Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XVI, nº 932 (3), 20 de julio de 2011

[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

CENIZAS DE GOTHA, ESPECTROS DE LEFEBVRE: DERECHO A LA CIUDAD Y URBANISMO ALTERNATIVO EN EL OCASO DEL ESTADO SOCIAL

Álvaro Sevilla Buitrago
Dpto. de Urbanística y Ordenación del Territorio Universidad Politécnica de Madrid
alvaro.sevilla@upm.es

Recibido: 4 de mayo de 2011. Aceptado: 19 de mayo de 2011.

Cenizas de Gotha, espectros de Lefebvre: derecho a la ciudad y urbanismo alternativo en el ocaso del estado social (Resumen)

El actual escenario de gestión de la crisis económica —basado en el ataque a los restos del Estado del Bienestar y la erosión de nuestras bases comunes de socialización— requiere intervenciones públicas que exploren salidas alternativas a la misma. El presente artículo saluda por ello la oportunidad del debate abierto por Horacio Capel y Jean-Pierre Garnier y contribuye a su desarrollo en dos sentidos. La primera parte del trabajo repasa varios puntos sobre los que se ha detenido la discusión hasta el momento, aportando otras perspectivas que amplían el horizonte de debate. Avanzando en la senda de la crítica y propuesta de alternativas, la segunda parte se centra en una reflexión disciplinar específica en torno al modo en que algunos de los aspectos en discusión —en particular el concepto de ‘derecho a la ciudad’— se manifiestan en el pasado y futuro de la planificación socio-espacial y las políticas urbanas.

Palabras clave: comunes, planificación socioespacial, capitalismo, marxismo, Estado del Bienestar.

Ashes of Gotha, specters of Lefebvre: right to the city and progressive urbanism in the twilight of the welfare state (Abstract)

New public interventions are needed to explore alternatives to recent trends in the management of the global economic crisis, based on an attack against the remnants of the Welfare State and the general erosion of our common basis of socialization. In this scenario, our article welcomes the timeliness of the Capel-Garnier Debate and contributes new developments in two ways. In the first part we review some of the topics under discussion, providing new perspectives that help the debate go forward. Disclosing new paths for critique and proposal of alternatives, the second part of the article focuses on the way some of those topics —especially the concept of ‘the right to the city’— become embedded in the past and future of urban policies and socio-spatial planning.

Key words: commons, socio-spatial planning, capitalism, Marxism, Social State.


En una intervención reciente, dedicada a rastrear los entramados de descripción y mandato en los que se sumerge la lógica del lenguaje, Giorgio Agamben ha sugerido la apertura de un espacio nuevo para la reflexión de las relaciones entre ciencia, técnica y política[1]. Remontándose a la Lógica de Aristóteles y llegando a nuestros días, Agamben ha identificado dos ontologías, dos líneas de desarrollo, dos modos de relación entre ser y lenguaje en la tradición occidental: por un lado una ontología en indicativo, descriptiva, propia del discurso científico o filosófico, en la que la relación entre ser y lenguaje es de correspondencia —el lenguaje sigue a la realidad, la re-presenta—; por otro, una ontología en imperativo, prescriptiva, propia del discurso legal, religioso o político, en la que la relación entre ser y lenguaje es de mandato —el lenguaje dicta la realidad, la conforma—. Ambos modos, señala Agamben, se cruzan y repelen incesantemente en la historia de nuestras sociedades, manteniendo en todo caso una autonomía relativa: la ontología de Occidente es, por tanto, una máquina bipolar, carente de centro discursivo estable, recorrida por tensiones irresolubles entre los modos de conocer y gobernar la realidad.

Con todo, la configuración contemporánea de ese campo de fuerzas incorporaría una serie de particularidades que modulan y especifican esa constante histórica en un sentido que anima a la reflexión y la formulación de respuestas y prácticas de veridición alternativas. Según Agamben, en la actualidad el modo imperativo del lenguaje está hegemonizando de manera paulatina el espacio social pero, paradójicamente, no lo hace bajo la forma normativa clásica —la orden, la ley, el precepto— sino a través de un desvío discursivo por el cual los enunciados políticos tienden a presentarse cada vez más y en toda una serie de campos de acción como sugerencias o advertencias derivadas directamente de enunciados científicos o técnicos. Adecuada a la era de la ‘gobernanza consensual’ y el supuesto eclipse de las ideologías, esta articulación presenta una relación de nueva especie entre ser y lenguaje — o, desde otro plano, entre ciencia, técnica y política, entre conocimiento y poder. En ella el viejo dictado normativo se hace pasar por una adecuación de las medidas de gobierno a las proposiciones “neutrales” del saber/hacer de los expertos, cimentando la construcción de un régimen de gubernamentalidad post-político al paralizar la posibilidad de controversia frente a la autoridad de los especialistas[2]. Frente a esta oclusión recíproca de lo político y lo científico, Agamben invita a pensar una alternativa más allá de la dicotomía mencionada, una nueva articulación de saber y poder que apunte a una ontología tercera, libre de subordinación, de la cual las dos anteriores no serían más que fragmentos.

Sirva esta digresión inicial para ilustrar cómo imagino el rol y destino de las intervenciones que propician y animan el debate abierto por Horacio Capel y Jean-Pierre Garnier[3]. Con independencia de su orientación, podemos saludar estas contribuciones por su voluntad explícita de devolver al espacio público el trabajo y la polémica científica en un momento histórico en que, a menudo y a pesar de las declaraciones de principios[4], la academia parece empecinada en construir problemas ajenos a los que pueblan nuestras calles y levantar muros que nos separen de ellas. El hecho de que el debate se produzca en una publicación exigente como Scripta Nova hace el evento doblemente feliz, demostrando que el rigor intelectual no está reñido con la responsabilidad y la necesidad de hacer intervenciones políticas en cualquier contribución con vocación de servicio social. Obviamente no empleo aquí el término ‘política’ en su (pobre) sentido actual —reducido a la dinámica de oposición y reproducción de partidos— sino en una acepción más amplia, referida a todo sistema de posiciones de disenso sobre el orden social, sus posibles transformaciones y los modos de organizarlas.

Aunque podemos establecer reservas sobre la lectura agambeniana[5], su invitación a trazar una nueva ontología de las relaciones entre discurso científico-técnico y discurso político resulta especialmente pertinente y deberíamos aprovechar este tipo de debates no sólo para defender nuestras posiciones, sino para repensar esas relaciones sin caer en viejos esquemas o cortocircuitar el diálogo apresuradamente. Me parece, además, que la reapertura de la controversia política entre científicos con vocación de contribuir a la equidad y justicia social es hoy especialmente oportuna por motivos más profundos. La reciente crisis global está funcionando como un indicador certero de la más prolongada —ya es casi un lugar común— crisis de las izquierdas. Corrigiendo con severidad a los que auspiciaban un cambio de ciclo político, la crisis no sólo no ha propiciado la defunción prematura del neoliberalismo, sino que está poniendo en evidencia la incapacidad de las izquierdas para formular respuestas efectivas que les permitan recuperar las posiciones perdidas en las últimas décadas[6]. Como se viene señalando con frecuencia en los últimos años —el propio Capel lo mencionaba en varios puntos de sus intervenciones y volveré sobre este tema— la deriva académica del marxismo ha dado lugar a una situación paradójica: la agudeza y sofisticación en la capacidad analítica ha evolucionado de forma inversamente proporcional a la de imaginación de alternativas de organización social efectivas; sin ir más lejos, a nadie entre los círculos marxistas ha sorprendido la eclosión de la crisis en 2008 —ésta venía anticipándose desde hacía varios años por diversos autores—, pero tres años después y a pesar de estar prevenidos de antemano seguimos huérfanos de modelos y herramientas de organización para el cambio social con los que responder al presente estado de las cosas.

Como he señalado en otro lugar[7], este escenario nos atañe en varios sentidos. Si la impotencia de las izquierdas para organizar la alternativa está siendo aprovechada para hacer de esta crisis otro episodio de reestructuración capitalista —profundizando la línea abierta a mediados de los setenta[8]— podemos estar preparados para un nuevo ciclo de recortes en nuestro exangüe Estado Social. Esta dinámica nos afecta como ciudadanos y como académicos, como defensores de un acceso universal y equitativo a los servicios sociales y como usuarios de los mismos, como partícipes y garantes de una universidad pública de calidad, inclusiva y abierta al esfuerzo y la dedicación, como intelectuales comprometidos con un conocimiento no subordinado a la razón instrumental. Basta pensar en los movimientos que se están produciendo en la vanguardia de esa reestructuración —por ejemplo en los ataques al acceso a la educación superior en general y a las ciencias sociales y las humanidades en particular en Reino Unido— para constatar la urgencia de elaborar respuestas comunes y efectivas. Es indiferente cómo denominemos a esas causas compartidas: cadenas equivalenciales[9], trabajos de traducción[10], proyectos hegemónicos[11]… no es momento de detenerse en sofisticaciones conceptuales y, menos aún, de reeditar la Segunda Internacional, reabriendo interminablemente los conflictos de los viejos esquemas dominantes en la izquierda política. Los sectores con vocación de contribuir a la equidad y la justicia social han de aparcar momentáneamente sus diferencias, identificar urgentemente sus aspiraciones y nociones comunes y aplicar su potencial intelectual a producir una nueva teoría de la práctica del cambio social. En el caso de la academia, necesitamos construir intervenciones científicas positivas, que debiliten la legitimidad discursiva de los argumentos dirigidos a erosionar los fundamentos comunes de nuestra sociabilidad.

El presente artículo se divide en dos partes. En la primera, formada por los dos primeros apartados, se realiza un breve repaso a alguno de los puntos sobre los que se ha detenido el debate entre Capel y Garnier hasta el momento, aportando otras perspectivas que confío contribuirán a hacer avanzar la discusión. El primer apartado retoma la cuestión del rol del Estado desde los puntos de conflicto de la creciente des-democratización de nuestras sociedades, la erosión de la soberanía pública en un contexto de mundialización del capital y la correspondiente reestructuración de la labor de mediación social de las administraciones. El apartado segundo advierte la impotencia de las izquierdas —y en concreto del marxismo— para producir alternativas positivas en las últimas décadas y sugiere una serie de líneas de fisura en el sistema a través de las cuales puede superarse el momento puramente analítico-crítico y reconstruirse una teoría positiva del cambio para la equidad y la justicia social. Cada uno de los apartados presenta como colofón la formulación de una serie de cuestiones a Capel y Garnier, que espero ayuden a profundizar el debate.

Avanzando en la senda de la crítica y propuesta de alternativas, la segunda parte se centra en una reflexión disciplinar específica sobre el modo en que alguno de los temas —y en particular el concepto de ‘derecho a la ciudad’— tratados hasta ahora se manifiestan en el campo de conocimiento y práctica del autor, la planificación urbana y socioespacial. El tercer apartado sugiere que necesitamos comprender los recientes intentos de apropiación institucional del trabajo lefebvriano en una perspectiva histórica más amplia. Así, se esbozan los principios y criterios de una historia social de la planificación capaz de desvelar su condición de mecanismo de regulación de la reproducción social para la desposesión de los recursos materiales y capitales sociales que permitían a las clases subalternas autogestionar sus espacios de vida cotidiana; en ese marco la tergiversación del derecho a la ciudad aparece como un episodio más en esa crónica de desposesión. En contrapartida el último apartado propone un acercamiento más fiel a la idea original de Lefebvre, defendiendo que la reapropiación de los comunes urbanos y la construcción de formas de democracia ampliada y autogestión cotidiana de los mismos deben servir de acicate a la recuperación del espacio político perdido por las izquierdas y a la reorientación de una planificación espacial realmente comprometida con la emancipación de la vida y la igualdad social. 


¿Reforma en el ocaso del Estado Social?

Hasta el momento el intercambio entre Capel y Garnier se ha ceñido a los marcos relativamente clásicos del reformismo parlamentario y el comunismo revolucionario, de modo que me gustaría comenzar planteando una serie de dudas y reservas frente a alguno de los argumentos esgrimidos en el debate, para después abrir el horizonte y sugerir otras perspectivas sobre los problemas tratados. Comencemos, por tanto, por una serie de desplazamientos en el hilo de la discusión.

Uno de los puntos que mayor controversia ha provocado es la consideración del papel que las actuales instituciones y modelos de democracia parlamentaria puedan tener en la construcción de sociedades más justas e igualitarias; me gustaría detenerme brevemente en este aspecto porque tengo la impresión de que en el ardor de la polémica se está obviando buena parte de la complejidad implícita en su evolución histórica. Por ejemplo, Capel ha hecho bien en recordar a Garnier el papel progresista de cierto parlamentarismo en el XIX. Incluso cabría añadir que en determinados momentos y países dicho modelo era demasiado radical para fracciones dominantes de la propia burguesía y que algunos sectores liberales se opusieron temporalmente a la representación parlamentaria o intentaron limitarla; consideraban que el pluralismo potencial del modelo era contradictorio con la idea de una comunidad nacional unitaria, necesaria para la consolidación de los nuevos Estados-nación y sus proyectos coloniales. Sin embargo esto no puede hacernos olvidar que una vez adoptado el parlamentarismo —con o sin depuraciones de sectores políticos “indeseables”— éste fue el vehículo para el reforzamiento del liderazgo social de la burguesía, para la regulación disciplinaria de la reproducción de la clase trabajadora, la expansión imperial y el uso de la guerra como estrategia para abrir espacios a los capitales nacionales, etc.[12] Debemos pues estar atentos a la multiplicidad implícita en cualquier episodio histórico y modular en la medida de lo posible nuestras narraciones para abrazarla.

Teniendo esto en mente y volviendo a la situación actual, me parece oportuno advertir la presencia de nuevas líneas de fisura en los modos de gobierno contemporáneos que merece la pena considerar en el debate. Me limitaré a sugerir dos de ellas: la des-democratización de las sociedades occidentales y la reconfiguración del papel de mediación social del Estado. En el primer caso, incluso si adoptáramos una lectura optimista en perspectiva histórica —atendiendo exclusivamente y dando por buenos argumentos como la paulatina ampliación del sufragio, la mejora en el acceso a la información, etc.—, habría que reconocer que la inflexión neoliberal marca una quiebra en el proceso supuestamente continuo de democratización, con el despliegue de nuevas formaciones de gobierno a las que el debate Capel-Garnier ha prestado escasa atención hasta ahora. No se trata, obviamente, del viejo problema de desajuste entre la representación y las demandas de los representados, tan sucintamente enunciado por Giovanni Sartori: «[q]uien delega el poder puede también perderlo; las elecciones son necesariamente libres y la representación no es necesariamente genuina»[13]. Aunque la incapacidad de los ciudadanos para realizar una transferencia efectiva del poder y un control posterior del mismo parece cada vez más profunda, surgen otros aspectos en la construcción del juego político que, por así decirlo, contribuirían a ajustar las demandas a la representación de facto y no a la inversa, a diluir en el imaginario social este conflicto y por tanto a prevenir la reclamación o recuperación del poder cedido. Por mencionar dos exégesis recientes: Wendy Brown[14] ha partido de la noción foucaultiana de gubernamentalidad[15] (gouvernementalité) para caracterizar el neoliberalismo como una racionalidad de gobierno dual, anti-intervencionista en el plano económico pero fuertemente intervencionista en todas aquellas esferas de la vida social que toman parte en la gestión de la opinión pública y la regulación y prevención del conflicto social; en una línea similar Jacques Rancière ha hablado de un reparto de lo perceptible (partage du sensible) que operaría una distribución estricta —aunque no exhaustiva— de imaginarios, actividades, capitales y recursos en el tiempo y el espacio, articulando un régimen de policía (la police) que reduciría la posibilidad de emergencia de lo político (le politique) propiamente dicho[16]. Son sólo dos ejemplos entre las numerosas contribuciones recientes atentas a la erosión democrática de nuestras sociedades y empeñadas en alertar sobre la emergencia de un régimen post-político en las formas actuales de gobierno[17]; sin necesidad de dar por buenas estas intervenciones —con demasiada frecuencia provienen del campo de la filosofía política, aún requieren una complementación empírica y han sido objeto de críticas interesantes, incluso desde la propia izquierda[18]—, parece obvio que la degradación paulatina de nuestras esferas públicas impide vaticinar un futuro abierto al cambio social y el refuerzo de los comunes.

Esto nos lleva a otro punto caliente del debate, el relativo a la subordinación o independencia del Estado y la administración pública respecto a los intereses del capital. De nuevo creo que se han planteado aproximaciones parciales, que no atienden a la complejidad real del fenómeno, especialmente si tenemos en cuenta la abigarrada configuración de la labor actual de mediación social del Estado. Desde luego podemos estar de acuerdo con Capel en la simplicidad de la famosa frase del Manifiesto —«[h]oy, el poder público viene a ser, pura y simplemente, el consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa»[19]—, pero obviamente se trata del reduccionismo propio de un texto de combate y dudo que estemos empleando la clave de lectura adecuada si nos acercamos a él como si fuera un texto científico; sin duda tanto Marx como Engels optaron por planteamientos más rigurosos en otros estudios del Estado, especialmente en sus análisis históricos —pensemos por ejemplo en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte o el prólogo a Del socialismo utópico al socialismo científico, respectivamente—. Tampoco es justo, creo, proyectar ese juicio de simplicidad en el análisis del Estado sobre la tradición marxista en su totalidad; si bien es cierto que los excesos del Diamat produjeron todo tipo de dogmatismos teóricos, también lo es que autores como Ralph Miliband, Perry Anderson, Joachim Hirsch, Heide Gerstenberger o Bob Jessop[20], por citar sólo algunos, han jugado un papel central en la teoría del Estado de las últimas décadas con análisis extraordinariamente minuciosos desde un punto de vista histórico y/o conceptual[21].

Estas aportaciones y otras más allá del espectro teórico del marxismo han puesto de relieve la complejidad implícita en la fase actual de desarrollo institucional, señalando el carácter abigarrado, geográficamente desigual y temporalmente discreto de los procesos de reestructuración acontecidos desde mediados de los setenta[22]. En primer lugar y desde un punto de vista supranacional, es necesario advertir que hoy el dilema no es tanto si el Estado es o no independiente respecto al capital industrial y, especialmente, financiero, sino a la inversa, la constatación de la creciente independencia de éstos respecto de los viejos aparatos estatales en las recientes dinámicas de mundialización. De modo que, incluso si descartáramos la lectura funcionalista y partiéramos de la hipótesis de una autonomía relativa del Estado respecto al capital, no tenemos más remedio que reconocer la creciente subordinación del primero al segundo desde el momento en que éste decide financiarizarse y globalizarse; creo que lo sucedido desde hace dos años en media Europa y en nuestro propio país habla por sí mismo en este sentido.

En segundo lugar, a escala nacional, regional o local, es necesario considerar las repercusiones de estas dinámicas de disciplinamiento en la reestructuración de los viejos aparatos del Estado Social. Es preciso recordar que también aquí asistimos a un proceso con una dialéctica interna pocas veces advertida. Como ha señalado David Harvey en su análisis del neoliberalismo[23], no se trata de que el gobierno gobierne menos, sino de que gobierna distinto. La reorganización de los modos de gobierno a partir de mediados de los setenta —Harvey sitúa el epicentro en la reestructuración de la administración local de Nueva York, experimento que según él se proyecta después a otras escalas y geografías— implica recortes en los servicios sociales que ceden nichos de mercado a la actividad privada, pero también un trasvase de recursos y un aumento del gasto público en otras áreas de gobierno; se trata, por ejemplo, de la dinámica implícita en la emergencia de los partenariados público-privados para el desarrollo de infraestructuras, la gestión de servicios básicos, la remodelación de centros urbanos degradados, etc.[24]. En un sentido similar Loïc Wacquant, siguiendo a Pierre Bourdieu, ha estudiado cómo la mano derecha del Estado —orientada al mercado, partidaria de la disciplina social, etc.— ha hecho frente a las contradicciones generadas por la supresión de servicios sociales, ocupando con la expansión del aparato policial y penal el vacío dejado por la mano izquierda —orientada a la equidad, partidaria del cuidado y el bienestar de la población— tras el recorte del Estado Social en EE.UU. y varios países europeos[25].

Por tanto y a la luz de las tendencias recientes las expectativas son malas y es difícil abrigar esperanzas de un cambio positivo en el actual marco institucional y democrático bajo las condiciones económicas y políticas de contorno. En definitiva y antes de pasar a analizar la alternativa ‘revolucionaria’, me gustaría formular una serie de preguntas a Capel. ¿Considera posible materializar las reformas que sugiere en las coordenadas del capitalismo contemporáneo y encontrándose el Estado sometido a las tensiones descritas? ¿No son las contradicciones que he mencionado estructurales al actual sistema económico-político y, por tanto, insuperables bajo el actual estado de las cosas? ¿Cómo articular la evolución de un sistema de reformas legales en relación a las dinámicas contemporáneas de movimiento de capital, cuánto tiempo o hasta qué punto aguantarían los capitales esa dinámica sin migrar a otros espacios? ¿Cómo hacer para invertir la tendencia actual, con la socialdemocracia replegada, en el mejor de los casos, a una posición defensiva y el Estado Social en permanente estado de sitio? ¿No es ésta la situación natural y necesaria en un sistema basado en la ampliación incesante de nichos de acumulación, se dejarán los agentes privados arrebatar la jugosa presa de los servicios sociales a través de un proceso de reforma institucional? Por último, pensemos en la dinámica evolutiva del capitalismo. Desde el último tercio del XVIII la tasa media de crecimiento económico mundial ha sido aproximadamente del 3%[26]. La creación de nuevos mercados a través de la mundialización y la producción de nuevas necesidades ha permitido mantener ese índice en el tiempo. Con independencia de la constatación de los futuros límites al crecimiento —sean estos ambientales, sociales o propiamente estructurales—, ¿cómo imaginar el cambio paulatino hacia cotas superiores de justicia social, el ‘saneamiento’ progresivo del sistema, en paralelo a esta inercia estructural y evolutiva? ¿No es precisamente la perspectiva reformista, aparentemente pragmática y realista, la verdadera utopía?


De la crítica marxista a la crisis del marxismo

Para cerrar este rápido repaso a alguno de los aspectos tratados en el debate me gustaría desplazar la atención hacia las posiciones defendidas por Jean-Pierre Garnier y dedicar una serie de reflexiones a la situación presente y expectativas de las alternativas de izquierda radical y, en concreto, marxistas. Es preciso aclarar que me centro en esta corriente no porque le atribuya una posición gnoseológica privilegiada o hegemónica, sino simplemente porque su parábola me parece sintomática de la seguida por las izquierdas en las últimas décadas.

Cada vez son más los que, desde el interior mismo del marxismo, advierten el preocupante déficit de intervenciones dedicadas a elaborar propuestas alternativas concretas o a formular un discurso positivo que empuje al cambio social. En un tono similar al empleado por Capel —aunque obviamente desde coordenadas teóricas muy distintas— figuras como Allex Callinicos, John Holloway, Andy Merrifield, Leo Panitch o Slavoj Žižek[27], por mencionar sólo algunas contribuciones recientes desde tendencias muy diferentes entre sí, han denunciado el creciente abismo entre dos momentos que en los escritos de Marx se encuentran indisolublemente ligados pero que la división intelectual del trabajo académico y político ha tendido a separar a lo largo del siglo XX: nos referimos, para emplear los términos de Seyla Benhabib, a un momento de explicación-diagnostico y un momento de anticipación-utopía[28].

En Marx estos momentos toman respectivamente —aunque no de forma segregada en el discurso— la forma de una teoría de la crisis capitalista y una teoría del cambio social. Es importante insistir en esta dualidad y en su carácter inescindible, porque ahí reside buena parte del éxito que el trabajo de Marx tiene en la segunda mitad del XIX[29]. Sus investigaciones tenían un rigor y solidez capaz de atraer a intelectuales o universitarios como Kautsky o Lenin, pero sus textos —o la popularización de sus ideas a través de libros más accesibles como el Anti-Dühring de Engels— también prometían y mostraban a las masas de parias industriales un camino a la emancipación respaldado por un ‘análisis científico’; no me cabe duda que en ese fenómeno la componente prospectiva —‘mesiánica’, diría Benjamin— ha tenido mayor importancia que la analítica.

Esta condición unitaria se perderá después, tanto en los países capitalistas como en los socialistas, dando lugar a una paulatina separación entre ambos momentos, adoptando el primero una postura crítica-negativa que margina paulatinamente la voz creativa-positiva del segundo con la habitual hipótesis, supuestamente científica, de la inmadurez de las condiciones objetivas para la revolución, el cambio, etc. La dialéctica entre ambas instancias se invierte y, paradójicamente, en los extremos de esta dinámica —la visión teleológica y funcionalista del estructuralismo marxista o ciertos vectores de la escuela regulacionista— el marxismo se convierte en una teoría de la reproducción capitalista, es decir, no una teoría de la crisis para el fin del capitalismo, sino para la superación capitalista de sus contradicciones internas[30]. Por enunciarlo en términos populares en la reciente teoría social, la ‘estructura’ fagocita a la ‘agencia’, la ‘crítica de la economía política’ a la ‘teoría de la lucha’, el marxismo cerrado al marxismo abierto. Unas décadas después, el resultado —lo hemos comentado al inicio de nuestro artículo— es un abismo inmenso entre el potencial analítico y agudeza del análisis marxista de la crisis actual —anticipada y explicada minuciosamente por autores como Bob Brenner o Chris Harman[31], entre otros— y la confusión de la izquierda anticapitalista en general y marxista en particular, con fuertes lagunas ideológicas y una evidente impotencia para aprovechar la situación  y reescribir hojas de ruta factibles.

Remitiendo a la tradición para la superación de este impasse, Alex Callinicos[32] ha sugerido la relectura de Los cuadernos de la cárcel gramscianos como testimonio de un pensador que, aunque enfrentado a un mundo distinto, tuvo en común con nosotros la experiencia simultánea de atravesar una de las crisis más intensas del capitalismo —los apuntes se redactan entre 1929 y 1935— y una crisis política de las izquierdas —en este caso de carácter nacional y fruto de la represión fascista—, e intentó responder a ambas sin descartar ninguno de los momentos antes señalados. En ese contexto y limitado a la producción teórica por su reclusión, Gramsci se esfuerza por comprender las dinámicas de la economía internacional y por esbozar las líneas estratégicas que pueden canalizar la lucha política en un escenario completamente adverso a su formación, estudia las posiciones económicas, políticas e ideológicas de la clase capitalista y el Estado para identificar tensiones o fracturas alrededor de las cuales una clase obrera reorganizada pueda construir alternativas de gobierno. Callinicos menciona el siguiente pasaje:

La filosofia della praxis […] non tende a risolvere pacificamente le contraddizioni esistenti nella storia e nella società, anzi è la stessa teoria di talle contraddizioni; non è lo strumento di goberno di gruppi dominanti per avere il consenso ed esercitare l’egemonia su classi subalterne; è l’espressione di queste classi subalterne che vogliono educare se stesse all’arte di governo e che hanno interesse a conoscere tutte le verità, anche le sgradevoli e ad evitare gli inganni (impossibili) della classe superiore e tanto piú di se stesse.[33]

Hay varias ideas que me gustaría destacar aquí porque sintetizan lo que pretendo indicar y apuntan a una salida posible al actual bloqueo. En primer lugar está la noción, ya clásica, del marxismo como una teoría de las contradicciones de las formaciones sociales capitalistas, la idea de que éstas no son una impureza o un accidente del sistema, sino su propia base, lo que lo hace, a su vez, potencialmente desestabilizable. Implícita en esta línea de lectura está la construcción de una teoría de la desigualdad como componente estructural del capitalismo que impediría el progreso o la consecución de cotas más altas de equidad social. He ahí uno de esos vectores de trabajo estratégico a partir de las fisuras del sistema, tanto por la condición universal del principio de justicia social e igualdad como por la situación lacerante y absolutamente vigente de esta contradicción. Resulta revelador, a este respecto, consultar los estudios realizados por economistas (no marxistas) como Branko Milanovic[34] para el Banco Mundial o Albert Berry y John Serieux y Andrés Solimano para Naciones Unidas[35]. En ellos se muestra, tanto desde una perspectiva histórica como geográfica, el aumento de las desigualdades intranacionales e internacionales en los últimos dos siglos y, especialmente, durante los procesos de liberalización y mundialización acontecidos entre 1919 y 1929 y a partir de los años 70[36]. A través de la descripción estadística y cuantitativa —centrándose en los resultados externos— estos trabajos evidencian un hecho al que el marxismo se ha aproximado por otras vías, a saber, el análisis de las estructuras y motivos sistémicos que hacen del capitalismo un modo de producción y organización social inicuo y difícilmente reformable. Como he señalado antes, esta capacidad de explicación es un activo imprescindible, incluso desde la perspectiva de convicción del electorado que Capel defiende.

Pero en segundo lugar y más allá del momento analítico, el texto de Gramsci es sugerente por su concepción de una teoría orientada a la práctica del cambio social, una teoría que debía convertirse en «expresión de las clases subalternas que quieren educarse a sí mismas en el arte del gobierno». En el mismo sentido Leo Panitch[37] ha insistido en la necesidad teórica de imaginar y proyectar nuevas formas de acción para los movimientos sociales, sin ceñirse a los dictados de vanguardias y abriendo el diálogo, científico y práctico, con otras posiciones ideológicas de las que se puedan aprovechar aportaciones valiosas y con las que puedan entablarse alianzas duraderas para el esfuerzo común en la lucha por el cambio social.

Se trata, sin duda, de una tarea vastísima y cuyas coordenadas requieren un trabajo transdisciplinar. Por tanto en la segunda parte del artículo me limitaré a aportar las ideas que, como arquitecto y urbanista, imagino claves desde la doble faceta científica y técnica del que estudia y toma parte en la construcción de la ciudad. Pero antes de ello y para cerrar este apartado me gustaría, como antes he hecho con Capel, dirigir una serie de cuestiones a Jean-Pierre Garnier en relación a esta faceta de cambio social revolucionario. Supongo que estará de acuerdo en parte de las ideas expresadas hasta aquí, de modo que ¿cómo piensa él —o lee, dado que observa recientes cambios positivos en este sentido— la salida a la crisis teórico-práctica de las izquierdas en las últimas décadas? ¿En qué medida es el marxismo una herramienta útil en dicha salida y en relación a la articulación de estrategias de cambio social? Asumiendo que, con o sin Marx, no se trata tanto de formular un recetario de formas de gobierno, sino más bien de trazar el comienzo de un camino para la emancipación colectiva, ¿qué tipo de organización es necesaria? ¿Es suficiente con las viejas organizaciones obreras o son éstas un obstáculo? Si es así, ¿cómo superarlas y construir otro tipo de alianzas entre movimientos sociales fuertemente atomizados? Y en uno y otro caso ¿serán los trabajadores o los movimientos locales o particulares los agentes activos del nuevo antagonismo social? ¿Qué sujetos políticos han de suceder al segmentado proletariado occidental, cómo imaginar alianzas con los clases subalternas de los países en vías de desarrollo y el tercer mundo? ¿Cuáles serían los elementos detonantes para la recomposición de la capacidad de auto-organización popular y qué episodios vislumbra en ese proceso?


El derecho a la ciudad en la historia social de la planificación

La chispa que encendió el presente debate fue la recuperación que Capel hace del concepto lefebvriano de ‘derecho a la ciudad’, por lo que empezaré revisando brevemente su significado original para comprender después qué sentido puede tener su uso reciente en distintos foros institucionales[38]. Recordemos en primer lugar que Lefebvre desarrolló el concepto inscribiéndolo en un programa político para el despliegue de la autogestión urbana generalizada[39]. En este sentido sugería que el derecho a la ciudad presuponía: a) el «derecho a la obra (a la actividad participante)»[40], la ciudad era comprendida como una obra caracterizada por su valor de uso, un artefacto colectivo en cuya creación los ciudadanos tenían derecho a intervenir activamente; b) «el derecho a la apropiación»[41], muy diferente, advertía Lefebvre, al derecho a la propiedad; lo cual en conjunto implicaba c) el derecho a la centralidad entendido no sólo como el derecho al uso de los espacios centrales o a la dispersión de la centralidad urbana en las periferias, sino a la centralidad en la toma de decisiones y su puesta en práctica, el control de los mercados y las inversiones, en definitiva, el derecho al protagonismo en el despliegue de las nuevas cadenas de socialización y valorización de la realidad. Desde luego esto requeriría conservar considerables cuotas de poder no delegado en manos de los ciudadanos[42]. A ello hay que añadir que a partir de El manifiesto diferencialista Lefebvre hermana el ‘derecho a la ciudad’ con el ‘derecho a la diferencia’[43]. De este modo:

Para Lefebvre, las llamadas al ‘derecho a la ciudad’ son el prisma a través del cual la diferencia mínima puede ser transformada en la diferencia máxima y los fragmentos de espacio abstracto pueden ser conectados en una ardua búsqueda del espacio diferencial.[44]

Definido en esas líneas radicales y emancipadoras, el trabajo de Lefebvre supuso una aportación sin precedentes, una erupción en el continuo histórico de la tradición urbanística. No puede decirse lo mismo de buena parte de sus recientes ‘resurrecciones’. Son numerosas las voces —incluida la del propio Jean-Pierre Garnier— que han denunciado la depuración de estos aspectos de emancipación radical en las actuales apropiaciones institucionales del ‘derecho a la ciudad’[45], el olvido del derecho a la centralidad como principio para una inversión en el reparto de poderes que devuelva a los ciudadanos el protagonismo directo, activo y consciente en la producción y reproducción de la vida cotidiana en el espacio urbano. En realidad esta dinámica no es nueva. Atiende a un hilo genealógico que podemos rastrear en el pasado de las técnicas y políticas espaciales y creo que analizar en profundidad el modo en que dicha herencia se actualiza en la reciente apropiación del concepto lefebvriano nos ayudaría a comprender la naturaleza del actual momento en el proceso de urbanización capitalista. No basta por tanto con denunciar la manipulación del concepto; hay que situarla en la perspectiva más profunda de la dialéctica histórica entre urbanismo y reproducción social. En este horizonte de sentido las teorías, técnicas y modelos urbanísticos aparecen como un momento más en la construcción de aparatos de mediación para la regulación y gestión de la vida cotidiana de la población y, especialmente, de las clases subalternas.

Aunque es difícil sostener este argumento frente a los propios interesados —especialmente representantes políticos, arquitectos y urbanistas implicados en la  cobertura ideológica de la producción institucional del espacio—, es necesario adoptar esta perspectiva si queremos comprometer los discursos y técnicas urbanísticas en el proyecto de equidad y justicia social que hemos sugerido. Se trata de someterlas a una revisión crítica exhaustiva y sin concesiones corporativas, construyendo una historia social de la planificación capaz de admitir las deudas históricas de esta disciplina y de otorgarle una nueva legitimidad fundada en el compromiso sin fisuras con un proyecto de recuperación de lo común bajo coordenadas radicalmente democráticas.

En esta relectura crítica la planificación espacial aparece como una emergencia sistémica en la evolución histórica de las formas de gobierno, uno de los elementos institucionales de los proyectos de hegemonía social[46] que sustituyen paulatinamente los viejos modos de organización del poder basados en el dominio directo y coercitivo. Trasladar al espacio ese proyecto hegemónico, articular estratégicamente códigos espaciotemporales y códigos de vida, regulando el conflicto social y participando así en la formación del nuevo orden: esta es la tarea a la cual nace la planificación, acompañando al capitalismo en su proceso de gestación y la transición a cada una de sus fases subsiguientes. Como hemos señalado en otros lugares[47], la planificación se convierte entonces y a través de formas variables en el dispositivo responsable de transformar el territorio heredado por cada nuevo bloque hegemónico, eliminando los soportes espacio-temporales de las viejas prácticas sociales que contradicen los intereses del orden en curso de formación.

El principal eje de acción de ese aparato espacial ha sido, al menos hasta mediados del siglo XX, la regulación de los procesos de reproducción social[48], especialmente los más conflictivos para el nuevo orden capitalista, los desplegados por las clases populares. Conformados según relaciones, tiempos y espacios específicos de formas económicas en vías de extinción, estos procesos han obstaculizado espontáneamente el avance y consolidación del capitalismo por el mero hecho de arrastrar las inercias propias de modos de vida y socialización pretéritos, relativamente ajenos a la revolución permanente en la esfera productiva. Esta asincronía entre la vanguardia de la economía formal y los modos generales de vida ha hecho necesaria la implementación de instrumentos para la intervención y regulación de esos procesos, lo que Göran Therborn denominó ‘mecanismos de reproducción social’[49]. Dichos mecanismos han corregido o suprimido los patrones de reproducción social contrarios al sistema y se han encargado de habilitar los marcos para la materialización de otros nuevos, completamente funcionales al mismo[50].

En el caso de la planificación espacial esta tarea se ha caracterizado por una dinámica constante de desterritorialización y reterritorialización de los patrones de reproducción social de las clases populares. Dicha dinámica ha recorrido una serie de fases, presentando: a) un abanico de prácticas extraordinariamente amplio y heterogéneo —desde la eliminación simple y directa de los códigos socioespaciales conflictivos a la racionalización exhaustiva de las relaciones sociales en nuevos asentamientos “ideales”— y b) una genealogía propia de racionalidades espaciales —desde la mentalidad determinista de los primeros reformistas urbanos a concepciones mucho más sofisticadas y conscientes de la necesaria articulación entre los distintos mecanismos de reproducción social para la consecución de los objetivos marcados—. No se trata, en todo caso, de un proceso lineal sino pautado por impulsos discretos y desiguales de innovación y estancamiento. Sin embargo en esta compleja topografía histórica puede seguirse un rastro común[51]. La regulación espacial de los patrones de reproducción social ha operado en la mayor parte de los casos según una lógica de desposesión. La multitud[52], sometida a una revolución permanente de los marcos estables de referencia de su espacio-tiempo social, es paulatinamente privada de recursos materiales o, en un sentido más amplio y profundo, de su propio capital social —de sus capacidades de organización y experiencia autónomas, de su capacidad de autogestión— e incluso de la potencia para imaginar espacios sociales alternativos a medida que sus prácticas cotidianas son reescritas, recodificadas, reterritorializadas de forma heterónoma.

Soy consciente de la crudeza y abstracción de estas hipótesis, pero la descripción detallada de las vicisitudes de este proceso histórico excede con mucho el espacio aquí disponible. Para un desarrollo concreto y dado que aquéllas son el fruto de una indagación minuciosa y de carácter inductivo, invito al lector interesado a consultar los resultados pormenorizados de dicha investigación historiográfica que hasta ahora han visto la luz en otros lugares[53].

Creo que no es difícil adivinar los mecanismos por los que un ‘derecho a la ciudad’ privado de su componente autonomista y su dialéctica antagonista pueda adscribirse a esta dinámica histórica. En este caso estaríamos ante otro paso hacia delante en el proceso de innovación permanente que hemos esbozado. Si en el recorrido que hemos descrito se asiste paulatinamente a procesos de desposesión de recursos materiales, capitales sociales diversos y de la potencia para desear espacios autónomos, se trataría ahora, en un escenario de normalización/urbanización generalizada, de desposeer a la multitud de los propios conceptos y nociones comunes ideados para proyectar futuros socioespaciales alternativos.


Para un urbanismo de los comunes

El ‘derecho a la ciudad’ que Lefebvre enunció era el derecho a una ciudad autogestionada, no a una ciudad normalizada institucionalmente y ofrecida sin alternativa a sus usuarios. Como el ‘derecho a la diferencia’[54], era fruto de la lucha: no se trataba de un derecho que desciende sobre los desposeídos desde las alturas institucionales, no era una totalidad conformada de forma heterónoma[55] ni un subterfugio consensual. Como ha señalado Andy Merrifield, Lefebvre era consciente de las advertencias marxianas acerca de los derechos universales en el primer volumen de El Capital[56]; en un medio de recursos limitados, dicha universalidad se disipa en una lucha encarnizada por prevalecer en la satisfacción de esos derechos: el derecho para todos deviene así «una antinomia, derecho contra derecho», de modo que, «entre dos derechos lo que decide es la violencia»[57]. En este sentido el derecho a la ciudad, como tantos otros, ha de ser conquistado desde abajo, es una totalidad que se construye a sí misma[58] en el despliegue de su propia praxis urbana. Queda pues pendiente la pregunta de cómo poner en marcha esa lucha, qué formas políticas han de contenerla e impulsarla y qué contribución puede hacer la planificación urbanística en ese proyecto; dedicaré este último apartado a intentar contestar a estas cuestiones.

La primera de ellas se refiere a las vías para la consecución del derecho a la ciudad en el seno de ese campo de fuerzas desiguales, la necesidad de la lucha y su naturaleza. Repensando la dialéctica entre ‘constitución’ e ‘insurrección’, Étienne Balibar ha sugerido que, dado que no hay una distribución original de igualdad y libertad —lo que él denomina égaliberté —, las luchas y erupciones políticas son inevitables[59]. En ese escenario y afrontando la espinosa cuestión de la legitimidad de la violencia en un comentario sobre las revueltas francesas de otoño de 2005, Balibar señala que el éxito de un movimiento social en su devenir político depende de su capacidad para convertir una ilegalidad en legalidad y resistir la represión, volviéndola contra los que la ejercen[60]. Desde el frente de los Critical Legal Studies se han realizado aportaciones sumamente valiosas para la comprensión de la dialéctica entre violencia y legalidad que redundan en este sentido[61] y aún merece la pena rescatar clásicos como Para una crítica de la violencia de Benjamin para iluminar esta controversia[62].

El tema de la violencia es sumamente delicado, pero no me parece difícil establecer un acuerdo entre las posturas sostenidas por Capel y Garnier en este punto. Sin duda Garnier está en lo cierto al recordar el papel histórico de la violencia en la conquista de derechos sociales y Capel lo está al advertir que los imaginarios públicos contemporáneos —y su manipulación por los medios— son extremadamente sensibles a cierto tipo de violencia, lo que puede ser pernicioso para la propia estrategia de los movimientos — baste recordar las repercusiones sobre el destino político de la izquierda y la contribución a reforzar los mecanismos de seguridad en sus propios países de experimentos como la Rote Armee Fraktion o las Brigate Rosse. Existen, sin embargo, muchas formas de violencia además de la dirigida contra las personas, muchas intensidades y mecanismos por las que ésta circula. Violencias contra las cosas, contra los espacios, contra los tiempos y organización del sistema que se pretende transformar —pensemos en las violencias de baja intensidad con que el proletariado decimonónico se opuso a sus patrones (absentismo, reducción del ritmo de producción, etc.) o, sin necesidad de mirar tan lejos, en la violencia contra las instituciones y el orden de la ciudad normal implícita en la ocupación de la plaza Tahrir en la reciente revolución egipcia—; violencias contra los imaginarios, símbolos y códigos hegemónicos, violencias pasivas —pensemos en las redes de trueque y los movimientos LETS & CES, las Réseaux de Citoyenneté Sociale en Francia, etc.— o violencias contra la propia violencia: a nadie escapa hoy día la extremada violencia implícita en la imagen de un joven chino parado, oponiendo la fragilidad de su cuerpo desarmado a una columna de tanques en Tian’anmen.

En todo caso la cuestión del conflicto entre el derecho positivo y su transgresión se pierde en el origen de los tiempos y su resolución se me antoja imposible en la teoría. ¿Cuántas Antígonas más tendrán que sufrir su tragedia para que lleguemos a ser capaces de construir marcos jurídicos que abracen la heterogeneidad de la existencia y la complejidad de sus éticas[63]? Si la respuesta es incierta ello se debe, en buena medida, a que ésta no puede dirimirse en un debate teórico: en el discurso dicha cuestión es indecidible, sólo puede resolverse en la práctica, en la dialéctica concreta de las múltiples justicias que se superponen en nuestra vida social.

Hay sin embargo todo un universo de acciones que, operando más allá de una lógica de antagonismo negativo, permiten adivinar vías alternativas para la construcción positiva del derecho a la ciudad y, más en general, de nuevas formas políticas. Retomo aquí el hilo interrumpido en el apartado segundo. ¿Cuáles son las líneas de trabajo, los principios y objetivos en torno a los cuales restaurar la izquierda? Creo que uno de los campos urgentes de acción es la creación de nuevas capacidades y destrezas democráticas articuladas en torno a la noción de lo común. Este vector ha de partir de la dimensión más elemental que encontramos en nuestra vida diaria y apuntar hacia nuevas formas de discurso. Comenzar con la recuperación de capitales sociales perdidos, de la propia capacidad de los individuos aislados para encontrar intereses comunes y no excluyentes con otros, en distintos aspectos de sus vidas, y de construir identidades colectivas en torno a esos bienes o proyectos comunes. Este proceso de empoderamiento colectivo propiciará la emergencia de una nueva esfera pública, cada vez más independiente de la articulada por las instituciones actuales y por tanto capaz de reclamar, en mayor o menor medida, los poderes delegados en las mismas. No suscribo plenamente las hipótesis de John Holloway acerca de la posibilidad de cambiar el mundo sin tomar el poder formal[64] —es decir, exclusivamente a través del despliegue de estos proyectos alternativos y ajenos al aparato institucional del Estado—, pero estas recuperaciones informales de poder producirán nuevas formas de vida y conciencias resistentes que facilitarán el trabajo de transformación en las organizaciones políticas y redes de poder tradicionales — incluso en el sentido de ‘convicción del electorado’ que Capel reclama. Se dibujaría así un escenario complejo de distribución y asignación de poderes, conservando los ciudadanos las prerrogativas directas y la capacidad de organización en ciertos ámbitos y delegando otras cuotas de gestión en instituciones reorganizadas a través de nuevas formas de transferencia, comunicación y control del poder.

Soy consciente de que son trazos muy vagos y de que serán precisos desarrollos mucho más profundos; de hecho en ese escenario necesitaremos una nueva teoría del poder y de la democracia que acompañe a la práctica con la capacidad de aprender de las experiencias pasadas y de contribuir a encauzar el futuro. No sé qué horizonte concreto dibujará esa teoría, pero si llega será, seguramente, en la forma de un replanteamiento radical de la experiencia y puesta en práctica de lo común, una nueva teorización de la existencia comunitaria[65] — desde el medio ambiente a los espacios de vida cotidiana, de la defensa de las viejas prácticas comunitarias hoy en vías de extinción a la innovación en las nuevas formas de propiedad intelectual, etc. Si, como sugeríamos antes, una de las estrategias para el cambio es identificar las fisuras del sistema, no cabe duda de que tenemos aquí un extraordinario campo de oportunidades: por ejemplo, no hay más que ver los problemas que el capitalismo tiene para gestionar las formas comunes del general intellect que Marx vaticinara en los Grundrisse.

Como arquitecto y urbanista, no puedo —y quizás no debo— profundizar más en esta línea, en la que otros podrán contribuir ideas de mayor alcance. Sin embargo, a la luz de la relación que hemos esbozado entre urbanismo y evolución capitalista, hay un eje de acción inexplorado en el que se adivina una contribución posible de la planificación espacial a estos proyectos sociales y egalibertarios. Como hemos visto, el urbanismo tiene una deuda histórica con las dinámicas autónomas de reproducción social y vida cotidiana. Conjuremos de nuevo —y de modo más fiel— al espectro de Lefebvre: si, como él señalaba, ésta es uno de los campos estratégicos para la recuperación de los capitales sociales sustraídos a las clases subalternas y la ciudad un laboratorio privilegiado para la experimentación de nuevos modos de reproducción social, entonces el urbanismo tiene la oportunidad de saldar su deuda a través de un replanteamiento en profundidad de sus técnicas, procesos, modelos y fines. Es hora de retomar la atención a la vida cotidiana no en un sentido de regulación, restricción y represión, sino en una apuesta abierta por su emancipación y el despliegue de su potencial autónomo.

¿En qué consistiría ese replanteamiento? Sin ánimo de ser exhaustivo, señalaré una serie de aspectos. En primer lugar es imprescindible una deconstrucción teórico-práctica de las técnicas que nos permita des-producir el sujeto individual y colectivo creado por la dinámica desposeedora ya descrita, de-desposeerlo, prepararlo para una ulterior re-posesión, desencadenada ya de forma autónoma. ¿Qué significa esto? Significa que debemos releer a contrapelo la historia de nuestras técnicas para identificar los aspectos desposeedores que anidan en ellas, intentar suprimirlos e invertir la situación, transformándolas o descartándolas por otras nuevas. Desde luego no se trata de desechar, sin más, un instrumental construido lentamente a lo largo de décadas[66]; no significa, por ejemplo, que debamos prescindir de la zonificación o de las zonas verdes y equipamientos que nuestras leyes exigen, pero sin duda una reflexión más profunda sobre su rol y potencial social nos alejaría de la ridícula regulación actual —limitada en la mayor parte de los casos al cumplimiento de un estándar genérico y descontextualizado— y nos invitaría a pensar en otros modos de diseño —otras interacciones con el entorno inmediato o incluso la mezcla con el mismo, otras relaciones con el resto de dotaciones y espacios libres y con el conjunto del tejido urbano, sin duda otras pautas proyectuales, atentas no tanto a “necesidades” identificadas desde arriba como al potencial de los ciudadanos, etc.—, otros modos de uso —huyendo del disfrute pasivo condicionado por las ordenaciones y ordenanzas actuales y abiertos a otras formas de apropiación por parte de sus usuarios— y otros modos de gestión —promoviendo modelos de autogestión y conservación por parte de los colectivos que participen en la vida de las dotaciones—.

En segundo lugar sería necesario ampliar las dimensiones consideradas en la práctica urbanística y recortar parte de las que actualmente constituyen su principal foco de atención, de índole fundamentalmente cuantitativa y relacionadas de forma casi exclusiva con la producción de suelo urbanizable. Por ejemplo, a la luz de los contenidos que presentan los documentos de información de los planes urbanísticos actuales —que preceden y en los que supuestamente se basan las soluciones posteriormente adoptadas—, es alarmante la extraordinaria simplicidad con que se conciben los fenómenos y procesos urbanos contemporáneos. Hay un sinfín de campos ciegos[67] que quedan sin análisis en la producción de dichos planes y en el espectro más amplio de las políticas urbanas en general, especialmente en lo que atañe a los procesos moleculares que conforman los patrones de vida cotidiana[68]. En definitiva, una práctica urbanística emancipadora no sólo debe utilizar de otro modo sus técnicas; debe prestar atención a otras facetas de lo real e idear útiles nuevos para comprenderlas y practicarlas.

Es también necesario imaginar un modo alternativo de interacción entre planificación y ciudadanía, abierto a la democracia directa, que prescinda de cualquier mediación deformante y asegure el control popular de la producción del espacio. Los modelos de participación vigentes —ya es casi un lugar común afirmarlo— son insuficientes y están totalmente desorientados, aunque afortunadamente contamos con experiencias aisladas que muestran posibles caminos alternativos a seguir. Pero, como advertía Jean-Pierre Garnier en un artículo reciente, no se trata tanto de ‘participar’ como de ‘intervenir’ activamente[69]. En una línea similar el veterano John Friedmann ha planteado hace poco la posibilidad de ir mucho más allá de los modelos actuales, partiendo de Planes de Barrio para la gestión de los espacios cotidianos, implementados por las propias comunidades con la asistencia —no la guía— de urbanistas independientes y críticos con las políticas urbanas convencionales[70]. Aunque sin duda no es suficiente, esta sería una buena medida para contribuir a reactivar las capacidades de autogestión de la vida local perdidas por, o mejor dicho, sustraídas a las clases subalternas entre la segunda mitad del XIX y la primera mitad del XX[71].

Por último, creo que el propio concepto de ‘derecho a la ciudad’ puede servir de punto de pivote en lo que toca a la reflexión sobre los modelos de ciudad y fines del urbanismo. El replanteamiento de esquemas a través de este concepto debe ser una oportunidad para que el urbanista desplace su tradicional inclinación a pensar la ‘ciudad ideal’ —más de cinco siglos de historia la contemplan— a un plano inmanente y meta-morfológico, plenamente inscrito en una perspectiva de equidad social y entregado a una apertura radical, tanto a nivel formal como, sobre todo, instrumental.

Es posible que estas vías de salida que propongo no sean mucho —aunque, conociendo en profundidad esta disciplina y nuestro marco profesional y legal, a mí me lo parecen—, pero desde luego es lo mínimo que los planificadores pueden hacer en su compromiso con estos nuevos proyectos de emancipación democrática. El resto tendrán que construirlo los propios ciudadanos, sustrayendo paulatinamente al espacio abstracto y concebido de los urbanistas prerrogativas y territorios de acción conforme la experiencia directa del espacio vivido les permita vislumbrar una reclamación más amplia y profunda de los comunes.

 

Notas

[1] Agamben, 2011.

[2] Ver también Foucault, 2008; 2009; Nash, 1996; Žižek, 1999, p. 198-205.

[3] Capel, 2010; 2011; Garnier, 2011 (“Treinta objeciones a Horacio Capel...”).

[4] Recordemos por ejemplo la reciente adición, supuestamente innovadora, de una tercera misión a las tareas tradicionales de la universidad (enseñanza e investigación) que consistiría, entre otros aspectos, en la transferencia de conocimiento para el desarrollo social.

[5] Especialmente en relación a la supuesta novedad de la configuración de saber/poder contemporánea y su soterrada subordinación del primero al segundo. Una confrontación detenida con el archivo nos permitiría considerar puntos de inflexión de repercusiones similares o incluso más profundas. Por ejemplo y para mencionar tres intervenciones desde campos bien distintos —la organización industrial, la filosofía y el derecho—, pensemos que la dialéctica trazada por Agamben alcanza puntos de no retorno inversos en Du système industriel de Saint-Simon, en la undécima tesis que Marx dirige a Feuerbach, en la Co-operative Commonwealth de Laurence Gronlund… es decir, en términos más generales, en las sacudidas gnoseológicas que recorren las estructuras de pensamiento científico-técnico y modulan su posicionamiento frente a la instancia política en el XIX.

[6] Douzinas & Žižek, 2010.

[7] Elden, Gregory & Sevilla, 2011, p.108-9.

[8] Aglietta, 1979; Harvey, 2005.

[9] Laclau, 2005.

[10] Santos, 2005.

[11] Gramsci, 2007.

[12] Losurdo, 2011.

[13] Sartori, 1988, p.55.

[14] Brown, 2003.

[15]Con este neologismo, Foucault se refiere tanto a la consciencia de sí del propio gobierno como a los aparatos ideados por éste para la producción de subjetividad y la construcción de un sistema de verdad que asegure la inclusión de los ciudadanos en sus campos de administración. Frente al esquema ideal —ideológico, quizás— implícito en la noción de gobernanza, en la que lo político se diluye en un consenso participado por agentes iguales entre sí, el concepto de gubernamentalidad advierte las asimetrías en el acceso de los distintos actores al espacio político, mostrando el modo en que los más débiles terminan entrando en la órbita hegemónica de los discursos dominantes. Para un desarrollo aplicado a las políticas urbanas ver Sevilla, 2009 (“Missing Biopolitics…”).

[16] Rancière, 2000; Dikeç, 2005.

[17] Ver también Crouch, 2004; Dean, 1999; Nash, 1996; Žižek, 1999.

[18] Garnier, 2011  (“Un spectre accommodant”).

[19] Marx & Engels, 1998.

[20] Miliband, 1969; 1983; Anderson, 1984; Hirsch, 1979; 2005; Gerstenberger, 1979; Jessop, 1990; 2002.

[21] Por cierto, podríamos incluir en esta lista al propio Nicos Poulantzas, al que Capel asocia en un par de ocasiones con las simplificaciones del marxismo de combate de Marta Harnecker, pero que en sus estudios insistió en repetidas ocasiones en la autonomía relativa del Estado respecto a las clases capitalistas. Por ejemplo: «Ese poder de las clases sociales está organizado, en su ejercicio, en instituciones específicas, en centros de poder, siendo el Estado en ese contexto el centro de ejercicio del poder político, lo cual no quiere decir, sin embargo, que los centros de poder, las diversas instituciones de carácter económico, político, militar, cultural, etc., son simples instrumentos, órganos o apéndices del poder de las clases sociales. Dichas instituciones poseen su autonomía y especificidad estructural que, en cuanto tal, no puede ser inmediatamente reductible a un análisis en términos de poder» (Poulantzas, 2001, p. 140).

[22] Brenner, Peck & Theodore, 2011.

[23] Harvey, 2005.

[24] Harvey, 2007.

[25] Wacquant, 2000; 2001; 2009.

[26] Harvey, 2010, p.27-30.

[27] Callinicos, 2003; Holloway, 1999; Merrifield, 2011; Panitch, 2001; Žižek, 2009.

[28] Benhabib, 1986, p. 142.

[29] Lindemann, 1983, p.135

[30] Holloway, 1995.

[31] Brenner, 2004 ; 2009; Harman, 2010.

[32] Callinicos, 2009.

[33] Gramsci, 2007, p.1320 (Qx, §41xii). Traducción propia: «La filosofía de la praxis […] no intenta resolver pacíficamente las contradicciones existentes en la historia y la sociedad, sino que es la teoría misma de dichas contradicciones; no es el instrumento de gobierno que los grupos dominantes emplean para lograr el consenso y ejercitar la hegemonía sobre las clases subalternas; es la expresión de estas clases subalternas que desean educarse a sí mismas en el arte del gobierno y que tienen interés en conocer toda las verdades, incluso las desagradables, y en evitar los engaños (imposibles) de la clase superior y aún más de sí mismas».

[34] Milanovic 2005; 2009 (“Global Inequality and the Global Inequality Extraction Ratio…”; 2009 (“Global Inequality Recalculated…”).

[35] Berry & Serieux, 2006; Solimano, 2001. A nivel nacional y para los últimos años pueden consultarse también las investigaciones que el Colectivo Ioé ha vertido en el Barómetro Social de España. Además de la web general del proyecto (Barómetro Social de España, http://www.barometrosocial.es/), puede consultarse la reciente aportación en relación a la evolución de las (crecientes) diferencias entre ricos y pobres en el período 1994-2009 en el periódico Diagonal (Colectivo Ioé, 2011). Como en el caso de Milanovic, estos trabajos manejan el concepto relativo de desigualdad —a través del manejo de índices de Gini— y no el concepto absoluto de pobreza, que a menudo ha sido criticado y puesto en duda.

[36] En este último período los niveles de desigualdad se conservan aproximadamente si se consideran los datos de China e India y son mucho más elevados sin estos países. Hay que tener en cuenta, en todo caso, las irregularidades administrativas y humanitarias que ambos presentan: en el caso chino un proletariado urbano flotante e invisible a la estadística por su condición de inmigrantes rurales ilegales bajo el régimen de hukou (Friedmann, 2011, p.14), o, en el caso indio, la existencia de datos ocultados por la administración, como la existencia de quince millones de niños esclavos (Santos, 2005, p.98).

[37] Panitch, 2001.

[38] No me anima en esta ‘excavación’ una vocación filológica, a la que la metafilosofía del propio Lefebvre era profundamente contraria. Se trata más bien de restituir al concepto el valor de uso para el cambio social radical que su autor le atribuía con el fin de actualizar su capacidad instrumental para el presente.

[39] Lefebvre, 2003, p.150.

[40] Lefebvre, 1978, p.159.

[41] Lefebvre, 1978, p.159.

[42] Lefebvre, 2003, p.194.

[43] Entendido éste como el «derecho a no ser clasificado forzosamente en categorías determinadas por poderes necesariamente homogeneizadores» (Gilbert & Dikeç, 2008, p.259).

[44] Kipfer, 2008, p.204, traducción propia.

[45] Gilbert & Dikeç, 2008; Garnier, 2011 (“Del derecho a la vivienda al derecho a la ciudad...”); Marcuse, 2009; Merrifield, 2011.

[46] Entendemos aquí ‘hegemonía’ en su acepción gramsciana, como una forma avanzada de gobierno, la capacidad de una clase, fracción de clase o bloque social para prevalecer sobre el resto, es decir, para realizar los intereses propios en detrimento de los de otros, contando sin embargo con su consentimiento activo (Sevilla, 2003).

[47] Sevilla, 2008; 2010 (“Urbanismo, biopolítica, gubernamentalidad…”).

[48] Adoptamos aquí una noción amplia del concepto de ‘reproducción social’. Más allá de las restricciones fijadas en el esquema dual del marxismo clásico —que separaba producción y reproducción social, reservando a la segunda un papel subordinado de complemento no determinante— y recogiendo las aportaciones de sucesivas oleadas de pensamiento crítico —de la historia social (la obras de Edward Thompson o George Rudé, entre otros) al feminismo (Nancy Hartsock o Isabella Bakker, por ejemplo)—, entendemos integrados en los procesos de reproducción social los aspectos relativos a la existencia y la vida cotidiana, la producción y cuidado de la fuerza de trabajo, los códigos del consumo, del tiempo libre, los procesos de socialización y acción comunicativa y la mediación institucional de los mismos, la replicación de estructuras sociales segregadas, las políticas de la identidad, la producción de memoria e imaginarios colectivos, etc.; o, en términos más cercanos a la disciplina urbanística, la proyección de todos estos procesos y de las propias relaciones de producción sobre la ciudad, los soportes espacio-temporales que perfilan una concreta economía política del cuerpo, de la experiencia individual y colectiva, del habitus.

[49] Therborn, 1979.

[50] Dean, 1999. Rose, 1991; 1998.

[51] Que, a su vez, no supone una ‘estrategia unitaria’, ni mucho menos un ‘proyecto’. La identificación de regularidades en ese entramado histórico alambicado y heterogéneo responde a la condición estructural de dinámicas de clase en la formación y expansión del capitalismo.

[52] ‘Multitud’ es un concepto que ha encontrado tanta fortuna como crítica en los últimos años. En él se actualiza la tradición marxiana de identificar sujetos políticos que son mitad constituidos —aislables científicamente por ‘lo que son’, en base a una condición material y social común—, mitad constituyentes —conformados como proyecto en función de su potencial político: «La pregunta que debemos plantearnos no es ¿qué es la multitud?, sino ¿qué puede llegar a ser la multitud?» (Hardt & Negri, 2006, p.134)—. Aunque compartimos esta apuesta del neomarxismo (post)operaísta que se proyecta al futuro como deseo y por la cual «la multitud es el único sujeto social capaz de realizar la democracia, es decir, el gobierno de todos por todos» (Hardt & Negri, 2006, p.128), en el presente artículo empleamos la dimensión material, constituida, del concepto para referirnos al sujeto común del trabajo, «la totalidad de los que trabajan bajo el dictado del capital» (Hardt & Negri, 2006, p.134). De forma central para las hipótesis de nuestra investigación, y recuperando el sentido clásico de Hobbes, la multitud es el sujeto peligroso cuya diversidad y autonomía amenaza la lógica de la soberanía única y el poder establecido, y que debe por ello ser convertida en objeto, gobernada por los aparatos institucionales que ese poder despliega. Ver también Virno, 2003.

[53] Sevilla, 2009 (Urbanismo y reproducción social…); Sevilla, 2010 (“Hacia el origen de la planificación…”).

[54] Lefebvre, 1991, p.396.

[55] Sartre, 1960, p.510.

[56] Merrifield, 2011, p.178-9.

[57] Marx, 1976, p.255.

[58] Sartre, 1960, p.510.

[59] Balibar, 1993.

[60] Balibar, 2010.

[61] Señalando, por ejemplo, que todo orden constitucional descansa sobre una doble violencia, la violencia constituyente por la que éste sustituyó a su precedente y la violencia por la que éste preserva su propia conservación en el tiempo e impone un orden social (Skinner, 2009). Ver también Hirvonen, 2011

[62] Benjamin, 1998.

[63] Devisch, 2011.

[64] Holloway, 2002.

[65] Agamben, 1996; Esposito, 2003; Nancy, 1983; Ostrom, 1990.

[66] Capel, 2002; Benévolo, 1992; Sica, 1981.

[67] Lefebvre, 2003, p.23-44.

[68] Sevilla, 2010 (“Urbanismo, biopolítica, gubernamentalidad…”).

[69] Garnier, 2011 (“Del derecho a la vivienda al derecho a la ciudad...”).

[70] Friedmann, 2011.

[71] Oyón, 2008.

 

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Ficha bibliográfica:

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