Scripta Nova |
Roser Nicolau Nos
rnicolau@ced.uab.es
Josep Pujol Andreu
josep.pujol.andreu@uab.es
Departamento de Economía e Historia Económica, Universitat Autònoma de Barcelona
Los factores condicionantes de la transición nutricional en la Europa Occidental: Barcelona, 1890-1936 (Resumen)
En este artículo, analizamos críticamente la incidencia que tuvieron los cambios en la renta en la evolución de la dieta, durante las primeras fases de la transición nutricional en la Europa occidental. Con esta finalidad, centramos la atención en la evolución que siguió el consumo de proteínas animales en la ciudad de Barcelona entre finales del siglo XIX y 1936, y, más concretamente, en los cambios que experimentó en este período el consumo de leche fresca y el consumo de carne. Muy sucintamente, mostramos que la influencia de la renta en la composición y la evolución de la dieta se entiende mejor cuando consideramos la intervención de otras variables. En particular: los progresos en los conocimientos científicos y técnicos, las condiciones ambientales, los cambios en la higiene pública y la estructura de edad de la población.
Palabras clave: historia de la alimentación, niveles de vida, Europa, transición nutricional.Conditioning factors in the nutritional transition in Western Europe: Barcelona, 1890-1936 (Abstract)
In this article we critically analyse the effect of the changes in the income in the first stages of the nutritional transition in Western Europe. With this aim, we focus our attention on the evolution of the consumption of food of animal origin in the city of Barcelona between the late 19th century and 1936, and more concretely, in the changes that the consumption of fresh milk and meat experienced in this period. Very briefly, we show that the influence of the incomes in the composition and evolution of the diet is better understood when we consider the intervention of other variables. In particular, the progresses in the scientific and technical knowledge, the weather conditions, the changes in public hygiene and the age structure of the population.
Key words: Food History, Standard of Living, Europe, Nutritional Transition.La evolución de las pautas alimentarias durante los siglos XIX y XX ha atraído la atención de muchos investigadores desde la década de 1980 y su estudio es, en la actualidad, una de las principales áreas de investigación de disciplinas científicas muy diversas[1]. Las Ciencias Sociales no han quedado al margen de este proceso, al estar muy relacionada esta variable con la evolución de los niveles de vida de la población y los cambios generados por el crecimiento económico. De forma directa o indirecta, los cambios en la dieta se han tratado en investigaciones de Historia Social, con la finalidad, por ejemplo, de evaluar el impacto de la industrialización en los niveles de vida de la población, o analizar la evolución del sector alimentario.[2] El interés por los cambios alimentarios también es explícito en numerosas investigaciones de Historia de la Población, Sociología y Antropología, sobre todo cuando se tratan dos grupos de cuestiones: las distintas relaciones existentes a lo largo del tiempo entre las transiciones epidemiológica y de la mortalidad, con lo que ha acabado caracterizándose de transición nutricional,[3] y la influencia de los condicionamientos culturales y ambientales en la evolución de los niveles de vida.[4] El renovado interés por la evolución de la calidad de vida de la población también ha fomentado nuevas investigaciones en Economía e Historia Económica sobre los cambios en la dieta, en respuesta, en gran parte, a los problemas que plantea la construcción y el análisis de nuevos indicadores cuantitativos sobre la evolución de los salarios reales, los Índices de Desarrollo Humano y la estatura de la población.[5] Las aportaciones que se han hecho a partir de las anteriores aproximaciones analíticas también han fomentado nuevos estudios interdisciplinarios, que combinan los enfoques de las Ciencias Sociales y los de las Ciencias de la Salud.[6]
Sin embargo, a pesar de las aportaciones que se han realizado en las anteriores direcciones, aún es predominante en las Ciencias Sociales la tendencia a inferir los cambios en la dieta de los cambios más generales que se observan en los niveles de renta y, por consiguiente, de las diferentes experiencias de crecimiento económico. En este breve ensayo analizaremos críticamente esta línea interpretativa, tomando como referencia la evolución del consumo de alimentos de origen animal en las sociedades europeas occidentales, pero muy especialmente en Cataluña. La evolución de esta variable está directamente relacionada con las diferentes condiciones económicas y sociales que han generado los procesos de crecimiento económico, y su consideración resulta por lo tanto muy adecuada para entender mejor cómo han evolucionado en esas sociedades los niveles de vida de la población. En este texto, no haremos sin embargo un estado de la cuestión de los análisis que se han propuesto, en los últimos veinte o treinta años, sobre la evolución de la dieta en las sociedades industrializadas desde la segunda mitad del siglo XIX. Más modestamente, en este artículo analizaremos las principales explicaciones que se proponen sobre la expansión que observó el consumo de proteínas animales en la Europa occidental, durante el primer tercio del siglo XX, y propondremos, para terminar, algunas líneas de investigación que consideramos que pueden ser de utilidad para relacionar mejor la evolución de la dieta a largo plazo, con los cambios económicos, científicos y sociales propiciados por la industrialización de la sociedad.
Una de las características más remarcables de la dieta actual de los europeos, es la elevada importancia que ha adquirido el consumo de alimentos de origen animal en su composición. Muchos estudios han analizado los factores que han provocado esta situación y sus consecuencias.[7] Muy sucintamente, si bien en la segunda mitad del siglo XIX la ingesta de proteínas animales aún era muy reducida en amplios segmentos de la población, después experimentó un sostenido crecimiento que, aunque evolucionó de forma diferente geográficamente y pasó por períodos de estancamiento o retroceso, acabó alterando profundamente las pautas alimentarias de los europeos en las décadas de 1960 y 1970. Este proceso se ha caracterizado a menudo de transición nutricional, de forma parecida a como se han caracterizado también, en los estudios de historia de la población, los cambios demográficos que se experimentaron al mismo tiempo en aquellos mismos colectivos. En nuestra opinión, hablar de transición nutricional o demográfica es adecuado si queremos describir cómo se pasó de unos modelos demográficos y nutritivos relativamente estables durante siglos, a los nuevos modelos demográficos y nutricionales que caracterizan las sociedades desarrolladas actuales. El término transición, sin embargo, es muy cuestionable, si con su uso queremos reflejar que algo inevitable preparaba aquellos procesos, y que su desarrollo debería que acabar generalizándose. Tal y como argumentaremos a continuación, cuando el término transición se usa en este sentido, de forma explícita o implícita se está haciendo un supuesto que consideramos poco apropiado. En concreto, se está suponiendo que la renta es el principal factor que explica las pautas de consumo, y que el crecimiento económico es, por lo tanto, el principal factor que explica la transición nutricional.
Los razonamientos que se proponen en esta dirección son bien conocidos. A partir de distintas clases de observaciones sobre las diferencias en la dieta y los ingresos, para diferentes momentos y grupos de población, se concluye que los alimentos de origen animal tienen una elevada elasticidad de la demanda respecto de la renta (función de demanda elástica), y que fue pues el sostenido crecimiento de los ingresos el factor que impulsó el consumo de aquella clase de alimentos.[8] Sobre la base de este razonamiento es lógico, por lo tanto, que cuando se han intentado explicar los cambios en la dieta desde la segunda mitad del siglo XIX, muchos investigadores, economistas e historiadores económicos principalmente, pero también otros especialistas en Ciencias Sociales, tiendan a centrar la atención en el crecimiento económico y la distribución de la renta.[9]
Esta línea interpretativa es fácil de aceptar intuitivamente. Por una parte, se adapta bien a la percepción de que casi todos tenemos sobre la elevada importancia que tienen los ingresos en las pautas de consumo, tanto desde el punto de vista individual como colectivo. Por otra, cuando se considera que la renta es la principal variable que explica los cambios en la dieta, aquellas investigaciones aceptan implícitamente uno de los paradigmas centrales de las Ciencias Sociales, y esta circunstancia facilita mucho su aceptación, académica y política. Nos referimos al paradigma según el cual el crecimiento económico es el principal objetivo de la sociedad, y que la mejora o el deterioro que experimentan en el tiempo los niveles de vida de la población, no es más que una consecuencia del grado de éxito o de fracaso de la sociedad en alcanzar aquel objetivo. Seguidamente argumentaremos que en esta línea interpretativa hay importantes errores metodológicos, y que los argumentos que se proponen a favor suyo a menudo contradicen las evidencias empíricas recogidas en investigaciones más especializadas.
Algunos errores metodológicos son consecuencia de una utilización poco precisa de varios conceptos de Teoría Económica. En primer lugar, es preciso recordar que las observaciones transversales o cross-section entre dos variables, como las que se desprenden de comparar las pautas distributivas de la renta y las diferencias sociales en las pautas de consumo, en una sociedad concreta y en un momento determinado, no se pueden utilizar para explicar los procesos de cambio a largo plazo que se observan en la variable que consideramos dependiente.[10] En las situaciones a corto plazo, se analizan las relaciones que se observan entre dos variables, suponiendo que los demás factores que condicionan esas relaciones no varían (ceteris paribus). En los procesos a largo plazo, por el contrario, este supuesto no es aceptable, porque lo que ahora se analiza es, precisamente, cómo han evolucionado aquellas relaciones en el tiempo. En el caso del consumo de alimentos, algunos de estos factores serían: los conocimientos científicos sobre la composición de los alimentos y las consecuencias de su ingesta en la salud, las condiciones técnicas y ambientales, o, también, las disponibilidades de energía y las condiciones de las viviendas. Es decir, los conocimientos científicos en nutrición y su difusión en la sociedad; el conjunto de tecnologías disponibles en las sucesivas fases de producción, transformación y distribución de los alimentos; y el conjunto de circunstancias que condicionan los niveles de vida de la población. Por condiciones de vida de la población entendemos, junto a las características de las viviendas, las infraestructuras domésticas existentes y las disponibilidades de energía, la distribución del tiempo en las unidades familiares, la duración y las características de las jornadas laborales, la composición de las familias, y la estructura de edad de la población y su estado de salud. Por su clara influencia en la dieta, también podríamos añadir las convenciones religiosas, aunque en nuestra opinión la influencia de esta variable en la composición del consumo es indirecta, y a menudo esta condicionada por el conjunto de las otras variables que acabamos de indicar.
En segundo lugar, en la línea interpretativa que pone el acento en los cambios en la renta para explicar los cambios en el consumo de alimentos de la población, se supone que los consumidores son agentes pasivos que no intervienen en el proceso de transformación de los bienes que adquieren, y que sus decisiones están básicamente condicionadas por los precios y sus ingresos monetarios. Cuando se adopta esta perspectiva, por lo tanto, las interpretaciones que se proponen sobre los cambios en la dieta no toman en consideración dos hechos muy conocidos. Por un lado, no valoran suficientemente que lo que los consumidores adquieren en el mercado son los servicios que pueden proporcionar los diferentes bienes disponibles en un momento determinado, y que el conocimiento de estos servicios cambia en el tiempo, con el cambio científico y tecnológico, aunque el bien en concreto no lo haga. Por otro, aquellas aproximaciones analíticas también olvidan que, en el caso especialmente de los alimentos, los consumidores tienen que intervenir de forma muy activa en su transformación, y que su intervención en este sentido esta de nuevo muy condicionada por los conocimientos científicos, las infraestructuras técnicas existentes y las condiciones de vida en general.[11]
Por último, en aquella línea argumental también se olvida que los ingresos son solamente uno de los muchos mecanismos a disposición de la población para acceder a los servicios que pueden proporcionar los bienes que pueden adquirirse, y que su importancia ha variado mucho en el tiempo y en el espacio, respecto de otros mecanismos de acceso. El aumento de los salarios en las primeras fases del crecimiento económico podría incluso interpretarse, cuando menos parcialmente, como una compensación de la sociedad frente a la progresiva desaparición de otros mecanismos de acceso.[12]
En otras palabras, en nuestra opinión la relación entre ingresos y dieta puede ser relevante a corto plazo, pero solamente cuando los ingresos monetarios son la principal vía de acceso de la población a los alimentos y cuando se analizan, en una determinada sociedad y momento del tiempo, las relaciones existentes entre las diferencias en la dieta y las pautas distributivas. Incluso en estos casos, no obstante, no debería olvidarse que las condiciones sociales, demográficas, tecnológicas, científicas y ambientales suelen ser muy diferentes en poblaciones de distintas zonas geográficas, y que estas diferencias deben tomarse en consideración cuando se hacen comparaciones.
En los procesos de cambio a largo plazo, de todos modos, las relaciones entre ingresos y dieta aún son más débiles y no se pueden analizar sin considerar el conjunto de cambios sociales, científicos y tecnológicos, que se han sucedido durante el período de tiempo objeto de estudio. Como sabemos, unos y otros procesos de cambio afectan de forma desigual a los diferentes sectores productivos, y esta circunstancia, al alterar también de forma desigual los precios de las mercancías, también altera, y a menudo de forma substancial, las estructuras de precios relativos. Al mismo tiempo, los cambios científicos y tecnológicos alteran la información que tienen los consumidores sobre los servicios que pueden proporcionar los productos que pueden adquirir, con lo cual también cambian, en consecuencia, las estructuras de preferencias. En definitiva, no es lo mismo un cambio marginal en una variable particular, como los ingresos, que un cambio en el conjunto de equilibrios que condicionan las pautas de consumo. Por este motivo, las estimaciones sobre la elasticidad de la demanda de uno u otro producto respecto de la renta en un momento determinado nunca se pueden utilizar para explicar los cambios que se observan a largo plazo en las pautas de consumo. Cuando esa medida de sensibilidad se usa erróneamente con esta finalidad, se está suponiendo que la influencia de los demás factores que condicionan la demanda se mantiene constante y, por consiguiente, que no hay cambios científicos, técnicos y sociales relevantes, durante el período de tiempo que se considera. Pero cuando las condiciones científicas, técnicas y sociales cambian, como sucede en los procesos a largo plazo, aquella medida de sensibilidad también lo hace, y son por lo tanto sus propios cambios los que deben ser explicados.
Para ilustrar los anteriores razonamientos y esbozar nuevas hipótesis de trabajo, para nuevas investigaciones en Historia de la Alimentación, en los siguientes apartados analizaremos la evolución que siguió el consumo de alimentos de origen animal durante las primeras fases de la transición nutricional. Como sabemos, el creciente consumo de proteínas animales en Europa desde la segunda mitad del siglo XIX, se suele explicar por la combinación de tres procesos estrechamente relacionados. Por un lado, se argumenta que la crisis agraria finisecular deterioró los precios relativos de los cereales, y que esta circunstancia propició la expansión de las producciones agrarias con mayor valor añadido. Por otro, también se argumenta que la caída de los precios del trigo mejoró los ingresos reales de las familias, y que esta circunstancia favoreció el creciente consumo de alimentos de origen animal, al tener estos alimentos, como hemos indicado, una elevada elasticidad de la demanda con respecto a la renta. Por último, en numerosos estudios de historia económica sobre la crisis finisecular y sus consecuencias, también se argumenta que el aumento de los ingresos reales estimuló los procesos de industrialización y urbanización de la sociedad, y que el continuado desarrollo de estos procesos, al mejorarar de nuevo los ingresos de las familias, hizo posible que el consumo de proteínas animales tendiera a generalizarse y a aumentar de forma sostenida. En los párrafos siguientes sostendremos que la incidencia de los ingresos en la evolución de la dieta no fue tan directa e inmediata como se supone, al estar mediatizada por tres factores: los conocimientos científicos en nutrición, las tecnologías disponibles en la producción, transformación y distribución de los alimentos, y las condiciones de vida de la población en las ciudades.
Según los estudios que hemos consultado, en el centro y norte de Europa el consumo de leche fresca ya era elevado en 1900, cuando se situaba entre 70 y 100 l por habitante y año, y continuó aumentando en las tres décadas siguientes, hasta superar, en numerosas ciudades y regiones, los 200 l. Alrededor de 1930, el consumo por habitante y año era de unos 90 l en Gran Bretaña y 70 l en Francia, se situaba entre 120 y 180 l en Noruega, Dinamarca y Sajonia, y superaba los 200 l de media, en Suiza, Suecia y Dinamarca. A nivel urbano, el consumo de leche fresca se situaba entre 100 y 150 l, en Londres, Berlín, Estrasburgo y Ámsterdam; entre 150 y 200 l, en Viena, Hamburgo y el conjunto de Noruega, y superaba esta última cota en Lucerna, Berna, Estocolmo y Copenhague. También se indican casos en los que el consumo llegaba a los 300 l por habitante y año.[13]
En Cataluña, contrariamente, donde los procesos de industrialización y urbanización de la sociedad también fueron muy intensos desde mediados del siglo XIX, el consumo de leche fresca siempre fue mucho menor y más desigual geográficamente. Alrededor de 1900, el consumo no llegaba a los 15 l por habitante y año, ni en los núcleos urbanos ni en los rurales. Treinta años después, el consumo sólo llegaba a niveles relativamente importantes en la ciudad de Barcelona y en la provincia de Girona, donde se situaba en poco menos de 80 l. A principios del siglo XX, el consumo de leche fresca se estimaba en unos 7 l en Tortosa, 9 l en Castellar del Vallès y 13 l en la ciudad de Barcelona. Más en general, y según se indicaba en las cerca de 45 Topografías Médicas que se realizaron en Cataluña durante el siglo XIX, antes de 1900 el consumo de leche fresca era ocasional o inexistente en 15 municipios, en 7 era similar o inferior al de Barcelona, y en casi todos los municipios era, de forma predominante, de leche de cabra. Aquellos estudios también muestran que el consumo de leche fresca no solamente era muy bajo en las comarcas del centro y sur de Cataluña, donde predominan los cultivos de cereales, viñedos, olivos y árboles frutales. El consumo también era muy bajo en las comarcas más septentrionales de la región, donde la presencia de ganado bovino era muy importante.[14]
Esta situación cambió de forma considerable durante el primer tercio del siglo XX. En la década de 1930, el consumo de leche fresca seguía siendo muy inferior a los niveles de consumo existentes en el centro y norte del continente europeo, pero era claramente más elevado que en 1900 y se basaba, a diferencia de lo que aún era predominante a principios de siglo, en el consumo de leche fresca de vaca. Ambos hechos están lógicamente relacionados, porque el consumo de leche fresca no hubiera podido aumentar si sólo se hubiera podido recurrir a la leche de cabra. En el mejor de los casos, la productividad lechera de una cabra no superaba 1 litro al día durante 10 meses.
En la ciudad de Barcelona, el consumo de leche fresca aumentó mucho inicialmente, y se situó ya en unos 60 l en 1918. Después continuó aumentando con menos intensidad, y acabó situándose en cerca de 78 l alrededor de 1933. La evolución del consumo en el resto de la región fue muy diferente. Aumentó muy poco hasta la Primera Guerra Mundial y se aceleró durante los años de 1920 y 1930. No obstante, el consumo de leche fresca sólo acabó siendo significativo en la provincia de Girona. En la mayoría de municipios de esa provincia, el consumo de leche fresca también acabó superando, como en la ciudad de Barcelona, los 70 l por habitante y año. Al mismo tiempo, el consumo de aquel producto en la provincia de Tarragona se situaba en poco más de 30 l, y en la provincia de Lleida y en las zonas rurales de la provincia de Barcelona, en cerca de 25 l.[15]
La evolución que siguió el consumo de leche fresca en el resto de España no fue muy diferente. En las provincias cantábricas y atlánticas del norte peninsular, el consumo de leche fresca empezaba a ser remarcable a finales del siglo XIX, y en las tres décadas siguientes aumentó con intensidad, hasta alcanzar niveles muy elevados. En el resto del territorio, en cambio, el consumo de leche fresa era casi insignificante antes de 1900, y aunque también aumentó en el primer tercio del siglo XX, solamente alcanzó una cierta entidad en Madrid (73 l), Zaragoza (40 l) y Sevilla (38 l). En Italia encontramos comportamientos similares. Mientras que a finales del siglo XIX el consumo medio de leche fresca era muy bajo en la mayor parte del país, poco antes de la Segunda Guerra Mundial se situaba en 60 l en Milán y en 38 l en Roma.[16] Al igual que en Cataluña y en el resto de España, en resumen, en Italia el consumo de leche fresca también aumentó de forma clara durante las primeras décadas del siglo XX, pero esta expansión se concentró en las regiones más septentrionales del país y en algunas grandes ciudades.
Las anteriores trayectorias no se pueden explicar, evidentemente, sin considerar la evolución de la renta y sus diferencias a escala geográfica. De todas formas, sobre la base únicamente de esta variable no se pueden explicar, de forma satisfactoria, tres cuestiones: las diferencias tan acusadas que se observan en el consumo de leche fresca entre la Europa atlántica y la Europa mediterránea a finales del siglo XIX; la intensa expansión del consumo de aquel producto en toda Europa, durante el primer tercio del siglo XX; y las diferentes trayectorias que siguió al mismo tiempo este proceso en la Europa mediterránea, donde el consumo de leche fresca sólo llegó a ser relevante en un reducido número de regiones y ciudades.
Estos aspectos del consumo se empiezan a entender mejor, sin embargo, cuando recordamos dos cuestiones. La primera, es que a finales del siglo XIX la población en general, pero muy especialmente los médicos, valoraban sobre todo las aportaciones en calorías y proteínas de los alimentos, y que bajo este criterio, por consiguiente, la leche fresca era un mal competidor de la mayor parte de productos alimentarios.[17] Las aportaciones calóricas de la leche, por unidad de peso o volumen, solamente son superiores a las de algunas frutas y verduras, a las del té y el café; sus aportaciones en proteínas, sin distinguir su calidad, solamente son superiores a las de las frutas y verduras y a las del conjunto de las bebidas no alcohólicas. La segunda cuestión que debemos recordar, es que la leche fresca es un medio ideal para la reproducción de muchos microorganismos y que por este motivo su consumo puede transmitir, sobre todo cuando es entera, importantes enfermedades. Entre estos microorganismos se encuentran bacilos tuberculosos, del carbunclo, de la glosopeda, de la fiebre de Malta, de la difteria y de la escarlatina, o diferentes bacterias del grupo coli que pueden causar graves diarreas.[18]
Por consiguiente, a finales del siglo XIX la leche fresca aún no se consideraba un alimento necesario en la dieta de la población y su consumo solamente se recomendaba en circunstancias especiales. Por ejemplo: cuando no era posible alimentar a un enfermo con dietas sólidas, por motivos de extrema debilidad; cuando no se podía amamantar a un niño, por circunstancias sociales o de salud; cuando se quería incrementar la densidad energética de cereales o tubérculos, o hacer su consumo más agradable; o, también, para facilitar la ingesta de estimulantes como el té, el café o el cacao. No obstante, mientras que en la Europa mediterránea el consumo de leche fresca estaba principalmente asociado a situaciones de enfermedad y vejez, en la Europa atlántica las formas de consumirla eran más diversificadas.
Con respecto a Cataluña, Pau Vila recordaba que a finales del siglo XIX la población aún consideraba el consumo de leche fresca “como propio de un régimen médico, curativo”, y destacaba, además, que el consumo de aquel producto era visto como “una cosa fatídica; nadie la tomaba y la preocupación de la gente era tan grande en este punto, que se creía que quien la tomaba estaba enfermo”.[19] En la Europa atlántica, en cambio, varios estudios muestran que la leche no solamente se usaba en situaciones de enfermedad o vejez. En aquella parte de Europa, la leche fresca también se usaba para complementar la ingesta de otros alimentos y, más puntualmente, cuando las convenciones sociales o las exigencias del trabajo fabril hacían necesaria la alimentación artificial de los niños.[20] Estas diferencias geográficas en el consumo de leche, se explican, sobre todo, por la diferente evolución que siguió el sector agrario en una y otra zona.
En la Europa mediterránea, las condiciones técnicas y ambientales propiciaron que desde finales del siglo XVIII el sector agrícola se especializara en la producción de cereales, vino, aceite de oliva y varias clases de frutas, y que el sector bovino se especializara a su vez, por consiguiente, en la producción de animales adultos para ser usados como fuerza de tracción. En esta zona, por lo tanto, las necesidades de lípidos y proteínas de la población se cubrían sobre todo con el consumo de legumbres, aceite y carne de animales adultos, y el consumo de leche fresca, principalmente de cabra, quedó restringido a aquellas situaciones en las que se precisaban dietas ligeras o líquidas. En la mayor parte de la Europa mediterránea, además, las elevadas temperaturas en primavera y verano favorecían mucho la contaminación de la leche acabada de ordeñar, por lo que su área de comercialización era muy reducida. En la Europa atlántica, por el contrario, las condiciones económicas, técnicas y ambientales favorecieron mucho la especialización de numerosas explotaciones agrarias en la producción de carne, queso y mantequilla, y por este motivo la oferta de leche fresca era elevada. En esta parte de Europa, asimismo, las condiciones climáticas eran más favorables a la conservación de la leche fresca que en la Europa mediterránea y facilitaban mucho más, por consiguiente, su comercialización.[21] No es sorprendente que el precio de la leche fuera más bajo en la Europa atlántica que en la Europa mediterránea. Según una estadística de 1902, 1 litro de leche en Barcelona costaba lo mismo que 0,84 kg de pan, 5 kg de carne y 2,5 kg de azúcar. En Viena, en cambio, las relaciones de intercambio eran de 1:2, 1:7,24 y 1:3,62, y en Bruselas de 1:1,25, 1:2,5 y 1:4,04. El menor precio relativo de la leche fresca, también lo encontramos en París, Munich, Berlín y Hamburgo.[22]
A finales del siglo XIX, en definitiva, aunque la leche era un producto caro en la Europa mediterránea,[23] esta circunstancia no estimulaba su producción, porque sus propiedades nutritivas no se valoraban socialmente y el producto sólo se consumía, prácticamente de forma exclusiva, en situaciones en las que era necesario ingerir dietas líquidas o semilíquidas. En situaciones normales de salud prácticamente no se consumía, y podemos concluir, por consiguiente, que a nivel agregado los niveles de renta tenían muy poca influencia en los niveles de consumo. Esto significa, en otras palabras, que la función de demanda de la leche fresca respecto de la renta era inelástica.
En la Europa atlántica la situación era muy diferente, aunque en aquella parte del continente también se desconocían las propiedades nutritivas de la leche fresca. En aquella parte de Europa, como hemos visto, la oferta de leche fresca era mucho mayor, y sus precios relativos eran por lo tanto más bajos, como consecuencia de las líneas agrarias de especialización que se habían desarrollado desde el siglo XVIII, de las condiciones climáticas existentes y de las infraestructuras de transporte disponibles. Por consiguiente, el consumo de leche fresca estaba mucho más generalizado entre la población, acompañando a menudo la ingesta de otros alimentos, y su función de demanda respecto de la renta era elástica. Con respecto a Londres, en efecto, donde el consumo de leche fresca se situaba en unos 70 l por habitante y año a principios del siglo XX, Rew observaba, en 1904, que el consumo variaba mucho en función de los ingresos de los consumidores. El consumo de leche fresca se situaba entre 140 y 180 l por habitante y año entre las familias de las clases medias y altas, y entre 23 y 54 l entre las familias de los grupos sociales de ingresos más bajos. Otros autores también han constatado que los comerciantes lecheros de aquella ciudad utilizaban muchos aditivos, con la finalidad de conservar más tiempo el producto, y que esa circunstancia contribuía a diferenciar aún más el consumo de leche fresca entre los diferentes grupos de ingresos, al comercializarse leche de diferentes calidades. [24]
La expansión que alcanzó el consumo de leche fresca en Europa, durante el primer tercio del siglo XX, también se entiende mejor cuando consideramos las diferentes circunstancias que contribuyeron a transformar el mercado lechero. Dos factores de especial importancia fueron: el descubrimiento de nuevas propiedades nutritivas de la leche, asociadas a la presencia de calcio y vitaminas en el producto, de especial importancia para la supervivencia y el crecimiento de recién nacidos y los menores de edad; y el descubrimiento, no menos importante, de los microorganismos que contaminan el producto y de los procedimientos técnicos –pasteurización y esterilización– que permiten evitar o retardar su acción.[25] Otros factores que tuvieron una clara incidencia en la reorganización del mercado lechero, pero que no consideraremos en este trabajo, fueron: el desarrollo de nuevas políticas agrarias, orientadas a mejorar los ingresos del sector tras la crisis finisecular; la difusión de nuevas clases de biberones, más fáciles de esterilizar y menos peligrosos para la salud de los recién nacidos; el creciente consumo de té, café y cacao, en la dieta de la población adulta; y el desarrollo de la industria láctea.
En este nuevo escenario, el personal sanitario, las instituciones públicas y las empresas más destacadas de la industria lechera, desarrollaron numerosas iniciativas con la finalidad de fomentar el consumo de leche fresca, y como resultado de estas iniciativas, las condiciones de la demanda cambiaron de forma substancial. Entre esas iniciativas cabe destacar, junto con las campañas publicitarias de las empresas lecheras: la creación de Gotas de Leche, que proporcionaban leche esterilizada a los recién nacidos que no podían ser amamantados; la promulgación de nuevas reglamentaciones municipales sobre la higiene del producto y de nuevos procedimientos técnicos y administrativos para hacer más eficaz su aplicación; y el desarrollo de campañas específicas para fomentar el consumo de leche fresca, en las escuelas y en los hogares.[26] A consecuencia de estas iniciativas, con la llegada del siglo XX la estructura de preferencias de los consumidores empezó a cambiar, y en poco tiempo la leche fresca acabó siendo considerada un alimento de primera necesidad. Así se explica mejor, en nuestra opinión, que entre la segunda mitad del siglo XIX y la década de 1930, el consumo de leche fresca acabara multiplicándose entre 2 y 3 veces en la Europa atlántica y en 3, 4 e incluso 5 veces en la Europa mediterránea, donde los niveles de partida eran mucho más bajos.[27]
En los años de 1930, de todos modos, los niveles de consumo en la Europa mediterránea seguían siendo muy bajos respecto de los niveles más habituales en la Europa atlántica, y la distribución geográfica del consumo era muy desigual. Ambas circunstancias se explican fácilmente por la diferente capacidad de los sectores agrario, industrial y comercial de una y otra zona, para hacer frente a la nueva demanda de leche fresca. La expansión de la demanda en la Europa atlántica fue fácil de satisfacer, gracias a las condiciones ambientales existentes, a las variedades de bovino que se usaban tradicionalmente y al elevado grado de desarrollo de las infraestructuras industriales y comerciales. En la mayor parte de la Europa mediterránea, en cambio, el desarrollo del nuevo sector lechero fue más lento y mucho más desigual geográficamente, al ser las condiciones ambientales menos favorables, pero también por tener que asumir los grupos sociales implicados en la producción y comercialización de la leche fresca, importantes innovaciones tecnológicas. Con esto no queremos decir que el elevado consumo de leche fresca en la Europa atlántica deba tomarse como referencia de lo que tenía que ser un consumo idóneo de este producto. En la Europa mediterránea, la población adulta podía acceder fácilmente a otros alimentos que permitían alcanzar las aportaciones necesarias de calcio y vitaminas, y en la Europa atlántica, además, todo parece indicar que los niveles de consumo del siglo XX acabaron siendo excesivos, en especial si recordamos que lo que más se consumía era leche entera. El caso de Cataluña sugiere, no obstante, que en muchas zonas de la Europa mediterránea la oferta de leche fresca estuvo por detrás de la demanda, y que el consumo que se hacía de este producto, en los años de 1930, todavía era, en la mayoría de casos, insuficiente.
En Cataluña, en efecto, la expansión de un nuevo sector lechero capaz de satisfacer la creciente demanda de leche fresca solamente era posible si agricultores y ganaderos, de un lado, y comerciantes e industriales lecheros, del otro, asumían un diverso conjunto de transformaciones técnicas de forma simultánea. En aquella región, como en el conjunto de la Europa mediterránea, resultaba indispensable cambiar las variedades de bovino existentes y la orientación productiva de muchas explotaciones agrícolas y ganaderas, pero también, y no menos importante, incrementar las disponibilidades de piensos y forrajes, y adaptar a las condiciones económicas y sociales de la zona, las técnicas de producción y transporte que se utilizaban en las regiones europeas de más tradición lechera. Cuando consideramos cómo se desarrollaron estos procesos, se entienden mejor las diferentes tendencias que siguió el consumo de leche fresca en Cataluña durante el primer tercio del siglo XX.[28]
En Cataluña, la expansión del nuevo sector lechero se inició en la capital, cuando las vaquerías de la ciudad empezaron a importar variedades de vacas suizas y holandesas, y rápidamente se difundió hacia el sector agrario de las comarcas vecinas, a la vez que también aumentaba la producción e importación de forrajes y que la continua importación de vacas y toros de aquellas procedencias, posibilitaba la total transformación del ganado bovino de la región. Hasta la Primera Guerra Mundial, no obstante, la expansión del nuevo sector lechero se concentró en la provincia de Barcelona. Los motivos son bien conocidos. De un lado, el mercado lechero de la capital se estaba expandiendo muy rápidamente, como consecuencia, en gran parte, del intenso crecimiento demográfico de la ciudad. Del otro, la rápida difusión de los fertilizantes minerales y químicos en el sector agrario de la provincia, hizo posible que muchas explotaciones agrícolas aumentaran las superficies sembradas de piensos y forrajes, en detrimento de otros cultivos menos rentables económicamente. También facilitó mucho la expansión del nuevo sector la ampliación de la red ferroviaria, porqué este medio de transporte permitió incrementar las importaciones de piensos y forrajes de otras comarcas de la región y de Aragón.
Aun así, el desarrollo de la nueva industria lechera en la provincia de Barcelona también fue muy desigual, como consecuencia de las disponibilidades de agua existentes en el territorio, y de los problemas que planteaba el transporte de la leche fresca hasta la ciudad de Barcelona. El agua es un recurso esencial en las explotaciones agrícola-ganaderas de orientación lechera, y la disponibilidad que se tenía de este recurso era relevante, sobre todo, en las comarcas más cercanas a la capital y en las más próximas a Girona. En unos casos, esto era debido a los niveles pluviométricos existentes, y, en otros, a la existencia de regadíos. En las condiciones técnicas de la época, sin embargo, el transporte de la leche debía de seguir realizándose por carretera, y esta circunstancia limitaba mucho la viabilidad de las explotaciones lecheras que estaban alejadas de la capital. Por consiguiente, mientas avanzaba el proceso de desarrollo del nuevo sector lechero, la producción de leche se fue concentrando en las comarcas de El Baix Llobregat, El Vallès y El Barcelonés, y alrededor de esta actividad se desarrollaron dos nuevas líneas de especialización, para proveer a las explotaciones lecheras barcelonesas de los recursos que precisaban: la producción de vacas, que se concentró sobre todo en Girona, y la producción de piensos y forrajes, que se concentró en las comarcas regadas de Lleida.
A medida que los anteriores procesos avanzaban, finalmente, aquel modelo de desarrollo empezó a agotarse, y los precios relativos de la leche, que se habían reducido en cerca de un 15% entre 1898 y 1918, aumentaron mucho al acabar la guerra, y en 1933 eran un 10% más elevados que en 1918. Por consiguiente, mientras que el consumo de leche fresca por habitante y año en la ciudad de Barcelona se había incrementado en unos 45 l entre 1900 y 1918, entre 1918 y 1933 sólo aumentó en 18 l.
En este proceso también cambió de forma significativa la estructura del comercio lechero.[29] Alrededor de 1900, en Barcelona se consumían anualmente entre 6 y 7 millones de litros de leche, de los cuales entre 1,5 y 2 millones de litros llegaban de fuera de la ciudad, principalmente de El Barcelonés. En las dos décadas siguientes, la estructura del comercio cambió poco, y alrededor de 1920, cuando el consumo anual de la ciudad sobrepasaba los 40 millones de litros, 30 millones de litros se producían en el interior del casco urbano y entre 10 y 15 millones se importaban de El Barcelonés, El Baix Llobregat y El Vallès. En la década de 1930 esta situación cambió de forma radical, y sobre un consumo total de 80 millones de litros, la leche consumida de fuera de la ciudad, principalmente de aquellas mismas comarcas, pero por entonces también de El Maresme y Osona, se situó en 50 millones de litros. La organización de esta actividad también cambió. El número de lecherías pasó de unas 150 a finales del siglo XIX a cerca de 1.700 en 1935, y el abastecimiento de esta clase de establecimientos acabó concentrándose, al mismo tiempo, en un reducido número de empresas. Entre estas empresas destacaron, Letona S.A., que realizó una importante innovación de producto con el Cacaolat, y Soldevila S.A.[30]
A la vez que el consumo de leche fresca en Barcelona tendía a estancarse, la producción de vacas lecheras en la provincia de Girona se intensificó, y esta actividad aumentó notablemente la producción de leche de la provincia. En Girona, sin embargo, la baja densidad de las redes ferroviaria y vial, y la tardía difusión de las técnicas de pasteurización y esterilización, limitaron mucho la comercialización de la leche fresca y esta circunstancia propició la expansión del consumo a escala local local. No es extraño que, en la década de 1930, los precios de la leche en Girona fueran entre un 30 y un 40% más bajos que en la ciudad de Barcelona.
Durante el primer tercio del siglo XX, en definitiva, en Cataluña, como en muchas otras regiones de la Europa mediterránea, la función de demanda de la leche fresca respecto de la renta tendió a hacerse más elástica, debido a la combinación de dos factores: la aceptación social de la leche fresca como un alimento de primera necesidad, y la imposibilidad del sector agrario de incrementar la oferta de este producto al mismo ritmo que crecía la demanda. En la Europa atlántica, pensamos en cambio que debió suceder lo contrario, al aumentar mucho la producción y la comercialización de leche fresca y generalizarse el consumo. De hecho, mientras que en esa parte de Europa la leche fresca era un producto muy asequible en los años 1930, en la mayor parte de la Europa mediterránea aún era un producto caro. En la ciudad de Barcelona, el salario medio por día de trabajo era de unas 8 pesetas y el precio de un litro de leche era de 0,73 pesetas.
Cuando se considera que el aumento de los ingresos fue el principal factor que propició la transición nutricional, es lógico que también se acostumbre a destacar la influencia que tuvo en aquel proceso la urbanización de la sociedad, porque fue en las ciudades donde se concentraron las actividades industriales y comerciales. La influencia de la urbanización en los cambios en la dieta, no puede relacionarse únicamente, sin embargo, con los mayores niveles de ingresos que se podían obtener en los núcleos urbanos más desarrollados. Es bien conocido, por ejemplo, que la difusión del pan blanco en las ciudades europeas también estuvo muy condicionada por otros factores. En las ciudades los precios de la energía eran elevados, la mayoría de viviendas no disponían de horno, y los horarios laborales hacían a menudo imposible que las familias pudieran realizar, en la mayoría de los casos, muchas actividades domesticas propias del mundo rural. Por consiguiente, la elaboración del pan se concentró en nuevos establecimientos especializados, cuyos propietarios, para aprovechar las economías de escala de sus instalaciones, optaron por producir preferentemente pan blanco, porque esta clase de pan, al conservarse poco tiempo, debía adquirirse regularmente.[31]
La evolución que siguió el consumo de proteínas animales en los nuevos núcleos urbanos también se entiende mejor cuando consideramos, juntamente con la evolución de los ingresos, la intervención de aquellos otros factores más directamente relacionados con las bases científicas, técnicas y sociales del consumo.[32] Para justificar esta afirmación, en los párrafos siguientes tomaremos de nuevo como referencia la ciudad de Barcelona y el período comprendido entre la segunda mitad del siglo XIX y la década de 1930.
En la segunda mitad del siglo XIX, el consumo de carne en la ciudad de Barcelona era principalmente de animales adultos -especialmente de carnero y, en menor medida, de bueyes y vacas- y se situaba en unos 25 kg de carne útil por habitante y año. En la década de 1880, por ejemplo, en los mataderos de la ciudad se sacrificaron alrededor de 18.000 bueyes y vacas y 200.000 carneros, pero solamente unos 12.000 terneros, 19.000 cabritos, 16.000 corderos y poco más de 18.000 cerdos. Al mismo tiempo, el consumo de huevos se situaba en cerca de 80 unidades por habitante y año, el consumo de pescado salado y bacalao en unos 30 kg, y el consumo de pescado fresco en menos de 1 kg. Cincuenta años más tarde, y después de una sostenida expansión, la ingesta total de proteínas animales era más elevada y la estructura del consumo muy diferente. El consumo total de carne se situaba en cerca de 30 kg por habitante y año, y la carne de animales jóvenes, especialmente de bovino y porcino, había sustituido prácticamente del todo a la carne de animales adultos. En el Matadero General de Barcelona, que entró en funcionamiento en 1892, entre 1931 y 1935 se sacrificaron cerca de 120.000 terneros, 260.000 corderos, 81.000 cabritos y 96.000 cerdos, pero solamente 15.000 bueyes y vacas y entre 50 y 60.000 carneros. Simultáneamente, la composición del consumo de pescado también cambió. El consumo medio de pescado salado y bacalao se redujo con intensidad, hasta casi 8 kg por habitante y año, y el consumo de pescado fresco aumentó mucho, hasta situarse cerca de los 22 kg. El consumo de huevos también aumentó de forma remarcable. Si a finales del siglo XIX se consumían unos 80 huevos por habitante y año, en 1933 el consumo superaba las 170 unidades. Durante el primer tercio del siglo XX también aumentó el consumo de quesos, embutidos y carnes de aves de corral y conejos, pero sin llegar a alcanzar cantidades significativas. En la década de 1930, el consumo de quesos y embutidos por habitante y año no llegaba en total a 2 kg, y el consumo de carne de aves y de conejos no llegaba a 6 kg. Como consecuencia de estos cambios, la ingesta neta de proteínas animales aumentó desde unos 12 kg en la década de 1880, a unos 16 kg en los años 1930.[33]
Como antes, estas trayectorias no se pueden explicar utilizando únicamente como referencia la evolución de los ingresos. A finales del siglo XIX, el suministro de alimentos animales de la ciudad de Barcelona se enfrentaba a tres obstáculos importantes: la reducida disponibilidad de piensos y forrajes, la existencia de un sector ganadero muy especializado en la explotación de animales adultos, y las deficientes comunicaciones existentes entre Barcelona y las regiones más ganaderas del norte peninsular.[34] En este contexto, las posibilidades de abastecerse de unos u otros animales eran, sin embargo, muy diferentes. El ganado bovino se usaba sobre todo para trabajar y su producción, a menudo de forma dispersa, se concentraba en unas regiones que hacían económicamente inviable su desplazamiento a Barcelona. El ganado ovino, en cambio, se explotaba en rebaños, y sus zonas de producción, en Cataluña, Aragón y Castilla, estaban mejor comunicadas con el mercado barcelonés. En los casos de Cataluña y Aragón, porque las distancias que separaban las zonas productoras de la ciudad de Barcelona eran relativamente cortas y poco accidentadas. En el caso de Castilla, porque los animales se trasladaban primero a Valencia y seguidamente eran transportados a Barcelona por vía marítima. Además, el ovino se explotaba sobre todo para la producción de lana, y esta actividad generaba muchos machos sobrantes que resultaba rentable engordar, una vez castrados. En cuanto al ganado porcino, recordemos que su explotación también acostumbraba a hacerse, como la del bovino, de forma muy dispersa, y que su comercialización a grandes distancias no era posible por vía terrestre, a causa de los problemas que planteaba su alimentación y las deficientes infraestructuras de transporte. Por este motivo, en Barcelona solamente se importaban cerdos procedentes de Mallorca, y en cantidades muy reducidas.[35]
Pero la elevada importancia que tenía a finales del siglo XIX el consumo de carne de carnero, respecto de otras clases de carne, no solamente se explica por las circunstancias particulares que favorecían su comercialización. Por una parte, con las partes más grasientas del carnero se podían elaborar caldos y pucheros, que eran las elaboraciones que más fácilmente permitían a muchas familias de pocos recursos, acceder a una ingesta mínimamente regular de proteínas animales. Por otra, el consumo de carne de animales adultos era recomendado por los especialistas, porque en ese momento se consideraba, por motivos que aún no hemos investigado, que sus propiedades nutritivas eran mejores que las de las demás clases de carne.[36]
En un conocido estudio de la época sobre las adulteraciones más comunes de los alimentos, su autor indicaba que la carne de carnero “es más sabrosa y tierna que la de buey y tan digestible y nutritiva”, y que las carnes de animales jóvenes, aunque eran ricas en gelatina y “son tiernas, jugosas, fáciles de digerir y agradables”, eran de “escaso alimento”. El autor de ese estudio también indicaba que la carne de ternera “desde luego contiene menos principios alimenticios que la de buey, vaca y carnero” y que “La edad adulta es la más apropiada para sacrificar el ganado, pues además de las condiciones de la anterior, reúne la propiedad restaurativa en mayor grado”.[37] No debe extrañar que caldos y pucheros elaborados con carne de carnero también fueran habituales en los hospitales.
Pero las necesidades alimentarias de una población como la de Barcelona, que estaba aumentando con intensidad desde mediados del siglo XIX, difícilmente podían cubrirse con carneros, bueyes y vacas, por tratarse de animales adultos que debían alimentarse durante 3, 4 o más años. Por este motivo, en Barcelona también se había consolidado el consumo de pescado salado y bacalao. En las condiciones técnicas de la época, el pescado fresco se deterioraba con mucha facilidad y su consumo en estas circunstancias podía provocar graves trastornos digestivos. El pescado seco y salado se conservaba más tiempo, y al poder obtenerse de zonas muy alejadas, garantizaba mejor el abastecimiento de la ciudad. En resumen, el reducido consumo de proteínas animales en Barcelona a finales del siglo XIX, y la elevada importancia que tenía al mismo tiempo el consumo de carne de carnero y de pescado salado, son dos aspectos de la alimentación de los barceloneses en aquellos años, que de nuevo se entienden mejor cuando consideramos, junto con la precaria situación económica de muchas familias, el conjunto de circunstancias científicas, técnicas y sociales que condicionaban la oferta y la demanda de alimentos.
Cuando analizamos con más detenimiento la evolución del consumo de los anteriores alimentos, durante el primer tercio del siglo XX, tampoco podemos aceptar una estricta línea de causalidad entre ingresos y dieta. Según se desprende de los estudios realizados sobre la evolución de los salarios y otros aspectos de la actividad económica en Cataluña, los ingresos reales los barceloneses aumentaron desde finales del siglo XIX, pero su mejora se concentró en tres momentos. En concreto, entre 1870 y 1890, en los años inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial, y durante los años de la República. En cambio, la capacidad de compra de las familias barcelonesas se mantuvo estancada durante las décadas de 1890, 1900, y 1920, aunque en este último período con respecto a los niveles alcanzados al acabar la Primera Guerra Mundial.[38] En definitiva, mientras que el consumo de proteínas animales aumentó de forma sostenida entre 1890 y 1935, los ingresos lo hicieron de forma muy irregular y no parece, por lo tanto, que podamos atribuir solamente a su mejora el comportamiento de aquella variable. Además, el creciente consumo de proteínas animales fue el resultado, como hemos visto, del creciente consumo de carne de animales jóvenes, pescado fresco y huevos, y este cambio en la composición de la dieta se inició antes de que los salarios reales aumentaran de forma significativa. Es decir, antes de los años 1920.
Como muestran recientes investigaciones, la difusión de nuevas pautas alimentarias en Barcelona en el primer tercio del siglo XX, también estuvo muy relacionada con la transformación que experimentó la producción de alimentos. En primer lugar, muchas explotaciones agrarias tuvieron que intensificar sus actividades tras la crisis finisecular, y por este motivo fueron asumiendo, cuando era técnicamente posible y económicamente viable, la producción y/o el engorde de ganado para carne. También facilitó mucho esta nueva orientación productiva del sector agrario: el desarrollo del sector lechero, la difusión de nuevas técnicas agrarias de producción y la creciente importación de nuevas variedades porcinas de rápido crecimiento, inglesas y francesas.[39] La ampliación de la red ferroviaria, asimismo, abarató de forma substancial el transporte a gran distancia de los animales, y esta circunstancia permitió ampliar la zona que abastecía de carne a Barcelona. Con cierto retraso respecto de los procesos anteriores, también aumentó la oferta de huevos -con el desarrollo de nuevas explotaciones intensivas en El Maresme y El Baix Llobregat- y de pescado fresco.[40]
El rápido crecimiento demográfico de la ciudad de Barcelona y la difusión de nuevos conocimientos científicos en nutrición, también fueron factores decisivos en los cambios que experimentó la ingesta de proteínas animales. Según observaban diferentes técnicos del Ayuntamiento de Barcelona, antes y después de la Primera Guerra Mundial, la expansión demagráfica de la ciudad y el elevado número de establecimientos que vendían carne al por menor, aumentó especialmente la demanda de cortes pequeños de carne, y esta circunstancia favoreció la comercialización de la carne procedente de animales jóvenes.[41] Las condiciones de vida en la ciudad también favorecieron mucho el consumo de huevos, por dos motivos: porque este producto se conservaba más tiempo que la carne y el pescado fresco, y porque con los huevos se podían elaborar platos muy variados, en poco tiempo y con poco consumo de energía. En el caso de los huevos, el pescado fresco y la carne de carnero, también es constatable, asimismo, la influencia que tuvieron los consejos médicos en la evolución del consumo. Favorable en los dos primeros casos y desfavorable en el último, al empezar a cuestionarse en aquellos años la conveniencia de ingerir en exceso grasas animales. Esta nueva orientación en los conocimientos científicos en nutrición, explica, entre otras cuestiones, la difusión de nuevas dietas en los centros hospitalarios, y que un reconocido técnico de la época destacara, al observar la intensidad de los cambios que se estaban produciendo en las pautas de consumo, que las preferencias por la leche y los huevos entre los barceloneses “podían ser hijas de los consejos que se dan a los enfermos y que se los aplican los que están sanos para satisfacer su gula”.[42]
En el período que estamos considerando, en definitiva, en Barcelona no sólo cambió la elasticidad de la demanda con respecto de la renta en el caso de la leche fresca. En el caso de la carne de carnero, todo parece indicar que su función de demanda respecto de la renta debía ser mucho más elástica a finales del siglo XIX que en la década de 1930. A finales del siglo XIX, la carne de carnero era un alimento estratégico en el abastecimiento de la ciudad, pero también era un producto caro que sólo podían consumir, regularmente, la clase media y alta. Con unos salarios de entre 2 y 3 pesetas y unos precios por kilo de carne similares, los grupos sociales de pocos ingresos solamente podían consumir las partes con más grasa del animal, además de huevos y bacalao. En la década de 1930, en cambio, la carne de carnero se podía sustituir fácilmente por otras clases de carne, y es muy probable que su consumo tendiera a concentrarse en los grupos sociales de menos ingresos, a causa de la creciente preferencia de los barceloneses por las carnes de ternera, cerdo y otros animales jóvenes. La evolución de los precios apunta en esta dirección. A pesar de que los precios relativos de la carne de carnero respecto de las otras clases de carne se redujeron de forma significativa después de la Primera Guerra Mundial, su demanda, como hemos visto, se hundió. Entre los períodos de 1911-1913 y 1930-1933, los precios de la carne de carnero se incrementaron en un 60%, los precios de la carne de ternera y cerdo lo hicieron en un 70%, y los precios del bacalao y los huevos lo hicieron, respectivamente, en un 100% y un 125%.[43]
También podemos concluir que la demanda de huevos se hizo inelástica respecto de la renta. Así se explicaría, en nuestra opinión, que el consumo de huevos no dejara de incrementarse, aunque sus precios relativos también lo hicieran. Las respectivas funciones de demanda de las carnes de ternera y cerdo respecto de la renta, pensamos, en cambio, que se hicieron más elásticas. Estas clases de carne eran más preferidas por los barceloneses que la carne de carnero, eran caras, y se trataba de dos productos mutuamente sustitutivos. Con todo, no debemos perder de vista que con el creciente consumo de esas clases de carne también se acentuó la segmentación de la demanda y que el funcionamiento del mercado de la carne tuvo que experimentar, por consiguiente, una transformación más profunda de la que se desprende de nuestro análisis.[44]
En cuanto a la demanda de pescado fresco no es posible llegar a conclusiones claras. Las clases de pescado que se comercializaban eran muy diversas, y no disponemos de informaciones suficientes sobre este aspecto del mercado. Aun así, si consideramos que a finales del siglo XIX sólo se consumía pescado fresco en condiciones muy excepcionales, probablemente, como en el caso de la leche fresca, en situaciones de enfermedad o vejez, podemos concluir que la elasticidad de su demanda respecto de la renta tuvo que evolucionar en la misma dirección que aquel otro producto. En nuestra opinión, en definitiva, la función de demanda debía ser muy inelástica a finales del siglo XIX y claramente elástica en la década de 1930.[45]
En la anterior exposición no hemos pretendido ignorar la influencia de los ingresos en la evolución del consumo. Solamente hemos querido mostrar que las relaciones entre ingresos y consumo no se puede entender sin considerar otros factores, más relacionados con las bases científicas, técnicas y sociales del consumo, especialmente cuando se analiza la evolución a largo plazo de las pautas alimentarias. La incidencia de estos otros factores en la evolución de la dieta también resulta evidente cuando observamos los cambios alimentarios que se desarrollaron después de la Segunda Guerra Mundial.
Es difícilmente cuestionable, por ejemplo, que el creciente consumo de carnes blancas y de alimentos semielaborados, desde la década de 1960, ha estado muy condicionado por la difusión de nuevas tecnologías en el tratamiento de los animales, la expansión de la industria alimentaria y la difusión de nuevas infraestructuras domesticas. Al mismo tiempo, los problemas sanitarios que está generando el elevado consumo de proteínas animales, han estimulado, en las últimas décadas, la difusión de nuevas dietas basadas en alimentos poco valorados en el pasado, como las frutas y verduras y una amplia gama de productos lácteos desnatados, o incluso de alimentos desconocidos hasta hace relativamente poco, como una amplia gama de alimentos tratados con diferentes aditivos, para mejorar sus propiedades nutritivas o ayudar a controlar los niveles de grasas en la sangre.
Cuando consideramos pues, a más largo plazo, los cambios en la dieta, aún resulta más evidente que estos cambios no se pueden interpretar en función únicamente de los niveles de renta, puesto que el impacto de los ingresos en el consumo depende de otros factores. Entre estos factores hemos destacado los conocimientos científicos en microbiología y nutrición, las infraestructuras técnicas existentes en la producción, comercialización y elaboración final de los alimentos, y los efectos de la urbanización en las condiciones de vida de la población. En futuras investigaciones, creemos que se debería jerarquizar mejor el impacto relativo que ha tenido cada uno de estos factores en la evolución de la dieta, porque si avanzamos en esta dirección estaremos en condiciones de evaluar mejor las diferentes conexiones que se han ido estableciendo a lo largo del tiempo, entre la transición nutricional y el crecimiento económico contemporáneo. En este sentido, también creemos necesario considerar el impacto que han tenido en la evolución de la dieta dos grupos más de factores: la difusión de vacunas, sulfamidas y antibióticos en el tratamiento de las enfermedades, y los cambios en la mortalidad y en la estructura por edades de la población.
En nuestra opinión, estos dos conjuntos de factores han contribuido a que las necesidades de proteínas y grasas animales sean mucho más bajas en las poblaciones actuales que en el pasado, porque en las poblaciones de hoy la proporción de adultos en el conjunto de la población es más elevada, las tasas de fecundidad son mucho más bajas, los períodos de lactancia son menos frecuentes y las posibilidades de contraer enfermedades infecciosas son mucho menores. Además, los actuales estilos de vida, muy sedentarios, tampoco lo aconsejan. En las poblaciones del pasado, en cambio, la situación era la inversa y es lógico, por lo tanto, que en aquellas poblaciones el consumo de proteínas animales fuera muy necesario, especialmente en etapas de crecimiento biológico, gestación, lactancia y enfermedad. Además, administrar dietas vegetales a enfermos y menores de edad y era muy costoso en tiempo y trabajo, y a menudo poco efectivo, bien por la falta de hambre, bien porque el aparato digestivo estaba poco desarrollado, o bien por la dificultad de ingerir y asimilar los nutrientes de los alimentos a causa de la enfermedad. En aquellas poblaciones, asimismo, las condiciones laborables causaban un elevado desgaste físico, y esta circunstancia también hacía muy adecuado el consumo de proteínas animales en la edad adulta. Si nuestra hipótesis fuera correcta, las diferentes polémicas que se han sucedido desde la segunda mitad del siglo XIX, sobre la conveniencia o no de las dietas vegetarianas y animales, podrían reconducirse en una nueva dirección.
[1] Este artículo forma parte de los proyectos SEJ2004-00799 (ALMONI) y SEJ2007-60845 (NISAL), financiados por el Ministerio de Educación y Ciencia. Agradecemos especialmente las observaciones de los evaluadores de la revista.
[2] Véase, por ejemplo: TAYLOR, 1975; WILLIAMSON, 1985; STECKEL y FLOUD, 1998; MELANI, 2002, y LEVENSTEIN, 2003.
[3] Entre otros: McKEOWN, 1978; POPKIN, 1993; RILEY, 2001; y RYAN JOHANSSON, 1994.
[4] Por ejemplo; SZRETER, 2005; y HARRIS, 1998.
[5] Sobre la utilización de la antropometría en las Ciencias Sociales: coll y komlos, 1998; KOMLOS y BATEN, 1998; STECKEL, 1995; y WOITEK, 2003. En cuanto a las nuevas propuestas del Índice de Desarrollo Humano (IDH): SEN, 1987; DASGUPTA, 1983; y UNITED NATIONS, 1994. En relación con los salarios reales: SCHOLLIERS, 1989 y 1996; y ZAMAGNI y SCHOLLIERS, 1994.
[6] HARRIS y ROSS, 1987; PORTER, 1999; y KAMMINGA y CUNNINGHAM, 1995.
[7] Por ejemplo: TEUTEBERG, 1992; y SMIL, 2000.
[8] La elasticidad de la demanda respecto de la renta es una medida de sensibilidad, que relaciona las variaciones relativas de la demanda de un bien (q) respecto de las variaciones relativas de la renta de los consumidores (r), en un momento determinado (β=(q2-q1)/q1)/((r2-r1)/r1)). Cuando este indicador es inferior a 1, la demanda cambia poco cuando cambia la renta y decimos que la función de demanda respecto de la renta es inelástica. Si es superior a 1, significa que la demanda reacciona mucho a las variaciones de la renta, y decimos que aquella función es elástica.
[9] La conexión unicausal entre incremento de la renta, mayor consumo de proteínas animales y desarrollo de nuevas producciones ganaderas, se puede encontrar en numerosos textos de Historia Agraria. Por ejemplo: GRIGG, 1992; y PUJOL, 2002.
[10] Una manifestación de este problema metodológico, también se puede encontrar en los debates que ha suscitado en diferentes momentos la utilización de la curva de Kuznets Véase, AMARANTE y MELO, 2004.
[11] LANCASTER, 1966; y MOKYR y STEIN, 1997.
[12] SEN, 1987.
[13] Para más información, puede consultarse: REW, 1892, p. 251, p. 266 y p. 272; REW, 1904, p. 419 y p. 421-426; BULHAROWSKI, 1929, p. 7; LLOVET, 1934, p. 15; CARRASCO, 1934, p. 673; MAS ALEMANY, 1935, p. 27; ATKINS, 2007; ORLAND, 2005, p. 212-254; KAJÆRNES, 1995, p. 104; y SHÄRER, 1995, p. 21.
[14] Sobre el consumo de leche durante el siglo XIX, véanse las Topografías Medico-Sanitarias que se conservan en la Real Academia de Medicina y Cirugía de Barcelona. En especial las de Vilà, Aluja, Gibert, Falp, Montanyà, Casellas y Bassols, relativas, respectivamente, a Tortosa, Castellar del Vallès, Solsona, Ponts y Olot. Véanse, también, los estudios de VILA, 1930, p. 1-83, y VILA, 1979, p.122, y las informaciones recogidas en el ANUARIO ESTADÍSTICO DE LA CIUDAD DE BARCELONA, 1902, p. 526, y 1906 p. 521. Sobre la actividad ganadera en Cataluña, DIRECCIÓN GENERAL DE AGRICULTURA INDUSTRIA Y COMERCIO, 1892. Para más detalles, PUJOL, NICOLAU y HERNÁNDEZ, 2007.
[15] Ver las estimaciones que se proponen en: MAS ALEMANY,1935, p.2, J. LLOVET, 1938, p. 155-181; ASOCIACIÓN GENERAL DE GANADEROS, 1923, p. 82-83, p. 90-91, p. 94-95, p. 106-107; MINISTERIO DE AGRICULTURA, 1934, p. 96-103; CONSELL MUNICIPAL DE FIGUERES, 1937; y AJUNTAMENT DE GIRONA, 1934-1935.
[16] Véase ASOCIACIÓN GENERAL DE GANADEROS, 1923, p. 82-83, p. 90-91, p. 94-95, p. 106-107, MINISTERIO DE AGRICULTURA, 1934, p. 96-103, BULHAROWSKI, 1929, p. 7, MAS ALEMANY, 1935, p. 28, LLOVET, 1934, p. 15, y CARRASCO, 1934, p. 671-673.
[17] Sobre la evolución de los conocimientos en nutrición, KAMMINGA y CUNNINGHAM, 1995; y CARPENTER, 1994.
[18] Sobre los conocimientos que se tenían de estas cuestiones en Cataluña en el período de tiempo que estamos considerando: RAVENTÓS, 1923, y MAS ALEMANY, 1930, p. 168-171.
[19] VILA, 1930, p. 12-13, p. 62-65. Informaciones parecidas pueden encontrarse en las topografías médicas que hemos mencionado anteriormente, o en las dietas que se proporcionaban en el Hospital Clínic de Barcelona, el Hospital de St. Jaume d’Olot y Hospital de Pobres de Figueres. En cuanto a la ciudad de Barcelona, RAFOLS Y CASAMADA, 1998a, 1998b y 2002.
[20] MELANI, 2002 y CARPENTER, 1994.
[21] Sobre estas cuestiones, véanse: GARRABOU y PUJOL, 1987, p. 35-83; PUJOL, 2002, p. 192-219; CUSSÓ y GARRABOU, 2003-2004, p. 51-80; ATKINS, 1992, p. 207-227; y PUJOL, 2005, p.42-67.
[22] ANUARIO ESTADÍSTICO DE LA CIUDAD DE BARCELONA, 1902, p. 530.
[23] Alrededor de 1900, los salarios más habituales en Barcelona se situaban entre 2 y 3 pesetas, y 1 litro de leche costaba entre 0,4 y 0,5 pesetas.
[24] REW, 1904, p. 421;WHETHAM, 1964, p. 369-380; y HARTOG, 2007.
[25] Véase, en particular, el estudio de CARPENTER, 1994.
[26] Sobre estas iniciativas se puede consultar: INSTITUT MUNICIPAL DE SALUT, 1991; y NICOLAU y PUJOL, 2007, p.314. Respecto a otras regiones españolas, BERNABEU y PERDIGUERO, 1999.
[27] Para diferentes países se puede consultar: BACON y CASSELS, 1937, p. 626-648; TAYLOR, 1975, p. 585-601; KAMMINGA y CUNNINGHAM, 1995; MELANI, 2002, p. 45-125; HENRIKSEN y O’ROURKE, 2005, p. 520-554; y HARTOG, 1995 y 2007.
[28] Un análisis más preciso de estas cuestiones puede encontrarse en PUJOL, 2002; y PUJOL, NICOLAU y HERNÁNDEZ, 2007.
[29] RAFOLS y CASAMADA, 2000; y NICOLAU y PUJOL, 2005, pp.315-317.
[30] Se puede encontrar información detallada del abastecimiento de leche de Barcelona en los años 1930, en GENERALITAT DE CATALUÑA, 1937.
[31] COLLINS, 1993, p.7-38.
[33] Más información sobre las fuentes utilizadas y las estimaciones realizadas en: NICOLAU y PUJOL, 2004, p.101-134.
[34] Sobre estas cuestiones: GARRABOU y PUJOL, 1987; PASCUAL, 1999; y PUJOL, 2002.
[35] Algunas referencias históricas del comercio de ganado que abastecía a Barcelona, en: FIGUEROLA, 1968, p. 220-232.
[36] Véase también, para el caso de Alicante: BERNABEU y PERDIGUERO, 2000.
[37] AGREDA, 1877, p. 169-176.
[38] Sobre la evolución de los salarios, DEU, 1987, p. 43-52; MALUQUER DE MOTES, 1989; BENAUL, CALVET y DEU, 1994; CAMPS, 1995; y GARRABOU, TELLO y ROCA, 1999, p. 422-454.
[39] PUJOL, 2003, p. 244-278.
[40] Sobre el sector pesquero, GIRALDEZ, 1996.
[41] ALGARRA, 1877; y ROSSELL I VILÀ, 1921.
[42] Entre 1885 y 1936, el consumo de huevos por enfermo y año en el Hospital de Sant Jaume d’Olot pasó de 36 a 365 unidades, el de leche de 11 a 248 l. A su vez, el consumo de pescado fresco, que era inexistente a finales del siglo XIX, se acabó situando en cerca de 4 kg (ARCHIVO COMARCAL DE LA GARROTXA: FONDO HOSPITAL DE OLOT: c-19 a 31, 224 y 230). El elevado consumo de huevos (145 unidades), leche (250 l) y pescado fresco (8 kg) también se observa en el Hospital Clínic de Barcelona en 1909 (ANUARIO ESTADÍSTICO DE LA CIUDAD DE BARCELONA, 1903-1923). Véase, también: RAVENTÓS, 1923, p.30-31.
[43] Antes de la Primera Guerra Mundial, los precios eran: 2,29 pts/kg por la carne de carnero, 2,90 pts/kg por la carne de ternera, 2,69pts/kg por la carne de cerdo, 1,25pts/kg por el bacalao y 1,59 pts/docena para los huevos. Durante los años de la República, los precios eran, respectivamente: 3,66pts/kg, 4,92/pts/kg, 4,59pts/kg, 2,53pts/kg y 0,72 pts/docena. Véase, NICOLAU, PUJOL, 2004, P. 126.
[44] Mientras que a finales del siglo XIX, las estadísticas de precios solamente informaban de los precios medios de la carne, ya fuera de ternera, cerdo, ovino o cabrío, a lo largo del siglo XX las estadísticas se fueron haciendo más precisas, y llegaron a distinguir las cotizaciones de las carnes procedentes de las diferentes partes de los animales.
[45] En muchos casos, además, el pescado fresco era un producto caro. Entre 1931 y 1935, el precio de 1 kilo de merluza en la ciudad de Barcelona se situaba en unas 5 pts, cuando los salarios medios eran, como hemos visto, de 8 pts.
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