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José Antonio Segrelles
Departamento de Geografía Humana
Universidad de Alicante (España)
La tendencia hacia la liberalización comercial en el mundo y la creciente globalización de la economía, enmarcadas dentro de las necesidades vitales del modo de producción capitalista, constituyen los principales rasgos que caracterizan las relaciones comerciales agroalimentarias entre el Mercado Común del Sur (MERCOSUR) y la Unión Europea (UE). Precisamente es el capítulo agrícola el más controvertido en las negociaciones que se están llevando a cabo para culminar el Acuerdo Marco Interregional de Cooperación Comercial y Económica entre ambos bloques regionales.
En estas relaciones existe una clara contradicción ajustada al típico esquema centro-periferia, donde el MERCOSUR representa su tradicional papel dependiente. Sin embargo, junto a ésta aparece otro antagonismo de clase que será determinante sobre la evolución de la agricultura y los espacios rurales de la UE y del MERCOSUR, toda vez que la eliminación de las trabas aduaneras perjudicará a los agricultores comunitarios y al sector agropecuario de los países europeos más débiles, mientras que favorecerá por encima de todo los intereses de las elites financieras e industriales. Los principales beneficiarios en el MERCOSUR serán sin duda los grandes propietarios agrícolas y los operadores comerciales, quedando excluidos de las posibles ventajas de la liberalización comercial la mayoría del campesinado y de la sociedad.
Palabras clave: capitalismo, comercio agroalimentario, globalización, liberalización, Mercosur, Unión Europea
The trend towards worldwide commercial liberalization and the increasing economic globalization, within the framework created by the needs of the capitalist mode of production, are the main factors in the farming and food trade relationships between the Southern Common Market (MERCOSUR) and the European Union (EU). It is precisely the agricultural sphere that is creating more controversy in the current negociations towards an International Framework Agreement for Commercial and Economic Cooperation between the two regional institutions.
In these relationships there is a clear contradiction, which responds to the typical center-periphery scheme, whereby MERCOSUR plays the traditional dependent role. However, there is a further class antagonism which will be greatly influential upon the evolution of agriculture and rural spaces in the EU and MERCOSUR, for the elimination of customs barriers will be perjudicial to EU farmers and to the farming sector in the weaker European countries, whereas it will benefit mostly the interest of finance and industry elites. Most probably, those who will profit from Mercosur will be mainly large farming owners and trade operators, while the majority of farmers and members of society will be excluded from the potential advantages of trade liberalization.
Key words: Agricultural food trade, capitalism, European Union, globalization, liberalization, Mercosur
En un trabajo reciente (Segrelles, 1999 a) planteaba dos cuestiones que a mi juicio son esenciales para comprender los procesos político-económicos que están desarrollándose en el mundo durante las últimas décadas, como es el caso de la creciente globalización (o mundialización) de la economía, la formación de grandes bloques regionales, la progresiva liberalización comercial o el aumento de los intercambios mercantiles a escala planetaria. La primera cuestión hacía alusión a que el término globalización, al socaire del neoliberalismo, constituye un eufemismo para designar esa fase avanzada del capitalismo mundial que persigue a toda costa mantener sus tasas de ganancias en territorios cada vez más amplios, amparándose para ello en la tendencia generalizada hacia la liberalización del comercio y los mercados de capitales, la creciente internacionalización de las estrategias empresariales de producción y distribución y el desarrollo tecnológico. Es decir, nuevas tácticas que sirven a un viejo ideario de acumulación y reproducción del capital. La segunda de ellas ponía de manifiesto que la lógica inmanente del modo de producción capitalista estriba en la creación de contradicciones y desequilibrios "necesarios" entre áreas (centro-periferia), países (desarrollados-subdesarrollados), hábitats (campo-ciudad), sectores económicos (agricultura-industria y servicios), relaciones de producción (capital-trabajo), personas (ricos-pobres) y clases sociales (explotadas-explotadoras).
Desde hace algún tiempo proliferan, más en Latinoamérica que en España y Europa, excelentes trabajos sobre la globalización, los bloques económicos regionales y sus relaciones, los acuerdos comerciales internacionales y la liberalización del comercio mundial realizados por técnicos y científicos sociales de diverso signo: agrónomos, veterinarios, geógrafos, economistas, juristas o historiadores. Sin embargo, es menos frecuente encontrar una asociación clara y una interdependencia manifiesta entre dichos procesos y la preeminencia del sistema capitalista en el mundo. En ocasiones, leyendo la bibliografía acerca de estos temas, sobre todo la española, parece como si la evolución de la economía y el comercio mundiales se produjera de forma espontánea, porque sí, como si formaran parte de una progresión natural, sin tener en cuenta que las relaciones de producción impuestas por el capitalismo son determinantes para el nacimiento, avance, estancamiento, retroceso, transformación u organización de las pautas político-económicas y sus influencias sociales y territoriales. Asumir esta base teórica deviene, por lo tanto, fundamental como punto de partida para reflexionar sobre el tema estudiado en este artículo.
El acuerdo marco firmado en diciembre de 1995 entre el Mercado Común del Sur (MERCOSUR) y la Unión Europea (UE) tiene como objetivo final establecer una asociación interregional de carácter económico y político basada en una progresiva liberalización del comercio, aunque además se asienta sobre la cooperación en diferentes ámbitos que van más allá, al menos en teoría, de lo estrictamente económico y mercantil, ya que también afecta a las instituciones, la educación, la formación, la cultura, la información y las comunicaciones. Aun teniendo en cuenta la relevancia de estos factores, merece la pena resaltar, dentro del actual proceso de negociación, las cuestiones relacionadas con el comercio agroalimentario entre ambos grupos de países porque se trata en muchos casos de productos muy sensibles sobre los que todavía existen posturas encontradas. Y todo ello pese a la opinión del actual presidente brasileño F.H. Cardoso, citado por M. Buxedas (1996), que sostiene que las relaciones comerciales entre el MERCOSUR y la UE son más de complementariedad que de competencia. Asimismo, la referencia al comercio de productos agropecuarios trasciende necesariamente las relaciones MERCOSUR-UE para incluir también de forma tácita a Estados Unidos, pues las principales presiones para que se lleve a cabo el estricto cumplimiento de ciertos acuerdos comerciales internacionales, como el Acuerdo General sobre Tarifas Aduaneras y Comercio (GATT), que mediatizan tanto al MERCOSUR como a la UE, proceden de la superpotencia económica y agrícola norteamericana.
El objetivo principal de este artículo es, pues, reflexionar sobre la forma en que se establecen las relaciones comerciales agroalimentarias entre ambos bloques económicos regionales, cómo se inserta esta relación en los condicionantes globales actuales, la intensidad del clásico vínculo dominación-dependencia y las repercusiones que la total liberalización comercial pueden tener en los sectores agropecuarios, espacios rurales y sociedades del MERCOSUR y la UE.
La agricultura europea: un sector amenazado por la liberalización comercial
Desde la firma del Tratado de Roma (1957) y la celebración de la Conferencia de Stressa (1958) la agricultura puede ser considerada, sin temor a exagerar, uno de los pilares básicos sobre los que se ha ido realizando la construcción europea. La Política Agrícola Común (PAC) es el instrumento fundamental que permite este logro a través del artículo 39 del Tratado de Roma, donde figuran sus cinco objetivos prioritarios: incremento de la productividad de las explotaciones agropecuarias, garantía de sostenimiento para las rentas de los agricultores, estabilización de los mercados, mantenimiento de precios razonables para el consumidor y seguridad en el abastecimiento agroalimentario. Para alcanzar esta meta la PAC giraba en torno a tres principios esenciales: la unidad del mercado europeo, la preferencia comunitaria y la solidaridad financiera (Comunidad Europea, 1985).
La importancia concedida a la agricultura cuando se crea la Comunidad Económica Europea (CEE) se debe en gran medida al acusado desabastecimiento alimentario sufrido por el continente durante la Segunda Guerra Mundial y a la toma de conciencia del valor estratégico del sector agropecuario por parte de las autoridades comunitarias. En la actualidad, la agricultura sigue siendo relativamente importante en los países europeos. No obstante, el protagonismo que hoy en día concede Bruselas a las diversas agriculturas europeas depende de la división regional del trabajo, de los intereses de clase en cada uno de los países y del papel asignado por los centros de decisión a cada país y a cada área dentro de un mismo Estado, como veremos con detalle más adelante.
También es cierto que la relevancia de la actividad agraria es en general más social, política, cultural y ambiental que económica, pues sólo representa el 1,8 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB), el 8,5 por ciento de las exportaciones y el 11,5 por ciento de las importaciones de la UE-15, según los datos de J. Lamo de Espinosa (1997). Las aportaciones del sector agrario a la riqueza de las naciones y a los ingresos en concepto de ventas en el exterior no han dejado de reducirse durante las últimas décadas. Pese a ello la agricultura constituye un sector muy sensible en los países comunitarios, que hasta ahora ha sido especialmente mimado por sus políticas económicas. De ahí que desde la propia creación de la CEE este aprovechamiento haya provocado constantes controversias entre los Estados miembros. Es innecesario recordar que fue precisamente en el tema agrario donde se fundamentó la firme oposición de Francia para que España ingresara en las Comunidades Europeas. Cuando por fin lo consiguió en 1986 fue a costa de graves limitaciones, recortes y concesiones en su sector agropecuario y pesquero y de un categórico desmantelamiento de su tejido industrial.
Estas disputas intracomunitarias se han generalizado a sus relaciones comerciales con el resto del mundo, pues los incuestionables logros de la PAC, que convirtieron a la UE en el segundo exportador mundial de productos agrarios y a su agricultura en un sector protegido, se han vuelto contra la propia Comunidad (excedentes crónicos, enormes gastos presupuestarios, protestas de los países terceros, represalias comerciales por parte de Estados Unidos, erosión, contaminación ambiental) con el paso del tiempo y a medida que se expandía por el planeta el neoliberalismo, la globalización y la liberalización de los intercambios comerciales.
Las presiones internacionales y europeas sobre la agricultura comunitaria
La culminación de las negociaciones en la Ronda Uruguay (1994, Acta de Marrakech) del GATT y la posterior entrada en vigor (1995) de la Organización Mundial del Comercio (OMC) están teniendo, y más que tendrán en el futuro inmediato, repercusiones concluyentes sobre el sector agropecuario europeo. Los ataques de Estados Unidos y el grupo de Cairns contra los fundamentos de la PAC, ya presentes, aunque con un tono menos exigente, en las anteriores Ronda Kennedy (1963-1967) y Ronda Tokyo (1973-1979), se recrudecieron desde el comienzo de la década de los años noventa, conforme la globalización se convertía en una necesidad perentoria para el capitalismo mundial.
Sin duda alguna Estados Unidos ha sido el gran triunfador de los acuerdos finales del GATT, pues este país también es una potencia en el terreno agrario que le lleva a ser el primer exportador mundial de productos agroalimentarios, es decir, entra en competencia directa con muchas producciones europeas y ve en las políticas agrícolas comunitarias un obstáculo para su expansión planetaria. Buena prueba de todo ello es que Estados Unidos ofrece una balanza comercial agraria positiva frente a un déficit comercial general de 170.000 millones de dólares anuales (Lamo de Espinosa, 1997). Según este autor, la verdadera estrategia norteamericana, que sinceramente no sé a quien puede sorprender, se materializó un año más tarde de la firma del Acta de Marrakech con la promulgación de una nueva ley (Freedom to Farm Act) que pretende acabar con el control sobre las producciones, hecho que desembocará en un incremento de la producción, sobre todo de cereales y oleaginosas, con el consecuente aumento de su presencia en los mercados internacionales. Además, el antiguo sistema de subvenciones agrícolas (370.000 millones de dólares en la última década) será sustituido por un modelo de ayudas directas fijas, curiosamente similar al implantado, y por Estados Unidos combatido, en la UE.
J. Lamo de Espinosa (1997) señala que las batallas agrarias norteamericanas en las negociaciones comerciales internacionales son consustanciales con su propia naturaleza porque la agricultura constituye la base de su desarrollo industrial y goza de enorme predicamento entre la población. Lo que no dice, sin embargo, es que las grandes corporaciones agrarias y los poderosos operadores comerciales de materias primas representan un muy dinámico grupo de presión con una influencia política decisiva en Washington. Se echa en falta, asimismo, algún apunte, siquiera breve, que aludiera a las grandes empresas transnacionales, que son precisamente quienes más se benefician de la progresiva mundialización de la economía. De ahí que el impulso globalizador y la inminente expansión agraria de Estados Unidos aparezcan como un doble fenómeno de una misma realidad, que instrumentaliza al mismo tiempo al GATT y a la OMC como punta de lanza del neoliberalismo y de sus fines agrícolas. Quizás el espaldarazo final a las políticas globalizadoras y de liberalización comercial se consigan en la próxima confererencia de la OMC, que se celebrará en Seattle (EE.UU.) y servirá para iniciar un nuevo ciclo de discusiones económico-comerciales: la denominada Ronda del Milenio.
En otro frente de lucha, pero con consecuencias agrorurales casi idénticas, encontramos la reforma de la PAC, que surge como un intento claro, desde el año 1992, de adaptar la agricultura y la ganadería de la UE a una economía cada vez más globalizada y a un comercio mundial libre de trabas aduaneras (Segrelles, 1999 b). Dicha reforma, que en numerosas ocasiones ha utilizado para su propia promoción y para conseguir el favor de la ciudadanía la creciente conciencia ecológica de la población europea ante un sector agropecuario intensivo y muy contaminante, tiene su impulso principal, además de las presiones exteriores, en la insostenible acumulación de excedentes y en los altos costes presupuestarios de la política agraria (Vieri, 1994), pues los gastos de la sección Garantía del Fondo Europeo de Orientación y de Garantía Agrícola (FEOGA) representan el 64'2 por ciento de los gastos totales de la UE en 1988 y el 50'5 por ciento en 1996. Las líneas de actuación para corregir los elevados costes presupuestarios se orienta, por lo tanto, hacia dos estrategias básicas: el control de las producciones excedentarias y la reducción de la tradicional política de precios a la mínima expresión posible. Para ello es imprescindible potenciar las prácticas agropecuarias extensivas, la supresión de cultivos, el abandono de tierras, la repoblación forestal, las ayudas para abandonar la actividad agraria, las jubilaciones anticipadas, el apoyo a las zonas desfavorecidas y de montaña y la revalorización de los espacios y recursos naturales. Es evidente, como señala J. Cruz (1991), que la conciencia ecológica y ruralista de Bruselas hubiera tardado en manifestarse de no ser por los imperativos de tipo presupuestario y productivo. De la necesidad se ha hecho virtud.
La modificación de la política de precios en la UE, la reducción de las exportaciones y el previsible aumento de las importaciones desde terceros países limitarán la competitividad de los productos agropecuarios europeos en los mercados internacionales y abrirán nuevas perspectivas para ciertas producciones foráneas, fundamentalmente aquéllas que son excedentarias en Europa (cereales, lácteos, carne de vacuno). Aparte de Estados Unidos, los países más beneficiados serán Argentina, Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Uruguay.
Esta situación perjudicará a los países comunitarios cuyos sectores agropecuarios sean menos competitivos, ya que se convertirán en receptores netos de los excedentes europeos (Maas y Segrelles, 1997). La retracción de las exportaciones obligará a Alemania, Bélgica, Dinamarca, Francia o los Países Bajos a compensar dichas pérdidas en el mercado interno de la UE, quizás mediante una agresiva política de precios a la baja. De lo contrario se verían abocados a una reducción drástica de sus producciones agropecuarias, estrategia prácticamente inviable si tenemos en cuenta el valor de sus exportaciones agrarias y las protestas socio- políticas que se desencadenarían. La perspectiva de que se produzcan importaciones masivas de productos agroalimentarios desde terceros países, junto con la reducción de las ayudas directas a las explotaciones, es negativa para la totalidad de la UE, pero mucho peor para España porque tiene unas empresas agropecuarias menos competitivas y con menores rendimientos.
Aunque en Europa encontramos técnicas de producción y eficacia productiva de las más elevadas del mundo, algunos subsectores agropecuarios no serán capaces de competir con la entrada en vigor de los acuerdos del GATT, pues los costes de producción son demasiado onerosos como consecuencia de la política agrícola y social de la UE. Además deben añadirse los altos costes ecológicos de la actividad agropecuaria. En el caso concreto de la ganadería también puede encarecerse la producción como consecuencia de algunos episodios recientes, como la detección de la encefalopatía espongiforme bovina (EEB) en la cabaña vacuna británica (1996) y el hallazgo de dioxinas en la avicultura de carne belga (1999). Es muy probable que las normas sanitarias y alimentarias de la UE conduzcan a una sensible limitación de los ingredientes que entran en las formulaciones de los piensos compuestos, con lo que habría que utilizar materias primas más caras, aumentaría el precio de la alimentación pecuaria y, por consiguiente, el del producto final obtenido. De todo ello se desprende que la competencia internacional se convertirá en primer lugar en una rivalidad mutua entre los grandes productores y exportadores europeos, mientras que la posición de los países ya débiles, como España, Grecia o Portugal, se deteriorará todavía más.
La Declaración de Cork (1996) y la llamada Agenda 2000 (1997) representan una vuelta de tuerca más de la UE hacia una política más rural que agraria. Es cierto que una salida interesante para la agricultura y los espacios rurales de los países comunitarios estriba en la conversión de las explotaciones agrarias en explotaciones rurales (Mendoza, 1996). Se trata de que las explotaciones agrarias puedan diversificar sus ingresos mediante el fomento del turismo rural, la artesanía local, la producción y comercialización de productos típicos, la oferta de servicios específicos o la revalorización de las características paisajísticas, ambientales y culturales del lugar, entre otras iniciativas. Solo así podrán generar nuevas fuentes de riqueza que ayuden a complementar las rentas de los campesinos y a mantener en el medio rural la población suficiente para que no se pierdan sus recursos naturales y culturales.
Sin embargo, últimamente se suele olvidar con frecuencia que los agricultores son profesionales que merecen por su trabajo una remuneración adecuada, extremo que podría lograrse potenciando el cooperativismo o mediante la existencia de precios más justos para su productos, pero en modo alguno es un hostelero, un artesano o alguien que proporciona paseos a caballo o descensos fluviales en canoa. Tampoco se puede obviar que para que los espacios rurales tengan un vida socio-económica activa y dinámica es necesario que la base productiva de las comunidades rurales se asiente sobre lo que éstas ofrecen de modo más natural: la actividad agrícola, ganadera, forestal y pesquera. Aunque el medio rural ha ganado complejidad económica, demográfica y funcional respecto al de décadas pasadas, el aprovechamiento agropecuario todavía sigue siendo preponderante en amplias áreas europeas. Además, un campo sin agricultura quedaría plenamente desnaturalizado.
Tanto la PAC y su reforma como la Agenda 2000 favorecen sin duda a las explotaciones de mayores dimensiones y a las agriculturas continentales (cereales, lácteos, carne de vacuno) frente a las explotaciones pequeñas y a las agriculturas mediterráneas (aceite de oliva, frutas, hortalizas, vino, tabaco), respectivamente. La Agenda 2000, en la que se realiza un planteamiento económico-financiero sobre el futuro de la UE para el período 2000-2006, sólo hace una breve alusión a los cultivos mediterráneos, mientras que por el contrario se extiende y es más minuciosa con las producciones continentales. Este documento, que supone en realidad una reforma de la reforma de la PAC, acontecida en 1992, no contempla medidas para lograr una mayor racionalidad en las explotaciones, sigue sin apostar decididamente por una mejora estructural ni por una política fiscal para movilizar la tierra, olvida incentivar la transformación de productos alimentarios e incluso potenciar la comercialización de los mismos y el cooperativismo. No obstante, concede recursos presupuestarios y un papel importante a los instrumentos agroambientales con el fin de fomentar el desarrollo sostenible de las zonas rurales y responder a la creciente demanda (tal vez dirigida) de servicios ambientales por parte de la sociedad.
Dichas divergencias se acentuán por la escasa importancia concedida a las políticas estructurales, pues éstas debían haber sido más eficaces para ayudar a equilibrar unas agriculturas mediterráneas caracterizadas en términos generales por el acusado minifundismo y la abundancia de población activa agraria. Es más, los bajos presupuestos del FEOGA-Orientación, en comparación con los del FEOGA-Garantía, y las diversas y poco eficaces políticas agrarias nunca han perseguido en realidad la corrección de los desequilibrios territoriales, la minoración de las diferencias sociales o la reducción efectiva de las producciones en todo el ámbito comunitario y sin excepciones. Cabe preguntarse entonces qué es lo que verdaderamente se ha pretendido.
La Agenda 2000, inspirada por los contribuyentes netos de la UE (Alemania, Países Bajos, Suecia, Austria), aboga por reducir el gasto agrícola. Este ahorro de las arcas comunes no servirá para lograr un mayor apuntalamiento de la cohesión europea en otros capítulos socio-económicos o políticos, sino que revertirá en los tesoros nacionales. De este modo no resulta exagerado afirmar que la mejora de los países ricos va a ser financiada indirectamente por los menos prósperos de la UE mediante la reducción de sus ayudas agrícolas. A este respecto no puede olvidarse la actitud preponderante que ejerce Alemania en este proceso. La necesidad vital de expandir su área de influencia hacia Europa Central y Oriental es lo que le ha llevado a proponer el endurecimiento de las condiciones para acceder a los fondos estructurales y de cohesión por parte de los países mediterráneos.
Todo ello es la respuesta lógica a la necesidad de acumulación y reproducción que tiene el capitalismo, así como al puntual cumplimiento del esquema dominación-dependencia en favor de las economías prósperas del norte de Europa. En este sentido representan un papel fundamental los centros de gestión del territorio, es decir, donde se decide la creación y organización del espacio y se vincula el territorio con el control de un Estado, grupo social, institución o empresa (Corrêa, 1989, 1992, 1997). En la UE, las metrópolis de Amsterdam, Frankfurt del Main, Londres y París conforman los vértices del cuadrilátero central europeo, o lo que es lo mismo, el corazón económico, financiero, urbano, industrial, terciario, demográfico y de consumo del continente, área en la que la acumulación del capital permite diseñar las políticas y estrategias que influyen en la organización espacial, rural y urbana, de todos los países comunitarios.
Por lo tanto, la lógica del modo de producción capitalista, el proceso de globalización y el ajuste de las políticas agrícolas y rurales europeas generarán más desequilibrios entre los miembros de la UE y en el seno de los propios países comunitarios, pues parece ser que los centros de gestión, en connivencia con las oligarquías financieras locales, van camino de convertir a los socios mediterráneos en países de servicios desprovistos prácticamente de sus fuerzas productivas, donde el turismo figura como un peligroso y dependiente monocultivo en el que la oferta rural se uniría a la ya ingente oferta litoral. Esta actividad terciaria está siendo consolidada a marchas forzadas mediante inversiones y subvenciones selectivas que se concentran en las infraestructuras viarias y hoteleras, instalaciones deportivas, reforestación, mejora ambiental, adecentamiento costero o conservación arquitectónico-artística (Martín, 1996). Se puede afirmar, por consiguiente, que todo apunta hacia el fomento de las áreas rurales, pero dejando de lado las actividades agropecuarias. Huelga insistir entonces en los ya antiguos problemas del sector lechero español o en los más recientes del olivar y el girasol.
Por último, cabe indicar que la posición periférica de ciertas áreas europeas (España, Grecia, Irlanda, Portugal, sur de Italia) se verá acentuada si prospera, como parece ser que así ocurrirá, la ampliación de la UE con la incorporación progresiva de los miembros del antiguo bloque socialista, pues el centro de gravedad comunitario se desplazará hacia el este junto con una serie de recursos económicos que lo más probable es que se detraigan de los actuales fondos de cohesión para ser compartidos con los nuevos socios y facilitar así su integración. Si a esta circunstancia se añade la mayor facilidad de acceso para los productos agropecuarios de países terceros y la creciente competencia por parte de los socios comunitarios más desarrollados, es lógico pensar que el reto que tienen ante sí algunas agriculturas europeas es enorme, y su futuro, dramático.
Pese a los malos augurios que se ciernen sobre las agriculturas comunitarias menos competitivas, los Jefes de Estado y de Gobierno europeos llegaron a un acuerdo (Berlín, marzo 1999) acerca de las perspectivas financieras de la Agenda 2000, que de momento concede cierta tranquilidad y equilibrio presupuestarios al sector agropecuario de la UE (Semanario AgroNegocios, Madrid, 26 de julio-1 de agosto, 1999). Sin embargo, la suerte está echada y las directrices marcadas desde hace tiempo, pues en realidad casi no importa que la agonía del campo europeo se alargue un poco más, quizás hasta el año 2006, cuando termine el periodo establecido por la Agenda 2000 y una vez que finalice la nueva Ronda del Milenio, cuyas negociaciones comenzarán a finales de 1999 y no concluirán antes del año 2004. Tal vez se aproveche ese instante para llevar a cabo en la agricultura comunitaria una reforma sin precedentes, profunda, desigual y discriminatoria.
El Acuerdo de Cooperación Comercial y Económica entre el MERCOSUR y la UE
El MERCOSUR, como es sabido, constituye un gran espacio, o bloque, económico-comercial creado en 1991 con la integración de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, junto con Bolivia y Chile como países asociados al mismo. Esta integración es la respuesta lógica a la progresiva globalización de la economía y al aumento de los intercambios mercantiles en el mundo, puesto que ello permite, al menos en teoría, lograr una inserción internacional adecuada, mejorar las relaciones comerciales, productivas y políticas en el seno de la región y generar una mayor capacidad de negociación de la que es posible conseguir a cada país de forma individual (Alonso, et al, 1996). El progresivo debilitamiento de la capacidad del Estado-nación "soberano" para planificar y llevar a la práctica políticas independientes y autónomas, así como el surgimiento de problemas globales cuya solución excede la iniciativa individual de los países, propicia la necesidad de que éstos se agrupen para cooperar y ejercer acciones coordinadas que les permitan sobrevivir en un mundo cada vez más interrelacionado, y al mismo tiempo, excluyente.
En realidad, el MERCOSUR no hace más que reproducir una estrategia bastante frecuente que ha dado lugar a diferentes procesos de asociación regional, aunque con distintos grados de integración, tanto en el mundo, como por ejemplo la CEE (1957), la EFTA (1960) o la ASEAN (1967), como en América: Asociación de Libre Comercio de América Latina (ALALC, 1960), reestructurada en 1980 como Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI); Mercado Común Centroamericano (1960); Pacto Andino (1969), sustituido en 1997 por la Comunidad Andina; Mercado Común de la Comunidad del Caribe (CARICOM, 1973); Programa de Integración y Cooperación Económica entre Argentina y Brasil; Plan Iniciativa para las Américas del ex-presidente G. Bush en 1990 (vid. Segrelles, 1999 a); Tratado de Libre Comercio entre México, Canadá y Estados Unidos (TLC, 1993); Acuerdo Marco Interregional de Cooperación Comercial y Económica entre el MERCOSUR y la UE (1995), entre otros acuerdos o tratados bilaterales de países latinoamericanos.
Existen autores, como J. Dunning (1994), que afirman que el crecimiento de las integraciones regionales en el mundo, junto con otros fenómenos, como por ejemplo la presión de las empresas en favor de la innovación de los productos, la calidad de los mismos, la reducción de los precios y el resurgimiento de las políticas de apoyo y fomento del mercado, es una de las causas últimas de las tendencias globalizadoras. Para él, la globalización tiene una base nacional o microeconómica. Otros investigadores, como F. Houtart (1994), señalan, por el contrario, que la mundialización está ligada al desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción a nivel mundial, o lo que es lo mismo, resulta una consecuencia directa de las tendencias económicas del planeta. Sin embargo, la opinión de S. Baró (1997), que a mi juicio se ajusta mejor a la realidad, considera que el fenómeno globalizador se debe a la interacción de condiciones que se dan tanto en el plano nacional como en el mundial como resultado de circunstancias inherentes al desarrollo del propio sistema capitalista en el planeta, es decir, la globalización aparece en realidad como producto y agente de las tendencias históricas internacionales de acumulación capitalista.
Regionalización y globalización constituyen dos procesos no excluyentes entre sí, ni contradictorios, que están progresando de forma complementaria, aunque en todo caso se debe tener en cuenta que la creciente formación de bloques económicos regionales es un paso previo que intenta preparar la conquista de una meta clara: la mundialización. Es indudable que dicha tendencia está vinculada a la reciente expansión de las grandes compañías transnacionales y se apoya en el avance de los transportes y las comunicaciones. Como señala A. López Gallero, et al (1997), la gestión global supone un refinado manejo de la economía mundial en beneficio de los intereses de las empresas, pues la complejidad de los circuitos productivos aumenta de forma directa con las posibilidades de fraccionar las etapas de elaboración. Cada escala puede significar un aprovechamiento útil de las condiciones naturales, humanas, tecnológicas, culturales o salariales existentes en cada lugar. De ahí que la homogeneización de las directrices socio-económicas que supone la integración regional y la consecuente globalización facilite la gestión de las firmas transnacionales, ya que desde su ubicación en un país concreto de la región pueden resolver el problema del abastecimiento en los demás mercados del bloque.
Por otro lado, la globalización lleva unida su propia contradicción interna: la exclusión y marginación de países enteros y de extensas áreas del planeta a las que se les impide de hecho una inserción efectiva en el comercio y la economía mundiales. Según S. Baró (1997), la historia económica universal demuestra que las leyes del modo de producción capitalista no buscan la plena integración de todas las naciones dentro del sistema capitalista mundial. El grado y la naturaleza de la integración que se da entre los países desarrollados y subdesarrollados siempre ha estado dependiente de los intereses supremos de los primeros, los cuales recurren a multitud de estrategias y presiones para evitar que los segundos alteren de modo sustancial su posición en el sistema y el papel que se les ha sido asignado por las potencias centrales. A. Cebrián (1999) señala que la mundialización crea un mundo interdependiente y desigual, dominado por los países que ven crecer continuamente sus economías y elevar el nivel de vida de sus sociedades y forjado por grandes conglomerados financiero-industriales que anteponen lo económico a lo social, político y cultural.
Es precisamente en este contexto donde hay que situar el Acuerdo Marco Interregional de Cooperación Comercial y Económica entre el MERCOSUR y la UE firmado en diciembre de 1995, ya que las necesidades del sistema capitalista mundial y del proceso de globalización abren escasas perspectivas para los agrupamientos de países subdesarrollados, mientras que por el contrario fomentan la cooperación económico-comercial de bloques formados por naciones ricas (centro) y naciones pobres (periferia). Sólo así puede funcionar la vieja ley del intercambio desigual, que propicia la reproducción ampliada del capital en los grandes centros de decisión mundiales.
Las relaciones comerciales entre la UE y el MERCOSUR, que suman cerca de 600 millones de habitantes, representan el 30 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) mundial y constituyen, respectivamente, el primer y cuarto bloque del mundo por su participación en el comercio internacional, son las típicas y asimétricas relaciones entre centro y periferia, pues el MERCOSUR exporta a la UE fundamentalmente materias primas, mientras que de ella importa ante todo productos manufacturados y servicios comercializables. El desequilibrio entre ambos bloques es más nítido, según los datos que ofrecen J.M. Alonso, et al (1996), si consideramos otras circunstancias, como por ejemplo que el MERCOSUR tiene en la UE su principal socio comercial (proveedor y cliente), lo que supone el 26 por ciento de sus intercambios mercantiles, pero en cambio, las transacciones con el bloque sudamericano sólo representa el 3 por ciento del comercio europeo fuera de las fronteras comunitarias. En cuanto a la inversión directa europea en el extranjero, el MERCOSUR concentra el 70 por ciento del total invertido en Latinoamérica: más de 8.000 millones de dólares en 1996. Esto supone una notable presencia de firmas europeas en los sectores industrial, financiero y otros servicios (sobre todo energía, transportes y comunicaciones) de estos países sudamericanos, hecho acelerado, qué duda cabe, por la oleada de privatizaciones que acompaña la expansión creciente del neoliberalismo. Tampoco se puede olvidar la participación de muchas empresas de la UE en la construcción de grandes infraestructuras y mejora de las ya existentes con el fin de agilizar la adaptación de la economía del MERCOSUR al aumento de los intercambios comerciales y al proceso de globalización (Mohr y Hirsch, 1996; Segrelles, 1998).
El capítulo agrícola de las relaciones comerciales MERCOSUR-UE: una disputa permanente
Tras varias décadas de saldos comerciales positivos para los países del MERCOSUR en sus intercambios con la UE, la balanza comercial bilateral se ha invertido desde hace unos pocos años. A título de ejemplo baste indicar que las exportaciones del MERCOSUR hacia la UE supusieron 14.735 millones de dólares en 1990 y 19.129 millones en 1997, mientras que los países comunitarios vendieron bienes al MERCOSUR por valor de 6.972 millones y 26.376 millones de dólares en las mismas fechas, según los datos del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca uruguayo. En otras palabras, las importaciones del MERCOSUR crecieron un 278 por ciento en el periodo 1990-1997; las exportaciones sólo lo hicieron en un 30 por ciento. Por su parte, el comercio intrarregional del MERCOSUR también creció un 311 por ciento durante estos mismos años. El rubro más importante es el agroalimentario (23 por ciento del total), seguido por los bienes de capital y las tecnologías de información (11por ciento).
El tradicional superávit para los países latinoamericanos sirvió de excusa para mantener cerrados los mercados europeos a las mercancías procedentes de terceros países. Sin embargo, la deficitaria situación actual (4.900 millones de dólares en 1996) denota la categórica apertura comercial del MERCOSUR y el incremento de sus compras en el exterior frente a una actitud de la UE que todavía es restrictiva y discriminatoria, sobre todo por lo que respecta a los productos agroalimentarios. No obstante, lo peor de la situación no reside sólo en el carácter negativo de la balanza comercial total del MERCOSUR con Europa, sino en que sus ventas a la UE se concentran cada vez más en los alimentos y materias primas agropecuarias (Cirio, 1997), circunstancia que agudiza la ley del intercambio desigual y asegura la dependencia de estos países en vías de desarrollo. Esta especialización comercial se encuentra en consonancia con una estructura económica en la que la participación del sector agrario en el PIB de cada país es demasiado alta para las cifras que imperan en Europa: 7'3 por ciento en Argentina, 8'0 por ciento en Brasil, 26'5 por ciento en Paraguay y 10'0 por ciento en Uruguay, según los datos del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca de Uruguay.
El destino europeo del comercio agroalimentario del MERCOSUR es fiel reflejo de la tendencia mercantil general, pues la mayoría de los países miembros son exportadores netos de productos agrarios. La participación de estos productos en sus exportaciones, excluyendo los forestales, pesqueros y sus respectivas manufacturas, es muy elevada: 51 por ciento en Argentina, 80por ciento en Paraguay y 42por ciento en Uruguay, sin contar el importante peso que Brasil y Chile tienen en algunas producciones agropecuarias como por ejemplo azúcar, vino, tabaco, oleaginosas, carne de ave, manzanas y otras frutas y hortalizas. A su vez, según la ALADI, los principales capítulos de las exportaciones agropecuarias son los siguientes:
Argentina:
-Oleaginosas (50 por ciento)
-Cereales (23 por ciento)
-Carnes (7 por ciento)
Brasil:
-Oleaginosas (36 por ciento)
-Café y otros (12 por ciento)
-Carnes (11 por ciento)
-Preparados de frutas y hortalizas (10 por ciento)
-Tabaco y productos (10 por ciento)
-Azúcar (9 por ciento)
Paraguay:
-Oleaginosas (53 por ciento)
-Algodón (28 por ciento)
-Carnes (8 por ciento)
Uruguay:
-Carnes (28 por ciento)
-Cereales (27 por ciento)
-Lácteos (17 por ciento)
-Lana (13 por ciento)
-Frutas (7 por ciento)
Es evidente, a la luz de estas cifras, que la cuestión agropecuaria es la que más preocupa en varios países comunitarios, capitaneados por Francia, desde el mismo momento de la firma del Acuerdo Marco Interregional de Cooperación Comercial y Económica y durante el desarrollo de unas tensas negociaciones que en teoría deben concluir en el año 2005. La UE pretende proteger su agricultura mediante la exclusión de varios productos agrícolas sensibles del área de libre comercio (sobre todo cereales, azúcar, carne de vacuno y lácteos), al menos durante un periodo de transición, pero a los países del MERCOSUR les resulta inconcebible la existencia de una zona de libre mercado que no abarque a todos los productos y que no incluya los intercambios agroalimentarios, o que en caso de incluirlos la UE no lleve a cabo una reforma profunda de la PAC y el riguroso cumplimiento de los acuerdos del GATT, es decir, en esencia se trata de eliminar las subvenciones agropecuarias y las restituciones a la exportación, así como de destruir sus barreras arancelarias y no arancelarias.
Un atisbo de réplica por parte del MERCOSUR ante esta injusta situación estriba en la propuesta presentada por la delegación uruguaya de impedir de forma definitiva la entrada en la región de productos subsidiados de otros mercados, aprovechando las recientes reuniones celebradas en Montevideo con el objeto de paliar el enfrentamiento comercial entre Argentina y Brasil derivado de la devaluación del real brasileño (Diario El País, Madrid, 8 de agosto de 1999). Resulta palmario que de llevarse a efecto esta iniciativa serían los productos agroalimentarios europeos los más perjudicados.
El principal obstáculo para avanzar en las negociaciones entre la UE y el MERCOSUR radica en que la OMC impone que todo acuerdo de este tipo debe incluir el 90 por ciento por ciento de los intercambios mercantiles entre las partes. Los productos sensibles del MERCOSUR que en Bruselas se querrían excluir representan casi un 14 por ciento del comercio con la UE. Resulta palmario que muchos subsectores agropecuarios, debido a sus elevados costes de producción, no podrían competir en los mercados mundiales si estuvieran sujetos a los precios internacionales. De ser así, el ganado vacuno comunitario, por ejemplo, sólo podríamos contemplarlo en los parques zoológicos como especie rara, según declaraba con cierta sorna el parlamentario uruguayo del Frente Amplio José Mujica en una entrevista personal.
La clásica protección del sector agropecuario europeo, que evita la competencia exterior, perjudica sobremanera a las producciones agrícolas, ganaderas, forestales y pesqueras más competitivas del MERCOSUR, que en muchos casos son precisamente los productos catalogados como sensibles por la UE. Se trata, como en parte se ha mencionado arriba, de los cereales, las oleaginosas, la carne, los lácteos y derivados, el azúcar, el tabaco, la celulosa, la madera, el papel o algunas frutas y hortalizas. En el futuro podrían añadirse a esta lista, si se dispone del suficiente avance tecnológico, una serie de producciones agroalimentarias procedentes de la transformación agroindustrial, cuyas restricciones para el acceso al mercado comunitario son más rígidas que cuando se trata de simples materias primas o de productos semielaborados, o sea, mercancías con escaso valor añadido. En definitiva, las importaciones masivas de producciones agropecuarias muy competitivas desde los países del MERCOSUR provocaría la reducción del precio de varios productos que ya son excedentarios en la UE, lo que en teoría supondría la obligación de compensar las pérdidas de los agricultores comunitarios a través de subvenciones del FEOGA-Garantía. Se estima, grosso modo, que el coste de la creación de una zona de libre mercado con el MERCOSUR oscilaría, según la Comisión Europea, entre 975.000 millones y 2'3 billones de pesetas (Diario El País, Madrid, 21 de julio de 1999).
La actitud proteccionista de la UE para sus producciones agropecuarias está suscitando importantes controversias no sólo en los foros comerciales internacionales, sino también en su propio seno, alineando posturas diferentes según los países y la presión de los distintos grupos de intereses (agricultores, sindicatos agrarios, confederaciones empresariales, asociaciones de productores, exportadores, cámaras de comercio, otros sectores económicos). Mientras Francia e Irlanda ven con recelo cualquier intento de apertura comercial, la industrial Alemania defiende la plena inclusión de los productos agrarios en el área de libre comercio con el MERCOSUR, ya que aparte de beneficiarse de precios más bajos en los alimentos debido al libre acceso de las producciones foráneas al mercado europeo, este país dispone, como hemos visto, de instrumentos eficaces, sobre todo la reforma de la PAC y la Agenda 2000, para proteger a sus agricultores y ganaderos de la competencia exterior mediante el desvío de sus previsibles problemas a los países mediterráneos, cuyas dificultades para preservar la actividad agraria son manifiestos. Y eso que el sector agropecuario alemán, y el de otros países del norte europeo, se basa precisamente en aquellos subsectores en los que el MERCOSUR se muestra más dinámico, tanto en la producción como en el comercio exterior (cereales, lácteos y carne de bovino).
Por otro lado, una visión superficial e inmediata del problema puede llevarnos a concluir de forma apresurada que la UE debe evitar la competencia desleal que respecto al MERCOSUR suponen las ayudas y subvenciones a las exportaciones y las tarifas arancelarias. Es cierto, además, que la libertad comercial es un asunto sin vuelta atrás, lo que podría representar un balón de oxígeno vital que no estrangulara el desarrollo económico-comercial de ese bloque emergente latinoamericano. Las naciones del MERCOSUR tienen expectativas de que el comercio de productos agroalimentarios asuma un papel importante en la estabilización y ajuste económicos de la región, como consecuencia de una serie de ventajas derivadas de la disponibilidad de recursos naturales y mano de obra, capacidad de producción, experiencia productiva y aprovechamiento pleno de las economías de escala de algunos rubros. Por lo tanto, estos países merecen, como todos los del mundo subdesarrollado, un trato de igualdad que no hipoteque de raíz su progreso. Sin embargo, es preciso plantear varios matices.
En primer lugar, se debe tener en cuenta que las restricciones europeas a la libre entrada en sus mercados de productos agropecuarios procedentes del MERCOSUR se deben en gran medida a la voluntad de proteger su agricultura, pero también, y de manera fundamental, a la "exigencia" de que exista un intercambio desigual para que el modo de producción capitalista funcione de manera óptima. Además, la UE no firma el llamado Acuerdo de Cooperación Comercial y Económica con el MERCOSUR por altruismo, o por afán de ayudar desinteresadamente a los países menos desarrollados, sino por dos razones básicas más creíbles: rivalizar con su mayor oponente comercial y económico, Estados Unidos, a través de la penetración y consolidación de sus posiciones en el área de influencia natural de la potencia norteamericana, así como asegurar un mercado emergente para sus productos y un campo apropiado para sus inversiones en las mejores condiciones.
Respecto a la primera cuestión, es obvio que la UE acelera las negociaciones para poner en marcha un acuerdo económico-comercial con el MERCOSUR porque intuía la más que probable amenaza para sus intereses por parte del plan de G. Bush Iniciativa para las Américas (1990), que apuntaba hacia la creación de una gran zona de libre comercio en todo el continente americano, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. Este proyecto, cuya culminación se prevé para el año 2005, ha sido corroborado recientemente por el actual presidente estadounidense W. Clinton en el Segundo Encuentro de las Américas celebrado en Santiago de Chile (1998). La iniciativa europea, que se adelantó aprovechando la demora de Estados Unidos impuesta por el Congreso, ya ha dado importantes frutos, pues su presencia e influencia en América Latina y en el MERCOSUR crece de forma constante. Los países de la región compran en la actualidad a la UE el 33 por ciento del total de las importaciones realizadas y venden en el mercado comunitario el 31 por ciento de sus exportaciones. Con Estados Unidos esta participación es del 28 por ciento y del 20 por ciento, respectivamente. No obstante, ante el temor europeo de que la experiencia del Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Canadá, Estados Unidos y México se extienda por todo el continente (Area de Libre Comercio de las Américas), la reunión de Río de Janeiro de junio de 1999 entre la UE, América Latina y el Caribe constituye una respuesta al desafío norteamericano por consolidar sus posiciones inversoras y comerciales en estas regiones americanas, donde además están en juego, dadas sus perspectivas de crecimiento, las posibilidades de realizar compras públicas y la adjudicación de excelentes contratos para la construcción y modernización de las infraestructuras, e incluso para asuntos relacionados con la defensa.
Las cuestiones mencionadas enlazan con la segunda motivación de la UE para negociar un acuerdo de cooperación con el MERCOSUR, ya que el crecimiento económico de estos países y la eliminación de sus aranceles permite una mayor afluencia de las importaciones procedentes de Europa. Incluso han aumentado en la región las ventas comunitarias de productos agropecuarios con alto grado de elaboración, es decir, con mayor valor añadido, mientras que el MERCOSUR sigue suministrando materias primas baratas, básicas, estandarizadas, sin diferenciación (commodities). Asimismo, la penetración europea en el MERCOSUR, a través de sus empresas transnacionales de los sectores industrial y de servicios, ha sido masiva durante los últimos años. En menor medida, pero sin quedarse atrás en ningún momento, también se han instalado firmas europeas y españolas ligadas a diversos subsectores primarios, como por ejemplo el forestal (Forestacap, Repoblaciones y Aprovechamientos Forestales), el pesquero (Pescanova, Pescafina, Alvapesca), el hortofrutícola (Anecoop) o el lácteo (Nestlé, Parmalat, Leche Pascual, Bongrain, BSN, Gessy Lever, Sodima), que aprovechan los recursos naturales, la escasa protección social, los bajos costes de producción, la permisiva legislación ambiental y los exigüos salarios de la región.
Mención especial merece la ganadería intensiva (porcino y avicultura de carne) porque ante el aumento de las dificultades, ya comentadas en la primera parte de este artículo, que amenazan al sector agropecuario de los países comunitarios menos competitivos, fundamentalmente a España, en un trabajo de próxima publicación (Segrelles, 1999 b) se defiende la conveniencia de trasladar a los países del MERCOSUR las propias unidades de producción para aprovechar sus ventajas comparativas (abundancia de Superficie Agraria Util, disponibilidad de materias primas, excelentes condiciones zoosanitarias, inexistencia de excedentes, bajo consumo de estas carnes, presencia de grandes espacios, nula congestión de la actividad pecuaria y, por consiguiente, de contaminación ambiental, estabilidad política, libertad comercial, reducidos costes de producción), tal como los porcinocultores holandeses están haciendo en los territorios germanos de la extinta RDA y en la propia España, sobre todo en Cataluña (Buxadé, 1996). Esta iniciativa, aunque tal vez haya por mi parte una excesiva ingenuidad dadas las inevitables relaciones de dependencia que determina el sistema capitalista, podría representar el acceso del MERCOSUR a la tecnología ganadera más avanzada, pues ésta es bastante precaria salvo en Brasil. Al mismo tiempo, un aumento de la demanda de carne de cerdo y pollo, que es demasiado baja para lo que es normal en el mundo, y una reducción de la de bovino, no sólo equilibraría la producción pecuaria y diversificaría el consumo cárnico, sino que supondría además la obtención de una mayor oferta para la exportación de carnes vacunas, que como es sabido gozan de gran reputación en los mercados exteriores por su calidad y producción natural.
Es evidente que este desplazamiento territorial no puede ser consumado por las explotaciones familiares, que son precisamente las que en el caso español van a sufrir más las consecuencias de las presiones europeas y de la progresiva liberalización comercial. En cualquier caso, siempre se tratará de firmas potentes del sector cárnico, como Campofrío, o aquéllas vinculadas a los programas genéticos. En este último aspecto son ya varias las empresas españolas ligadas a las hibridaciones porcinas que se han instalado en el MERCOSUR, sobre todo en Argentina y Uruguay. Algunas de ellas lo han hecho bajo la modalidad de riesgo compartido (joint-venture), pues lo que el MERCOSUR necesita es cooperación y no explotación, empresarios productivos y no especulativos, que se comprometan con el desarrollo de la región y no abandonen a la menor contrariedad. El contacto directo con algunas firmas españolas allí instaladas ha llevado a que numerosas delegaciones de empresarios argentinos y uruguayos acudan con regularidad a las ferias y exposiciones agropecuarias que se celebran en España interesados por la tecnología y genética porcinas.
Tras este alarde de optimismo, quizás desmedido, asumo que el lector, sobre todo el latinoamericano, pueda interpretar que las ideas expuestas arriba, movidas más por el deseo que por el desconocimiento candoroso de la realidad de los negocios en una economía de libre mercado, constituyen una reiteración más de los tantas veces oídos discursos hueros y demagógicos que abogan por la solidaridad, la cooperación y la conducta ética de las empresas de las naciones desarrolladas cuando invierten en los países en vías de desarrollo. Me preocupa más que congratula ver este sincero anhelo corroborado por las declaraciones de E. Iglesias, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en una reciente entrevista (Diario El País, Madrid, 9 de agosto de 1999).
Por su parte, las razones de Estados Unidos para exigir el fin del proteccionismo agropecuario europeo tampoco están motivadas por la solidaridad hacia los países en vías de desarrollo a los que en ocasiones ha dicho defender, en este caso los del MERCOSUR. Como ya se ha señalado, su agricultura se encuentra tan protegida como la de la UE, y más que lo estará en el futuro inmediato, pero tiene firmes aspiraciones de conquistar mayores cuotas de los mercados comunitarios aprovechando su excelente competitividad, las múltiples subvenciones existentes, el desarrollo tecnológico o subterfugios de diversa índole. Recuérdese al respecto su continua negativa a identificar la carne exportada a la UE procedente de animales engordados con hormonas o los recientes problemas con los cultivos transgénicos y la multinacional estadounidense Monsanto (vid. The Ecologist, vol. 28, nº 5, sept.-oct. 1998).
Sería deseable que la UE destruyera de una vez por todas las barreras que impiden el libre acceso de los productos agroalimentarios del MERCOSUR a nuestros mercados. Todos los países tienen derecho a ocupar un lugar digno en el comercio internacional, aunque resulta frustrante contemplar la evidencia de una auténtica batalla comercial entre ricos (EE.UU. y UE) a la que las naciones subdesarrolladas asisten en realidad como convidados de piedra, sin apenas capacidad de decisión sobre cuestiones que les afectan directamente. Hay que tener en cuenta que desde el comienzo de la década de los años noventa, y tras el fin de la bipolaridad del mundo, Latinoamérica se ha convertido en un campo abierto donde se disputan los intereses de los Estados y las empresas. Ante esta brutal competnecia, a los países latinoamericanos sólo les queda la esperanza de negociar con astucia para que el enfrentamiento de las potencias mitigue en lo posible los riesgos de un vasallaje que parece inevitable (Kourliandsky, 1997).
El verdadero rival de la UE es, sin ningún genero de duda, Estados Unidos. Incluso suele ocurrir que detrás de varias producciones agropecuarias de los países latinoamericanos se escondan, a veces sin demasiado disimulo, firmas norteamericanas, que son las que realmente absorben la mayor parte de unos beneficios que no permanecen en el país productor, ni siquiera sirven para mejorar la situación de la población autóctona, sino que emigran y se acumulan en las instituciones financieras de Estados Unidos. Es lo que sucede, por ejemplo, con la Chiquita Brands o la Dole, herederas de la tristemente famosa United Fruits, en el caso de las bananas y otras frutas tropicales en Centroamérica. Hasta los cereales y la soja producidos en los países del MERCOSUR, tan esenciales para la ganadería industrial europea, son exportados, molturados y distribuidos por operadores estadounidenses en régimen de cuasi auténtico monopolio (Cargill, Continental Grain, Stanley, Central Soya), pues en la actualidad ganan más dinero los que monopolizan el comercio y el transporte que los que poseen y/o trabajan las tierras y afrontan los riesgos de las cosechas. Basta una intervención de Cargill, o de cualesquiera de las cuatro o cinco firmas que controlan el mercado mundial del grano, para desequilibrar de modo fatal la balanza de pagos de un país productor débil (Mata y Dowell, 1989).
A título comparativo, sería un grave error considerar que la producción de automóviles de la factoría Ford de Almussafes (Valencia, España), que es el principal rubro exportador de la región, revierte como debería en la generación de riqueza a escala local, regional y nacional. No es falso que la presencia de esta fábrica implica puestos de trabajo, bastante empleo indirecto y cierto dinamismo económico en la zona, pero a cambio aprovecha muchas ventajas fiscales, ajusta la plantilla según sus conveniencias y puede trasladarse a otro lugar en cuanto lo estime oportuno o cuando los trabajadores y sindicatos reivindiquen demasiado sus derechos o se muestren poco sumisos a sus exigencias laborales (salarios, incentivos, turnos de trabajo, jornadas nocturnas, días de fiesta, etc.). Sin embargo, lo más importante es que el grueso de los beneficios vuelan a la casa matriz localizada en Estados Unidos, aunque en las estadísticas figure la Comunidad Valenciana como exportadora de vehículos.
El MERCOSUR y la UE: ¿antagonismo nacional o antagonismo social en sus relaciones agroalimentarias?
Un matiz esencial para la interpretación del fenómeno estudiado estriba en la convenciencia de desterrar en la medida de lo posible a las naciones como marco de referencia analítico y sustituirlo por la justa ponderación del comportamiento y relación de las clases o grupos sociales dentro del modo de producción capitalista, pues éstos tienen intereses contrapuestos que entran en conflicto y se revelan antagónicos. Es un hecho evidente que la sociedad se divide en grandes grupos humanos que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan en un sistema de producción social históricamente determinado, por las relaciones en que se encuentran respecto a los medios de producción (relaciones que las leyes refrendan), por el papel que representan en la división social del trabajo y por el modo de percibir y la proporción en que perciben la parte de la riqueza social de que disponen. Según E. Plimak y A. Volodin (1984), la existencia de cada clase, sus funciones sociales y sus relaciones con otras clases presuponen uno u otro modo de producción y distribución, o sea, una determinada estructura socio-económica de la sociedad.
Hablar de países en cualquier estudio económico o geográfico es tan habitual que apenas nos paramos a pensar en la existencia de otras relaciones más ajustadas a la realidad de los procesos. Esto es muy frecuente en los trabajos investigación de muchas ciencias sociales que se caracterizan por su carga idiográfica, descriptiva, clasificatoria y aséptica. A lo largo de este artículo se ha hecho alusión constante a países y bloques regionales porque constituyen un soporte teórico-conceptual cómodo para explicar las relaciones comerciales entre dos vastos espacios económicos y muy práctico para poder utilizar las estadísticas disponibles que existen sobre el fenómeno. Es obvio que las conclusiones obtenidas no tienen por qué ser incorrectas o inútiles, pero sí necesariamente incompletas y sesgadas, ofreciendo una imagen irreal del mundo y de los procesos que en él se desarrollan, si no fuera por la posibilidad de introducir interpretaciones cualitativas alejadas de cualquier consideración idealista o metafísica.
Por lo que respecta a las relaciones comerciales agroalimentarias entre el MERCOSUR y la UE, casi todos los investigadores que han abordado el tema aluden al proteccionismo europeo, a la mayor presencia del MERCOSUR en el comercio mundial, a los acuerdos del GATT o a la progresiva liberalización comercial en el mundo, incluso algunos mencionan de pasada el intercambio desigual entre ambos bloques, pero es difícil encontrar en la bibliografía al uso una ponderación rigurosa de los intereses de cada clase social y del carácter excluyente, contradictorio y desequilibrador del sistema capitalista, lo que sería de gran ayuda para comprender y explicar mejor la esencia de estas relaciones comerciales agropecuarias.
Debemos partir de la base de que el capitalismo necesita crear desigualdades, exclusiones y desequilibrios para generar beneficios y reproducirse, que es su fin último. Por lo tanto, la ligazón económico-comercial entre el MERCOSUR y la UE responde a la lógica tradicional de dominación-dependencia, esquema que también se impone en el interior de estos bloques regionales y en el seno de cada país, es decir, todo norte alberga en su médula un sur marginado y excluido al que se le asigna un papel de sumisión absoluta. En el caso europeo ya hemos visto cómo los centros de decisión del norte del continente utilizan las políticas agrícolas en su propio beneficio y a costa del deterioro progresivo de la actividad agropecuaria en las naciones meridionales menos prósperas. Incluso hay quien habla de la utilización de la agricultura mediterránea como moneda de cambio ante las presiones internacionales para que la UE abra sus mercados a la competencia exterior y ante la firme posibilidad de consolidar en el MERCOSUR la actuación de los sectores industrial y terciario comunitarios. En los países desarrollados, y en muchos de los subdesarrollados, la agricultura representa un sector subordinado y sometido a los dictámenes de la industria y las finanzas.
A este respecto llama la atención que el vicepresidente de la Comisión Europea, el socialista español M. Marín, defendiera el acuerdo de libre comercio entre el MERCOSUR y la UE manifestando que la región latinoamericana es muy fuerte en muchas producciones, pero no en las mediterráneas (Diario El País, Madrid -edición de la Comunidad Valenciana- 10 de julio de 1998), lo que no supondría un perjuicio grave para nuestros agricultores. La realidad agropecuaria del MERCOSUR desmiente estas palabras porque no todas las producciones competitivas de estos países se centran en los cereales, los lácteos y la carne de vacuno. El seguimiento estadístico de los últimos años demuestra de forma nítida la fuerte expansión, tanto en la producción como en las ventas al exterior, de otros aprovechamientos típicamente mediterráneos. Es el caso del arroz, el tabaco, los zumos y los cítricos de Brasil (Gómez López, 1993), las frutas y el arroz uruguayos, la miel argentina, las frutas y la carne de ovino de Chile, el vino argentino y chileno, las carnes de ave y cerdo brasileñas, el girasol argentino o el algodón de Paraguay. El alcance de esta competencia sería mucho mayor si añadimos varios rubros del tejido productivo industrial de los países del MERCOSUR que tienen una procedencia agropecuaria y forestal y que también pugnan por agenciarse un lugar en los mercados exteriores: calzado, cuero, textil o madera.
Quizás la lectura más acertada de esta realidad se deba a F. Moraleda, secretario general del sindicato agrario español Unión de Pequeños Agricultores (UPA), cuando dijo (Diario El País, Madrid, 5 de julio de 1999), aludiendo a los acuerdos con el MERCOSUR, que los agricultores de la UE no estaban dispuestos a que se perjudicara a los pobres de los países ricos, es decir, los campesinos, en beneficio de los ricos de los países pobres, o sea, los grandes latifundistas y los operadores comerciales, que son quienes rentabilizarían casi en exclusiva la apertura de las fronteras europeas. En efecto, cualesquiera de los acuerdos firmados en el pasado reciente por la UE con otras zonas del globo (Egipto, Túnez, Israel, Marruecos o Jordania) para aumentar las importaciones agrícolas comunitarias, no ha servido para mejorar las rentas de los agricultores de esos países, mientras que por el contrario el aumento de las ventas sí ha hundido algunos mercados europeos, como el de la carne, los ajos, los tomates, las frutas y hortalizas, el vino o la miel.
Dentro de los propios países también existen intereses encontrados, que siempre se desequilibran en favor de los sectores económicos, clases sociales o grupos de presión más poderosos. V. Martín (1996) afirma que el capital financiero español contribuye al desmantelamiento de gran parte del tejido productivo nacional en nombre de la escasa rentabilidad de las explotaciones agrarias y empresas industriales y a cambio de participar en el reparto económico del mundo que llevan a cabo las potencias. Véase al respecto la intensa penetración en Latinoamérica, en general, y en el MERCOSUR, en particular, de las instituciones financieras del país y de las empresas constructoras, energéticas y de comunicaciones a ellas vinculadas. Por citar sólo dos casos, la inversión neta del Banco Santander en América Latina hasta septiembre de 1998 ascendía a 360.000 millones de pesetas, mientras que la del Banco Bilbao Vizcaya rondaba los 570.000 millones (Diario El País, Madrid, 2 de septiembre de 1998). Por el contrario, según J. Alvarez Ramos (1997), durante el periodo comprendido entre enero de 1993 y diciembre de 1996, la inversión real española en América en agricultura, ganadería, explotación forestal y pesca es de sólo 4.464 millones de pesetas, aunque asciende hasta los 6.425 millones si añadimos la alimentación, las bebidas y el tabaco.
Por paradójico que parezca, dada la importancia que en España tiene el sector agropecuario, nuestro país se ha convertido en paladín de la causa latinoamericana, lo que le ha llevado a un acre enfrentamiento con Francia durante las semanas previas a la celebración de la reunión UE-América Latina en Río de Janeiro (junio 1999). De sobra son conocidas las reticencias francesas a cualquier acuerdo comercial que ponga en peligro su agricultura y su cultura rural. Su disposición alcanza como mucho a posponer las negociaciones con el MERCOSUR sobre las reducciones tarifarias de la UE para los productos agropecuarios hasta el año 2003, cuando ya se hubieran celebrado las elecciones presidenciales previstas para el mes de mayo del 2002 (gran parte del apoyo electoral de J. Chirac proviene del medio rural) y culminado la tanda de negociaciones de la Ronda del Milenio, que comienzan a finales de 1999 y se prevé que se completen no antes de terminar el año 2003. A partir de ahí se liberalizaría el comercio de forma gradual y progresiva, pero siempre sin perder de vista los productos agropecuarios considerados sensibles por Bruselas.
¿Y cuál es el papel de España en este conflicto de intereses?. Sería loable que la imagen pública difundida como valedora desinteresada del MERCOSUR en la UE y de defensa de los vínculos históricos, lingüísticos y culturales se correspondiera con la más estricta realidad, tanto como merece la solidaridad con los pueblos de estos países hermanos. Sin embargo, no es descabellado pensar que la postura del Ejecutivo español, en conjunción con los centros de decisión capitalistas de la UE, responde a intereses más poderosos que los de la agricultura, que a fin de cuentas aporta muy poco a la riqueza nacional y no tiene tanta capacidad de presión ni está tan organizada sindicalmente como la francesa. Esos intereses poderosos no son otros que los de la banca y los de algunos sectores a ella ligados, que están obteniendo pingües beneficios en Latinoamérica y el MERCOSUR y no desean verlos peligrar por una mera cuestión agraria. La presencia de bancos españoles en estas regiones (Argentaria, Santander Central Hispano, Bilbao Vizcaya, Caja Madrid, Popular) no ha dejado de aumentar durante los últimos años, bien de forma directa, bien participando en el capital de las instituciones financieras locales, incluso mediante la adquisición de algunas administradoras de fondos de pensiones. Tampoco hay que olvidar la reciente expansión latinoamericana de varias empresas, algunas privatizadas recientemente, de los sectores energético y de comunicaciones (Telefónica, Abengoa, Repsol, Endesa, Gas Natural, Aguas de Barcelona o Iberdrola).
En este sentido no se debe menospreciar nunca el poder de los centros de decisión europeos y del capital financiero español para reorientar la economía del país según sus conveniencias. Aun teniendo España un desempleo crónico y un PIB muy inferior al de Alemania o Francia, la banca de nuestro país consigue año tras año enormes beneficios netos (los más altos de la UE) que curiosamente representan el doble de los que obtienen los bancos alemanes o el triple que los franceses. Es un hecho real y contrastado sus constantes demandas en aras de liberalizar la economía española y de suprimir las empresas agrarias e industriales, a su juicio, poco rentables, peticiones que se han logrado gradualmente desde nuestro ingreso en las Comunidades Europeas en 1986. Incluso muchas de las empresas de estos sectores que no han sido desmanteladas se ven absorbidas por capitales extranjeros cuya presencia en la banca es insignificante. Sin embargo, las exigencias para los demás no se aplican a uno mismo con tanta vehemencia, ya que la banca española, y varias empresas energéticas participadas por el capital financiero, permanecen incólumes pese a los importantes cambios, regulaciones, privatizaciones, absorciones y entradas masivas del capital foráneo que ha experimentado la economía del país en los últimos quince años. Para los otros sectores económicos, liberalización; para ellos, proteccionismo amparado por los sucesivos Gobiernos y el Banco de España (Navarro, 1999). Baste señalar que los cuatro grandes bancos españoles (Santander Central Hispano, Bilbao Vizacaya, Argentaria y Popular) alcanzaron un beneficio neto de 307.597 millones de pesetas durante el primer semestre del año 1999, es decir, un 17'5 por ciento más que en el mismo periodo de 1998 (Diario El País, Madrid, 26 de julio de 1999).
Todo esto demuestra bien a las claras que el capital carece de nacionalidad, credo o etnia, irá allí donde pueda generar más beneficios y reproducirse con eficacia, aunque para ello sacrifique la economía de un país, ponga en entredicho el bienestar de amplias capas de la sociedad o sirva a las estrategias de intereses superiores que ya han diseñado los modelos socio-económicos que deberán imperar en cada zona del planeta. La descomposición productiva aumenta la dependencia externa y, por lo tanto, el grado de sometimiento de los países.
Según B. Ramírez (1995), el capital internacional necesita la connivencia de las oligarquías locales y conciliar sus intereses con los de ellas para cumplir sus objetivos y reproducirse. Esto es, ni más ni menos, lo que resume las ideas expuestas arriba, que son válidas tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados. De este modo se crea una alianza de intereses complementarios que genera una doble corriente de contradicciones (países ricos-países pobres y explotados-explotadores) que se unifican en un solo antagonismo entre los poseedores y los que no tienen nada, entre los que tienen capacidad para tomar decisiones y los que deben acatar las decisiones tomadas por otros, entre los que avanzan con el progreso de las fuerzas productivas y los que no tienen participación en él o ejercen una participación pasiva.
Las diferencias e intereses contrapuestos entre los que deciden y los que acatan es mucho más acusada en cada uno de los países del MERCOSUR que en la UE. Buena prueba de ello es que más de una década de liberalización comercial, crecimiento económico, reformas estructurales y equilibrio de la macroeconomía no ha servido para reducir sustancialmente la secular pobreza, exclusión y desigualdad entre las clases sociales. La riqueza generada en la región por el aumento de las exportaciones sigue concentrada en muy pocas manos. De ahí que los grandes hacendados y las empresas exportadoras sean los más interesados en profundizar el proceso de liberalización de la economía y el comercio. A ellos beneficia de forma directa no sólo la afluencia de inversiones y la más estrecha inserción del MERCOSUR en las redes mercantiles mundiales, sino también el acuerdo económico-comercial con la UE. Aunque esto no supone nada comparado con las ventajas que obtienen los países centrales y sobre todo su plutocracia. A cambio de una mayor cuota latinoamericana en los mercados internacionales de productos agropecuarios, que muchas veces también está en manos extranjeras, la dominación sobre la industria y los servicios regionales es manifiesta. La apertura del comercio resulta en realidad contradictoria porque si bien ha impulsado las exportaciones, ha ayudado a dominar la inflación y ha modernizado la producción mediante inversiones en tecnología, también acentúa el desempleo, extiende la pobreza, genera balanzas comerciales negativas y multiplica los salarios bajos, ya que precisamente esto último es lo que alienta las inversiones extranjeras, sobre todo en el sector exportador, con lo que un ciclo pernicioso vuelve a iniciarse. Debido a esta circunstancia no hay crecimiento del mercado interno regional y, por lo tanto, serán muy limitados y desiguales los beneficios que reportan los acuerdos de libre comercio. En definitiva, ello significa, siguiendo a E. Ermakova y V. Ratnikov (1986), que junto con la contradicción clásica entre el trabajo y el capital, típica de la sociedad burguesa, se profundiza la contradicción entre la mayoría de la nación y los monopolios, sean éstos extranjeros o autóctonos.
La liberalización comercial completa puede representar para el MERCOSUR la destrucción de su frágil industria, la absorción de la totalidad de su sector terciario superior, la desaparición incluso de muchos aprovechamientos agropecuarios y el aumento de las desigualdades existentes, tanto por lo que respecta a las sociedades como a los territorios. Algunos países de la región pueden verse seriamente perjudicados porque las políticas liberalizadoras generarían una profundización de la división regional del trabajo del sector agrario bajo el pretexto de la necesaria especialización productiva y complementariedad económica entre las diferentes áreas del bloque. Por lo que atañe al sector bovino de carne, es el caso de Uruguay, que se dedicaría con preferencia a la cría del ganado, y de Argentina, que podría concentrar el engorde de las reses y su sacrificio. Si esta estrategia, defendida en algunos ámbitos regionales, llegara a culminar no tardarían en dejarse sentir sus efectos negativos sobre el agro uruguayo, en general, y el complejo cárnico, en particular, ya que el abandono de praderas y el cierre de mataderos frigoríficos sería una consecuencia directa de la disminución del valor añadido de la producción del país y el retraimiento de una demanda industrial muy concentrada y ubicada en el exterior. Sobre la influencia del MERCOSUR en la actividad pecuaria de la región, así como en otros rubros agroalimentarios, resulta significativo el trabajo de S.M. Verheijden y M.W. Verheijden (1997).
El dinamismo económico y exportador no puede desarrollarse a partir de un nivel dado si las infraestructuras no acompañan su progresión. La fluidez de los intercambios depende de la adaptación de las carreteras, puentes, ferrocarriles, puertos, aeropuertos e hidrovías a las nuevas necesidades. De ahí la puesta en marcha de varios proyectos (Mohr y Hirsch, 1996; Segrelles, 1998) que han suscitado una viva polémica entre los diferentes agentes sociales de la región porque los principales beneficiarios son las empresas de construcción, exportación y transporte. Por supuesto, habría que añadir el impacto ambiental que provocará la creación de esas nuevas infraestructuras, unidas inevitablemente a la expansión de algunas producciones agropecuarias, según ha estudiado N. Gligo (1998). La ejecución de estas obras tiene como meta la agilidad mercantil de las explotaciones agrícolas, ganaderas, forestales y mineras, autóctonas y foráneas, instaladas en la zona, respondiendo además a los intereses de una elite que consigue ventajas de un transporte que ha sido pagado con fondos públicos pero para un fin privado. La mayoría de la población no obtiene ningún provecho, asume la pérdida de recursos y ve alejarse unas inversiones selectivas que financian actividades que no cubren sus necesidades elementales, como la sanidad y la educación (WWF-ICV-CEBRAC, 1994). A esta situación no son ajenos ciertos organismos financieros internacionales, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que en el área litoral del río Uruguay impulsó un programa de apoyo a la construcción y mejora de caminos rurales y a la electrificación del área con el objetivo explícito de facilitar el acceso hasta los productores por parte de las firmas transnacionales lácteas Parmalat y Nestlé, recientemente instaladas en territorio uruguayo (López Gallero, et al, 1997).
Por otro lado, la desmesurada extensión territorial de la región hace que sea difícil concebir un MERCOSUR real y efectivo, desde el punto de vista económico-comercial, al sur del valle del río Negro (Argentina) y al norte del Estado de Minas Gerais (Brasil), puesto que en un radio de 1.500-1.800 kilómetros a partir de Uruguay se concentra el 70 por ciento de la producción de bienes y servicios de toda Sudamérica. El trazo de esta circunferencia abarca varias provincias argentinas cuyas capitales constituyen las principales ciudades del país (Buenos Aires, Rosario, Tucumán, Santa Fe, Córdoba o Mendoza), Asunción y el área suroriental paraguaya y los Estados meridionales brasileños de Sâo Paulo, Paraná, Santa Catarina y Río Grande do Sul. Dicha área, que afecta a los cuatro países del MERCOSUR, será articulada por el proyecto de construcción del eje viario Buenos Aires-Montevideo-Sâo Paulo, a lo largo del cual encontramos los mayores niveles económicos y de consumo de la región y del subcontinente, así como importantes economías externas y de aglomeración que rentabilizan al máximo las actividades productivas, no sólo las industriales y terciarias, sino también las agropecuarias. Esta zona regional es la que está experimentando con más intensidad el crecimiento económico y la expansión comercial del MERCOSUR, de forma que la concentración de la actividad económica influirá todavía más en la creación de desequilibrios territoriales internos en todos los países y en la extensión de la pobreza, sobre todo en el medio rural (Buxedas, 1998). A este respecto se debe tener en cuenta que el mercado y las nuevas perspectivas que se abren con el acuerdo MERCOSUR-UE constituyen un estímulo para la inversión, la producción y la exportación que desarrollará todavía más el peso económico del área mencionada.
Es muy probable que el acicate mercantilista conduzca a una intensificación de los sistemas productivos agropecuarios, lo que llevaría consigo un potencial deterioro del medio y un incremento de la dependencia externa provocada por la adquisición de ciertos insumos imprescindibles para la producción. La intensificación del uso de los suelos agrícolas, ganaderos y forestales ya utilizados puede representar notables ventajas económicas, pero se debe evitar todo desarrollo que no sea sostenible (Fernandes Nunes, 1999) y que ejerza más presión sobre las fronteras agropecuarias, fundamentalmente por lo que atañe al proceso de desarrollo ganadero de algunos territorios frágiles, como el Chaco paraguayo y la Amazonía brasileña. Incluso se corre el peligro de que la necesidad de producir aquello que demanda el mercado extienda de forma abusiva las producciones destinadas a la venta, contribuyendo así a la degradación de la fertilidad de la tierra y a la pérdida progresiva de la diversidad biológica y agrícola de estos países.
El aumento de las inversiones agropecuarias y de las exportaciones no va a contribuir por sí mismo a mitigar las profundas desigualdades socio-económicas existentes en el MERCOSUR. Es más, quizás la acentúen, ya que la prevalencia de las relaciones mercantiles, fomentadas por el proceso de globalización, contribuye a ahondar el antagonismo entre los dos modelos de aprovechamiento agropecuario que coexisten en el mismo espacio: el de tipo empresarial, dinámico y moderno, cuya producción se destina al mercado exterior, y el campesino, que dado su atraso y pobreza se ve afectado por un proceso selectivo que empobrece a los agricultores y los obliga a abandonar su medio de vida, engrosando la masa que emigra a las ciudades o al extranjero, tal como ha estudiado con acierto H. Avila (1999). En esta misma línea se encuentra el trabajo de C. Pedone (1999) sobre el comportamiento económico de los agentes sociales y sus interrelaciones en la producción y comercialización de productos hortícolas en una zona concreta de Mendoza (Argentina).
La industria y los servicios de los países desarrollados pudieron absorber progresivamente los excedentes demográficos del campo sin que por ello disminuyera la productividad agraria. No en vano este éxodo rural masivo estuvo impulsado tradicionalmente por el capitalismo para que engrosara, desde la época de la Revolución Industrial, las filas de un ejército de reserva de mano de obra que permitía presionar los salarios a la baja y así garantizar el óptimo beneficio del capital invertido en las manufacturas urbanas. Por el contrario, en los países en vías de desarrollo la emigración agrorural no ha sido compensada por el aumento de la productividad agraria. La afluencia masiva de campesinos excluidos ha desbordado la capacidad de acogida de unas urbes descomunales, que van camino del colapso, y la disposición de empleo en los sectores secundario y terciario. La inmensa mayoría de los recien llegados se ven abocados al paro (real o encubierto), a los empleos precarios, al trabajo ocasional o a la actividad en la economía sumergida, por no aludir a la prostitución, la mendicidad o la delincuencia.
El crecimiento económico-comercial debería ir acompañado de una mejor distribución de la riqueza y de la tierra, de un aumento de la instrucción y educación y de un categórico propósito por parte de los gobernantes y de la sociedad de transformar la estructura social y económica de sus países. Sin embargo, existen muchos motivos para ser escéptico, aunque con dolor, por lo que atañe a América Latina y el MERCOSUR. Ya no se trata sólo de una lucha comercial contra la UE para que ésta abra sus mercados agroalimentarios, pues la consecución de dicho objetivo es cuestión de tiempo, sino más bien del freno que para su desarrollo suponen una serie de factores externos e internos, es decir, al sometimiento y dependencia tradicionales respecto a los dictámenes de los países ricos se suma la pobreza rural y urbana, la desigualdad y el injusto reparto de la riqueza. A todo esto habría que añadir las graves repercusiones que puede acarrear la reciente crisis monetario-financiera brasileña, puesto que se ha desembocado en una disputa económica entre los dos gigantes de la región, Argentina y Brasil, que socava la necesaria unidad para reivindicar la igualdad de oportunidades en los intercambios comerciales y amenaza al mismo tiempo con la propia disolución de su incipiente mercado común.
Es lógico que la devaluación de la moneda brasileña afecte a toda la región porque se trata de economías muy imbricadas e interdependientes. Así resulta difícil que los problemas de un mercado nacional no repercutan directamente en el resto. La depreciación del real ha puesto en ventaja clara a las exportaciones brasileñas, pues no olvidemos que el peso argentino y el dólar se hallan equiparados. Durante varios meses, Argentina, con su mercado inundado de productos procedentes de Brasil, ha estado acusando a su vecino de poner trabas al libre ingreso de sus productos en el mercado brasileño, sobre todo a las carnes, lácteos, trigo, harina, algodón y alimentos en general, pero el detonante principal radica en la decisión de Brasil de conceder beneficios fiscales y subvenciones a la empresa norteamericana Ford para instalar una gran factoría en el Estado de Bahía (Diario Cinco Días, Madrid, 28 de julio de 1999), lo que Argentina estima contrario a la política común prevista para el automóvil dentro del MERCOSUR. Su respuesta ha sido rápida: medidas restrictivas, como reducción de cupos y elevación de aranceles, a la importación de productos brasileños. Por lo tanto, las acusaciones de proteccionismo y de violar el espíritu del MERCOSUR son mutuas y ponen en peligro la continuidad de este bloque económico-comercial, pero no sólo a causa de esta absurda, aunque previsible, guerra fratricida, sino también porque las frecuentes devaluaciones monetarias, producto de diversos ataques especulativos, benefician a los países ricos, fundamentalmente a Estados Unidos, que ven revalorizadas sus divisas y pueden obtener más mercancías por la misma cantidad de dinero. De este modo se pierde la esperanza de romper la vieja cadena DOMINACION-exclusión-desigualdad-pobreza-DEPENDENCIA.
Conclusión
La globalización y la regionalización son dos procesos complementarios que se desarrollan de forma simultánea y están vinculados a los intereses de las grandes corporaciones transnacionales, o lo que es lo mismo, a los del capitalismo mundial. Es lógico pensar, entonces, que la progresiva liberalización comercial en el mundo, auspiciada por el auge del neoliberalismo, estará necesariamente presidida por un intercambio desigual que se ajusta a unas relaciones entre países, o bloques económicos, de dominación-dependencia.
El reciente Acuerdo Marco Interregional de Cooperación Comercial y Económica entre el MERCOSUR y la UE sólo puede estar enmarcado por este contexto teórico. Algunos planteamientos hacen hincapié en el potencial modernizador, el supuesto acceso a la renovación tecnológica y la expansión económico-comercial que puede representar el MERCOSUR, pero se olvida que la dependencia externa forma parte del mundo real y que las condiciones impuestas por el neoliberalismo impiden que la región consiga desarrollarse desde su propio seno. Asimismo, la fe ciega en las fuerzas del mercado supone de hecho facilitar la acción de los países centrales y de sus empresas transnacionales para dirigir en su beneficio exclusivo el proceso de integración regional. De esta forma, el MERCOSUR continúa realizando su tradicional y pasivo papel como fuente de aprovisionamiento de materias primas baratas para el mundo desarrollado y de receptor de productos elaborados. A esto habría que añadir desde hace una década las enormes facilidades para realizar jugosas inversiones, que se encuentran alentadas por la existencia de bajos salarios y por las múltiples privatizaciones que se han llevado a cabo en el área como consecuencia de las exigencias de las políticas neoliberales impuestas por las potencias y los organismos financieros internacionales a su servicio.
Las firmas transnacionales constituyen gigantescos conglomerados ligados a las finanzas, a la industria, al comercio, a la tecnología y a otros servicios diversos. Para desarrollarse, maximizar sus ganancias y aumentar el proceso global de acumulación del capital precisan de la existencia de normas económico-mercantiles internacionales y de la mayor liberalización comercial posible. Por lo tanto, se puede decir que la fuerza motriz de estas tendencias en el mundo actual procede de las empresas transnacionales. Incluso las presiones del GATT y la OMC para conseguir un comercio mundial libre de trabas aduaneras en el sector agroalimentario están en gran medida relacionadas con algunas corporaciones transnacionales, sobre todo estadounidenses, que monopolizan los intercambios mercantiles de estos productos. De ahí que el contencioso entre el MERCOSUR y la UE para que las producciones agropecuarias latinoamericanas puedan acceder al mercado comunitario con más facilidad no se circunscribe sólo a estos dos actores, sino que implícitamente incluye también a Estados Unidos.
Pese a la creciente subordinación de la agricultura a los intereses industriales, comerciales y financieros y a su progresiva pérdida de importancia en la riqueza de las naciones, tanto desarrolladas como subdesarrolladas, es precisamente el capítulo agrícola el que más controversias está suscitando en las negociaciones entre el MERCOSUR y la UE para conformar una zona de libre mercado. El sometimiento a otros intereses y su escasa participación en el PIB de los países no significa que no se trate de un sector estratégico que todos intentan proteger o potenciar. Unos porque creen que el auge de las exportaciones agropecuarias sentará las bases de su posterior desarrollo económico general; otros porque intentan mantener su autosuficiencia alimentaria y, además, son conscientes de la importancia social y ambiental de la agricultura. Buena prueba de ello es que las sucesivas rondas del GATT lograron pocos avances y no fueron capaces de eliminar los obstáculos arancelarios y no arancelarios que impiden el libre acceso de los productos agroalimentarios a los mercados mundiales (Raghavan, 1990). Habrá que esperar hasta la recien concluida Ronda Uruguay (1994) para encontrar un claro propósito de liberalizar los intercambios comerciales de este sector, ya que sólo durante los últimos años los países desarrollados, como por ejemplo los de la UE, se ven obligados a cambiar de actitud ante el carácter insostenible de la generación crónica de excedentes y de los elevados costes presupuestarios que implica la protección de la actividad agropecuaria.
No obstante, ante la firma y sucesivas negociaciones del Acuerdo Interregional de Cooperación Comercial y Económica entre el MERCOSUR y la UE, siguen existiendo posturas encontradas sobre los productos agroalimentarios, pues el bloque latinoamericano considera que un tratado de estas características no puede ni debe excluir un sector tan vital para sus economías, que es lo que pretende la UE para salvaguardar su agricultura de las muy competitivas producciones agropecuarias de los países del MERCOSUR. Es evidente, por otro lado, que aun eliminando las trabas existentes para el acceso de estos productos a los mercados comunitarios, las relaciones entre ambos bloques se ajustarían a un intercambio desigual y a un esquema dominación-dependencia que ya se manifiesta por la expansión que las empresas europeas de los sectores industrial y terciario superior están teniendo en estos países al amparo de las masivas privatizaciones que fomenta el empuje neoliberal.
Sin embargo, no todo es tan sencillo como asumir la preeminencia de unas desequilibradas relaciones económico-comerciales, políticas y tecnológicas entre diferentes países o grupos de ellos. La lógica del modo de producción capitalista es la de crear servidumbres, desequilibrios, contradicciones y antagonismos, tanto por lo que respecta a los territorios como por lo que atañe a los grupos sociales. De ahí que no se pueda reducir todo a una mera, aunque importantísima, desigualdad entre ambos bloques o a la existencia de un grupo de naciones dominantes frente a otro que se limita a acatar sus dictámenes. Este antagonismo nacional, a mi modo de ver, es superado por otro antagonismo social mucho más clarificador de los verdaderos procesos que mueven a la sociedad y organizan el espacio.
Aparte de que en la propia UE también hay países dominantes, los del norte, y países dependientes, los del sur, que tienen características agrarias diferentes e intereses contrapuestos respecto al sector agropecuario, lo más determinante para los socios con agriculturas menos competitivas, como las mediterráneas, es la actitud de una elite financiero-industrial a la que no le importa sacrificar este sector en sus respectivos países a cambio de expandirse o consolidar su presencia en el mercado emergente que representa el MERCOSUR.
Por otro lado, el libre acceso al mercado europeo no beneficia a la totalidad de la sociedad de las naciones latinoamericanas, sino que los principales beneficiarios son los terratenientes y los grandes exportadores. Además, esta apertura comercial ahondaría más las diferencias entre las modernas y capitalizadas explotaciones volcadas al comercio exterior y las pobres, marginales y excluidas explotaciones campesinas. Y eso sin contar el impacto ambiental, territorial y social que supondría la intensificación productiva, el avance de la frontera agropecuaria, la colonización agrícola y ganadera de espacios frágiles, la concentración de la actividad económica en unas áreas en detrimento de otras o la construcción de infraestructuras para agilizar los intercambios, ya que la liberalización del comercio constituye un nítido estímulo para aumentar la producción, exportarla con eficacia y rapidez y crear desequilibrios socio-económicos entre diferentes zonas de la región.
En definitiva, el antagonismo entre el mundo desarrollado de la UE y el subdesarrollado del MERCOSUR limita las posibilidades de desarrollo autónomo de la región. Prueba fehaciente de ello, a pesar del relativo crecimiento económico y del dominio sobre la inflación, son las sucesiva crisis monetario-financieras que azotan a estos países e incrementan su axfisiante deuda externa. El último episodio, con miles de millones de dólares huyendo del país para buscar refugio seguro en las naciones centrales, es la reciente devaluación del real brasileño, que ha supuesto graves problemas con los demás países miembros, una vuelta al proteccionismo y un riesgo cierto de disolución del propio MERCOSUR que privaría de todo su sentido al acuerdo con la UE.
En cualquier caso, todo parece indicar que en el futuro inmediato va a emerger de forma bien visible un histórico antagonismo entre clases sociales por el que los pobres de los países ricos (los agricultores) se verán perjudicados en beneficio de los ricos de los países pobres (los latifundistas y operadores comerciales). Es más, teniendo en cuenta las condiciones de reproducción del capital, las elites dominantes locales son absolutamente necesarias para que el capitalismo internacional pueda implantarse o arraigar su actividad en el territorio.
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(*) "Este artículo se enmarca dentro del proyecto
Los intercambios agroalimentarios entre el MERCOSUR
y España ante la liberalización del comercio mundial. Posibilidades
inversoras de las empresas españolas y valencianas del sector agropecuario
en el Cono Sur latinoamericano, financiado por la Dirección
General de Enseñanzas Universitarias e
Investigación de la Conselleria de Cultura, Educación
y Ciencia de la Generalitat Valenciana (Programa de Proyectos de Investigación
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