EXILIO Y DESEXILIO: EXPERIENCIA DE UNA ANTROPOLOGÍA. MÉXICO - MADRID - BARCELONA

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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIII, núm. 291, 25 de mayo 2009
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]


EXILIO Y DESEXILIO: EXPERIENCIA DE UNA ANTROPOLOGÍA. MÉXICO  - MADRID – BARCELONA

C. Esteva - Fabregat
El Colegio de Jalisco, México


Una forma de memoria

Este trabajo es la ampliación de una conferencia que pronuncié en la ocasión de haber sido invitado por el grupo ERAPI,  en la ocasión de haber éste procedido a convocar unas Jornadas sobre exilios y ciencias sociales.  O sea,  dichas Jornadas se hacían en el contexto de un referente temático integrado en el concepto,  Retos epistemológicos de las migraciones transnacionales.   El texto que ahora he redactado es,  pues,  diferente al de la conferencia en las palabras y en la sintaxis de éstas.  Por lo mismo,  y por ser más preciso,   vale éste y sustituye,  por lo tanto,  al de la ocasión de dicha conferencia.  Ésta queda como una conversación realizada entre contertulios.

Por el hecho de ser una memoria,  y por ser una redacción directamente basada en recuerdos y en experiencias personales,  he suprimido prácticamente las menciones bibliográficas que pudieran definir fechas,  referencias,  títulos en los que me incluyo y demás experiencias publicadas,  y que forman parte de mi currícula personal [*]. 

A este respecto,  es también cierto que cuando a uno le encargan dictar,  como en este caso,  una conferencia sobre la influencia posible del exilio en la producción de organizaciones académicas,  el referente de las relaciones sociales que anteceden a la creación u origen de una institución en la que se enseña y se investiga,  conduce sistemáticamente a entender la fundación como un proceso donde la institucionalización de una disciplina tan amplia y específica como la Antropología,  supone la intervención mediática de un cierto número de individuos,  y en la estrategia de su realización es condición preferente la convicción de que una historia de este tipo incluye la presencia intermediaria de personas e instituciones que,  sin ser necesariamente decisivas,  forman,  sin embargo,  una cadena de intereses ideológicos.  Tales intereses aparecen,  pues,  como estorbos,  en casos,  como estímulos en otros,  y como medios de realización positiva,  en la finalización práctica del proyecto.

Desde esta perspectiva,  lo que he escrito,  sin merma de que en el  futuro escriba más sobre el asunto,  es lo que ha resultado de pensar,  primero,  recuerdos en intimidad,  paradójicamente pública,  de amigos y contertulios,  la que fue conferencia en suma,  y después lo que ha sido finalmente una reflexión somera,  empero de la relativa abundancia de texto que he producido en comparación con lo que dije en aquella ocasión. 

En cuanto adelanto de historia vivida de cuestiones regionales de Antropología,  México,  Madrid y Barcelona,  puede servir a quienes gustan de saberse ubicados en un proceso que diera origen a una forma de Antropología que estudié en otro país,   en México,  y es en este sentido que acudo a publicar este redactado. 

Experiencias

Después de la guerra civil (1936-1939),  el destino del grueso de los republicanos españoles que pasaron a Francia fueron los campos de concentración.  Por mi parte,  estuve 100 días en uno de ellos,  el de Saint Cyprien.  Embarqué como exiliado político en el vapor SINAIA el 23 de Mayo de 1939,  y llegué al puerto de Veracruz el 13 de Junio del mismo año. Quienes viajamos en dicho buque fuimos recibidos muy afectuosamente por miles de mexicanos,  y con éstos compartimos un ideal de solidaridad que se había perdido en la Francia oficial que nos recibiera con grandes reparos y suspicacias.  Tres días después,  por tren,  llegué a la ciudad de México ,  y en ésta,  con otros 5 compañeros,  fuimos dirigidos a un albergue preparado por una institución,  el Servicio Español a los Refugiados Españoles  (en el acrónimo SERE), dependiente del Gobierno de la República española,  por entonces  establecido en la ciudad de México.

En este tiempo,  el General Lázaro Cárdenas era Presidente de la República mexicana,  y todos los refugiados españoles que llegamos a México  en aquel entonces recibíamos con devoción casi religiosa la imagen del que fuera uno de los estadistas más emblemáticos de la historia mexicana.  Ya llegados a la ciudad de México ,  iniciamos contactos con nuestras organizaciones políticas,  y en especial,  y como catalanes,  lo hicimos en el “Orfeó Catalá”,  institución que abrió sus puertas muy generosamente a todos los paisanos catalanes,  y a otros que no lo eran,  pero que,  por su simpatía hacia nuestra causa,  preferían hacerlo en los locales del “Orfeó”. 

En Europa no solamente estaba profundizando el fascismo en las diferentes comunidades nacionales,  sino que gran parte de la clase media de todos los países europeos se estaba adhiriendo a las causas conservadoras y a aquellas que le defendían contra el avance del comunismo. Cuando llegamos a México, inmediatamente cada uno de nosotros recuperó lo que podríamos llamar su regionalidad. Yo nunca había presenciado la espontánea activación de centros regionales. Allí hubo centros regionales de todas clases, había el centro regional valenciano, el centro regional murciano, el Orfeó Catalá, el centro andaluz, el centro gallego, el centro vasco, en fin, infinidad, el centro extremeño, infinidad, el centro asturiano, evidentemente, dos tipos de centros, uno de ellos que era básicamente franquista, que era el Casino Español, y otro también franquista que,  si no recuerdo mal,  era el Círculo Vasco Español.

En esta coyuntura, cuando llegué a México  junto con otros compañeros que me acompañaban de Barcelona y del campo de concentración directamente,  nos fuimos al Orfeó Català de México  lugar donde esperábamos encontrar una buena acogida, y efectivamente ésta se nos dio generosamente.  A partir de aquel momento se nos dieron facilidades,  pues,  para que nos comunicáramos socialmente, para que leyéramos periódicos, para que de algún modo conversáramos nuestras vivencias tenidas en España y en el campo de concentración con los catalanes que también tenían como referente de reencuentro étnico el “Orfeó”.

Nos impresionó grandemente la ciudad de México  por varios motivos,  por ser su gente muy amable,  por la belleza de su centro histórico y por las colonias modernas que se estaban construyendo.  En general,  tuvimos buena y mala prensa.  La buena era pro gubernamental,  y la que nos era adversa había construido una versión de los refugiados españoles en la que todos éramos sospechosos de criminalidad diversa,  de “comunistas” represores del catolicismo.  Este último dato servía para encaminar algunas hostilidades contra nosotros.  En el recuerdo de los primeros días,  la memoria que me llega es la de que éramos vistos con curiosidad,  y que por nuestros modos de actuar éramos identificados fácilmente por los mexicanos como refugiados recién llegados.

Aunque el gobierno de México  contaba con el apoyo de sindicatos y la fuerza que le proporcionaba el entramado territorial o red de su organización política nacional,  sin embargo,  también la oposición era potente.  La representaban las jerarquías eclesiásticas y los grupos de poder económicos tradicionales que participaban del legado ideológico superviviente del Porfiriato,  o régimen dictatorial implantado por el que fuera derrocado Presidente de la República por la Revolución de 1910,  el general Porfirio Díaz.  Habitualmente,  las clases medias,  por lo común vinculadas al catolicismo,  eran las más propensas a sentir una cierta hostilidad contra los refugiados,  lo cual se reconocía ser el   producto de las prédicas y propagandas del franquismo.

Por entonces,  era muy diversa la oposición,  y algunos generales descontentos albergaban resentimientos contra el régimen político gobernante.  En sus dialécticas,  estas actitudes se manifestaban en forma de levantamientos dispersos en partes del territorio de la República,  uno de ellos en Nuevo León.   El gobierno todavía no había podido sofocar totalmente algunos,  y si bien ejercía control sobre el común social mexicano,  empero de ello estas situaciones requerían de gran vigilancia política y producían alarmas o inquietudes en los ambientes comprometidos.  En cierto modo,  la sospecha de que algo se estaba tramando por parte de los enemigos del gobierno estaba generalizada en ciertas de las tertulias políticas que daban cuenta de rumores de toda índole y especie.

Puedo recordar perfectamente que una noche nos vino a ver en la cantina del “Orfeó”,  lugar donde era frecuente charlar un rato unos amigos al mediodía,  un cliente policía mexicano,  y en la ocasión,  nos contaba que se temía un levantamiento de carácter militar y que sería bueno que ayudáramos a combatirlo agregándonos a una fuerza sindical armada que se concentraría en la “Casa del Agrarista”.  Era,  pues,  tiempo de rumores permanentes de este tipo,  y en el temor de una insurgencia,  ésta parecía asociarse con la idea de movimientos armados contra la continuidad de la Revolución Mexicana.  A este respecto,  el temor a sublevaciones militares se había convertido en comidilla cotidiana de las tertulias politizadas.

Recuerdo que,  junto con otros compañeros,  acudimos a la Casa del Agrarista,  y aquí nos dieron un fusil,  ciertamente anticuado.  La memoria del llamamiento que se nos había hecho me dice que estuvimos dos noches,  y las pasamos con mucha ansiedad,  pues las noticias que nos proporcionaban las gentes que estaban allí con nosotros eran más bien pesimistas.  El ambiente era tenso,  pero me impresionaron los mexicanos por su actitud sobria y disposición firme de enfrentar a un enemigo que,  por serlo de la Revolución,  parecía estimularlos a combatir en nombre de un ideal amenazado.

¿Qué era México  entonces? La respuesta puedo darla en sentido general.   México  era un país que había entrado en guerra contra el Eje fascista, que tenía una gran cantidad de refugiados de diversas partes de Europa. Había muchos alemanes, judíos alemanes, había algunos franceses que se estaban ya,  digamos,  organizando en términos de movimiento gaullista de liberación.  Asimismo,  había una gran cantidad de gentes venidas del centro de Europa y,  desde luego,  el grupo español,  representado por unos cuarenta mil exiliados que,  de muchas maneras tenían contactos entre sí en la idea de que tarde o temprano tendríamos que volver a España para combatir de nuevo, para reconquistar la República que habíamos perdido.

Pues bien, este México en aquel momento era un México,  también como ahora,  progresista, era un México  abierto donde la diversidad era el carácter fundamental de la sociedad mexicana.

Había, como ahora,  62 grupos indígenas, había colonias extranjeras, como se les llama en México,  y había un progreso industrial importante, porque la definición de México  como aliada de Estados Unidos, Francia e Inglaterra y la URSS,  le condujo a un gran progreso industrial,  puesto que las industrias de Estados Unidos, de Inglaterra y de la URSS estaban fundamentalmente dirigidas a la producción industrial de artefactos de guerra.  México  era el país que,  junto con otros americanos,  proporcionaba a los aliados ropas, víveres y toda clase de recursos instrumentales,  los que ellos mismos no podían abastecer por no tener disponible la fuerza de trabajo adecuada. México  aprovechó este momento durante los años de 1939 a 1945 para iniciar su industrialización. Era un país que salía del ruralismo y del provincianismo,  que poco a poco se iba integrando en la idea de la metrópolis urbana, en la idea de poder de algún modo competir en el mercado de la cultura internacional.

Quien vivía en la ciudad de México  por entonces se daba cuenta de que había grandes movimientos intelectuales, acababa de llegar Trotsky a México  y, por tanto se estaba reforzando la posición de las corrientes del marxismo revolucionario.  Al mismo tiempo,  había intelectuales de diferentes partes del mundo,  de Europa sobre todo,  y  gente que venía de Hispanoamérica, de diferentes países hispanoamericanos donde se habían instalado dictaduras a semejanza de la dictadura española, y eran intelectuales que de algún modo estaban reforzando el cosmopolitismo de la ciudad de México. La ciudad de México  era por entonces el receptáculo de lo que podríamos llamar la combustión intelectual exiliada más moderna del momento.  

El esfuerzo nacional por admitir refugiados fue muy grande,  y  calculamos,  algunos que hemos vivido la época,  que probablemente eran unos cien mil las personas que se habían refugiado en México  huyendo de la represión en sus respectivos países.  En el caso nuestro,  el de los más jóvenes de entonces, yo llegué con 20 años,  no había grandes dificultades para asociarnos con la mexicanidad.  No había grandes problemas de conexión cultural  porque llegábamos solteros y porque,  de algún modo,  estábamos en condiciones de circular socialmente por todo el sistema de la sociedad mexicana.  En cambio,  los que llegaban en edades mayores casados,  debían cumplir con obligaciones de carácter económico,  lo cual les conducía a buscar de algún modo remedio inmediato a sus necesidades materiales.  

Cada uno de nosotros, los más jóvenes, empezó a diseminarse por la República Mexicana, con diferentes motivos. Por ejemplo, el motivo mío fue que yo era futbolista,  que conocía un poco de fútbol,  que había jugado en el juvenil del Barcelona y que,  por esta razón,  los amigos me recordaban que había oportunidad de jugar fútbol profesional,  después de haberlo hecho en el club Catalonia, cuya sede social era el “Orfeó”. 

Esta experiencia sirvió para que me contrataran como profesional en un club de Puebla,  el O´Farrill,   y fui a esta ciudad a jugar fútbol.  Así, durante algún tiempo estuve jugando de futbolista en Puebla. Allí nos reunimos un grupo de refugiados catalanes, a los cuales recuerdo con mucho afecto, que eran gente como Bota, que era de Gerona, como Soler Vidal, que era de Gavà,  bueno,   había nacido en el barrio de Sant Martí de Barcelona,  que fue compañero mío, con otros más que allí nos reuníamos y que, de algún modo,  representábamos en Puebla  el exilio español en la ciudad.  Manteníamos una comunicación constante, participábamos de la ansiedad general que provocaban algunas derrotas militares,  entre otras,  y quizá la más importante,  la de Francia  ante Alemania.  También eran motivo de ansiedad la retirada de los británicos en Dunquerke y los avances alemanes en la URSS. 

En este supuesto,  en 1945 regresé a la ciudad de México,  pero toda la primera mitad de la guerra mundial la pasamos con cierta angustia.  La ansiedad estaba generalizada en aquel momento,  e incluía la idea de que pudiéramos perder la guerra.  Por lo tanto,  debíamos prepararnos también para contestar,  en el mismo México,  a los probables enemigos identificados con el nazismo,  que destacaban por su agresividad política y por el anuncio de que pronto triunfarían con base en el supuesto de que seguirían avanzando en Europa. La angustia no nos abandonó durante el tiempo de la Guerra Mundial.  Sin embargo, había un factor que todos nosotros estimábamos como favorable, que era el hecho de que el mundo democrático tendría que defenderse en América, no ya en Europa,  sino en América, en cuanto a la posibilidad de perder la guerra, y en ese sentido recuerdo que los jóvenes hacíamos reuniones en las que se discutían cuestiones ideológicos,  programas de planificación,  más bien fundados en lecturas utópicas.  También estas reuniones servían para repasar el horizonte crítico que resultaba del examen de la guerra civil.

Publicábamos entonces una revista que se llamaba Presencia y a la cual añadíamos o agregábamos a gentes mexicanas,  básicamente jóvenes también estudiantes.  A ellas se unían gentes de Perú, de Haití,  de Centroamérica y de otros países venidos a México  de todas partes de América, que estaban siendo perseguidos en sus respectivos países.  Se agregaban a nosotros para consolidar una idea, la idea de un revolucionarismo  persistente en el caso de México  a partir del Partido de la Revolución Mexicana que entonces detentaba el poder.

Lo que antecede es una clase de información cuya particularidad más importante conduce a una primera conclusión,  la de que el ambiente político del primer momento de nuestra llegada  (1939) era difícil,  hasta cierto punto muy dialéctico, y aunque el gobierno demostraba tener el control de la situación,  sin embargo,  había consciencia de que la presión conservadora no se limitaba a protestar por la vía de la crítica y del rumor,  sino que parecía cultivar la idea del descrédito de las instituciones revolucionarias,  como forma de socavar la confianza política que despertaban los apoyos sindicales al Partido de la Revolución Mexicana (PRM),  y la misma capacidad de movilización ciudadana demostrada por el régimen en las ocasiones de estar amenazado por alguna fuerza adversaria. 

En gran manera,  estas situaciones coincidían con el inicio de la II Guerra mundial,  y México  estaba comprometido con las naciones aliadas que combatían al fascismo.  Debido a los avances de éste por Europa y a las expansiones que estaba realizando en Noráfrica,  es también cierto que el seguimiento de los primeros triunfos arrolladores de Alemania e Italia había producido un ambiente de nerviosismo entre los exiliados,  sobre todo porque los grupos partidarios del Eje en México  estaban creciendo en atrevimiento político y en capacidad de maniobra militante.  Los grupos de españoles afectos al franquismo eran partidarios del triunfo del Eje,  y era frecuente que nos auguraran la devolución de nuestras personas a España para que fuéramos juzgados en ella.  El conflicto nuestro contra los antiguos residentes españoles,  los llamados gachupines por los mexicanos,  era permanente,  y excepto pequeñas minorías de aquellos partidarios,  asimismo,  de la República,  el ambiente de la migración,  de los españoles en este particular,  era más bien de prolongación de la guerra civil española en situación y estado de equivalencia política larvada. 

Esta problemática coincidía con el ambiente crispado del exilio español en muchas de las actuaciones políticas de sus organizaciones en México.  Prácticamente,  todas ellas conocían procesos de expulsión de militancias discrepantes,  todas ellas reorganizaban sus cuadros mientras,  al mismo tiempo,  grandes números de los que habían militado en ellas abandonaban la militancia y se dirigían a vivir el presente y el futuro de su vida definitivamente en México.  Es obvio,  por lo tanto,  que la vida económica mexicana,  por entonces en expansión debido a ser México  una retaguardia segura de las naciones en lucha contra el fascismo,  había comenzado un auge industrial decisivo.  Las fábricas textiles,  por ejemplo,  trabajaban 3 turnos diarios y sus producciones excedentes eran exportadas a los E.U.A.  Toda producción estaba vendida,  por lo cual el esfuerzo de México  se dirigió a fundar una industria pesada y así proveerse un cierto desarrollo básico,  históricamente decisivo por cuanto en aquel momento estaba gestando condiciones favorables a un mayor crecimiento de su autonomía económica.

Obviamente,  este crecimiento no sólo produjo desarrollo económico,  sino también urbanización y la ciudad de México  se fue transformando paulatinamente en una gran metrópoli,  refugio de exiliados de todas partes del mundo,  de Europa y de Iberoamérica.  Debido a los auges económicos y a los refuerzos de opinión conducentes a fomentar la ideología democrática,  las primeras inestabilidades políticas fueron desapareciendo,  y al final de la contienda mundial el país entraba a ser una potencia racional sobre sí misma.

Cuando eso estaba ocurriendo,  ya era 1945,  y la guerra mundial había terminado.  Coincidía este acontecimiento con el hecho de que los exiliados habían disminuido su número por defunción de los más viejos,  de que muchos de ellos habían adoptado la nacionalidad mexicana y,  especialmente,  porque las organizaciones políticas se estaban desmoralizando a causa de que las instituciones y los dirigentes de la República española habían perdido la fe en las políticas de los vencedores.  Éstos ya no estaban preparando el regreso de los exiliados a España,  sino que dejaban la decisión a la inercia y derivas que pudieran resultar de cambios que debían darse desde el interior de la actuación misma de las fuerzas que actuaban en España.  El miedo a los avances del comunismo en Europa sirvió de reforzamiento del régimen franquista,  y en este supuesto las organizaciones republicanas en el exilio comenzaron a perder fuerza y convicción,  y así cada exiliado dejó de ser miembro activo de la política y se convirtió en miembro activo del discurso social de la sociedad mexicana.

Estudiar Antropología

En este ambiente,  ya 2 años después del final de la II Guerra mundial,  un buen día, (nunca mejor dicho)  iba yo por una calle de México, cercana al Zócalo de la ciudad, y vi un gran cartel que decía Escuela Nacional de Antropología e Historia, Iniciación de curso, y entonces entré en la escuela, pregunté por el secretario, el secretario me recibió muy bien y le pregunté en que consistía todo el programa que ellos habían elaborado, me lo contó, todo, me animó a entrar en la Escuela de Antropología de México y a partir de aquel momento inicié el primer curso en la Escuela de Antropología. Quiero decirles que la experiencia era muy importante porque la Escuela de Antropología e Historia de México  era una escuela que se había fundado en función de los intereses de la Revolución Mexicana. La Revolución Mexicana, los políticos dirigentes de la Revolución Mexicana habían llegado a la conclusión de que la antropología podía servir a México para de algún modo asimilar a los indígenas, a los sesenta y dos grupos indígenas que había en México y que por entonces permanecían como aislados, como separados, como viviendo en comunidades autosuficientes, con lenguas diferentes a la nacional mexicana, que por lo tanto era quizá conveniente apoyar cualquier esfuerzo que se hiciera en México para incorporar a los indígenas a la sociedad nacional mexicana. Se había intentado el esfuerzo por medios políticos, pero por medios políticos había resultado incapaz el gobierno de recuperar a estas comunidades indígenas para el propósito de que fueran mexicanas en conciencia y en aptitud política pero sobre todo en cultura, porque no lo eran en cultura.

Y había una influencia importante previa a este determinismo del gobierno mexicano.  La influencia se daba por la vía indirecta del ejemplo personal de cómo concebía la idea de Antropología.  Se trataría de un antropólogo americano de origen alemán, de origen judío alemán, que se llamaba Franz Boas.  Si no recuerdo mal,  este Franz Boas había estado en México por el año 1925.  Había estado trabajando con Manuel Gamio que había estudiado también en Estados Unidos Antropología, que la había estudiado con él porque lo había hecho en Columbia University.  También había participado en reuniones con Franz Boas y había convencido a éste de que viniera a México y de que en México procurara orientar una antropología capaz de enfocar el problema de las culturas indígenas desde la perspectiva integral de la Antropología que se realizaba en E.U.A.

Manuel Gamio, después de haber invitado a Franz Boas, escribió un libro sobre su experiencia como antropólogo en el mismo México.  Fue uno de los primeros antropólogos formado en E.U.A en intentó enfocar la cuestión indígena de un modo integral.  A partir de esa experiencia,  y por cuanto era militante de la Revolución Mexicana,  convenció a las autoridades políticas del país, al presidente en aquel momento, para que se hiciera una escuela de antropología en México donde el principal motivo para montar la escuela era el de estudiar a los grupos indígenas.

Era muy atractivo el documento de texto que presentaba el grupo de profesores que estudiaban en la ENAH de entonces, la que se conoce como Escuela Nacional de Antropología e Historia.  Era muy atractivo el programa,  por cuanto todo estaba dirigido a construir la antropología dentro del concepto o del enfoque de una antropología aplicada. Por lo tanto, en el comienzo, la idea práctica de la antropología estuvo digamos entrando en nuestra particularidad individual, y cada uno de los que estábamos en la ENAH inmediatamente empezamos a preocuparnos por temas mexicanos, de manera que quizá una de las funciones más importantes de la Escuela fue mexicanizarnos a nosotros; es decir, la Escuela no se ocupaba centralmente de estudiar la antropología europea o de estudiar la antropología americana, se concentraba básicamente en estudiar al pueblo mexicano en su diversidad. Y por lo tanto las analogías que en aquel momento se pudieran montar en cuanto a que la antropología mexicana pudiera parecerse a algo que no fuera México fracasaban totalmente, porque no era dentro de la idea del colonialismo como se iba a fundar una antropología en México, sino dentro de la idea de la liberación política de los pueblos indígenas mediante procesos de cambio cultural. Esta idea era muy atractiva porque constaba como un horizonte dentro del cual cabíamos todos los que,  de alguna manera,  habíamos sido expulsados de nuestros países por el hecho de que pensábamos lo mismo respecto de nuestra circunstancia política en los respectivos países de donde teníamos origen.

Dentro de un modo parecido a un esencialismo cultural,  lo que se vivía era un indigenismo irredentista,  y en el caso la reflexión que se daba era la de que saber etnográficamente sobre los indígenas era equivalente a comprenderlos mejor,  y en el propósito de mexicanizarlos parecía indudable que en la producción de versiones objetivas,  la del conocimiento antropológico,  residía la política de ayudarlos a vivir mejor.  El logro que resultaría de una buena Antropología de campo sería el de prolongar la consciencia de la mexicanidad en los indígenas,  de manera que el conocimiento etnográfico era la condición primera para una buena política nacional de los indigenistas.

Esta percepción del problema indígena en su relación con la Antropología me llevaba a una convicción,  la de que el papel político de los estudios antropológicos era indudable cuando estaba bien construida la descripción etnográfica de los modos de ser culturales de las poblaciones humanas.  Esta idea se estaba reforzando a medida que estudiaba esta clase de problemas,  de modo que a medida que reflexionaba sobre un futuro papel de la Antropología en España adquiría el convencimiento de que todo saber sobre la cultura de una identidad étnica o nacional debía tener un carácter prescriptivo,  en el sentido de ser condición previa del conocimiento para una política específica.

La cuestión tenía un carácter ético.  Comenzaba a plantearse en el punto donde dicha política era sólo conocimiento de una parte en contraste con la  ignorancia de la otra sobre dicho conocimiento,  sobre sí misma.  Saber,  por ejemplo,  cómo son los mexicanos es condición necesaria a los políticos que dirigen el país,  y es indudable que también lo es en cualquier país del mundo.  Obviamente,  la Antropología construye este conocimiento,  y lo hace a través de la Etnografía.  

Los criterios dominantes en el estudio indigenista en la ENAH eran los de conocer científicamente a los grupos y comunidades indígenas.  Transmitir este conocimiento era también un modo de meditar acerca de las relaciones interétnicas,  pero también de las relaciones entre Estados.  Era saber sobre la dialéctica que construye la política de una incomprensión etnográfica sobre el ser cultural del otro.     En aquel momento, la Escuela tenía un gran número de profesores europeos. Habían venido profesores de aquel continente, de Noruega, de Suecia, de Inglaterra, de Alemania,  de Francia, y especialmente de España. Y además había un grupo de profesores norteamericanos, es decir, de Estados Unidos, que se hicieron famosos, que también nos enseñaban antropología. Y luego había el núcleo principal de mexicanos, cada uno llegado de diferentes disciplinas, es decir, por ejemplo, venía un profesor de geología, venía un profesor de geografía física, venía un profesor de filosofía, otro de historia, que nos iban enseñando lo que por entonces eran las ciencias naturales.

Yo entré a formar parte de una escuela de antropología fundada en los principios de las ciencias naturales, es decir, los principios del trabajo de campo y,  sobre todo,  de los principios que se definen en la idea de que todo aquello que no viéramos empíricamente se podía o se debía convertir en una hipótesis de trabajo, básicamente, pero no en una realidad suficientemente convincente. De manera que nos orientamos desde el comienzo en la idea de que la antropología era una ciencia natural, en el empirismo, básicamente, en el naturalismo secundariamente, y luego en la etnografía que era el punto a partir del cual podía diferenciar a la antropología de lo que eran propiamente otras disciplinas, ciencias históricas o las llamadas ciencias sociales. Digo llamadas porque yo creo que está mal dicho lo de ciencias sociales, porque ciencias sociales seria ocuparse de todos los grupos animales que son sociales, como las vacas, los bueyes, también son sociales, y que podríamos llamarle ciencias culturales en definitiva porque lo que nos distingue de los demás animales es precisamente el hecho de ser culturales, de manera que en esto también estaríamos discutiendo un buen rato.

El hecho es que estudiábamos en un medio escolar dominado por el papel de las ciencias naturales.  Dicho medio nos proporcionaba recursos de geología, de anatomía,  de antropometría,  de paleontología, de arqueología, de  lingüística, de historia.  Asimismo,  estudiamos un gran número de etnografías de todos los lugares,  y luego nos ocupábamos de teorías, de enfoques diversos,  de inducción y deducción,  de aculturación y de productos resultantes de las mediaciones culturales marcadas por el difusionismo.  Los indígenas y el mundo prehispánico eran los escenarios donde probábamos las teorías antropológicas que construían nuestras ideologías al respecto de las realidades comparadas. 

En los puntos indicados,  estábamos completando la imagen de un mundo etnográficamente percibido como diverso,  nacionalmente plural en las historias regionales que lo significaban.  Y el enfoque boasiano constituía un entrenamiento antropológico, básicamente puesto en el objetivo de construir una mirada lo más empíricamente posible sobre la realidad de los sujetos sometidos a estudio.  La copia del enfoque eran los departamentos de antropología de Estados Unidos. Todos los departamentos de antropología de Estados Unidos tenían las cuatro ramas incorporadas.

Yo mismo, cuando fui nombrado profesor de la ENAH, lo fui en función de que se estaba iniciando en aquel momento una línea de antropología social.  Tuve esta experiencia en cursos que se daban en la ENAH,  también recibidos como influencias venidas especialmente de la Escuela de Chicago,  con nombres tan brillantes como los de Robert Redfield con sus estudios sobre Yucatán y Tepoztlan. 

En la tradición estaba la visita,  corta pero fructífera,  que hiciera Bronislaw Malinowski en México,  y estaban como influencias de ambos,  Redfield y Malinowski,  profesores como Alfonso Villas Rojas,  Julio de la Fuente,  Fernando Cámara y Arturo Monzón.  En la ocasión,  tuve la oportunidad de enseñar por primera vez Antropología social en la Escuela de Graduados de la Facultad de Psiquiatría de la UNAM.  Obviamente,  los contenidos de dicha Antropología social presentaban cuestiones relacionadas con las enfermedades del mundo psíquico vistas en relación con fenomenologías culturales.  El discurso didáctico era,  básicamente,  comparado,  y se proponía establecer políticas de información específica sobre cuadros clínicos de diferentes poblaciones sobre las que se disponía de materiales concretos de campo.

Me incorporé al programa psicoanalítico mexicano con motivo de la llegada de Erich Fromm a México. Entonces fui nombrado secretario del seminario de psicoanálisis,  y fue dentro de esta relación personal con Erich Fromm como la Facultad de Psiquiatría me invitó a que diera la Antropología social en dicha Facultad.  Luego,  en la ENAH también me pidieron que hiciera lo mismo,  pero los contenidos del curso eran los propios de Cultura y Personalidad,  por lo cual la influencia del Psicoanálisis era indudable,  por lo menos en el carácter proyectivo de la cultura en forma de relaciones sociales,  las de la socialización en lo que a referentes se refiere.  Mi trabajo en esta línea presentaba una diferencia respecto de la Antropología social que fomentaba A.R.Radcliffe-Brown.  La diferencia consistía en el hecho de que más que ser un material primitivista se orientaba a ser un material rural-urbano,  en el caso el de informaciones relacionadas con la vida mexicana que,  por lo tanto,  se construían dentro de actos sociales vinculados con una realidad cultural específica,  por ejemplo,  obreros industriales en la ciudad de México. 

Básicamente,  los textos etnográficos de pueblos primitivos servían para comparar con los casos clínicos del mundo urbano,  y nosotros mismos comenzábamos a producir textos de este último origen cultural.   Se trataba de estudiar estos problemas dentro de la dialéctica propia del mundo urbano,  y en la investigación empírica de los comportamientos institucionalizados nos dirigíamos a encontrar sentidos a la acción.  El tono empírico era dominante en la ENAH,  y era precisamente dentro de esta perspectiva que la Psiquiatría mexicana estaba trabajando.  Lo hacía,  pues,  en consonancia con los recursos de campo que aportaba la Antropología. 

La ENAH estaba completamente abierta a cualquier innovación.  Por ejemplo,  en ella había un grupo marxista muy fuerte que orientaba sus conclusiones dentro de la idea de que los indígenas eran una clase social.  En este punto,  la discusión teórica era obvia.  Había,  asimismo,   el grupo digamos historicista, donde casi todo lo mexicano se explicaba en función de lo prehispánico; y había,  pues,  diferentes sectores que íbamos acumulando conocimiento,  perspectiva,  situación, posición, ideas en torno a la idea de que era conveniente incorporar una línea faltante en la antropología mexicana.  Aquélla era la línea psicoanalítica, y sobre todo el hecho de que en diferentes partes del mundo existía un componente llamado de cultura y personalidad que estudiaba la formación proyectiva de los grupos humanos en términos de psicología, en términos de personalidad construida por un proceso de socialización definida durante el periodo infantil.

Los dos cursos de Cultura y Personalidad incluían descripción etnográfica de las poblaciones y acento en categorías psicoanalíticas que explicaban las proyecciones adultas en función de las experiencias infantiles,  consideradas como formativas de la estructura psíquica de los individuos de cada sociedad.  Mi experiencia psicoanalítica y la entrada en ésta de los recursos teóricos de la Antropología,  pienso que fueron datos de importancia histórica porque incorporaban dentro de los materiales de campo de  la Etnografía el componente psicodinámico,  por lo menos más en términos de las proyecciones que resultan de la organización cultural de las funciones psíquicas,  que de la psicología individual en sí.

Un cierto eclecticismo se había fundado en mi persona a partir de la diversidad de campos que intervenían en mis intereses.  Cabe,  por eso,  subrayar que nunca he abandonado la idea de que el enfoque epistemológico es fundamental en todo intento de situar la Antropología dentro de una determinada heurística del conocimiento.  A este respecto,  cuando en los planes de estudio de la ENAH se estaba contemplando la idea de cultura como centro estratégico a partir del cual podíamos explicar la conducta humana en su estricta funcionalidad social,  me fue ofrecida la preparación de una materia que designamos con el nombre de Historia de la Cultura. 

También por entonces comenzaban a darse influencias desde la Genética,  y era obvio para muchos de nosotros que la Antropología física debía abrirse más ampliamente al discurso de las ciencias naturales en las mediaciones del conocimiento biológico,  en especial,  la de los acontecimientos que nos hacen ser individualidades primero biológicamente construidas y después culturalmente modeladas.  Quizá el punto de partida de nuestras problemáticas a este respecto era el de saber el hasta dónde lo biológico condicionaba lo cultural.  En cierto modo,  y en aquel momento,  y probablemente por influencia profunda del racismo,  las cuestiones de raza se estaban orientando a descubrir el hasta qué punto la raza estaba genealógicamente puesta en la construcción de la civilización.  No hay duda de que por entonces todo era hipotético y,  sin embargo,  motivaba grandemente a profesores y a discípulos,  en la mayoría de los casos adeptos a la explicación culturalista.

En este particular,  hay que atribuir a la ENAH un sello de identidad que le era propio,  el de la innovación constante.  A mis tres diferentes cursos,  los aludidos,  les correspondía introducir contenidos específicos que antes no se habían discutido.  Si,  por una parte,  el psicologismo no se había planteado como opción hermenéutica dentro de la Antropología tradicional,  y si epistemológicamente dicho psicologismo acentuaba la relación de la cultura con la formación de la estructura de personalidad básica en términos de Abram Kardiner,  era también indudable la dificultad que se daba cuando pasábamos de la explicación individual del carácter a la explicación colectiva del mismo. 

En las ciencias naturales no era tradición,  por otra parte,  explicar culturalmente las funciones sociales del psiquismo.  Y tampoco era frecuente hablar de historia de la cultura,  aunque en sentido evolutivo,  y en términos de difusión,  la mención y trato con estas categorías distinguía a los antropólogos de otros científicos,  por lo menos en cuanto a que el historicismo que ofrecían ambos enfoques,  el del evolucionismo y el del difusionismo,  era muy conocido en las discusiones primeras del auge historicista.  Sin embargo,  dentro de la Antropología podía reconocerme en varias facetas de la misma.  Como historiador en lo prehispánico que estudiaba;  como funcionalista en la investigación conducida desde la Antropología social,  y como culturalista dentro de la formación del psiquismo. 

La historia de la cultura me la planteaba desde la convergencia de dos planteamientos,  el estrictamente evolutivo pero divergente,  y el que resultaba de la utilización del difusionismo para explicar fenómenos de relación histórica entre sociedades. Las diferentes orientaciones que suponen los enfoques mencionados,  implican la experiencia del eclecticismo indicando diferentes verdades de situación de los datos de campo.  Dichas diferentes verdades consistirían en el hecho de que un mismo dato puede tener historia si mi interés es histórico,  y puede ser funcional si lo trato en su realización en el presente.  Desde el punto de vista de su interés,  los datos tienen valor histórico,  pero también acrónico si nos interesamos por la construcción de un modelo etnográfíco que tiene tiempo,  el que representa,   mientras también sus elementos constituyen circuitos de interacción limitados entre sí,  pues ni avanzan ni retroceden,  están puestos ahí como definitivos.

Lo que yo,  ecléctico en mis intereses y opciones,  defendía en aquel momento era equivalente a una praxis plural,  o sea definida por las intenciones que definen el modo de tratar los elementos que uno reconoce como válidos por el hecho de que son los adecuados para intentar un resultado último,  el de una historia o el de una explicación psicológica de lo cultural en sus proyecciones en grupos de personas que comparten sus intereses en forma de metas de finalidad. 

Desde luego,  la idea de formar parte de las ciencias naturales me agradaba muchísimo. Como alumno cursé las cuatro ramas,  de manera que este entrenamiento suponía que cuando uno hacía una investigación especializada,  sin embargo,  no perdía de vista el hecho de algunas explicaciones que podían darse a partir del conocimiento de otras fuentes. Por ejemplo,  cuando estudiaba geología, el profesor de esta materia nos llevó a estudiar unos yacimientos, unos estratos geológicos en el valle de México. Estudiando dichos estratos en el Valle de México,  se nos demostraba que siendo diferentes entre sí,  mostraban diferentes experiencias del medio,  de la flora y de la fauna incluidas.  Al preguntar sobre el por qué de esta diferencia,  el geólogo nos decía: porque las condiciones de temperatura, las condiciones de fauna y flora aquí fueron diferentes a las de este otro estrato.  Pero,  fíjense: les voy a decir una cosa, en estos cinco estratos que estamos viendo está presente una evidencia, la leyenda de los soles.

La leyenda de los soles en México es muy conocida por el hecho de que los grupos prehispánicos nos dicen cómo se forjaron las edades del hombre que cierran límites históricos,  como cuando hablamos de edad clásica,  de feudalismo,  de renacimiento y de modernidad.  En este punto,  se definían edades geológicamente registradas, de manera que lo que hacía el profesor Manuel Maldonado al enseñarnos a distinguir los estratos, era también enseñarnos a reconocer que los estratos geológicos podían decirnos cómo, qué había sucedido en el pasado a partir de las especies,  de las floras y faunas,  de los tipos de semillas que ahí íbamos encontrando,  y que eran propiamente materiales que estudiaban los arqueólogos.  Al decirnos que los estratos registraban la experiencia de los pueblos mexicanos en relación histórica, nos indicaba,  respectivamente,  en uno tendríamos el diluvio, en otro aparece el terremoto,  en otro se manifiesta el volcanismo,  y en otro el viento huracanado de la gran tempestad, el huracán. La leyenda de los soles dice como fue construida la particularidad clasificatoria del tiempo por parte de los grupos indígenas de México,  y registra que cada tiempo tuvo su circunstancia fundamental,  que se fracturó cada tiempo en función de un gran acontecimiento geológico, y dice la leyenda de los soles: fue un gran diluvio, tuvimos que volver a nacer, fue un gran terremoto, fue un gran temblor, y tuvimos que volver a nacer, fue un gran incendio y tuvimos que volver a nacer, y fue un gran viento y tuvimos que volver a nacer.

Ahora, después de la invasión española, estamos viviendo la quinta edad, el quinto sol.  Así, cuando nosotros como alumnos discutíamos hasta que punto la fundación de etimologías y la fundación de criterios de edad tiene que estar basada en tiempos cronológicos, los prehispánicos nos estaban desmintiendo porque las cronologías no se hacían en función del reloj,  sino que se hacían en función de los acontecimientos decisivos que habían ocurrido en aquel lugar y que construían la mitología del sistema, de manera que la mitología del sistema se explicaba de esta manera. Creo que todos los compañeros que conmigo estaban estudiando Antropología,  reforzaron muchísimo la idea de que la clasificación naturalista estaba registrando la experiencia de las edades en formas cronológicas diferentes a como la tradición occidental solía percibir las edades del tiempo cultural según ciclos históricos de la naturaleza.

En esta ocasión, se reforzaba mucho la idea de que estábamos ocupándonos en la realización de una historia natural sugerida en términos de antropología,  por lo mismo,  relativizando a la mitología.  En los términos de las 4 ramas, algunos problemas requerían la participación de todas ellas.  En el ejemplo de un alimento de tiempo geológico profundo,  entrábamos un poco en la idea de tener que discutir si este alimento iba bien o iba mal a la salud de los grupos.  En la duda o la incertidumbre, íbamos a un laboratorio.

Nos acostumbraron a ir a un laboratorio para que éste nos dijera qué contenidos particularizaban a ciertos materiales orgánicos,  y luego,  con el diagnóstico,  nos dirigíamos a confirmar o a desmentir una teoría precoz, que todavía no estaba verificada empíricamente.  En un ejemplo,  el tiempo de uso cultural del maíz y el del frijol en los estratos que reconocían su presencia,  eran testimonios y causa de explicación de una realidad alimentaria que incluía la consideración de su influencia en la longevidad relativa de los individuos que los consumían,  según conjeturaban los enterramientos que reconocíamos en los estratos.

Una experiencia fundadora:  Madrid

Llegué a Madrid en Junio de 1956.  Me establecí aquí porque había recibido invitaciones para hacerlo por parte del Catedrático de Historia Prehispánica y Arqueología Americana, de la Universidad de Madrid,  Manuel Ballesteros Gaibrois,  asimismo,  Vicedirector del Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo  (CSIC).  Como sea que la remuneración no era suficiente para mantenerme con mi familia en dicha ciudad,  por entonces trabajé en estudios de migración interior y exterior en España,  así como de problemas de los enlaces sindicales por cuenta de la Organización sindical,  y de cuestiones relacionadas con el desarrollo del pequeño comercio de Madrid,  por encargo de la Cámara de Comercio.  El enfoque fue el propio de la encuesta sociológica.

Al mismo tiempo,  en la Revista de Indias,  en Arbor y en la Revista Internacional de Sociología,  del  CSIC,  colaboraba en recensiones y comentarios al respecto de temas vinculados a contenidos específicos de dichas publicaciones.  Por añadidura,  también publiqué en Cuadernos Hispanoamericanos,  y especialmente en forma periódica en Índíce de Artes y Letras,  una publicación que reunía a grupos de intelectuales del exilio y del interior crítico e ideológico español, representado básicamente por las segundas generaciones universitarias que figuraban en la oposición al régimen.  Mientras tanto,  mantuve mi colaboración con la revista Horizontes (México),  dirigida por el periodista y escritor exiliado catalán,  Pere Foix,  y alguna otra colaboración con publicaciones mexicanas de Antropología.

Indudablemente,  las formas principales de mis trabajos estaban inspiradas en la Antropología,  de manera que la Universidad de Madrid fue el referente de mis actuaciones universitarias.  En ella,  y desde pocos meses después de mi llegada a Madrid, pronuncié conferencias,  di cursos sobre Cultura y Personalidad (1956-1957),  sobre Cultura y Sociedad Azteca (1956-1957),  sobre Problemas de Antropología Cultural (1956-1957),  sobre Antropología de Hispanoamérica (1956-1958), y en la Universidad Pontificia de Salamanca uno sobre El Continuum Rural-Urbano (1959).  Adicionalmente,  en el Instituto Municipal de Educación,  Barcelona,  realicé un cursillo-seminario sobre Antropología Social (1959),[1]  quizá un primer antecedente escrito en España de introducción epistemológica de ésta y de otras materias por entonces propias de una entrada de novedades antropológicas en la Universidad española.

Antes he comentado que cuando llegué a Madrid traía conmigo dos cartas de presentación, una del profesor Juan Comas Camps para Manuel Ballesteros Gaibrois,  y otra del profesor Pedro Bosch Gimpera para Luis Pericot García.  Ambas eran muy elogiosas para mi persona,  y desde luego cada una recomendaba que me fueran dados apoyos de soporte académico.  Este me fue proporcionado inmediatamente por M. Ballesteros.  El segundo,  el de L. Pericot,  me fue dado con reticencias unos años después,  en la ocasión del concurso-oposición a la Agregaduría de Etnología.  En el caso,  L. Pericot era persona muy temerosa y no solía apoyar lo que podía representar una opción política que le comprometiera con el poder.  En la reflexión,  opté por la prescripción universitaria de Madrid,  entonces institucionalmente más abierta a mis temáticas que la de Barcelona.

Teniendo en cuenta que yo había trabajado bastante en problemas de historia cultural prehispánica,  la Universidad de Madrid era el lugar en el cual yo podía acomodarme de algún modo. En el primer momento,  las posibilidades de entrar en el sistema español universitario eran muy escasas,  pues debía convalidar mis estudios de México.  Tuve,  pues,  que aprobar materias de Licenciatura y hacer después mi Doctorado,  todo ello en dicha Universidad,  pues éstas eran condiciones necesarias para tomar parte en ejercicios de oposición a plazas fijas de Universidad.  Obtuve encargos de curso y fui invitado a dictar conferencias públicas sobre asuntos de mi especialidad en diferentes lugares del país.  La América prehispánica,  las religiones indígenas y una Antropología general fueron mis encargos de curso.  Y en materia de conferencias,  el mestizaje y cuestiones de situación histórica de la Etnología española en el contexto de sus necesidades y desarrollos estratégicos,  fueron también ocasiones de comunicación de lo que pensaba por entonces sobre los problemas de enfoque de estudios relacionados con el planteamiento de una antropología peninsular.

Desde luego,  el planteamiento específico de una Etnología peninsular tenía que ver con la idea de que una comprensión correcta de la cultura española debía estar orientada en el conocimiento previo de su diversidad étnica,  de tradiciones culturales que daban lugar a conceptos nacionales de identidad diferenciados,  por lo menos en el sentido de que las regiones que formaban parte del Estado español fácilmente podían ser asimiladas a culturas etnográficamente diferenciadas,  no sólo por sus lenguas propias,  sino por sus dialectos en los casos de pertenencia a un mismo texto de territorialidad lingüísticamente expresada.  Así,  el castellano,  el catalán, el gallego y el euskera definían regiones propias de sus expansiones territoriales y marcas lingüísticas correspondidas,  asimismo,  por tradiciones cuyas órbitas respectivas eran los idiomas que diseñaban en sus diferencias con los demás formaciones etnográficas distintivas particularidades de identidad no siempre políticamente reconocidas.  Las comarcas,  en muchos casos,  pensaba y pienso,  eran puntos de partida cuyo estudio permitiría articular una noción de unidad etnográficamente articulada.

Puedo subrayar,  por otra parte,  que este proyecto lo había conversado en el exilio de México con el Profesor Pere Bosch-Gimpera,  “Don Pedro” en los respetos peculiares que nos merecía su trato,  con el que solía pergeñar alguna que otra gran investigación de futuro.  A este respecto,  es indudable que en dicho tiempo la versión política que dábamos los jóvenes exiliados en México a las Españas,  era la que resultaba del reconocimiento de estas diferenciaciones etnográficas,  y en una de las tertulias que habíamos emprendido sobre el estudio de la problemática política del país,  la idea de peninsularidad ibérica estaba presente en los debates que iniciábamos sobre diversidad etnográfica,  entendida ésta como referente de toda peculiaridad federal,  o confederal ibérica en su organización estatal.

De modo indudable,  los episodios del proyecto alcanzaban a ser la historia de una peninsularidad etnográficamente diversificada,  asimismo,  estrechamente vinculada a la demostración y análisis antropológicos.  Sin embargo,  la mera exposición de la idea entre primeras generaciones políticas,  no cabía en el pensamiento contemporáneo dominante,  de manera que serían las segundas generaciones las que aportarían comprensión a un proyecto antropológico de este carácter.  En este contexto,  el proyecto quedó marginalizado desde el primer comentario que se me ocurriera sobre el desarrollo y aplicación política posterior.  Por añadidura,  y de hecho,  era correcto pensar que la objetivación del problema español pasaba,  en mi entender,  por la realización del proyecto etnográfico,  tanto como conocimiento en sí de una realidad cultural territorialmente distintiva,  como de un modo específico de pensar la realización política de un Estado plurinacional,  a la vez organizado en forma confederal,  un poco a la manera de una identidad entendida en forma helvética.

El proyecto de una etnología peninsular en sí mismo podía ser atractivo,  pero su realización era impensable por parte de las instituciones oficiales de ese tiempo político.  Incluso hubo un intento de convencer a una institución bancaria,  el Banco Urquijo que por entonces subvencionaba a algunos intelectuales disconformes con el sistema,  y al respecto se había dado una primera invitación cuyo principal objetivo era precisamente el de atender económicamente un proyecto de este tipo.  Sin embargo,  y aparte de que en la única reunión que se convocó por parte del Urquijo se dieron desacuerdos conceptuales sobre la distribución de áreas de trabajo,  también es cierto que las autoridades de éste cobraron consciencia de problema a partir de las confrontaciones y de los avisos de peligrosidad política que podía resultar de llevar a cabo el proyecto.

En este ambiente,  a la vez universitario y de investigación,  realizado en instituciones públicas,  mis relaciones profesionales alternaban entre la Sociología y la Antropología sociocultural.  La difusión del concepto de cultura era quizá la categoría estratégica que empleaba con más soltura teórica en mis conferencias y cursos,  y era desde esta perspectiva y del objetivo de formar parte estable de la Universidad como entraba a significar el papel académico de la Antropología,  por entonces muy endeble en cuanto a presencia facultativa. 

En estas condiciones,  ¿cuál podía ser la influencia del exilio en mi persona actualizada en Madrid?  Pienso que,  por entonces,  una primera influencia la construían mayormente tres factores,  1)  el acarreo en mi persona de la idea de haber vivido un México etnográficamente plural,  2) la novedad en sí misma de la clase de Antropología que divulgaba en la actividad universitaria,  y 3) la consciencia de que la emergencia en España de una segunda generación,  la que comenzaba a ocupar posiciones académicas cuya apertura ideológica favorecía la entrada de mi persona en los claustros de la Universidad. 

Cabe destacar,  en este caso,  una primera experiencia de mi persona en cuanto a claustros académicos.  Me refiero a que sólo los catedráticos tenían derechos de intervención y decisión en ellos,  y cuando en la primera experiencia de una reunión de participación ampliada entré en la sala preparada al efecto y me senté en una mesa grande situada en el centro del recinto,  un compañero mío,  encargado de curso como yo,  me advirtió de la conveniencia de abandonar cuanto antes el lugar que ocupaba porque éste estaba reservado sólo para catedráticos. 

En realidad,  la rigidez de los contenidos de rol estaba presente en el sentido orgánico prevaleciente en la organización universitaria,  y las distinciones resultantes suponían exclusividad de privilegios por parte del estamento catedrático y dependencias de posición por parte de adjuntos y encargados de curso como era mi caso.  En la diferencia de trato formal,  era habitual tratar de Don al catedrático,  y éste se limitaba a dirigirse al adjunto o al encargado de curso utilizando sólo el apellido o el nombre del sujeto con el Usted o el Tú,  pero sin el Don.  Un cierto aire protector por parte del primero hacia los segundos era habitual,  y se esperaba que en los ejercicios de oposiciones a puestos vitalicios,  el primero hiciera lo posible para que los miembros del tribunal favorecieran la promoción de su propio adjunto o del encargado de curso que había promovido en el caso de haber intervenido en su nombramiento y favorecido su desarrollo personal. 

Por mi parte,   evitaba que esta situación se diera en mi caso,  y me empleaba sólo en el respeto a la diferencia de edad como forma de representación del estatus.  En este sentido,  las segundas generaciones académicas nacidas en el país presionaban para romper esta forma de comunicación,  pero la inercia del tratamiento figuraba en los estilos de la comunicación verbal y escrita.  El ambiente universitario era de admiración a priori por profesor o investigador venido de Universidades o de instituciones extranjeras,  en especial la del mundo anglo,  y en la tradición la que procedía del pensamiento germánico y del francés también gozaba de prestigio.

El mundo iberoamericano formaba parte de otra tradición,  históricamente más familiar,  y los que llegábamos del exilio como académicos aparecíamos vinculados a los prestigios emblemáticos de nuestros antecesores,  las grandes figuras intelectuales de la llamada  España peregrina integrada en el pensamiento superior de la República.  No es necesario mencionar nombres,  pero,  por ejemplo,  la aureola que distinguía a los que fueron académicos en las Universidades españolas de la República exiliada,  era causa frecuente de que en toda presentación pública de mi persona ésta permaneciera asociada con alguna de las figuras exiliadas en México.  En casos,  era común preguntar por las figuras académicas exiliadas,  y en este sentido la porción crítica de las segundas generaciones acostumbraba leer a los exiliados,  lo cual hacía que los maestros del exilio merecieran admiraciones que,  por otra parte,  no solían recibir muchos de los que enseñaban en España.

Las experiencias a que me refiero eran marcadores de situación importantes,  y de alguna manera formaban parte de los protocolos espontáneos que se manifestaban en ciertos modos de comunicación y de presentación de mi persona,  incluida la percepción política de los símbolos positivos del exilio.  Desde los supuestos indicados,  si bien era difícil colocarme académicamente en los escalafones universitarios,  no lo era,  en cambio,  el sentirse apoyado por los a veces invisibles personajes de situación que viajaban fuera del país y que,  en éstos,  se hacían reconocibles como liberales afectos a la renovación política y a la modernización de la vida académica.  En cierto modo,  lo que yo pudiera pensar no era tan importante en sí mismo,  como sí lo era el hecho de venir de fuera.  De hecho,  pues,  lo que podía ser un estorbo formal,  el antecedente del exilio,  se convertía en una ventaja cuando se sabía que no estaba solo en el discurso democrático y que las expectativas de poder podían cambiar.

En gran manera,  la percepción académica que se tenía en España del concepto de Antropología,  era la que se correspondía con un estudio físico anatómico o fisiológico del hombre.  Cuando en mis primeras clases universitarias en la Universidad madrileña explicaba Antropología cultural,  era frecuente preguntar por diferencias entre Antropología al modo europeo y Antropología al modo americano.  Y también suscitaba discusión el deslinde del asunto de situar a la Antropología filosófica dentro de la problemática del pensamiento,  pero no dentro de la epistemología del empirismo.  Cuando,  por otra parte,  pasaba a tratar el asunto de la Antropología social,  inmediatamente adquirían posiciones de legitimidad interna los argumentos sociológicos. 

Confieso que en este punto la perspectiva sociológica adquiría fecundidad en la ideación de las sociedades modernas,  especialmente en el asunto de la organización y vicisitudes de la vida social urbana,  la propia del Estado,  pero el entendimiento del papel de los sistemas culturales en la definición de los actos sociales no estaba claro cuando éstos,  en la confusión estratégica que resultaba de pensar la actividad a priori de los contenidos que la significaban,  en  la teoría sociológica las relaciones sociales se convertían en pauta universal.  La diferencia con esta última por parte de los antropólogos consistía en que toda teoría antropológica tenía como referente el empirismo etnográfico,  y en función de esta dependencia lo significativo de la misma era la especificidad cultural del modo de definir la realidad social.

Mi colaboración con los dos Institutos del CSIC,  el americanista y el sociológico,  y mi actividad como antropólogo cultural en la Universidad de Madrid definen el sesgo temático en el que solía moverme por entonces.  Algunos amigos me han preguntado sobre el por qué no frecuenté el ambiente del estudio de las tradiciones populares.  Debo confesar que por entonces este campo de trabajo estaba ocupado por Julio Caro Baroja y por Nieves de Hoyos,  hija ésta del que fuera insigne etnólogo,  Luís de Hoyos Sainz,   y nunca aquéllos me propusieron integrarme en el mismo.  En ocasiones,  me he contestado a mí mismo,  y al respecto la consideración que hago de esta cuestión se ha dirigido a pensar que quizá fuera debido a que la misma clase de orientación que revelaban mis definiciones en la Universidad y en el CSIC,  eran suficientes como para desistir de invitarme.

En todo caso,  dichas instituciones,  la Universidad y el CSIC,   me dieron acomodo profesional y fueron pauta y marca de una orientación geográfica prioritaria,  la del americanismo,  y en éste la Etnología de dicho Continente mientras,  al mismo tiempo,  en lo que era propiamente la expresión de una adaptación profesional ajustada a las situaciones que el sistema formal me ofrecía,  en el Instituto Balmes de Sociología la idea de fundar en él un punto de partida de los intereses de la Antropología social satisfacía lo que eran preocupaciones personales de marcar una línea de investigación propicia a ser aceptada,  indistintamente,  en el CSIC y en la Universidad.

De hecho,  y en cuanto a la Universidad,  la Etnología era un referente más propenso a ser entendido dentro del americanismo que solía serlo la Antropología social.  En gran manera,  y por otra parte,  mi familiaridad con los miembros del americanismo había fundado vínculos de participación académica más firmes en estas líneas de trabajo que,  por ejemplo,  podía pensarse en el caso de haber preferido reiniciarme en la Antropología social.  En las expectativas,  la amplitud ideológica del americanismo facilitaba mucho mejor mi autonomía de maniobra que la que podía serme ofrecida en las Facultades de Política y Sociología,  por entonces muy adentradas en los exclusivismos del referente endogámico.

Puede ser un referente importante de mi situación personal en el  marco universitario y en el del CSIC,  el hecho de haberse convocado (1964) en España el Congreso Internacional de Americanistas.  El que yo fuera americanista y el que fuera reconocido como tal por parte del grupo español y de otros extranjeros que participaban de las tareas del mismo,  me benefició grandemente.  El Congreso tuvo tres sedes,  Barcelona-Madrid-Sevilla,  y a partir de su celebración los apoyos a mi persona venidos de algunos países americanos,  México,  E.U.A.,  Argentina y Perú,  produjeron un cierto ambiente de presión a mi favor,  y en este sentido las autoridades del congreso,  Ciriaco Pérez Bustamante,  Luis Pericot García y Manuel Ballesteros Gaibrois me comunicaron que habían sugerido mi nombre al Ministerio de Educación  para que éste me nombrara director del Museo Nacional de Etnología,  posición por entonces vacante.

La noticia de esta recomendación me llegó indirectamente,  por la vía precisamente de mi buen amigo,  el hispano mexicano Juan Comas Camps.  En sí este puesto no me ilusionaba,  pues aunque era consciente de que podía considerarse importante a los efectos de la capacidad de maniobra que resultaría de serlo,  sin embargo,  no era precisamente  la clase de oportunidad que pretendía conseguir,  la Universidad en concreto.  Un tiempo después de haberse celebrado el Congreso recibí una llamada del arqueólogo y Director General de Bellas Artes,  Gratiniano Nieto comunicándome que pensaba proponerme para director de dicho Museo,  y que antes de hacerlo quería saber si estaría dispuesto a aceptarlo.   Le pedí unos días para pensarlo,  y en el entretanto consulté la propuesta que se me hacía con las personas mencionadas,  y todas coincidieron en la convicción de que el Museo era un medio de prestigio,  que reforzaría mi identidad académica y que debía aceptar la propuesta cuanto antes.

Dada mi aceptación del nombramiento,  me hice cargo de la dirección del Museo en 1965,  y aunque ahora no recuerdo la fecha exacta del mismo,  lo cierto es que cuando tomé posesión y revisé las instalaciones del mismo,  incluidas sus colecciones etnográficas y biblioteca,  me di cuenta de que el abandono prácticamente absoluto en que estaban sus contenidos,  suponía emprender una tarea de reconstrucción que,  hasta cierto punto,  constituía un trabajo mayor del que había esperado realizar.

Por de pronto,  no había personal técnico.  Estaba un matrimonio donde el esposo hacía de portero y con la ayuda de su esposa se ocupaban de la entrada y visita de público,  por entonces,  prácticamente una rareza,  pues no pasaba de unas decenas de personas diarias las que ingresaban en el edificio para ver la exhibición de sus colecciones.  Al mismo tiempo que el portero y su esposa vivían en el mismo edificio,  también solían cuidarlo.  Otro ordenanza que figuraba en la nómina del Museo no aparecía para cumplir con sus obligaciones de trabajo,  y como sea que no había personal técnico,  el itinerario de mi trabajo como director era,  desde luego,  ingente a la vez que desmoralizador.

Cuando empecé a consultar la biblioteca y a revisar el inventario de objetos que formaban parte de la propiedad del Museo,  la portera me informó de que faltaban muchos de éstos,  lo mismo que libros,  revistas y publicaciones.  Puesto que no disponía de personal técnico,  ni de subalternos,  aparte del ordenanza desaparecido,  invité a unos pocos alumnos de la Universidad a que me ayudaran en la práctica de inventariar objetos etnográficos,  además de reordenar la biblioteca.  Traje conmigo tres alumnos,  y éstos bajo mi supervisión comenzaron a trabajar en el inventario.  Luego de unas semanas,  se confirmó que faltaban más de mil objetos etnográficos y de libros y colecciones de revistas.  La portera me informó que el ordenanza que no aparecía era el que,  probablemente,  los tenía en una habitación particular que solía ocupar en el mismo edificio del Museo. 

Convocado éste por mi persona,  confesó que unas decenas de objetos faltantes,  un director anterior a José Tudela de la Orden y a Julio Caro Baroja,  los había vendido a unos anticuarios de la ciudad.  Al mismo tiempo,  me informó que las colecciones de revistas,  algunos libros y publicaciones diversas dicho director las había vendido a libreros de la Cuesta de Moyano,  lugar éste en el que habitualmente se mercadeaban libros antiguos y se ofrecían oportunidades de comprarlos más baratos que en otros comercios de esta clase.

Esta situación formaba parte del ambiente museográfico que heredaba mi persona,  y aparte las gestiones que hice sobre el particular de modificar esta realidad de la institución,  casi seguidamente me preocupé por realizar nuevas instalaciones y derivar la utilización de éstas hacia el propósito de ubicar en el Museo algunos investigadores internacionales becados por sus respectivas naciones para estudiar cuestiones españolas.  El propósito era producir funciones nuevas,  ampliar las relaciones oficiales y académicas del Museo y radicar en éste el asiento de un “Centro Iberoamericano de Antropología”(CIA),  y en el seno de éste una “Escuela de Estudios Antropológicos”(EEA). 

Me ocupé,  por lo tanto,  de significar el proyecto entre universitarios allegados al americanismo.  El hecho de que me moviera,  principalmente,  en esta orientación me permitía evitar los recelos y desconfianzas ambientales que se percibían desde cualquier propósito de montarlo dentro de las instituciones formales existentes en la Universidad y en el CSIC.  Este modo de statu quo institucional lo veía como estorbo a cualquier iniciativa que se propusiera modificarlo desde la misma institución. 

En el propósito era necesario iniciar el proyecto desde la capacidad de maniobra que ofrecía el mismo Museo,  en tanto,  y especialmente,  dentro del mismo disponía de cierta autoridad y de posibilidades de decisión personal.  De hecho,  las personas del sistema a las que consulté,  en particular Ciriaco Pérez Bustamante,  Manuel Ballesteros Gaibrois y Luís Pericot García,  reforzaron con sus opiniones la idea de  presentar el proyecto fuera de la Universidad y del CSIC.  En la expectativa de los apoyos posibles se hallaba el “Instituto de Cultura Hispánica” (ICH),  precisamente porque su dedicación principal era Iberoamérica.

En este respecto,  y dado que mi influencia política cerca de dicha institución era prácticamente nula,  logré convencer a Don Ciriaco Pérez Bustamante,  entonces catedrático de Historia de la Universidad de Madrid y Director del “Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo” del CSIC,  que apoyara el proyecto ante el ICH.  La condición que se estableció era la de que D. Ciriaco fuera Presidente del CIA y como Director de la EEA mi persona.   Cabe añadir que ofrecí los locales e instalaciones del Museo Nacional de Etnología como lugar de actuación de la Escuela y del CIA.  El ICH proporcionaba los recursos financieros y,  por mi parte,  me encargaba de organizar el proyecto de Escuela y el consiguiente modo de actuación práctica del mismo,  además del cómo debía ser el pilotaje de éste por parte del CIA.

De hecho,  en esta primera etapa  todo fue muy personal.   El planteamiento estratégico de la EEA era prioritario,  y todo mi esfuerzo se concentró en la idea de lograr su funcionamiento institucional.  En gran manera,  mi planteamiento de Antropología era el boasiano,  el de las 4 ramas que yo había estudiado en la ENAH de México.  Sobre este particular,  algunas autoridades de la ENAH,  el Dr. Eusebio Dávalos Hurtado,  el profesor Wigberto Jiménez Moreno y el Dr. Daniel Rubín de la Borbolla en ocasión de haberme visitado ya siendo yo Director del Museo,  me alentaron a realizar el proyecto,  y lo hicieron también el Dr. Juan Comas Camps y Pedro Bosch-Gimpera desde México.  También Manuel Ballesteros Gaibrois y Luís Pericot García lo apoyaron con visitas a las autoridades del ICH.

La idea era también atractiva para los catedráticos con los que consulté mi proyecto,  de los que se ocupaban de los estudios americanistas,  y lo era más porque dentro de éstos dicha idea vinculaba con la preparación de cuadros académicos basados en estudiantes de países iberoamericanos y estudiantes españoles que pudieran abrirse,  como generación de antropólogos,  al cultivo de las ciencias antropológicas en el sentido boasiano antes expuesto. 

En el año 1965 me hicieron director del Museo Nacional de Etnología y a partir de aquí y después de una serie de vicisitudes, pude conseguir la creación de un Centro Iberoamericano de Antropología para que lo apoyara el instituto de Cultura Hispánica.  El argumento básico,  el de la idea iberoamericana,  se podía justificar teniendo en cuenta que pensaba reunir en la EEA estudios de Antropología americanista con los de Antropología ibérica o peninsular,  y en la matrícula de estudiosos de estas temáticas mi propósito era desarrollar el CIA en función de un acervo de conocimientos cuyo archivo principal estaría constituido por información etnohistórica básicamente peninsular e iberoamericana.  En la idea estaba incluido el propósito de formar cuadros de antropólogos reunidos en torno al estudio de una Antropología que les fuera común.   Así, fue posible incorporar el Museo a la idea de un gran centro de investigación,  y en cooperación con el Instituto de Cultura Hispánica se hizo realidad el proyecto.

La realización del proyecto se dio,  por lo tanto,  dentro de las instalaciones del Museo.  Procuré,  por lo mismo,  aprovechar el personal docente e investigador que se encontraba disperso en diferentes Facultades de la Universidad española,  y lo invité a formar parte del elenco profesoral,  de manera que el diploma y certificado de estudios que expedía la EEA incluía Etnología,  Arqueología,  Antropología Física y Lingüística.  Asimismo,  un trabajo de campo,  realizado en el Alto Aragón,  completaba la preparación boasiana.  Los estudiantes que ingresaron llegaron de las Universidades de Madrid,  Sevilla y Barcelona,  y becarios procedentes de diferentes países de Hispanoamérica.

La influencia que registraba esta orientación era euroamericana en la teoría de los enfoques antropológicos relacionados con el trabajo de campo,  y semejantes a los mexicanos en el esfuerzo de significar el hecho de que se ocupaban de adoptar cuestiones de investigación relacionadas con problemas de índole nacional,  Etnología peninsular e Iberoamericana en Madrid,  etnicidad,  migración,  biculturalismo y bilingüismo en Barcelona.

El proyecto hecho realidad tuvo tres años de experiencia y la generación que salió del mismo cabe considerarla como una generación educada en el espíritu boasiano.  De hecho,  el planteamiento que hice de esta clase de Antropología repetía,  aunque con menos recursos académicos y económicos,  a la ENAH de México,  y podía ser un vínculo de renovación de la idea relacional que España tenía con los países de su lengua en América.  El desarrollo de la cuestión indígena y los materiales de la Antropología entendida como ciencia aplicada,  formaban parte del planteamiento,  y la formación de estudiantes españoles con la de aquellos países americanos,  se configuraba como enfoque principal de los estudios que procuraría impulsar desde dichas instituciones.   

El hecho de que en 1968 hice oposiciones a la Agregaduría de “Etnología” de la Universidad de Barcelona y obtuviera en ellas la aprobación de mi persona para ocupar dicha posición,  hizo que se me planteara la disyuntiva de optar entre dos decisiones.  Una estaba representada por la de dar continuidad a mi dirección de la EEA;  otra,  la de tomar posesión de la Agregaduría de Etnología de la Universidad de Barcelona.

Mis amigos de Madrid,  sólidos en la amistad,  me aconsejaron que me decidiera por ocupar la plaza universitaria de la que ya había sido nombrado titular.  La cuestión no era tanto el hasta qué punto era objetivamente más importante la dirección de la EEA que la Agregaduría mencionada.  Lo que importaba era el hecho de que mi instalación académica en la Universidad suponía fundar una estabilidad personal institucionalmente más protegida que la que tenía en aquel momento. Por lo demás,  corrían rumores de cambio en el ICH,  y las personas que se mencionaban como probables para ocupar sus puestos directivos no me eran favorables en términos de disposición política y de asociación profesional.  Estas noticias eran una buena razón para pensar en sustituciones oportunistas,  muy frecuentes en la administración pública no funcionaria,  que en el caso podían afectar la estabilidad de mi persona en la dirección y planteamiento de los trabajos de la EEA. 

Por otra parte,  la idea de figurar como profesor en la nómina de una institución estatal me atraía más que la de constar en un estatus semejante,  en términos de estabilidad y movilidad,  a la de una empresa privada.  En el entretanto,  y conforme mi idea académica de la función universitaria era la del bien común,  y en la experiencia éste lo representaba mejor la apertura universitaria que la movilidad y la incertidumbre que definen los medios del mercado económico,  al mismo tiempo,  y dentro de la experiencia de la realidad universitaria que se estaba iniciando en España con la llegada a la misma de las segundas generaciones,  me pareció mejor estrategia integrarme con intelectuales que se gobiernan mejor dentro de la idea del bien común como divisa de sus contribuciones a la sociedad a la que sirven,  que con intelectuales que compiten por el bien de su empresa,  que éstas serían,  en mi entender,  las diferencias que estarían separando a ambas opciones.  Dentro de esta perspectiva,  mis convicciones ideológicas se definían en función de los referentes que acabo de mencionar.

También mi experiencia en la ENAH había ratificado en mi persona la convicción de que la Antropología se correspondía con una clase de conocimiento fundado en la idea de un bien común participado desde el movimiento cognitivo émico de los datos.   O sea,  la consideraba en términos de participación,  en un sentido,  en el de que la gestión social del conocimiento antropológico conducía a implicar como sujetos de aplicación a todos quienes,  administración pública y agentes sociales de la información dirigida a los colectivos que tenían necesidad del conocimiento para entenderse a sí mismos,  orientaban su esfuerzo personal a la difusión ejemplar de los asuntos que ocupaban a los antropólogos.

Me comentaba a mí mismo,  por otra parte,  que la ENAH,  institución pública o del Estado mexicano,  no me había cobrado matrícula ni gasto alguno y que,  sin embargo, sus productos profesionales no eran necesariamente inferiores a los que resultaban de realizar su educación en centros privados que exigían dinero para estudiar,  en el caso Antropología.  En mi entender,  todo era cuestión de selección cualitativa adecuada,  y en el ideal los códigos asociativos y de cooperación fundados en los servicios del Estado moderno estaban más justificados que los del negocio por sí mismo.

Fue dentro de esta mentalidad donde estuve construyendo mi colocación en la vida universitaria española,  y fue ésta la perspectiva que adopté cuando decidí fundar mi estabilidad universitaria en la idea de reiniciar en ella el argumento de una Antropología que siendo boasiana en mi consideración del cómo debía ser,  sin embargo,  en sus rutinas y tradiciones la Universidad española,  igual que la europea en general,  no la establecía conforme a la mirada y enfoque boasianos.  Enseñar,  estudiar y escribir fueron mi vocación,  y la Universidad de Barcelona iba a ser,  como lo fuera en la ENAH,  un lugar donde permanecer en la estabilidad administrativa quizá definitivamente.

Permanecí en Madrid cumpliendo compromisos académicos y universitarios hasta la finalización del periodo 1967-1968.  Puedo subrayar que allí hice amigos para mí entrañables,  con los que he mantenido lealtad y reciprocidad,  y puedo añadir que seguí siendo invitado en muchas ocasiones a participar en simposios,  congresos y conferencias.  Estas mediaciones han sido desde entonces ocasión de fundar simpatías y sentimientos inolvidables,  que agradezco en las particularidades de los proyectos profesionales compartidos. 

Desde luego,  habría que subrayar otro hecho,  el de que mi actividad social en Madrid podía considerarla en términos de una experiencia o proceso de desexilio,  uno según el cual aunque no se modifica la estructura de personalidad,  sí cambia el carácter social y los medios instrumentales que utilizan los individuos en sus relaciones con las entidades institucionales.  Conforme la dialéctica en la que se inscribían los actos políticos de las personas era específicamente la que resultaba de la experiencia social del franquismo,  así también los modos de comunicación social eran diferentes cuando se piensa,  por ejemplo,  en que todo inicio de relaciones interpersonales contenía en sí mismo el requisito de estar advertido de la ideología y, en casos,  militancia partidaria del sujeto. 

Esta advertencia procedía del hecho de que durante este periodo franquista se daban lenguajes crípticos u oblicuos de presentación mutua de las personas en relación formal.  Y se daban circunstancias de solidaridad espontánea cuando dos o más gentes estaban previamente advertidas del modo de pensar de aquellas con las que se iniciaba una conversación.  Uno también aprendió a leer entre líneas los mensajes encubiertos de la oposición reprimida.  Y en la vida académica todos los colegas sabían quién era quién.  En ella se aprendía a usar los controles verbales,  y de muchas maneras las tertulias de café y en los cenáculos amistosos de los que se sentían ideológicamente diferentes entre sí solían observarse convenciones de respeto mutuo que aseguraban la estabilidad y tregua de los discursos violentos.

En casos que requerían más discreción,  en las conversaciones eran evitados los temas que oponían a las personas.  Y en las ocasiones clandestinas,  las cautelas eran muchas.  La más común era aprovechar los actos académicos que reunían gentes de los mismos linajes ideológicos,  pero también se daban reuniones en lugares que se pensaba eran ignorados por los agentes que ejercían la represión,  o que simplemente no despertaban ideas de peligrosidad.  La inserción de cada sujeto en experiencias de este tipo producía costumbres y rutinas que,  asimismo,  constituían modos de controlar individual y socialmente una realidad siempre potencialmente peligrosa para la normalidad de la persona. 

En función de esta perspectiva,  el desexilio consistía en ser coexistente con una realidad política,  la del franquismo,  en la que,  al mismo tiempo que había diversidad de matices ideológicos entre las segundas generaciones,  había discursos políticos de obediencia institucional homogénea,  los del franquismo,  y los diversos en evolución que surgían de las experiencias tácticas de una oposición que,  por entonces,  era débil y fragmentada.  El desexilio no consistía,  por lo tanto,  en suprimir de la memoria el exilio,  sino en crear otra experiencia,  la del mundo propio de la realidad social que se vivía todos los días.  

Una Antropología periférica:  Barcelona  

El 5 de Marzo de 1968 fui nombrado,  por oposición,  Profesor Agregado de Etnología,  de la Universidad de Barcelona.  Me incorporé a la Universidad de Barcelona a partir del curso 1968-1969.  En la ocasión lo hice en el Departamento de Prehistoria e Historia Antigua,  de la Facultad de Filosofía y Letras.  En los rituales conceptuales,  la Etnología era subsidiaria de la Prehistoria,  y conforme los materiales de esta última eran los propios de las culturas primitivas,  mis adaptaciones temáticas a los planes de estudio del Departamento reconocían una cierta dependencia respecto de las teorías que aquellas representaban.  Así,  una Etnología General,  y otra de Etnología de los Pueblos Primitivos,  fueron las representaciones que aportaba como teoría antropológica, una,   y como descripción etnográfica comparada,  la otra.

En ambas Etnologías incluía la presencia de las 4 ramas en problemas que aún partiendo de experiencias de campo especializadas en una sola,  sin embargo,  enlazaban con explicaciones cuyo proceso de realización social las implicaba en la formación de una misma teoría. De hecho,  puesto en el interior de las cuestiones de la Prehistoria y de la Historia Antigua,  era fácil introducirse en los meandros de la historia natural,  en especial porque siendo la Prehistoria parte implícita de la misma,  al mismo tiempo,  inducía a sentirse en la continuidad de las tradiciones de las ciencias naturales.  Pienso a este respecto que una primera alianza de la Etnología con la Prehistoria no dañaba la posición de ambas en los comedios de dichas ciencias naturales.  Al contrario,  más bien las reforzaba y conducía a intentar aproximaciones con la Geografía,  sobre todo porque también ésta aparecía reconocida en los enfoques de campo,  en la observación clasificada de los fenómenos de la naturaleza y,  con frecuencia,  en las relaciones y afectación de ésta en las influencias sobre las sociedades humanas.

Aunque los geógrafos no acostumbraban pensar en términos de Etnología,  lo cierto es que mi relación con ellos a partir de mi comunicación personal con la figura del Dr. Joan Vilà Valentí,  éste  siempre fue muy cordial y hasta favorable a compartir la idea de una alianza académica para el objetivo de fundar proyectos de comunidad científica.  Así,  prehistoriadores,  etnólogos y geógrafos constituyeron la primera situación de alianza,  y aunque los primeros desde el comienzo habían construido una primera historia de conocimientos comunes con la de los etnólogos,  sin embargo,  la posición de sus respectivos estatus académicos era diferente.  En la Universidad de Barcelona,  y en la española en general,  la posición subsidiaria de la Etnología respecto de la Prehistoria era un factor de reducción de las posibilidades académicas de la Etnología.  Sin embargo,  ésta siempre constituía una posibilidad emergente  y más que una reducción era una potencialidad conceptual en desarrollo a partir de su institucionalización.

Evidentemente,  la relación con la Prehistoria abundaba en hechos de naturalismo,  y de muchas maneras inducía a continuar pensando en términos de una Antropología asociada con los enfoques de las ciencias naturales. En estas condiciones,  se podía observar que ahora,  en la experiencia académica institucionalizada de la Antropología,  ésta debía entenderse como temáticamente orientada dentro de la idea de ser el estudio físico del hombre.  El concepto de cultura se entendía como específico de la Etnografía,  y el de antropometría se nos ofrecía en forma de asociación con los problemas de la Biología.  El hecho de que los antropólogos físicos estuvieran integrados dentro de la Facultad de Ciencias Biológicas acentuaba la separación facultativa con la Etnología. 

De hecho,  era ya común que en los planes de estudio respectivos ambas disciplinas no sólo producían información diferente,  sino que,  además,  no construían problemáticas comunes.  Aunque,  por otra parte,  en el CSIC existía un “Instituto Fray Bernardino de Sahagún”,  y en éste participaban etnólogos y antropólogos físicos,  no sólo producían materiales de campo diferentes,  sino que también investigaban cuestiones distintas y establecían vínculos problemáticos con focos asociativos definitivamente centrados en conceptos y situaciones diferentes de los datos de campo. 

Asimismo,  los claustros de facultad estaban divididos,  Filosofía y Letras,  en el caso de la Etnología,  y Ciencias Biológicas en el caso de la Antropología física,  inspiraban orientaciones de investigación progresivamente diferenciadas,  lo cual,  desde el punto de vista de la Etnología suponía estar colocada en una posición de inferioridad administrativa y de medios respecto de la Prehistoria y de la Antropología física.  En lo fundamental,  yo no había conocido en México una situación semejante de la Etnología respecto de la Antropología física.  La experiencia que estaba haciendo de la Etnología académica en la Universidad española me convencía de la necesidad de lograr para aquélla un desarrollo mayor, y en este sentido es evidente que si entonces permanecía como subsidiaria de la Prehistoria,  también era cierto que había perdido peso de influencia científica respecto de la Antropología física.    De hecho,  el valor científico de la Etnología ya no era de uso  y convicción académica suficiente.   La percepción pública era la que específicamente la asociaba con estudios de etnografía exótica.

Mi formación como antropólogo boasiano en la ENAH estaba haciendo otra experiencia en España,  y si en la particularidad de la EEA de Madrid había conseguido reproducir el modelo de estudios conforme a las ideas de un concepto de Antropología semejante al de México,  ahora el ordenamiento administrativo de las Facultades se convertía en un obstáculo imposible de pasar o de saltar.  A la sazón,  y conforme para mí ésta era una cuestión fundamental en el modo boasiano de entender la clase de Antropología que se necesitaba en España,  y en el particular Barcelona,  por entonces  estaban apareciendo condiciones de cambio en la Universidad de Barcelona.

Específicamente en la Facultad de Filosofía y Letras,  estaba emergiendo un proyecto de transformación,  definido como Plan Maluquer.  Joan Maluquer de Motes y Nicolau era catedrático de Prehistoria y decano de la referida Facultad,  y a ese respecto conducía la iniciativa de modificar el vetusto Plan de Estudios existente y producir otro más identificado con la modernidad que se intentaba introducir en la Universidad de Barcelona.

El claustro universitario estaba viviendo la presión de cambio que se daba en gran parte del ambiente académico,  y Maluquer era la persona que impulsaba mayormente dicha modernización.  Se trataba de un proyecto que se dirigía a incrementar el número de asignaturas,  a la vez que definía una mayor diversidad temática en los programas de estudio.  De hecho,  incorporaba la idea de opcionalidad.  En lo fundamental,  el criterio de opcionalidad insistía en proporcionar a los alumnos una preparación en nuevos conocimientos cursando asignaturas de otras especialidades académicas.  En este sentido,  era favorable para la Antropología porque creaba condiciones para acudir a materias que se daban en otras Facultades,  en especial la de Ciencias Biológicas,  lugar donde se encontraba localizada la Antropología física.

La opcionalidad introducía factores de flexibilidad formativa y ampliaba la estructura científica de todas las disciplinas.  En el caso de la Antropología,  reforzaba su posición dentro de las ciencias naturales,  y si como ciencia de campo ya desde la Etnología,  la Prehistoria y la Lingüística entraba temáticamente a relacionarse con la Antropología física y ciencias naturales ocupadas en el estudio biológico de la evolución humana,  al mismo tiempo,  también a partir de los planteamientos del evolucionismo cultural recuperaba las conexiones interdisciplinarias que se estaban perdiendo en esta historia de las tradiciones antropológicas. 

Mediante la consolidación y desarrollo del Plan Maluquer podíamos aproximarnos a una ampliación cognitiva de la Antropología semejante a la del espíritu boasiano.  En el caso,  la opcionalidad construía medios de relación cognitiva con problemáticas que comenzaban a extrañar a los antropólogos culturales,  precisamente porque se estaban perdiendo aquellas investigaciones que reunían ampliamente a las ciencias naturales ocupadas en el estudio de la historia del hombre y de su cultura.  El Plan Maluquer favorecía a la vez la apertura de conocimientos que los alumnos podían cursar en otras Facultades,  y reforzaba el desarrollo de las posibilidades académicas de las disciplinas que se estaban abriendo paso dentro de los programas de innovación universitaria que se estaban preparando mediante la introducción de otro plan de estudios.  

Por mi parte,  entré a integrarme en la Comisión que iba a redactar el Plan Maluquer.  Se trataba de una comisión reducida en la que recuerdo los nombres de Joan Bastardas,  Pedro Cerezo,  Francesc Marsà,  mi persona y algún otro Agregado que no recuerdo,  pues en la ocasión el trabajo arduo del Plan se nos adjudicaba a los Agregados.  Los catedráticos apoyaron grandemente el proyecto,  y ocurría lo mismo  con los estudiantes cuya presión  y presencia en el Plan suponía una garantía de apoyo a la implantación de aquél. 

Si el espíritu de cambio prevalecía en el ambiente universitario de este tiempo,  es también cierto que el Plan Maluquer coincidía con una poderosa manifestación cotidiana de insurgencia estudiantil.  En el caso,  se daban convergencias con otras cuestiones,  de importancia en la   política universitaria de aquel momento.  Una de ellas estaba significada por el proceso de recatalanización del profesorado de la institución académica.

Uno de los procedimientos del que se servía la Universidad era el de aprovechar los concursos de traslado de catedráticos de un centro universitario a otro.  Por este medio,  y que yo recuerde,  catedráticos catalanes que se hallaban de profesores e investigadores en las Universidades de Valladolid  (M. Palol),  Salamanca  (J. Maluquer),  Valencia (E. Giralt y M. Tarradell) y Murcia,  (J. Vilà Valentí),  aprovechaban el medio para regresar a Barcelona.  En contraste,  los catedráticos o los profesores agregados de origen castellano hablante,  como Jaime Delgado,  Demetrio Ramos,  Carlos Seco,  Pedro Cerezo y Emilio Lledó,  por medio de traslados u oposiciones favorables se dirigían a ejercer,  en Madrid,  Valladolid y Granada.

Los movimientos del cuerpo funcionario adscrito al profesorado universitario estaban reflejando otros hechos,  entre otros,  el de que las provisiones de cátedras y agregadurías eran en sí mismas formas indirectas de recuperar unos grupos académicos que reflejaban,  aunque no siempre abiertamente,  una cierta consciencia de desarraigo en el hecho de ejercer en lugares con historia y formas culturales de identidad que rechazaban,  como la de Barcelona en sus expresiones catalanistas,  o que preferían en los prestigios o en las afecciones,  que de todo había a este respecto.

Recuerdo,  en este contexto,  la molestia y desagrado constantes que producía en el personal académico de habla de origen castellano el hecho de vivir un ambiente progresiva y socialmente recatalanizado,  como estaba siendo el de la Universidad de Barcelona con la emergencia política de cuadros académicos catalanistas o recatalanizados.  En las reacciones hacia estas tendencias los primeros solían sentirse incómodos, y un cierto potencial de hostilidades estaba presente en forma encubierta,  pues en gran manera se guardaban las formas,  de modo que las relaciones más sutiles se gobernaban por la idea del rechazo a la diferencia resistente del otro. 

La recatalanización de la Universidad de Barcelona producía conciliábulos de expresión lingüística,  algo así como focos de asociación espontáneos,  y se podía observar que las tendencias castellanista y catalanista introducían a formas de configuración,  respectivamente,  nacionalista en sus nociones de identificación histórica.  De hecho,  traducían formas letárgicas,  preexistentes en su potencialidad histórica,  la de los respectivos modos políticos de representación en la lingüística,  ahora expresados en formas recientes de represión de la identidad,  en el caso de nuevo emergente en la Universidad de Barcelona. 

Al mismo tiempo que se podían apreciar estas tendencias en los motivos íntimos que figuraban en los movimientos de traslados aludidos,  también se podían observar incomodidades personales en los asuntos derivados de los usos de la lengua propia en las ocasiones interpersonales relacionadas con la comunicación social y oficial.  Los referentes étnicos de la identidad lingüística comenzaban a estar socialmente abiertos a la transparencia de las actitudes y de las decisiones personales.  En sus expresionismos,  daban cuenta de resabios y resistencias de gran potencia simbólica en el juego de las relaciones políticas y de sus identidades.

Este ambiente era,  pues,  lingüísticamente militante,  y constituía causa de agresividades,  y hasta de ansiedades,  a veces sutilmente manifiestas en el hecho de no saber con certidumbre cuál sería la lengua que se estaría definiendo en una conversación.  En el preámbulo de ésta se daba por supuesto que el bilingüe,  el catalán en este caso,  cedería por cortesía de anfitrión al monolingüe,  el castellano,  la prioridad lingüística.  Sin embargo,  era notorio que en ciertas ocasiones se tenía en cuenta la antigüedad de residencia del castellano hablante en Cataluña,  y en la ocasión de las familiaridades asociativas el catalán resentía y resistía la voluntad de aquél de seguir en la reproducción de su lengua de origen y sentirse obligado,  en cambio,  a ser bilingüe cuando el otro,  a pesar de su antigüedad suficiente para el aprendizaje,  sólo estaba dispuesto a continuar siendo monolingüe.  

Estas sutilezas formaban parte del potencial separador de la lengua,  y eran ocasión de potencialidades agresivas,  por lo común adscritas a experiencias de control social suficientes como para impedir su expresión violenta.  En general,  el comportamiento bilingüe del catalán en las ocasiones mencionadas y monolingüe por parte del castellano hablante,  se convertían en cuestión de experiencia episódica aparentemente susceptible de ser controlada por cada individuo.  Sin embargo,  actuaban como antecedentes de consciencia política relacionados con la resistencia de cada identidad a sentirse condicionada en su comodidad social por la mediación lingüística.

Al mismo tiempo que se daba la recatalanización aludida,  es evidente que el movimiento estudiantil más agresivo adoptaba el carácter de una insurgencia radicalizada en los distintos marxismos y en los matices libertarios.  Desde el punto de vista del profesorado,  es evidente que en su presión política dichos movimientos afectaban la actividad docente,  por lo menos en dos sentidos,  1)  en el de la apreciación por parte del alumnado de la calidad que pudieran reconocer en el profesor,  y 2)  en el de la percepción que hacían de la ideología que el profesor introducía en los contenidos e interpretación de las materias que se daban en clase.

Desde esta perspectiva,  la radicalización de los movimientos de protesta antifranquista se convirtió en un elemento de la cotidianeidad universitaria de aquellos años  En el supuesto de sus resultados conocidos,  dicha presión producía respaldos importantes.  Por una parte,  acudía a renovar la Universidad conforme entraban en ella profesores de orientación más moderna,  y lo que me pareció asunto relevante era constatar un movimiento de aceptación tácita de jóvenes universitarios formados fuera del país.  En cierto modo,  se renovaron los programas de todas las disciplinas,  y en la concertación diríamos espontánea que se estaba dando entre los cuadros políticos del movimiento estudiantil y la de los profesores que estaban presentes en el Plan Maluquer,  se intensificó la apertura democrática de la Universidad de Barcelona,  algo que también acontecía en las otras Universidades españolas.

En el entretanto de estas cuestiones,  en la ocasión de haberme sido  dado el nombramiento de profesor Agregado de Etnología,  el antiguo catedrático de Prehistoria de la Universidad de Barcelona,  D. Luís Pericot García,  hombre fuerte en el CSIC de Barcelona,  sugirió y propuso mi nombre para director del Centro de Etnología Peninsular (CEP),  por entonces vacante.  Dicho CEP estaba adscrito al Instituto Saavedra Fajardo,  del CSCI de Madrid,  y en consecuencia las decisiones de presupuesto y de proyectos que llevar a cabo,  dependían de la aprobación del referido Instituto.  En la oportunidad,  propuse como Secretario del mismo,  al también etnólogo y director del Museo Etnológico de Barcelona,   August Panyella Gómez,  el cual aceptó esta propuesta.

El CEP era una institución sin actividad.  Apenas contaba con una oficina en la que había una mesa y dos sillas,  y un Señor,  muy amable y del que recuerdo su apellido,  Vives,  procuraba acudir en alguna ocasión de la semana y,  según noticias que se me daban,  era un erudito sobre folklore musical y conocedor,  a la vez,  de la persona del folklorista Joan Amades,  especialista en Etnografía de Cataluña.  A este respecto,  y por mi parte,  conforme había llegado a mi conocimiento que,  en un pasado impreciso para mí,  J. Amades había realizado una encuesta etnográfica en Cataluña,  la cual había desaparecido de toda información,  y podía ser importante recuperar los materiales originales de la misma,  desaparecidos y sin rastro alguno de publicación,  inicié mi trabajo en el CEP realizando averiguaciones acerca del lugar donde podían estar depositados dichos materiales.

En este asunto ni Panyella ni yo pudimos conseguir noticia alguna sobre el paradero de la encuesta.  Sin embargo,  y casualmente,  mientras estaba ocupando locales dentro del CSIC que sirvieran para equiparlos conforme al propósito de ampliar la estructura material del CEP,  el profesor Emilio Lledó,  catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona,  y que disponía en el CSIC de un despacho y biblioteca especializada,  me avisó el hecho de que había un armario en el local que le habían destinado donde se hallaban unos documentos que,  probablemente,  podían interesarme.

Los documentos eran pliegos donde en su primera página se contenía el nombre o aviso de su temática interior.  Desde luego,  la temática parecía concernir a la encuesta mencionada,  y en mi opinión coincidía temáticamente con la encuesta del Ateneo de Madrid que había conducido unos años antes el etnólogo Luis de Hoyos Sáinz.  El problema de esta documentación era el hecho de que la mayor parte de los pliegos estaban vacíos de información etnográfica,  y en el detalle la profesora Dra. Josefina Roma Riu,  entonces adjunta a la Agregaduría de Etnología,  y persona a la que encargué compartir el trabajo de identificación de dichos materiales y de su destino más o menos probable,  me comentaba que no se conocían indicios del lugar o uso que pudiera haberse dado a dichos documentos.  Por esta razón,  y de momento,  suspendimos la averiguación a falta de alguna otra noticia más concreta.      

En este contexto,  la problemática del CEP se planteaba en términos de algunos déficits,  a)  de equipamientos,  b)  de falta de una biblioteca,  c)  de ausencia de dotaciones de plazas científicas,  d)  de tener que preparar personal específico para realizar los proyectos,  e)  de presupuestos aplicados a las diferentes áreas de vinculación que pensábamos establecer.

La perspectiva inmediata era la de disponer de unos locales específicamente apropiados a ciertas de las funciones básicas de un centro científico.  A este respecto,  la dirección del CSIC de Barcelona proporcionó un cierto número de locales vacíos hasta entonces.  Asimismo,  los amuebló sobriamente y dispuso adelantarnos materiales fungibles a cuenta de un futuro presupuesto.  El primer presupuesto que se nos concedió era insuficiente para iniciar,  por  lo menos,  uno de los proyectos que habíamos propuesto a la dirección del CSIC de Madrid. Dicho proyecto se dirigía a comenzar una primera recolección de materiales bibliográficos relacionados con un estudio general de Etnografía de Cataluña,  pensada en tiempos históricamente comparados.  A partir de la idea de cubrir esta primera fase bibliográfica de cultura catalana,  también nos planteábamos la conveniencia de equipar bibliográficamente la biblioteca que iniciábamos con publicaciones de Antropología moderna.

La cuestión principal que surgía de la insuficiencia de recursos que se planteaba desde la realidad de un presupuesto que no cubría la realización de exploraciones etnográficas,  lo era el hecho de que impedía llevar a cabo el programa que pensábamos iniciar en la misma Cataluña.  En el convencimiento de que las probabilidades de disponer de un presupuesto adecuado para invertir en investigación de campo,  eran muy escasas,  decidimos comenzar por la dotación de una biblioteca especializada en Antropología contemporánea.  Asimismo,  y comoquiera que era conveniente crear condiciones que motivaran a los profesionales de la disciplina,  y como entonces abundaban los antropólogos extranjeros que estudiaban en diferentes regiones españolas etnografía de éstas y antropología social,  pensé que la publicación de una revista permitiría ofrecer un lugar donde distinguir esta clase de estudios de otros que no se ajustaban a lo que era propiamente una Antropología boasiana.  En este particular,  una parte del presupuesto del CEP se aplicó a la publicación de la revista que,  con el nombre de Éthnica,  inició en 1971 una etapa de realización que aspiraba a ser un medio de comunicación internacional de lo que se hacía en España sobre Antropología en sentido amplio.

Mientras tanto,  la atracción temática que estaba produciéndose entre el alumnado de la Universidad de Barcelona al respecto de la Antropología Cultural,  materia que conseguí introducir y justificar en el nuevo Plan de Estudios que se había aprobado,  y cuyo éxito fue imitado en otras Facultades y Universidades,  cabe considerarla como parte de una estrategia interdisciplinar derivada del hecho de que,  por sí mismo,  el concepto de Etnología continuaba estando identificado con el de la Prehistoria,  lo cual,  en la perspectiva,  presagiaba un escaso desarrollo estructural de los estudios etnográficos en la Facultad. 

En este sentido,  en el contexto de la Prehistoria sólo era posible pensar en una Etnología primitivista o relacionada con estudios sobre clanes,  tribus y sociedades ágrafas.  Y aunque esta relación de la Etnología con esta clase de formaciones culturales era también parte de los contenidos empíricos de su historia científica,  sin embargo,  era indispensable ampliar la estructura de su conocimiento prolongando éste a la consideración etnográfica de las sociedades complejas.  En este punto,  mi proyecto personal se dirigía a pensar en la idea de cultura como concepto medular de los estudios antropológicos,  y nada mejor para situarla en un contexto teórico empíricamente verificable que construir el concepto dentro del marco de una Antropología cultural.

Durante el curso académico de 1969-1970 se inició esta primera historia de la Antropología cultural.  El anuncio de ésta en la Universidad de Barcelona,  y teniendo en cuenta que la matriculación del alumnado a esta materia era optativa,  lo cierto es que despertó una cierta expectación,  hasta el punto de que rompió antecedentes de iniciación cuando se tuvo que habilitar el Aula Magna de la Universidad porque el número de alumnos matriculados había superado la capacidad de las aulas normales de la Facultad para dar cabida al volumen de alumnos que se habían inscrito en el seguimiento de esta asignatura.

Desde luego,  la idea de Antropología cultural constituía una novedad en la Universidad española de aquel tiempo.  En mi caso,  se trataba de ampliar la estructura del conocimiento etnológico y prolongar éste a los estudios de Prehistoria y Lingüística en forma específicamente culturalista.  O sea,  si el concepto de cultura era el punto estratégico donde se reunía la explicación antropológica de los modos de ser humanos,  también me parecía indudable,  y sigue pareciéndomelo,  ahora una Antropología cultural definía el punto de reunión de varias disciplinas antropológicas,  Etnología  Arqueología,  Lingüística y Antropología física,  en el caso las boasianas que había estudiado en la ENAH.

Desde esta perspectiva,  el marco conceptual en el que se movían los antropólogos podía ser aglutinado en términos de dos grandes explicaciones,  1)  cultural,  2)  biológica.  Así,  Antropología cultural y Antropología biológica serían los dos marcos empíricos de la investigación antropológica.  Indudablemente,  el concepto científico de Antropología abarcaba un gran número de disciplinas internas de las ciencias naturales,  pero cada una de ambas explicaciones debía integrarse dentro del concepto único de Antropología.  Se iniciaba,  por lo tanto,  la idea de Antropología cultural dentro del marco teórico de 3 de sus ramas,  de manera que el hecho de que éstas estuvieran enmarcadas en la misma Facultad no era inconveniente para cursar aquellas otras que pertenecían a la Antropología física en otras Facultades.       

Conviene,  asimismo,  plantear aquí otras cuestiones que se produjeron en el momento de iniciar el curso de Antropología cultural.  Me refiero al hecho de presentarse una cierta disyuntiva,  propia de otra historia,  la de la Etnología y sus inercias hacia la Antropología social.  En el momento de plantearse en mi persona la cuestión de definir lo que era común en mis experiencias de la ENAH,  era evidente que las 4 ramas boasianas indicadas constituían el foco mayor de conocimiento que se me había comunicado por parte del grupo docente de la institución mexicana.  Y era evidente,  asimismo,  que el cultivo de la Antropología social no se había aún desarrollado en la ENAH.  Ciertamente,  estaban apareciendo tendencias en este sentido,  pero todavía no cuajaban en teorías y enfoques específicos diferentes de los de Etnología.  Lo que sí resultaba ser diferente eran los contenidos y análisis de éstos,  en especial su aproximación a la Sociología. 

En la ENAH,  y por ejemplo,  la aparición de Robert Redfield en el horizonte de sus estudios de campo en México,  había introducido cambios etnográficos ostensibles.  El más importante,  a mi juicio,  era el de la marginalización del detalle etnográfico propio de la Etnología.  En los efectos e influencias que estaban resultando,  se daba una peculiaridad,  la de que se mantenía la presencia de datos históricos en las comparaciones entre diferentes grupos de escala evolutiva geográficamente próximos,  como fuera el caso del estudio de Redfield sobre Yucatán.  Dicha presencia significaba que no se producían rompimientos con la Etnología;  más bien se introducía cambio de enfoques y,  con éste,  análisis diferentes.  De hecho,  el paso del estudio de grupos tribales al estudio de comunidades indígenas se podía entender cuando se pasaba de estudiar,  por ejemplo,  las unidades sociales de los zapotecos o de los mixtecos en sus propios territorios y se estudiaban sus individuos fuera de dichas unidades,  en la diversidad metropolitana.  Yo mismo había impartido en el doctorado de Psiquiatría de la Universidad Nacional Autónoma de México  (UNAM),  un curso de Antropología social conforme los contenidos de ésta derivaban de actuaciones empíricas realizadas,  alternativamente,  en poblaciones rurales y en grupos obreros urbanos. 

El supuesto de la Antropología social se enmarcaba en estudios de cultura rural y urbana,  y en ningún caso eran totalmente etnográficos,  pues representaban ser la expresión de estudios más que etnográficos,  culturales,  representados por estratos culturalmente fluidos en el hecho de que mientras los individuos agrupados en clases solían ser diferentes en el hecho de coincidir en valores trascendentes,  por ejemplo,  religiosos y en la identificación con iconos,  la Virgen de Guadalupe,  y códigos ideacionales semejantes como,  por ejemplo,  sentimientos amorosos,  sin embargo, no coincidían en sus logros sociales de estatus y en el confort o comodidades que exhibían en sus situaciones concretas de existencia material y social. 

De hecho,  compartían la identidad nacional y metas económicas de finalidad generalizadas,  pero en la competición social desigual se frustraban en los logros individuales que definían unos en comparación con los que definían otros.  De hecho,  una misma cultura se vivía de modo diferente conforme eran también diferentes las posibilidades sociales de sus individuos.  Al respecto,  con independencia de la clase social,  los individuos podían converger en el culto a la Guadalupana,  en la idea de patria común,  en el uso de los servicios gubernamentales y,  sucesivamente,  en la participación en todo aquello susceptible de serles propiamente general,  el de estar incorporados al sistema urbano en el particular de las conexiones y focos asociativos provistos por un mundo cultural co-determinativo.

En la estrategia de esta historia la definición respectiva de Antropología cultural,  de Antropología social y de Etnología,  el problema que enfrentaba era el propio de un análisis de la situación didáctica que exhibía cada una de estas disciplinas.  No era tampoco una cuestión de arbitraje semántico aplicado al fenómeno de la apreciación histórica de cada valor conceptual.  El hecho a considerar era el de cuál concepto interdisciplinar convenía plantear en términos de mejores posibilidades de institucionalización.

En la tradición primitivista y preurbana,  y en el encargo docente,    la Etnología ocupaba el predio espacial que le había sido reconocido facultativamente.  Pero en el planteamiento de un futuro estructuralmente más amplio,  me pareció más propio construirla dentro de los espacios del concepto de cultura.  En cierto modo,  éste ocupaba mayores recursos conceptuales,  y de modo especial sugería la idea de que importaba a todas las disciplinas ocupadas en el estudio del hombre.  O sea,  iba más allá de la Etnología,  y era en principio una especie de representación imperialista del conocimiento: todo lo concerniente a la realización humana le era específico,  por lo cual nada debía escapar a la mirada del antropólogo.  En este punto,  las ciencias naturales le eran propias en el empirismo,  y las ciencias humanas y sociales no se podían concebir sin percibir la información etnográfica que les llegaba desde su relación con las ciencias antropológicas. 

El trato con estas cuestiones involucraba también otras situaciones.  Una de ellas era la extensión académica que resultaba de introducir otras presencias docentes.  Me refiero al hecho de que mientras una propuesta de Antropología cultural definía un tribunal de examen procurado por la misma clase de Facultad,  una propuesta conceptual de Antropología social conducía sus contenidos potenciales hacia confusiones críticas con la idea sociológica.  Puestos en el terreno de esta última perdían fuerza la Historia,  la Lingüística y las relaciones de ambas últimas con la Etnología.  Desde el mero énfasis en la idea de situación,  obviamente,  se daba el peligro de montar un tribunal de Sociología sui generis,  el que en aquel momento habría distorsionado el concepto de Antropología hasta desahuciarlo de toda posibilidad de implantación facultativa estable encajada,  por lo tanto,  en un futuro institucionalizado identificable en las categorías que le eran reconocidas por las comunidades académicas que la cultivaban. 

Dado el hecho de que la Sociología de aquel tiempo se ejercía dentro de controles ideológicos estrictos,  el traslado de la Antropología social a las decisiones de otra Facultad,  sociologista en los compromisos conceptuales,  suponía el sometimiento de aquélla a la actuación distorsionada  de dichos controles.   En términos de eficacia facultativa y de continuidad histórica,  la idea de Antropología cultural identificaba asociaciones concretas con la Etnología,  la Prehistoria-Arqueología,  la Historia en la Etnohistoria,  la Lingüística como etnolingüística de campo,  la Historia antigua en sus fuentes etnográficas,  y hasta la Geografía en sus dos vertientes,  física y humana.  A todas ellas podía proporcionarles teoría e información,  situaciones concretas de la organización humana en el estudio de la cultura.

Indudablemente,  la Antropología social entraba en el discurso histórico de los desarrollos de la Antropología cultural,  y lo hacía dentro de la égida nuclear del concepto de cultura,  estudiado en los comportamientos sociales de sus individuos,  en las relaciones institucionalizadas de sus individuos.  En mi entender la diferencia,  el estudio de la Antropología cultural daba cuenta de las relaciones funcionales entre formas culturales,  las propias de lo superorgánico en los modos de expresión que le fueron reconocidos  por los antropólogos americanos Alfred Kroeber y Leslie A. White.  Mientras,  en cambio,  la Antropología social daría cuenta de las relaciones sociales que,  en función de cada cultura,  conducen a efectos orgánicos en los individuos,  a estados de integración con instituciones,  o a desacuerdos con éstas.  La Antropología social la entendía,  y sigo entendiéndola,  como el estudio de las dinámicas sociales que tienen sentido conforme tienen origen en culturas concretas,  en la realización de procesos de socialización y en instituciones como la familia y demás formas de organización de las sociedades humanas,  incluidos sentimientos y manifestaciones derivadas de la actividad individual y de grupo.

Puedo asegurar que el proceso de consolidación de la Antropología cultural en la Universidad de Barcelona fue difícil,  por lo menos en cuanto a que la inclusión específica de la Etnología en ella despertaba desconfianzas,  primero en los prehistoriadores,  y segundo en otros grupos académicos de la Facultad.  Por ejemplo,  en la ocasión de proceder al análisis de la propuesta que hacía de una Antropología cultural,  apareció otra,  la de Antropología filosófica,  en el sentido de que tanto como la primera,  tal como yo mismo la definía,  abarcaba el empirismo desde el origen mismo de entenderla como una ciencia natural,  en términos de justificación la segunda entraba en la órbita del pensamiento e incluía,  por lo mismo,  en sus resultados al empirismo.

Los reclamos de la Antropología filosófica se fundaban en arraigos académicos muy potentes,  que yo mismo reconocía estar presentes en toda consideración de la existencia humana.  Sin embargo,  el hecho de que debía decidirse entre empirismo y especulación,  obtuvo prioridad el primero,  pues en el tiempo que se hacían las propuestas la idea de situar la Antropología cultural en el campo de las ciencias naturales daba como resultado introducir una cierta noción de firmeza a la investigación,  por lo cual,  y hecha la comparación entre ambas suertes históricas,  la cultural y la filosófica,  el análisis docente del éxito obtenido por la experiencia pública de la asignatura de Antropología cultural,  condujo a decidir por ésta.

Igualmente,  se daban situaciones de juicio en otros campos definitorios de alianzas entre ciencias.  Uno de ellos,  el de la clase de Sociología que debía darse en la Facultad.  Al respecto,  y en los antecedentes,  durante el primer año (1968-1969) de mi incorporación al claustro de la Facultad de Filosofía y Letras, en su curso académico me había sido encargada la impartición de una Introducción a la Sociología.

Se pensaba en lo que podían ser enlaces con la Etnología,  pero también en términos de pensamiento empírico.  En este punto,  la clase de Sociología que se estaba enseñando era el propio de una Filosofía social,  hecho que no desmentía esta legitimidad,  sino más bien el que no se distinguiera claramente entre lo que era positivismo en el estudio de casos sociales y lo que era filosofía a secas,  juicio de realidad en términos trascendentes.  Esta observación diferencial formaba parte de la consciencia que se tenía de la Sociología contemporánea en activo en las Universidades avanzadas,  y contradecía lo que se estaba haciendo en la Facultad.  En todo caso,  la presión hacia la modernización de la Sociología se hacía desde el interior de la propia Facultad,  y aunque no se renunciaba a mantener la asignatura dentro de ella,  sin embargo,  se planteaba la conveniencia de adaptar su enseñanza a la que se daba en otros lugares del mundo.

En  mi caso,  el encargo tuvo carácter provisional,  pues aunque no rechazaba la idea de fomentar una Sociología en la Facultad de Filosofía y Letras,  empero,  estaba decidido a seguir en el empeño de consolidar el asunto de la Antropología en los términos ya mencionados.  En cuanto al trato de la Sociología por parte de la Facultad,  mis preferencias se relacionaban con la idea de que la materia sociológica debía seguir dándose,  pero en forma de pensamiento histórico y contemporáneo.   Fundado en estas razones,  y apoyado por el Dr.  J. Maluquer,  aproveché la oportunidad para invitar a hacerse cargo de dicha materia a los profesores Marina Subirats y Jordi Borja,  ambos recién llegados de estudiar precisamente Sociología en la Universidad de Paris,  intelectualmente muy dotados y activos militantes de la modernización universitaria.  A este respecto,  se dieron resistencias por parte de un pequeño sector del grupo docente más tradicional de la Facultad,  pero las reticencias fueron superadas,  y ambos iniciaron unas primeras influencias sociológicas en la Universidad de Barcelona.      

Por mi parte,  y conforme el propósito de fundar un Departamento específico de Antropología cultural estaba presente en mis preocupaciones académicas,  aproveché la oportunidad de que el Ministerio de Educación y Ciencia destinaba un cierto número de cátedras a la Universidad de Barcelona para aceptar el que una de ellas el Departamento de Prehistoria pensaba en mi persona.  El Dr. Maluquer me comunicó la idea de dotar una cátedra de Etnología,  y pensaba convocarla a concurso de traslado entre catedráticos,  en la idea de que como nadie era reconocido como titular especialista único de esta clase de cátedra,  finalmente yo podía ser la persona que pudiera acceder a la misma.

Objeté que se hiciera por concurso de traslado,  pues era probable que,  sin embargo,  de que yo era el único etnólogo con titulación en la Universidad española,  no obstante,  la tradición favorecía el traslado de catedráticos que,  aunque fuera por afinidad,  pretenderían concurrir al traslado y ocuparse de una Etnología que no habían practicado y de la cual serían unos aficionados.  En este sentido,  propuse al Departamento que la propuesta de concurso se cambiara por la de oposición pública y libre directa.

Al mismo tiempo,  también propuse que la nueva cátedra no se nombrara de Etnología,  sino de Antropología cultural,  lo cual suponía integrar en el futuro la Agregaduría de Etnología dentro del concepto de Antropología cultural.  Después de un pequeño debate,  prevaleció este criterio,  y conforme a éste fue hecha la correspondiente propuesta al Rectorado como opinión del Departamento de Prehistoria,  Arqueología  e Historia Antigua.   Eso ocurría el año de 1971,  y ya realizada la oposición,  y habiéndome sido favorable la resolución del tribunal,  el 5 de  Enero de 1972 fui nombrado catedrático de Antropología cultural.

La dedicación estratégica a la constitución de un Departamento de Antropología cultural fue la siguiente propuesta que hice en la Facultad.  El argumento ya lo he mencionado,  y el 28 de Octubre de 1972 se obtuvo la decisión ministerial que fundaba dicho Departamento y que,  al mismo tiempo,  me nombraba director del mismo. 

No recuerdo exactamente cuándo,  pero por entonces se hizo la invitación del Dr. Sol Tax de la Universidad de Chicago,  a tener una reunión en Barcelona para el objetivo de incorporar en el concepto de fundadores de la revista,  Current Anthropology,  a algunos de los antropólogos que iban a ser convocados.  En dicha reunión estuvieron presentes, el Dr. Santiago Alcobé,  antropólogo físico,  el Dr. Luís Pericot,  prehistoriador,  el Dr. Julio Caro Baroja,  etnólogo,  y mi persona como antropólogo cultural.

Aparte el hecho de la información de que fuimos objeto por parte del Dr. Sol Tax acerca de lo que se proponía realizar en Current Anthropology,  también por nuestra parte le informamos de nuestros planteamientos al respecto,  de lo que se hacía en España en relación con la Antropología.  El espíritu de la reunión fue plenamente boasiano,  pues todos los presentes en la misma coincidieron en asumir el criterio de que Current Anthropology iba a ser el exponente de dicha virtualidad conceptual.  Sin embargo,  se reconoció el obstáculo administrativo como fuente principal de un realismo claustral que actualmente era muy difícil superar.  Por mi parte,  hice la propuesta de crear un Instituto de Antropología en la misma Universidad de Barcelona,  donde docencia e investigación estarían reunidas en una institución única plenamente integrada en su Plan de Estudios.  En la ocasión,  se objetó conforme a la resistencia que ofrecería el marco  administrativo,  y se reiteró que podía convocarse una reunión expresa en un futuro próximo,  la cual no se produjo en ninguna circunstancia.      

En su triunfo, el Plan Maluquer se convirtió en el único modo de acceder,  indirectamente,  a la fórmula boasiana,  pero los acontecimientos posteriores y las urgencias cotidianas de solución a problemas concretos de gestión  fueron dejando paso a olvidos que confirmaban la idea de especialización directa en cada una de las 4 ramas.  Por lo mismo,  y conforme el sistema universitario era parcialmente flexible,  se podía pensar que sólo desde la autoridad política era posible emprender la realización boasiana.

Los pasos siguientes se orientaron a integrar plenamente la Antropología cultural dentro del Plan Maluquer,  única forma de flexibilizar la anterior rigidez de los programas de estudio universitarios.  En este contexto,  la Antropología cultural se convirtió en materia troncal dentro del Plan de Estudios,  lo cual facilitó el acceso al profesorado de esta Antropología de algunos de los alumnos que me parecía se distinguían en la vocación de enseñarla e investigar desde la perspectiva de sus problemáticas.

Epílogo para otra sintaxis

En el epílogo de lo que he mencionado hasta ahora la sintaxis descriptiva se agota en la gramática de las transiciones.  Llegado a este punto,  el logos de cada tiempo se sucede a sí mismo.  Aquí cabe subrayar que comienza otra clase de memoria,  no sólo más reciente porque está más cerca del tiempo actual de mi persona,  sino porque se constituye dentro de otras experiencias.  Me refiero a que si Madrid representa en mi persona la experiencia de un proceso de transición sucesiva y de un desexilio de imagen asociativa específica,  Barcelona es un capítulo de otra experiencia,  la de otra etapa,  la del modo periférico de proceder a construir una Antropología cultural desde la circunstancia de una recatalanización del contexto institucional y de otra,  la de una más amplia estructura conceptual de las dedicaciones académicas.

Desde la consciencia de su condición periférica respecto de la España de Madrid,  desde Barcelona se asume un inicio de otra centralidad,  una que se advierte en los usos políticos autónomos: se dirige a ser otra centralidad por sí misma y por el auge de sus seducciones mediterráneas.  La sintaxis del logos cultural es diferente en sus medios porque suele fundarse en experiencias de transición,  de situaciones biculturales, de bilingüismo,  de fuerzas basadas en la etnicidad,  de formas constantes de ambigüedad en la corrección de la forma política de la acción,  de oblicuidades existenciales que se miden por desconfianzas y por dependencias que obligan a ofrecer apariencias que son máscaras de un ego más sutil que la de su propia superficie cosmética. 

Todo,  en fin,  nos habla de una Antropología periférica.  Los recursos de ésta son comparativamente pocos respecto de los que puede utilizar la centralidad en sus actuaciones radiales,  y es desde este tipo de  personalidad como el proceso de construcción de una Antropología cultural puede entenderse históricamente.  De hecho,  podemos asumir que una Antropología periférica es,  en gran manera,  y respecto de la que se iniciaba en Barcelona,  un modo de construcción institucionalizado basado,  asimismo,  en medios inferiores a los de la capacidad estructural de los conocimientos que utiliza. 

En este contexto,  si desde el “Claudio” y el “Claudi” se expresan posiciones intermitentes de la personalidad,  y si,  por ser intermitentes,  en ésta se registran actuaciones dependientes de las cualidades de cada foco asociativo,  la historia de una identidad,  la de la Antropología cultural en Barcelona tendría como primera marca identitaria un registro político periférico.  Y por cuanto los recursos vinculados a esta condición institucional son siempre inferiores a los de la centralidad,  se puede significar que la memoria del curso seguido por la Antropología cultural en Barcelona hay que pensarla desde la particularidad periférica de sus recursos y préstamos asociativos,  quizá más internacionales en la europeidad y más equívocos en las presentaciones culturales de la identidad nacional.

Por esta razón,  más que reflejar cambios de personalidad,  la historia de este segundo tiempo viene a ser el reflejo de cambios de situación,  unos en los que la memoria es distinta porque lo es la experiencia de las identidades que connota cada identidad ambiental,  o sea las de cada manera individual en relación con otra colectiva.  En este sentido,  la sinceridad del modo institucional se agota en el discurso de las situaciones coactivas,  que es precisamente lo que constituye la experiencia de los caminos que conducían al desexilio,  un proceso nunca definitivo porque siempre forma parte de una transición imperfecta.

 

Addenda[2]

Pregunta Daniela Provansal:  “Quería hacer un comentario sobre su atípica y formidable trayectoria,  que es una trayectoria de antropólogo,  pues un antropólogo no puede tener más que una trayectoria atípica.  De no ser así,  no va a ser antropólogo.  Me ha llamado la atención,  y eso desde un punto de vista muy subjetivo,  el que yo también he tenido una trayectoria atípica. La cuestión sería políticamente compleja cuando llega a México,  en especial la situación política de este país,  a la cual Usted se suma después, de tensión, con amenaza de dictadura, luego el de la situación europea,  las vicisitudes de la guerra mundial y la idea de que quizá los aliados europeos podrían perderla,  hasta que la entrada de los Estados Unidos en la guerra decidió el triunfo de la democracia.  Aquí también estaría presente la contaminación de la influencia fascista que podía darse en Centroamérica,  todo ello configurando un tiempo de incertidumbre,  de  provisionalidad,  que creo estaba muy relacionada con la experiencia del exilio. O sea,  pienso que el exiliado estaba aquí,  sin saber por cuánto tiempo, todo estaba amenazado,  está volviendo…está pensando en la vuelta, en el regreso, en el retorno, pero también éste se va alejando de alguna manera. Luego la cuestión aparece cuando dice que, bueno, estudia grupos étnicos porque en aquel momento ideológicamente convenía abrir el campo a la diversidad, y eso venía del mismo gobierno.  Entonces,  esta elección ética y política a la vez que asume usted, y la gente que estaba con usted en la misma situación, eligiendo y estudiando,  todos se mexicanizan,  pues estudiar grupos étnicos mexicanos es también un modo de mexicanizarse. Luego,  eso también forma parte de la historia del antropólogo,

Y luego lo que se refiere a la vuelta, al regreso y a esta dificultad.  También aquí se trata de una trayectoria atípica. Es de encargado de curso, hace asignaturas dentro de campos disciplinarios más o menos afines pero que…bueno, y va imponiendo su perspectiva, muy coherente, y como…bueno, después puede saltar a Barcelona,  pero lo hace gracias al prestigio que tenía en el exterior y a los apoyos de personas reconocidas internacionalmente, desde el punto de vista científico, como antropólogos, o como prehistoriadores o como americanistas. Y me paro aquí, pero quiero subrayar esto, y lo quiero subrayar para futuros antropólogos o antropólogos nuevos que van a emprender la carrera, eso, este ejemplo, ¿eh? Es decir, la carrera académica que luego tuvo lugar, porque yo participé cuando la antropología tenía cinco años de carrera.  Ahora estamos en dos años,  y quizá otra vez vamos a volver a tener toda una trayectoria que tiene la suerte de tener esta posibilidad de adquirir conocimientos,  pero vale pensar en el hecho de que todos los antropólogos que han asentado la disciplina,  han sido atípicos,  y eso también es una riqueza. Y aquí me paro.”

Respuesta de C.E.F. “Bueno, en primer lugar, hay un fenómeno que yo creo que tiene un carácter decisivo, el hecho del largo tiempo que los exiliados tuvieron que esperar para poder volver a España. Cuando volvieron a España, la mayoría ya no estaban siendo españoles, se sentían extraños, y el hecho concreto es que en cierto momento todavía está uno oscilante entre la mexicanidad y la llamada hispanidad,  en este caso la catalanidad, para entendernos. En este punto, piense usted que por ejemplo, los que llegamos jóvenes, 20 años, algunos 18, algunos 22-23, andábamos muy sueltos por México; quiero decir muy libres. México  es probablemente la única experiencia de libertad real que he tenido en mi vida. De libertad real, es decir, donde uno se movía por donde quería y a nadie le pedían ningún papel, donde uno se sentía a gusto porque igual podía hacer de obrero como podía hacer de ministro, estoy exagerando un poco, ¿eh?, pero cuando llegamos a México , la mayor parte de nosotros creíamos que la cuestión de Franco era una cuestión de meses, y había gentes que durante dos o tres años tuvieron la maleta hecha con la idea de que regresaban con el “ahora estamos a punto”. Cualquier conversación entre exiliados era: “¿Qué noticias tienes?” Y todo el mundo decía, “Hombre me ha llegado una noticia de que hay unos militares que se están moviendo ahora y que de un momento a otro lo tiran, lo matan”, “Mira, se acaba de formar una alianza entre católicos del lado de no sé cuantos y de falangistas arrepentidos que están luchando contra Franco ya”, y así era todos los días, “Mira, hay una reunión en Washington donde se está discutiendo el asunto de España y donde probablemente va a ganar la República”, dónde,  probablemente, “Mira en París se ha hecho una reunión de los sindicatos franceses con los sindicatos españoles y aparte del apoyo normal que habitualmente se tiene de clase, también se ha dispuesto un apoyo a la República española para que pueda continuar existiendo como tal”.

Todos los días era eso, este era el hablar cotidiano, de manera que la mayor parte de la gente se iba muriendo mientras tampoco uno estaba muy cierto de que continuaba siendo español o catalán,  según los casos.  Había gentes que llegaron con 50 años y se estaban muriendo pronto,  en los mismos 50, 60.  Había problemas de corazón en el altiplano, que no los había para los más jóvenes, y en todo caso los números del exilio fueron disminuyendo. Después,  cuando Franco fue confirmado tácitamente por la aparente indiferencia de los vencedores de la guerra mundial,  algunos se decidieron por el regreso. 

Después,  entre los dirigentes políticos importantes, algunos regresaron a Europa para estar próximos a los acontecimientos políticos españoles.  De alguna manera,  continuaron estando en el exilio,  pero lo hicieron en Francia, de manera que hacían el exilio en Francia para no perder el contacto con el interior de Cataluña. Por otra parte, el interior de Cataluña, y el interior del resto de España, estaba dividido completamente; dividido en grupos que rechazaban las posiciones del exilio, y los del exilio queriendo imponer a los del interior las posiciones de fuera. El resultado es que no había acuerdo, el resultado es que la gente de fuera iba disminuyendo su capacidad de movimiento.

Dentro de las mismas circunstancias,  la mayor parte de nosotros no tenía subsidios, de manera que tenía que buscar la comida como podía, y en este sentido nos movíamos por aquí, por allá, para ver quien nos daba trabajo y tal y cual, por lo tanto la mayor parte del tiempo, del tiempo político disponible, era un tiempo específico dedicación parcial,   de las 10 de la noche a las 2 a las 3 de la mañana, de manera que a la mañana siguiente te levantabas tarumba,  y eso no podías hacerlo todos los días, de modo que, eran tantos los inconvenientes que iba presentando el exilio que había que juntarlos a la mexicanización paulatina que iba dándose por parte de la gente del exilio,  sobre todo,  de los más jóvenes.  Ya teníamos novias en México, en fin, ya empezábamos a pensar en casarnos allí y toda esa serie de cosas. De manera que la mexicanización entró paulatinamente,  pero seguramente, es decir, firmemente, de manera que no hubo en este sentido,  digamos pérdida,  pues ganábamos en experiencia y convivencia social generosa. 

La mayor parte de la gente se quedó en México. Y algunos de los que habían regresado se habían convertido en exiliados económicos,  puesto que México daba grandes facilidades para hacer buenas fortunas,  y en el momento de nuestra llegada la fuerza de trabajo industrial mexicana era insuficiente.  En cambio, era mucha la proporción de exiliados que tenía oficios y técnicos que se incorporaron rápidamente a  la demanda industrial mexicana en auge.  En este punto, una cierta proporción del exilio se aburguesó en la actividad de empresarios y éstos acumularon dinero en poco tiempo. 

En este sentido,  se desclasaron, se desclasaron completamente desde el punto de vista político, desde el punto de vista ideológico y desde el punto de vista de sus intereses.  Ingresaron en las sociedades de propietarios y de empresarios, empezaron ya a comportarse como empresarios,  y algunos que habían sido aquí dirigentes obreros sindicalistas feroces, se convirtieron en empresarios feroces donde procuraban darle el mínimo del salario a sus obreros, desmintiendo toda la ideología que habían transportado durante su tiempo.

A partir de ahí, evidentemente, creo que íbamos quedando un núcleo de jóvenes,  y en algunos de sus grupos la experiencia crítica se convirtió en cenáculo de motivaciones universitarias. El núcleo universitario fue el que realmente estaba incentivado para volver a España,  y lo estaba precisamente porque actuaba dentro de la reflexión política.  El referente era el de las reuniones periódicas que dedicábamos a debatir cuestiones ideológicas.  Habíamos formado un seminario, de unas 50 o 60 gentes, con mexicanos,  venezolanos,  cubanos,  peruanos, ecuatorianos, argentinos, que también tenían problemas, algún francés también estaba allí, para llevar el mensaje del tipo de gran proyecto que estábamos debatiendo sobre el porvenir político de la Península ibérica y de los países americanos.  Todos eran proyectos de origen o situación mexicanos,  de manera que estábamos mexicanizados.  Además,  y conforme la consciencia concreta de que teníamos la razón nos conducía a pensar en grandes proyectos.  Es decir,  habíamos aprendido a tener razón teórica cuando habíamos sido derrotados en España,   estábamos reflexionando sobre el qué hacer cuando regresáramos.

De manera que nuestra mexicanización fue un factor decisivo, y luego, otro hecho, el de que quedaban ya unos pocos militantes en las direcciones de los partidos políticos. En la praxis que se realizaba en ellos,  yo era el más joven de mi organización,  y me convencieron de que como era el más joven y,  además,  podía camuflarme muy bien por mis estudios en México,  habían decidido que viniera yo a reforzar el trabajo político. J. Pallach en Francia,  y yo en México, fuimos designados para reforzar el trabajo político en Cataluña. 

Por azares momentáneos,  quedé en Madrid.  Cuando llegué a esta ciudad conecté con el último dirigente que quedaba de la CNT, Lorenzo Iñigo,  con el cual la organización tenía contactos a través de Francia.  Yo llevaba el número de teléfono de él aquí,  en la cabeza,  no escritos, sino que lo tenía aquí [se señala la frente, para indicar que lo llevaba memorizado]. Le llamé por teléfono, me puse en contacto con él y él ya me comunicó con gentes que trabajaban en sindicatos, y por lo tanto era en sindicatos donde estaban realizando el movimiento principal de oposición.  Esta orientación era condenada por otros grupos, pero ahora había organizaciones clandestinas en sindicatos. 

En éstas,  sus bases más activas, los llamados enlaces,  estaban ocupando posiciones medias de poder. Inicialmente,  era una posición comunista que rechazaban los anarquistas.  Yo estaba diciéndoles a los anarquistas que lo hicieran igual que los comunistas,  porque era muy conveniente trabajar en esta línea.

En fin, todo eso era parte de lo que,  sin embargo,  no era ya mi vocación de trabajo personal.  La mía,  en dicho momento,  se orientaba a la actividad académica y,  fundamentalmente,   a eso me dediqué plenamente durante mi tiempo en Madrid.  Mi colaboración universitaria se definió muy pronto en la Universidad de Madrid,  en el CSIC y en la revista “Índice de Artes y Letras”.

Luego había la estrategia personal, la que realizaba por mi cuenta.  Creo que ésta es intransferible,  es única, cada uno tiene la suya, yo tuve la mía, y la mía fue manejar por aquí, manipular por allá, y ver la forma de ir entrando aquí saliendo de allá y tal y cual, uniendo gente en el camino, gente por ejemplo que aquí fue expulsada de la universidad, como Lluís Carreño Piera.  Éste vino conmigo a Madrid para hacer seminario allí, en fin, todo eso. Y cuando llegué a Barcelona, la idea que tenía yo, era que faltaba una etnografía de Cataluña bien hecha.  Ya existían materiales, el Arxiu d’Etnografia de Catalunya,  y eso ya un antecedente, pero no estaban dentro de la línea que yo pretendía enfocar.  En la propuesta de reorganizarlos,  nadie me ayudó económicamente,  y en este punto desistí de hacerlo.

Pregunta de Àngels Pascual):  “¿En qué año llegó a Barcelona?. 

Respuesta:  1968.  Entonces, aquí en el CSIC fundé una revista,  ETHNICA,  y aunque no había suficiente dinero para hacerla a mi manera,  sin embargo,  la inicié.  Me ocupé de hacer una biblioteca,  aunque aquí no había dinero para la clase de biblioteca que pretendía. Entonces,  usaba  dinero del capítulo de mis viajes y lo empleaba en comprar libros para la biblioteca que hay ahí. En fin, todo eso.

Pregunta de Joan Prat Carós: “Quería preguntarle sobre el hecho de que en los cursos que nos daba hace ahora,  más o menos 40 años, Usted hacía mucho énfasis en cultura y personalidad,  en psicoanálisis,  en el psicoanálisis culturalista.  Hoy nos ha hablado poco,  pienso porque la cosa era muy sintética y muy compacta, ¿por qué no nos explica un poco más sobre su interés por esta rama de la Antropología, diríamos que seria la más psicológica?”

Respuesta de C.E.F.  Vea,  mi interés acerca de esta rama es la siguiente.  El año 1951 conocí a un psiquiatra mexicano, el Dr. Raúl González Enríquez.  Éste había fundado un seminario con un grupo de psiquiatras,  también mexicanos, que querían psicoanalizarse.  En la ocasión,  dicho psiquiatra dio una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM sobre la dicotomia dionisíaco/apolíneo en la Grecia,  respectivamente,  antigua y clásica. Dicha dicotomia había sido trasladada a la Antropología por Ruth F. Benedict. Otras líneas dentro de la psicología profunda la exploraban como una posible orientación en el contexto del psicoanálisis clínico.  También,  y por ejemplo,  un antropólogo húngaro, Géza Róheim,  había trabajado en diferentes sociedades primitivas del Pacífico,  y lo hacía dentro de la idea de probar la universalidad del complejo de Edipo en términos del psicoanálisis freudiano.

Esta idea recibía por entonces muchas críticas,  entre otros la de Malinowski.  Lo importante aquí lo es el hecho de que el psicoanálisis entró en la Antropología y lo hacía en la dirección de fundar en ella nuevos enfoques,  el psicoanalítico,  por ejemplo.  Así,  ambas problemáticas estaban siendo percibidas como teorías a verificar empíricamente.  Raúl González Enriquez pronunció la conferencia y afirmó que la dicotomia,  de origen nietzscheano,  se podía interpretar en México dentro de otra dicotomía cultural,  la de los mayas y los nahuas. A los primeros atribuía lo dionisíaco y a los segundos lo apolíneo.  Por mi parte,  hice algunas observaciones públicas acerca de esta problemática,  precisamente porque estaba realizando lecturas sobre estos asuntos en mis trabajos escolares dentro de la ENAH.

A raíz de esta intervención, R. González Enríquez me ofreció participar en el Seminario que había organizado,  precisamente porque estaba muy interesado en incorporar dos líneas dentro de la Psiquiatría mexicana,  la del Psicoanálisis y la de la Antropología.   Acepté la propuesta,  y finalmente,  a la llegada del Dr. Erich Fromm,  el Seminario estaba dirigido por éste y mi persona actuaba en el mismo como Secretario-antropólogo.  El seminario estaba compuesto por 3 psiquiatras consagrados,  Raúl González,  Alfonso Millán y Guillermo Dávila.  Además,  estaban integrados en el mismo otros siete psiquiatras,  en calidad de doctorandos.  El régimen de trabajo consistía en la presentación semanal de un caso clínico,  mi información cultural sobre el mismo,  un debate al respecto,  y un diagnóstico final a cargo de Erich Fromm.  Asimismo,  Erich Fromm me psicoanalizaba en otras sesiones didácticas exclusivas,  y así yo me estaba asociando al Psicoanálisis.

Cabe añadir que participé en la idea de elegir al Dr. Erich Fromm  cuando fui preguntado por mis preferencias.  Cuando ya llevaba poco tiempo en esta experiencia,  el entonces Subdirector del Instituto Nacional Indigenista de México  (INI),  el Dr. Gonzalo Aguirre Beltrán,  grandemente interesado en introducir la línea psicoanalítica dentro de la enseñanza de la Antropología en la ENAH,  me convocó en dicha institución y me invitó a enseñarla en la ENAH.  Propuse el título de Cultura y Personalidad,  y completé esta enseñanza introduciendo en ella otro curso,  el de Análisis de la Personalidad. Por otra parte,  y en la idea de incorporarme al elenco profesoral de la ENAH,  el director de la misma,  D. Pablo Martínez del Río,  me propuso añadir a los dos cursos mencionados otro de Historia de la Cultura

En este punto,  es obvio que introduje en la ENAH las tres asignaturas.  En lo concerniente a la pregunta,  la novedad de las dos primeras consistía en procurar que la línea psicoanalítica en vez de construirse en forma de casos clínicos individuales,  se formulaba en términos de explicaciones culturales de ciertas conductas compulsivas,  de ansiedades marcadas en los individuos a partir de la experiencia de la socialización. Esta última fue la clase de estudio que concentraba los mayores énfasis de la descripción y del análisis.  En este sentido,  un psicoanalista de los E.U.A.,  Abram Kardiner,   por entonces asociado con un grupo de antropólogos en la interpretación psicoanalítica de los datos culturales,  junto con la obra de Erich Fromm,  constituyeron los autores de teoría básica,  y los datos de campo mexicanos,  míos y de otras investigaciones,  alimentaban de material empírico los datos de campo. Este enfoque no era,  pues,  una línea de investigación clínica,  de problemática neurótica,  pues,  en todo caso se construía dentro del empirismo de campo.   Era,  por lo tanto,  la expresión de un método que incluía el principio de que los grupos humanos comparten caracteres de personalidad construidos desde la socialización infantil. En Madrid,  a raíz de un cursillo que preparé de cultura y personalidad,  me invitaron a realizar la oposición a una cátedra de psicología,  pero el énfasis en la psicología social y la tradición individualista de la Psicología me hicieron desistir del propósito de competir con los candidatos que formalmente estaban preparados para prepararla dentro de dicha tradición.  En mi caso,  lo que pretendía era conducir el enfoque de la Psicología social hacia las problemáticas de la socialización cultural.

Pienso que mis planteamientos no eran lo suficientemente explícitos para los profesionales de la Psicología social.  Estas experiencias me convencieron de que el modo antropológico en Psicología social estaba muy lejos de tener oportunidades de introducirse en la Universidad española y,  en este sentido,  era preferible reforzar mi posición dentro de la Antropología cultural,  no tanto porque ésta era la que se hallaba teóricamente más próxima a los tratamientos del enfoque de Cultura y Personalidad,  sino porque,  además,  intentaba conducir a la experiencia psicoanalítica de las formas sociales entendidas desde su referente cultural. 

Pregunta de Dolors Comas: No se trata de una pregunta,  sino de  un comentario que complementa algunas de las cuestiones que ha planteado, vistas desde otro lado, el de alumno que fui del primer curso de Antropología cultural, el que dio en la Universidad de Barcelona como asignatura optativa,  un poco explicando dos cosas. Una, que como estudiante que era en aquel momento, que había entrado en la Universidad el año anterior, muy joven, que había comenzado un plan de estudios correspondiente a lo viejo de la Universidad, y lo viejo era también lo franquista,  también por así decirlo, y que con la puesta en marcha del plan Maluquer era ya posible introducir asignaturas muy nuevas,  como la Antropología cultural, la Sociología, la Lingüística,  en fin,  una serie de asignaturas para estudiantes como yo, o de yo misma para no hablar por otros,   el contacto con la Antropología va ponerme en contacto con cosas nuevas,  abrir el conocimiento y ser también una especie de indicador de que la libertad llegaba también a la Universidad,  cuando todavía el régimen franquista no se había acabado,  cosa por lo cual nos sentíamos muy estimulados. 

En este sentido,  una persona que llegaba del extranjero,  que sabíamos que era exiliado, que eso para personas como yo,  antifranquistas, que no estábamos conformes con lo que pasaba,  pues todo eso añadía un plus de interés.  Por lo tanto,  yo deseo destacar esta dimensión,  es decir, que en el caso de Barcelona y de la Universidad, la introducción de asignaturas como estas fue para los estudiantes en aquel momento como un estallido de novedad, de apertura, de nuevas libertades.  Veíamos que también eso debía traducirse en la dimensión social, no?  Bueno,  también cursé una asignatura, la Sociología que comenzó a dar Usted,  pero que después…  Ésta no fue la que a mí me agradaba…..”

(Interrupción de C.E.F.: Aquí está una persona (Jordi Borja) que,  por cierto,  también venía del exilio.  Está en la sala,  efectivamente más arriba).

Dolors Comas d´Argemir: “Quería destacar,  primero,  este ambiente ahora referido,  el de aquel momento.  Y segundo,  una cosa que Usted no ha explicado,  pero que a mí me parece interesante explicar,  lo de que esta formación mexicana Usted intentó impulsarla también en Barcelona dentro de un plan de estudios,  el Pla Maluquer, una ventaja, que es la de que como sea  que teníamos muy pocas asignaturas obligatorias, las troncales y muchas optativas, nos construíamos un currículum académico muy atípico, de manera que,  por ejemplo, yo misma hice,  por consejo suyo, ¡eh!,  pues entonces me aboqué a la Antropología,  así Prehistoria porque estaba en el ámbito de la Prehistoria.  Pero me dijo, y yo lo hice: debe cursar Lingüística y Semántica,  y Antropología biológica y Sociología y, bueno, son asignaturas que,  claro,  entonces me preguntaban: ¿y tú qué haces? Pues Prehistoria,  pero hago todas estas asignaturas,  las que, efectivamente, construían un currículum muy atípico.  Además, y lógicamente,  las de Antropología que Usted iba introduciendo, pues como la misma Antropología lingüística, la Antropología prehispánica, y quiero decir que recuerdo las asignaturas que iba  haciendo. Decir, en todo caso, que la formación que hacemos en estos momentos,  la que conduce mucho a la especialización,  mientras parecía muy dispersa,  era  como muy atípica.  Era la de la Antropología de las cuatro ramas:  Antropología biológica, Antropología social, la Lingüística y la Arqueología.  O sea,  hice un poco de todo.  Creo que en la vida me ha servido, ¿eh?,  pues, quizá, seguramente no sé,  pero para la Antropología  seguramente sí,  pues formaba parte de la formación,  pero como por la vida luego hay que hacer muchas cosas,  entonces,  creo  que también esta formación,  que ha sido amplia,  pues también ha servido. ¿eh? Y lo digo en un momento en que se da tanto valor a la especialización,  pues también conviene reivindicar estos conocimientos  humanísticos más amplios. Este era el comentario que quería hacer.”

C.E.F.: Bien,  pienso que ya tenemos bastante.  No sé si ...

Pregunta de Enrique Santamaría: “Sí. Yo pensaba hacerle una pequeña pregunta. Y es: qué le parece la idea que nos ha movido a montar estas jornadas, y digamos esta misma sesión, la de que creemos que el exilio no está demasiado estudiado por las ciencias culturales, de que, como hipótesis precoz, que decía usted, el exilio ha jugado un papel mucho más importante del que muchas veces se pone de relieve.

C.E.F.: Bueno, lo que yo puedo decir de los exilios es que generalmente los exiliados que vuelven a sus países de alguna manera se sienten extraños en ellos. Al fin y al cabo,  me sentí más extraño en España que en México. Y,  además, con una ventaja en México, la ventaja de universidades abiertas, es decir, no hay cierre ni para toda la vida ni para la poca vida, no hay…Allí, si uno funciona en el respeto al país y a sus personas, está muy bien recibido. El cuadro abierto de la universidad mexicana,  era incomparable con el cuadro cerrado de la universidad española, sobre todo la de aquella época. Lo de aquella época era…Mire, algunos de los catedráticos familiarizados en los contactos internacionales con la Etnología procuraban impedir que ésta se institucionalizara,  y desde sus cátedras de Arqueología y de Prehistoria retenían sine die la propuesta de dotar una cátedra de Etnología que pudiera competir con aquéllas en los prestigios del estudio de las sociedades de que se ocupaban.

En este sentido,  dentro del programa de Prehistoria o de Arqueología solían dedicar un par de clases a definir la teoría etnológica.  Lo hacían dentro del contexto de alguna de las dos mencionadas.  En mi caso,  me veían como un intruso en las tradiciones incorporativas de la Etnología,  entendida como un apéndice teórico de aquellas otras disciplinas.  A este respecto,  se guardaban para sí la representación de la Etnología en cátedras que la incorporaban sin apenas mencionar sus campos específicos de campo y enfoques epistemológicos.  Uno de ellos me dijo, “Mire usted, usted está muy formado,  y no vamos a ir a discutirlo pero,  desde luego, no…todavía tiene usted que pasar por un periodo ahí de aclimatación, me dijo, de aclimatación,  y cuando este momento,  ya veremos,  pues yo no voy a renunciar a la cátedra de Etnología”.  Por todo comentario,  le añadí:  “Pero si usted no es catedrático de Enología, usted es catedrático de Prehistoria”,  a lo que me respondió,  “Sí,  pero el catedrático soy yo,  no Usted”.

Más tarde,  convocaron una cátedra de Prehistoria y Etnología en la Universidad de Granada.  Pero antes de que se llevaran a cargo los ejercicios de oposición,  el principal protagonista del tribunal,  su Presidente, me dijo que sabía que yo iba a presentarme a dichos ejercicios,  pero que,  en todo caso,  lo correcto era que no compitiera,  pues el candidato preferido por él era un prehistoriador y discípulo. Otro miembro del tribunal me confesó que la cátedra ya estaba dada,  y se la merecía fulano.  Le comenté, “Ah,  muy bien,  entonces,  como fulano sólo sabe la mitad de la cátedra que han convocado,  y la otra mitad otro opositor,  ¿por qué no la dividen entre dos especialistas,  pues,  obviamente,  los alumnos,  además de alguno de los opositores posibles,  serán los perjudicados por este comportamiento del tribunal. 

O sea, los obstáculos para entrar en el sistema yo no los cuento porque sería muy largo,  pero algún día los contaré escribiendo algo como,  por ejemplo, que impedían que uno pudiera ir rectamente por el camino de la aspiración legalmente dispuesta. No por aquí, ahora por allá, ahora aquí, ahora por acá; vamos a ver, a éste lo vamos a poner como presidente,  a aquél de secretario,  y así. En aquellas condiciones,  una cierta cantidad de realismo político era necesaria y,  desde luego, la situación moral del sistema de acceso a posiciones universitarias,  era muy precaria. 

Cuando,  por ejemplo,  creé la EEA dentro de un Centro Iberoamericano de Antropología (CIA),  sugerí para Presidente el nombre de una persona franquista siempre muy amable conmigo, tenida como patriarca por compañeros universitarios de segunda generación.  Pensaba,  y pienso,  que en política también existen reglas morales,  de autocontrol y respeto a la dignidad del otro,  y eso es cierto en personas que se mueven por creencias más que por intereses. Hablando en lo concreto de los comportamientos públicos, si pensamos en estas situaciones estamos pensando políticamente,  y de cierto estoy seguro que un régimen autoritario sugiere maniobras de todo tipo,  una de ellas la de evitar que fulano ocupe tal o cual posición.  En cierto modo,  es también obvio que incluso en la idea de futuro uno prefiera proponer lo que objetivamente es menos malo y que,  por serlo,  asegura resultados,  aunque de beneficio mínimos,  pero potencialmente progresivos,  que uno puede controlar desde una distancia empírica suficiente.

En este sentido,  el exilio sería una variable de la actividad política en la versión transterrada.  Y todo cuanto el regreso al mundo de origen supone de adversidad,  es también causa de mejor experiencia y de capacidad de relación social con una clase de diversidad política marcada por el hecho de que una cierta mitad de su militancia ideológica no está visible en la superficie de las apariencias,  las que serían primeras ocultaciones del otro.  Sin embargo,  como ocurre en la consigna de la clandestinidad,  el otro está presente,  y aunque no se ve,  se siente y ocupa espacios de representación oblicua y opaca durante el tiempo de los encubrimientos de identidad a que recurren las personas amenazadas. 

Desde luego,  y conforme estoy actuando a modo de confesión y de sinceridad,  el exilio sí enseña a entender el papel de las ciencias sociales en torno a ideas de cultura y de conflicto.  Desde éstas,  el análisis de los hechos que impiden el ejercicio de la normalidad ciudadana conduce también a entender mejor el origen de los hábitos de supervivencia.  Por lo mismo,  si en la creencia y en el ejercicio ético de la misma,  uno es coherente con la convicción de que hace lo mejor para sí mismo y si,  por ende,  haciéndolo beneficia a una comunidad de ideas que incorpora a los individuos que no han obtenido todavía este derecho a ser iguales en la participación social,  entonces,  podemos dar la bienvenida a dichas ideas,  pues son sólidamente morales por sí mismas en la solución de la sociabilidad correcta.

En el caso de la Antropología,  supone entender que las ciencias sociales y,  específicamente,  en lo fundamental las ciencias culturales,  éstas no están sólo para describir la realidad,  sino también para cambiarla desde el conocimiento de otra mejor.  En este contexto,  puede que un exilio contribuya a mejorar situaciones,  no tanto como resultado del ejercicio de la presión directa de los exiliados,  sino por la influencia  constante que ejercen las ideas que fueron derrotadas por lar armas,  pero que,  sin embargo,  están presentes en las herencias mentales,  intelectuales,   de los individuos que las han recibido,  de las que acaban siendo reincorporadas a una realidad futura que,  en lo fundamental,  retiene el argumento ideológico de los que perdieron la guerra civil,  que es el caso actual de la España democrática.

 

Notas

[*] Nota del Consejo de Redacción.- Agradecemos al profesor Claudio Esteva Fabregat que nos haya enviado este valioso texto, que publicamos como número extraordinario de Scripta Nova. Una relación parcial de sus publicaciones puede verse en  <http://www.ub.es/geocrit/esteva.htm>
La revista ha dedicado recientemente un artículo a la trayectoria intelectual y a la obra del autor. Véase: CAPEL, H. La antropología española y el magisterio de Claudio Esteva Fabregat. Estrategias institucionales y desarrollo intelectual en las disciplinas científicas. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias sociales. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de abril de 2009, vol. XII, núm. 287<http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-287.htm>.

[1] Antes publiqué un ensayo, Sobre la teoría y los métodos de la Antropología Socia, 1957.  Ver bibliografía.

[2] Esta addenda forma parte de las intervenciones de asistentes a la conferencia,  con las respuestas específicas que di a ellas.

 

© Copyright Claudio Esteva Fabregat, 2009.
© Copyright Scripta Nova, 2009.

Ficha bibliográfica:
ESTEVA FABREGAT, C. Exilio y desexilio: experiencia de una Antropología. México - Madrid - Barcelona. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias sociales. Barcelona: Universidad de Barcelona, 25 de mayo de 2009, vol. XIII, núm. 28<http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-291.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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