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Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. |
SOCIABILIZACIÓN Y METRÓPOLI A FINALES DEL SIGLO XIX: LOS ESPACIOS PARA EL CONSUMO DE MASAS. EL CASO DE LOS ALMACENES WERTHEIM EN BERLÍN.
El artículo forma parte de uno de los capítulos de mi tesis doctoral titulada Berlín - Potsdamer Platz: metrópoli y arquitectura en transición, y leída en junio de 1998 en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla. En dicha investigación se aborda el estudio de la metrópoli y su arquitectura en dos momentos históricos que se caracterizan por la ausencia de dogmas universales y por la atomización de los discursos: el paso del siglo XIX al XX y la contemporaneidad. Berlín, la mítica Grossstadt de la modernidad, sirve como campo de pruebas de la investigación; y Potsdamer Platz, una plaza paradigmática en ambos períodos históricos, como objeto concreto de análisis.
La metodología utilizada en dicha tesis subyace también
tras el artículo que sigue a continuación. Dicha metodología
parte de entender que la arquitectura en general, y los edificios en particular,
son "fragmentos ejemplares" de los que se puede deducir información
sobre realidades mucho más amplias, realidades que conforman la
metrópoli y que, como tal, reflejan situaciones y coyunturas de
origen económico, sociológico, político, etc. En este
sentido las estaciones de ferrocarril, los hoteles, los cabarets, las oficinas...
todos ellos fragmentos arquitectónicos dispersos por el entorno
de Potsdamer Platz, nos sirven a la vez como piezas con las que conformar
el complejo rompecabezas del Berlín - metrópoli, y como indicios
que dirigen nuestra atención hacia terrenos disciplinares de mayor
alcance: el capitalismo monopolista, el viaje, el ocio de masas y la racionalización
del trabajo entre otros.
Los almacenes Wertheim en Leipziger Platz.
El edificio de almacenes Wertheim estaba situado unos 150 m. al este de Potsdamer Platz, en un enorme solar delimitado por la Leipziger Strasse, la Leipziger Platz y la Vossstrasse. Tras cinco fases de construcción sucesivas, desarrolladas en los 30 años que separan 1897 de 1927, estos almacenes llegaron a ser los mayores de Europa, y convirtieron a su arquitecto, Alfred Messel, en el más famoso diseñador de este tipo de edificios en Alemania (ver Figura nº1. Almacenes Wertheim: Fachada a Leipziger Strasse, primera fase. Alfred Messel).
La primera fase de almacenes Wertheim fue construida en Leipziger Strasse 132-133 entre 1896 y 1897. En un solar rectangular con una única fachada a la calle, Messel proyectó una planta de clara composición axial con la que respondía a una serie de premisas. Los 20 m. de fondo del solar exigían la disposición de dos patios exteriores de ventilación que, para no interrumpir la superficie de ventas, tan sólo podían situarse en los laterales del mismo. El gran patio cubierto en cambio, el denominado Lichthof, respondía a las necesidades de iluminación y, sobre todo, de representación del edificio, por lo que habría de situarse en el centro del solar. Messel lo ubicó en el eje principal de la planta que partía del centro de la fachada, lo que le permitía iluminar el interior y desarrollar a su alrededor las zonas de venta.
A pesar de su rigidez compositiva, la planta era sencilla y prácticamente diáfana (ver figura nº2: Almacenes Wertheim, 1897-1927: Planta General. Messel - Shweitzer - Kolb & Schmohl), formada por una retícula de pilares metálicos que generaban un espacio continuo y homogéneo, adecuado a los requisitos de permeabilidad visual y movilidad propios de las grandes superficies comerciales. Las escasas estancias cerradas por muros separadores (básicamente escaleras antiincendios y salas de máquinas) quedaban arrinconadas en lugares estratégicos que no distorsionaban este concepto espacial. Un gran almacén exigía la máxima claridad funcional y constructiva, y ello era lo que Messel pretendía conseguir con esta planta.
En el Lichthof en cambio, y a pesar de su sencilla cubierta de cristal, sí encontró cabida esa tendencia hacia la pompa y la representación tan característica de la sociedad guillermina. Una enorme estatua, realizada por Ludwig Manzel, presidía el centro de este patio, dando paso a un fastuoso frente de escaleras que hacía de fondo del mismo y remataba visualmente el eje principal del edificio. En este espacio se daban cita todo tipo de cavilaciones circunscribibles dentro del rancio concepto de "gusto artístico": recargados relieves sobre pilastras, frontones barrocos, pinturas murales, luminarias con forma de dragones metálicos, etc. trabajos todos ellos encargados a los más famosos artistas y diseñadores del momento. La enorme carga decorativa de este Lichthof contrastaba con la claridad constructiva y espacial que primaba en el resto del edificio, especialmente en su planta.
Pero si la diafanidad de la planta de almacenes Wertheim era bastante novedosa para aquellos años, lo verdaderamente revolucionario de este edificio, construido en 1897, fue su fachada. Ésta consistía en un frente apilastrado recortado sobre unos enormes planos de vidrio que ocupaban todo el espacio existente entre las distintas pilastras. La fachada se convertía así en un gran reclamo comercial que permitía la visión desde la calle de unas mercancías estratégicamente situadas en el interior. De esta manera el escaparate, el elemento formal más característico de la arquitectura comercial, se convertía en el protagonista de la nueva tipología del gran almacén, a la que asoció con unas imágenes livianas y transparentes que eran muy poco habituales en la arquitectura de aquellos años.
El edificio, sin embargo, no perdía por ello en monumentalidad y grandiosidad, efectos que, en este caso, se habían confiado a la radical simplificación vertical de su fachada. Efectivamente, ante la falta de materialidad de la misma, su articulación formal tan sólo podía partir de las gigantescas pilastras, por lo que Messel decidió potenciarlas de tal manera que evitó definir cualquier elemento horizontal significativo que pudiera distraer la rítmica monumentalidad vertical del plano de fachada. Ejemplo de esta apuesta por la verticalidad era el encuentro de las pilastras con la gran cubierta de teja vidriada verde que remataba el edificio, la cual apoyaba directamente sobre aquéllas sin mediación de cornisa alguna. La radicalidad de esta solución únicamente quedaba matizada por la hilera de ventanas de la planta superior, resuelta con una serie de columnillas de piedra que dividían en cuatro partes el espacio existente entre las pilastras del orden gigante. Se conformaba así una especie de friso horizontal que remataba el ritmo vertical predominante, aunque sin entrar por ello en colisión ni con las pilastras ni con la horizontalidad de la cubierta.
La imagen de almacenes Wertheim era revolucionaria. Hasta ese momento, los almacenes comerciales siempre habían ocultado su espacio interior tras gruesas fachadas donde se recortaban pequeñas ventanas. Se trataba de un fenómeno de inercia formal que arrancaba de los primeros centros comerciales, que no eran más que edificios de viviendas readaptados a su nueva función. En abierto contraste con la opacidad de las plantas superiores, en la planta baja los escaparates generaban amplios vanos acristalados que conformaban un liviano basamento bajo el pesado muro superior. A pesar de la aparente contradicción y de la inestabilidad visual de esta solución, la crítica arquitectónica de finales del XIX la encontraba aceptable.
Messel, en cambio, entendía que esta dicotomía era intolerable. En el edificio de Wertheim partió del hecho de que, en un gran almacén, todas las plantas estaban dedicadas a una única función comercial, por lo que era necesario evidenciar esa unidad funcional en la fachada. Messel rompía así con una incoherente tradición arquitectónica marcada por la opacidad, para reproponer la imagen del gran almacén a partir de las necesidades propias de este tipo de edificios. La transparencia y la verticalidad resultante de esta avanzada concepción funcionalista de la arquitectura, contradecían todos los principios estéticos de la época.
Pero no sólo se trataba de lógica funcional, el arquitecto consiguió igualmente integrar la estructura portante del edificio en la composición de la fachada. También ello planteaba un considerable avance con respecto al despliegue escenográfico que caracterizaba a la arquitectura guillermina. Sin embargo, no habría que entender esta apuesta en unos términos de modernidad que irían más allá de las verdaderas intenciones de Messel. Es cierto que en la fachada de almacenes Wertheim la realidad estructural había encontrado una expresión arquitectónica, pero tras las pilastras de granito se ocultaban unos pilares metálicos que el arquitecto jamás se hubiera atrevido a mostrar.
Y es que Messel combinaba los efectos revolucionarios de sus concepciones funcionales y constructivas, con las leyes eternas de la "gran arquitectura". Como hemos dicho, la desmaterialización que provocaba el acristalamiento de la fachada de almacenes Wertheim no suponía una renuncia al efecto monumental, que quedaba confiado a la imponente escala del orden apilastrado. Por otro lado, el marcado acento vertical del edificio se correspondía con el pensamiento gótico tradicional, cuyas formas además aparecían en el friso de coronación y en las carpinterías metálicas de los planos de vidrio. Es decir, tanto "lo nuevo" como "lo viejo" tenían cabida en la propuesta de Messel.
Quizás la excepción a esta fusión entre innovación y tradición se diera en los tres vanos que constituían el saliente cuerpo central de fachada. En esta zona se concentraba una gran carga ornamental. Su recargada decoración barroca, en sí misma valiosa y diseñada por conocidos escultores, era ajena a la claridad del resto de la fachada, con la que se coordinaba mal. Era evidente que, para Messel, lo constructivo podía convivir con lo ornamental en una síntesis para la que unas veces encontraba una traducción brillante, pero que otras se convertía en un pesado lastre de contradicciones que asfixiaban su arquitectura.
En 1898, Alfred Messel comenzó la primera ampliación de almacenes Wertheim, realizada en solares adyacentes al edificio original, concretamente en la Leipziger Strasse 134-135 y la Vossstrasse 31-32, una ampliación que culminó en 1900. Ante el éxito de la fachada anterior, el arquitecto decidió continuar el mismo frente apilastrado en la muy comercial Leipziger Strasse. En la Vossstrasse en cambio, al tratarse de una calle eminentemente residencial, Messel no se atrevió a repetir las grandes cristaleras de aquélla, por lo que planteó una serie de estrechas pilastras y pilarillos que generaban un alzado bastante más cerrado. El resultado fue poco innovador; frente a los discretos toques góticos de la fachada de 1897, la de la ampliación de 1900 era un claro ejemplo del eclecticismo neogótico, un retorno a la seguridad de lo histórico.
Algo similar podría decirse de la fachada a Leipziger Platz, ejecutada en una segunda ampliación del edificio, la última de las diseñadas por Alfred Messel. Las obras se llevaron a cabo entre 1902 y 1904, y el reto era el de configurar, en Leipziger Platz, un remate arquitectónico a los casi 150 m. de fachada con que el edificio contaba ya en la Leipziger Strasse. Es por ello que Messel decidió plantear una amplia esquina que pretendía contrapesar en la plaza el largo frente apilastrado de la calle.
Su propuesta consistía en una serie de vanos conformados por estrechos pilares que repetían el ritmo vertical de la fachada a la calle, delimitando entre ellos un arco en planta baja y una gran cristalera en las plantas superiores. Sin embargo, el resultado volvió a ser decepcionante, esta cristalera no era ya el valiente plano de vidrio de la primera fachada a Leipziger Strasse, sino que estaba subdividida por un enrejado de pilastras que originaba una especie de veladura pétrea que evitaba la visión directa del vidrio. Al igual que en la fachada a la Vossstrasse, también aquí las formas neogóticas, y la carga decorativa en general, era mucho más abundante que en el limpio frente apilastrado de la Leipziger Strasse.
Aunque hay que reconocer que, en el intervalo que separaba la primera fase del edificio de las dos siguientes las nuevas ordenanzas antiincendios aprobadas en Berlín habían prohibido las fachadas acristaladas, era evidente también que Messel había retrocedido desde sus iniciales presupuestos funcionales y constructivos hacia el concepto de "gran arquitectura", predominante en la sociedad guillermina. A partir de 1897 el arquitecto no volvería a repetir la fachada de cristal del primer edificio de almacenes Wertheim, y su arquitectura se fue haciendo cada vez más material y más pétrea.
Sin embargo, volvió a conseguir resultados brillantes en el gran patio cubierto, el segundo Lichthof, de esta tercera fase de almacenes Wertheim. Con sus 650 m2 de superficie, alcanzaba unas dimensiones desconocidas hasta el momento en este espacio tan tradicional en la tipología del gran almacén (el primer Lichthof fue construido por Henri Blondel en 1863 en el parisino edificio de La Belle Jardinière). El patio de almacenes Wertheim era típicamente guillermino, es decir, fastuoso y enorme, pero el equilibrio conseguido entre exigencias espaciales y sistematización evitaron que su grandiosidad desembocara en el recargado abigarramiento propio del neobarroco guillermino. Todo lo contrario, para Julius Posener este patio era el segundo momento de modernidad del edificio, después de la fachada acristalada a la Leipziger Strasse.
Tras las dos ampliaciones que, hacia 1904, habían sufrido los almacenes Wertheim, su planta había perdido ya la inicial claridad compositiva, convirtiéndose en una heterogénea retícula de pilares donde los distintos espacios se disponían ajenos a leyes compositivas generales. Esta circunstancia, absolutamente inaceptable para los críticos de arquitectura del momento, no parecía preocupar especialmente a Alfred Messel quien, en vez de situar el nuevo Lichthof a eje con la entrada principal de la ampliación, decidió desplazarlo un vano con respecto a ésta, evitando además coordinarlo compositivamente con el resto de patios de la planta. El nuevo Lichthof dejaba así de ser el motivo central del edificio, como ocurría con el primer patio de 1897, y pasaba a convertirse en una parte más del mismo.
Como hemos dicho, este patio cubierto participaba de la monumentalidad de la fachada. Sus paredes estaban cubiertas de mármoles y relieves de colores con incrustaciones de elementos de bronce, de la cubierta colgaban caprichosas luminarias, las escaleras eran monumentales y acordes con la grandiosa escala de un espacio delimitado por pilastras de orden gigante. A pesar de ello, en el patio cubierto de la ampliación de 1904 también era perceptible esa extraña despreocupación compositiva existente en la planta del edificio. Efectivamente, a diferencia del Lichthof de 1897, rigurosamente axial con la puerta de entrada y con el cuerpo de escaleras como fondo de este mismo eje, en el de 1904 las escaleras no se encontraban en el lado estrecho del rectángulo, sino en el ancho, y su percepción desde la puerta de acceso en Leipziger Platz no era directa, sino en escorzo, de manera que la llegada al mismo se producía de forma casi casual. Una vez en su interior se apreciaba una doble axialidad que originaba un espacio simétrico y controlado, pero a la vez un espacio enormemente transparente, ya que se abría a todas las plantas mediante galerías. La desmaterialización de la primera fachada a Leipziger Strasse encontraba así una correspondencia interior en el espacio del nuevo Lichthof.
Probablemente Messel debió temer que la decoración de los mármoles de las paredes no tuviese la suficiente entidad como para llenar por sí sóla un espacio de tales características, por lo que decidió decorar también la cubierta. Al ser ésta de cristal, colocó debajo de ella dos monumentales puentes abovedados formados por casetones de bronce que coronaban el patio. Estos puentes eran funcionalmente inútiles y respondían únicamente al pensamiento "artístico" del arquitecto, a pesar de lo cual era innegable la maestría con la que Messel consiguió insertarlos en el conjunto arquitectónico del patio. Julius Posener defendía que, lejos del utilitarismo de los puentes de algunos grandes almacenes franceses, como los del Bon-Marché parisino (Boileau, 1876), los de almacenes Wertheim respondían únicamente a concepciones arquitectónicas: elevaban el espacio doblando el cierre visual de la cubierta. El resultado final, repetimos, conciliaba los requisitos espaciales con los compositivos, lo que convertía al Lichthof de 1904 en la segunda obra maestra del edificio tras la fachada a Leipziger Strasse.
Alfred Messel murió en 1909, por lo que las ampliaciones de 1910 y 1927 fueron llevadas a cabo por otros arquitectos (la de 1910, cuarta fase de la ampliación, por Heinrich Schweitzer; y la de 1927, quinta y última fase, por Paul Kolb y Eugen Schmohl). A pesar de ello, tras ellas subyacía el mismo espíritu de Messel, un espíritu con el que consiguió dotar a la tipología del gran almacén de una imagen definitivamente moderna.
En 1927, y tras 30 años de sucesivas ampliaciones, el edificio
de almacenes Wertheim en Leipziger Strasse estaba concluido. Con sus 106.000
m2 de superficie era el mayor almacén comercial de Europa y uno
de los más grandes del mundo.
El gran almacén y "lo nuevo".
El gran almacén, un producto característico del capitalismo monopolista, fue una de las expresiones más rotundas de la irrupción de "lo nuevo" en la sociedad guillermina. Efectivamente, los primeros edificios que respondían al concepto moderno de gran almacén aparecieron en Berlín a finales de los años ‘80, con 30 años de retraso con respecto a Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos. En Alemania, por tanto, aunque sus orígenes se anclaran en los pequeños comercios textiles de la primera mitad del siglo XIX, el gran almacén respondió, desde sus inicios, a las pautas marcadas por el capitalismo monopolista.
La figura de Georg Wertheim, dueño de almacenes Wertheim, resume esta transformación. Comenzó sus actividades comerciales en 1876 con un pequeño negocio situado en la ciudad de Stralsund. En 1885 abrió en la Rosenthaler Strasse de Berlín su primera casa de modas. Ante el éxito obtenido, decidió ampliarla mudándose en 1890 a Moritzplatz, una plaza situada en un barrio obrero densamente poblado del sudeste de la ciudad. Allí levantó un edificio que, por su organización, planta, y arquitectura, podría considerarse ya como el primer almacén construido específicamente como tal en Berlín. Efectivamente, Wertheim dividió el espacio edificado en dos secciones, una para artículos de la casa, y otra para artículos textiles, con lo que, sin pretenderlo, había dado el primer paso para la transformación del tradicional Kaufhaus (comercio especializado en la venta de un sólo tipo de productos) en el moderno Warenhaus o gran almacén (donde se vendían todo tipo de productos).
La aparición del gran almacén estaba estrechamente relacionada con el espectacular aumento de la actividad comercial que produjo la industrialización, con el desarrollo de los medios de transporte, y con los nuevos comportamientos de los consumidores; fenómenos todos ellos que acabaron con los pequeños establecimientos comerciales característicos del capitalismo del laissez-faire. El recién nacido gran almacén expandía los principios del mercado y los acompasaba a la nueva escala del capitalismo monopolista y de la metrópoli moderna en general. Las grandes firmas comerciales fueron, desde un principio, las que capitalizaron este importante sector económico que, en la ciudad de Berlín, estaba en manos de tres empresas; Wertheim, Tietz y Jandorf, cada una de las cuales contaba con tres o más establecimientos en la ciudad.
Pero la identificación con "lo nuevo" no respondía tan sólo a la escala económica del fenómeno. El gran almacén también implantó pautas de comportamientos comerciales y modelos de organización empresarial que no tenían nada que ver con las del comercio tradicional: bajos márgenes de beneficio pero rápidas transacciones, amplia oferta, productos marcados, precios fijos, vigilancia del producto sin presión psicológica por parte del vendedor, derecho a devolución, rebajas, pago inmediato, etc.
La organización del personal era igualmente novedosa y respondía claramente a los dictados del gran capital. Los distintos cargos estaban rígidamente jerarquizados: en la base, comerciales, artesanos, vendedores, personal de servicio y personal de cocina; por encima de ellos los altos empleados, básicamente jefes de planta, jefes de almacén, compradores, intérpretes, químicos para el control de alimentos, etc.; y por fin, el nivel más elevado reservado al grupo de expertos que rodeaban al presidente de la empresa. Esta pirámide jerárquica estaba férreamente articulada por las pautas que regían el denominado "compromiso guillermino": el trabajador renunciaba a la lucha de clases y el empresario invertía en mejorar su situación laboral. Los vendedores, por ejemplo, trabajaban nueve horas al día, su poder adquisitivo era muy bajo y, sin embargo, el nivel de afiliación sindical era ínfimo. A cambio de ello, la empresa les ofrecía una serie de ventajas sociales que podían considerarse como muy avanzadas para la época: cantina a precios reducidos, préstamos especiales, pensionado para los empleados de mayor edad, etc.
La alta productividad y la calma social que caracterizaban a la Alemania guillermina, era resultado de este acuerdo tácito entre empresarios y obreros que se extendía por todas las empresas del país. Paul Göhre, diputado socialdemócrata entre los años 1903 y 1910, estudió la realidad laboral de los trabajadores de los grandes almacenes. Reconocía las ventajas que las empresas del sector ofrecían a sus empleados, pero denunciaba la organización militar que reinaba en los grandes almacenes, donde las condiciones laborales eran totalmente opresivas: estricta disciplina en el vestido, multas por los retrasos, prohibición del tuteo, incitación a la mutua vigilancia entre empleados, etc. todo lo cual se traducía en miedo, inseguridad, desconfianza y baja autoestima. Al "sacrificio del obrero en pos de la productividad del país" el Kaiser respondía con reformas laborales que, como la de 1900, limitaban la jornada a un máximo de 11 horas los días laborables y hasta las 17.30 h. los sábados.
Todo ello convertía al gran almacén en la más radical expresión de "lo nuevo" aparecida en la Alemania de finales de siglo. Pero, desde el punto de vista arquitectónico, algo diferenciaba a estos edificios de otras tipologías igualmente novedosas aparecidas en esta sociedad (como la del hotel, las oficinas, los centros de ocio, etc.): el hecho de que, desde un principio, el gran almacén tradujera "lo nuevo" en claves no aristocráticas, sino exclusivamente burguesas. Y es que no podía ser de otra forma, teniendo en cuenta que estos edificios eran los templos donde se desarrollaba un ritual genuinamente burgués: el consumo.
Consumo de masas y sociabilización: la Kultur burguesa.
Durante el guillerminismo el consumo de masas se convirtió en uno de los más importantes instrumentos de sociabilización de la población, es decir, en una forma de transformar en "sociedad" los reductos de la antigua "comunidad" que aún habitaban en la nueva metrópoli. Efectivamente, en la gran tarea educativa que el gran capital y el gobierno alemán habían emprendido con el fin de acompasar la sociedad a los nuevos ritmos del capitalismo monopolista, el consumo demostró ser un instrumento mucho más eficaz que el arte eterno y tradicional, al que la élite cultural alemana había confiado, en un principio, aquella misión. Ello tendría unas consecuencias importantísimas, el hecho de que la actividad comercial tuviese un origen y unas connotaciones tan típicamente burguesas ofreció finalmente a esta clase social la posibilidad de modelar a su manera la nueva Kultur, arrebatándola definitivamente a los rancios dictados "artísticos" del Kaiser y su aristocracia.
Pero comencemos por el principio. El consumo de masas era, de por sí, una consecuencia directa del capitalismo monopolista; respondía a la necesidad de expandir los mercados para dar salida a la marea de productos que generó la implantación en la industria de los nuevos sistemas de producción en masa. Hasta entonces, el mercado tradicional de artículos de consumo había estado restringido a la aristocracia y a la burguesía. Su ampliación a estratos sociales de más bajo poder adquisitivo, pero de base numérica mucho más amplia, era la única manera que el gran capital tenía de absorber la sobreproducción generada por la nueva industria monopolista.
Fue esta vocación de expansión social la que convirtió a los objetos de consumo en potenciales instrumentos educativos de largo alcance, instrumentos enormemente interesantes para los intereses del gobierno y del capitalismo alemán. Pero, como ya hemos dicho, estos intereses no cuajaron en la dirección que el Kaiser estaba intentando marcar con su arquitectura guillermina; las formas y las pautas que el consumo acabó implantando no fueron aristocráticas, sino típicamente burguesas.
En este proceso el papel del gran almacén fue fundamental. Estos edificios eran, lógicamente, el principal marco espacial donde se desarrollaba el consumo de masas, por lo que se convirtieron en la "escuela" por excelencia de la nueva sociedad alemana. Los modernos establecimientos comerciales no estaban pensados ya para las necesidades de una sóla clase social, sino para las de toda la población en general. De hecho, su principio comercial "cambiar mucho, usar poco", sedujo ante todo a las capas más populares del país, especialmente a proletarios y agricultores.
A pesar de que esta clientela compraba fugazmente, ya que cubría con las labores domésticas gran parte de sus necesidades, resultó ser el principal factor dinamizador de las empresas de grandes almacenes, hasta tal punto que éstas se enfrentaron al reto de ganársela a medio plazo para poder subsistir como tales. Y para ello no se escatimaron medios, en estos años se fueron perfilando infinidad de nuevas estrategias comerciales: publicidad, presentaciones de artículos, atracciones de venta, ofertas especiales, estrategias caracterizadas por una agresividad hasta entonces desconocida en los establecimientos tradicionales.
Pero la tarea educativa del consumo no radicaba únicamente en
la mercancía, en los objetos que ahora estaban al alcance del bolsillo
del pueblo llano. Éste no sólo iba al gran almacén
para comprar; también acudía a él simplemente para
mirar y pasear, para maravillarse y dejarse seducir por la riqueza y la
belleza que inundaban aquellos espacios suntuosos y resplandecientes, unos
espacios donde la gente sencilla se codeaba, por primera vez, con los estratos
sociales más acomodados:
"Mujeres de diferentes clases sociales sienten el
mismo poder de atracción que produce el gran almacén; las
refinadas señoras de los funcionarios del oeste de Berlín
o de Charlottenburg se entregan dócilmente a este barullo de la
misma manera que las mujeres de los artesanos y los obreros del este y
norte de la ciudad, que visten el traje reservado para los días
de fiesta cuando van a Wertheim."
Efectivamente, en la atmósfera irreal del gran almacén las clases populares se mezclaban con la burguesía y aprendían a imitar sus formas y modales. Aquí radicaba el verdadero potencial educativo de este tipo de establecimientos, que expandió una Kultur de base burguesa muy alejada de las pautas culturales que pretendía imponer el Kaiser.
Este fenómeno no debe ser malinterpretado; no se trataba de ninguna amenaza para el poder establecido ya que, durante el guillerminismo, los intereses económicos de la burguesía y los del gobierno imperial siempre fueron de la mano. La Kultur burguesa no era más que un gesto de protesta contra el papel dominante que, hasta ese momento, había desempeñado el estado en la definición cultural de la sociedad. La nueva Kultur no era subversiva, todo lo contrario, contribuía a canalizar las aspiraciones populares a alcanzar los mismos niveles de confort y bienestar de la burguesía a través de los cauces establecidos por el sistema, y siempre respetando las reglas de juego guillerminas. En el fondo, la revolución obrera se estaba conjurando, día a día, en almacenes Wertheim.
Fueron numerosos los sociólogos y filósofos que, en aquellos años, se interesaron por este fenómeno. Una vez más sería Georg Simmel uno de los primeros en comprender el enorme poder sociabilizador que el consumo de masas tuvo en la Alemania guillermina. Simmel entendía que el aumento del consumo, imprescindible para el desarrollo del capitalismo monopolista, dependía del establecimiento previo de una "cultura objetiva" en la sociedad, de una cultura única, impersonal y extendida entre todos los ciudadanos. Es decir, lo que estaba planteando era que consumo y Kultur se necesitaban mutuamente ya que, mientras que el primero requería de la segunda para unificar el gusto de la población y convertirse así en un fenómeno de masas, la Kultur encontraba en éste su mejor vehículo de expansión, de generalización del orden burgués.
En este encuadre socio - económico el papel de la moda era fundamental. En primer lugar permitía al hombre moderno, que se encontraba sumido en una lucha continua entre su propia "cultura subjetiva" y la "cultura objetiva" que pretendía imponerle la sociedad, combinar su natural inclinación hacia la diferencia y lo personal con la similitud y la conformidad que exigía el consumo de masas. En segundo lugar, porque la moda era el instrumento que canalizaba al consumo hacia las necesidades siempre cambiantes de la economía monopolista, evidencia de lo cual eran las empresas especializadas en generar y difundir, cada ciertos períodos de tiempo, nuevas modas entre la población. Y en tercer y último lugar, porque la moda iba de arriba a abajo, de las clases superiores a las inferiores, contribuyendo así a la conformación de una cultura objetiva, pero de base eminentemente burguesa.
También Walter Benjamin centró en el consumo su análisis de la sociedad moderna. Para él, la dualidad "consumo - burguesía" fue el origen de "lo nuevo", una dualidad que evolucionaría hasta transformarse, a finales de siglo, en "consumo de masas - sociedad". Benjamin relacionaba la desaparición de los pasajes y la posterior aparición de los grandes almacenes, con un replanteamiento de la visión tradicional que el poder económico tenía de la masa, la cual, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, dejó de ser considerada como una amenaza revolucionaria y pasó a ser observada como consumidores potenciales.
Finalmente, tanto el discurso de Simmel sobre el papel sociabilizador del consumo de masas como la dialéctica benjaminiana entre consumo y modernidad, desembocaban en la figura del gran almacén. En este sentido, el edificio de almacenes Wertheim era expresión de la nueva Kultur burguesa, la primera oportunidad que tuvo esta clase social de plasmar su sensibilidad, una sensibilidad esencialmente moderna y muy alejada de la pomposa grandiosidad característica de la "gran arquitectura" guillermina.
Son estas circunstancias las que explican que fuera en el gran almacén
donde "lo nuevo" se tiñó, por primera vez, de modernidad.
Y ello se tradujo en claves de transparencia.
La transparencia.
"Lo efímero" y "lo transitorio" son dos términos que continuamente se repiten en los escritos de los primeros pensadores de la modernidad, términos que resonaban tras una nueva sensibilidad que comenzaba a imponerse a finales del XIX, una sensibilidad que se oponía a la intranscendente pesadez barroca de la arquitectura guillermina. La asociación entre "lo nuevo", "lo efímero" y "lo transitorio" abrió a los artistas y arquitectos empeñados en desarrollar formas adecuadas a las nuevas circunstancias sociales y económicas una serie de caminos hasta entonces insospechados. En la arquitectura de "lo nuevo" estos caminos conducían hacia la transparencia y la desmaterialización.
Es significativo observar cómo estos dos fenómenos ya
habían hecho su aparición en la arquitectura unos años
antes, precisamente en los primeros edificios que se construyeron para
albergar el universo del consumo: los grandes pabellones de las Exposiciones
Universales, donde por primera vez la mercancía se exhibió
en el marco social de la diversión. Simmel lo explicaba así:
"El aire libre da al hombre un sentimiento de libertad,
de posibilidades indeterminadas, de fines lejanos, que difícilmente
pueden surgir por motivos sensibles en habitaciones reducidas (...). La
indeterminación del marco espacial , facilita extraordinariamente
las típicas excitaciones colectivas; de la misma manera, en general,
la confusión y amplitud de los límites, aunque no sean en
sentido espacial, excitan, sugestionan, enturbian la claridad de visión."
La riqueza y el colorido de los pabellones expositivos iban dirigidos a estimular a un comprador sobreexcitado, es decir, la incitación al consumo se producía mediante la simulación y el espectáculo. Simmel apuntaba que esta dimensión estética de la Exposición Universal también reflejaba la esencia de fugacidad que se escondía tras unas mercancías sujetas a los siempre cambiantes dictados de la moda, una fugacidad que se traducía en una arquitectura que negaba conscientemente la materialidad y se planteaba como una creación transitoria. La impresionante transparencia inmaterial del Crystal Palace avalaba las palabras de Simmel.
Walter Benjamin, por su parte, coincidía con Georg Simmel en la relación establecida entre consumo y arquitectura de la transparencia, pero añadía a su análisis un matiz importante: esta arquitectura inmaterial no sólo era evocadora e irreal, también provocaba la pérdida de las referencias espaciales. Efectivamente, los pasajes parisinos de los años ‘30 y 40´ coincidieron con el apogeo de las construcciones de hierro y cristal, materiales especialmente utilizados en la cubierta del pasaje. En este universo transparente el flâneur se sumergía en un mundo sin referencias, plagado de vidrios, espejos, luminarias y demás artilugios arquitectónicos que pretendían dificultar la orientación del visitante.
Las consideraciones de Simmel y de Benjamin eran aplicables al edificio de almacenes Wertheim. Su interior era una sucesión de espectáculos, de lujosas salas pensadas para impresionar y excitar al cliente estimulándolo así hacia el consumo: la llamativa "sala de tapices", el "patio de ónice" con su fuente de los espejos, la "sala de los sombreros", la "sala Liberty", la "sala de las palmeras", los majestuosos patios cubiertos con monteras de cristal, etc. Todos estos episodios compartían un único espacio diáfano, acaparable con la mirada y atravesable en todas direcciones.
La inexistencia de ejes compositivos en la planta convertía este espacio en un isótropo bosque de pilares que se extendía homogéneamente en todas direcciones. El cliente perdía así las referencias y tenía la sensación de estar inmerso en un transparente universo lleno de luces, brillos, reflejos y colores, un universo del que no deseaba salir. Y es que ello no era nada fácil, ningún camino conducía a las puertas de salida de almacenes Wertheim, ya que incluso la fachada se había desmaterializado para mostrar a la calle la magia del interior y reclamar así la atención del peatón. La única referencia en este embriagador espacio interior eran los dos espectaculares Lichthöfe, verdaderos polos de atracción donde el elemento principal era siempre una suntuosa escalera, un elemento que conducía, no al exterior, sino a otras plantas del edificio.
Pero, a pesar de la clara apuesta por la transparencia y la desmaterialización que Alfred Messel hizo en el edificio de almacenes Wertheim, en 1904 la sociedad guillermina estaba aún muy lejos de atender la llamada de Baudelaire a olvidar el pasado intemporal y buscar en lo transitorio nuevas sugerencias de eternidad. El proceso de disolución de los historicismos, que había comenzado unos años antes, no se planteaba en términos de ruptura con el pasado. Los críticos de arquitectura, incluidos los que, como Karl Scheffler, entendían que urgía un cambio de orientación, fueron presas del vértigo a lo desconocido, por lo que buscaron una fórmula de acuerdo entre pasado y presente. Es por ello que "lo viejo" y "lo nuevo" se mezclaban en esta primera arquitectura que apuntaba hacia la modernidad, convirtiendo a esta dualidad en una de sus características principales.
La estima simultánea por "lo viejo" y por "lo
nuevo" era lógica, según explicaba Simmel:
"Esta relación fundamental es válida
para explicar un fenómeno característico de la cultura: el
hecho de que ambos, lo viejo y lo nuevo, disfruten de una estima particular.
La estima por lo viejo necesita pocos comentarios. Quizá lo que
siempre ha existido y ha sido transmitido desde tiempos inmemoriales, adquiera
el respeto sobre el que se apoya no sólo por la pátina del
tiempo, con su fascinación mítico - romántica. También
se estima precisamente por el hecho de estar más ampliamente difundido
y enraizado en el individuo (...). La razón para estimar lo nuevo
reside en el poder discriminatorio de nuestro maquillaje psicológico.
Lo que atrae a nuestro conocimiento, excita nuestro interés, o aumenta
nuestra atención, debe distinguirse de alguna manera de lo que dentro
y fuera de nosotros es un hecho, cotidiano y habitual."
La atracción por lo diferente se combinaba, por tanto, con la natural
tendencia del ser humano hacia lo seguro y lo conocido. Sin embargo, debemos
recordar que, en el proceso de disolución de los historicismos,
el significado de "lo viejo" había perdido ya su tradicional
sesgo de profundidad. Simmel era consciente de este fenómeno y asociaba
la proliferación de estilos antiguos que se daba en estos años
en la Alemania guillermina, no ya con el mundo mítico del pasado,
sino con las modas y la tendencia del hombre moderno hacia el cambio. Benjamin
llegaba incluso a ser más incisivo, asociando la transparencia espacial
con una percepción ahistórica del tiempo. Es decir, "lo
viejo", a pesar del mensaje de seguridad que ofrecía como lo
siempre conocido, también estaba afectado por el mismo carácter
efímero de "lo nuevo".
Los almacenes Wertheim eran un ejemplo del conflicto entre pasado y presente que se palpaba en esta primera modernidad arquitectónica que convivía con el proceso de disolución de los historicismos. El influyente crítico de arte Karl Scheffler entendía que Messel había conseguido por fin ese acuerdo posible entre "lo viejo" y "lo nuevo", el deseado encuentro que podía salvar a los historicismos de la banalidad de la arquitectura guillermina. Scheffler proponía sustituir el idealismo y el deseo de representación, propio de la arquitectura historicista anterior a 1850, por una racionalidad ajustada a las necesidades económicas del presente, es decir, responder a "lo nuevo" con "lo viejo", aunque ello significase para esto último la renuncia a sus esencias más profundas.
En 1908, en un artículo dedicado a los grandes almacenes y a la figura de Alfred Messel, Karl Scheffler alababa los almacenes Wertheim como el primer edificio comercial que aceptaba, sin nostalgias ni vergüenzas, su moderna función. Efectivamente, la monumentalidad de su fachada ensalzaba la grandeza del mundo del consumo y el importante papel económico y social que éste desempeñaba en los tiempos modernos. El arquitecto se había dejado guiar por las necesidades funcionales del edificio, y había captado tras ellas el impulso y el poder del presente. De esta manera, Messel monumentalizó y elevó a la categoría de arte el hasta entonces mundano y despreciado espíritu comercial. Es decir, "lo nuevo" utilizaba "lo viejo" para dignificarse, y "lo viejo" se acercaba a "lo nuevo" para legitimarse.
Lo mismo ocurría en el interior, la debilidad de los criterios compositivos de las plantas respondía a la necesidad de que el público pudiera distribuirse libremente por ellas. Scheffler era consciente de ello pero, para él, tras la pura funcionalidad de "lo nuevo" siempre se escondía una interpretación más profunda, una poética que en este caso surgía de la "sugerente" visión de una multitud que se arremolinaba alrededor de los mostradores. Saber traducir esta poética a la forma arquitectónica era la sagrada misión del arquitecto, y eso era lo que Messel había conseguido con la transparente irrealidad de almacenes Wertheim.
En definitiva, el edificio había conseguido responder a las premisas de la funcionalidad con la dignidad de "lo viejo": la fachada - escaparate monumentalizaba el profano mundo del comercio y el bullicio del público en el interior se encuadraba en un espacio mágico y brillante. Pero la esencia de "lo nuevo" no sólo estaba en la funcionalidad; tan importante como ésta eran los aspectos constructivos, y era en ellos donde Scheffler entendía que fallaba la obra de Messel, donde aparecían las vacilaciones propias del inestable equilibrio entre "lo viejo" y "lo nuevo".
A comienzos del siglo XX el concepto construcción implicaba al concepto ornamento. Scheffler, como la mayoría de sus coetáneos, ni se planteaba que los elementos constructivos, por sí solos, pudieran tener una expresión estéticamente aceptable. Todo lo contrario, la construcción surgía de un proceso de deducción lógica que, por sí sólo, no podía desembocar en arquitectura. Por ello, de la misma manera que el artista se enfrentaba al reto de encontrar la expresión poética de las necesidades más prosaicas del edificio, en los elementos constructivos de lo que se trataba era de transformar la forma necesaria en forma bella, es decir, en forma ornamentada.
El problema era definir la estrecha senda existente entre "lo demasiado" y "lo demasiado poco", es decir, el nivel de decoración necesario y suficiente a la vez. Scheffler entendía que el exceso de ornamentación era grotesco, algo evidente en el neobarroco guillermino, pero a su vez tenía claro que un edificio funcional no podía quedar liso. Desde su punto de vista, éste fue el fracaso de Messel; en la fachada de almacenes Wertheim a la Leipziger Strasse, el arquitecto intentó ahuyentar el patetismo de la limpia masa arquitectónica empleando criterios académicos, por lo que decidió concentrar la decoración en determinadas zonas de la misma. Ése fue su error, a pesar de que los principios constructivos y estructurales del edificio eran plenamente reconocibles en la fachada, los motivos ornamentales que la componían aparecían desligados de aquéllos, por lo que el resultado final era bastante superficial.
El éxito espacial de la expresión funcional de almacenes Wertheim se complementaba así con el fracaso formal de su expresión constructiva. Scheffler consideraba a Messel un artista típico de su época, un arquitecto que cumplía a medias su tarea de modernidad, es decir, un "aristócrata convertido en demócrata pero en el que aún asoma una forma de vida ya superada". A pesar de ello, este crítico implacable reconocía que el más famoso arquitecto de grandes almacenes de Alemania había conseguido algo excepcional: hacer de contrapeso a los "pecados arquitectónicos" que estaba cometiendo el Kaiser, y poner la primera piedra de la arquitectura del futuro.
Efectivamente, la importancia de la obra de Messel radicaba en eso, en haber indicado el camino a seguir. A partir de 1904, año de la segunda ampliación de almacenes Wertheim, apareció en Alemania, como reacción al neobarroco guillermino y al agotado Jugendstil, un nuevo estilo popularmente denominado "los modernos", un estilo inspirado en almacenes Wertheim. Las altas pilastras y las fachadas de cristal serían, a partir de entonces, un elemento ineludible en los futuros grandes almacenes, elemento que llegaría a contagiar incluso a las fábricas de Peter Behrens.
Ello demuestra la aceptación y el reconocimiento que el edificio de Messel, por fin nuevo y grandioso a la vez, tuvo en la época guillermina. Una sensación de orgullo nacional se extendió por las altas esferas sociales berlinesas, un orgullo que arrancaba de la constatación de que ninguna otra burguesía en el mundo había conseguido construir algo similar, algo que era a la vez moderno (por expresar los nuevos tiempos) y conservador (por hacerlo con elementos de la tradición histórica). "Lo nuevo" y "lo viejo" se daban así la mano en una síntesis hasta entonces inédita.
A partir de este momento el pomposo neobarroco guillermino, presente en la nueva catedral de Berlín o del museo Bode, comenzó a ser considerado expresión de "mal gusto", reflejo de las maneras toscas, militares y pretenciosas del Kaiser. Frente a la arquitectura guillermina, el edificio de almacenes Wertheim, transparente y monumental, nuevo y viejo a la vez, representaba el triunfo de la burguesía berlinesa, un triunfo no político sino estético, que anunciaba una Kultur del "buen gusto", refinada y discreta como la inglesa, pero a la vez monumental y representativa como correspondía al gigantismo socio - económico del capitalismo monopolista alemán.
Y también como correspondía al nuevo Berlín - metrópoli.
En 1908, Karl Scheffler describía la imagen del edificio de Messel
en su entorno urbano:
"Uno se siente fuertemente impresionado cuando se
llega desde Potsdamer Platz a Leipziger Strasse y la obra de Messel atrae
involuntariamente la mirada. En las nubladas mañanas de invierno,
cuando la nieve descansa sobre el tejado, con el deslumbrante sol del mediodía,
cuando las luces y las sombras trazan sus gruesas líneas, o en el
cerrado y, en la Grossstadt, fascinante ambiente de la niebla, cuando
la calle se vuelve multicolor por las luces artificiales y las masas de
los edificios se elevan compactas en el plomizo cielo de la tarde: siempre
se percibe su imagen como una concentración de las vivas energías
que abajo en la calle buscan sus mil caminos. Todas las imágenes
adquieren un hondo significado y un sesgo monumental delante de este fondo
de real arquitectura moderna."
Tras esta descripción se dibujan ya los trazos, fascinantes y
a la vez amenazantes, de la nueva metrópoli, de una Grossstadt
que hacía tiempo que había superado la caótica
ingenuidad del Berlín del laissez-faire.
Epílogo.
Como hemos dicho, durante casi dos décadas el edificio de almacenes Wertheim fue el paradigma de la arquitectura comercial en la Alemania guillermina. Sus dos grandes innovaciones, la fachada acristalada y el frente apilastrado; así como la incidencia en la tradición del pomposo Lichthof, el patio central de luces y comunicaciones, se extendieron por los más importantes almacenes de Berlín: el Kaufhaus de la Mohrentrasse (1901), el Geschäftshaus de la Ritterstrasse (1904), el Kaufhaus Grünfeld (1906) y, el más espectacular de todos ellos, el Warenhaus Tietz en la Leipziger Strasse, cuya fachada, construida por Sehring y Lachmann en 1900, contaba con un enorme plano de vidrio y acero de 20 m. de longitud y 17.5 m. de altura.
Sin embargo, la senda marcada por almacenes Wertheim no llegaría muy lejos. En 1907 un decreto ministerial prohibía, por motivos de protección contra incendios, las fachadas acristaladas. A partir de ese momento los grandes almacenes volvieron a su tradicional opacidad previa a las propuestas de Alfred Messel quien, como ya hemos comentado, fue el primero en iniciar esta retirada. Poco antes de la Primera Guerra Mundial empezaron también a declinar los grandes frentes apilastrados, el impulso hacia la verticalidad comenzó a ceder ante una nueva tendencia hacia lo horizontal.
Pionero en este cambio de sensibilidad fue la Geschäftshaus de la Junkerstrasse, construida por Hans Poelzig en 1911 en Breslau. Este edificio anunciaba ya lo que sería el prototipo del gran almacén moderno en el período de entreguerras, cuando la apuesta por la horizontalidad se abriría paso en la arquitectura comercial en dos direcciones diferentes: en el interior anulando la espacialidad vertical del Lichthof y apostando por la planta libre de clara disposición horizontal; en la fachada renunciando definitivamente a la composición por franjas verticales propia de los frentes apilastrados, para pasar a reflejar en el exterior el apilamiento horizontal de plantas que conformaba el espacio interior.
Este cambio de paradigma que se produjo en la arquitectura del gran almacén reflejaba la madurez alcanzada por el proceso de racionalización impuesto en la metrópoli por el capitalismo industrial, un proceso dirigido por los arquitectos y urbanistas del Movimiento Moderno. Los almacenes construidos por Erich Mendelsohn en la década de los ´20 demuestran, con su transparencia interior - exterior, con la claridad funcional de sus espacios, con la abstracción de sus formas, que el proceso de sociabilización emprendido unas décadas antes se encontraba ya en una fase diferente. El ciudadano moderno, inserto en el engranaje productivo de la gran metrópoli industrial, ya había sido esbozado, por lo que las lecciones sociabilizadoras de almacenes Wertheim habían perdido transcendencia. Comprar dejó de ser un acto social envuelto en una irreal atmósfera de seducción, para pasar a ser una función cotidiana más: buscar un producto, elegir el más adecuado y pagarlo en la caja más cercana.
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