de alguna forma, se trata de controlar tanto por razones ideológicas como económicas. Por eso el Estado ecuatoriano ha acordado siempre conceder el uso de las Galápagos a agentes extranjeros que permiten, por ejemplo, reducir su aislamiento desde el continente, reforzar su soberanía en el archipiélago (aunque sólo sea en términos simbólicos), y siempre bajo la condición de obtener su propio beneficio económico. “Toda la historia de las Islas Galápagos es una dialéctica entre su pertenencia a espacios reticulares organizados por actores extranjeros y su integración a un territorio estatal centrado en el continente, del que están alejadas” (Grenier, 2007, p. 105).
Por esta razón, la territorialización del archipiélago está estrechamente relacionada con la construcción de un imaginario de Galápagos como un paraíso natural. El origen de este discurso se puede remontar a las obras de Charles Darwin o a las historias de Herman Melville - quien ambientó aquí la mayor parte de su novela Moby Dick (1851) - y sobre todo al libro de William Beebe, “Galápagos: World’s End” (1924). Esta literatura ayudó a atraer a los primeros visitantes occidentales que en algunos casos se establecieron de forma permanente. En ese mismo periodo, se multiplicaron las misiones de naturalistas que llegaban a las islas para capturar y traer a su propia patria el mayor número de especies de animales y plantas raras.
La creación en 1936 de un Parque ‘Nacional’ de las Galápagos (PNG), permitió a los naturalistas instalar directamente in situ su propio sistema de observación y protección, y permitió a Ecuador ver reconocida, de una forma solemne y en el marco internacional, su propia soberanía sobre las islas y el mar. La gestión del archipiélago, como hemos dicho, era costosa e ineficaz y por esta razón fue asignada desde el 1959 a la Fundación Charles Darwin (FCD), entidad privada de origen belga. El Parque, con su propia amplia autonomía, se estableció en el archipiélago en 1969 mientras que sólo en 1973 fueron creados la provincia autónoma de Galápagos y los relativos municipios.
Este conjunto de actores llegó a un acuerdo que produjo una situación híbrida para las Galápagos, comparable a la de las tierras polares (Grenier, 2007), según la cual las islas eran contemporáneamente provincia autónoma y ‘colonia’ de Ecuador, Parque Natural protegido y patrimonio de la humanidad, como ratificado por la UNESCO en 1978. El Estado ecuatoriano adquirió de esta forma el control simbólico y (en parte) económico del territorio, permitiendo a otros ‘vestir’ todo esto de significados, y dando a la FCD, y a través de ella a la ciencia, la tarea de guiar la estructuración de un sistema de reglas.
Los intereses del Estado y de la comunidad internacional concordaban casi en todos los aspectos; el único desacuerdo era acerca de los colonos. Éstos, que para el Estado representaban el vehículo principal para conseguir la apropiación política del archipiélago, constituían al mismo tiempo una de las principales amenazas para la biodiversidad local. El compromiso fue reconocer a las Galápagos la función de centro de investigación científica, y luego de un turismo internacional y de élite, moderando la inmigración desde el continente. El turismo de naturaleza permitía, tanto al Estado cuanto a las instituciones científicas, promover la imagen de las Islas Galápagos, contribuyendo a atraer donaciones y financiamientos internacionales.
Sin embargo, el mismo discurso naturalista imponía que cualquier otro tipo de utilización del territorio fuera limitado. En efecto, aun hoy en día este discurso está basado en la imagen de una naturaleza salvaje y virgen. El objetivo declarado de esta estrategia conservacionista no es sólo el de preservar la naturaleza intacta, sino que “la restauración de toda la biodiversidad nativa existente y de los procesos naturales ecológicos y evolutivos, a las condiciones previas al asentamiento humano” (FCD, 2002, p. 49), y por lo tanto a las condiciones de siglo XVI (Ospina, 2006, p. 56). La amenaza al medioambiente representada por los turistas está vista, en cierto sentido, como un mal necesario. El impacto de la creciente urbanización de las islas, en cambio, se considera como completamente inaceptable.
Bajo esta perspectiva global (que según lo establecido por la UNESCO se refiere a la humanidad en su conjunto) las Islas Galápagos pierden su carácter de espacio abierto y de espacio a ser integrado, para convertirse en un ‘espacio de reserva’, como los grandes parques que mientras tanto se establecían en los países occidentales y en sus (ex) colonias. Toda la historia de las Islas Galápagos desde entonces ha sido regida por un imperativo: más allá del restringido espacio ocupado por asentamientos humanos, el resto de las islas debe ser preservado intacto para los ojos de científicos y turistas.
El ‘turismo selectivo’ y el compromiso conservacionista
Al final del siglo XIX el archipiélago estaba casi totalmente deshabitado. En ese tiempo existían dos imaginarios distintos de las islas. Para los ecuatorianos del continente éstas representaban un sitio maldito. Muchos eruditos occidentales, sin embargo, habían leído las historias de Melville, de Beebe y del propio Darwin, quien describía el archipiélago como un lugar suspendido en el tiempo y en el espacio. Ambos imaginarios atribuían a las Galápagos un aura mitológica: un lugar salvaje, único, deshabitado, la quintaesencia de una naturaleza que debe ser defendida. Son estos imaginarios que decretaron el éxito del gran ‘negocio Galápagos’, símbolo del naturalismo en el mundo, caso precursor de aquel turismo en busca de valores naturales que, desde los años sesenta y setenta, empezó a atraer incluso a los no-científicos y que más tarde se convirtió en un fenómeno de masas.
La estructuración de una verdadera industria turística fue fuertemente promovida por el Estado, que en 1966 contrató un grupo de naturalistas para desarrollar un primer “Informe sobre el desarrollo del potencial turístico de las Islas Galápagos” (Grimwood y Snow, 1966). En 1967 un grupo de expertos en marketing turístico estuvo encargado de desarrollar un nuevo estudio, el Informe Jennings (Jennings et al., 1967).
Como se ha dicho en la sección anterior, el Estado ecuatoriano renunció a ambas tareas de reglamentar y gestionar el desarrollo turístico de las islas, encomendando esas funciones a las instituciones científicas y a los grandes operadores turísticos, como la agencia privada Metropolitan Touring (EE.UU.) y su socio Lindblad Viajes, que lograron obtener una posición de mercado dominante hasta hoy en día.
La conservación es un importante medio para promover el turismo, y el turismo, a su vez, aporta beneficios económicos directos (e indirectos, de imagen) que apoyan a la conservación (PNG, 2005, p. 79). Entre estos dos sistemas de significado se celebró un matrimonio que todavía persiste. El marketing turístico permitía convertir el imaginario de las Galápagos en un producto vendible en los mercados internacionales. Las instituciones científicas podían incluir esta narrativa en un discurso más amplio, basado en sólidos paradigmas científicos, que también refieren a las formas generales de gobierno del territorio.
El producto turístico aún dominante corresponde a aquello imaginado inicialmente y representa un óptimo compromiso entre la lógica económica y la de la conservación. Las breves excursiones en grandes barcos siguen siendo la opción más ‘lógica’ para reducir el impacto humano en las islas. Esta elección parece ser también la más adecuada a las necesidades de los turistas que no tienen que vivir la experiencia de la naturaleza, sino que deben observarla. Esa decisión parece además la más rentable, debido a la rápida rotación de los clientes. La elección de un ‘turismo selectivo’ - la calidad y el alto precio del viaje (los barcos tienen un coste promedio por día de $430) - desalienta además, la afluencia excesiva de turistas.
Los itinerarios turísticos están diseñados entre el PNG, la FCD y los operadores turísticos, de acuerdo a tres criterios principales: velocidad, comodidad y espectacularidad de las visitas. Los turistas visitan un área inaccesible que precisamente por esta razón y paradójicamente, debe ser cuidadosamente elaborada a través de la elección de lugares y rutas, y mediante el montaje de todo lo que cabe destacar (Urry, 1990). La creación de ‘centros de crianza’, por ejemplo, permite a los turistas observar a las tortugas, que han hecho a las Islas Galápagos famosas, pero que normalmente viven en las zonas altas y húmedas. Gracias a ellos también, la Fundación puede contribuir a la reproducción en crianza de especies en peligro de extinción. Los turistas pueden también contribuir a la causa conservacionista ya sea de manera indirecta, a través del costo del viaje, o de forma directa, a través de donaciones o mediante la compra de souvenires de la Fundación.
Sin embargo, la experiencia única a la que los turistas son guiados, no sólo excluye visitar, o siquiera ver, a la población local, sino que tampoco permite comprender las amenazas reales que incumben al archipiélago, amenazas de las que los turistas, ni siquiera indirectamente, son los principales culpables.
Desde el turismo selectivo hacia el turismo de masas
El compromiso entre Estado, instituciones científicas e industria turística ha demostrado ser sólido y estable durante mucho tiempo, tanto que el número de turistas aumenta de aproximadamente 3.000 en 1969 a 11.765 una década después, y a 145.229 en 2006. Los 4 barcos cruceros que operaban en los años sesenta se han convertido en 40 en 1981 y ahora son 80, y tienen una capacidad de carga total de más de 1.800 pasajeros (Epler, 2007, p. 16). Las restricciones impuestas sobre el aumento de la flota de embarcaciones sólo permiten un manejo discrecional de los permisos turísticos y han causado el aumento del tamaño promedio de los barcos.
El desarrollo turístico produjo, como consecuencia indirecta, el aumento de la inmigración procedente del continente. En los años setenta el archipiélago contaba con sólo 4.000 habitantes, la mayoría de los cuales se dedicaban a la agricultura. En 1990 las islas contaban con 8.611 habitantes y en 2006 este cupo ya había alcanzado los 19.184 de residentes permanentes, sin contar que las estadísticas continúan eludiendo a los que son inmigrantes ilegales (estimados en varios miles). La inmigración permanente está limitada; de hecho ello es a beneficio de todos, incluida la población residente, que sin embargo sigue creciendo en un 6 a 7 por ciento al año debido a la alta tasa de natalidad. Además, a la población residente se suma el gran número de residentes temporales, así como el creciente número de turistas. Si aumenta el número de personas que visitan los principales sitios turísticos, se responde abriendo sitios nuevos, en algunos casos cerca de las áreas urbanas para que la población local se beneficie del desarrollo del turismo.
Éste último ha sido siempre un problema importante y muy discutido. De hecho, aunque dos tercios de la población activa trabajen en el sector terciario y, en muchos casos directamente en la industria del turismo, el 80 por ciento de las camas disponibles en los cruceros son propiedad de estadounidenses o ecuatorianos del continente, y muchos empleados del sector son inmigrantes recientes o extranjeros. La población local no tiene los conocimientos ni tampoco los recursos financieros para satisfacer las necesidades del ‘turismo selectivo’ que se ha desarrollado en Galápagos.
Las Galápagos se han convertido rápidamente en la provincia con las tasas de urbanización y con los indicadores socio-económicos más altos de todo el Ecuador. El turismo contribuye con más del 75 por ciento a este crecimiento económico (Epler, 2007). La proporción de ingresos generados por el turismo que permanece en el archipiélago varía desde el 7 hasta el 15 por ciento del total (Watkins y Cruz, 2007, p. 12): ésta no se traduce proporcionalmente en un aumento de la riqueza per cápita y, además, induce un aumento general de precios.
Muchos residentes trabajan en la pesca artesanal, actividad suficientemente lucrativa también debido a la demanda de especies protegidas. Además, los ingresos procedentes del turismo fluyen en parte como impuestos a todas las entidades políticas de las islas. La parte más importante de los recursos procede del creciente número de donaciones internacionales que, hasta los años noventa, se centraron principalmente en la FCD, y que hoy en cambio son cada vez más gestionados por las mismas instituciones donantes que instalan en las islas sus propias oficinas.
Como consecuencia, la percepción que la población tiene de sí misma y del medioambiente ha cambiado en los últimos años. El colono que históricamente sentía aversión a la vida silvestre de las islas, ahora ve en el turismo ambiental, sino una oportunidad de trabajo, un vehículo para una mayor integración del archipiélago al continente. Mientras que los visitantes viven las Galápagos como un escape de la modernidad, los locales ven al turismo como una oportunidad para la tan esperada apertura de las islas a la civilización. Sin embargo, ellos son excluidos de la mayoría de los negocios que se estructuran alrededor de los intereses de los extranjeros, que son gestionados por los mismos extranjeros.
En este marco, se multiplican sin fruto las propuestas para incrementar las actividades económicas “de base local” y el turismo de tierra. Al mismo tiempo que la atención a nivel global hacia Galápagos crece, en las islas el compromiso conservacionista empieza a ser cuestionado. Mientras que la población local propone que los itinerarios turísticos deban incluir obligatoriamente (por ley) al menos una noche en tierra, los conservacionistas consiguieron en 1994 que se aprobase una norma que establecía la prohibición total de concesión de nuevas licencias de embarcaciones pesqueras y la prohibición de la exportación de productos marinos fuera del archipiélago (Ospina, 2006, p. 13).
Frente a estas nuevas restricciones, en abril de 1994 los pescadores de la isla Isabela ocuparon e incendiaron la sede local de la FCD. Durante los mismos meses se encontraron en la isla 84 tortugas gigantes matadas en señal de protesta. Incidentes similares se sucedieron en los años siguientes. El momento era propicio, entonces, para alcanzar un nuevo compromiso que incluyera los intereses de los residentes en el marco de una estrategia para el “desarrollo humano sostenible” de las Galápagos.
El compromiso regionalista
Durante los años noventa gran parte de la población local comenzó a denunciar violentamente la soldadura de intereses entre el Estado, los principios ‘universales’ para la protección de la naturaleza y los intereses particulares que rodeaban alrededor del “conservacionismo”. Las instituciones científicas e internacionales, las grandes empresas turísticas y la burocracia de Quito, comenzaban a ser percibidos como actores externos (“los afuereños”), que contrastaban con un frente más o menos cohesivo de interés internos (Ospina, 2006). Conjuntamente, con el pasar del tiempo se iba formando cierta forma de identidad local que se reflejaba en una especie de defensa de la singularidad de Galápagos respecto al Ecuador continental y que identificaba los afuereños como la principal amenaza para el archipiélago (Ospina, 2001).
El nuevo compromiso entre las empresas turísticas y las instituciones científicas, por un lado, y estos nuevos actores internos por otro lado, llevó en 1998 a la adopción de la Ley Especial de Galápagos y contribuyó a la reformulación de los términos en que se basan las estrategias de gestión del territorio. En primer lugar, el objetivo de la conservación de la diversidad biológica dió paso al objetivo del desarrollo humano sostenible. El “Plan Regional”, publicado en 2002, prácticamente no se ha puesto en funcionamiento, sino que ayudó a establecer definitivamente el principio de que el desarrollo del turismo no debe ser restringido sino ascendido y controlado por un plan integrado social y medioambiental.
Los conflictos locales podían además conectarse por un lado con los procesos que en el mismo período en otros lugares del mundo llevaron a la actuación de diferentes formas de descentralización, y, por otro lado, a la evolución del discurso ambientalista. Las instituciones científicas e internacionales se dieron cuenta de que la conservación no se podía obtener en contra de la población local, sino junto con ella, y que el creciente número de campañas de educación ambiental organizadas en las islas no eran suficientes para conseguir los objetivos deseados. La escasa sensibilidad de la población local hacia el medioambiente no era, evidentemente, debida a la ignorancia, como muchos creían, sino que era un resultado de sentirse completamente excluida de la gestión de su propio territorio (Macdonald, 1997).
La Ley Especial declaró y reforzó las responsabilidades de las instituciones políticas locales y, por otro lado, ha establecido una serie de estructuras (autoridades, comités, comisiones, etc.) para facilitar el diálogo entre los diferentes actores. Se reforzó considerablemente el poder del Instituto Nacional Galápagos (INGALA), una organización cuyo Gerente General es designado por el gobierno nacional, pero en cuyo consejo de administración también se sientan los representantes de las comunidades locales. De esta manera las competencias de ordenamiento del territorio fueron asignadas a una estructura burocrática, expresión directa del gobierno nacional, con pocos conocimientos técnicos y creada inicialmente para facilitar la colonización y la urbanización de las islas. A las organizaciones no políticas, como la FCD, se les asignaron exclusivamente funciones de tipo técnico y científico, mientras que a las instituciones públicas como el Parque, el INGALA y otros, fueron impuestas normas específicas de preferencia local: reglas que durante la selección de empleados y gerentes de organismos públicos imponen dar prioridad a los residentes del archipiélago. No por casualidad, durante la mitad de los años noventa un nativo de las Islas Galápagos fue designado por primera vez como Gerente del Parque Nacional; a su vez, la Fundación Darwin eligió por primera vez como su propio presidente a un ecuatoriano, y recientemente estableció un departamento específico que se ocupa de cuestiones socio-económicas, mientras que anteriormente se ocupaba exclusivamente de la flora y de la fauna.
El sistema de gobierno local es increíblemente complejo. Como mínimo doce ministerios del Estado con competencia en Galápagos tienen sus oficinas en las islas. A ellos se les añaden las numerosas organizaciones internacionales. Asimismo, en los años noventa hubo una peculiar proliferación de organizaciones representativas de la sociedad civil y de grupos particulares de interés: asociaciones de pescadores, cazadores, artesanos, guías turísticas, mujeres, cooperativas de varios tipos, cámaras de comercio, etc. La FCD perdió el monopolio de las actividades de conservación y desde el 1992 un gran número de fundaciones en defensa del medioambiente han sido establecidas, a menudo directamente de las entidades que anteriormente eran los donantes a la Fundación. En nuestros días, la organización de talleres participativos se convierte en una costumbre cada vez más común. “Ninguna instancia previa de regionalización en el país ha tenido tal nivel de participación local en el pasado” (Ospina, 2006, p. 132).
Al conjunto de limitaciones que afectan las actividades humanas en las islas, se les añaden herramientas más sofisticadas que no son destinadas a prevenir modificaciones sino también a gestionar y limitar sus impactos dentro de “límites aceptables de cambio ecológico”, sobre la base de la real “capacidad de carga” de los sitios turísticos, etc. (Grenier, 2007). Desafortunadamente, estos tipos de sistemas, cuyo objetivo es el de reducir el impacto directo del turismo sobre el medioambiente (y que se revelan ineficientes y con frecuencia violados) no se refieren a los complejos mecanismos mediante los cuales el turismo influye en el equilibrio ecológico de las islas, que son principalmente mecanismos indirectos y que derivan más en general del aumento de la presión humana inducida por el desarrollo turístico. A la proliferación de planes e instrumentos se le corresponde, tradicionalmente, su limitada eficacia, debida al bajo rendimiento de las acciones previstas y a la falta de recursos de muchas instituciones encargadas de llevar a cabo los controles. Muchas prohibiciones pueden ser engañadas y la Ley Especial complicó aún más el marco de las competencias en este ámbito. El resultado es una particular inmovilidad que, en ese sentido, resulta perfectamente compatible con las medidas neoliberales de gestión del territorio que imperan en las islas.
El proceso de descentralización política produce también peligrosas formas de competencia entre los diversos municipios, que mientras tanto han obtenido un grado considerable de autonomía política. Por lo tanto, si inicialmente el desarrollo turístico se concentró en la isla de Santa Cruz, las otras islas habitadas que aún carecen de servicios, piden ser incluidas en los itinerarios turísticos fijados por el PNG, construyen hoteles y resort, se dotan cada una de su propio aeropuerto, exigen que la FCD y las otras instituciones científicas internacionales localicen incluso allí sus oficinas y compitan con las otras islas para atraer turistas y recursos.
Las Islas Galápagos, en conclusión, resumen de manera paradigmática muchos de los problemas discutidos en el marco de la ecología política en relación a las áreas protegidas y a la protección de la biodiversidad. El objetivo de estas conclusiones es el de comprender la naturaleza y el resultado de los conflictos que han sacudido el archipiélago en los últimos años. En nuestra opinión este análisis puede ser útil para mostrar cómo algunos de los problemas de las Galápagos tienen un carácter más general y están íntimamente relacionados con las paradojas inherentes a la condición post-política.
La naturaleza post-política del discurso ambientalista se evidencia, en primer lugar, en la presencia de conflictos socio-ambientales. Para Chantal Mouffe la tarea de una verdadera política consiste en administrar conflictos y antagonismos, para asegurar que estos se conviertan en “agonismo” (2007, p. 27): un cotejo en el que las distintas partes reconozcan la legitimidad de sus oponentes, pero al mismo tiempo compitan fuertemente sobre verdaderos proyectos hegemónicos alternativos. En la época post-política, sin embargo, el antagonismo se refleja, en el peor de los casos, en un conflicto violento y en una contraposición amigo/enemigo. En casos menos graves, se resuelve en una mera agregación de intereses, que es exactamente el ideal liberal y pluralista que está implícito en el modelo de gobernanza descentralizado y multi-actor que se ha tratado de establecer en las Galápagos. Algunas tareas - como las de los pescadores, por ejemplo - se radicalizan y se llevan al extremo; los intereses de los otros actores - internos y externos - en lugar de excluirse mutuamente, se suman unos a otros. El propósito de un régimen liberal-pluralista supone que alternativamente cada uno tenga su propia parte o que uno se apropie del poder del otro. De esta manera los actores antagonistas “no cuestionan la hegemonía dominante y no hay una intención de transformar profundamente las relaciones de poder. Es simplemente una competencia entre elites” (Mouffe, 2007, p. 28).
En el caso específico de las Galápagos, los actores locales, no teniendo la posibilidad (ni tampoco, en ciertos casos, el interés) de discutir la raíz del modelo de gestión de las islas - del que siguen siendo excluidos - reclaman sólo su papel dentro del sistema político e institucional. En vez de cuestionar en términos ‘políticos’ las paradojas del compromiso conservacionista, los actores locales lograron que algunas cuestiones, que anteriormente se consideraban como cuestiones técnicas o a-políticas (como por ejemplo el establecimiento de los calendarios de pesca) sean ahora tema de negociación (Ospina, 2006).
La política no es, sin embargo, el simple conflicto entre intereses por conseguir la asignación equitativa entre las partes. Esta actividad de ‘distribución’ que Ranciere define como “policía”, es de hecho un aspecto de la post-política (Ranciere, 2007). Es éste el segundo aspecto que queremos destacar. La política surge cuando el conflicto no sólo se limita a la identificación de nuevos equilibrios, sino que concierne a la específica manera de interpretar estos equilibrios: “el momento en que una particular demanda no es simplemente parte de la negociación de intereses, sino que pretende algo más, y empieza a funcionar como la condensación metafórica de la reestructuración global de todo el espacio social” (Zizek, 1999, p. 208).
Los conflictos que han caracterizado a las Islas Galápagos tenían exactamente este propósito: asegurar que la gobernanza del archipiélago deje de ser dominada por un conjunto particular de intereses materiales y por ‘regímenes de verdad’ que caracterizan al compromiso conservacionista; multiplicar, por lo tanto, los actores involucrados y los puntos de vista. Aunque los modos de gobernanza del archipiélago han sufrido un cambio radical, el contenido de las estrategias no ha cambiado mucho. Las narrativas conservacionistas siguen siendo reproducidas porque la población local no logra imponer una agenda alternativa, debido a la relevancia del discurso ambientalista o a la fuerza de algunos intereses, incluyendo aquellos de ciertos actores locales. En ausencia de una efectiva contestación a la hegemonía conservacionista se produce una inmovilidad, o se realizan simples operaciones de compensación indirectas para las élites que están excluidas de la explotación directa de las islas.
El problema de la política no es que un grupo social particular reclame por sí mismo una mayor cuota del bien común, sino que ese grupo sea capaz de dar una opinión distintiva, transformativa y progresiva sobre las modalidades de gestión de los recursos de la comunidad. Más allá de este fundamental ‘acto de palabra’, que establece efectivamente el ‘desacuerdo’ que representa el fundamento de la política, no hay política sino que hay policía (Ranciere, 2007). La resolución del conflicto sólo puede ser alcanzada a través de un re-equilibrio entre las partes que no ayuda a resolver el problema, porque no es una solución política real, y en este caso empeora la situación porque amplifica las presiones sobre el territorio.
Parece normal, pues, que algunos grupos de interés tengan más recursos para gastar en la arena (post-)política. El ejemplo de similares sistemas políticos descentralizados donde la competencia de los diferentes actores no es clara, demuestra que el poder político de estos actores es función no de su poder formal, sino de la “estructura de las oportunidades participativas”: la configuración de recursos económicos, organizativos y de conocimiento, arreglos institucionales y precedentes históricos, que pueden limitar o facilitar la participación de diferentes grupos sociales en las decisiones (Kitschelt, 1986). El poder de los actores externos, entonces, no se debe sólo al hecho de que éstos tienen un acceso privilegiado a los recursos materiales que derivan de la conservación y del eco-turismo. Estos actores tienen, en primer lugar, el poder de ‘palabra’; sus intereses están firmemente arraigados en la particular forma de racionalidad implícita en la causa conservacionista.
Los actores locales saben perfectamente que no pueden limitarse a reclamar su parte, sino que deben contribuir a la definición de un nuevo modelo de convivencia entre la naturaleza y el hombre (Ospina, 2006). El problema es que este modelo ya se encuentra ‘vestido’ de sentidos que son en gran medida de tipo extra-político y que no pueden ser impugnados caso por caso; o más bien pueden ser discutidos sólo en el marco de un discurso hegemónico que se basa en principios morales universales. Lo que se obtiene no es la politización del debate, sino sólo una diferente distribución de los beneficios y de los costos de la conservación. Aquellos que creían haber sido anteriormente usurpados, han pedido y obtenido el poder de palabra; pero no lo han utilizado para proponer un logos alternativo, sino simplemente para pedir su propia parte. El connubio del modelo liberal de gobierno de la sociedad y de la política, y los principios universales de desarrollo sostenible, sin embargo, se demuestra conservativo en vez de transformativo; se adapta como un guante en el marco actual de los intereses.
Los trabajos de Swyngedouw (2007, 2009) y Latour (2004) pueden ayudar a entender por qué esta ‘politización’ es especialmente problemática cuando se trata de temas como la naturaleza o la protección del medioambiente. Este es el tercer punto que queremos discutir. Hoy en día las cuestiones ambientales son imperativos morales universales. Las razones son totalmente aceptables y no es nuestra intención enfrentarnos a ellas, sino más bien destacar algunos efectos secundarios que este ‘salto de escala’ produce. “Cuando la política se desarrolla en el registro de la moralidad, los antagonismos no pueden adoptar una forma agonista. Efectivamente, cuando los oponentes son definidos en términos morales y no político, no pueden ser concebidos como un ‘adversario’, sino solo como un ‘enemigo’” (Mouffe, 2007, p. 81). Esto queda confirmado por muchos otros conflictos ambientales que, o bien llevan a confrontaciones violentas entre modelos de interpretación del mundo totalmente incompatibles, o son domesticados, despolitizados, reconducidos al grupo de soluciones técnicas posibles, de recursos disponibles, etc. (Swyngedouw, 2009).
En este sentido parece posible aplicar al discurso ambientalista la misma crítica que Ranciere aplica al concepto de derechos humanos. Cuando un principio, como la protección de la diversidad biológica, adquiere un carácter universal, o cuando un determinado lugar está declarado como “patrimonio de la humanidad”, todos los conflictos sobre las modalidades de su gestión son estrechamente limitadas (si no prohibidas totalmente) por dos razones: en primer lugar, porque el conflicto impide la solución consensual del problema y, en segundo lugar, porque el desacuerdo puede sólo parecer insultante respecto al problema ‘más grande’ en el que se inserta y al que se refiere (Ranciere, 2007, p. 137). De esta manera, se coloca fuera de la arena política lo que representa la esencia misma de la política: los especiales logos que se ocultan detrás del mero juego de las partes. Se previene la posibilidad de contestar el carácter hegemónico que es característico de todos los discursos, incluido el del ambientalismo, aunque ese discurso se percibe a sí mismo como neutral y las cuestiones a las que se refiere son percibidas como objetivas e inderogables. Así se disfraza, entonces, “el rol de las relaciones de poder en la construcción de todas las formas de objetividad” (Mouffe, 2007, p. 59).
La racionalidad típica del ambientalismo, sin embargo, que ahora se ha extendido entre los mismos actores locales, no es neutral e independiente como se percibe. Ciertamente no es la única posible y además, no parece ser eficaz para conseguir los objetivos que esa misma se plantea. El paradigma de la biodiversidad, con el objetivo de proporcionar un apoyo neutral y técnico para proteger la naturaleza, produce una situación paradójica que también está implícita en la condición post-política, y ese es el cuarto punto donde queremos poner hincapié: el carácter al mismo tiempo post-político e híper-político de los espacios de reserva. En estas zonas un número cada vez mayor de prácticas sociales y cotidianas se pone bajo el control de complejas articulaciones de poder/saber. Cualquier actividad humana y natural parece vinculada y gestionada por un complejo sistema de controles y sanciones que, en realidad, se limitan a las operaciones superficiales y no se ocupan de las presiones reales ejercitadas sobre el territorio. Al mismo tiempo que, paradójicamente, la política se vuelve inutilizable, la ‘policía’ se demuestra cada vez más omnipresente e intervencionista. La lucha por proteger la biodiversidad produce de esta manera una naturaleza particular dónde los ciclos humanos y biológicos, los procesos naturales, las formas de los asentamientos urbanos, el comportamiento e incluso la percepción que los actores tienen de sí mismos, se basan en una racionalidad particular que establece, por ejemplo, qué formas de actividades humanas o naturales deben ser favorecidas o reprimidas, cuáles especies deben ser reproducidas y cuáles deben ser exterminadas. La idea de una naturaleza que se conserva intacta está asociada a una masiva obra de ingeniería biológica que requiere un complejo sistema de controles y una inversión política sustancial, pero al mismo tiempo hace inservible la política. Se lucha contra los síntomas al mismo tiempo que se propaga la enfermedad, mientras que la única medicina disponible - la política - se mantiene fuera de la puerta.
La identificación de posibles alternativas está excluida del alcance de este artículo. Sin embargo, es nuestro convencimiento que una ciencia social crítica, al igual que cualquier conflicto sobre temas tan delicados y cada vez más importantes como el medioambiente, debe denunciar el carácter hegemónico que el ambientalismo adopta cuando se asocia con las formas de universalismo, de racionalismo y de pluralismo benignos que son típicos de la cultura liberal. Es ésta, en nuestra opinión, la puesta en juego crucial en la época post-política que estamos viviendo.
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Ficha bibliográfica:
CELATA, Filippo y Venere Stefania SANNA. Ambientalismo y (post-) política en un espacio de reserva: el archipielago de las Galápagos. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de agosto de 2010, vol. XIV, nº 331 (62). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-331/sn-331-62.htm>. [ISSN: 1138-9788].Volver al índice de Scripta Nova número 331 | |
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