REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES Universidad de Barcelona ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 Vol. XV, nº 868, 15 de abril de 2010 [Serie documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana] |
EL MOVIMIENTO COOPERATIVO AGRARIO EN ESPAÑA
EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX Y PRIMER TERCIO DEL SIGLO XX
Miriam Hermi Zaar
Colaboradora del Departamento de Geografía Humana
Universidad de Barcelona
El movimiento cooperativo agrario en España durante la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX (Resumen)
El movimiento cooperativo agrario español del periodo estudiado está repleto de interesantes experiencias que fueron reflejo de los diferentes períodos políticos por los que pasó el país. Su avance hacia un movimiento socialista, republicano y anarquista por un lado, y hacia un movimiento controlado por un Estado conservador aliado a la Iglesia Católica, de otro, definió unas etapas que pretendemos analizar aquí a partir de algunos autores que han investigado este tema.
Palabras clave: movimiento cooperativo agrario en España, sindicalismo rural socialista y republicano en España, anarcosindicalismo en España, Sindicatos Agrícolas Católicos en España
The agrarian cooperative movement in Spain during the second half 19th century and the first third 20th Century (Abstract)
The Spanish agrarian cooperative movement this period is full of interesting experiences that reflected different political periods through which passed the country. Its progress toward a socialist, republican or anarchist movement, one hand, and toward a movement controlled by a conservator State ally with the Catholic Church the other, defined some phases that we intend to analysis here from some authors that investigated the theme.
Keywords: Spanish agrarian cooperative movement, socialist and republican rural trade unionism in Spain, anarcho-syndicalism in Spain, Sindicatos Agrícolas Católicos in Spain
Muchos son los autores que han escrito sobre el movimiento cooperativo en España. Hay una gran cantidad de obras que tratan de la vertiente utópica del inicio del siglo XIX y de las primeras leyes agrarias, así como del papel de la Iglesia en la formación de los Sindicatos Agrícolas Católicos, de un lado, y de la labor de socialistas, republicanos y anarcosindicalistas para organizar los trabajadores agrícolas, de otro, además de cómo el movimiento se vio reducido durante los períodos dictatoriales que hubo durante los siglos XIX y XX. También, más recientemente han sido abordadas cuestiones relacionadas con el rumbo que el cooperativismo español ha tomado en las últimas décadas. El objetivo de este artículo es presentar un breve panorama de su evolución, a partir de diferentes autores que han tratado del tema, y que utilicé ampliamente en la redacción de mi tesis doctoral[1], así como de estudios recientes que realicé sobre el interés que los socialistas atribuyeron a los problemas agrarios durante el primer tercio del siglo XX. Además, pretende dar continuidad a un trabajo similar ya realizado respecto al movimiento cooperativo en Brasil.
En primer lugar, trataremos de los orígenes de la cooperación española a partir de las primeras manifestaciones asociativas y utópicas que se produjeron desde mediados del XIX, tras la aprobación del derecho de asociación por las Cortes de Cádiz en 1812 y la llegada a España de las corrientes utópicas europeas. El segundo apartado se dedica a estudiar las primeras iniciativas agrarias estimuladas por las ideas utópicas de siglo XIX y por la nueva Ley de Sindicatos de 1906 así como el papel de las Cámaras Agrícolas. En seguida, y debido a la importancia que tuvo para la asociación agrícola en España, dedicaremos un apartado a analizar el papel desempeñado por la Iglesia en la creación de los Sindicatos Agrícolas Católicos y de las Cajas Rurales durante el primer cuarto del siglo XX. También se realiza un balance del sindicalismo rural socialista y republicano y del anarcosindicalismo y de cómo estos influyeron en la organización de las asociaciones de agricultores y en la lucha por mejores condiciones de trabajo y de vida. Para concluir, expondremos la opinión de algunos estudiosos sobre el alcance que, tanto la legislación como la estructura asociativa tuvieron entre los campesinos españoles, y hasta qué punto éstas produjeron cambios en sus vidas durante el primer tercio del siglo XX.
Formas comunitarias de aprovechamiento de la propiedad han existido siempre tanto entre agricultores y ganaderos como entre artesanos de diferentes oficios, aunque no se parecían en nada a los actuales preceptos igualitarios y democráticos que rigen el cooperativismo moderno.
El origen del cooperativismo en España, así como en otros países europeos, se sitúa en la segunda mitad del siglo XIX. Dejando de lado los debates sobre si la asociación gremial y la cooperación moderna poseen los mismos rasgos, lo que está claro es que las primeras manifestaciones de cooperación las podemos observar al estudiar la vida económica de los gremios. Algunos autores han llegado a afirmar que la adquisición y reparto de materias primas se hacía en el interior de los mismos de acuerdo con unos incipientes principios cooperativos.
En las ciudades, según Juan Reventós, se encuentraron manifestaciones antiquísimas de compras en común, por ejemplo en el año 1400 entre los agremiados “Cordeles de Vihuela y Guitarra”, y desde 1433 en el Gremio de Colchoneros. En Valencia, en 1572 con el intento de suprimir los negociantes intermediarios, el Gremio de “Blanquers” (o de carniceros) ordenó el reparto de reses sacrificadas[2]. Juan Ventalló, por su parte, confirma la existencia de prácticas cooperativas en los antiguos gremios de la industria lanera en Cataluña; entre ellas, la compra en común de materia prima e instrumentos de trabajo. En el Gremio de Curtidores de Valencia, la distribución forzosa de pieles para curtir se hizo extensiva a todos los cueros que se comprasen en el matadero de Valencia en 1544[3].
El cooperativismo y la cooperación agraria también estuvieron muy extendidos en la sociedad preindustrial. Su existencia puede ser comprobada a través de innúmeros ejemplos. Entre ellos, el de las tierras de Aliste en las que se regulaba en forma estrictamente cooperativa el cultivo y explotación de las tierras de aprovechamiento común y donde existían molinos cooperativos y cooperativas domésticas o femeninas para los trabajos de hilandería, calefacción y alumbrado. En la rozada, tal como se practicaba en el pueblo de Alcorcillo, se cumplía con todo rigor el principio cooperativo de la voluntad en la inscripción[4].
Otro de los ejemplos de prácticas que se consideraron formas de cooperación es la institución de la lorra, una manifestación cooperativa típicamente vasca, en que el agricultor necesitado de abono, reses o madera para edificar su casa la solicitaba a sus vecinos, que se lo proporcionaban gratuitamente, a cambio el solicitante les obsequiaba con una comida aceptada y consumida, en general como forma de pago[5]. En La Andecha asturiana, ocurría algo similar. Hombres y mujeres que se reunían para trabajar gratuitamente en las tierras del colono que solicitase ayuda; la faena generalmente duraba uno sólo día y era retribuida con comida y bebida[6].
Los riegos de la tierra también han sido realizados en numerosas comarcas españolas a través de comunidades de regantes, que en muchos casos se inspiraban en lo que podemos considerar principios cooperativos: la distribución del agua se usaba en una regla de proporcionalidad con las áreas de cultivo[7]. Los geógrafos españoles han dedicado gran número de estudios al tema, destacando los trabajos de Francisco Calvo García-Tornel, Angel Cabo Alonso, Jesús García Fernández y Robert Hérin, entre otros[8].
El problema de los bienes comunales ha recibido nueva atención en relación con debates de gran actualidad; entre ellos cabe señalar el que se refiere al drama de los bienes comunes y el interés de estudiar las formas de gestión de los bienes comunes en el pasado para replantear el debate sobre la posibilidad de la explotación colectiva de los recursos, presentando una alternativa a los discursos que se difundieron y que magnifican la propiedad individual[9].
El pensamiento cooperativista moderno entró en España, así como en otros países europeos y americanos, enlazando con las ideas sociales engendradas durante la Revolución Francesa. Los nuevos conceptos de libertad de trabajo, amparados por leyes específicas, llevaron a la desaparición de los antiguos gremios y dieron paso al surgimiento de asociaciones obreras, que más tarde se transformaron en movimientos cooperativistas.
En España, las Cortes de Cádiz aprobaron, en mayo de 1813, la Ley de Libertad de Industria y el derecho general de asociación. El Decreto fue abolido en junio de 1815 con la restauración de la monarquía absoluta, y restablecido en el Trienio Liberal, ocasión en que se dio un nuevo impulsó al proceso de industrialización.
Paralelamente a estos hechos, comienzan a introducirse en España las ideas de importantes socialistas utópicos y anarquistas, como Charles Fourier, Robert Owen, Henri de Saint-Simon, Étienne Cabet y Pierre-Joseph Proudhon. Las primeras influencias de Charles Fourier llegaron a España a través de Joaquín Abreu, diputado de las Cortes de 1823, emigrado en Francia, y que conoció personalmente a Fourier en 1831. Vuelto a España en 1834, Joaquín Abreu se estableció en Cádiz y a través del periódico local y de El Eco del Comercio de Madrid pasó a divulgar las teorías falansterianas; Pedro Luis Hugarte, así como Faustino Alonso y Joaquina de Morla Viernés fueron sus principales seguidores.
Entre el grupo de jóvenes que acogió las ideas de Fourier estaban también Fernando Garrido Tortosa, Sixto Cámara, Francisco Ochando, Federico Beltrán y Ordax Arecilla que fundaron en Madrid la revista decenal socialista La atracción y el periódico El Eco del Comercio, este último de corta vida, solo 3 meses. Atraidos igualmente atraído por las ideas socialistas que agitaban París en 1848, Fernando Garrido Tortosa fundó en 1847 otra revista denominada Organización del Trabajo y en 1854 el periódico Las Barricadas, en los que vertió las ideas de Proudhon, Saint Simon y Louis Blanc.
También por medio de Fernando Garrido las ideas de Robert Owen llegaron asimismo a España. Después de su primera estancia en Inglaterra y de vuelta a España en 1854, divulgó estas experiencias que contribuyeron a la creación de la Cooperativa Proletaria, en Valencia en 1856 y que en 1884 se transformaría en cooperativa de producción con 17 telares; y de la Cooperativa El Compañerismo, fundada por los obreros ferroviarios de Valencia en el mismo año. Tuvieron el mismo origen una cooperativa en Madrid, La Fernandina, fundada en 1864, y otra La Abnegación en Jerez, en el mismo año.
El fracés Étienne Cabet, que había recibido la influencia de Owen durante su exilio en Inglaterra, fundó en Francia el movimiento icariano. En España sus principales divulgadores fueron sobre todo catalanes. Abdón Terradas, nacido en Figueras en 1812, colaboró en el periódico El republicano, fue alcalde de Figueras en 1842 y tuvo que huir a Francia por su oposición a la monarquía. Narciso Monturiol nació en Girona en 1819, fundó La Fraternidad en los años 1847-48, primer periódico de ideología comunista en España. Anselmo Clavé nació en Barcelona en 1824 y en 1868 se hizo miembro del Club de los Federalistas fundado en Barcelona por Francisco Pi y Margall, y del Partido Republicano Democrático Federal; además en 1871 ideó la revista literaria y científica La Renaixença que, a partir de 1892, se convertiría en la expresión del grupo político Unió Catalanista. Ceferino Tressera también nacido en Barcelona en 1830, perteneció al Partido Demócrata Español y en 1858 fundó una sociedad secreta sobre el modelo del Carbonarismo de cuño masónico y tendencia política liberal, que se extendió por Cataluña y Andalucía; durante la Primera República sería gobernador civil de Soria y de Palencia.
Uno de los más activos responsables de la difusión de la ideas de Pierre-Joseph Proudhon, y del mutualismo propagado por muchos de sus seguidores, fue el catalán Francisco Pi i Margall, que en 1854 publicó La Reacción y la Revolución, una obra que propuso como solución la revolución democrática de base popular y que por eso ejerció una gran influencia en el pensamiento radical español.
Algunos autores han señalado que incluso antes de que llegaron a España las ideas de Owen, Fourier o Raifeisen ya había tentativas de crear cooperativas. Una de las primeras tentativas de instaurar una cooperativa de producción se dio en 17 de marzo de 1840 con la Asociación de Tejedores de Barcelona. En la semiclandestinidad durante los turbulentos años 1841 y 1842 y en medio de una grave crisis de paro tecnológico obrero, la Asociación de Tejedores de Barcelona obtuvo del Ayuntamiento de Barcelona un préstamo de 7.000 duros, para construir una nueva fábrica y ofrecer trabajo a sus asociados desempleados. Con dicho préstamo municipal y una emisión de acciones, se constituyó la Compañía Fabril de Tejidos, que tras algunos años de éxitos y percances, pasó a manos de una empresa privada durante la crisis de año 1848[10].
Influidos por las teorías utópicas, se proyectaron otras muchas experiéncias durante la segunda mitad del siglo XIX. Así, por ejemplo, en Pozas de Gallices se ideó la Republica de Obreros; en Jerez de la Frontera el Falansterio de Tampul; y, en Bañul (Valencia) se fundó una asociación de papeleros mediante una cuota mensual de un real, adquiriendo tal importancia que llegó a transformarse en una Cooperativa de Crédito[11].
En Cataluña se crearon diferentes cooperativas. Entre las textiles, en 1864 la Obrera Mataronense con doscientos sesenta y siete socios; en 1865 la Cooperativa Palafrugellese en Palafruguell (Gerona); y en 1873, La Obrera, de Sabadell. Entre las cooperativas de consumo se destacaron La Unión Obrera de Sans (Barcelona) creada en 1873, la Fraternidad de Barcelona en 1879 y La Flor de Mayo en 1890. En el sector de la construcción señalamos la Cooperativa de Mataró en 1887.
Entre las cooperativas agrarias destacaron La Protectora creada en 1889, La Cooperativa Agrícola de Morón de la Frontera en Cádiz, de La Caja Rural, del Jabalí Viejo de Murcia, y otras en Zamora, Granada, etc., todas impulsadas por movimientos sociales católicos[12].
Algunas de estas experiencias, creadas antes del reconocimiento legal del derecho de asociación en 1869 y de la Ley de Asociaciones de 1887, que reguló este derecho, no contaban con apoyo institucional. Su funcionamiento estaba basado en iniciativas locales y aisladas, que en la mayoría de las veces no consiguieron sobrevivir durante mucho tiempo.
La Ley de Asociaciones de 30 de junio de 1887 constituyó un estímulo para la creación de sociedades agrícolas y cooperativas más sólidas. Representó, un primer intento de someter a las cooperativas de producción, crédito y de consumo a los preceptos legales, ya que se estableció cómo había de constituirse y funcionar una asociación cooperativa. Con su promulgación, hubo un florecimiento de organizaciones cooperativas, aunque, debido a la necesidad de defender los intereses que a su alrededor se habían ido creando, tenían, en muchos casos, sus puertas cerradas a la admisión de nuevos socios. Una actitud que generaba rechazo en general, al mismo tiempo que reafirmaba entre los medios anarcosindicalistas y socialistas, la acusación de que la cooperación castraba el espíritu reivindicativo y revolucionario de la clase obrera[13].
Las primeras iniciativas agrarias basadas en experiencias europeas del siglo XIX
Secularmente deprimido y con la mayoría de los campesinos viviendo en malas condiciones, el mundo rural español del final del XIX e inicio del XX se caracterizaba por muchas dificultades. Tanto la escasez de crédito oficial para el cultivo que se resolvía con una práctica muy común, la toma de préstamos a usureros; como la falta de estabilidad en los precios agrícolas y en los canales de comercialización de los productos, consecuencia de los abusos de caciques e intermediarios, contribuyeron para que las condiciones de vida de los campesinos españoles no mejorasen.
Una de las tentativas del Estado para resolver esta cuestión apareció con una ley que daba nuevas características a los pósitos surgidos con los Reyes Católicos y regulados oficialmente por Felipe II el 15 de mayo de 1584. Como cualquiera otra institución, había atravesado períodos de auge como los que tuvo durante el reinado de Fernando VI, pero igualmente otros períodos no tan venturosos como en los tiempos de Carlos II, de la Guerra de Sucesión, y de la Guerra de Independencia. La desaparición de centenares de ellos se produjo durante las guerras carlistas y, según algunas interpretaciones existentes, fue provocada principalmente por la mala administración de sus fondos, realizadas por miembros de los Ayuntamientos, de las Juntas Administrativas, de regidores y de particulares.
En 1877, comprendiendo la precaria situación en que se encontraban, las Cortes dictaron una ley que creaba en cada provincia una Comisión Permanente de Pósitos que investigó los caudales de estos establecimientos y entregó su administración a los municipios. Lamentablemente, esta intervención municipal coincidió con el inicio de una época de caciquismo, en que los pósitos se transformaron en instrumentos al servicio de políticos locales.
A comienzos del siglo XX, la Ley de Pósitos Agrícolas de 1906, fue un intento de reemplazar las funciones de los antiguos pósitos, dotándolos de funciones adaptadas a las nuevas necesidades de demanda de capital en la agricultura. Por esto sus características se acercaron a las de las cajas rurales alemanas e italianas. Se les otorgó la posibilidad de funcionar como cajas de ahorro y conceder préstamos a labradores para fines exclusivamente agrícolas. Para Pedro Carasa, que ha analizado las dificultades por la que pasaron los pósitos, éstos fueron:
“La única puerta de entrada por donde el Estado liberal tuvo la oportunidad de actuar sobre el crédito agrícola, puesto que en reiteradas ocasiones se planteó, como la alternativa más viable y casi exclusiva de un tipo de crédito agrario oficial, la posibilidad de convertirlos en verdaderos bancos agrícolas en manos de las autoridades locales, principalmente durante el segundo tercio del siglo XIX, y la solución de transformación en cajas rurales o cooperativas de crédito controladas por asociaciones particulares a lo largo del primer tercio del siglo XX”[14].
Sin embargo, según el mismo autor, esta iniciativa apenas tuvo éxito, ya que la mayoría de ellos quedaron anclados en la vieja rutina del préstamo benéfico de granos para consumo y no lograron salir de la órbita de influencia del caciquismo local; y por eso mismo tuvieron mayor trascendencia como instrumentos de control social en manos de los oligarcas locales que como medios eficaces para potenciar financieramente la producción y el consumo en el campo
Este debió ser el motivo por el que desde finales del siglo XIX el crédito agrario proporcionado por los positos dejaría de ser la única alternativa para los campesinos. Paulatinamente otras prácticas crediticias pasaron a ser conocidas en España. Se trataba de experiencias que ya habían dado buenos resultados en diferentes países europeos y que se divulgaron en este país a través de diferentes obras.
Dos de ellas, publicadas en 1883 y 1894 por Joaquín Díaz Rábago y denominadas El Crédito Agrícola y Las rurales de Préstamos: Sistema Raiffeisen, respectivamente, dieron a conocer públicamente en España los sistemas alemanes Raiffeisen y Schulze-Delitzsch, las adaptaciones del raiffeisenismo en Italia (Luzzati) y en Francia; en éste último país a través del contacto que tuvo con el sociólogo L. Durand, el principal difusor de las cooperativas de crédito Raiffensein en este país.
Las otras iniciativas que le siguieron, y que estimularon la fundación de Cooperativas, Sindicatos y Cajas, provenían de otro gran propagandista. Se trataba de Severino Aznar, quien desde el año 1896 publicó una serie de artículos sobre el tema. En 1906 fundó La Paz Social, organismo que estimuló la fundación de sindicatos católicos agrarios y cajas rurales.
En Murcia, con la finalidad de prevenir los conflictos sociales entre arrendatarios-jornaleros y los propietarios que se estaban propagando por la huerta debido a los efectos de la crisis finisecular, Nicolás Fontes Álvarez de Toledo, miembro de una de las viejas familias de la nobleza murciana y preocupado con la usura en el campo, después de estudiar los modelos de cooperativas de crédito alemanes e italianos, organizó un conjunto de bases que lo llevaría a fundar en 1891, una de las primeras cajas rurales en las localidades de Jabalí Viejo y la Ñora. Se trató de la Caja Rural de Ahorros, Préstamos y Socorros, formada mayoritariamente por los estratos más bajos del campesinado, la principal clientela de los usureros.
Nicolás Fontes se basó en diferentes fuentes del catolicismo social alemán para la creación de este sistema: movimiento raifeisianista alemán, textos del catolicismo confesional y en la Carta Encíclica del Papa León XIII, Rerum Novarum, que versaba sobre las condiciones de los obreros; lo cual lo llevó a darle, además de una finalidad económica, otra ética-social. Dirigidas por los párrocos de cada localidad, las Cajas Fontes pretendían, a través de sus actuaciones, evitar los conflictos entre propietarios y trabajadores agrícolas y frenar así la difusión de las ideas socialistas y anarquistas.
Sin embargo, de acuerdo con Mariano Ruiz (1983, p. 254) sus ventajas eran muchas. Además de atender a los préstamos que necesitaban los socios; los libraba de la usura suministrando artículos de primera necesidad vendidas a precio de coste, organizaban cooperativas de consumo y facilitaban la adquisición de casas para los socios, mediante el pago de su importe en plazos. El modelo se expandió rápidamente, alcanzando en 1898 un total de 2.350 socios y en 1901, 5.436 en 12 localidades, aunque, según Susana Martínez Rodríguez y Ángel Pascual Martínez Soto, no consiguieron que el catolicismo social las acogiese como sistema de referencia para fundar otras cooperativas de crédito, limitándolas al ámbito murciano[15].
En Extremadura, concretamente en la provincia de Badajoz, en período anterior a la fundación de las primeras cooperativas católicas, el director de la sucursal del Banco de España, Tomás Marín, inició una experiencia cooperativa que tenía mucho en común con las Cajas Raiffeisen. Su estatuto, según Juan Reventós, regulaba el crédito, especificando como objetivos la compra de maquinaría, semillas, abono, elaboración y venta en común de los productos agrícolas; también se esbozaba las funciones propias de un sindicato agrícola varios años de la promulgación de la Ley de 1906[16].
La Ley de Sindicatos Agrícolas
Aunque existían algunos precedentes legislativos como el Decreto de 20 de octubre de 1868, el Código de Comercio de 1885 y la Ley de Asociaciones de 1887, las primeras cooperativas agrarias solo pudieron acogerse a la Ley de Sindicatos Agrícolas de 30 de enero de 1906.
Esta ley tuvo como finalidad transformar los sindicatos agrícolas en instrumentos de asociaciones particulares y del Estado, por lo cual tuvo un efecto decisivo sobre el crédito agrario. Siguiendo el modelo francés, fue el primer intento coordinado de encauzar legislativamente una rama del movimiento cooperativista español, y la primera norma jurídica del cooperativismo agrario en España, con una clara influencia de la Iglesia Católica. Aunque con cierto retraso, se trataba de trasladar a la realidad española, un gran movimiento innovador, ya consolidado en Europa, en el cual las ideas sociales y políticas de la Iglesia tuviesen un papel fundamental, con aportaciones personales importantes, entre las que destacan las del jesuita Antonio Vicent, en Valencia, y Luis de Chaves Arias en Castilla[17]. José Luis del Arco Álvarez y otros la definen así: “Ley perfecta en su género, fue saludada con alborozo, y el Padre Vicent dijo de ella que ni Carlos I ni Felipe II hubieron hecho más por la agricultura que Gasset [el ministro liberal que la firma] hizo con dicha ley.”
Y a continuación describen sus características, destacando sus aportaciones como instrumento de apoyo al hombre del campo:
“Sólo ocho artículos contiene la ley. El primero enumera los fines de los Sindicatos Agrícolas. Y es curioso constatar que los siete primeros números de diez que relaciona han pasado literalmente al artículo 37 de la vigente Ley de Cooperación para definir las actuales Cooperativas del Campo.
En el artículo 2° se regula la constitución de un Sindicato, reducida a la solicitud y registro en los Gobiernos civiles de cada provincia.
Los tres siguientes artículos están dedicados al reconocimiento de la personalidad jurídica del Sindicato y a su régimen y gobierno.
Y los tres últimos artículos precisan las importantes exenciones fiscales y aduaneras que les otorga, previniendo, además, que el Ministerio facilitaría gratuita y preferentemente a los Sindicatos Agrícolas el uso de ejemplares selectos, semillas, plantas, máquinas y herramientas para el fomento de la agricultura y la ganadería.
La esencia de la Ley estaba en las exenciones y privilegios concedidos a los Sindicatos Agrícolas, y con razón fue llamada Ley de Exenciones, ya que si se suprimen los artículos 6° y 7° queda prácticamente en nada.”
Y, concluyen afirmando que “al amparo de esta ley pudo desarrollarse el más pujante movimiento cooperativo y sindical en el agro”[18].
Por su importancia en lo que se refiere a los subapartados siguientes, queremos comentar aquí el artículo 1° de la Ley de 1906, que consideraba sindicatos agrícolas a las asociaciones, sociedades, comunidades y cámaras agrícolas, definidos en la Base I: “Se consideran Sindicatos Agrícolas, para los efectos de esta ley, las asociaciones formadas por personas dedicadas a cualesquiera de las profesiones agrícolas o interesadas de una manera directa en el mejoramiento de la agricultura, de la ganadería o de los productos del cultivo, sean propietarios, arrendatarios, aparceros o simples braceros”[19].
Los fines estaban establecidos de la siguiente forma:
“1°. Adquisición de aperos y máquinas agrícolas y ejemplares reproductores de animales útiles para su aprovechamiento para el Sindicato.
2° . Adquisición para el Sindicato, o para los individuos que lo formen, de abonos, plantas, semillas, animales y demás elementos de la producción y el fomento agrícola o pecuario.
3° . Venta, exportación, conservación, elaboración o mejora de productos de cultivo o de ganadería.
4° . Roturación, explotación y saneamiento de terrenos incultos.
5° . Construcción o explotación de obras aplicables a la agricultura, la ganadería o las industrias derivadas o auxiliares de ellas.
6° . Aplicación de remedios contra las plagas del campo.
7° . Creación o fomento de institutos o combinaciones de crédito agrícola (personal, pignoraticio o hipotecario), bien sea directamente dentro de la misma Asociación, bien estableciendo o secundando Cajas, Banco o Pósitos separados de ella, bien constituyéndose la Asociación en intermediaria entre tales establecimientos y los individuos de ella.
8° . Instituciones o cooperación, de mutualidad, de seguro, de auxilio o de retiro para inválidos y ancianos, aplicadas a la agricultura o a la ganadería.
9° . Enseñanzas, publicaciones, experiencias, exposiciones, certámenes y cuantos medios conduzcan a difundir los conocimientos útiles a la agricultura y la ganadería y estimular sus adelantos, sea creando o fomentando institutos docentes, sea facilitando la acción de los que existan o el acceso a ellos.
10° . El estudio y la defensa de los intereses agrícolas comunes a los Sindicatos y la resolución de sus desacuerdos por medio del arbitraje.
Se considera también Sindicato la Unión formada por Asociaciones agrícolas para fines comunes de los que quedan enumerados”[20].
La Ley de 1906 tuvo un papel fundamental en la organización sindical de las primeras décadas del siglo XX. Además de establecer las normas que orientaron los sindicatos, incentivó la modernización del campo, aunque, como veremos a continuación, también favoreció la influencia de la Iglesia Católica en el proceso de expansión de los sindicatos rurales.
Cámaras Agrícolas: control y falsas expectativas
Creadas en 1890, las Cámaras Agrícolas incentivadas por el Estado y organizadas por líderes locales y regionales tenían como meta dar al mundo rural una apariencia de unidad y evitar que los trabajadores rurales pusiesen en peligro el status quo mantenido por sus principales impulsadores: el Estado liberal y la oligarquía rural. La concesión de préstamos pretendía obtener el control político sobre los pequeños agricultores.
La primera disposición legal que regulaba la creación de asociaciones agrarias de un modo específico fue el Real Decreto para las Cámaras Agrícolas de 14 de noviembre de 1890, basado en el modelo de las Cámaras de Comercio e Industria establecidas por el Real Decreto de 9 de abril de 1886 y en la Ley de Asociaciones de 1887.
El Real Decreto de las Cámaras Agrícolas tenía como objetivo fomentar la agricultura a través de estas asociaciones, que se convertían en órganos consultivos del Estado. Para eso, dichas Cámaras podían desarrollar funciones consultivas y de fomento así como también cooperativas.
El Real Decreto iba dirigido a los grandes propietarios que se transformaron, al mismo tiempo, en líderes del movimiento asociativo agrario y en interlocutores de los poderes públicos. Debido a esto, un gran número de asociaciones de propietarios y de trabajadores se convirtieron en Cámaras Agrícolas o se integraron a ellas.
Su expansión fue una respuesta de los propietarios a la situación de crisis en que se hallaba sumido el mundo rural a finales del siglo XIX. Su objetivo era la movilización de los propietarios en defensa de los intereses del sector agrario ante el gobierno y frente a otros sectores.
Sus principales actividades fueron el suministro de insumos agrícolas así como la difusión de conocimientos y prácticas agrícolas. Acompañadas de otros servicios, como la compra colectiva de aperos y maquinaria agrícola para el uso de los socios, esas actividades contrastaron fuertemente con el desarrollo insignificante que tuvo el crédito agrícola.
Sobre este tema las investigaciones de Jordi Planas señalan que mientras los servicios cooperativos tendían a favorecer en mayor medida al pequeño campesino, en lo que se refiere a minimizar los riesgos de la aplicación de innovaciones y reducir los costes de los inputs, las Cámaras Agrícolas pretendían, sobre todo, el mantenimiento de las jerarquías del mundo rural, articulando los grupos rurales y legitimando la posición de los grandes propietarios. Para dicho autor, esta fue la probable causa de la minoritaria adhesión de los campesinos a las Cámaras Agrícolas, casi siempre limitada a los grupos más próximos a los grandes propietarios. Por su carácter elitista y su estructura poco adecuada al desarrollo de las funciones cooperativas, no resultaron atractivos a la mayor parte del campesinado[21].
Además, si comparamos las Cámaras Agrícolas con las cooperativas de producción que ofrecían ventajas mucho más interesantes para el pequeño campesino que para el gran propietario, podemos decir que la falta de crédito puede haber sido otro factor importante para la no adhesión de aquellos.
Aún así estamos de acuerdo con Jordi Planas cuando éste comenta que debido a su creación temprana, las Cámaras ejercieron una importante influencia en la organización del asociacionismo agrario del primer tercio del siglo XX, ya que probablemente los sindicatos y cooperativas que se fundaron, principalmente a partir de la segunda década del siglo XX, pudieron beneficiarse del aprendizaje y de la experiencia en la organización colectiva de las Cámaras Agrícolas[22].
La expansión de los Sindicatos Agrícolas Católicos y de las Cajas Rurales
La falta de una institución oficial que atendiese las necesidades de los agricultores hizo que surgiesen diversas iniciativas privadas, casi siempre tiniendo como protagonista al prestamista. La Iglesia, que intentaba conseguir mayor influencia en las zonas rurales, se aprovechó de esta situación y de la institución de la Ley de Sindicatos Agrícolas de 1906, para expandir su influencia en el medio rural. Para esto, en una época en que la palabra sindicato no tenía el significado profesional que adquirió después, instituyó los denominados “Sindicatos Agrícolas Católicos” y las Cajas Rurales. Tanto a través de los “sindicatos”, instituciones que en Alemania, Italia y otros países europeos se llamaron cajas rurales, cooperativas agrícolas y gildas; como por medio de las Cajas Rurales, la Iglesia preconizó la defensa de los pequeños campesinos contra los usureros, la eliminación de los conflictos agrarios y la lucha contra la influencia del socialismo y del anarcosindicalismo.
Para que el movimiento se desarrollase fue fundamental la participación de los párrocos. Posibilitó que dicho movimiento, bajo la inspiración de la Doctrina Social de la Iglesia, se desarrollase a comienzos del siglo XX. A esto contribuyeron, fundamentalmente, la encíclica de León XIII y la fundación del Banco León XIII. La encíclica, promulgada en 1891, al tratar de las condiciones de las clases trabajadoras, apoyó el derecho de éstos a la organización. La fundación del Banco León XIII en 1902 trataba de facilitar préstamos a reducido interés a los obreros agrícolas. También, bajo la tutela de los obispados se organizaron campañas dirigidas a la formación técnica y práctica de los párrocos sobre cooperativismo. Esto se dio principalmente en Navarra y en las provincias de Castilla y León y de Castilla La Mancha.
En este contexto, tanto los Sindicatos Agrícolas como las Cajas Rurales pasaron a actuar bajo el control de la Iglesia Católica, ya que las últimas eran el principal instrumento de crédito utilizado por campesinos afiliados a los Sindicatos Agrícolas Católicos. Es muy probable que si los Sindicatos Católicos no se hubiesen apoderado de las Cajas Rurales o bien sí estas hubieran sido difundidas por progresistas, la difusión de éstos entre los campesinos no habría sido tan amplia.
Este es el principal motivo por el que el proceso de difusión tanto de los Sindicatos Católicos como de las Cajas Rurales no puede ser analizado independientemente el uno del otro.
En la primera época de la organización de estas instituciones, cuyo límite podría fijarse en 1912, con una época de cierto esplendor hacia 1909-1910, destacó especialmente el trabajo del padre jesuita Antonio Vicent y del hacendado zamorano Luis Chaves.
La influencia del padre Antonio Vicent entre los campesinos fue tan grande que le cupo dirigir la propaganda a favor de los Sindicatos Agrícolas Católicos. En su obra Reglamento para los gremios de labradores previó, entre las funciones de la junta directiva de las asociaciones, la compra de semillas y herramientas, la venta los productos, la compra y la fabricación de abonos, de maquinaria y de almacenes, actividades todas marcadas con un fuerte espíritu cooperativo. En la segunda edición de su obra Socialismo y Anarquismo (1895) añadiría a las instituciones citadas, los Bancos de Crédito Personal o Bancos Agrícolas (Sistema Raiffeisen). Su trabajo influyó en la creación de varias cajas que a partir de 1906 se incorporaron al movimiento social católico[23].
El hacendado zamorano Luis Chaves Arias también realizó una intensa labor propagandística católica, creando en 1901 la primera fundación en Zamora y escribiendo un libro sobre Las Cajas Rurales de Crédito del Sistema Raiffeisen, publicado en 1906.
En la revista Liga Agraria, se publican, a partir de 1901, los artículos de Francisco de Reynoso, en los que defiende que el sistema alemán era el más útil para ser adaptado a España. La aplicación masiva de estas ideas se inició en 1904 en Navarra, con las fundaciones de Tafalla y Olite como pioneras.
El papel de las Cajas Rurales
Como ya hemos citado anteriormente, la puesta en marcha de las Cajas Rurales se produjo a partir de 1906 con la promulgación de la Ley de Sindicatos Agrarios. En su mayoría las Cajas se fundieron con los Sindicatos Agrícolas Católicos por los motivos que hemos expuesto, pero igualmente con el objetivo de beneficiarse de las exenciones fiscales previstas en dicha Ley de Sindicatos de 1906, que establecía que las asociaciones agrarias que tuviesen las características de un sindicato agrícola tenderían un conjunto de beneficios fiscales. Una razón importante para que en 1924 solo una quinta parte de las Cajas Rurales existentes funcionasen separadamente de los Sindicatos Agrarios y acogidas a la Ley de Asociaciones de 1887.
La naturaleza de las Cajas Rurales era la de cooperativas de crédito, de carácter confesional, aprobada por un consejo diocesano, dirigidas y administradas por un párroco. Desde la Ley de Sindicatos de 1906, la mayoría de las cajas pasaron de ser simples centros de préstamos y ahorros a transformarse en sindicatos-cajas. Casi todas pertenecían al sistema Raiffensein, de ahorros y préstamos personales, con responsabilidad solidaria e ilimitada de todos sus socios.
Su actividad más importante consistía en los préstamos, aunque abarcaban otras actividades en combinación con los sindicatos. Respecto a las actividades económicas, compraban abonos, semillas y ganados, y creaban cooperativas conserveras y bodegas en tierras vitícolas. Los recursos de que disponían las cajas rurales centrales y sus federadas procedían de grandes propietarios, de las contribuciones de los asociados, algunas veces de préstamos de los pósitos, del Banco de España y del Banco León XIII.
A partir de la constitución de la Confederación Nacional Católico Agraria en 1917 se impulsó gradualmente tanto la constitución de federaciones regionales, como de cajas rurales y de sindicatos. El proceso, según Pedro Carasa, que elabora un minucioso estudio sobre el crédito en España durante la Restauración, culminó con la creación de una Caja Central de Crédito Confederal e hizo posible que en 1924 los sindicatos ya fuesen 5.442 y las cajas 500. Su afán era estar presentes en el mayor número posible de núcleos de población rural.
Las asociaciones eran de reducido tamaño, cerca de 90 socios por institución, y la intención era hacerlas controlables hasta descender al nivel familiar y personal de influencia. En 1924 más de la mitad (54%) de la actividad crediticia de la acción social católica-agraria pasó por las cajas rurales, por lo que se supone que eran las instituciones mejor preparadas y con un capital diez veces superior a los créditos que concedían.
Sin embargo, y a pesar de estas cifras, el autor señala que la actividad crediticia de las cajas rurales era muy dispersa y más que sus resultados estrictamente económicos, sus objetivos eran buscar el efecto institucional de la presencia y la acción social directa sobre el campesinado. Tenían como meta fijar la pequeña explotación en un sistema armónico de relaciones, legitimado religiosamente, y sujeto a la subordinación de los pequeños productores a los intereses de los grandes hacendados y de la Iglesia, que respaldaban, dirigían y confederaban una pléyade de minúsculas células locales. Las cifras existentes constatan el pobre significado económico del crédito agrícola practicado por las instituciones de la Acción Popular de la Iglesia, en comparación con la importancia social, moral, laboral, religiosa y hasta política que tenían, principalmente en aquellas zonas en que predominaban la pequeña propiedad agrícola[24].
Algunas regiones destacaron por la rapidez con que las experiencias cooperativas católicas se desarrollaban. Es el caso del la Caja de Olite, fundada en 1904 en Navarra; con el progresivo incremento del numero de socios, creó en 1906 una Federación de Crédito y compras de abono, y a partir de 1907 amplió sus actividades con una fábrica harinera, una cooperativa eléctrica y una bodega cooperativa[25].
En Aragón, estas actividades católicas se desarrollaron a partir de 1906, con la formación de sacerdotes y la organización de los agricultores. En Palencia y otras comarcas de la zona castellano-leonesa se constituyó, durante los primeros meses de 1906 la Federación Católico Agraria. Esfuerzos similares tuvieron lugar en 1908 en Orihuela, dónde en una Asamblea Social el obispo de la diócesis reforzó la acción cooperativa con la fundación de varios sindicatos agrícolas.
Juan José Castillo, en su investigación sobre la Confederación Nacional Católica Agraria señala dos rasgos importantes con relación a la actuación de los Sindicatos Católicos. En primer lugar, el esfuerzo contrarrevolucionario para ganar el campo a los socialistas, al anarquismo y a cualquier otra asociación de resistencia, fijando los obreros al campo e incitando a muchos propietarios a adoptar posiciones contra el socialismo y el anarquismo. En segundo lugar, su aplicación procuró paliar los efectos del desarrollo del capitalismo en la agricultura, fundamentalmente en cuanto a la proletarización de los pequeños propietarios, arrendatarios y aparceros. Concluye que a partir de estos dos puntos se puede diseñar la meta general de los Sindicatos Agrícolas Católicos, que fue el desarrollo de la producción agrícola “protegiendo” los intereses morales y económicos de los agricultores. Una meta que estaba vinculada a la necesidad de crear una sindicalización mixta, en la cual los intereses antagónicos de obreros y patronos apareciesen camuflados, en forma de reivindicaciones de precios entre otras cosas[26].
La propuesta del gobierno Canalejas en 1910 de crear un Instituto Nacional de Crédito, lo que amenazaba a la autonomía católica, hizo que las relaciones entre el Estado y la iniciativa privada entrasen en una fase caracterizada por una agria polémica entre el clero que coordinaba los Sindicatos Católicos Agrarios y los ministros del gobierno Canalejas. El motivo de la disputa, según Pedro Carasa, no radicaba tanto en el interés de ambos por el crédito agrario en sí, sino en el hecho de que éste había sido utilizado como un poderoso medio de influencia por parte de la Iglesia Católica, para extender su acción en el campo español, y en la circunstancia de que el gobierno de Canalejas pretendía con esta actitud laica e intervencionista, frenar dicha expansión[27].
También en 1910, en un Congreso realizado en Pamplona, se constituyó la Federación Social Católica, que tuvo como uno de sus primeros actos la creación de una Caja Provincial y la publicación del periódico titulado Acción Social Navarra. De menor importancia, pero con anterioridad a la Federación Navarra, se constituyó en Logroño el 1 de diciembre de 1909 la Federación de Sindicatos Agrícolas de la Rioja, que en 1911 estaba constituida por 43 sindicatos; y la Federación Agrícola de la Diócesis Oscense en octubre de 1911, esta última como resultado de una asamblea celebrada por las Cajas y Sindicatos de aquella diócesis.
En regiones como Cataluña y Baleares, el cooperativismo católico adquirió escasa difusión, sobre todo el modelo adoptado por las Cajas Rurales y el Sistema Raiffeisen. La justificativa puede ser el desarrollo de otras formas cooperativas y una menor influencia social del clero. Los Sindicatos Agrícolas más importantes se fundaron al margen de la iniciativa eclesiástica, con el esfuerzo de grupos de propietarios. En todo caso, es de señalar en Cataluña el Sindicato de Blanes, marcadamente confesional, que fundó en 1913 una Caja Rural de Crédito, federada más tarde con otros sindicatos.
A partir de 1912, con la creación de la Federación Nacional Católico Agraria y de la Federación Católica Nacional de Sindicatos Obreros, así como la elaboración de los estatutos de la primera, puede decirse que empezó una segunda etapa del sindicalismo católico español.
En esta segunda fase el movimiento cooperativo católico fue reforzado por un número mayor de federaciones. Fueron importantes la creación del Consejo Nacional de Corporaciones Católicas Obreras, adherido a la Internacional Católica Obrera e impulsadas de un modo especial por el padre Antonio Vicent, y la constitución de la Confederación Nacional Católica Agraria de Castilla y León, en 1913. A esta última se incorporaron la mayoría de las Cajas Rurales y Sindicatos Agrícolas de aquella región. Sobre su base organizativa Juan Reventós comenta:
“Tenía como base de su organización los Sindicatos Agrícolas, con sus secciones autónomas, las Cajas Rurales (Sistema Raiffeisen), las panaderías sindicales, y las cooperativas de compras y ventas. Algunos sindicatos tenían establecidas conexiones con las instituciones de previsión (enfermedad, muerte, seguro del ganado, pedrisco, vejez, etc) y aunque de práctica menos frecuente, existían secciones cooperativas de consumo dentro del Sindicato, arriendos colectivos, parcelaciones, escuelas sociales y otras obras asistenciales. Algunos pocos dedicaban sus actividades a la constitución de industrias especializadas, en general bodegas, harineras y almazaras”[28].
A partir de 1914, Estado e iniciativa privada vuelven a aproximarse ante nuevas amenazas de conflicto entre clases sociales, que se agudizaron entre 1918 y 1921. Este es justamente el período en que las Cajas Rurales y los Sindicatos Agrarios organizados por la Iglesia alcanzaron el mayor índice numérico, con el estrechamiento de lazos entre ambos hasta un punto en que varios hombres ligados a la acción social católica agraria fueron elevados a puestos de responsabilidad administrativa. Una realidad que se prolongó durante el período de Dictadura de Primo de Rivera.
En este clima de inquietud, en 1917, tras una serie de reuniones, se aprobaron las bases para la constitución de la Confederación Nacional Católico Agraria (CNCA). Este hecho estimuló la articulación entre los sindicatos católicos y su consecuente período de auge, entre 1918 y 1920. El período ha sido definido por el historiador E. Malefakis como “importante brote de catolicismo social, principalmente, como reacción frente a las repentinas conquistas organizativas hechas por anarcosindicalistas y socialistas entre el campesinado de 1917 en adelante”[29].
La Confederación Nacional Católico Agraria (CNCA) se integró en 18 Federaciones asociadas con más de 200.000 labradores cooperados. En el año 1919 alcanzó su punto culminante con 52 Federaciones y 5.000 entidades cooperativas, a las que pertenecían cerca de medio millón de asociados; a ello hay que añadir unas 500 Cajas Rurales con 58.000 socios.
En 1920, prácticamente todos los sindicatos católicos pertenecían a la Confederación Católica Agraria, aunque, partir de esta fecha su número se estancaría y en algunas provincias aumentarían los sindicatos agrarios socialistas y comunistas.
En 1931, con la II República Española y el cambio de las condiciones generales, la Confederación Católica Agraria se vio bruscamente afectada. No se acogió a la Ley de Asociaciones Profesionales de 8 de abril de 1932, entendiendo que no era conveniente transformar las asociaciones mixtas en diferentes asociaciones de propietarios, arrendatarios y obreros. Además, la CNCA expulsó a las Cajas Rurales, Sindicatos Agrícolas o Asociaciones federadas que tenían entre sus socios agricultores que perteneciesen a la Unión General de Trabajadores (UGT) o a otras organizaciones que defendían en su ideario la lucha de clases o que fuesen enemigos de la propiedad privada[30].
Considerando el conjunto español, el sindicato agrícola confesional tuvo durante gran parte de las primeras dos décadas del siglo XX una fuerza superior a las vías alternativas. Estaba respaldado por la infraestructura que le proporcionaba la Iglesia y, con mayor o menor intensidad estaba presente en todas las provincias.
Al término de la Guerra Civil y la toma del poder por el General Francisco Franco, la CNCA ofreció sus estructuras y experiencias para que fuesen utilizadas por el nuevo gobierno, aludiendo, ya en un plano más concreto, a la posibilidad de que les atribuyera, aunque fuera como experiencia, el Servicio Nacional del Trigo, de reciente creación (Decreto de 23 de agosto de 1937), por el cual el Nuevo Estado, “sensible al clamor campesino”, se mostrara “fiel a su decidido propósito de elevar a todo trance el nivel de vida del campo, vivero permanente de España”[31]. Sin embargo el nuevo Régimen, a pesar de su vinculación con el catolicismo, no atendió dichas peticiones.
El sindicalismo rural socialista republicano y el anarcosindicalismo
Los sindicatos católicos agrarios no fueron los únicos existentes, y en algunos lugares y períodos, tampoco los mayoritarios o los que más socios tenían. A lo largo del primer tercio del siglo XX aparecieron, en diferentes regiones, vías alternativas de asociación y de cooperativas de carácter socialista, republicano y anarcosindicalista.
Los hechos que exponemos a continuación llevaron a la constitución de muchas asociaciones agrícolas. Aunque no se encontrasen organizadas como los Sindicatos Católicos, tuvieron importancia fundamental en la organización de los trabajadores agrícolas en diferentes zonas, de forma más contundente donde predominaban los latifundios. Con principios diferentes a los de los Sindicatos Católicos que querían disimular la desigualdad social del campo, los sindicatos socialistas, republicanos y anarcosindicalistas pretendían informar y organizar a los trabajadores agrícolas. Por eso, las formas de actuar con relación a la formación de asociaciones fueron muy diferentes en un caso y en otro.
En 1881 se fundó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), principal partido político de izquierdas de tendencia republicana que siete años más tarde, en 1888, consiguieron crear su propia sindical obrera, la Unión General de Trabajadores (UGT).
Las primeras décadas tras su fundación el sindicato socialista se caracterizó por una constante preocupación con el trabajador industrial, su principal base y que desde mediados del siglo XIX participaba de movimientos de protesta, huelgas generales como la de 1854, a veces quemando máquinas y fábricas y, en todo caso, exigiendo mejores condiciones sociales y el derecho a asociarse[32].
El Partido Socialista tuvo una participación importante en la constitución de las asociaciones agrarias que actuaron en las huelgas de Teba (1902) y de Castilla la Vieja (1904)[33]. El incremento del número de sociedades de resistencia agrícola a partir de 1899, favoreció esta participación. Fueron los casos, por ejemplo de las sociedades agrícolas de las provincias de Valladolid y Palencia en Castilla la Vieja; de las asociaciones de las provincias de Orense, La Coruña y Pontevedra en Galicia; de las asociaciones de Mataró, Sueca, Castellón, Elche y Cartagena en la España mediterránea y de todas las provincias andaluzas, a excepción de Huelga y Almería[34].
Pero sería solamente a partir de 1909, con la integración de los socialistas en la vida nacional y la necesidad de ampliar las bases del partido, que surgieron nuevos planteamientos y con ellos la cuestión agraria comenzó a ser discutida. Tanto fue así, que la elaboración del Programa Agrario pasó ser uno de los temas del IX Congreso del Partido en 1913. Esta actitud hizo que regiones como Extremadura y Andalucía duplicasen el número de trabajadores agrícolas asociados.
El Programa Agrario, redactado por Antonio Fabra Ribas, aunque presentando contradicciones, fue aprobado en el XIII Congreso, en 1918. Tanto su aprobación y el incremento de la propaganda, como el empeoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores y las huelgas, hicieron que las fuerzas socialistas casi cuadruplicasen entre 1918 y 1920 y que en el mismo año, el PSOE organizase en Jaén, un Congreso Agrícola en lo que participaron 150 sociedades de cuatro provincias andaluzas (Jaén, Córdoba, Granada y Málaga). En 1922 la UGT tenía 506 asociaciones y 65.371 trabajadores agrícolas afiliados. Destacaban sobre todo las provincias de Castellón, Cáceres, Oviedo, Valencia, Badajoz y Córdoba (figura 1).
Figura 1. Afiliados agrícolas a la UGT. Elaborado por la autora a partir de Paloma Biblino, 1986, datos de los Apéndices nº 5 y nº 7. |
Con la Dictadura de Primo de Rivera (1924-1930), el PSOE dejó la cuestión agraria en un segundo plano. Hubo una debilidad en las organizaciones obreras y un retroceso en el número de afiliados, principalmente entre los jornaleros de las áreas de latifundio. Aún así se elaboraron los Estatutos de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT) en el XV Congreso de la UGT (1922); se celebró el Congreso Regional de las Sociedades Obreras adheridas a la UGT en Barcelona, en enero de 1925; se elaboró, por J. Durán, el Programa Obrero Agrícola de Cataluña, de carácter esencialmente reformista. Igualmente mereció un interés especial por parte de los socialistas la puesta en marcha del Servicio Nacional de Crédito Agrícola y se realizó una encuesta agraria elaborada por Fernando de los Ríos que tenía como finalidad obtener un conocimiento más detallado de la estructura agraria, de la producción, del intercambio y de las condiciones de vida y de trabajo de la población agraria.
Fue solamente al final de la década de 1920 con la llamada “Dictablanda” del general Dámaso Berenguer, cuando nuevamente ganó fuerza el intento de extender la organización socialista a la agricultura con un mayor interés por los temas agrarios.
Entre los hechos que reflejan este intento estaban la institución de los Comités Paritarios (tribunales arbitrales que servían de mediadores entre el capital y el trabajo), que se convirtieron en un poderoso instrumento para que los socialistas planteasen nuevamente la cuestión de la propaganda y de la organización de los campesinos. El folleto de propaganda ¡Despierta labrador!, publicado por la Gráfica Socialista en 1929, y la constitución de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra fueron los acontecimientos más importantes de un período que contribuyó decisivamente a la formación del pensamiento socialista que caracterizaría a la II República[35].
Según Jordi Pomés, el sindicalismo rural republicano desempeñó un importante papel durante buena parte del siglo XIX y del primer tercio del XX con incidencia en diferentes regiones españolas:
“Lo jugó como corriente prácticamente pionera del cooperativismo en España a mediados del siglo XIX; lo jugó en la constitución de formas sindicales agrarias para conseguir mejoras laborales o contractuales al menos desde el Sexenio Democrático y hasta la II República; lo jugó en el importante impulso asociativo popular en todo el país en los años ochenta y noventa; lo jugó dentro del influyente movimiento regeneracionista en el campo alrededor de 1900, el cual impulsó por la primera vez las cámaras agrarias en España; lo jugó en el vertiginoso desarrollo asociativo experimentado después de la ley de sindicatos agrícolas de 1906; lo estaba jugando, en fin, en aquella década de los veinte, donde se estaban asentando las bases sindicales y políticas para conseguir la instauración de la II República”[36].
A partir de 1931, con la llegada al gobierno de España, los socialistas pusieron en práctica el Programa Agrario. Tanto la coyuntura económica y política como el rápido crecimiento del movimiento en zonas agrarias como Andalucía, Castilla Nueva y Extremadura llevaron el nuevo gobierno a dar prioridad a las cuestiones sociales, legislando a favor de la modernización de la estructura de relaciones económicas y laborales del mundo agrario español (figura 1).
Con esta finalidad se promulgó en España el 9 de septiembre de 1931 la Ley de Cooperativas, que consideró la creación de federaciones y la necesidad de una integración económica entre las asociaciones agrarias. También reconocía que la cooperación debía ser obra de sus integrantes, mientras que al Estado le incumbía su fomento[37]. Como reflejo de la época en que fue promulgada, esta ley estaba marcada por un sentimiento progresista, ya que fue un paso fundamental hacia la regularización y democratización del cooperativismo, fuera del control estatal.
La Ley de Bases de Reforma Agraria aprobada por la Cámara del Congreso el 9 de septiembre de 1932 y que estuvo en vigor hasta diciembre de 1934, se propuso limitar los privilegios de los terratenientes y mejorar la vida de los trabajadores agrícolas asalariados. Según Paloma Biglino, aunque esta legislación no pretendió transformar de forma revolucionaria las relaciones de producción, lo cierto es que “fueron mucho más allá de lo que en un principio cabía esperar”. Entre otras medidas, se comprobó tanto la evolución de los salarios, como los resultados obtenidos con la política de intervención activa del Estado que restringió la posibilidad de que los grandes propietarios controlaran el mercado de trabajo[38].
Igualmente merece ser mencionada la Ley de Asociaciones Profesionales de Obreros y Patronos publicada el 8 de abril de 1932, responsable de la creación de más de 300 asociaciones profesionales. Con el objetivo de acogerse a los beneficios que la ley les proporcionaba, muchos campesinos dejaron los sindicatos agrarios católicos para afiliarse a estas asociaciones.
Como resultado del intenso trabajo realizado por el PSOE y las conquistas obtenidas por los trabajadores, deprimidos y controlados durante siglos tanto por parte de los usureros como por parte de los propósitos de la Iglesia, hubo, durante el bienio 1931-1932, un importante aumento en la cantidad de trabajadores afiliados a la UGT. El total de asociaciones de la Unión General de Trabajadores que era de 153 en 1930, pasó a 2.541 en 1932 y los 29.084 afiliados de 1930 se incrementaron a 392.953 en 1932. En la figura 1 se puede observar la distribución de los afiliados en las distintas provincias españolas.
Infelizmente, este proceso se paralizó a partir de 1933. Con el triunfo de las fuerzas conservadoras, el gobierno de Alejandro Lerroux García llevó a un retroceso en las mejoras conquistadas durante el bienio 1931-33 con la supresión de la Ley de Reforma Agraria, la reducción de los salarios y la devolución de la tierra confiscada a los grandes terratenientes, sus antiguos dueños[39].
La reacción de los trabajadores agrícolas se hizo presente en las huelgas que se duplicaron entre 1932 y 1933. En 1934 las huelgas para recuperar parte de las mejoras conquistadas durante el bienio 1931-1933 estaban generalizadas en las zonas de latifundios, como las provincias extremeñas y andaluzas, en Castilla (sobre todo en Salamanca y Zamora), norte de Zaragoza, Navarra y Alicante. La represión contra estas manifestaciones obreras fue fuerte durante el denominado “Bienio Negro” y perduró hasta febrero de 1936[40].
El proceso del asociacionismo obrero ganó un nuevo impulso tras la victoria en las urnas del Frente Popular, el 16 de febrero de 1936. En este contexto se pusieron en marcha el programa del Frente Popular en el que el PSOE defendía la expropiación sin indemnización de las tierras pertenecientes a la nobleza, al clero y órdenes religiosas, así como de los latifundios, y su entrega inmediata a los campesinos a fin de que fuesen explotadas individual o colectivamente, aunque estas medidas no pudieron aplicarse por la sublevación militar y el comienzo de la Guerra Civil.
Simultáneamente a estos hechos, y también como producto de ellos, se produjeron entre 1936 y 1939, diferentes experiencias de colectivizaciones que pusieron en práctica las ideas de Mijaíl Bakunin. Se difundieron por diferentes partes del territorio español y han sido estudiadas ampliamente por investigadores de diferentes países europeos. Aquí trataremos, aunque de modo breve, las experiencias de las colectividades campesinas.
Como el propio nombre revela, se trataban de experiencias en explotaciones colectivas organizadas en tierras abandonadas por sus propietarios huidos, o partidarios de Francisco Franco, debido al inicio de la Guerra Civil. Su acción fue reconocida por el Decreto del 5 de agosto de 1936, que declaró a los municipios depositarios de estas tierras, y por el Decreto del 7 de octubre del mismo año, que permitió la explotación de fincas rústicas sin indemnización.
Entre sus características estaban la propiedad común y por consecuencia la abolición de la propiedad privada; la autogestión y la adhesión voluntaria; el trabajo colectivo y de acuerdo con la edad de sus miembros; una remuneración equitativa y en función de las necesidades de cada familia; educación para los niños hasta los catorce años y para los adultos que quisiesen completar sus estudios, además de alquiler, electricidad y atención medida gratuita a ancianos. Como es lógico en la conducta anarquista, en estas colectividades, la disciplina y la responsabilidad de cada obrero era fundamental para la convivencia en libertad y armonía. Se exigía de sus miembros una vida austera en la que no estaba permitido el alcoholismo ni la ociosidad o cualquier tipo de abuso. Cada familia tenía una cartilla de racionamiento en la que constaba la cantidad de comida que le correspondía según el número de miembros que la integraban.
Tenían una preocupación constante con la producción y con el aumento de la productividad ya que debían abastecer las necesidades internas y además sobrar un remanente para realizar intercambios con otras colectivizaciones. Siempre que era posible, las colectividades campesinas e industriales practicaban el apoyo mutuo.
Las tareas estaban muy bien organizadas y el trabajo era distribuido de acuerdo con las posibilidades de las personas que componían los grupos. Éstos, estaban compuestos por unas diez personas, dependiendo de las especificidades de la labor que ejercían. Todos los grupos tenían un representante con el que se reunían cada sábado para decidir las faenas que debían cumplirse. El horario de trabajo era determinado de acuerdo con las diferentes épocas del año, sin embargo, si en una determinada colectivización hubiera poca faena, los agricultores de esta, podrían ser solicitados por otra comunidad donde faltaba mano de obra.
La adhesión de los agricultores a las colectividades era voluntaria ya que el respecto por la libertad era el principio fundamental de los anarquistas. Los agricultores que no se adhiriesen a la colectivización podrían participar de las asambleas, aunque solamente con derecho a voz y gozaban de ciertos beneficios colectivos. No se aceptaba que tuviesen más tierras de las que podían cultivar y se les imponía la condición de que no perturbasen el orden socialista[41].
Algunas colectividades tenían el apoyo de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), que según Gastón Leval (1977a) llegó a un millón de afiliados en 1936; otras de la UGT y en los casos de Aragón y Cataluña ciertas colectividades tenían, además el respaldo de otros partidos de izquierda minoritarios. En Levante, Hugh Thomas señala que la mayoría de las 340 colectividades eran de carácter mixto.
En el invierno de 1936-37, según Hugh Thomas, había un total aproximado de 1.500 colectividades agrícolas en la España republicana. En agosto de 1938, y de acuerdo con un informe del Instituto de Reforma Agraria, estaban legalizadas 2.213 colectividades, aunque, Aragón, Levante y Cataluña no figuraban en la estadística. Este hecho, unido a fuentes anarquistas que afirman haber existido hasta 2.700 colectividades llevó algunos autores a suponer que el número de colectividades puede haber sido mucho mayor. En conjunto, pueden haber tomado parte de las experiencias de economía colectivizadas, durante la Segunda República, cerca de tres millones de personas[42].
En Aragón, según Daniel Guérin y Hugh Thomas, eran 450 las colectividades que, de acuerdo con el segundo autor, tenía 433.000 miembros de media, unos 960 individuos por cada comunidad. En Levante, Hugh Thomas nos indica la existencia de 340 colectividades, mientras que Gastón Leval señala que a comienzos de 1938 eran 500, y a finales del mismo año el número ya alcanzaba a 900. En ambas Castillas, Gastón Leval señala que en marzo de 1938 había unas 300 colectividades con cerca de 100.000 socios que se repartían sobre todo en los dos tercios de la provincia de Madrid no conquistada por los franquistas y en las provincias de Toledo, Ciudad Real y Cuenca. Sin embargo el número de colectividades puede haber llegado a 900 y se extendido también a las provincias de Albacete y Guadalajara. Es lo que afirma Pascual Carrion, cuando se refiere a las colectividades reconocidas legalmente por el Instituto de Reforma Agraria (1973, p.136).
En Andalucía el movimiento también fue importante. Según Hugh Thomas fueron 250 los pueblos colectivizados. Sin embargo el número también puede haber sido mayor, ya que en el otoño de 1937 el secretario general de la anarcosindicalista Federación Regional de Campesinos de Andalucía indicaba la existencia de 600 colectividades. En Cataluña donde predominaban las pequeñas y medianas propiedades las cifras son contradictorias, mientras la prensa anarquista señala la existencia de 400 colectividades (citado por Walther Beckner, 1982, p.108), Hugh Thomas cita la existencia de 200 con 47.000 miembros [43].
A partir de estos datos y teniendo en cuenta la población agraria de este período, W. Bernecker afirma que sí consideramos todo el territorio español, probablemente un 18 por ciento de la población puede haber participado de estas experiencias; pero sí excluimos las regiones tomadas por los nacionalistas (Galicia, Castilla la Vieja, Andalucía y partes de Extremadura) y que estaban al margen de las colectivizaciones, el porcentaje de colectivistas se eleva considerablemente en la zona republicana. En conjunto es posible, según el autor, que tomaron parte de los experimientos de economía colectivizadora en la España Republicana tres millones de personas[44].
Por los hechos aquí explicitados se puede afirmar que tanto socialistas y republicanos como anarcosindicalistas tuvieron un papel fundamental en la formación de las asociaciones campesinas desde finales del siglo XIX, pero principalmente durante las primeras décadas del siglo XX hasta 1939 cuando empezó el período dictatorial del general Francisco Franco.
La importancia que la legislación agraria de finales del XIX y primer tercio del sigo XX tuvo para promover cambios sociales y económicos en el medio rural fue relevante. Sin embargo su efecto parece que no fue lo esperado. Hemos seleccionados algunos autores, parte de ellos ya ampliamente citados, con la finalidad de elaborar un análisis crítico sobre la repercusión que las diferentes leyes tuvieron en las condiciones de vida de del campesinado español tanto con relación a aspectos sociales y económicos como políticos.
El análisis de Juan Reventós, está relacionado con la pérdida que supuso el corto alcance de las dos principales leyes promulgadas y en vigor durante los primeros decenios del siglo XX. Sobre la Ley de Sindicatos Agrícolas comenta: “La Ley de Sindicatos Agrícolas, bien comprendida y aplicada, abría dilatado campo para favorecer a la agricultura. A su amparo se inicia un considerable esfuerzo por establecer Sindicatos Agrícolas, especialmente en las zonas vitivinícolas y trigueras. Mucho fue lo conseguido como resultado de la ley, pero más habría sido posible conseguir si hubiese existido un mayor calor y ambiente y un espíritu rural más abierto”.
Y añade con relación a los pósitos: “Fue una verdadera desdicha que los cooperativistas españoles renunciaran a la tarea de restaurar los Pósitos. Si se hubiera procurado unir a sus funciones peculiares la fundación de cooperativas de consumo y de suministro de aperos, máquinas y abonos, y las de ahorro con la fundación de Cajas Rurales, unidas a los Pósitos, y se hubieron realizado además ensayos de las diversas modalidades de seguro agrícola y pecuario, los Pósitos podían haberse transformado en la vanguardia de nuestra cooperación agrícola. Por ello creemos es posible afirmar que la cooperación española perdió con los Pósitos un precioso instrumento para desarrollarse, instrumento que solo de tarde en tarde fue aprovechado en la forma debida, perdiéndose en justa contrapartida para los Pósitos, todo el enorme caudal de ilusiones y de trabajo útil puesto en juego por los cooperativistas, que a no dudarlo habrían encauzado por firmes senderos esta secular institución”[45].
La opinión de Juan Reventós es compartida por José Luis del Arco, que afirma que “si los hombres del sindicalismo agrario hubieran puesto atención en los pósitos, aprovechando las facilidades que otorgaba la nueva ley, seguramente la suerte de éstos hubiera sido bien distinta. La acción social-católica contó con la ley de Sindicatos Agrícolas y prefirió utilizar los recursos se ésta, volviendo la espalda a los pósitos de tan desgraciada memoria aquellos días”[46].
También es compartida por Pedro Carasa Soto, quienes comenta que aunque falten estudios rigurosos, se puede afirmar que la usura en el medio rural español durante los siglos XIX y parte del XX era una práctica permanente y se presentaba de manera camuflada y de diferentes formas sobre un abanico de comportamientos y hábitos tanto en los créditos territoriales como en los personales, en especie o dinero y afectaba principalmente a los labradores propietarios, arrendatarios y aparceros:
“Se habían aumentado las necesidades con las transformaciones liberales, se habían deteriorado las viejas fórmulas de los pósitos, habían desaparecido las arcas de misericordia particulares y desde las desarmotizaciones habían sido eliminados también los censos consignados que los privilegiados del Antiguo Régimen ponían a disposición de los campesinos. En estas condiciones la actividad del crédito agrícola estaba a merced de la iniciativa privada, ante la inoperancia de la administración pública, y sujeta a las distorsiones económicas y sociales que esta iniciativa particular quisiera introducir en un campo tan sensible y abonado para ejercer influencias[47].
También hay que añadir que muchas veces los intereses de los préstamos se presentaban camuflados. Así según el mismo autor, los llamados préstamos gratuitos en que no aparece ningún interés a pagar tenían como práctica cobrarlos anticipadamente, esto es ya “embebido” en el capital. Además, coincide con otros autores al afirmar que los pósitos tuvieron mucho más importancia como forma de control social en manos de los oligarcas locales que como un instrumento efectivo para financiar la producción y el consumo en el campo y añade “Incluso la institución de crédito agrícola más vinculada al Estado cayó en la contradicción de servir mejor los intereses socio-políticos de los grupos de presión locales que de reparar los agobios económicos de los campesinos”[48].
A su vez, los comentarios de Eduard Malefakis y Samuel Garrido destacan que estas leyes no lograron sacar al campesino español de dificultades económicas importantes. Las facilidades crediticias patrocinadas por el Estado casi no existían en las zonas rurales de España, y las bancas privadas eran geográficamente inaccesibles y también indiferentes a las necesidades del pequeño propietario campesino para constituir una fuente de fondos alternativa. A consecuencia de ello, el pequeño campesino, pasaba a depender de sus vecinos más ricos, los cuales le proporcionaban créditos a tasas de interés usureras. Según Eduardo Malefakis:
“A pesar de numerosas mejoras de menor importancia a partir de 1906, todos los esfuerzos (particularmente los de Santiago Alba en 1916 y 1918) para conseguir una mayor expansión de las facilidades de crédito rural fracasaron. El Banco Hipotecario, fundado en 1873, primariamente al servicio de la agricultura, se dedicó casi exclusivamente a la propiedad urbana a partir de 1900. A una nueva institución central fundada con gesto político en 1917, se le asignaron unos fondos equivalentes solamente a la décima parte del uno por ciento del valor combinado de la producción agrícola y ganadera. Las instituciones de crédito local, o pósitos, existían en más de una tercera parte de los 9.200 municipios españoles, pero tenían unos fondos tan limitados que sus préstamos nunca excedían la cuarta parte del uno por ciento del valor de la producción agrícola y ganadera”.
Añade asimismo que “Las grandes bancas privadas no se tomaban la molestia de atender al crédito agrícola. Muchas de las transacciones requeridas por los campesinos eran demasiado pequeñas para que valiera la pena preocuparse; a muchos pequeños propietarios les faltaban unos títulos claros de propiedad de sus tierras porque no podían pagar las tasas exigidas para el registro local, y muchos pequeños propietarios no tenían propiedad alguna que pudiera servir de garantía”[49].
Entendiendo que la constitución y el posterior mantenimiento de una cooperativa pasa necesariamente por una fuente de financiación y que su ausencia implica una fuerte limitación para el desenvolvimiento del cooperativismo, Samuel Garrido alude que en el primer tercio del siglo XX las quejas sobre la manera de actuar del Banco de España eran frecuentes.
Aunque en la base 3ª del convenio de 17 de julio de 1902 entre el Estado y el Banco de España, éste se había comprometido a incluir en sus listas de crédito a los Sindicatos Agrícolas y las Cajas Rurales de “reconocida solvencia”, directores de algunas sucursales del Banco y de Cajas de Ahorro se negaban rotundamente a tratar con los sindicatos. Además estos se quejaban de las duras exigencias para la concesión de créditos ya que su solvencia era calculada según criterios mucho más exigentes que cuando se trataba de propietarios individuales.
Debido a esto, a la poca garantía que las diminutas parcelas ofrecían y la falta de registro de los títulos acreditados de dominio de las propiedades, estas eran casi siempre motivo de exclusión de la lista de beneficiados.
Los resultados demuestran que las prácticas fueron casi totalmente nulas, ya que en 1903 solo 9 entidades habían podido operar con el Banco, 12 el 1904 y 38 el 1905. Hasta 1906 fueron unicamente 102 las que consiguieron acreditarse para acceder a créditos[50].
Una realidad, que según Samuel Garrido, se arrastró durante las décadas siguientes ya que a lo largo de la década de 1920 las cooperativas continuaban quejándose del trato que recibían por parte del Banco de España i tampoco encontraron una ayuda sustancial en el Servicio Nacional de Crédito Agrícola creado por la Dictadura en 1925. La falta de un organismo oficial de crédito agrario fue una de las grandes batallas del movimiento cooperativo español del primer tercio del siglo XX.
Además, al mismo autor le llama la atención el hecho de que las condiciones del crédito agrícola a principios de siglo XX no podían ser más complicadas. Se habían establecido, como una forma especulativa de obtener créditos, la aceptación de estrategias de control social, ya que a menudo el prestamista era al propio tiempo cacique en su pueblo y ejercía influencia sobre el Ayuntamiento, la Junta Amillaradota, el Juzgado Municipal y la Recaudación de contribuciones e impuestos[51].
A estos factores, Edward Malefakis añade la desigual estructura de la tierra en gran parte de España, las deficientes condiciones de mercado; la precaria y frecuentemente intransitable red de carreteras secundarias y locales con las que contaba el campesino para llevar sus productos al mercado; y la asistencia técnica que resultaba inasequible para el pequeño productor. Las escasas escuelas agrícolas regionales establecidas con el patrocinio del Estado entre 1900 y 1910 sobrevivieron en condiciones muy precarias. La red de centros de enseñanza práctica en las aldeas, planteada para complementar las escuelas nunca se creó[52].
Con relación a las asociaciones y/o cooperativas, el comentario de Edward Malefakis no es diferente ya que “Al igual que los pósitos, las cooperativas eran numerosas pero ineficaces. Reconocidas legalmente por primera vez en 1906, las asociaciones rurales de todo tipos sumaban 1.157 en 1909, unas 2.000 en 1914 y 4.266 en 1933; quizás la mitad de ellas desempeñaban algunas funciones cooperativas (salvo en el caso de las cooperativas de crédito, que en 1914 constituían la cuarta parte del total, resulta difícil distinguir las cooperativas puras de las asociaciones de otros tipos)”.
Una ineficacia que puede ser ilustrada por dos ejemplos:
En primer lugar, aparte de las pequeñas que podían recaudar de sus miembros, las asociaciones católicas (que probablemente sumaban más de la mitad de la cifra total) se basaban para sus fondos primariamente en el Banco de León XIII, de patrocinio católico. Pero en los primeros siete años de su existencia, de 1905 a 1912, este Banco prestó a sus afiliados una media anual inferior a las 300.000 pesetas. En segundo lugar, incluso tan tardíamente como en 1933, los fondos de capital sumados de todas las asociaciones rurales locales se elevaban solamente a 99 millones de pesetas, o sea, 23.000 pesetas por asociación y 178 pesetas por miembro. Su bajo nivel de actividades aseguraba que ninguna de las cooperativas, salvo las agrupadas en la Confederación Nacional Católica Agraria, asumiría un papel político significativo a pesar de su gran número de miembros (442.206 en 1927 y 555.609 en 1933)[53].
Resaltando el aspecto político, Juan José Castillo entiende que el papel de los Sindicatos Agrícolas Católicos, obviamente con un fuerte apoyo eclesiástico pretendía en un primer plan, dificultar y si fuera posible impedir el avance de los sindicatos socialistas o anarquistas. Adoptando fórmulas que uniera a grandes y pequeños propietarios en reivindicaciones aparentemente comunes, e incorporando también patrones y empleados lo que pretendían era una “paz social” que evitara la lucha de los oprimidos por mejores condiciones de vida[54].
Referente a la Ley de Cooperativas de 1931, Sanz Jarque señala un problema fundamental: la exclusión de gran parte de las asociaciones y cooperativas agrícolas. Según el autor en dicha ley se recogían los principios fundamentales del cooperativismo marcados por la Alianza Cooperativa Internacional, si bien su aplicación en España suponía desigualdades, dejando fuera de ella a un importante grupo de cooperados. Estas desigualdades se producían al indicar que sólo las cooperativas consideradas como populares, formadas por obreros y personas de modesta condición, tendrían una especial protección y ayudas, mientras que las cooperativas profesionales, entre las que se encontraban las agrícolas, quedaban excluidas. De este modo ninguna cooperativa agrícola quiso entrar en esta Ley, pues perdería los beneficios concedidos por la Ley de 1906[55].
A manera de conclusión
Hemos podido observar a través de los autores citados, algunos de ellos ampliamente, que el cooperativismo agrario español de la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX fue fruto de la intensa labor tanto de socialistas, republicanos y anarcosindicalistas como de la Iglesia Católica, que apoyados por distintas corrientes ideológicas promovieron diferentes experiencias asociativistas. Éstas, dependiendo de la ideología que las orientaban tuvieron objetivos antagónicos. Así por ejemplo las cooperativas apoyadas por sindicatos socialistas y anarcosindicalistas buscaban la concienciación y la organización de los trabajadores hacia mejores condiciones de trabajo proporcionadas por una legislación más justa y por una reforma agraria real; mientras las organizaciones de la Iglesia, atraía a sus afiliados concediéndoles créditos agrícolas, pero defendiendo un estatus quo socio económico. Esta dualidad de intereses se refleja también en materia de créditos en la que participaron tanto el Estado como entidades privadas.
Los pósitos, y según los autores consultados, fueron una de las pocas oportunidades que tuvo el Estado liberal para crear un crédito agrario oficial convirtiéndolos en auténticos bancos agrícolas durante la segunda mitad del siglo XIX y transformándolos en cajas rurales o cooperativas de crédito durante el siglo XX. Lamentablemente no fue esto lo que se dio. En la mayoría de las provincias el caciquismo local lo utilizó como forma de control, no solo durante el siglo XIX sino también después de la Ley de Pósitos Agrícolas de 1906, en la que se otorgaron a los pósitos características similares a las cajas rurales alemanas e italianas y con posibilidad de funcionar como cajas de ahorro y de préstamos para fines agrícolas.
En el caso de las Cajas Rurales ya constituidas como cooperativas de crédito, fue el control de la Iglesia Católica, y de sus instituciones lo que impidió que éstas se desarrollasen dentro una óptica civil. Bajo conceptos como “sin ánimo de lucro y atendiendo las necesidades de los agricultores” o “mantener antes los aspectos morales y sociales que los económicos” los sindicalistas católicos defendieron su trabajo cristiano ante iniciativas del Estado como la de crear el Instituto Nacional de Crédito, hasta el punto de que los propios campesinos, influenciados por Iglesia se resistieron a aceptar su implantación.
Esta fue probablemente la principal causa por la que tanto los pósitos cómo las Cajas Rurales nunca se transformaron en entidades de crédito oficial. Los dirigentes de los pueblos de la mayoría de las provincias, representantes de las fuerzas locales económicas y religiosas, defendieron ante todo y a través de una amplia y difusa coacción, su status quo.
Igualmente, hay que señalar el cambio que supuso la Segunda República en España y cómo por circunstancias diversas, las leyes aprobadas que tanto beneficiarían a los trabajadores agrícolas, como lo fueron la de la Reforma Agraria y de las Cooperativas, no pudieron ser aplicadas integralmente sino parcialmente y solo durante un corto período de tiempo. Se trató de un “momento único”, aunque los intereses contrarios eran muchos, las posibilidades de sacar el mundo rural del atraso en que se encontraba también eran notables. Las experiencias vividas en la Segunda República, considerando también la zona republicana durante la Guerra Civil, como fueron los centenares de colectividades campesinas y cientos de miles de personas que las integraron, reflejan esto y nos hacen pensar en las innumerables oportunidades que fueron y todavía son desperdiciadas cuando la legislación inhibe o pone trabas a la organización de los trabajadores. Su organización, además de corroborar un mundo agrario mejor, puede igualmente resolver el problema de la seguridad alimentaria que actualmente afecta una parte importante de la población mundial.
Nuestro objetivo al elaborar esta breve retrospectiva del movimiento cooperativo español durante la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del XX, ha sido mostrar, a partir de diferentes investigadores del tema, cómo en España, las ideas asociativas, tanto utópicas como ácratas y también pragmáticas, tuvieron éxito en este período y promovieron la asociación de campesinos para diferentes fines. También hemos querido señalar las dificultades por las que pasó el movimiento campesino durante este período llevándolo a largos años de estancamiento y retracción debido a la falta de estímulos y apoyo y también por a la represión que sufrieron por parte de gobiernos conservadores.
Notas
[1] Este artículo está realizado a partir del capítulo 2 de mi Tesis doctoral, titulada La viabilidad de la agricultura familiar asociada: el caso del Reasentamiento São Francisco/Cascavel/PR/Brasil, presentada el día 28 de junio de 2007, bajo la dirección del Dr. Horacio Capel. Agradezco a los miembros del tribunal los comentarios y sugerencias que hicieron en el acto de presentación y defensa pública de la Tesis.
[2] Juan Reventós, 1960, p. 36.
[3] Juan Ventalló, 1904. Historia de la industria lanera catalana, Terrasa, 1904. Citado por Juan Reventós, 1960, p. 37.
[4] Para más informaciones sobre este tema ver Santiago Méndez. Cooperación Agrícola en tierras de Aliste. Derecho consuetudinario y economía popular de España, 1981, p. 36-47, tomo II.
[5] Se pueden encontrar pormenores del funcionamiento de la “lorra” (arrastre o aportamiento) en Miguel de Unamuno “Aprovechamientos comunes; Lorra; Seguro mutuo para el ganado, etc – Lorra: concepto y aplicaciones de esta institución”. Derecho consuetudinario y economía popular de España, 1981, p. 64 y 65, tomo II.
[6] Para conocer detalles sobre esta forma de organización consultar J. Piernas Hurtado “La andecha”. Derecho consuetudinario y economía popular en España, 1981, p. 133-138, tomo II, y Jesus García Fernández Sociedad y organización tradicional del espacio en Asturias, 1980, p. 157-185.
[7] Un estudio detallado de este tipo de orionganización colectiva se encuentran en las obras de Joaquín Costa Comunidad de aguas. Colectivismo Agrario en España, 1983, p. 277-299, tomo II, y de Juan Jose Cabrera de la Colina El Guadalquivir, 1990, y en la investigación de Maria Teresa Pérez Picazo y Guy Lemeunier, Água y Coyuntura Económica. Las transformaciones de los regadíos murcianos (1450-1926). <http://www.ub.es/geocrit/geocritica1-100/geo58.pdf>
[8] De Francisco Calvo García-Tornel ver la obra Continuidad y Cambio en la Huerta de Murcia (1975); de Ángel Cabo Alonso (1956), El Colectivismo Agrario en Tierra de Sayago. Revista Estudios Geográficos nº 7; de Robert Hérin, Les huertas de Murcie: Les hommes, la terre et l'eau dans l'Espagne aride (1980); de Jesús García Fernández, las obras Organización del Espacio y Economía Rural en la España Atlántica (1975) y Sociedad y Organización del Espacio Tradicional en Asturias, 1980.
[9] CAPEL, Horacio. El drama de los bienes comunes. La necesidad de un programa de investigación. Biblio 3W - Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol VIII, nº 458, 25 de agosto de 2003. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-458.htm>
[10] Para mayores detalles sobre su desempeño ver Joan Reventós, 1960, p. 47-57.
[11] Santiago Joaniquet, 1964, p. 139 y 140.
[12] Santiago Joaniquet, 1964, p. 139.
[13] Esta anomalía persistió incluso en algunos casos hasta que la Ley de Cooperativas de 1931 estableció el principio de “puertas abiertas”, universalmente aplicado por los cooperadores. Albert Pérez Baró, 1974, p. 37.
[14] Pedro Carasa Soto, 1991 hace, entre las páginas 308 y 312 un análisis sobre la evolución de los pósitos y como algunos problemas dificultaron su expansión.
[15] Para más informaciones sobre Joaquín Días de Rábago y sobre la difusión de los modelos alemanes de cooperativas de crédito Schulze y Raiffestein consultar Susana Martínez Rodríguez y Ángel Pascual Martínez Soto, 2008, entre otros.
[16] Juan Reventós, 1960, p. 138, el hecho no tiene fecha lo que imposibilita saber sí se produzco aún en el siglo XIX o en primeros del XX.
[17] Vicente Caballer, 2002, p. 272.
[18] Análisis Económico y Sociológico del Cooperativismo Agrícola, 1972, p. 26.
[19] En las Bases para un proyecto de Ley de Sindicatos Agrícolas, redactados según los acuerdos del Instituto de Reformas Sociales (Boletín IRS, n° 1, julio de 1904, p. 17 y en el Boletín del IRS de febrero de 1906, donde recoge la Ley así como los debates del Senado y Congreso de los Diputados y otras noticias de interés en sus páginas 613-616, 385-389, 475, 477. Citado por Juan José Castillo, 1979, p. 77.
[20] Ley de Sindicatos Agrícolas, 28 de enero de 1906 (Ministerio de Fomento Rafel Gasset), Gaceta de Madrid, 30-I-1906. Reproducido del Manual del Propagandista, Madrid, 1907, p. 107-108. Citado por Juan José Castillo, 1979, p. 76 y 77.
[21] Jordi Planas, 2003b, p. 88-90.
[22] Jordi Planas 2003a, p. 112.
[23] Juan Reventós, 1960, p. 117.
[24] Pedro Carasa, 1991, p. 321-343.
[25] Las estadísticas para el año 1908 elevan a 57 el número de Sindicatos que en Navarra extienden sus actividades y zona de influencia a más de 300 pueblos y a 122 el de las Cajas Rurales para 348 pueblos, número que en el año 1910 aumentó para 77 Sindicatos y 143 Cajas. Citado por Juan Reventós, 1960, p. 137 y 140.
[26] La obra Nacional Católico-Agraria, sin firma, en Ecclesia, año I, n° 11, 1-VI-1941, p.11. Citado por Juan José Castillo, 1979, p. 78 - 80.
[27] Pedro Carasa Soto (1991), p. 297. Véase también el papel que tuvo José Canalejas con relación a la cuestión agraria en España en Ricardo Robledo (2007), p. 95-113.
[28] Juan Reventós, 1960, p. 139-143.
[29] Edward Malefakis, 1972, p. 496.
[30] Revista Social y Agraria, septiembre 1933, p. 262. Citado por Juan José Castillo, 1979, p. 183.
[31] Exposición de motivos, 25-8-1937. El Reglamento Provisional se dio el 6-10-1937 (BOE), 8-10-1937), reproducido en El Campesino, septiembre de 1937, p. 2-4 y Voz Social (Villalón) de septiembre de 1937. Citado por Juan José Castillo, 1979, p. 401.
[32] Existen diferentes investigaciones sobre la implicación de los socialistas en las cuestiones sociales. Sobre la política de la vivienda y de los alquileres durante el primer tercio del siglo XX se puede consultar María Teresa Martínez Sas, 2005, disponible en <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-194-22.htm>
[33] Sobre estas huelgas y la de la Semana Trágica de 1909 se puede consultar, entre otros, Murray Bookchin, 2001.
[34] Citado por Paloma Biglino, 1986, p. 48 que en esta obra elabora un importante análisis sobre el comprometimiento del PSOE en la cuestión agraria entre 1980 y 1936. Una reseña de esta obra está disponible en http://www.ub.es/geocrit/b3w-820.htm
[35] La puesta en marcha del Programa Agrario a partir de 1931 cuando el PSOE sube al poder así como la tentativa de elaboración de la Ley de Reforma Agraria también es uno de los temas tratados por Paloma Biglino, 1986.
[36] Jordi Pomés, 2000, p. 105. El autor elabora un estudio sobre el sindicalismo rural republicano en la España de la Restauración.
[37] Un estudio sobre los principios cooperativos en la legislación cooperativista española puede ser encontrado en los textos de José Luis del Arco, Principios de una ordenación legal cooperativa y Estudio crítico de la aplicación de los principios cooperativos a las cooperativas agrícolas. Anales de Moral Social y Económica, 1964 y 1965 respectivamente.
[38] A pesar del carácter moderado de la legislación social aprobada en el primer bienio republicano se pretendió modificar la estructura agraria tradicional, limitando los poderes de la oligarquía terrateniente. Igualmente, la negociación colectiva a través de los Jurados Mixtos, la imposición a la contratación dentro de los Términos Municipales y la limitación de la jornada laboral, fueron medidas que beneficiaron a los obreros y por supuesto alteraron la posición de privilegio de los patronos (Paloma Biglino, 1986, p. 342-347).
[39] Sobre la situación económica en el campo español en el período que antecedió la Guerra Civil, ver entre otros la obra de Walther L. Bernecker, 1982, p. 92-107.
[40] Murray Bookchin hace un relato detallado del “bienio negro” en su obra Los anarquistas españoles, p. 357-383.
[41] Sobre la organización interna de las colectivizaciones y su relación con los agricultores que no quisieron adherir a ellas ver relatos en la obra de Hugh Thomas, 1973, p. 298-319. Sobre la disciplina anarquista en las colectividades industriales se puede consultar Michael Seidman, 1981.
[42] Payne, Spain Revolution, 1937 y Editorial de Espoir, 1975; Leval, citado por Richards, 1971. Citadas y comentadas por Walther Bernecker, 1982, p. 109-111.
[43] Entre los investigadores que estudiaron el tema, podemos citar Hugh Thomas, 1973; Pascual Carrion, 1973; Edward Malefakis, 1976; Gastón Leval, 1977; Daniel Guérin, 1977; Walther Bernecker, 1982; Samuel Garrido, 1996; y María Teresa Vicente Mosquete, 1990.
[44] Walther Bernecker, 1982, p. 109-111.
[45] Juan Reventós, 1960, p. 162, 169 y 170.
[46] José Luis Del Arco Álvarez, 1964, p. 80.
[47] Pedro Carasa Soto (1991), p. 307.
[48] Pedro Carasa Soto (1991), p. 300-301 y 312.
[49] INE, Primera mitad, p.30 y 50 y IRS, Subarriendos y arrendamientos colectivos de fincas rusticas (Madrid, 1921), p. 9-10. Citado por Edward Malefakis, 1976, p. 140-141, nota 42.
[50] Para mayores informaciones sobre este tema consultar Samuel Garrido, 1996, p. 80-86.
[51] No es nuestro objetivo detallar el tema. Pedro Carasa (1991), en su artículo sobre El crédito agrario en España durante la Restauración trata del asunto entre las páginas 299 y 307.
[52] Edward Malefakis, 1976, p. 143-144. Sobre las dificultades de mantenimiento de los campesinos en Mallorca ver la obra de Jaime Suau i Puig El món rural mallorquí segles XVIII-XIX (1991). Del mismo tema trata Enric Tello con relación a Cervera y Segarra en su obra Cervera i la Segarra al segle XVIII: en els orígens d'una Catalunya pobra, 1700-1860 (1995).
[53] Edward Malefakis, 1976, p. 143, nota 43.
[54] Joan Frigolé en su obra Un hombre presenta la trayectoria de un agricultor, hijo de agricultores, desde comienzos del siglo XX hasta la década de 1960 en la que relata, a través de una serie de entrevistas, además de sus valores y ideales, las dificultades vividas en aquella época.
[55] Juan José Sanz Jarque, 1974. Citado por Juan Juliá et al., 2002, p. 294.
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[Edición electrónica del texto realizada por Gerard Jori]
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Ficha bibliográfica:
ZAAR, Miriam Hermi. El movimiento cooperativo agrario en España durante la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. XV, nº 868, 15 de abril de 2010. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-868.htm>. [ISSN 1138-9796].