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ISSN: 0210-0754 Depósito Legal: B. 9.348-1976 Año XVI. Número: 93 Mayo de 1991 |
I) ¿Qué entendemos por reforma agraria?
II) Agricultura y desarrollo económico global
III) Los problemas específicos de la reforma agraria
IV) El cambio tecnológico y las dimensiones de las explotaciones
V) Los primeros cambios en un mundo en convulsión: La U.R.S.S.
y México
VI) El nuevo marco político tras la II Guerra Mundial y los
condicionantes tecnológicos
VII) Dos ejemplos de crecimiento sobre la pequeña explotación:
Japón y Taiwan
VIII) Conclusión
(*) Los gráficos de este artículo se hallan en proceso
de elaboración.
I) ¿ Qué entendemos por reforma agraria?.
En esteanálisis subyace una hipótesis, cuya validez se
pretende comprobar, que convendría hacer explícita desde
el primer momento, y que cabría plantear en los siguientes términos:
en el mundo agrario hay una estrecha relación entre el régimen
de explotación y propiedad de la tierra, el modo de producción
general en el ámbito espacio temporal de referencia y, en tercer
lugar, las disponibilidades tecnológicas del momento.
Dicho esto, podríamos acercarnos al concepto de reforma agraria
a través de dos definiciones que son clásicas en algún
sentido. Por un lado estaría la propuesta por Gunnar Myrdal en el
Discurso de Apertura de la Conferencia Mundial sobre la Reforma Agraria
de 1966. En tal ocasión dijo:
« Se entiende por Reforma Agraria una reorganización jurídica e institucional planeada de las relaciones entre el hombre y la tierra.»
La otra, quizás más académica, es la aportada por Jean Le Coz en su obra Las Reformas Agrarias, publicada en 1974, donde la explicaba como:
«el conjunto de operaciones que tienden a transformar la estructura territorial de un estado o de una región mediante la modificación de las relaciones sociales, con el fin de asegurar la mejora de las técnicas de cultivo y el aumento de la producción agrícola.»
A partir de ambas aproximaciones cabría empezar a señalar
algunos puntos comunes. En primer lugar, se trata de una acción
consciente, y más o menos planificada, que pretende incidir en diversos
frentes. De alguna manera, esta intervención ha de tener una repercusión
institucional, es decir, ha de legitimar una vinculación diferente
entre el hombre y la tierra.
Por otro lado, las relaciones sociales e, implicitamente, el modo de
producción configuran el eje que articula y da sentido al cambio
que se pretende. A la par, uno de los objetivos importantes parece ser
el incremento de la productividad agrícola.
El discurso teórico que se ha ocupado de las reformas agrarias
durante los últimos años ha partido, básicamente,
de los elementos que acabamos de enumerar. Ahora bien, probablemente se
podría distinguir entre aquellos que ponen el énfasis en
la productividad, como móvil principal, y los que, por el contrario,
lo hacen sobre el régimen de propiedad o tenencia, como factor explicativo
de las diferentes modalidades. Entrar en tales matices nos distraería
de nuestros fines pero, de todos modos, tal dicotomía aparecerá
de diferentes maneras a lo largo de estas páginas.
Además de estos aspectos, que son recurrentes en todos los trabajos
acerca de las tensiones sociales en el espacio agrario, deberíamos
añadir algunas consideraciones que provienen de la tradición
marxista y que se podrían ejemplificar con estudios como el de Gutelman
(2). Cabría formular su idea en los siguientes términos:
toda reforma agraria es un producto social, es decir, sus características,
su «morfología», son fruto de una serie de condiciones
históricas, geográfico - ambientales y sociales, pero, a
su vez, influye y modifica el medio en que se produce. Tal planteamiento
promete ser especialmente provechoso desde la intención, ya anunciada,
de desvelar las relaciones entre reforma, modo de producción global
y disponibilidades tecnológicas.
Para explicar estas cuestiones he organizado dos grandes núcleos
conceptuales. En el primero se abordan los aspectos generales, a saber:
la conexión existente entre los cambios en la estructura agraria
y las posibilidades de crecimiento económico global, lo que define
el marco que daría sentido a cada reforma particular.
A continuación es posible ocuparse de los problemas propios
de las diferentes intervenciones en el espacio agrario para pasar, por
último, a uno de los temas centrales como es el del tamaño
de las explotaciones y sus implicaciones relativas a la potencial competitividad.
Definidas estas líneas podríamos, en la segunda parte,
estudiar los casos concretos, en la perspectiva de señalar diferentes
modalidades de actuación. Así, veremos inicialmente los cambios
acaecidos en la primera mitad del siglo. Trataré de mostrar que
la contradicción básica estaba, entonces, entre racionalización
y reparto, y la dimensión de las parcelas era un aspecto prioritario.
Luego pasaremos a las estrategias de crecimiento económico global
puestas en marcha tras la II Guerra Mundial, el nuevo potencial tecnológico
y el nuevo tipo de transformaciones que tales circunstancias auspiciaban.
II) Agricultura y desarrollo económico global.
Desde los años 60 parece universalmente aceptado, o al menos
por una mayoría muy amplia, que no es posible un análisis
aislado de las reformas agrarias, sino que ha de hacerse integrado en el
ámbito económico en que ésta se inscribe, y sólo
así será posible una comprensión global de la misma.
En tal dirección cabría señalar tres grandes preocupaciones:
la relación entre cambio agrícola y expansión demográfica,
la incidencia sobre la distribución sectorial de la mano de obra,
así como sus repercusiones y, por último, su nexo con las
posibilidades de acumulación de capital.
Probablemente, el tema de la población es el que tiene unas
manifestaciones más notables, y ha generado un discurso con una
vasta tradición. La cuestión estaba ya presente, desde el
siglo XVIII, en la reflexión de la fisiocracia y en los trabajos
de Quesnay, así como en el pensamiento malthusiano. Tan larga trayectoria
ha dado lugar, en la actualidad, a una abundante bibliografía, así
como a un amplio debate (3), del que no podemos ocuparnos aquí.
Ahora bien, siempre que se habla de la contribución de la agricultura
al desarrollo económico del conjunto se parte de la premisa de que
es condición necesaria -aunque no suficiente- una acumulación
en aquella para que se dé el segundo.
El primer asunto que ello suscita es el de la cantidad de gente ocupada
en el campo. Es sabido que en las primeras etapas del desarrollo entre
el 60 y el 80 % de la población activa está dedicada a la
agricultura, creando una alta proporción del ingreso nacional.
Pero durante un tiempo, mientras desciende porcentualmente la mano
de obra empleada en este sector, su valor en términos absolutos
continúa aumentando (Figura nº 1). La manera y el ritmo como
se resuelva tal desfase condicionará las posibilidades de crecimiento
global, que se verán limitadas por la aparición de rendimientos
decrecientes, debidos al incremento progresivo del número de individuos
empleados sobre un factor limitado como es la tierra. Los mecanismos arbitados
para paliar tales inconvenientes han avanzado por dos caminos. Por un lado,
la roturación de nuevas tierras, lo que no siempre es factible,
y con frecuencia peligroso a largo plazo, eventualidad sobre la que ya
había advertido la Conferencia Mundial sobre la Reforma Agraria
de 1966. La otra alternativa es buscar métodos que permitan la intensificación
de los cultivos.
Desde esta óptica, la Reforma Agraria puede aparecer como una
condición inexcusable para propiciar el desarrollo económico
general, retardado por la falta de acumulación en el sector primario
que obedece al crecimiento absoluto de la población -aunque porcentualmente
decrezca-. Este hecho amplía considerablemente el abanico de los
interesados objetivamente en una transformación profunda de la agricultura.
Junto a ello, y en íntima relación, habría que
considerar los efectos de la distribución sectorial de la mano de
obra sobre la potencial expansión del mercado. El problema más
notorio, mientras una parte importante de la población se encuentre
en la agricultura, es la debilidad de la demanda global y, como consecuencia
de la precariedad de los ingresos, la escasa capacidad de acumulación.
Por ejemplo, cuando a mediados de los 70 la India tenía un 70
% de población agrícola, una familia media de cinco miembros
tenía un mercado potencial de dos personas. Debería reducirse
a un 40 % para que llegase a ser de 7'5 o al 20 % para que alcanzase las
20. Obviamente, en la primera situación una parte muy importante
de la producción se dedica a la subsistencia.
Un desplazamiento de la población hacia otros sectores productivos
-lo
que podría propiciarse mediante la Reforma Agraria- repercutiría
sobre el volumen y la configuración de la demanda por diferentes
vías.
Por un lado, la ampliación del mercado a abastecer posibilitaría
el incremento de los ingresos, lo que podría transformarse en acumulación
o en requerimiento de productos no agrícolas, creando, por cualquiera
de los dos caminos, condiciones para el aumento general de la producción.
Además, ello influiría sobre la demanda misma de productos
agropecuarios -siguiendo la ley de Engel-, desplazándola hacia artículos
más ricos en proteínas y susceptibles de una producción
más intensiva, en la que se da una mayor rentabilización
de la fuerza de trabajo por unidad de producto.
Habría que considerar también este fenómeno dentro
del propio sector agrícola, que destinará un porcentaje creciente
de sus gastos a bienes de producción en detrimento de los de consumo.
El cuadro número 1 ejemplifica tal dinámica.
CUADRO Nº 1 Distribución de los gastos agrarios en diferentes
países % empleado en bienes % empleado en bienes de producción
sobre el de consumo sobre el total de gastos. total de gastos. Etiopía
(1967) 25'25 61'75 Taiwán (1967) 30'24 48'08 E.E.U.U. (1961) 45'49
32'23 Fuente: Elaboración propia a partir de, JHONSTON, B.F.; KILBY,
P.: Agricultura y transformación estructural, México, F.C.E.,
1980.
Parece razonable, pues, concluir que nos encontramos frente a un proceso
que se autoacelera. Una alteración en la distribución de
la población desencadena fenómenos que, a su vez, ponen en
marcha mecanismos que propician la expansión del mercado y que incentivan
de nuevo, en una especie de «feed-back», la redistribución.
De este modo, la reforma agraria puede aparecer a los ojos de diversos
bloques sociales como la condición indispensable para el crecimiento.
Segun Gutelman los partidos de corte demócrata-cristiano de América
Latina podrían ser un buen ejemplo de esta lógica. En todo
caso, es innegable que, en una buena parte de los países en vías
de desarrollo, cada vez son más amplias las clases urbanas de tipo
medio interesadas en la realización de semejantes cambios.
Pero además del aspecto demográfico, que sin duda es
de una importancia crucial, habría que contemplar también
las tareasde ahorro y transferencia de capital que le corresponden a la
agricultura en las fases del despegue económico. Este desplazamiento,
no siempre bajo la apariencia de flujos monetarios, hacia los otros sectores,
se ha realizado, básicamente, por cuatro caminos.
Por un lado estaría la sustitución de importaciones -que
posibilite el desvío de recursos hacia el crecimiento interno- o
el logro de divisas mediante la exportación. Este sería el
caso de multitud de países africanos en la actualidad, desde los
que producen semillas oleoginosas hasta los que tienen las plantaciones
de ebeas para el caucho, o, antaño, el de la industria sedera japonesa,
o, tras la II Guerra Mundial, las exportaciones agrícolas de Taiwán.
Una segunda vía es el propio aparato impositivo. Opción
de escasa viabilidad en los primeros años del desarrollo, ya que
la agricultura misma necesitará importantes inversiones en infraestructura,
difusión tecnológica, etc. Tal camino requiere, por tanto,
un progreso previo del campo, pero en algunos casos, a partir de cierto
nivel, ha resultado de gran eficacia. Un buen ejemplo podría ser
el de Japón, donde durante el periodo de 1888-92 la agricultura
aportaba cerca del 85 % de los ingresos fiscales, con un escaso flujo hacia
atrás, ya que el capital se empleó en la red ferroviaria,
la creación de la marina mercante, o la construcción de fábricas
«modelo». Todavía en los años 1918-22 su contribución
representaba alrededor del 40 %.
Otra posibilidad es el traspaso mediante entidades financieras. Cabría
decir aquí lo mismo que en el caso anterior. El uso de este mecanismo
no parece muy probable en las etapas iniciales, sino a partir de un cambio
estructural en la agricultura, cuando comienza a descender la mano de obra
en términos absolutos. De todos modos, hay casos significativos
como el de Japón, entre 1868 y la I Guerra Mundial, donde un importante
incremento de la productividad hizo factible esta corriente (4).
Por último deberíamos considerar el método de
transferencia más sutil y de difícil cuantificación,
pero uno de los más importantes: la política de contención
de los precios agrícolas, que, a través de los bajos salarios,
propicia la acumulación en otros sectores.
Esta eventualidad ya estaba presente en la Gran Bretaña decimonónica,
cuando se discutía en torno a la abolición de las Corn Law.
El sacrificio de la agricultura soviética, así como la escasez
de bienes de consumo, hablan de los medios que ayudaron a la asignación
de recursos para la producción de equipamiento o aparato bélico.
La evolución de esta política en Japón sería
paradigmática, primero con precios bajos y posteriormente altos
para estimular la mecanización y la modernización, pero de
ella nos ocuparemos más adelante.
Obviamente, cada país o región con un proceso de acumulación
no se adscribe, de un modo exclusivo y unidireccional, a una de las vías
de transferencia, sino que, por el contrario, su propia realidad perfilará
la combinación de las mismas que haga posible tal flujo.
Hemos visto como existe un vínculo entre la agricultura y la
capacidad potencial de lograr el despegue económico. Como consecuencia,
la reforma deja de ser un problema particular de los individuos relacionados
con el sector para convertirse en algo que afecta a amplias capas de población
y a clases y bloques propiamente urbanos.
La concreción de cada intervención institucional en el
campo dependerá, por tanto, de la confrontación de múltiples
intereses y de un equilibrio de fuerzas complejo que se resolverá
en cada momento y en cada lugar.
Pero, además, habría que contemplar también las
peculiaridades que cada reforma puede acarrear. A ello destinamos el siguiente
apartado.
III) Los problemas específicos de la reforma agraria
Deberíamos ahora ocuparnos de aquellos temas más directamente
conectados con la propia dinámica de la reforma, así como
de su nexo con el conjunto de transformaciones económicas que suscita.
Tal problemática abarca en tres grandes cuestiones: la financiación
de la reforma, el retraso y la acumulación foránea de tecnología
y la difusión de los avances.
El primero de tales asuntos, obviamente, es fruto de la correlación
de fuerzas existente en el momento de la reforma y, en gran medida, determina
el sentido en que se capitalizará el trabajo de los futuros detentadores
de la tierra. Si el Estado expropia con indemnización y a continuación
los beneficiarios del reparto han de reembolsar este dinero, el ex-propietario
recibe acumulada la renta de los años venideros, por lo que ésta
no podrá dedicarse a la formación externa de capital. Podría
ser el caso de Chile en 1970.
Si, por el contrario, el Estado se apropia sin indemnizar, pero los
campesinos han de compensar de alguna manera el usufructo -aunque sea como
impuesto- entonces es aquel quien está en condiciones de reorientar
este capital en función de su estrategia de desarrollo. Tal situación
suele ser sintomática de un Estado fuerte y de unos propietarios
y agricultores relativamente débiles. Cuba sería un buen
ejemplo.
Existen otras opciones, como la cesión gratuita, a los nuevos
usufructuarios, resarciendo a los antiguos dueños, habitual cuando
estos se alían con los bloques que detentan el poder. Entonces es
el conjunto de la sociedad la que carga con la financiación. O la
misma posibilidad sin compensar a los propietarios. Por lo general es el
reconocimiento «a posteriori» de una situación de hecho
generada por un equilibrio favorable a los campesinos.
Pero tan importante, o más, que el método de expropiación
son los desfases que se crean. Por un lado, entre la renta real y la calculada
para indemnizar. Si coinciden será beneficioso para los propietarios
que se quedan con el plustrabajo aún por realizar, como sucedió
en la reforma brasileña de Castelo Branco de 1964. La situación
opuesta es la institucionalización de la participación de
los propios campesinos en la evaluación de las tierras. En esta
dirección avanzaron las modificaciones que el gobierno de Unidad
Popular, en Chile, introdujo sobre la reforma de Frei.
Una solución, aparentemente intermedia, adoptada con frecuencia,
es emplear las declaraciones fiscales delos propietarios como base para
el cálculo de las compensaciones. Tal fue la medida arbitrada por
el gobierno militar de Perú en 1969. Aunque este sistema puede ser
un arma de doble filo si se retrasa de modo que quepa modificar las declaraciones,
sobrevalorando así la tierra.
Otra discordancia a señalar es la que se da en el tiempo. En
este sentido son relevantes los Bonos de Reforma Agraria, que representan
lo que que el ex-dueño cobrará en los próximos 25
o 30 años. Más importante que el interés que produzcan,
por lo general rápidamente devorado por la inflación, es
su movilidad, es decir su proximidad al dinero en efectivo. Por ejemplo,
en la mencionada reforma de Castelo Branco, en 1964, se articularon diversos
sistemas para compensar su depreciación. Pero, además, tales
documentos servían como medio de pago en multiples ocasiones, como
la liquidación del impuesto sobre la tierra hasta un 50 %, la compra
de parcelas públicas, o para garantizar ejecuciones judiciales,
entre otros casos. En dichas circunstancias el control, por parte del Estado,
de esta transferencia de renta es mucho menor. Sucedería lo contrario
restringiendo su movilidad, como en el Chile de Allende.
En resumen, el modo concreto en que se hace la transmisión de
la propiedad es fruto de la situación particular de cada país,
así como de la correlación de fuerzas existente entre los
diversos sectores sociales que, directa o indirectamente, intervienen en
el proceso de cambio y, a su vez, esto condiciona el volumen y dirección
de los flujos de capital y trabajo que se ponen en marcha. En otras palabras,
la incidencia que una reforma agraria determinada tenga sobre el potencial
crecimiento económico global, no es ajena a la manera en que se
materialice la transmisión de la propiedad, sino que, por el contrario,
son dos cuestiones profundamente relacionadas.
El segundo aspecto de importancia es el de la capacidad de aprovechamiento
de tecnología foránea, allí donde halla un retraso
relativo. Adam Smith ya formuló el principio de que el desarrollo
era un proceso de especialización y, en consecuencia, de división
del trabajo, tanto en lo referente a cada unidad productiva como al conjunto
de la economía. David Ricardo lleva tal aseveración a la
escala planetaria, al tratar de demostrar que la especialización
regional favorecería a todos los integrantes del complejo sistema
de intercambio. Lógicamente, algunas de estas afirmaciones -especialmente
las últimas- fueron impugnadas desde la economía marxista
y, en cierta medida, el debate aún continúa abierto.
Lo cierto es que en los países en crecimiento -al menos en principio-
cabe la posibilidad de aprovechar la experiencia y tecnología acumulada
en otros lugares, ahorrando así tiempo y recursos, aunque el precio
a pagar sea, habitualmente, el de la dependencia.
Tal dinámica genera desajustes que discurren por dos vertientes
fundamentales. Por un lado estarían los desequilibrios demográficos,
cuyas consecuencias son harto evidentes y en las que no nos entretendremos
aquí.
El otro elemento a considerar sería el del diseño de
planes para la combinación de factores productivos. Detengámonos
aquí por un momento. Inicialmente parece que un área geográfica
en expansión tiene a su disposición toda la tecnología
acumulada en otros lugares. Desde esta perspectiva la solución ortodoxa
(5) consistiría en elegir la opción más eficiente
-aunque esta supusiese una mayor proporción de capital- y corregir,
mediante el sistema impositivo, las posibles desviaciones.
Ahora bien, tal aseveración es matizable, ya que cada posibilidad
está optimizada por el coste de los factores. Analizaremos con un
cierto detenimiento la cuestión, ya que es relevante, siguiendo
el modelo propuesto por Jhonston y Kilby (6) (Figura nº 2).
En un determinado lugar, en cada periodo histórico, habría
infinitas combinaciones de capital y trabajo. Si en un eje de coordenadas
colocamos en la abscisa la intensidad de capital -cantidad de capital por
cada unidad de trabajo (K/L)- y en el de ordenadas la cantidad de producto
por unidad de trabajo (O/L), cada nivel tecnológico -posible en
un momento determinado- daría lugar a una curva como la que vemos
en la gráfica A. Pero de todas las opciones posibles -representadas
por la serie infinita de puntos- la mejor sería la correspondiente
al punto de contacto con la línea cuya tangente (tg a) fuese igual
a la productividad real del capital.
En resumen, en cada curva sólo hay un punto óptimo que
viene fijado por los precios de los factores -capital y trabajo-. En consecuencia,
en un país concreto el itinerario idóneo está determinado
por la curva (Gráfica B) que pasa por todos esos puntos óptimos,
y la mejor situación estaría en T, en la intersección
con la curva que representa el nivel tecnológico más alto.
Por tanto, una región en vías de desarrollo no tiene
infinitas posibilidades de elección, o, mejor dicho, éstas
están acotadas, lógicamente, por las disponibilidades tecnológicas
a su alcance, es decir, aquellos usos que en un momento dado puede aplicar
realmente, y, especialmente, por el precio real de los factores.
Este último es el punto central, ya que en su torno gravitará
la cuestión de la elección. Siendo coherentes con este planteamiento
no siempre habría que optar por la práctica más avanzada,
que suele ser la más intensiva en capital, puesto que la optimización
viene determinada, como hemos dicho, por el coste de capital y trabajo.
Obviamente, en esta designación será decisivo el tamaño
de las parcelas y el régimen de tenencia. Por tanto las potenciales
reformas agrarias tienen también incidencia sobre el propio itinerario
de optimización. De este aspecto nos ocuparemos en apartados venideros.
Desde esta preocupación, habría que contemplar algunas
propiedades de los «inputs» que cada opción acarrea,
y que, básicamente, podríamos resumir en tres características:
divisibilidad, complementariedad e inserción en el medio.
La divisibilidad facilita la introducción de la tecnología,
así como su puesta en marcha a partir de pequeñas dimensiones.
Esta es una de las principales cualidades de fertilizantes y semillas.
La complementariedad, es decir, el hecho de que la eficacia de cada uno
de ellos esté supeditada a la aplicación de los otros, es
el reverso de la moneda, ya que relativiza las virtudes anteriores.
La inserción en el medio conlleva multiples ventajas, tales
como la disponibilidad de la infraestructura adecuada, condiciones para
optimizar la complementariedad, el acceso a mayor información etc.
Todo ello hace que existan diferencias notables de «output»
partiendo de los mismos «inputs» según los lugares.
Por ejemplo, en E.E.U.U. es posible obtener más arroz por unidad
de superficie que en la India, empleando la misma cantidad de nutrientes
(7).
En último término, la cuestión estriba en la elección
de una tecnología intensiva en mano de obra, y acorde con la realidad
del país, u otra más eficiente pero con mayor porcentaje
de capital. Siguiendo los criterios enunciados tal decisión vendría,
en gran medida, inducida por los costes de los factores. La Conferencia
Mundial sobre la Reforma Agraria de 1966 avanzaba en tal dirección
cuando proponía a los participantes la adopción de prácticas
intensivas en mano de obra, a partir de las cuales se podría iniciar
el cambio estructural de la agricultura que posibilitaría, a largo
plazo, el desplazamiento hacia formas de producción con un mayor
componente de capital.
Existen multitud de ejemplos del éxito de políticas de
este tipo, pero quizás uno de los más reiterados es el de
las bombas de agua que se usaron, alrededor de los años 60, en la
India, y que fueron una pieza clave para la introducción de semillas
de alto rendimiento. Se empleaba en ellas un motor diesel de baja velocidad
fabricado en la India desde 1930, que era una copia del diseño de
Ruston & Blackstone de 1890. Ciertamente no se trataba del modelo más
eficaz pero era mucho menos exigente que otros en cuidados, reparaciones
y calidad del combustible.
El tercer aspecto de interés es el de la difusión de
los avances. Estaba ya planteado desde la pasada centuria, cuando se evidenció
que no bastaba con las estaciones experimentales, sino que lo fundamental
era conseguir que las innovaciones llegasen a los agricultores. Esta preocupación
se materializó en Alemania en las escuelas de invierno para pequeños
y medios propietarios, experiencia que se extendió, con mayor o
menor éxito, por todo el continente. Los Ilustrados españoles,
por ejemplo, fueron sensibles a este tipo de experiencias, como también
una parte importante de los gobiernos decimonónicos.
En Estados Unidos los Clubs de las cuatro haches (Head, Hand, Heart,
Health) desempeñaron tareas parecidas y fueron un importante instrumento
de divulgación. De otra manera, y desde una óptica distinta,
las Estaciones de Tractores y Motores soviéticas sirvieron para
dinamizar la agricultura y propiciar la incorporación de nuevos
usos y hábitos en el campo.
Estos casos aislados evidencian lo general de la preocupación.
De la misma manera, la Conferencia de 1966, a la que hemos aludido reiteradamente,
hizo hincapié en este particular, que se estimaba de una importancia
creciente dadas las nuevas posibilidades que se presagiaban.
El tema fundamental del debate fue la sincronización de la formación
de los cuadros con el propio inicio de la reforma, ya que, mayoritariamente,
se consideraba que ésta no se podía postergar a la primera
condición. Se recomendaba entonces un formador por cada 65 ó
100 beneficiarios, al tiempo que se reconocía la dificultad para
alcanzar tales cotas. El método propugnado era preparar individuos
que a su vez pudiesen, al cabo de un corto lapso de tiempo, enseñar
a otros, desencadenando una reacción que discurriese paralela a
la reforma.
Pero en todo ello subyace un asunto que abordaremos a continuación:
la relación entre eficacia y tamaño de las parcelas.
IV) El cambio tecnológico y las dimensiones de las explotaciones
Este debate nació en el momento en que empezaron a introducirse
alteraciones en la estructura agraria, sea en Gran Bretaña, Europa
o Estados Unidos.
Aunque en temas de esta complejidad son muchos los matices posibles,
básicamente, ha habido dos enfoques fundamentales: los convencidos
de la superioridad de la gran explotación y aquellos que creen en
la capacidad de pervivencia de la pequeña. Vamos a detenernos en
ambos planteamientos por un instante, ya que este será uno de los
aspectos cruciales de las reformas del presente siglo.
La posición de quienes defienden la superioridad técnica
de la gran explotación es probablemente la más extendida
ya desde el siglo XVIII. Quesnay, en sus Máximas generales para
el gobierno de un reino agrícola, y con él los fisiócratas,
ya argumentaba en esta dirección. Constatando los efectos de las
economías de escala, explicaba cómo los gastos fijos y los
costes de producción serían menores, por unidad producida,
al incrementar la superficie cultivada.
Igualmente, en Gran Bretaña, desde mediados del siglo XIX estaba
difundida la idea de que sólo el gran propietario tenía capacidad
para incorporar las innovaciones, y las primeras estaciones experimentales
abundaban en tal idea.
Pero también los críticos del modo de producción
capitalista estaban en la misma línea, lo que tiene una relevancia
especial dada su influncia en procesos posteriores. En su pensamiento se
mezclaban dos discursos diferentes: por un lado estaba la preocupación
por la superioridad técnica y, por otro, la reflexión política
sobre los intereses de los pequeños y medianos propietarios, a los
que se consideraba potenciales aliados en el proyecto revolucionario, pero
aferrados a su tenencia y remisos a los cambios profundos en la estructura
agraria.
Marx es quien hizo un planteamiento más global -y teórico-
del problema, al abordar la cuestión de la renta de la tierra y
la transmisión de la plusvalía en el conjunto del modo de
producción capitalista. Analizar tal tratamiento del problema desbordaría
ampliamente los límites del presente trabajo. Por ello nos centraremos
en las formulaciones más concretas, entre las que cabría
destacar la obra de Engels, El problema campesino en Francia y Alemania,
publicada en 1894 y La cuestión agraria de Kautsky, aparecida en
1899.
El primero establece radicalmente la dicotomía entre los dos
tipos de explotación. Dice textualmente:
«El desarrollo de la forma capitalista de producción ha seccionado el nervio vital de la pequeña explotación en la agricultura; la pequeña explotación decae y marcha irremisiblemente hacia la ruina» (8).
Desde esta perspectiva es frecuente la comparación entre el pequeño
agricultor y el artesano, y una buena parte del libro de Engels se dedica
a criticar el Programa Agrario de los marxistas franceses nacido del Congreso
de Marsella de 1892, porque parece concebir a aquellos como una formación
estable dentro del capitalismo y, en consecuencia, les hace concesiones
ante el temor del enfrentamiento político.
En Kautsky, a pesar de que las diferencias son considerables, el esquema
es parecido. Insiste en la superioridad técnica de la gran parcela,
como consecuencia de las economías de escala y de su aptitud para
el empleo de maquinaria. Es significativo el hecho de que explique cómo
el gobierno norteamericano, en 1884, pidió a sus cónsules
europeos que estudiasen la eventualidad de vender maquinaria agrícola
en el viejo continente, lo que provocó una respuesta unánime:
imposible por las dimensiones.
Ahora bien, este proceso de pérdida progresiva de importancia
no es tan lineal como podría parecer, y para explicarlo recurre
Kautsky a argumentos que tendrán relevancia desde ópticas
diferentes. La idea central es que la dinámica de concentración
es diferente en la agricultura y la industria, con todas sus repercusiones
sobre la capitalización e innovación. Así, la situación
del pequeño propietario no es tan clara como la del artesano, por
lo que es preciso evitar pugnas estériles. Además, critica
a aquellos que defienden la subsistencia de éste esgrimiendo su
capacidad para la autoexplotación, ya que si así fuese sería
una fuerza objetivamente revolucionaria que la socialdemocracia debería
reclutar.
En el extremo opuesto estarían los que creen en la pervivencia
de la pequeña explotación y cantan sus alabanzas. Con frecuencia
se ha utilizado el ejemplo de Dinamarca que, mientras Gran Bretaña
introducía innovaciones y fomentaba la concentración, lograba
altos rendimientos con escasas dimensiones (9). Los razonamientos han avanzado
tradicionalmente en dos direcciones: la eficacia política y la posibilidad
de competir.
Jhon Stuart Mill podría ser un buen ejemplo de la primera línea
de pensamiento. En sus Principios de Economía Política explica
cómo el modo de producción dominante, basado en las grandes
dimensiones, proveerá mayoritariamente de los bienes agrícolas
que la sociedad necesita. Pero los pequeños pueden desempeñar
tareas subsidiarias además de tener ventajas respecto a la conformación
de las actitudes del agricultor, que defenderá posiciones conservadoras
y que, debido a una cierta penuria inevitable, restringirá el crecimiento
de su familia, convirtiéndose en un factor de contención
demográfica, además de garantizar un uso más intensivo
del suelo para poder aguantar la competencia.
También desde la perspectiva socialista, aunque con argumentos
bien diferentes, se alzaron voces en idéntica dirección.
En los debates de la II Internacional se defendía que el sistema
de producción mayoritario se había de sustentar sobre la
explotación colectiva de la tierra nacionalizada. Pero se admitía
la existencia, al menos durante un tiempo, de la pequeña explotación
como consecuencia de los condicionantes tecnológicos imperantes.
Girolamo Gatti, uno de los partidarios de tal posición, explicaba
que no siempre cabía el empleo de maquinaria, por ejemplo por las
peculiaridades topográficas del terreno, circunstancia en la que
los pequeños podrían convertirse en una formación
estable.
Pero más interesante es el discurso de Edouard David que en
1903, en su libro Socialismo y agricultura, avanzaba ya algunas de las
reflexiones que posteriormente se convertirán en centrales. Para
él la especificidad de la producción agrícola, sometida
al ciclo biológico, la hace netamente distinta de la fabril, con
un ritmo de acumulación y concentración propios.
Este tipo de planteamiento es el que adquirió consistencia en
los años 70 de nuestro siglo. Entonces se constató que las
previsiones de desaparición o marginación de la pequeña
propiedad no se habían cumplido y comenzó a vislumbrarse
la posibilidad de una competencia de nuevo cuño, pero relativamente
perdurable. Sin duda, todo ello estaba relacionado con la producción
masiva de ciertos «inputs» industriales, como los fertilizantes,
que se hicieron más asequibles, o los avances en genética
y la aparición de semillas especializadas, en resumen: con el marco
tecnológico creado tras la II Guerra Mundial.
Son muchos los trabajos que avanzan en esta dirección(10) y,
sin duda, las divergencias entre ellos son importantes, pero en todos los
casos se reconoce la profunda transformación ocurrida en la pequeña
explotación -absorbida por el modo de producción capitalista,
no por la de grandes dimensiones-, y se la considera una formación
estable, aunque las razones que lo expliquen sean relativamente diferentes.
El estudio de Servolin, La absorción de la agricultura en el modo
de producción capitalista, publicado en 1972, es quizás uno
de los más representativos, y nos serviremos de él para explicar
esta posición, aunque sea someramente.
Desde esta óptica la agricultura requiere un tratamiento teórico
distinto del de la industria, ya que la limitación del principal
factor productivo, la tierra, hace que el crecimiento sea a expensas de
los demás,obstaculizando así el proceso de concentración,
a lo que habría que añadir su carácter de medio de
subsistencia, que eleva artificialmente su precio por encima de las posibilidades
de capitalización de la inversión.
Además, su sometimiento al ciclo biológico entorpece
la especialización, la división del trabajo y la colaboración
compleja. Por tanto, la circulación de capital es más lenta,
así como los tiempos de acumulación y reproducción
ampliada.
Pero lo que realmente hace factible la competencia es la dificultad
para organizar la colaboración compleja, propia de la producción
fabril, que resta una parte importante de las ventajas al incremento de
las dimensiones. Además, algunos «inputs» industriales,
precisamente aquellos que tienen una mayor repercusión sobre la
productividad, como las semillas o los fertilizante, son aplicables en
pequeñas explotaciones, y lo que requieren es un trabajo relativamente
intensivo.
Ahora bien, existe un umbral por debajo del cual perdería sentido
todo lo dicho. Sería la superficie capaz de producir suficiente
como para proveerse de estos «inputs». Sin ese mínimo,
lógicamente, es imposible el mantenimiento.
Esta capacidad de competir implica a su vez una modificación
estructural de la agricultura, que conlleva su integración en un
sector -no agrario- más amplio, el uso del crédito o la pérdida
de independencia en la toma de decisiones, entre otras consecuencias.
Retomemos el hilo de nuestra reflexión. Hemos visto en estas
líneas que existe un amplio debate en torno al potencial competitivo
derivado de la dimensión de las explotaciones, con defensores y
detractores de posturas enfrentadas. Una de las ideas centrales de este
trabajo es que hay una relación importante entre dicho discurso
y las condiciones tecnológicas imperantes.
Durante el siglo XIX y principios del presente la maquinaria y los
fertilizantes aparecen como la clave para aumentar la productividad, y
las economías de escala son el principal argumento, por lo que el
tamaño es uno de los asuntos fundamentales. Las grandes reformas
en torno a la I Guerra Mundial harán hincapié en tales elementos.
Tras la II Guerra, la redefinición de las estrategiasde crecimiento
global, la descolonización, o los problemas demográficos
del Tercer Mundo, así como la «Revolución Verde»,
serán factores que impelerán hacia un cambio en el modelo
de intervención en la agricultura. Este nuevo planteamiento del
desarrollo resituará el papel de la intensidad del trabajo ydel
tamaño.
V) Los primeros cambios en un mundo en convulsión: la URSS y México
La I Guerra Mundial fue un periodo de grandes sacudidas que alteraron
sustancialmente la faz de la tierra, y la agricultura no estuvo ajena a
tales convulsiones.
Las transformaciones de la URSS y México podrían servirnos
como ejemplo de esta dinámica propiciada por la inestabilidad del
principio de siglo. No pretendo afirmar que se trate de procesos paralelos,
y en multitud de facetas ni siquiera son comparables, pero sí que
existen algunos rasgos comunes bastante definitorios de las contradicciones
de la época, así como del marco tecnológico en que
estas se inscriben.
La U.R.S.S.
En el caso de la URSS no deberíamos hablar, en sentido estricto,
de reforma agraria, puesto que ésta se dio imbricada en un movimiento
revolucionario con repercusiones mucho más amplias que las relativas
a este sector. No se trata aquí de hacer un examen minucioso de
tales cambios, ya que desbordaría los límites de un trabajo
de este tipo. Por el contrario, mi intención es la de mostrar las
que considero paradojas fundamentales para caracterizar este periodo, así
como el sistema agrario propuesto.
Como es sabido, una de las cuestiones centrales, desde los inicios
de la revolución, fue el antagonismo entre el avance hacia la colectivización,
como propugnaría el modelo socialista, y las viejas reivindicaciones
de reparto formuladas por los campesinos, lo que se materializó,
en un primer momento, en un resurgimiento del mir, ya en declive en los
años anteriores a 1917.
El aspecto principal de estos hechos -materializado en la Ley Agraria
de 26 de Octubre de 1917- fue la liberación de cargas territoriales
y un importante traspaso de propiedad. A los 215 millones de hectáreas
en manos de los campesinos se incorporaron 150 procedentes de la familia
real, la nobleza, la burguesía o la Iglesia, además de 2'5
millones adjudicadas a los sovjoses. Unos tres millones de familias sin
tierra recibieron un lote.
Con todo ello se estaba consolidando la pequeña propiedad, aunque,
obviamente, tal fenómeno era percibido de maneras diferentes, ya
que los bolcheviques lo entendían como un paso previo para una estructuración
agraria y social de otro tipo. De todas maneras, parece indiscutible que
en estos años el camino para la expansión agrícola
estaba plagado de obstáculos. Por un lado, la propia guerra civil
representó, por multitud de motivos, un freno que por sí
mismo podría explicar tal estancamiento. Pero, además, la
creación en 1918 de los «comités de campesinos pobres»
agudizó la situación, por la persecución desencadenada
contra las clases medias que podrían haber imprimido un cierto impulso
al sector.
El hambre de 1921-22 forzó, dentro del marco de la N.P.E., un
cambio de dirección en la política sobre la tierra. El Código
Agrario de 1922 introdujo medidas liberalizadoras, haciendo concesiones
a los campesinos medios y abriendo posibilidades para la diversificación
en la organización de la producción, medidas que, en 1924,
alcanzarán incluso a los kulaks.
Paralelamente a todo ello se intentaba, desde 1917, avanzar en la socialización
fomentando sistemas defuncionamiento colectivo. Inicialmente se promovieron
diversas formas de cooperación, a veces muy simples. La realidad
de los sovjoses en este periodo era bastante pobre, amén de padecer
una debilidad tecnológica notable, hecho extensible a los koljoses.
Pensemos que en 1927 sólo el 30 % de estos últimos poseían
tractores.
La época de Stalin supuso, como es sobradamente sabido, una
reorientación importante en multitud de terrenos, la agricultura
entre ellos. El lapso transcurrido entre 1928 y la II Guerra Mundial, aproximadamente,
podríamos considerarlo relativamente homogéneo.
La «marcha triunfal» de la colectivización staliniana
se asentó sobre varios pilares. La lucha contra el kulak, el apoyo
incondicional del partido y la expansión del mito del tractor. Todo
ello, obviamente, en el ámbito diseñado por la planificación,
que se consideraba la base del crecimiento.
Los primeros logros -en la campaña de 1928-29- fueron relativamente
modestos si pensamos en los esfuerzos realizados: creación de 20.000
granjas colectivas e incorporación del 44 % de las familias campesinas
al sistema comunitario. Pero esta presión intervencionista no cejó
prácticamente hasta la II Guerra Mundial, como consecuencia de lo
cual hubo un incremento porcentual considerable de las explotaciones colectivas,
así como de su tamaño medio o de los recursos a su disposición.
Además, se mantuvo uno de los objetivos iniciales considerado como
prioritario, logrando, para el final del periodo, la práctica desaparición
de los kulaks.
Son harto conocidos los sacrificios que en este tiempo tuvo que asumir
la agricultura para facilitar el crecimiento de otros sectores. Este hecho
obligó a una cierta apertura para evitar una tensión excesiva
en el campo. En tal dirección apuntaban medidas como la liberalización
legislativa para abandonar los koljoses, de 1930, o la concesión
de lotes individuales así como una cierta tolerancia respecto a
su uso. También parece cierto que la propia existencia de un «mercado
paralelo», al margen de las estrictas asignaciones del plan, sirvió
como válvula de escape para aliviar ciertas situaciones de extrema
dureza que pudieron haber resultado conflictivas.
Tras la II Guera Mundial, la política de Kruschev cambió
en algunos sentidos la realidad agraria. Por un lado hubo prácticas
continuistas, tendentes a profundizar en la concentración del koljos,
aumentando su superficie, lo que prueba que la cuestión de la extensión
seguía siendo importante y considerada como una de las claves del
incremento de la productividad.
Pero también las hubo innovadoras, como la roturación
de nuevas tierras en zonas semiáridas. En Siberia y Kazajstán
entre 1954 y 1958 se pusieron en cultivo 38 millones de Ha. A medio plazo
se evidenció lo inútil del esfuerzo, sobre todo a consecuencia
del rápido agotamiento del suelo, ya que en 1963 se reconoció
su fracaso. Aunque lo que parece cierto es que proporcionó el margen
necesario para la modernización del conjunto.
Deberíamos detenernos un momento en la evolución del
koljos, en la medida en que parecía el instrumento privilegiado
para llevar a término la transición de un modelo de producción
a otro.
Ya hemos hablado de su creciente importancia. Ahora bien, quizás
convendría señalar que ello fue posible gracias al concurso
de diferentes elementos, entre los que cabría destacar las Estaciones
de Motores y Tractores. Su función explícita era la de concentrar
maquinaria que rotase por las distintas explotaciones, ofreciendo, así,
las ventajas de la mecanización a bajo coste.
Pero además fueron un factor de dinamización y propaganda
fomentado por el partido. El tractor era el símbolo del progreso,
y el tractorista, unión emblemática del proletariado rural
y urbano, desempeñó la labor de un cuadro dirigente en todo
el proceso de cambio.
Un análisis pormenorizado de tales instituciones, así
como de su inserción en el medio, probablemente arrojaría
muchas luces sobre la evolución, durante el progreso de la colectivización,
de la agricultura soviética.
Otro de los aspectos ya esbozados, y de una relevancia considerable,
es el aumento del número de koljoses, junto al de su tamaño
medio, que en 1928 era de 40 Ha, para pasar a 1430 en 1940, o a las 5980
de 1968. Lógicamente, esta dimensión tan extensa obligó
a arbitrar medidas para paliar los inconvenientes que generaba, creando
unidades reales de producción más pequeñas, como la
brigada y el equipo, que posibilitasen una relación del hombre con
el medio razonable.
Un último asunto a considerar, en este rápido repaso,
sería el de la introducción y difusión de las innovaciones
en este ámbito. Hasta finales de los 50 parece haber sido un marco
bastante refractario para la incorporación de nuevas tecnologías.
Aunque las razones podrían ser de distinta índole, sin duda,
la centralización de la toma de decisiones que comporta la planificación
desalienta, a la par que obstaculiza, la adaptación de las mismas
a las condiciones locales.
De todos modos, quizás el problema más grave, extensible
a todo el modelo, fuera el de la falta de información ocasionada
por la restricción del sistema de precios, que dificultó
sensiblemente la optimización en la asignación de recursos.
México
El caso mejicano es sustancialmente distinto, pero creo que existen
algunos elementos recurrentes quenos permitirán caracterizar las
contradicciones básicas del periodo.
Desde finales del ochocientos, la política liberal de Porfirio
Díaz había sacrificado las comunidades a la gran explotación
-como es sabido la desamortización afectó a las tierras comunales-.
Además, al desvanecerse la actitud paternalista del hacendado, se
recrudecieron los enfrentamientos de clase.
Al tiempo se fomentó una agricultura especulativa de exportación
-azúcar, tabaco, henequén, café etc.- con la consiguiente
penetración de capital extrajero.
Se consolidaron también las explotaciones de tamaño medio,
con fines políticos, ya que los «ranchos» eran la recompensa
de la clientela de Porfirio Díaz. Este conjunto de factores conllevó
la degradación de las condiciones de vida de los campesinos pobres,
lo que les impelía hacia las explosiones violentas.
Las primeras medidas revolucionarias fueron destinadas a paliar tal
situación. La Constitución de 1917 nacionalizó la
tierra, pero, ala par, el Estado se reservó el derecho de conceder
el dominio de la misma y de las aguas a los particulares. Esta es, probablemente,
una de las manifestaciones más notorias de las paradojas del modelo.
A su vez, se pusieron límites, en función de su destino,
a todas las explotaciones privadas: 100 hectáreas para el regadío,
200 para los cultivos estacionales, 150 para el algodón, 300 para
las plantaciones de henequén etc. Las comunidades recibirían
a título colectivo, bajo el nombre de ejido, las tierras de que
habían sido despojadas.
A partir de los años 20 se abrió una época de
vacilaciones, con políticas a veces opuestas, fruto de la contradicción
entre racionalización y reparto, que se había manifestado
también en la URSS, agudizada en este caso por la muerte de Zapata
y el debilitamiento de las posturas agraristas.
Una primera respuesta a tal dilema fue la del presidente Obregón,
en1922, a través de la Circular 51, mediante la que intentaba convertir
el ejido en una unidad de explotación, en contra de la práctica
generalizada de dividir estas tierras comunales devueltas en parcelas.
Tal pretensión, lógicamente, se encontró con la obstrucción
sistemática de los grandes propietarios y hacendados. Además,
el recelo y la distancia entre los intereses de los campesinos y los teóricos,
básicamente urbanos, fueron una dificultad adicional en un proyecto
ya de por sí bastante inviable.
Progresivamente se evidenciaba que la modernización no era alcanzable
interviniendo exclusivamente sobre la propiedad, sino que era necesario
generar infraestructura que la hiciese posible. En esta dirección
habría que señalar la creación, en 1926, del Banco
Agrícola, con una línea específica de crédito
ejidal.
Pero el periodo que supuso un cambio de consideración fue el
mandato de Cárdenas, con una labor sin duda controvertida. Mientras
para algunos (11) es el apóstol de la reforma agraria y de la revolución
en general, otros (12) le tildan de ser el máximo exponente de la
ideología pequeño burguesa.
Para entonces, 1934-40, eran varios los problemas que hacían
patente la necesidad del desarrollo agrícola, como condición
indispensable para un crecimiento económico global. Por un lado
estaba el despegue demográfico: la tasa de crecimiento vegetativo
pasó del 2 % al principio de los años 30 al 2'8 en los años
40 y al 3'1 en los 50. Ya hemos visto con un cierto detenimiento las implicaciones
que la distribucióm de la población activa tiene sobre las
condiciones generales de expansión. Habría que considerar,
además, los efectos de la propia crisis del 29, que acentuó
aquellos déficits de carácter estructural que obstaculizaban
el despegue, mostrando la importancia de la reestructuración agrícola
para el conjunto.
La relevancia de las reformas de Cárdenas (Figura nº 3)
podría cifrarse en dos aspectos. El incremento cuantitativo del
reparto fue el más claro. En esta época se adjudicaron cerca
de 20 millones de hectáreas, el número de ejidos pasó
de 4.000 a 14.600 y el de adjudicatarios de 780.000 a 1.600.000. La otra
vertiente fue la atención prestada al ejido colectivo, de lo que
nos ocuparemos más adelante.
A partir de este momento se abre una época de estancamiento
en el proceso reformista (como puede verse en la figura nº 3), que
no recobrará un cierto impulso hasta 1958, con el presidente López
Mateos, pero para entonces las circunstanciaseran muy diferentes y estos
años quedan fuera del marco temporal que nos hemos propuesto.
Antes de concluir este rápido repaso de las transformaciones
mejicanas deberíamos detenernos un instante en la evolución
del ejido, puesto que fue uno de los pilares de esta transición.
Bajo tal denominación podemos encontrar a lo largo del tiempo,
y simultáneamente en el espacio, realidades muy distintas. Es una
explotación con referencias a lo comunitario, y así se plantea
al principio: como la restitución a las comunidades de aquello que
se les había quitado. Pero habitualmente se trabajó en parcelas
individuales que aumentaron de tamaño, desde las 3-8 hectáreas
de 1922 hasta las 20 de secano y 10 de regadío de 1940.
Desde el comienzo, parecía claro que el ejido así organizado
no era un instrumento útil para la modernización de la agricultura,
lo que se manifestó originariamente, bajo la presidencia de Obregón,
como la voluntad de convertirlos en unidades de produccción.
En la era Cárdenas se profundizó en tal dirección
a través de lo que se ha denominado ejido colectivo, que pretendía
emplear el marco ya existente para construir una explotación colectivizada.
El problema de las dimensiones era crucial y uno de los aspectos insoslayables
al plantearse el tema de la mecanización, que se entendía
como la clave de la racionalización. En tal sentido resulta muy
elocuente la consigna de la Liga de Agrónomos Socialistas «Ni
ejido ni propiedad pivada; hacienda sin hacendados».
Se crearon alrededor de 800 colectividades, sobre todo en zonas de
regadío, en La Laguna y Yucatán,y sus resultados, según
Eckestein, unode sus principales estudiosos, fueron bastante desiguales,
siendo mayor el éxito, lógicamente, en las tierras más
ricas.
En 1940 representaban el 55 % del número de ejidos, pero más
relevante que eso era su disponibilidad de maquinaria (en el mismo año
poseían el 82 % de los tractores) . Sin duda fueron un factor de
dinamización y de introducción de innovaciones. Segun el
mismo autor desempeñaron un papel fundamental en la formación
de capital y en el proceso de especialización agrícola.
Por otra parte, habría que tener en cuenta las ventajas sociales
de que disfrutaron los ejidatarios, convirtiéndose en un estímulo
para el ahorro y la educación, aspectos centrales ambos en ese proyecto
de transformación estructural del conjunto de la economía.
Pero sus logros, así como su incidencia, fueron en descenso.
En 1950 su importancia relativa había comenzado a decrecer, aunque
todavía tenían un alto porcentaje de los tractores. Para
1960 sólo un 5 % mantenía prácticas colectivistas.
Sin duda fue, además, una experiencia polarizada geográficamente,
más extendida y con mejores resultados en aquellos lugares donde
era más factible la intensificación y el incremento de la
productividad.
Las razones aducidas para explicar su declive son de diferentes tipos
pero, a grandes rasgos, podríamos resumirlas en doscuestiones básicas:
una cierta hostilidad de los poderes públicos a partir de 1940 y
la falta de cuadros para profundizar la experiencia.
En general, el ejido, sea colectivo o no, ha tenido detractores y defensores.
Los primeros han insistido en su talante contradictorio, reflejo de la
propia situación del país. Esfuerzos como el de Cárdenas
pretendieron salir al paso de tales críticas con los resultados
que ya hemos visto.
Los segundos hacen hincapié en su validez como antídoto
del sistema de haciendas. Para algunos, Díaz Ordaz entre ellos,
ha proporcionadola estabilidad política y paz social que hanhecho
posible el desmantelamiento del sistema anterior sin excesivas tensiones
ni cambios bruscos. Obviamente, los unos piensan en una transformación
radical de la sociedad, mientras que los otros alaban los mecanismos que
propician un cambio gradual, aunque no sea tan profundo.
Después de la II Guerra Mundial la situación cambió
sustancialmente con la investigación sobre semillas de alto rendimiento
y las posibilidades que ello abre. El Banco Ejidal se convirtió
en un instrumento para fomentar la concentración y la innovación.
Pero el modelo de crecimiento propiciado por las nuevas condiciones tecnológicas
lo acometeremos a partir de otros ejemplos distintos: Japón y Taiwán.
Los cambios de la primera mitad del siglo
Ciertamente, las dos realidades de que nos hemos ocupado no son las
únicas que podríamos haber estudiado, pero lo cierto es que
su importancia estratégica las hace cruciales para entender las
características básicas del periodo.
Sin duda ambos casos son bien dispares. En la U.R.S.S., la reforma
agraria se imbrica en un cambio global de la sociedad, mientras que en
México se inserta en un ambiguo modelo liberal. Las correlaciones
de fuerzas, precedentes y resultantes, han sido también distintas
en ambos lugares.
Ahora bien, en las dos ocasiones existe una cierta coincidencia respecto
a las contradicciones originadas por las transformaciones agrícolas.
Dada la tecnología dominante, la rentabilización y modernización
capaz de inducir cambios de carácter general, del tipo de los que
habíamos visto al principio de estas páginas, pasaba por
las grandes dimensiones y la mecanización.
Pero la gran explotación, predecesora de estas reformas, había
sido el marco privilegiado del enfrentamiento de clases e intereses en
el medio rural. Como consecuencia, la reivindicación política
inmediata fue la del reparto, soslayando los proyectos de racionalización,
y postergando así la modificación profunda de la estructura
productiva dominante. Tal paradoja se resolvió de diversas maneras
dando lugar a formaciones singulares.
Además, la crisis del 29, aunque con repercusiones diferentes
según los lugares, los niveles de industrialización etc.,
hizo patente la necesidad de intervenir enérgicamente en el medio
rural fomentando la concentración y la mecanización. En un
lugar será la marcha triunfal hacia la colectivización y
en otro la potenciación del ejido colectivo.
Tales circunstancias mostraron la insuficiencia de la actuación
sobre el régimen de tenencia y la necesidad de un apoyo más
amplio. Una de sus facetas fue la constatación de la conveniencia
del soporte estatal, ya sea para la creación de infraestructura
o para garantizar el acceso al crédito, por poner dos ejemplos.
Otro de los problemas de una cierta envergadura fue el de la formación
de los cuadros, capaces de estimular y orientar el proceso de cambio. Las
soluciones también fueron múltiples. En la URSS las Estaciones
de Tractores y Maquinaria, y el propio tractorista, desempeñaron
tareas de aliento y dirección. En México, las propuestas
y los servicios prestados por el Banco Ejidal pretendían avanzar
en la misma dirección de animar ala modernización.
A pesar de las coincidencias relevantes que hemos señalado,
las divergencias también son dignas de mención. En primer
lugar habría que insistir en la articulación de la agricultura
con el conjunto de la economía y en las tareas que le son encomendadas
en el proceso de transformación del conjunto. En la URSS la labor
básica, durante un amplio periodo de tiempo, fue la de abastecer
a un mercado urbano e industrial, así como soportar un ahorro forzoso
generado por la política de precios bajos en beneficio del crecimiento
de otros sectores. Sólo a partir de la era de Kruschev se comenzó
a considerar la importancia de la agricultura como potencial demandante.
Por el contrario, en México, el principal papel asignado a la
reforma agraria fue el de garantizar una cierta paz social que posibilitase
desmontar las estructuras precedentes y liquidar las rémoras feudales,
que se veían como los principales obstáculos para la racionalización.
Aunque muy parcialmente, se contempló la eventualidad de ampliar
el mercado interno a tenor de una cierta expansión agrícola.
En un terreno más concreto cabría señalar la actitud
frente a la innovación que, como hemos explicado, ha estado condicionada
por múltiples factores, tales como la presión demográfica,
el funcionamiento de los mecanismos de mercado, la colaboración
de entidades internacionales, las tareas de la pequeña explotación
en la contención de la conflictividad etc.
Si bien es cierto que la diversidad es notable, tanto en los aspectos
más hondos como en los superficiales, también habría
que reconocer la entidad de la coincidencia de las paradojas fundamentales.
Al principio de estas páginas expliqué cómo mi intención
era mostrar la relación entre el modelo de producción general,
la tecnología imperante y la morfología de la reforma agraria
que se pretendía emprender.
En este primer tercio del siglo XX, el tamaño, la maquinaria
y las economías de escala son los pilares del cambio. Las contradicciones
políticas generadas por la gran explotación representan el
principal freno. Y la crisis del 29 es el catalizador que profundiza la
transformación. De todos modos, obviamente, las soluciones reales
fueron diferentes en cada lugar, en función de sus particularidades.
Pero este marco variará tras la II Guerra Mundial, dando lugar
a otras condiciones que orientarán la intervención sobre
el espacio agrario.
VI) El nuevo marco político tras la II Guerra Mundial y las condiciones tecnológicas
Entre el final de la contienda y mediados, o finales, de los años
sesenta concurrieron una serie de circunstancias que modificaron las estrategias
globales de desarrollo, lo que, lógicamente, repercutió sobre
los tipos de reformas agrarias. Obviamente, soslayamos aquí la reflexión
sobre las causas, si es que se puede hablar de tales, ya que ello, aunque
sin duda tiene alguna incidencia sobre nuestras conclusiones, nos alejaría
del eje central del discurso.
Enaras de la claridad, por tanto, nos atreveremos a simplificar. La
hipótesis inicial podríamos formularla en los siguientes
términos: tras la II Guerra Mundial la dinámica económica
de los países avanzados está cada vez más relacionada
con una expansión generalizada del intercambio. Su riqueza, por
tanto, depende menos de la pobreza de los pobres y más de su capacidad
de compra. Trataremos de desmenuzar tal afirmación y ver sus consecuencias
sobre los temas que nos ocupan.
Por un lado deberíamos considerar la propia evolución
de la descolonización, entendida en el escenario del final de la
confrontación y de la guerra fría. El conflicto armado había
espoleado las pretensiones independentistas de los menos desarrollados.
En cierta medida porque los derrotados -Alemania, Italia y Japón-
se utilizaban como ejemplo del peor imperialismo, y eran duramente criticados.
Pero también porque el reclutamiento de millones de africanos y
asiáticos les dio confianza en sí mismos, al tiempo que adiestramiento
técnico, aunque fuese somero.
El proceso mismo, así como la transferencia de poder, fue desigual
y complejo, y en todo ello influyeron multitud de factores, pero uno de
los decisivos para la determinación de los ritmos fue la existencia
de alternativas de recambio no traumáticas desde la óptica
de la metrópoli. Donde había opciones no comunistas y con
unas ciertas garantías para los intereses del colonizador el traspaso
fue relativamente rápido (India, Pakistán, Birmania o Ceilán).
Por el contrario, donde los potenciales sucesores no ofrecían tal
seguridad las cosas fueron más despacio (Malasia o Indochina). En
Africa todo fue más lento y heterogéneo, como consecuencia
de la pervivencia de la organización tribal y la falta de una burguesía
local dirigente.
Pero en este periodo, la política de la principal potencia,
EEUU, es aparentemente paradójica, aunque responde a un proyecto
claro de expansión. Mientras, respecto a los países avanzados,
hace hincapié en la necesidad del crecimiento y de la internacionalización
de la ecomomía, en relación con los atrasados pretende el
mantenimiento de su condición de poveedores de materias primas y
de mano de obra barata. Un buen ejemplo de ello podría ser el Plan
Clayton que intentaba restituir a Iberoamérica a la situación
anterior a la guerra, fomentando la inversión en compañías
dedicadas a la explotación de productos primarios.
Algo parecido se podría decir de la intervención en Vietnam,
negándose a firmar los acuerdos de París y apoyando al régimen
del Sur. Al margen de otros aspectos, sin duda también importantes,
habría que considerar la pretensión de sustituir a Francia
en el disfrute de las riquezas minerales de la zona.
Para una mejor comprensión del fenómeno descolonizador
hagamos una breve cronología del mismo. En la carta fundacional
de la ONU, en 1945, ya se hablaba de la teoría de la tutela, lo
que equivalía a aceptar implícitamente la capacidad de los
tutelados para autogobernarse. Era un primer paso, aunque muy tímido,
hacia el reconocimiento de la posible independencia de los colonizados.
Este mismo organismo incluye, en 1952, en los derechos del hombre la
afirmación de que «todos los pueblos tienen derecho a disponer
de sí mismos». La Conferencia de Bandung, en 1955, supuso
la toma de conciencia explícita del problema. También la
década de los sesenta fue notable en esta línea. Por un lado
se aceleró la descolonización de Africa, por otro, se produjo
el acceso de J. F. Kennedy a la presidencia de los Estados Unidos, con
todas las contradicciones que ello supuso.
Pero esta dinámica hay que contemplarla a la luz de la estrategia
general de crecimiento. Como es sabido este periodo se caracterizó
por una importante concentración de capital, inducida por múltiples
factores (13), y por una materialización considerable de las inversiones
fuera de la metrópoli. Por ejemplo, un informe de Dunlop, de principios
de los 60, recogía que de 10 millones de libras de desembolso capitalizable
efectuado por la empresa, 6'5 se realizaron en ultramar. En la misma dirección
se explicaba, en la memoria de Schwppes para 1960, que los beneficios de
sus subsidiarias externas a la metrópoli habían pasado de
67.000 libras, en 1953, a 655.000 en 1960.
Además de esta ampliación del comercio habría
que considerar también el cambio en la composición del mismo.
Progresivamente van perdiendo importancia las materias primas y los productos
no sometidos a tratamiento industrial -obviamente habría que excluir
de tal aseveración al petróleo y a algunos productos minerales-.
Por ejemplo, en Gran Bretaña, la producción industrial creció,
entre 1938 y 1959, alrededor de un 60 %, sin un incremento paralelo de
las importaciones de materias primas, que era lo que había sucedido
hasta el momento.
En general, esto era posible gracias al reemplazo de productos naturales
por sintéticos, que requieren menos materia prima y más elaboración.
En el informe del GATT de 1955 se afirmaba que sin sustitutivos la demanda
de materias primas de las regiones avanzadas hubiese sido un 40 % más
alta.
Esta internacionalización de la economía hizo a cada
uno más dependiente de lo que acaecía en el conjunto y,lógicamente,
las grandes compañías estaban cada vez más interesadas
en la expansión del mercado. En cierto sentido nos hallamos frente
a una cierta reformulación de la idea keynesiana de que una misma
renta global, mejor distribuida, produce una demanda final mayor.
A la par, disminuyó la preocupación por mantener una
mano de obra extremadamente barata. Wilson, en su The History of Unilever,
exponía que el bajo precio de la margarinase debía mucho
más al alto grado de mecanización en su procesado y embalaje,
que al nivel salarial de los cultivadores de semillas aceiteras de Africa
Occidental.
Tanto el proceso descolonizador, como la nueva estrategia de crecimiento
tenían una relación directa con el estilo y objetivos de
las reformas agrarias que se acometían, ya que estas podían
entenderse como un factor de desarrollo y dinamización de la economía.
Y en aquel momento muchos intereses convergían en su realización,
puesto que la evolución general dependía, al menos en parte,
del despliegue de la demanda.
Esta preocupación se materializó en una serie de hitos
cuyo paralelismo con el proceso que hemos descrito es bastante elocuente.
En 1951, bajo los auspicios de la FAO,se celebró en Madison
la Conferencia Internacional sobre el Régimen Territorial.Fue el
primer paso para difundir la idea de la necesidad de la reforma.
Más adelante, en 1963, se organizó la Conferencia de
las Naciones Unidas sobre la aplicación de la ciencia y la tecnología
en beneficio de las regiones insuficientemente desarrolladas. En aquel
momento se estaba perfilando el tipo de intervención que se precisaba.
Comenzaba a evidenciarse el hecho de que la reforma no era un problema
exclusivo del régimen de tenencia, así como la importancia
que tenía en su configuración la tecnología aplicada.
Tal discurso obligó, a la par, a reflexionar sobre la relación
entre la agricultura y el conjunto de la economía.
Pero todo esto podríamos considerarlo como trabajos preparatorios
de la Conferencia Mundial sobre la Reforma Agraria, realizada en Roma entre
el 20 de junio y el 2 de julio de 1966. Entonces, aunque de un modo relativamente
ambiguo, se definió un plan, más o menos coherente, de intervención.
Aquí se manifestó la convergencia de intereses en la realización
de reformas, así como la necesidad de plantearlas dentro de una
estrategia globalizadora.
En aquel momento las cosas ya estaban bastante maduras y poco tiempo
después, en 1969, en la 15ª Sesión de la FAO, se decidió
la creación de un comité especial de tal institución
para la reforma agraria. En él debía haber represententes
de América Latina, Oriente Proximo, Extremo Oriente, Africa, América
del Norte, Europa Occidental y Europa Oriental. De esta manera se consolidaba
un organismo permanente dedicado a estos asuntos.
Lógicamente, toda esta dinámica fue resituando la reforma
agraria dentro de un proyecto general de crecimiento, en gran medida como
consecuencia del marco económico que hemos esbozado. Pero, sin duda,
también habría que valorar las circunstancias políticas
que la rodeaban, y en este sentido es importante la actitud de los EEUU,
dada su posición de potencia hegemónica.
Fue especialmente significativa la Conferencia de Punta del Este de
1961 que supuso una redefinición estratégica de los países
más avanzados y que, muy brevemente, podría resumirse en
los siguientes términos: es preciso articular programas de modernización
para los menos favorecidos, de manera que puedan tener una cierta participación
en el complejo económico mundial, además de alejar, en la
medida de lo posible, el fantasma de la revolución. Ello comportaba
una cierta disposición a sacrificar oligarquías locales,
anteriormente protegidas, si era preciso por su resistencia a las modificaciones.
Puede parecer atrevido tratar de establecer -aunque fuese a modo de
hipótesis- una relación de causa efecto entre estos fenómenos,
pero su conexión me parece bastante clara.
Deberíamos, por último, hacer un breve repaso de las
principales variaciones tecnológicas habidas tras la II Guerra Mundial,
para completar el cuadro que servirá de escenario a las reformas
propias de este periodo, y que considero cualitativamente diferentes de
las precedentes en multitud de aspectos.
Quizás antes de comenzar convendría hacer algunas puntualizaciones.
A la vista de los espectaculares resultados de ciertos «inputs»
industriales, como podrían ser los abonos o las semillas de alto
rendimiento, cabría pensar que su difusión sería particularmente
rápida y no debería presentar demasiados problemas. Pue bien,
esto no fue -y no es- así, y ello fue debido, por un lado, a su
misma complementariedad, a la que ya hemos aludido en estas páginas,
que dificultaba su introducción e, incluso, podía neutralizar
el éxito por una errónea combinación.
Además, hay que contar también con la funcionalidad real
de los medios tradicionales, auténticamente adaptados a su entorno,
por lo que la sustitución implicaba con frecuencia un riesgo considerable.
Si a ello añadimos una cierta mentalidad tradicional, reticente
al cambio, por parte del agricultor, parece fácil imaginar los obstáculos
con que tropezaron las propuestas innovadoras a pesar de las potencialidades
que encerraban. Detengámonos un instante en aquellas que pudieron
tener una incidencia mayor en las transformaciones de este periodo.
Es sobradamente sabido que el origen de los fertilizantes inorgánicos
está en los trabajos de Liebig, a mediados del siglo XIX, así
como en las investigaciones sobre la nutrición de las plantas. Los
sucesivos avances químicos, y posteriormente en ingeniería
genética que los hacían especialmente adecuados, posibilitaron
un incremento continuo de su fabricación, así como un abaratamiento
relativo.
Ahora bien, cuanto más avanzada está su producción
más dificultades presenta su elaboración en las áreas
en vías de desarrollo, que es el lugar donde tales «inputs»
industriales podrían desempeñar un papel clave para la alteración
de la estructura agraria. Una de las razones fundamentales es el hecho
de que el componente mano de obra sea cada vez menor, ya que en la actualidad
entre capital, energía y materias primas representan alrededor del
95 % de sus costes de producción.
La consecuencia lógica de este crecimiento ha sido el descenso
comparativo de los precios, frente a otros «inputs» industriales,
en los países avanzados. Por ejemplo, en los EEUU (Figura nº
4) osciló, en el periodo entre 1910-1970, alrededor del 60 % . Tal
situación, obviamente, sirvió como estímulo al consumo
y a la exportación.
Sin duda, esta dinámica no ha sido igual en todos los nutrientes.
La obtención del potasio es la más simple y la más
próxima a lo que sería industria minera. Los fosfatos representarían
el estadio intermedio, con unas materias primas localizadas de un modo
más general y con una fabricación que se ha mecanizado progresivamente.
Los nitratos, al principio extraídos de minas o de productos orgánicos,
son los que tienen un proceso más intensivo en capital. El logro
del sulfato de amonio a partir de subproductos de la industria siderometalúrgica
supuso un salto cualitativo en su historia, ya que su producción
creció muchísimo, adquiriendo Estados Unidos la primacía.
Los avatares de esta tecnología han sido muchos, pero siempre
tendentes a la mecanización y a aumentar la tasa de recuperación.
De una tonelada de carbón convertido en coke se sacaban, en 1900,
6 kilos de sulfato de amonio, y 11'5 en 1930, es decir, prácticamente
el doble.
Fueron múltiples los esfuerzos para conseguir el nitógeno
del aire, así como su síntesis con el hidrógeno para
la obtención de amoniaco, y comenzaron a dar resultados a principios
de este siglo. Sería ocioso tratar de hacer aquí su historia,
pero sí que convendría señalar un hito importante.
En 1963 se introdujo el compresor centrífugo para sustituir al depistones,
más eficaz y con un coste y mantenimiento menores, con lo que quedaron
obsoletas todas las plantas que empleasen otros sistemas, colocando en
condiciones no competitivas a aquellas que, con grandes esfuerzos, se habían
instalado en los países en desarrollo, que, de nuevo, tuvieron que
importar ese «input» -del que en raras ocasiones habían
podido autoabastecerse-. Por otra parte, ya hemos visto cómo la
década de los 60 resultó crucial en los cambios estructurales
habidos en la agricultura. De hecho, la fabricación de nitratos
supuso el empleo de una tecnología cada vez más compleja,
y menos aplicable en estas regiones.
Otro aspecto a considerar sería el del mercado mundial de estos
productos. A partir de los años 60 el consumo de fertilizantes creció
muy rápidamente -a una tasa media del 13'6 %- en los países
menos avanzados. A la par, la producción en estas zonas se incrementaba
a un ritmo aún mayor -el 16'7 %- a pesar de lo cual las importaciones
también aumentaban, pasando de 1'7 millones de Tm. en 1961-62 a
4'1 en 1971-72. Los precios de exportación, diferentes según
el producto pero con similitudes significativas, fueron oscilantes. Subieron,
como consecuencia de la demanda, hasta mediados de los sesenta, momento
en que se inició el descenso debido a la puesta en marcha de diferentes
plantas y, por tanto, a la expansión de la oferta.
La situación cambió radicalmente en los albores de la
década siguiente con el despegue de los precios, debido al relanzamiento
de la demanda -por la incorporación de China al mercado como compradora-
y, sobre todo, por la elevación de los costes al dispararse los
precios del petróleo. Posteriormente, fueron declinando progresivamente
hasta estabilizarse a unos niveles parecidos, aunque ligeramente superiores,
a los de 1965.
En relación con todo ello estaría el asunto de la simiente
de alto rendimiento. La generosa oferta de fertilizantes de los años
50, así como el descenso de su precio a mediados de los 60, estimularon
a obtener todas sus posibilidades empleando semillas especializadas.
Taiwánfue uno de los primeros países en avanzar en esta
dirección, creando, en 1903, la Oficina Central de Investigación
Agrícola, así como estaciones experimentales en las principales
regiones agrarias. Su situación fue privilegiada, ya que contó
con una asistencia tecnológica ininterrumpida, propiciada al comienzo
por los japoneses -como veremos más adelante- y posteriormente por
los chinos, logrando así una continuidad rara en otros lugares.
Inicialmente la labor se centró en la mejora, mediante selección
de las especies locales de arroz de tipo indica, aunque los avances espectaculares
se lograron con la introducción del de tipo japonica.
Tras la II Guerra Mundial, se obtuvieron grandes resultados al conseguir
especias nativas (tipo Indica) que respondían a los nutrientes.
De ahí saldrá el Taichung Native Nº1, rápidamente
extendido por Asia y el Africa tropical. Estas variedades darán
lugar al IR-8, de gran difusión, producido por el Instituto Internacional
de Investigación del Arroz.
En México podríamos encontrar algunos paralelismos con
este caso. En 1943 se creó, dentro del Ministerio de Agricultura,
la Oficina de Estudios Especiales dedicada a estas cuestiones y en la que
colaboraban el gobierno mejicano y la Fundación Rockefeller. Trabajando
sobre trigos resistentes a las plagas, la investigación se orientó
más adelante hacia la búsqueda de variedades de tallo corto
sensibles a los fertilizantes. En este camino cabría citar los hallazgos
del Pitic-62 o del Pénjamo-62.
Aquí, una vez más, fue decisiva la persistente ayuda
extranjera, aunque con motivaciones relativamente diferentes según
las potencias. Los éxitos alcanzados llevaron a la disolución
de la Oficina de Estudios Especiales para crear un organismo de mayor entidad,
el Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias que se convertirá
en el núcleo inicial del posterior Centro Internacional para el
Mejoramiento del Maíz y el Trigo, puesto en marcha en 1966.
Estos avances fueron posibles, en ambos casos, gracias al soporte y
a la participación foránea en los proyectos, así como
a la existencia de una colaboración tecnológica sin descanso.
Obviamente, tal fenómeno deberíamos inscribirlo en la estrategia
de crecimiento global que hemos explicado.
Por otro lado, la difusión de tales innovaciones no ha sido
tan rápida ni tan eficaz como sería presumible. En parte
por las razones aducidas páginas atrás, pero también
habría que pensar que, dada su complementariedad, sólo los
campesinos más acomodados podían aventurarse a la introducción
de nuevas especies, exigentes en fertilizantes o agua. Durante la campaña
de 1968-69, en la India, sólo el 7 % de la superficie dedicada al
arroz estaba sembrada con semillas especializadas y el 28 % de la del trigo,
en el Sur y Sureste de Asia las proporciones eran del 13 y 21 % respectivamente.
Retomemos, para concluir, el hilo de nuestra reflexión. Hemos
visto cómo en la segunda mitad del siglo parece diseñarse
una nueva estrategia en la que ciertos niveles de retraso económico,
localizables geográficamente en ámplias regiones del planeta,
pueden ser una rémora para la expansión, que necesita un
aumento generalizado del intercambio. Además deberíamos considerar
los problemas suscitados, en un ambiente de guerra fría, por la
posibilidad de salidas revolucionarias a situaciones de pobreza y postración.
China o Cuba podrían ser dos ejemplos tanto de la solución
adoptada como de los recelos generados.
En este medio, los países desarrollados, potencias coloniales
que habían reconvertido su modelo de dominación, estaban
cada vez más dispuestos a modificar sus apoyos. Por eso, algunos
sectores tradicionales de la oligarquía autóctona, que sustentaba
su poder sobre la propiedad de la tierra, se vieron forzados a alterar
su actitud, o quedaron privados de los soportes internacionales, como consecuencia
de su renuencia al cambio. Obviamente, no habría que concluir de
aquí que se trata de un proceso homogéneo ni extendido universalmente.
En todo caso, tal disposición, por su parte, favoreció
un desplazamiento del poder hacia sectores más dinámicos
y resituó el problema de la reforma agraria.
A todo ello habría que añadir la generalización
de los nuevos «inputs» agrícolas, con una gran incidencia
sobre la productividad, perotambién la situación de su mercado
a escala mundial. Su divisibilidad permitió iniciar los cambios
en el régimen agrícola sobre dimensiones relativamente reducidas
y con técnicas intensivas en mano de obra, con lo que varió
cualitativamente la consideración tanto del tamaño de las
parcelas como de la importancia de la mecanización. Las antiguas
claves de la modernización pasaron a ocupar un lugar distinto en
el momento de establecer prioridades entre los factores capaces de inducir
una transformación estructural.
Por el contrario, su complementariedad obligó al campesino a
la inversión, y las posibilidades de éxito estuvieron del
lado de los que actuaban con una mentalidad empresarial. Las peculiaridades
técnicas de su proceso productivo, así como la propia evolución
del mercado internacional de «inputs» agrícolas de origen
industrial, propiciaron la dependencia, e hicieron inexcusable la colaboración
de los más avanzados para auspiciar el cambio en la agricultura.
En algunos lugares estas condiciones se aprovecharon al máximo
y sirvieron para comenzar una alteración profunda de la economía.
Tales podrían ser los casos de Japón o Taiwan, de los que
nos ocuparemos a continuación.
VII) Dos ejemplos de crecimiento sobre la pequeña explotación: Japón y Taiwan
Obviamente, con estos dos casos no se pretende agotar todo el abanico
de posibilidades abierto a mediados de nuestro siglo, sino, más
bien, mostrar un tipo de solución bastante acorde con las características
del periodo.
Japón
Aunque en Japón la reforma propiamente dicha no tiene lugar hasta
después de la II Guerra Mundial nos remontaremos a una época
anterior para así tener una perspectiva de conjunto.
El cambio comenzó con la Revolución Meijí (1868-1912),
al principio de la cual entre agricultura y silvicultura ocupaban el 82'5
% de la población activa (Figura nº5). Desde el primer momento
se trató de modenizar el campo, intentando por mimetismo la introducción
de maquinaria, experiencia que resultó un fracaso salvo en Hokkaido,
al norte, región tradicional de las explotaciones mayores.
A la par se adoptaron otras medidas con resultados diferentes. Por
un lado se levantaron las restricciones feudales más rígidas,
como las referentes a la venta de tierras. Por otro, se procuró
romper el aislamiento propio de la era anterior (Tokogawa). Se enviaron
técnicos al extranjero para su formación, obligándoles
a su vuelta a mantener un contacto directo con los campesinos. Al tiempo
se promovía el acercamiento de expertos foráneos, especialmente
alemanes.
Desde 1880 se utilizaban abonos comerciales de tipo orgánico
y se dedican importantes recursos a la mejora de la infraestructura, principalmente
de riego y avenamiento.
Es especialmente interesante la voluntad de profundizar en las prácticas
eficaces introducidas por campesinos innovadores, hasta el punto de que
se ha llegado a hablar de una tecnología Meijí. Nos referimos
a aspectos como la separación de semillas mediante agua salada,
sistema ingeniado por T. Yocoi director de la Estación Agrícola
Experimental de Fukuoka, el uso de semilleros, el diseño de maquinaria
muy simple adaptada a las pequeñas explotaciones etc.
Se consiguió, además, incrementar algo la superficie
cultivada. Entre 1878 y 1908, la extensión dedicada al arroz pasó
de 2.579.000 Chos a 2.922.000 (14). La consecuencia lógica de la
convergencia de tales circunstancias fue un crecimiento notable de la producción
de todos los cereales y especialmente del arroz.
Respecto a la estructura de la propiedad los cambios fueron insignificantes.
Hubo una mínima tendencia a la concentación, pero las parcelas
continuaron siendo muy pequeñas. En 1910 un tercio de las existentes
era menor de medio cho, proporción que llegaba hasta los dos tercios
si consideramos las inferiores a un cho. Había un 33 % de arrendatarios
y un 40 % de propietarios, el resto cultivaba una parte de su tierra y
alquilaba la otra.
Las características básicas de esta fase fueron las siguientes:
lograr el aumento de la producción en el marco de la pequeña
explotación y con una participación generalizada de los campesinos,
que incorporaron las innovaciones en el proceso productivo. El crecimiento
agrícola e industrial discurrieron parejos, de un modo que algunos
han calificado de recurrente.
En todo este proceso fue decisiva, como vimos páginas atrás,
la tributación agraria. Entre 1887 y 1936, el estado representaba
alrededor del 30 % de la formación interna de capital y entre 1888
y 1892 la agricultura aportaba el 85 % de los ingresos fiscales, tasa que
irá disminuyendo a partir de ese momento, pero manteniéndose
muy alta, ya que en 1918-22 todavía era el 40 % .
Pero la situación varió sustancialmente en el periodo
entreguerras, época de inestabilidad y, en cierto sentido, de tendencias
contradictorias. Apenas habían salido de la reconstrucción
-complicada por el terremoto de 1923- se encontraron con la crisis de 1929.
Habrá entonces una moderación significativa (Figura nº
5) en el descenso de la población activa agraria en términos
absolutos, como consecuencia de la falta de oportunidades fuera del sector.
Lógicamente,fue también tiempo de recesión agrícola.
Tras la contienda se habían dado los «disturbios del arroz»
y para evitar estos conflictos, que podían resultar peligrosos,
se procedió a la importación masiva de este cereal de Taiwán,
con el consiguiente derrumbamiento de su precio en el interior, pasando
de 55 yens el koku en 1920 a 25'5 en 1921. Se trató de paliar tales
consecuencias mediante el «Decreto del arroz» que convertía
al gobierno en un almacenista con la intención de aminorar las fluctuaciones.
De todos modos, el estancamiento fue inevitable.
Fuera de la agricultura la realidad no ayudaba a mejorar las cosas.
La inversión se dirigió hacia los sectores más concentrados
y modernos. Es la época del crecimiento de los zaibatsu. Ello dificultó
la redistribución interna de la mano de obra, y supuso la polarización
de las rentas procedentes del trabajo, con los consiguientes efectos negativos
sobre la demanda global.
Esta evolución condicionó la reforma agraria, en sentido
estricto, que tuvo lugar tras la II Guerra Mundial, cuando la situación
de Japón era lamentable, con su infraestructura profundamente dañada
y una inflación galopante.
Las primeras disposiciones, emitidas por la dirección del mando
aliado, estuvieron orientadas a combatir las circunstancias que habían
hecho posible la confrontación bélica. De todos modos, cabría
distinguir dos periodos diferentes.
Desde 1945 hasta el 49, el propósito prioritario era acabar
con los sectores que habían propiciado la guerra. Se adoptaron medidas
como la disolución de los zaibatsu o la eliminación de los
grandes propietarios agrícolas.
A partir del 49 todo irá cambiando. El recrudecimiento de la
guerra fría, el avance del comunismo en el área del Pacífico,
o la situación de China y Corea son algunos de los elementos que
obligaron a los aliados, bajo la hegemonía de los Estados Unidos,
a redefinir su estrategia en la zona. Entonces se empezó a evidenciar
que un Japón empobrecido no sirvía para nada, además
de ser más susceptible al contagio revolucionario. Fortaleciéndolo,
por el contrario, podría ser un buen colaborador para mantener el
control de este área. Tal proceso culminará, en 1952, con
la firma de los Tratados de Paz y Seguridad.
Veamos ahora cómo discurre la reforma agraria propiamente dicha,
dentro de este marco general que acabamos de describir. Si bien es cierto
que las primeras resoluciones fueron impuestas por el mando aliado, también
hay que reconocer que tuvieron unas ciertas posibilidades de éxito
por la aceptación generalizada del campesinado.
El objetivo inicial era lograr la desaparición del propietario
rentista, materializado en la Owner-Farmer Establishement Law de 1946,
que limitaba la superficie de los dueños no residentes a 1 hectárea
(4 en Hokkaido) y el máximo de la posesión individual a 3
(12 en Hokkaido).
A partir de ese momento se dio un rápido cambio en el régimen
de propiedad, prácticamente concluido para 1949-50. La transmisión
se realizó por medio de las comisiones agrícolas, y las indemnizaciones
no fueron excesivamente generosas, ya que la inflación les quitaba
valor en poco tiempo. El tamaño de las parcelas apenas se modificó
en este lapso.
Al contrario que en el periodo anterior ahora se puso en marcha una
política de precios altos para estimular el desarrollo agrario.
La consecuencia inmediata fue la busqueda de la productividad intensificando
las prácticas anteriores. Además comenzaron a recurrir a
la mecanización, por lo que el parque de cultivadoras creció
en poco tiempo, pasando de 89.000 en 1955 a 514.000 en el 59, 1 millón
en el 61 y 2'5 en el 65.
A principios de los sesenta ya se percibía el tamaño
de las parcelas como un problema, puesto que se consideraban rentables
por encima de las 2'2 hectáreas, el doble de la media. Sólo
algo menos del 10 % cumplía con tal requisito.
Para tratar de resolver tal situación se promulgó la
Ley de Reforma Agraria de 1961, que suprimía el techo de las 3 hectáreas
para las explotaciones particulares, fomentaba las cooperativas de producción
y creaba sectores de puesta en valor, además de alentar una política
proteccionista para facilitar la expansión del sector. Todo ello
acarreó un descenso de la mano de obra agrícola, así
como la generalización del trabajo a tiempo parcial. En 1964, como
promedio, los ingresos obtenidos fuera de la granja superaban a los del
interior.
Taiwan
El caso de Taiwán, aunque relativamente distinto, está
cortado por un patrón muy parecido al de Japón y coincidieron
algunas de las circunstancias que aquí se habían dado. Precisamente,
nos interesa por la obvia interrelación de los dos modelos.
Como anteriormente, vamos a remontarnos en el análisis a una
época previa a la reforma agraria propiamente dicha para adquirir
una mayor perspectiva.
El periodo de la administración japonesa, desde 1895 hasta la
II Guerra Mundial, fue quizás el que dio unos frutos más
espectaculares, pero su importancia real estriba en haber sentado las bases
para los cambios posteriores.
La figura número 6 nos muestra cómo la característica
primordial fue el progreso de la producción por unidad de superficie.
Ahora bien, cabría distinguir dos etapas. Desde 1895 hasta 1926-30
la ratio superficie / hombre aumentaba, ya que aún había
en Taiwán tierra disponible y la población agrícola
progresaba con cierta moderación. A partir de ese momento parece
que se tocó fondo, y el crecimiento de la mano de obra empleada
en el sector hizo disminuir la proporción, volviendo prácticamente
a la del principio. Pero durante todo el tiempo fue continuo el incremento
de la productividad, como consecuencia de las medidas adoptadas por la
administración japonesa.
En este sentido, una de las primeras disposiciones consistió
en la realización de un Censo Agrario, entre 1898 y 1905, que para
muchos fue la clave del éxito de las intervenciones siguientes.
A partir de 1905 se inició una reforma con clara mentalidad
imperialista, es decir, esperando obtener un proveedor de alimentos, pero
con una gran preocupación por la efectividad, a lo que ayudaba el
profundo conocimiento de las instituciones locales. Por un lado se abordaron
importantes obras de infraestructura: de un 32 % de tierra irrigada que
había en 1906, se pasa a un 64 % en 1943.
También fue decisiva la actuación sobre el régimen
de tenencia del suelo. Se abolieron los derechos de cerca de 40.000 terratenientes
compensándoles con bonos gubernamentales. Entonces, los «terratenientes
arrendatarios» se convirtieron en propietarios legales y responsables
frente al fisco. Una recaudación fija y escrupulosa incentivó
la elevación de la productividad. De todos modos, esta reforma mantuvo
una estructura muy polarizada ya que el 90 % de las familias sólo
poseía el 40 % de la tierra cultivada.
Un aspecto del máximo interés fue el desarrollo de la
investigación, creándose en 1903 la Oficina Central de Investigación
Agrícola, tal como ya explicamos. Una de las razones de los buenos
resultados fue la rápida propagación de las innovaciones,
forzada inicialmente por la presión fiscal que obligaba a incrementar
fuertemente la productividad. Alrededor de los años 20 se cambió
la orientación, tendiendo hacia el estímulo: se dieron subsidios
para los fertilizantes, se distribuyeron gratuitamente semillas especializadas
etc. En un lapso de 2 ó 3 años se lograba la difusión
de una variedad tras su introducción en la región. Sin duda,
a todo ello colaboró la creación de infraestructura, especialmente
de redes de transporte.
El otro hito importante fue la reforma puesta en marcha tras la II
Guerra Mundial. La contienda supuso un descenso muy fuerte de la productividad
(Figura nº 6), así como un retroceso importante de la ratio
tierra / hombre. Pero a partir de ese momento las transformaciones fueron
notorias, con una rápida recuperación, sobre la base de proporciones
de superficie / mano de obra muy bajas, que permanecieron casi inalterables
durante todo el periodo.
Sin duda este progreso era indeslindable de la ayuda norteamericana.
Pensemos que Taiwan recibió entre 1951 y 1965 1.500 millones de
dólares.
La idea inicial era la de articular un proyecto de reparto. En 1951
comenzó el Programa de la Renta Agrícola, que en 1953 ya
se había convertido en un auténtico plan de redistribución
de la propiedad bajo el lema «la tierra para el que la trabaja».
Se obligó a los terratenientes a vender lo que excediese de ciertas
dimensiones (3 Ha para el arroz de tipo medio), compensándoles con
bonos, definidos en términos de arroz y camote como protección
contra la inflación. Esta transferencia se realizó con eficacia
y se buscaron diferentes medios para incentivar el uso de «inputs»
externos.
Quedaría pendiente analizar la relación existente entre
el cambio agrícola y el despegue económico. Desde el primer
momento se aplicó de un modo estricto la lógica del mercado,
conservando los precios de los factores rigurosamente acordes con lo que
éste marcaba y, por tanto, con la dotación real de recursos.
Por ejemplo, las tasas de interés se mantuvieron altas, sin bajar
en todo el periodo del 15 %, así mismo, desde las instancias gubernamentales
hubo una resistencia constante a todas las demandas de incrementos salariales.
El crecimiento se estaba dando, pues, sobre el factor abundante, que era
la mano de obra.
Habría que reconocer también que las exportaciones desempeñaronun
papel crucial en este proceso,y coadyuvaron a la expansión económica
global. Al principio fueron el arroz y el azúcar enviados al Japón,
que representaban el 80 % de sus ventas al extanjero -en 1957 todavía
eran el 78 % de los ingresos por exportaciones-. Hasta la década
de los sesenta no comenzarán a declinar de un modo significativo,
y entonces empezarán a adquirir importancia los productos industriales.
Por un lado proporcionaron divisas y, por otro, aumentaron los ingresos
de los agricultores estimulando la demanda interna, o bien pasando a formar
parte del flujo hacia otras partes de la economía.
El espectacular crecimiento industrial de Taiwan parece sustentarse
sobre dos pilares: las transformaciones agrícolas y la ayuda norteamericana.
Este es quizás uno de los ejempos más claros de las posibilidades
de desarrollo sobre la base de la pequeña explotación, aunque
para entenderlo en toda su complejidad habría que integrarlo en
la estrategia propiciada en la zona por los países más avanzados,
especialmente Estados Unidos, así como en el marco de su relación
con Japón.
VIII) Conclusión
A lo largo de estas páginas he tratado de hacer un breve repaso
de las tipologías de reformas agrarias y de su relación con
las estrategias de desarrollo que subyacen en los respectivos proyectos,
así como de la conexión de ambos factores con las disponibilidades
tecnológicas del momento.
Los casos de la URSS y México, al filo de la IGuerra Mundial,
representaron la contradicción entre el reparto y la búsqueda
de economías de escala. Desde esta óptica el tamaño
y la mecanización se convirtieron en los problemas centrales, y
para resolverlos se articularon mecanismos diversos con mejores o peores
resultados.
Era entonces necesario forzar desde los poderes públicos la
tendencia a la aglomeración de tierra recurriendo a diferentes soluciones
según los casos. La crisis de 1929 profundizó esta dinámica,
propiciando la intervención encaminada a lograr las ventajas de
las grandes dimensiones.
De todos modos, esta disyuntiva entre racionalización y división
era antigua ya en una buena parte el viejo continente como consecuencia
de una ocupación secular del suelo y una larga tradición
de explotación de los recursos naturales. En España esta
problemática se manifestó desde los tempranos tiempos de
las desamortizaciones, cuando, a pesar de la transferencia de propiedad,
en ámplias zonas del país un exiguo número de familias
poseía la mayor parte de las tierras, y los campesinos habían
sido sustituidos por braceros y jornaleros, cuyo mayor anhelo, frente a
su penuria, era el reparto (15).
Tras la II Guerra Mundial la situación cambió sustancialmente.
La concentración de capital y la materialización de una parte
importante de las inversiones en las zonas menos desarrolladas, redefinieron
las estrategias de crecimiento global.
Si a ello añadimos los progresos tecnológicos de carácter
agrícola, en buena medida auspiciados por los más ricos,
nos hallamos frente a un nuevo marco en el que las reformas agrarias pueden
ser cualitativamente distintas. Japón y Taiwan son los países
utilizados como ejemplo.
Desde esta perspectiva la dicotomía reparto - economías
de escala se desdibujó relativamente. Entonces fue viable un crecimiento
constante de la productividad con explotaciones relativamente pequeñas
y con un uso intensivo de la mano de obra que era el factor abundante.
Paraello fue imprescindible una inversión continuada en investigación
-bastante explicada por la ayuda extranjera- que alteró las condiciones
de producción en el campo, así como las de crecimiento global.
Este cambio posibilitó resituar paulatinamente la población
en los diferentes sectores productivos.
El problema fundamental estribaba, en aquel momento, en la optimización
de esos recursos y en la creación de canales para que se diese el
flujo de mano de obra.
De todos modos, lógicamente, este proceso no fue idéntico
en todas partes, entre otras muchas razones porque las circunstancias particulares
que concurrieron en Japón o Taiwan era difícil que se reprodujeran
en otros lugares. En España, por ejemplo, dadas sus peculiaridades,
el problema de la reforma practicamente se ha prolongado hasta nuestro
días, planteándose, en ocasiones, en términos que
recuerdan antiguas disyuntivas en gran medida obsoletas. Como es sabido,
el final de la guerra civil supuso un retroceso en los repartos y ocupaciones
que se habían efectuado en los años precedentes y muchas
tierras volvieron a manos de sus anteriores propietarios.
Se mantuvo una estructura de la propiedad polarizada, en la que convivían
latifundios, pobremente explotados, con parcelas de pequeñas dimensiones
que requerían una concentración para ser rentables en las
condiciones que exigían la mecanización yla especialización.
Obviamente, no era este un problema exclusivamente español, ya que
una buena parte de los países europeos tuvieron que adoptar medidas
semejantes. En nuestro caso, aunque había habido algunos precedentes,
la cuestión se abordó al promulgar en 1952 la primera ley
de concentración parcelaria, que adquirió su formulación
definitiva en 1955.
No es este el lugar para enjuiciar la calidad ni los resultados de
tales medidas, pero lo que parece innegable es que hace apenas cuarenta
años todavía el tamaño de lasexplotaciones era un
problema acuciante. Pensemos que en aquella misma época se estaba
legislando, también, sobre el «régimen de fincas manifiestamente
mejorables» (16).
En general, al margen del caso particular de España, se podría
afirmar que tras la transformación estructural de la agricultura
-cuando las oportunidades fuera de la misma fueron relevantes y empezó
a escasear la fuerza de trabajo- comenzó a adquirir importancia
la cuestión de la mecanización y de las dimensiones, pero
para este momento, probablemente, funcionaba ya una economía globalmente
diferente.
NOTAS
1. Martínez Alier podría ejemplificar esta situación, cuando explica en que medida sus trabajos sobre el latifundismo fueron posibles gracias a la labor previa de autores como Pascual Carrión o Díaz del Moral.
2. GUTELMAN, M.: Estructura y reformas agrarias , Barcelona, Fontamara, 1978.
3. De un modo muy general, podría afirmarse que existen tres grandes planteamientos. Uno considera que la presión poblacional es el motor de la evolución tecnológica; podría ejempificarse en el trabajo de Boserup. Otro que, por el contrario, pone el acento en la calma demográfica como estímulo para la acumulación y el cambio, podríamos situar en esta línea el estudio de Jones y Wolf (ver bibliografía), o, de un modo más amplio, la reflexión de Rostow. Por último, habría que mencionar el propio discurso marxista que hace hincapié en la particular dinámica poblacional e innovadora de cada modo de producción.
4. A este respecto se puede consultar: YUZURU, K.:»Mechanism for the Outflow of Funds from Agriculture into Industry in Japan», Rural Economics Problems, III, 2, 1966, p. 8-11. El autor mantiene que esta corriente fue uno de los acicates para el crecimiento de las propias entidades financieras.
5. Se podría ejempificar con el siguiente trabajo: MUSGRAVE,R. A.: «Cost-Benefit Analysis and the Theory of Public Finances», Journal of Economic Literature, III, 3, 1969.
6. JHONSTON, B. F.; KILBY, P.: Agricultura y transformación estructural, México, F.C.E., 1980.
7. A este respecto se puede consultar: MELLOR, J.W.: Economía y desarrollo agrícola, México, F.C.E., 1970.
8. ENGELS, F.: "El problema campesino en Francia y Alemania" en MARX, K.; ENGELS, F.: Obras escogidas, Madrid, Akal, 1975, vol. 2, p. 447.
9. De todos modos, una vez más, la misma experiencia puede interpretarse de maneras diferentes. Engels achacaba esta situación al movimiento cooperativista que en la práctica concentraba tierra.
10. Los siguientes podrían servir de orientación: SERVOLIN, C.: L'absortion de l' agriculture dans le mode de production capitaliste, París, A. Colin, 1972. LEBOSSE, C.J.; OUISSE, M.: «Les politiques d' intégration de l'agriculture artisanale aumode de production capitaliste», Economie Rurale, 102, 4, 1974. POSTEL-VINAY, G.: La rente foncière dans le capitalisme agricole, Paris, Maspero, 1974.
11. Tal opinión la podemos encontrar en: ECKESTEIN, S.: El ejido colectivo en México, México, F.C.E., 1966.
12. Para ello nos podríamos remitir a GUTELMAN, M.: Estructuras y reformas agrarias, Barcelona, Fontamara, 1978.
13. Aunque el fenómeno es complejo, y una explicación profunda requeriría más espacio que el de una nota, podríamos resumirlo en cuatro elementos fundamentales. El propio incremento de la escala de producción, La consolidación del Estado como cliente de la industria privada, lo que exige también grandes dimensiones de fabricación. El endurecimiento de la competencia y el consecuente recurso a la propaganda, cuyos altos costes empujan hacia la concentración. Y, por último, las fluctuaciones del precio del dinero hacen aconsejables las grandes dimensiones para disponer de reservas que posibiliten afrontarlas en mejores condiciones.
14. Un cho es aproximadamente 1 Ha. Exactamente 1Cho=0'9915 Ha.
15. Los avatares políticos complicaron en España una situación ya de por sí enrevesada. La II República tuvo que afrontar la realidad que estaba planteada ya abiertamente, y lo hizo mediante la Ley de Bases de la Reforma Agraria de 1932, que arbitraba los mecanismos para avanzar hacia la redistribución de la propiedad y el asentamiento de campesinos. Era una forma particular de resolver la paradoja a que nos hemos venido refiriendo. De un lado estaba la racionalización, unida a la mecanización y a las grandes extensiones, y por el otro el reparto, en ocasiones inexcusable. Como es sabido, las tierras expropiadas quedaban en posesión del Instituto de Reforma Agraria, que las transmitía a las Juntas Provinciales que, a su vez, las entregaban a las comunidades de campesinos que decidían si el régimen de explotación debía ser colectivo o individual. Tal indefinición es el reflejo de las contradicciones de la época y una de las rémoras para lograr una política agraria que abriese un camino claro hacia el incremento de la productividad, fruto, segun algunos autores, del hecho de haber dado prioridad en esta normativa a los aspectos sociales relegando los técnicos. La victoria del Frente Popular en las elecciones del 36 aceleró un proceso bastante retardado por multitud de factores, pero la guerra civil supuso la ruptura definitiva de esta dinámica.
16. En la actualidad pervive una parte de las dificultades de antaño.
Desmenuzar con un cierto rigor tal afirmación nos llevaría
muy lejos de los objetivos planteados en estas páginas y habría
que realizar un trabajo minucioso para explicarla con precisión,
pero en una primera observación pueden percibirse algunos elementos
que la corroboran. Aún hoy día se está planteando
en determinadas regiones la necesidad de incrementar la productividad de
amplias extensiones infrautilizadas y, con frecuencia, se habla de ocupación,
aunque quizás las exigencias de las técnicas modernas le
han quitado hierro a la demanda de reparto.
Por otro lado encontramos la alta rentabilidad de ciertos productos
agrarios especializados, o los logros que se están obteniendo con
cultivos forzados. En estos casos, las dimensiones pierden importancia
relativamente, para adquirirla otros aspectos como la idoneidad de las
semillas empleadas, la disponibilidad de capital o la capacidad de acceder
al crédito, dado el volumen de las inversiones requeridas, así
como la posible integración en un sector agroindustrial más
ámplio
Estamos, por tanto, en un medio en el que se están mostrando
aspectos propios de los grandes modelos de intervención sobre la
estructura agraria a que nos hemos venido refiriendo a lo largo de estas
páginas. Vemos aún manifestaciones de la contradicción
entre modernización y reparto y, a la par, encontramos usos más
propios de las nuevas tecnologías, que pueden lograr altos rendimientos
con dimensiones relativamente reducidas, y plantean una problemática
propia diferente de la que existía sólo pocos años
antes.
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