REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98 Vol. X, núm. 218 (04), 1 de agosto de 2006 |
SURESTE ESPAÑOL: REGADIO, TECNOLOGÍAS HIDRAULICAS Y CAMBIOS TERRITORIALES
Francisco Calvo García-Tornel
Universidad de Murcia
Palabras clave: Regadíos,
Sureste de España, cambios tecnológicos, gestión del
agua, organización del territorio.
Spanish South East: irrigation, hydraulic technologies and territorial changes (Abstract)
During the 20th Century the irrigation in the South-East of Spain experiments an important growth and a change in the way of production. At the half of the century a political economy of growth is designed, consisting of the development of the agriculture. This development was possible thanks to the massive use of the very few water resources of the area and to the contribution of water volumes coming from other basins. This model will suffer a deep crisis during the last years of the century, due to changes in the general economic scenario and the arrive of a new water management criteria, more respectful with the environment.
Key words: Irrigation, South-East of Spain, technological changes, watermanagement, spatial organization.
En la historia del regadío en el Sureste de la península Ibérica la cuenca del río Segura desempeña un papel fundamental, ya que es la única en el área capaz de proveer caudales suficientes y regulares que lo abastezcan. Dentro de unos límites de auténtica penuria de recursos, estos se han administrado tradicionalmente para expandir el territorio en riego y, conforme se han podido recabar recursos suplementarios, ampliarlo a ámbitos incluso ajenos a los límites naturales de dicha cuenca.
En el momento presente el consumo de agua para regadío representa más del 80 por ciento del consumo total y abastece una superficie regable próxima a 253.000 Has. Esta demanda para riego supone casi el doble de los recursos superficiales naturales de la cuenca, que en una estimación de máximos es de 830 Hm3/año, con fuertes oscilaciones derivadas de los rasgos de aridez de la zona. Las necesidades para atender el uso agrícola principal y los restantes se completan con aportaciones de la cuenca del Tajo mediante el denominado Trasvase Tajo-Segura, la explotación de los acuíferos subterráneos, la reutilización y, recientemente, la desalación de agua marina.
El desequilibrio entre la productividad de las prácticas agrícolas en secano y regadío es muy grande ya que, con agua suficiente, determinados elementos del clima, como la luminosidad, insolación y también las temperaturas, se convierten en factores positivos para el desarrollo de una agricultura con rendimientos muy elevados y escasamente determinada por la estacionalidad. Estas circunstancias permitieron, ya desde el inicio del siglo XX, el desarrollo amplio de cultivos específicos de regadío y de su comercialización en el ámbito del mercado español y, más tarde, europeo.
Tradicionalmente el riego ha tenido la función de asegurar la obtención de cosechas abundantes, básicamente del mismo tipo que las del secano, y se ha extendido progresivamente en un proceso milenario por los valles fluviales, alcanzando su máximo desarrollo junto a los cauces con aguas permanentes y muy en particular el río Segura, curso alóctono con un régimen pluvio-nival en cabecera que permite aportaciones escasas pero permanentes. Se trata de acondicionamientos de escala local, articulados a partir de acequias que transportan caudales desde los ríos, con sistemas de drenaje y reutilización tan solo donde la extensión de la llanura fluvial lo permite y los caudales del cauce proveedor son suficientes.
Este prolongado
periodo de la hidráulica antigua se basa en la derivación
de caudales fluyentes, cuya pobreza e irregularidad restringen notablemente
la extensión de los perímetros en riego, limitados por la
necesidad de disponer de caudales suficientes que permitan asegurar el
riego y superar los periodos de sequía propios del clima del área.
Pero no menos importante es la dificultad de elevar y transportar caudales,
poniendo así en explotación áreas más amplias
que las que estrictamente permite el riego por gravedad o con artes de
elevación rudimentarias.
El inicio de la ampliación y deslocalización de los espacios en riego
Limitadas las posibilidades de ampliación del regadío por los medios hidráulicos tradicionales, hasta los primeros años del siglo XX éstos ocupaban extensiones muy modestas, con lento crecimiento y estrictamente ceñidas a las márgenes fluviales. La situación cambia impulsada por una intensa búsqueda y captación de nuevos recursos, básicamente superficiales y muy pronto también subterráneos, basada en una mecanización acelerada de su extracción. Los tradicionales artefactos elevadores (aceñas, algaidones, ceñiles o norias de sangre) se sustituyen por motobombas o motores eléctricos que permiten poner en regadío primero sectores de las vertientes que limitan las viejas huerta de riego a pié y luego áreas cada vez más lejanas de los ejes fluviales. Tan sólo en la región de Murcia entre los años finales del siglo XIX y 1931 se habían ganado 22.573 Has mediante la implantación de 338 motores tanto en cauces fluviales como en acequias (Pérez Picazo, 1997a), de potencia modesta en general pero con alguna instalación de grandes dimensiones como el “Motor Resurrección”, capaz de elevar 137 m las aguas del Segura derivadas por la acequia de Abarán.
El impulso más importante, sin embargo, se desarrolla fuera de la Región de Murcia, en el tramo final del Segura. Allí, desde 1906, la Sociedad “Nuevos Riegos El Progreso” consigue concesiones para elevar agua de los cauces de drenaje de este tramo del río y en 1918 la “Compañía Riegos de Levante SA” obtiene la concesión del aprovechamiento de aguas que vertían al mar para poner en riego unas diez mil hectáreas en la margen izquierda del Segura cerca de su desembocadura, superficie que se había extendido a cuarenta y cinco mil hectáreas en 1940 (Canales, 2002).
La ampliación del riego mediante elevaciones exige también establecer la infraestructura energética necesaria, atendiéndose la demanda en una primera fase con pequeñas centrales hidroeléctricas emplazadas sobre el Segura. Estas innovaciones tecnológicas exigen la aplicación de capitales importantes que, por diversas razones derivadas de la estructura de sus propiedades, no podía aportar la oligarquía tradicional de terratenientes (Pérez Picazo, Lemeunier,1985). Esta circunstancia atrae la atención de capital español foráneo (Aranaga y Gorostiza, “los Bilbaínos” en el caso del “Motor Resurrección”) y extranjero (Banca Dreyfus en “Riegos de Levante”).
Sin embargo
la precariedad de estas ampliaciones corre paralela a la de los caudales
fluviales y sus fuertes oscilaciones interanuales, de modo que la regulación
de la cuenca se convierte en una necesidad ineludible y abordable sólo
desde instancias estatales; circunstancia que finalmente se concreta
y articula con la creación de la Confederación Hidrográfica
del Segura en 1926. De esta manera los años veinte y treinta de
siglo XX son decisivos en la consolidación de un paradigma de uso
del agua de carácter capitalista con fuerte intervención
y apoyo estatal, que supera progresivamente la escala local propia de los
regadíos tradicionales y aborda el problema a nivel de cuenca hidrográfica
consiguiendo transformar profundamente la del Segura.
La constatación del déficit hídrico y el discurso desarrollista agrario
De forma casi simultánea dos procesos necesariamente complementarios van a converger desembocando en la necesidad creciente de recursos hidráulicos como única posibilidad de desarrollo económico en el área.
Por una parte el proceso de regularización de la cuenca del Segura mediante la construcción de embalses, que acaban convirtiéndola, en relación a su superficie, en la que dispone de más instalaciones de este tipo en España; pese a ello no parecen éstas ser capaces de atender el creciente consumo. Por otra, la evidente rentabilidad de la expansión del riego y el diseño de políticas con la finalidad de impulsarla, que hacen aumentar extraordinariamente las exigencias de caudales disponibles, en unos años en que los objetivos económicos de la región se resumen en el difundido eslogan “Murcia, huerta de Europa”.
Estos dos procesos acaban concretándose en la valoración de Sureste ibérico como un amplio espacio infrautilizado, cuyas potencialidades deben movilizarse de inmediato aportándole el único recurso en que se muestra claramente deficitario, el agua sea propia o foránea.
El proceso de búsqueda de recursos
El establecimiento de pequeños embalses en diversos cursos del sureste peninsular es antiguo (siglos XVI-XVII), aunque los intentos de cierta magnitud para iniciar la regulación en la cuenca del Segura se abordan en el siglo XVIII, con la construcción de los embalses de cabecera del Guadalentín y en particular el de Puentes, con una capacidad insólita para la época. Estas obras tratan de sustituir el intento de derivar aguas desde los afluentes de cabecera del Guadiana Menor (cuenca del río Guadalquivir), aunque como proyecto esta poco realista iniciativa pervive hasta los años veinte del siglo pasado
La construcción de embalses se paraliza sin embargo durante casi un siglo por efecto de la rotura del recién construido embalse de Puentes y consiguiente catástrofe (1802). Todavía casi cincuenta años después José de Echegaray y Lacosta (Echegaray, 1851), advierte que “a pesar de que se horripilan aquellos habitantes al oír la palabra pantano, deben allí admitirlos como un medio de riego”. El triunfo de las ideas regeneracionistas conllevará, ya iniciado el siglo XX, la prosecución de la política de regulación fluvial, que recibe un importante impulso durante la Segunda República y en los años posteriores de dictadura franquista.
Aparte algunos embalses de reducidas dimensiones construidos con anterioridad sobre afluentes del Segura, en 1932 y bajo el impulso de la recién creada Confederación Hidrográfica se establece el “Fuensanta” sobre el propio Segura, que con sus iniciales 238’5 Hm3 es el de mayor capacidad de los construidos hasta esa fecha. De la magnitud de este esfuerzo da idea el hecho de que en 1902 la cuenca contaba con tres embalses, cuya capacidad total ascendía a 26’7 Hm3 y en 1989 existen ya 25, capaces para 1.173 Hm3. Con ello el régimen natural del río desaparece, sustituido por unas aportaciones en función de las demandas del riego, prácticamente inversas a las derivadas de las condiciones climáticas de la zona.
Sin embargo el volumen de agua realmente embalsado es permanentemente muy inferior a la capacidad de las infraestructuras construidas, con frecuencia sobredimensionadas para conseguir una regulación hiperanual en un ámbito con alta irregularidad en las precipitaciones. También es importante el hecho de que, aparte su función principal, deben cumplir los embalses otra de no menor importancia, como es la laminación de las frecuentes avenidas propias del régimen de los ríos de la zona, utilización totalmente contradictoria con el máximo aprovechamiento de sus posibilidades de retención. De hecho un buen número de los embalses del Segura construidos hasta el presente tienen un papel exclusivo en la defensa contra inundaciones, pese a lo cual existen peticiones de concesiones para riego de los caudales que puedan retener.
Aunque el esfuerzo efectuado resulta notable, los resultados se muestran finalmente particularmente frustrantes de cara a la disponibilidad real de recursos. En efecto, tras un intento de ordenar los riegos de la cuenca en 1932, en 1953 y a la vista de que con la construcción del hiperembalse de El Cenajo, capaz de almacenar 473 Hm3, se considera prácticamente concluida la regulación de ésta, mediante el Decreto y Orden de 25 de abril 1953 de “Ordenamiento de la cuenca del Segura” se establece la distribución de los regadíos y sus posibles ampliaciones una vez concluido dicho reservorio, que se expresa en el cuadro nº 1, y que además estimaba la posibilidad de que existieran sobrantes para dotar al menos ocasionalmente las áreas cerealistas de Lorca y Cartagena.
El balance
que era posible hacer al finalizar la década de los sesenta, cuando
la gestión de las aguas superficiales parecía haber alcanzado
su óptimo, no resultaba ser totalmente satisfactorio. Pese a sucesivas
ampliaciones, apenas el diez por ciento de la superficie de la cuenca podía
destinarse a regadío y de esta superficie tan solo aquellos riegos
dependientes directamente de las aguas del Segura disponían de dotaciones
suficientes, en tanto que el resto eran pequeños espacios dispersos
escasamente dotados o sectores de cultivos propios del secano (cereales,
almendro, olivo) en perímetros de riego aleatorio con límites
fluctuantes. De hecho tan solo se había conseguido realmente mejorar
la situación de los regadíos surtidos por el Segura, atenuando
la desigualdad de las dotaciones y su variabilidad aguas abajo, pero permaneciendo
el resto de los existentes en el área como vegas de riego eventual
y escasos recursos.
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Tramo alto |
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Tramo medio |
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Tramo bajo |
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TOTAL CUENCA |
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Culminada la etapa de instalación de los principales embalses de regulación, frente a las 12.500 Ha previstas como ampliación del riego tras la puesta en funcionamiento del embalse del Cenajo, las solicitudes de ampliación que habían llegado a la administración superaban las 30.000 Has (Calvo, 1984) generando la frustración de muchas expectativas ya que incluso resultó imposible dedicar dotaciones a las comarcas de Cartagena y Lorca. Muy pronto, incluso, se van a evidenciar los límites de un esfuerzo que se había presentado a la opinión pública como definitivo, cuando el periodo seco que se inicia en 1966 pone en evidencia que el sistema de embalses presenta deficiencias en su capacidad de regulación hiperanual. La situación desemboca en una crisis de falta de recursos en el verano de 1968, muy aireada en la prensa regional y en cierto modo artificial, ya que parece que podía haberse evitado si los embalses emplazados sobre el río Mundo, afluente de cabecera del Segura, no hubieran realizado desembalses en los años 1963 y 1966 superiores a los cien hectómetros cúbicos o hubieran tenido mayor capacidad de almacenamiento (Herin, 1975).
La elaboración del discurso desarrollista agrario
Aunque la política de regadíos en España es antigua, la primera vez que se plantean de forma conjunta las necesidades específicas de su fachada mediterránea es en la Asamblea que con el tema de “Las directrices de una Política Hidráulica y los riegos de Levante” se celebra en Alicante en febrero de 1933, donde concurrieron representantes de las provincias de Castellón, Valencia, Albacete, Alicante, Murcia y Almería.
Impulsada esta asamblea desde el Ministerio de Obras Públicas y con un carácter marcadamente político en relación con la difusión del “Plan de Obras Hidráulicas” de 1933, se orienta básicamente a resaltar el interés económico de la expansión del regadío y, por parte del Ingeniero D. Manuel Lorenzo Pardo, se advierte el desequilibrio hidrológico entre las vertientes atlántica y mediterránea españolas y se avanza un diagnóstico de la situación en ésta última: “Júcar y Turia regularmente caudalosos aunque medianamente provistos, Vinalopó y Segura agotados y el Almanzora inexistente. Hay pues en la zona Valenciana una necesidad de ordenación, en la Alicantina y Murciana una necesidad de ayuda y en la andaluza una imperiosidad de socorro” (Egea, 1997), esbozando a continuación la posibilidad de recurrir a caudales foráneos, aludiendo al Ebro pero centrándose en los recursos de la cabecera del Tajo y la posibilidad de derivar parte de su caudal hacia la cuenca del Segura.
La Guerra Civil y el prolongado periodo de posguerra marcan un compás de espera hasta que, dentro del lento proceso de liberalización de la economía española iniciado en los años cincuenta, el arancel de 1960 supone un giro notable en el régimen del comercio español, medida precedida por la devaluación de 1959 (Plan de Estabilización) y que en conjunto suponen el abandono definitivo del modelo autárquico derivado de las secuelas de la Guerra Civil y la introducción de un nuevo modelo orientado hacia la integración en la Comunidad Europea (Serrano Sanz, 1997).
En 1962 se producen simultáneamente dos hechos de gran importancia. Por un lado se solicita por parte del Gobierno español “una asociación susceptible de llegar en un día a la integración total” en las instituciones europeas. Por otro, se hace público el Informe del Banco Mundial de Reconstrucción y Fomento que se decanta con claridad hacia la expansión de los regadíos y muy en concreto los emplazados “entre Castellón y Gibraltar” (cuencas del Júcar, Segura y de Andalucía Oriental) donde “la expansión de los riegos debe estar limitada únicamente por la amplitud del mercado, principalmente extranjero, de las cosechas de alto valor” (Informe, 1962).
Desde Murcia se asume rápidamente el discurso oficial que identifica la política de aproximación al Mercado Común Europeo con la ampliación del regadío, ya que en buena medida venían siendo preconizadas también desde instancias regionales. A finales de la década de los cincuenta un estudio de M. de Torres y colaboradores (Torres, 1959) había puesto de relieve la alta rentabilidad económica del regadío en el Sureste peninsular y sus ventajas comparativas con otros regadíos españoles, con el criterio de conseguir los máximos beneficios de la inversión que supone el establecimiento de nuevos espacios regados. En 1960 el Pleno de Consejo Económico Sindical de Murcia señalado la conveniencia de “tomar en consideración el proyecto” de aportar agua desde otras cuencas, contribuyendo estas opiniones a reverdecer las ideas trasvasistas de M. Lorenzo Pardo antes aludidas. En 1961 se reedita oportunamente el estudio de M. Torres y en 1964 un informe redactado para la Comisaría del Plan de Desarrollo Económico y Social apunta en sus conclusiones en el mismo sentido (Reverte, Carpena, 1964).
A partir de 1964, año en que se constituye el Consejo Económico Sindical Interprovincial del Sureste (provincias de Albacete, Almería, Alicante y Murcia), el trabajo de este organismo coloca entre sus principales preocupaciones la necesidad de dotaciones hídricas suficientes para extender el regadío sin otra limitación que la señalada por el Banco Mundial, precisamente sobre un sector que desde la Universidad, con un carácter estrictamente de caracterización climática, se había venido definiendo como el de rasgos más intensos de aridez en la Península ibérica (Vilà, 1961).
Impulsada
por la mentalidad tecnocrática de esa etapa de la dictadura franquista,
se diseña en estos años una macro región, caracterizada
por los comunes problemas derivados de la escasez de recursos hídricos
propios, para los que se demandan soluciones y planificación conjunta.
Se esboza así un amplio territorio articulado alrededor del “Anteproyecto
general del aprovechamiento conjunto de los recursos hidráulicos
del centro y sureste de España”, que habría de ser la base
de “un verdadero plan regional para el Sureste” (López Palomero,
1968). Sin duda esta iniciativa cala profundamente en los agentes económicos
y sociales del área, hasta el punto que una caja de ahorros cambia
su nombre por “del Sureste”, un periódico se subtitula “diario regional
del Sureste”, el Ministerio de Agricultura y el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas instalan en Murcia el Instituto de Orientación
y Asistencia Técnica del Sureste y numerosas empresas adoptan esta
denominación.
Del “Sureste” a la “Cuenca del Segura”
Los avatares políticos del final del franquismo y la transición democrática modifican este discurso, que se trata de adaptar a las nuevas realidades sin cambiarlo en lo esencial. La nueva articulación de Estado español en “Comunidades Autónomas” que acaba cristalizando en la Constitución de 1979, divide el Sureste entre cuatro Comunidades distintas, desterrando el concepto de una “región-programa” con ese nombre. Rápidamente suprimido de las denominaciones de periódicos, cajas de ahorros y demás, permanece sin embargo el hecho de que el Trasvase del Tajo al Segura afecta a amplios territorios de las cuatro nuevas unidades administrativas.
La oportunidad económica de esta redistribución de recursos entre cuencas sigue siendo evidente para los agentes económicos tanto en la región como en España, pues la elaboración del “Anteproyecto general del aprovechamiento conjunto de los recursos hidráulicos del centro y del sureste de España, complejo Tajo-Segura”, aprobado en 1968 y que aporta por primera vez aguas de esa cuenca al Segura diez años después, viene precedida por la entrada en vigor de la unión aduanera entre “los Seis” y la búsqueda de nuevas bases a la difícil política agrícola comunitaria a partir del Plan Mansholt, proceso prácticamente culminado en 1964, el mismo año que España comienza a negociar una acuerdo de asociación que se firma en 1970.
Todavía
entre los años 1975-76, coincidiendo con el inicio del desmantelamiento
de la dictadura franquista, por encargo del Ministerio de Planificación
del Desarrollo y con la finalidad de integrase en un nonato IV Plan Nacional
de Desarrollo, la denominada “Comisión para el Desarrollo Socioeconómico
de la Cuenca del Segura” elabora un documento (Comisión, 1977) que
tiene la condición de estudio preliminar para la plani- ficación
territorial del Sureste peninsular, ya que la nueva denominación
encubre el mismo territorio que se venía denominado “Sureste”. Son
precisamente los años en que desaparece el citado ministerio (1976)
y se abandona la idea del IV Plan de Desarrollo, de manera que la Comisión,
tras varias remodelaciones, genera finalmente un documento con escaso contenido
social y centrado en la articulación del futuro económico
surestino en torno al Trasvase Tajo-Segura, estimando que la suma de los
nuevos espacios regados y aquellos infradotados que podrán disponer
de agua suficiente llegaría a ascender a 167.000 Ha.
El acopio de recursos y la expansión del regadío
Los primeroS caudales procedentes de la cabecera del Tajo llegan al Segura con un volumen más bien simbólico (64 Hm3) el año hidrológico 1978-1979. Las expectativas generadas eran, sin embargo, muy altas, considerando que la infraestructura del trasvase debería aportar hacia el sureste 600 Hm3 anuales en una Primera Fase y alcanzaría los 1000 Hm3 anuales en una Segunda Fase, un caudal superior a las disponibilidades de aguas superficiales propias de la cuenca del Segura.
Dejando a un lado lo absolutamente irreales que fueron aquellas previsiones, ya que desde su inicio hasta 2004 la media de aportaciones por año hidrológico es de 330’99 Hm3, su divulgación tiene un efecto inmediato sobre las iniciativas de expansión del riego, iniciándose una auténtica ofensiva de búsqueda de recursos subterráneos. Con ello se persigue como objetivo principal beneficiarse de inmediato de las oportunidades a la exportación abiertas por los nuevos mercados, utilizando las aguas subterráneas sin valorar sus posibilidades, ya que en plazo más o menos breve serían sustituidas por las trasvasadas. En aquellos años se divulga la consideración del recuso a caudales subterráneos como un “crédito puente”, símil bastante acertado. La instalación de sistemas de regadío con pozos se manifiesta también como una estrategia defensiva por parte de la gran explotación frente a la posibilidad de expropiaciones, previstas en los planes de transformación de las nuevas zonas regables elaborados desde 1973 de cara a las futuras aportaciones trasvasadas, puesto que no se consideraban expropiables los sectores previamente puestos en riego (Calvo, 1981).
La condición de propiedad privada de las aguas subterráneas y el desconocimiento generalizado de los recursos de este tipo existentes en la zona, están también en la base tanto de una nueva posibilidad de negocio altamente lucrativo como en la auténtica ofensiva desencadenada sobre estos recursos, que adopta con frecuencia caracteres de depredación.
En 1950 el número de pozos y sondeos censados en la Región de Murcia era de 661 y al finalizar la década de los setenta, en vísperas de la llegada de las aguas del Trasvase, su número ascendía ya a 3748, alcanzando para el conjunto de la Cuenca del Segura la cantidad de 7829 (Calvo, 1984), cifra que en 1995 se estimaba que ascendía ya a 20350 la mayoría no registrados (Consejo Social, 1995). La localización preferente de estas instalaciones se corresponde, ante todo, con áreas litorales no integradas físicamente en la cuenca del Segura, también con sectores endorreicos del interior y con aquellos que disponen de aguas superficiales muy escasas.
Muy pronto, sin embargo, se advierten las dificultades que plantea esta explotación y el rápido agotamiento que pueden sufrir los recursos en determinados sectores. Ya en 1973, el agotamiento del acuífero Ascoy-Sopalmo en Cieza supone una importante crisis económica y social en aquel municipio, de la que sin embargo no se extraen consecuencias y la explotación excesiva continúa en otras áreas. Así al establecer el balance “recursos-demandas” en la comarca litoral de Mazarrón-Aguilas, el año 1981, se señala que se están extrayendo 24 Hm3 anuales de recursos subterráneos no renovables, pronosticando un agotamiento de los acuíferos en veinte años (Gómez de las Heras, 1981), el acuífero “Alto Guadalentín” pasa de abastecer 8000 Has en 1973 a 31275 Has en 1990 (Tobarra, 1995) y los ejemplos podrían multiplicarse. El resultado es que en la década de los ochenta se están regando ya 61213 Ha con caudales de esa procedencia y complementado del uso de aguas superficiales insuficientes en otras 28788 Ha. Prácticamente el 46 por ciento del regadío de la cuenca utilizaba en diverso grado caudales de origen subterráneo, con extracciones cada vez más profundas y costosas acompañadas de crecientes problemas en la calidad de agua.
El Plan Hidrológico de la Cuenca del Segura (Confederación Hidrogáfica del Segura, 1997) proporciona una evaluación global de lo conseguido en los largos años de ofensiva para allegar dotaciones al Sureste peninsular. Señala unos recursos totales disponibles en la cuenca entre 1535 y 1745 Hm3, incluyendo como aportación real los 600 Hm3 del Trasvase Tajo-Segura, y estima un déficit anual de 460 Hm3. Pero la media de caudales trasvasados, entre 1978 y 1997 había sido de 261’66 Hm3, de manera que el déficit era muy superior. De nuevo la realidad había superado con mucho las previsiones, como había ocurrido en 1953, e incluso las más estrictas medidas de ahorro no podían evitar el permanente recurso a la sobreexplotación de aguas subterráneas.
Por el momento se busca paliar la situación aumentando las aportaciones desde el Tajo, que entre 1997-1998 y 2003-2004 se elevan a una media de 519’42 Hm3, pero estas transferencias cuentan con una fuerte oposición en la cuenca emisora desde el mismo inicio de las obras (Melgarejo, 1997) en función de las necesidades manifestadas por la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha y la absoluta imprecisión del concepto “aguas excedentarias” como aguas trasvasables, carente de sentido en el ámbito hidrológico.
El último
episodio en la búsqueda de recursos foráneos es un nuevo
proyecto de trasvase, contemplado en el Plan Hidrológico Nacional
ahora desde el río Ebro (Ley 10, 2001) que preveía
la transferencia de 450 Hm3 a la cuenca del Segura y 95 Hm3 a Almería
complementados por 50 Hm3 procedentes de la cabecera del Guadiana Menor.
Sin embargo el contexto general, como se señalará más
adelante, ya no era el mismo y tras una larga polémica el cambio
de gobierno de 1994 tiene como resultado la supresión de esta transferencia
y un cambio de óptica en la forma de abordar las necesidades de
área.
Crisis del modelo
La orientación de la política de regadíos diseñada en el inicio de la segunda mitad del siglo XX y, en general, el modelo de gestión hidráulica iniciado en el siglo XIX, se va a adentrar en una profunda crisis conforme avanza esta centuria hacia su final. Ante todo porque en la evolución económica general de España el papel de la actividad agrícola pierde peso rápidamente; pero también porque se desarrolla una nueva conciencia social respecto al uso del agua y, en particular, respecto a su estricta valoración como bien económico, con nuevos puntos de vista que acaban teniendo su reflejo en la acción gubernamental y en la legislación, largo tiempo basada en una Ley de 1879.
Ya en la década de los setenta está claro que el discurso desarrollista agrario ha llegado a sus límites y que la expansión del regadío no está ya entre los objetivos prioritarios de la política económica española, a la par que la participación del sector agrario en el producto interior bruto español disminuye de forma rápida. En la Región de Murcia, aunque con menor intensidad pues sustenta una importante fracción de la dotación industrial, esta evolución a la baja es también evidente y si en los años sesenta el sector agrario aportaba el 18 por ciento del PIB, en los setenta desciende al 13’6, en los ochenta al 10’6, en los noventa al 8’3 y en la actualidad oscila alrededor del 6 por ciento. El inicio del siglo XXI muestra todavía una estructura productiva en el área especializada en el sector agrario, pero que disminuye lentamente y se acompaña de una importante diversificación de sectores productivos (Vivo, Callejón, 2005). Por su parte el valor añadido bruto agrícola tiende al estancamiento e incluso al declive, en tanto que crecen espectacularmente la construcción y los servicios; la tasa de activos en la agricultura, pese a ser más alta que la media española, se coloca muy por debajo que la de cualquier otro sector de la economía regional.
La búsqueda de un nuevo motor de desarrollo se reorienta, de forma temprana en el sector alicantino del Sureste, hacia el turismo de “sol y playa”, modelo que más tarde se expande hacia el sur, por tierras murcianas y almerienses. Un nuevo sector en rápido desarrollo que se apoya exactamente en los mismos elementos que estuvieron en la base del cambio agrario, ventajas climáticas y potenciación de la cercanía a los centros emisores de turismo de masas.
A lo largo de la década de los noventa y hasta el presente, al amparo de una legislación ampliamente permisiva que favorece la valoración del ámbito rural como un espacio residual a la expectativa de urbanización, el sector de la construcción se ha desarrollado de forma extraordinaria basado en la implantación de los denominados “complejos turístico-residenciales”. Con ello se ha impulsado una urbanización difusa, con macro proyectos cuya capacidad de acogida en ocasiones duplica e incluso triplica la población de los municipios donde se instalan y que plantea numerosos interrogantes respecto a la posibilidad de atender con mínimas garantías los servicios exigibles por las nuevas poblaciones asentadas en ellos, básicamente ciudadanos de la Unión Europea jubilados.
La ofensiva urbanizadora afecta primordialmente al litoral y se impulsa decididamente desde algunos gobiernos regionales, como en el caso de Murcia, comunidad donde se convierten en urbanizables unas 14000 Has carentes de cualquier esbozo de planificación excepto unas detalladas “Directrices de Desarrollo del Litoral de la Región de Murcia”, que regulan el uso turístico en un sector carente de recursos hidráulicos propios, de dotaciones por parte de los sistemas establecidos y cuya accesibilidad se está estableciendo mediante una autopista de peaje. El fenómeno, sin embargo, ya no es estrictamente litoral pues la escasez de suelo y sus precios en este sector impulsan la ocupación de terrenos cada vez más interiores, cuyo escaso valor permite situar en el mercado viviendas de precio asequible y con márgenes de beneficio elevados.
Por otra parte, a partir de la década de los ochenta, el modelo de gestión del agua basado en costosas obras hidráulicas, encaminadas a allegar y transportar el máximo de recursos, deriva hacia la cada vez más extendida consideración de que la política hidráulica debe basarse en la correcta gestión y la asignación eficiente de un recurso que es evidentemente escaso. Parece con ello necesario redefinir el concepto de “interés general” en materia de aguas desde el paradigma del “Desarrollo sostenible”, lo cual implica modificar la valoración estricta del agua como recurso para el desarrollo económico y pasar a considerar su funcionalidad en los ecosistemas, los servicios ambientales y sociales que ofrece y su valor como patrimonio vivo. En resumen, dejar de considerar el agua como un simple factor productivo y valorarla como un activo ecosocial (Aguilera, 1994).
De forma consecuente se muestra necesaria la modificación del enfoque tradicional de la política hidráulica, basada en la continua expansión de la oferta del recurso, hacia otra política fundamentada en estrategias de gestión de la demanda y de conservación de la calidad, la cual incluye la conservación de los ecosistemas. Se llama también la atención sobre el hecho de que, hasta el momento y como efecto de la capacidad tecnológica y la financiación masiva por parte del Estado de las infraestructuras hidráulicas, se ha generado un sentimiento social muy difundido de que existe la posibilidad ilimitada de allegar recursos, de manera que las evidentes limitaciones derivadas de las condiciones naturales se han interpretado como diferencia entre lo deseado y lo disponible, “déficit” que puede y debe resolverse desde los poderes públicos.
En cuanto al enfoque lógico del desarrollo de las demandas y su racionalidad, se propugna perseguirlo a través de las políticas de ordenación de territorio, lo cual resulta cuando menos novedoso para el ámbito de la cuenca del Segura, donde la única gran operación de ordenación del territorio fue el resultado de la aportación de caudales desde el Tajo, y donde las diferentes Comunidades Autónomas que la componen carecen de planes generales de este tipo.
Una última objeción a la continuidad de la política hidráulica tradicional proviene de la consideración de los escenarios climáticos futuros, en particular del denominado “cambio climático”, cuya incidencia aunque estimada de forma muy diferente según los especialistas, en general se considera insuficientemente valorada.
Respecto al marco legal, de forma muy tardía en 1985 una nueva “Ley de Aguas” viene a sustituir a la más que centenaria Ley de Aguas de 13 de junio de 1879 y, por primera vez, en ella se introduce el concepto de “planificación hidrológica” o capacidad del Estado para definir los usos más provechosos para la sociedad, de forma global y unitaria para todo el territorio nacional, regulando el acceso a su uso en cuanto se respeten las prioridades establecidas. En consonancia con la nueva estructura económica del país, el regadío deja de considerarse por los agentes económico como preocupación prioritaria y ya no se busca tan solo aumentar las disponibilidades hídricas, sino también proteger la calidad de las aguas y racionalizar sus usos respetando criterios medio ambientales. A través del instrumento de planificación denominado Plan Hidrológico Nacional se pretende corregir los problemas de dotaciones existentes, eliminar la sobreexplotación de recursos y ejercer una acción de recuperación ambiental.
La nueva Ley contempla los trasvases, ahora denominados “transferencias”, con fuertes garantías para las cuencas cedentes, pese a lo cual el primer anteproyecto de Plan Hidrológico Nacional, elaborado en 1993, era decididamente “trasvasista” hasta el grado de que contempla la interconexión de todas las cuencas peninsulares (Ministerio de Obras Públicas, 1994). Sin embargo los cambios en el contexto económico general del país y el emergente discurso conservacionista impulsan una revisión a la baja estas expectativas, de manera que el Plan Hidrológico Nacional de 2001, tras un cambio de gobierno, reduce las transferencias entre cuencas, dejando casi exclusivamente una desde el río Ebro hasta Almería a lo largo del litoral mediterráneo, pero impidiendo que puedan utilizarse en destino las aguas transferidas para crear nuevos regadíos ni ampliar los ya existentes.
La justificación de estas decisiones tiene su base en el “Libro Blanco del Agua”, que consagra el concepto de “riesgo de escasez estructural” para aquellos ámbitos donde parece imposible atender los niveles de consumo en el supuesto de máximo aprovechamiento del recurso potencial, incluyendo transferencias, reutilización y desalación. La única cuenca española en esta circunstancia es la del Segura, en tanto que en las contiguas del Júcar y Sur la escasez es “coyuntural” y en el resto de España no parece existir este riesgo (Libro Blanco del Agua, 2000).
La incorporación
de criterios que provienen de la “Directiva Marco de Aguas” de la Comunidad
Europea (Directiva, 2000), tienden por su parte a hacer mas riguroso
el concepto de demanda en usos productivos, introduciendo principios como
el de la “recuperación íntegra de costes” o la incorporación
del “valor de oportunidad” o “escasez” a éstos, buscando nuevos
equilibrios entre oferta y demanda. La preocupación por la calidad
del agua que manifiesta la norma indicada influye decisivamente en una
orientación general de la política de aguas con un carácter
más respetuoso con los condicionantes medioambientales.
De cuenca hidrográfica a “plataforma de distribución”
La cuenca hidrográfica del Segura, desde un punto de vista administrativo, ocupa una superficie de 18.870 Km2 de los cuales el 59 por ciento se ubican en la Región de Murcia, un 25 por ciento en Castilla-La Mancha, el 9 por ciento en Andalucía y el 7 por ciento restante en la Comunidad Valenciana. Esta delimitación resulta bastante más amplia que el ámbito estricto de dicha cuenca, pues engloba algunos sectores que vierten directamente al mar y áreas endorreicas. Pero realmente el área abastecida desde ella mediante una amplia red de infraestructuras tanto para riego como para consumo humano es mucho más extensa, incluyendo en el caso de la Comunidad Valenciana las tierras del Valle del Vinalopó y Campo de Alicante respecto al riego e incluso la Marina Baja en cuanto a abastecimientos urbanos, de la misma manera que, por el sur, la cuenca del Almanzora se rebasa ampliamente
Esta situación tiene su origen en la delimitación de “zonas regables” con aguas del Trasvase Tajo-Segura y la construcción del “canal de Almería”, que prolonga desde 1985 el canal de la Margen Derecha hasta la cabecera del río Almanzora. Por otra parte, la Mancomunidad de los Canales del Taibilla surte el consumo humano de Murcia y parte de Albacete y Alicante con caudales en principio procedentes de la cuenca del Segura. Actualmente aprovisiona a 2’2 millones de habitantes, el doble de la población abastecida en 1970 sin contar con la presencia de puntas veraniegas mucho más elevadas debidas al consumo turístico. El finalmente paralizado proyecto de trasvase desde el Ebro, incluido en el Plan Hidrológico Nacional 2001 pretendía acentuar de forma extraordinaria este papel de distribuidor del recursos ajenos de la cuenca segureña, diseñando un sistema con tres aportaciones exteriores (Tajo, Ebro y Guadiana Menor) y una amplísima red de conducciones. La figura nº 1 expresa la situación con aportaciones exclusivas desde el Tajo (izquierda), y la que se derivaría de los acondicionamientos derivados del Plan Hidrológico 2001 (derecha).
Nuevas dinámicas territoriales
Ya desde
el momento en que se instalan las infraestructuras de distribución
derivadas del trasvase desde el Tajo, e incluso antes como se ha señalado,
se inician con gran intensidad diversos cambios en la evolución
económica y demográfica del área.
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Leyenda:
Ríos Mundo, Segura y Almanzora Canales Embalses |
El más evidente resultado territorial del discurso desarrollista agrario se concreta en la rápida ampliación de la superficie acondicionada para riego. Desde los años sesenta y pese a varios periodos de fuertes sequías que en ocasiones afectan también a la cabecera del Tajo, los espacios regables crecen continuamente y su ritmo más que a la disponibilidad de recursos se adapta a las fluctuaciones monetarias, de manera que las devaluaciones tanto oficiales como “de facto” de la moneda española, por su efecto sobre la competitividad de las exportaciones, inciden con fuertes ampliaciones del área regable. Así periodos de expansión del territorio acondicionado para regadío se manifiestan tras la devaluación de 1976 pese al ciclo seco que se inicia de inmediato, con mayor intensidad aún después de 1982, en plena sequía, y de nuevo en los años centrales de la década de los ochenta, donde coinciden una máximo en la apreciación del dólar y la adhesión de España a la Comunidad Europea. Dentro de uno de los periodos de sequía más duros y prolongados conocidos aún hay una leve reacción positiva a las devaluaciones de 1992, que desaparece ya en las siguientes (1993 y 1995) iniciándose una crisis que intentará paliar el Plan Hidrológico Nacional aprobado en 2001, ya aludido.
La figura
2, elaborada con datos oficiales (CES, 1996) y referida exclusivamente
a la Región de Murcia, muestra tanto este crecimiento como el hecho
que el área realmente regada se muestra dependiente de los recursos
disponibles, oscilando entre el 3 y el 25 por ciento los porcentajes de
regadío no ocupado. El periodo seco de 1981-84, bastante intenso,
parece anunciar que se ha llegado al límite de las posibilidades,
hasta que un nueva sequía (1991-95) más prolongada e intensa
acaba por impedir la explotación de amplios espacios acondicionados,
a pesar de una intensa evolución bastante generalizada hacia la
implantación de técnicas de ahorro de agua cada vez más
avanzadas.
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Pero la aportación de caudales no solo genera ampliación de los espacios regables y la valoración de otros factores permite ahora iniciativas distintas a las estrictamente agrarias. De esta manera y con caracteres diferentes según los rasgos de partida empiezan a manifestarse dinámicas económicas y sociales muy diferentes en diversos ámbitos.
En líneas generales se pueden diferenciar comportamientos distintos en los espacios litorales, sectores próximos a los grandes núcleos de población, nuevos regadíos alejados del litoral y, por último, en los secanos interiores; cambios que en conjunto encuentran un apoyo fundamental en el generalizado esfuerzo de mejora de las comunicaciones por carretera que se inicia al finalizar los años ochenta.
La situación más compleja se produce en el litoral, donde es posible distinguir entre sectores con regadíos tradicionales, con nuevos regadíos y sin disponibilidades, al menos teóricas, de agua. En el primer caso, cuyo mejor ejemplo sería la Vega baja del Segura, puede advertirse una diversificación de la actividad en franjas que, desde el interior a la costa, muestran estancamiento agrícola, permanencia agrícola unida a diversificación de actividades de servicios que atienden a una franja costera donde la práctica agrícola ha desaparecido sustituida por una intensa actividad turística, acompañada de un crecimiento demográfico espectacular como es el caso del municipio de Torrevieja donde los residentes censados pasan de 9234 en 1960 a 84348 en 2005 y cuya capacidad de acogida en periodo vacacional es superior al doble de su población permanente.
En las áreas de nuevos regadíos, cuyo mejor ejemplo sería el Campo de Cartagena, los espacios agrícolas acondicionados tras en Trasvase desde el Tajo se ven atenazados entre el crecimiento del turismo litoral, el desarrollo de los núcleos de población y la rápida urbanización residencial de los piedemontes interiores. Por su parte las instalaciones e infraestructuras al servicio de las diversas actividades y los establecimientos industriales buscan difícil acomodo junto a las vías de comunicación o dispersos en el ámbito agrícola, en una convivencia no exenta de problemas.
Por último, los sectores litorales que no disponen de agua y carecen de un aprovechamiento agrícola importante se han movilizado directamente como suelo de uso turístico-residencial. Es el caso de buena parte del Sur de la Región de Murcia y Norte de Almería.
Respecto
a la expansión de los grandes núcleos de población,
que en términos demográficos se expresa en el cuadro nº
2, la pérdida de valor del suelo agrícola frente al urbanizable
ha destruido las antiguas huertas periurbanas en un proceso rápido
y mal gestionado, que no ha permitido la preservación de un valioso
patrimonio histórico, cultural y antropológico sino en sus
términos más banales. Quizá el caso de la Huerta de
Murcia sea el ejemplo más paradigmático.
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Fuente: Censo 1960, Padrón Municipal 2004. INE |
Conclusiones
Los ámbitos ocupados y explotados en regadío en el Sureste español son sucesivas construcciones socio-culturales, económicas y ecológicas que los singularizan como territorios y que son un registro en los diversos momentos históricos de los caracteres de esas sociedades, contribuyendo en buena medida a una identidad y coherencia surgidas en una importante proporción de la permanente superación de conflictos de intereses (Pérez Picazo, 1997b) y de una cuidadosa reglamentación y organización.
Durante una etapa secular se articulan en unidades locales, estrictamente acotadas por las limitaciones ambientales, sometidas a crisis periódicas de este origen (inundaciones- sequías) y con una apertura hacia ámbitos suprarregionales limitada a episodios muy concretos. Desde los finales del siglo XIX la aplicación de tecnologías y el desarrollo de la economía capitalista de mercado permiten el desenclave físico del regadío y su desarrollo a escala cuenca hidrográfica, articulándose lentamente a lo largo de la primera mitad del siglo XX con dimensiones económicas de nivel nacional que pronto adquieren dimensiones internacionales, al menos con carácter de expectativas. La década de los sesenta resulta decisiva al identificarse el desarrollo del área con la aportación de recursos de otras cuencas y la apertura de mercados internacionales, iniciándose una etapa de apogeo en la que este territorio adquiere dimensiones económicas y sociales internacionales, pronto acompañadas de fuertes dificultades derivadas de la expansión inmoderada del espacio en riego, la superproducción y creciente competencia exterior, la escasez de mano de obra y los problemas ambientales derivados del modelo productivista. Agudizados los conflictos de intereses alrededor del agua, que ahora se manifiestan a nivel del Estado español, y dentro la evolución económica general, el regadío surestino ha dejado de ser objetivamente la base de la organización del territorio, su crisis es evidente y la competencia por la disponibilidad de agua con otras actividades se ha hecho muy intensa, precisamente cuando la introducción de criterios ambientales a nivel general aconsejan, cuando menos, prudencia en su gestión.
No resulta sencillo aventurar una valoración de la evolución de la situación en los últimos años, ya que muestra al mismo tiempo logros evidentes acompañados de importantes aspectos negativos, aunque parezca clara la necesidad de reorientar adecuadamente el futuro económico y social del Sureste de España.
A partir del discurso desarrollista agrario elaborado en la etapa franquista y una vez conseguida la movilización de todos los recursos de agua disponibles, el sureste español ha pasado a mostrar rápidamente los rasgos más completos y extremos de las nuevas agriculturas mediterráneas regadas, favorecidos en principio por la progresiva mejora de la accesibilidad a los mercados de consumo. Pero esta ampliación es continua y tiende a extenderse hacia sectores más meridionales del Mediterráneo, en un proceso que progresa incluyendo el Maghreb y países del Mediterráneo oriental (Turquía, Israel, Egipto) e incluso países africanos tropicales o del Hemisferio Sur. Las ventajas comparativas de estos nuevos proveedores (clima, salarios, disponibilidad de caudales) establecen una dura competencia con los sectores de regadío más antiguos, en una situación paralela a la competencia que en su día pudieron hacer los regadíos surestinos a los italianos y franceses.
Entre los aspectos positivos de estas nuevas economías agrícolas aparece, en primer lugar, el aumento y diversificación de las producciones y de su exportación, contribuyendo de forma notable al crecimiento de la renta en el área y al progreso del balance económico nacional. El aumento de los puestos de trabajo, de la masa salarial y del nivel de retribuciones confirió una importante dimensión social al proceso, concretada en la elevación del nivel de vida medio en el área. Este progreso, sin embargo, no ha sido todo lo intenso que sería deseable, pues perviven grandes desigualdades en la distribución de la renta y la masa de asalariados, que sigue siendo un componente esencial del modo de producción, ha necesitado redotarse con la inmigración, pero las condiciones de vida para estos inmigrantes no son siempre las que debieran ser (Herin, 2003).
Es también importante el nivel de eficiencia conseguido en los nuevos espacios de cultivo hortofrutícola, tanto desde el punto de vista económico como en la aplicación de tecnologías avanzadas en especial para el uso y economía del agua (Morales, 2003). Sin embargo tanto en la aplicación de tecnologías como en la comercialización de las producciones se advierte una situación de dependencia respecto de proveedores muchas veces extranjeros o redes multinacionales de distribución.
Por último cabe señalar que la valoración ambiental de las prácticas de la nueva agricultura regada no puede ser en absoluto positiva. Tanto el acondicionamiento del territorio para su explotación como ésta misma generan numerosos impactos ambientales negativos, como la intensificación de la erosión, la salinización y contaminación de suelos, o la inestabilidad de las vertientes; manifiesta también elevados consumos de energía y degrada la calidad tanto de las aguas superficiales como subterráneas (Calvo, 2002).
En conjunto
resulta evidente el hecho de que la expansión del riego ha sido
hasta el momento en gran medida ajena a preocupaciones de ordenación
territorial y condicionantes medioambientales, muy atenta a la obtención
de beneficios económicos inmediatos y necesitada cada vez con mayor
urgencia de la redefinición de la distribución de los recursos
hídricos y su auténtica valoración como raros y no
estrictamente económicos.
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