Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XV, nº 860, 25 de febrero de 2010

[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]


“CARACTER NACIONAL” Y DECADENCIA EN EL PENSAMIENTO ESPAÑOL

 

José Luis Ramos Gorostiza
Departamento de Historia e Instituciones Económicas I
Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales
Universidad Complutense, Campus de Somosaguas
ramos@ccee.ucm.es


“Caracter nacional” y decadencia en el pensamiento español (Resumen)

Entre los economistas “profesionales”, sólo los historicistas alemanes y J.S. Mill se acercaron a la idea del “carácter nacional”. Ésta, sin embargo, sí despertó el interés de primeras figuras del pensamiento europeo –como Hume, Montesquieu o Kant– y a veces fue empleada como un elemento interpretativo más de la realidad de los países, llegando incluso a culminar en un intento de sistematización científica a finales del XIX: la “psicología de los pueblos”. En el caso español la idea del “carácter nacional” fue siempre estrechamente unida a interpretaciones decadentistas. Así, arbitristas y regeneracionistas identificaron en los defectos del carácter español uno de los factores explicativos básicos de la decadencia socioeconómica del país. El regeneracionismo, en particular, hizo suyos algunos de los tópicos más negativos asociados a la imagen externa de España que habían sido construidos por los ilustrados franceses, y luego matizados y difundidos por los viajeros británicos de la segunda mitad del XVIII.

Palabras clave: historia del pensamiento español, carácter nacional, arbitrismo, regeneracionismo, decadencia


“National character” and decline in Spanish thought (Abstract)

Among the “professional” economists, only the members of the German Historical School and J.S. Mill tackled the question of “national character”. However, leading figures of European thought –such as Hume, Montesquieu o Kant– were really interested in this idea, which sometimes was used as an additional element to interpret the socioeconomic situation in the European countries. At the end of the nineteenth century, there was even an attempt to carry out a scientific systematization: the Psychology of Peoples. In the Spanish case, the idea of “national character” was always closely linked to the idea of decline. In this way, the Arbitrists and the Regenerationists thought that the shortcomings of Spanish national character were a basic explanatory factor in order to understand Spain’s socioeconomic decline. In particular, the Regenerationists internalized some of the most negative stereotypes associated with Spain’s external image, which had been elaborated by the thinkers of the French Enlightenment and later qualified and spread by the British travellers of the second half of eighteenth century.

Keywords: history of Spanish thought, national character, Arbitrism, Regenerationism, decline


La idea del “carácter nacional” o Volksgeist (“espíritu del pueblo”) fue utilizada por autores de la escuela histórica alemana como Roscher y Schmoller o por predecesores suyos como List, e incluso llegó a interesar poderosamente al polifacético J.S. Mill, que propuso una ciencia específica para su estudio –la Etología Política–. Sin embargo, los economistas de la corriente principal nunca la tomaron en consideración como factor explicativo, pese a que la noción de “carácter nacional” sí ocupó durante mucho tiempo un lugar importante en la mentalidad popular y en los círculos intelectuales, y a menudo fue utilizada desde dichas instancias como un elemento explicativo más a la hora de justificar la prosperidad o el declive de las naciones a largo plazo. Es decir, estamos ante un concepto que, si bien nunca formó parte del instrumental analítico de los economistas de la corriente principal, sí llegó a ser relevante en la forma popular de interpretar la realidad socioeconómica.

En efecto, desde el siglo XVII la idea del “carácter nacional” estuvo muy presente en la literatura europea, aunque no particularmente en la de naturaleza económica[1]. Se aceptaba con generalidad que los habitantes de cada nación tenían una forma de ser característica, definida por unos rasgos comunes perfectamente identificables que condicionaban su comportamiento y actitudes, y que por tanto eran un factor adicional importante a considerar a la hora de explicar el devenir de un país, ya fuese de progreso, estancamiento o decadencia. En el siglo XVIII, aunque algunos autores tan ilustres como Kant se propusieron profundizar en el significado del “carácter nacional”, lo que despertó mayor interés fue la discusión en torno a su origen, es decir, si éste derivaba de causas físico-naturales –como defendía, en otros, Montesquieu– o si respondía más bien a razones de tipo institucional –como argumentaba Hume–. El romanticismo decimonónico, con su ensalzamiento de los sentimientos y de la subjetividad, supuso el afianzamiento de la noción de “carácter nacional”, y ya a finales del siglo XIX y comienzos del XX, en un intento de dotar a la idea de mayor concreción y alcance, comenzó a desarrollarse una nueva disciplina con notables pretensiones científicas, la llamada “psicología de los pueblos”. El interés por la cuestión del “carácter nacional” aún pervivía hacia mediados del siglo XX, aunque en franco retroceso debido a las importantes críticas de que empezó a ser objeto.   

En el caso concreto de España, los arbitristas castellanos del siglo XVII dejaron traslucir algunos supuestos más o menos implícitos sobre el “carácter nacional” a la hora de investigar los obstáculos morales al crecimiento económico que habían llevado a la decadencia del país. Ya en el Setecientos, los escritos propiamente económicos de los ilustrados españoles  cuestionarán la idea misma de decadencia y no aludirán al concepto de “carácter nacional”, aunque algunos autores como Feijoo o Masdeu sí se interesaron vivamente por él. Por otra parte, éste también será utilizado por los viajeros extranjeros que visitaron la Península en los siglos XVII y XVIII, particularmente por los británicos, quienes a menudo lo pondrán en relación con la supuesta decadencia de la otrora gran potencia. Por fin, en el último tercio del siglo XIX y a comienzos del XX, coincidiendo con el auge en Europa de la aludida “psicología de los pueblos”, los regeneracionistas y algunos representantes de la generación del 98 incluirán explícitamente los supuestos defectos del carácter español como uno de los motivos fundamentales del atraso del país y reflexionarán extensamente sobre ellos. 

El propósito del presente trabajo es, precisamente, analizar cómo fue utilizada la idea del “carácter nacional” como un elemento explicativo más de la decadencia española: primero –de forma implícita– en los trabajos de algunos arbitristas del siglo XVII; y luego –ya abiertamente– en los textos de los regeneracionistas de finales del XIX y de algunos autores del 98, en los que se dejaba notar la huella de la negativa imagen de España construida por la Ilustración francesa en el siglo XVIII. Previamente a todo ello, se pasará revista a la conformación histórica del propio concepto de “carácter nacional” –que culminaría en la ambiciosa “psicología de los pueblos”– y a su utilización en Economía por parte del historicismo alemán.


Del “carácter nacional” a la “psicología de los pueblos”

Ya desde la Antigüedad Clásica, en algunos tratados de índole geográfica –como la Geografía de Estrabón– hay intentos de caracterizar de forma genérica a los pobladores de diferentes partes del mundo entonces conocido. Pero será sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XV, con la progresiva conformación de los estados-nación en un marco de creciente rivalidad, cuando estas caracterizaciones psicológicas irán cobrando mayor relevancia como medio de reafirmación de una identidad diferencial, muchas veces tomando como modelos descripciones procedentes de autores clásicos o de textos medievales. En cualquier caso, se trata de imágenes a menudo contradictorias, que van de lo apologético a lo denigratorio, pues están muy influenciadas por los propios intereses nacionales frente a los de las naciones consideradas enemiga[2]. Es decir, el sentido de identidad se basaba en buena medida en un contraste negativo frente al otro. Ello, sin embargo, no será impedimento para que poco a poco vayan calando determinados clichés sobre los diversos pueblos europeos[3].

El siglo XVIII se acercan abiertamente a la cuestión del “carácter nacional” tres grandes nombres de la historia intelectual de Occidente: Kant, Montesquieu y Hume[4]. El primero de ellos con la pretensión de depurar el concepto, y los otros dos polemizando sobre el  origen de las características nacionales, tal como hicieron muchos intelectuales y viajeros de la época. De cualquier forma, lo que parece no ponerse nunca en duda es la idea misma de la existencia de un grupo de rasgos distintivos del carácter compartidos por una colectividad nacional.

Kant (1991[1798]), tras referirse a los rasgos específicos comunes de la especie humana, o a sus facultades intelectuales y afectivas (conocimiento, sensibilidad y pasión), aborda la cuestión de los caracteres nacionales. Lo hace en una sección concreta dedicada al “carácter del pueblo”, incluida en la segunda parte de su Antropología en sentido pragmático, que a su vez titula “Característica antropológica” o “De la manera de conocer el interior del hombre por el exterior”. Dicho título es muy revelador, pues el filósofo alemán entiende que los caracteres tienen un reflejo fisonómico en rasgos y gestos. La aludida sección recoge numerosas observaciones, no exentas de estereotipos –como se verá luego para el caso español–, relativas al carácter específico de diversos pueblos europeos tal y como éste manifestaba ser en la época.

Montesquieu (1980[1748]: 197-248) fue sin duda el más destacado representante de la idea de la influencia del medio físico en la civilización, tal como puede apreciarse en los libros XIV a XVIII Del espíritu de las leyes. Si el punto de partida de la Ilustración, coherente con la creencia en la idea de progreso y base de los proyectos universalistas, era la identidad básica del género humano tanto en lo físico como en lo moral, había que explicar entonces las grandes diferencias existentes en las costumbres y las instituciones. Es decir, dado que la naturaleza humana era única y los hombres esencialmente iguales en cuanto a capacidades físicas y mentales, era preciso dar razón, por ejemplo, de los grandes contrastes existentes entre pueblos “civilizados” y “salvajes”. Pues bien, continuando una larga tradición intelectual que en sus orígenes remotos podría remontarse al mismo Hipócrates y que en Francia contaba con representantes tan ilustres como Jean Bodin, Montesquieu justifica todo tipo de diferencias culturales a través de un extremado ambientalismo climático, afirmando además que las leyes, para poder ser consideradas buenas, debían adecuarse a su vez a la diversidad de costumbres y temperamentos inducida por el clima. En concreto, en relación al carácter de los distintos pueblos Montesquieu sostiene que lo que hace que éstos difieran sustancialmente es el clima. Así, por ejemplo, intenta demostrar que los climas fríos producen un mayor vigor, que va acompañado de virtudes tales como la valentía, la seguridad, la confianza y la franqueza, así como de poca sensibilidad para los placeres[5].

Las rotundas tesis ambientalistas de Montesquieu fueron ampliamente atacadas en su época, siendo Hume –al que seguidamente se hará referencia– uno de sus críticos más destacados[6]. Sin embargo, en un tono más matizado, dichas tesis también encontraron eco en buen número de autores europeos de muy diverso bagaje intelectual, tales como el afamado médico William Falconer, el miembro de la ilustración escocesa Adam Ferguson, o el jesuita español Juan Francisco Masdeu[7].

Hume (2008[1748]: 217-8) comparte la afirmación de que “cada nación tiene un conjunto peculiar de costumbres y que es más fácil encontrar algunas cualidades en un pueblo que entre sus vecinos”. Sin embargo, condena la tendencia de la gente a exagerar “su creencia en la idiosincrasia de una nación”, de forma que no se admitan excepciones una vez que se asume que un pueblo es, por ejemplo, corrupto, cobarde o ignorante. Por otra parte, niega rotundamente que cualidades físicas como el aire, la comida o el clima actúen lentamente en el temperamento, “alterando el tono y el hábito del cuerpo y proporcionando una complexión particular”. Hume se inclina más bien por lo que llama causas morales, esto es, “todas las circunstancias que actúan en la mente como motivos o razones, y que nos habitúan a un conjunto de costumbres determinado”. Entre ellas, cita la naturaleza del gobierno, las revoluciones de la sociedad, la abundancia o penuria en que vive el pueblo, o la situación de una nación con respecto a sus vecinas.

Su argumentación en contra de la influencia de factores físicos en el carácter y las costumbres es prolija y se asienta en ilustraciones concretas[8]. Así, por ejemplo, alude al caso de China, un  gran imperio extendido sobre climas muy diversos en el que sin embargo domina una gran homogeneidad en las costumbres, mientras que en Europa pueden encontrarse pequeños países contiguos de clima similar cuyos caracteres son bien diferentes, pues mantienen poca comunicación y escaso contacto comercial. También se refiere al hecho de que pueblos diseminados por los más variados entornos físicos –como los judíos o los armenios– conserven una gran similitud en sus usos, o a que las grandes potencias europeas hayan conseguido trasladar su idiosincrasia nacional a colonias creadas en zonas de naturaleza tan peculiar como los trópicos. Por último, critica con contraejemplos algunas afirmaciones específicas muy extendidas en su época, como que el sol diese a la gente del sur una vivacidad peculiar y un especial gusto por la belleza. Sólo está dispuesto a conceder –aunque con muchas reservas– que el clima puede explicar la mayor tendencia al consumo de alcohol de los habitantes de las regiones del norte y la mayor inclinación a la pasión y las mujeres de los del sur.

En el siglo XIX, la idea de “carácter nacional” cobra nuevos bríos al servicio del naciente nacionalismo romántico, en un momento de “subjetivismo ostentoso y afán incontenible de ampliación de lo espiritual”, y bajo el influjo del idealismo filosófico[9]. Frente al cosmopolitismo racionalista ilustrado, autores prerrománticos alemanes como Fichte o Herder habían apuntado la idea del Volksgeist o “espíritu del pueblo” en su defensa de la existencia de realidades nacionales diferenciadas, dotadas de rasgos definitorios comunes (culturales, raciales, psicológicos, etc.) de naturaleza inmutable y a-histórica, que eran anteriores a –e independientes de– las individualidades que formaban la nación en un momento dado. Es decir, el pueblo o la nación era una entidad orgánica, con vida propia, y –como sostenían los hermanos von Schlegel– cabía aproximarse a la comprensión de su “espíritu” a través de manifestaciones socioculturales tales como la literatura, el arte, la lengua o las costumbres. En este contexto es en el que nace la idea de “psicología de los pueblos” (o Völkerpsychologie), que parece haber sido acuñada originalmente por Wilhelm von Humboldt como parte de un enfoque de antropología comparada, en el que se presuponía la existencia de una estrecha relación entre el lenguaje, el pensamiento y la mentalidad de los pueblos[10]. Bajo su influencia, Moritz Lazarus y Herman Steinthal crearían en 1860 la Revista de psicología de los pueblos y de las ciencias del lenguaje[11], partiendo de la idea de que los aspectos sociales y culturales de la vida de los individuos eran responsables de la constitución psicológica de éstos[12]. Esta línea de pensamiento se apoyaba en gran medida en la distinción previa hecha por J. S. Mill entre la Psicología como ciencia de las leyes elementales de la mente, que debía fundamentarse en la experimentación y la deducción, y la Etología, que analizaría el tipo de carácter producido en conformidad con dichas leyes generales, y que se basaría en generalizaciones aproximadas[13].  

El verdadero impulso para la “psicología de los pueblos”, sin embargo, llegaría con la obra de Wilhelm Wundt, que adoptó también la visión dual de Mill a la que antes se hacía alusión. Por un lado, Wundt fue el creador de la psicología experimental y fundó el primer laboratorio de dicha disciplina en Leipzig en 1879: se trataba de estudiar los procesos psicológicos elementales, tales como las sensaciones, la percepción, las emociones, etc. Por otro lado, sin embargo, Wundt (1990[1912-3]: v-viii; 1-10) consideraba que los procesos psicológicos superiores como el pensamiento o la memoria tenían un fuerte carácter social, pues se veían influenciados y transformados por factores culturales. Es decir, la cultura participaba de forma importante en los “procesos espirituales superiores”, y por tanto el estudio de tales procesos no podía ser individual y experimental, sino que debía basarse en el análisis histórico y descriptivo de productos culturales colectivos como el lenguaje, las costumbres, los mitos, la religión, el arte o los sistemas morales. Wundt desarrolló estas ideas en los diez volúmenes –publicados entre 1900 y 1920– que constituyen su ambiciosa Psicología de los pueblos, así como en un trabajo más breve y sintético, Elementos de Psicología de los Pueblos (1912-13), cuyo prólogo e introducción aportan las claves básicas de sus planteamientos. Otros estudiosos alemanes destacados fueron Rudolf Hildebrand, Elias Hurwicz o Willy Hellpach.

El auge que alcanzó la “psicología de los pueblos” en Alemania fue simplemente una manifestación más de la importancia que llegaron a adquirir allí las llamadas “ciencias de la cultura” (Kulturwissenschaft) entre mediados del siglo XIX y comienzos del XX[14]. En cualquier caso, dicha importancia se dejó sentir en la escuela histórica alemana, tanto en el ámbito del derecho –con Savigny– como en el de la economía. Roscher, por ejemplo, defendía la consideración orgánica de la vida socioeconómica como despliegue del “espíritu del pueblo” (Volksgeist)[15], mientras que Schmoller consideraba que la economía política, para servir de base a la política social, habría de convertirse en una ciencia de la sociedad (sobre el desarrollo histórico de la moral, la ley y las instituciones), que a su vez debía entenderse como parte de una ciencia general de la cultura: el mercado, el estado o la empresa –por ejemplo– tenían que ser considerados en un contexto específico prevaleciente de ideas, normas y sistemas morales, el cual era de hecho la cristalización del espíritu del pueblo o Volksgeist. Es decir, la economía no podía desligarse del tiempo histórico ni de la idiosincrasia nacional[16]. Previamente Friedrich List, uno de los predecesores del historicismo opuesto al individualismo de la escuela clásica, había tomado ya como presupuesto implícito de partida la existencia del Volksgeist, que llevaba aparejada la idea de singularidad en el terreno económico: cada pueblo debía tener su propia política económica, coherente con su “espíritu” específico y conducente al completo desarrollo de las potencialidades productivas de la “nación”[17].

También en el mundo francófono floreció un gran interés por la “psicología de los pueblos”, aunque sin el enfoque ni las pretensiones de rigurosa fundamentación teórica que tuvo en Alemania. Se trataba simplemente de describir e interpretar el carácter de los distintos grupos humanos, de los que la nación era el tipo más representativo. Así, por ejemplo, entre los autores más conocidos cabe citar a Gustave Le Bon (1841-1931) y sus Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos (1894), y a Alfred Fouillée (1838-1912) y su célebre Bosquejo psicológico de los pueblos europeos (1903)[18].

Los estudios sobre la “psicología de los pueblos” o el “carácter nacional” siguieron desarrollándose a buen ritmo en la primera mitad del siglo XX, e incluso conocieron un nuevo impulso hacia mediados de la centuria de la mano de autores como la afamada antropóloga norteamericana Margaret Mead o el politólogo británico Sir Ernest Baker[19]. Sin embargo, para entonces toda esta literatura –repleta de tópicos y generalizaciones superficiales– empezó a ser objeto de críticas importantes, que ponían en duda la misma existencia de un “carácter nacional” que se presuponía único y permanente. En definitiva, se cuestionaba una noción vinculada a dudosas “uniformidades” en el seno de las entidades nacionales, que además había sido objeto históricamente de usos cambiantes[20]


El “carácter español” y los obstáculos morales al crecimiento económico en el arbitrismo

Entre las notas que habían caracterizado al español del siglo XVI en la literatura nacional y extranjera estaban el orgullo y el carácter altivo y distante de quien se sabe parte de una especie de pueblo elegido, victorioso en sus empresas y con una posición de dominio en Europa. Ya en el siglo XVII, y a pesar de que el país entra en declive, esta misma caracterización se mantendrá esencialmente en la concepción que los propios españoles tenían de sí mismos –arrogancia, frialdad y aire de dignidad–, tal como mostró Herrero García (1966: 58-103) a través de una gran variedad de textos de la época de muy diversa procedencia[21]. Sin embargo, lo novedoso es que ahora se empezarán a destacar crecientemente, por activa o por pasiva, lo que se consideran defectos del carácter nacional, poniéndolos en conexión directa con la decadencia del Imperio. 

Según expone Caro Baroja (2004: 52), el Padre Benito de Peñalosa, en su célebre Libro de las cinco excelencias del español que despueblan a España (1629), habla de los españoles de la época como gente de excesos que conducían a la ruina del país: religiosos en extremo y con un marcado orgullo militar, de linaje, de monarquía y de generosidad. Tan exageradas “virtudes” podían interpretarse, desde otra perspectiva, como evidentes defectos: fanatismo religioso, fanfarronería y afición a las armas, actitud de desprecio hacia los “inferiores” y hacia las supuestas ocupaciones viles, soberbia belicista, y ostentación vana. Pues bien, los arbitristas del siglo XVII, al investigar los obstáculos morales al crecimiento económico que contribuían a la decadencia hispana, se refirieron en buena medida estos mismos defectos del carácter español como un presupuesto de partida más o menos implícito de sus argumentaciones[22].

La religiosidad exacerbada estaría relacionada con la cuestión del exceso de vocaciones religiosas que tanto preocupó a los arbitristas, pues suponía serios problemas económicos, a saber: una creciente cantidad de bienes amortizados y un elevado número de trabajadores improductivos. En efecto, los religiosos (curas, monjes, etc.) eran considerados trabajadores útiles aunque improductivos; el problema estaba en que la cantidad de población consagrada a dichas ocupaciones había llegado a ser desproporcionada en relación a la dedicada a otros oficios productivos, y por eso mismo perjudicial[23]. Además, un excesivo número de clérigos facilitaba que la relajación de costumbres y la ociosidad arraigasen dentro el propio estamento religioso[24].  

El gusto por la ostentación y el despilfarro (que Peñalosa llama “orgullo de generosidad”) derivaba en el problema del lujo y se relacionaba asimismo con la excesiva cantidad de gente en la Corte, aspecto que también denunciaron con insistencia los arbitristas. Moncada (1974[1619]: 198), por ejemplo, se refiere a los perniciosos efectos de despoblamiento interior y de disminución de las rentas reales asociados a la concentración en la Corte, que se llenaba de gente ociosa en espera de una merced y se convertía en “un mar de vicios y viciosos”. Por su parte, el lujo excesivo no sólo causaba perjuicios morales en la población, propiciando el abandono de la vida sencilla y virtuosa, sino que además tenía negativas consecuencias económicas: para los agraristas –como Deza, Fernández de Navarrete o López Bravo– inducía al abandono de la agricultura en favor de profesiones inútiles, y para los industrialistas –como Moncada o Martínez de Mata– era pernicioso si se centraba en el consumo de productos extranjeros que la nación no producía[25]

El “orgullo nobiliario o de linaje” se vinculaba al aplauso de la ociosidad y al desprecio hacia el comercio, la industria y los oficios[26], que a su vez se relacionaba con el deseo de vivir de las rentas no fruto del trabajo (como censos y juros o mayorazgos). Mateo López Bravo (1977[1627]: 264-5) fue quizá quien hizo la crítica más amplia de la ociosidad y de sus perniciosos efectos en la riqueza, pero los textos sobre el tema son muy abundantes entre los arbitristas y otros muchos autores de la época[27]. Por otra parte, se consideraba que censos y juros inducían al abandono de las actividades productivas –tal como indica por ejemplo González de Cellórigo (1991[1600]: 72)–, en tanto que los mayorazgos, al vincular la propiedad de las tierras y sus rentas, facilitaban también el vivir sin trabajar.

Por último, el “orgullo militar” y el “de monarquía” llevaban a ensalzar la violencia como fuente de honores, y se reflejaban en las desmedidas y constantes empresas bélicas de la Monarquía hispánica, que anteponía el prestigio a la prosperidad del imperio. Los arbitristas no podían criticar este hecho directamente, pues resultaba impensable poner en cuestión al Trono, pero sí se ocuparon en detalle de los problemas de la Hacienda Real, que se veían necesariamente muy agravados por los gastos ingentes asociados a las continuas guerras. Aunque se refirieron a la moderación del gasto, se centraron sobre todo en los perjuicios relacionados con el sistema de impuestos, que se concretaban en el daño a los sectores productivos. Así, muchos autores denunciaron las excesivas cargas fiscales y su desigual reparto personal y regional. Pero además, algunos fueron incluso conscientes de las consecuencias negativas del envilecimiento monetario que tan habitualmente se practicó en el siglo XVII en el intento desesperado por recabar ingresos extraordinarios (Perdices, 1996: 118-25).


La imagen externa de los españoles en el siglo XVIII: el carácter como factor de atraso

En los escritos económicos españoles del siglo XVIII se va a continuar hablando  de cuestiones tales como la ociosidad, el lujo alimentado con productos extranjeros, o el exceso de trabajadores improductivos, pero ahora serán puestas básicamente en relación con problemas de tipo institucional, y no con supuestos defectos del “carácter nacional”, siquiera de forma implícita. De hecho, la noción misma de “carácter nacional” se verá cuestionada –sin llegar a ser negada– por el Padre Feijoo ya en la primera mitad de la centuria, y luego por José Cadalso al final la misma[28]. Y otros autores, como Bernardo de Ulloa (1992[1740]), directamente la considerarán absurda.

Por otra parte, la decadencia de España no va a ser asumida de modo general y sin matices por los intelectuales españoles, conscientes de los esfuerzos modernizadores que se habían venido llevando a cabo ya desde el reinado del último de los Austrias, Carlos II. Así, por ejemplo, Jovellanos, el autor más destacado de la última generación de ilustrados, romperá por completo con la idea de decadencia, mientras que la práctica totalidad de los economistas españoles de la segunda mitad del XVIII –desde una mirada bien informada– harán gala de un claro optimismo en relación a las posibilidades de crecimiento de la economía española, pese a reconocer su atraso relativo frente a las grandes potencias europeas de la época[29].

Entre los extranjeros, sin embargo, en agudo contraste con la opinión de los ilustrados españoles y con la propia realidad del país[30], sí se mantendrá con persistencia la visión de España como una nación aletargada, decadente en todos los aspectos (político, económico, cultural, etc.), y además, con pocas perspectivas de cambio. En cualquier caso, España –que había quedado al margen del Grand Tour– será un país mal conocido durante buena parte del Setecientos, y quizá por ello los tópicos más negativos sobre el carácter español heredados de fuentes literarias y libros de viajes del siglo XVII –como fanatismo, superstición, ignorancia y pereza–, se verán a menudo reforzados y tenderán a ser presentados popularmente como una de las causas básicas del atraso. Hay quien se refiere incluso a un verdadero reverdecimiento de la “leyenda negra”, que habría tomado nuevo ímpetu en el Siglo de las Luces[31].

En particular, los ilustrados franceses –desde una mezcla de frivolidad, falta de curiosidad y absoluto desconocimiento– desempeñarán un papel fundamental en la difusión por toda Europa de imágenes muy negativas sobre España y los españoles[32]. Así, por ejemplo, Montesquieu (1986[1721]: 115-8), en la “Carta LXXVIII” de sus Cartas persas, hablará de que el clima hacía vagos a los españoles, que gustaban de cantar y tocar la guitarra, mientras que la tradición religiosa les convertía en fanáticos y supersticiosos, amantes de la Inquisición. Y añadirá que en los libros españoles no debía buscarse entendimiento, pues sus bibliotecas no eran más que un compendio de novelas a un lado y escolásticos a otro: “cualquiera diría que ha hecho ambas partes y reunido el todo un enemigo secreto de la razón humana[33]. En la misma línea, Voltaire admitirá que España era un país tan desconocido como África, pero asegurando al mismo tiempo que no valía la pena conocerlo[34]: la sana filosofía había sido siempre allí ignorada y la Inquisición y la superstición habían perpetuado los errores escolásticos[35], algo que también resaltaba el Abate Raynal en su famosa Historia de las Indias (1770). Algunos –como el barón Friedrich Melchior von Grimm– llegarán incluso a poner en duda que el papel de España en Europa hubiera sido en el pasado tan importante como se decía, al juzgar a los españoles demasiado inactivos para llevar adelante empresas con energía, mientras que otros –como Nicolas Masson de Morvilliers– no tendrán empacho en afirmar la absoluta incapacidad científica de los españoles[36].

Ya a finales del siglo XVIII el juicio del gran filósofo alemán Immanuel Kant (1991[1798]: 269-270) no era mejor que los anteriores, y demostraba que las invectivas de los ilustrados  franceses habían calado hondo en toda Europa:

“Lo malo es que el español no aprende de los extranjeros, ni viaja para conocer otros pueblos; que está en las ciencias retrasado de siglos; que, difícil a toda reforma, está orgulloso de no tener que trabajar; que es de un espíritu romántico, como demuestran las corridas de toros, y cruel, como demuestra el antiguo auto de fe, y que revela en su gusto, en parte, su origen extraeuropeo”.

Así las cosas, los divulgados e influyentes textos de los viajeros británicos que visitaron España en la segunda mitad del siglo XVIII, tienen al menos el mérito de no haberse dejado llevar por los estereotipos heredados sobre el carácter español, que contribuyeron a revisar en cierta medida[37]. No obstante, su visión de España, a la que ven siempre en franca decadencia, aún está llena de prejuicios –quizá interesados–  e incluso errores de bulto.

Es cierto que los defectos del carácter nacional serán para muchos viajeros británicos un elemento significativo a considerar a la hora de explicar la supuesta decadencia del país, pero dichos defectos se achacarán en último término a razones de tipo institucional (un mal gobierno absolutista, una Iglesia autoritaria, opresiva e ignorante, y una nobleza negligente que no asumía sus responsabilidades sociales)[38]. Es decir, el carácter era en realidad un simple reflejo de unas malas instituciones que habían limitado la libertad, alentado la superstición y ahogado el debate intelectual. Jardine (2001[1788]: 228; 272-4), por ejemplo, hablaba de la decadencia del carácter de los españoles, de forma que los defectos y malas costumbres habían acabado predominando sobre las muchas virtudes (magnanimidad, generosidad, cordialidad, franqueza, perseverancia, etc.); esto es, las buenas cualidades en potencia del español habían quedado finalmente sepultadas bajo la indolencia, la arrogancia y el fanatismo. Pero en cualquier caso, los viajeros dejaron claro que muchas de las inconveniencias que se habían venido imputando tradicionalmente a los españoles, como su carácter hosco, celoso y vengativo, eran completamente falsas, y al mismo tiempo negaron que sus defectos fueran intrínsecos: los españoles no eran por naturaleza poco laboriosos, ignorantes, intransigentes o altaneros; era simplemente cuestión de incentivos, educación y valores sociales[39]


Los defectos de la “psicología del pueblo español” y la decadencia socioeconómica: el regeneracionismo y los autores del 98

Como es sabido, desde comienzos del siglo XIX los escritores y viajeros románticos extranjeros, principalmente franceses e ingleses (Mérimée, Gautier, Borrow, Ford, etc.), iban a difundir una nueva imagen de España en la que primaba lo pintoresco, lo exótico, lo primitivo y lo tradicional. El español había dejado de ser el tipo reflexivo, grave y orgulloso de los siglos XVI y XVII y era visto ahora como un ser ardiente, apasionado y espontáneo. Se buscaba la autenticidad –la esencia de lo español– en lo rudo, lo peculiar o lo marginal (los toros, el flamenco, el mundo gitano, la Andalucía popular y orientalizante, etc.). Pero, como indica Torrecilla (2004: 175-183), esta imagen no era en realidad un producto extranjero, sino que había sido fabricada deliberadamente en la segunda mitad del siglo XVIII por una parte de la nobleza española, que reaccionó contra el sofisticado afrancesamiento de las costumbres y los modos de pensar a través de lo que se ha llamado el “majismo” o “aplebeyamiento”, buscando la identidad nacional en toda su pureza en el pueblo llano, ignorante y elemental. Es decir, lo que comenzó siendo una reacción nacionalista se acabó convirtiendo luego en referente clave del exotismo romántico para las sociedades europeas industrializadas del siglo XIX, una válvula de escape a la uniformidad y el hastío del entorno burgués[40].

Por otra parte, sin embargo, la visión romántica de España, además de ensalzar la imagen de exotismo y premodernidad a la que se acaba de aludir, siguió desarrollando las ideas de oscurantismo y fanatismo que venían de la Ilustración francesa, e incidiendo en la noción catastrofista de la decadencia imparable del país. Ésta era relacionada a su vez con el mito del “buen pueblo” y el “mal gobierno” que –como se ha visto– ya estaba presente en las visiones de los viajeros británicos de la segunda mitad del siglo XVIII. En cualquier caso, los viejos tópicos sobre los españoles se mantendrán en lo esencial, aunque cambiando las formas[41].

Lo relevante es que esta negativa imagen externa de España y de los españoles acabó incidiendo en la propia percepción que los españoles tenían de sí mismos, de su pasado y de la influencia de éste sobre su presente. Es decir, dicha imagen negativa se proyectó en la propia conciencia nacional y sobre el análisis de los propios problemas históricos[42]. De hecho, ya algunos liberales[43], pero sobre todo los regeneracionistas, interiorizarán la percepción negativa de España recibida desde fuera –que la presentaba como un país diferente y anormal, y ofrecía un esquema simplificador de su historia en torno a la “piedra filosofal” explicativa de la decadencia–, exacerbando la autocrítica[44]. O como lo plantea Carmen Iglesias (1998: 425), la España de pandereta y la España negra se aliaron en los tópicos y lugares comunes del paso de siglo, prendiendo en grupos enteros de españoles.

En concreto, en un clima de creciente pesimismo interno[45] y sentimiento de fracaso histórico agravado por la derrota militar de 1898 y el clientelismo político, el carácter español fue considerado por los regeneracionistas y los autores del 98 como un elemento problemático que era importante tener en cuenta para entender la decadencia del país en su verdadera dimensión, y que sólo la educación podía reformar[46].

Costa, principal representante del regeneracionismo, conocía bien los planteamientos alemanes sobre el espíritu de los pueblos, y consideraba a éstos como organismos vivos[47]. Por eso no duda en emplear la idea de la psicología de los pueblos y la existencia de una mente colectiva como un elemento interpretativo más de la difícil realidad nacional. En relación al “alma española”, Costa subrayaba la idea de rigidez y petrificación social:

“Desde aquel que fue nuestro Siglo de Oro, la decadencia de España ha corrido uniforme, continua [….]. Hemos caído por una causa permanente […] porque carecíamos de condiciones para caminar al paso de los demás. Y hasta para tenernos en pie. En esta exploración del alma española se me ha descubierto como carácter fundamental nuestro espíritu hecho dogma, inerte, rígido, sin elasticidad, incapaz de evolución y hasta de enmienda, aferrado a lo antiguo como el molusco a la roca, que retrocede cuando todos acrecientan, que se deja invadir y colonizar el solar propio”[48] (Costa, 1973[1906]: 160).

Pero ya antes Lucas Mallada (1989[1890]: 45-66) había dedicado un capítulo completo de Los males de la patria a “los defectos del carácter nacional”, describiendo a los españoles por su flojedad de espíritu como individuos soñadores o fantasiosos, incapaces para la ciencia, que además se distinguían por su indolencia, pereza y apatía (aunque Mallada admitía que a veces la holganza era forzosa, dada la falta de oportunidades para trabajar). En cualquier caso, la “inmensa pereza” repercutía en la ignorancia o falta de conocimientos mínimos, y la consiguiente pobreza de espíritu encontraba su salida natural en la aludida fantasía[49]. Lo destacable aquí es que, a lo largo de párrafos sin desperdicio, Mallada profundizaba y se explayaba implacablemente sobre los tópicos más negativos que habían venido cultivando muchos extranjeros en su visión del carácter español, incidiendo además en los lugares comunes de la intolerancia inquisitorial y del despotismo como claves de la evolución histórica española, repetidas una y otra vez en los textos regeneracionistas.

Ricardo Macías Picavea (1991[1899]: 147-156) también dedicó un capítulo de El problema nacional a diseccionar la mentalidad española. Identificaba en ella dos rasgos fundamentales: el predominio de la pasión sobre la voluntad y la sustitución del principio de justicia por el sentimiento de amistad y afecto. Esto último conducía a la “postergación del mérito”, y hacía que el favoritismo y el parasitismo se impusieran al derecho en la organización y el gobierno de la sociedad. Por su parte, el primer rasgo aludido llevaba a la improvisación (“vivir al día” y “fiarnos a las contingencias del mañana”), y a un marcado subjetivismo (“locos impulsos imaginados en vez de prudentes motivos reales”). Asimismo, provocaba una “perpetua contradicción entre juicios y obras” –que acababa resultando frustrante– y una “falta de valor cívico”. 

Al margen de estas obras principales del regeneracionismo, en casi todas las de dicha corriente encontramos una referencia a los defectos del carácter nacional como elemento explicativo fundamental a tener en cuenta para entender la decadencia del país. Así, por ejemplo, Luis Morote (1997[1900]: 87-91), en La moral de la derrota, hablaba de la mezcla de un negativo instinto separatista y un positivo sentimiento de independencia que habría caracterizado al español desde los celtíberos. En el pasado, ambos aspectos habían estado en pugna constante dando lugar a diversas etapas históricas, pero recientemente habían degenerado en un segregacionismo disolvente. Así, el “problema nacional” era sencillamente la expresión histórica de esa doble vertiente del carácter del español que se reflejaba en tendencias opuestas de autonomía y centralismo. Por su parte, Damián Isern, en Del desastre nacional y sus causas (1899), hacía una crítica de la mentalidad del pueblo español, al que consideraba afectado por un desequilibrio psicológico secular que se reflejaba en unas instituciones que no respondían a las exigencias sociales y en una educación que estimulaba la imaginación y la fantasía. Y César Silió también dedicó un capítulo completo de su Problemas del día (1900) a “La civilización y la moral”, aludiendo a los tópicos de atonía, falta de ideales y letargo[50].

La relevancia otorgada al carácter nacional por los regeneracionistas estaba en consonancia con el apogeo que vivía en toda Europa la llamada “psicología de los pueblos”, que por aquellos años también empezaba a difundirse por nuestro país, y no sólo en forma de traducciones[51]. Además, entre 1898 y 1899 se publicó en “La España Moderna” la obra de Fichte Discursos a la nación alemana. Regeneración y educación de la Alemania moderna, de notable influencia en los intelectuales españoles, que reforzaba un ambiente propenso a la elaboración de psicologías nacionales[52]. Así, Rafael Altamira, su traductor y prologuista, escribiría en 1898 una serie de artículos que luego recogería en Psicología del pueblo español (1902). Fue una obra bien recibida en los círculos regeneracionistas que conocería una segunda edición en 1917. Para Altamira los defectos fundamentales del español radicaban en la poca estima de lo propio y la falta endémica de interés común. Ambos se relacionaban a su vez con la carencia de un patriotismo activo y con la existencia de “disociaciones espirituales” –los regionalismos catalán, gallego y vasco– que afectaban seriamente a ese organismo social, con personalidad propia, que era España[53]. En términos más concretos, Altamira identificaba también una falta de voluntad esencial en la masa popular, a la que consideraba “abúlica”, y que se definía por su falta de aspiraciones y su excesivo conformismo. Asimismo, se refería a un difundido escepticismo frente a la valía del saber[54]. La curación de estas enfermedades del alma española era cuestión pedagógica, no política: devolver al pueblo la fe en sus cualidades y en su actitud para la civilización, y recuperar la conciencia de identidad en el pasado histórico revitalizando los valores en los que aquel se había fundado[55].

Finalmente, los autores del 98 se vieron también muy influidos por el ambiente psicologista de la época a la hora de enfrentarse al entonces omnipresente “problema de España”: el “alma española” estaba desorganizada y enferma y ello explicaba en buena medida la situación de abatimiento general que vivía el país. Ganivet y Unamuno serán los más destacados representantes de este planteamiento[56]. Ganivet (1964[1896]: 125-6) identificaba el trastorno básico del carácter español en la “abulia”, el “no querer”, “la extinción o debilitación grave de la voluntad”. Ello a su vez derivaba en la tendencia a la debilidad de la atención, la producción de “ideas fijas” que llevaban a una impulsión violenta (violencia, guerras civiles, conflictos sociales, etc.)[57].

Por su parte, Unamuno indagó en el espíritu del pueblo español en su obra En torno al casticismo (1895)[58]. El principal problema era que se trataba de un “espíritu disociativo, dualista, polarizador”, que separaba idealismo y realismo, ciencia y literatura[59]. De ahí la incapacidad del español para la investigación, dada su mezcla de “sanchopancismo anti-especulativo” y fogosa imaginación –más reproductiva que creadora– tendente a la fantasía[60]. Asimismo, Unamuno destacaba el individualismo extremo como uno de los rasgos básicos del carácter español, lo que se relacionaba con la falta de espíritu asociativo y de conciencia colectiva, y se reflejaba en la insolidaridad y la atomización de la vida social[61].

Conclusión

Desde la perspectiva actual, defender la existencia de uniformidades psicológicas permanentes en el seno de las entidades nacionales parece totalmente inviable. Por eso resulta tan sorprendente que la idea del “carácter nacional” llegase a alcanzar una considerable relevancia en los círculos intelectuales europeos y fuera empleada popularmente como un elemento interpretativo más de la realidad de los países. De hecho, a pesar de la vaguedad e indefinición del concepto, se interesaron por él primeras figuras del pensamiento –desde Gracián a J.S. Mill, pasando por Voltaire, Montesquieu o Hume–, y éste fue además ampliamente utilizado hasta comienzos del siglo XX, culminando en un intento de sistematización científica: la llamada “psicología de los pueblos”. En el ámbito de la economía, sin embargo, sólo los historicistas alemanes, dentro de su peculiar forma de entender la disciplina y su metodología, otorgaron importancia al llamado Volksgeist.

En España, las nociones de “carácter nacional” y decadencia estuvieron estrechamente unidas desde el siglo XVII en adelante. Fue precisamente en dicha centuria, con el surgimiento de una clara auto-conciencia de declive, cuando éste empezó a asociarse implícitamente a determinados rasgos del carácter español, en particular en los escritos arbitristas dedicados al análisis de los obstáculos morales al crecimiento económico (el aplauso a la ociosidad, el desprecio hacia el comercio y los oficios manuales, el gusto por la ostentación y el lujo, etc.).

Ya en el siglo XVIII, en un clima de efectiva recuperación, renace entre los ilustrados la confianza en la capacidad de transformación del país y en sus posibilidades de crecimiento económico, abandonándose en consecuencia la anterior visión decadentista. Ésta, sin embargo, persistirá e incluso se verá muy reforzada en el exterior, gracias sobre todo a la negativa imagen de España construida por los ilustrados franceses, que luego se difundiría eficazmente por toda Europa. En ella, los supuestos defectos del carácter español (indolencia, fanatismo, soberbia, etc.) aparecían como un elemento explicativo básico del supuesto aletargamiento del país. Sólo los viajeros británicos que visitaron la Península en la segunda mitad del Dieciocho contribuirán a revisar parcialmente los estereotipos más negativos sobre el carácter hispánico, achacando en último término la pretendida postración española al despotismo absolutista y a la intolerancia religiosa.

El difícil siglo XIX se abre con treinta años convulsos marcados por la Guerra de la Independencia, la restauración absolutista y la pérdida de las colonias americanas. Era un contexto idóneo para que la idea decadentista de gran nación venida a menos volviera a convertirse en un elemento básico de la conciencia de los propios españoles. Así, primero los liberales y después los regeneracionistas harán suya –e incluso reforzarán– la negativa imagen de España recibida desde fuera, en la que ésta era presentada como un país diferente y anormal instalado en la premodernidad y el exotismo romántico, y en la que se ofrecía asimismo una visión simplificada de su historia en torno al tópico de la decadencia y las nociones de oscurantismo fanático y arbitrariedad del gobierno absoluto. También se interiorizaron los estereotipos más negativos sobre el carácter español, que –en un momento de máximo apogeo de la “psicología de los pueblos”– los regeneracionistas y algunos escritores del 98 consideraron como un factor explicativo esencial de la decadencia socioeconómica española. Ésta pasaba así a constituirse en la base de una reflexión puramente esencialista (en torno al “Ser de España”) desarrollada por polemistas, literatos y ensayistas, en la que los análisis históricos rigurosos o los argumentos económicos estaban completamente ausentes, cediendo su lugar al sentimiento, la intuición, el uso brillante del lenguaje o la capacidad de convencer al lector[62]. Pese a todo, su influencia sería duradera. Así, importantes historiadores posteriores como Menéndez Pidal, Américo Castro o Sánchez Albornoz, tendieron a considerar la historia de España como “la manifestación en la cronología de un permanente carácter español, una especie de ‘virtus Spaniorum’, que sería la clave de la historia nacional” (Lafaye, 1977: 439), al tiempo que ensayistas de la talla de Madariaga (1969[1928]) o Laín (1962[1949]) siguieron reflexionando sobre las peculiaridades del carácter español como aspecto clave para la comprensión de España.


Notas

[1] Véase el libro de Romani (2002), que analiza el concepto de “carácter nacional” en las historias intelectuales de Gran Bretaña y Francia desde 1750, y cómo las percepciones de mentalidades colectivas influyeron en una gran variedad de debates políticos e intelectuales.

[2] Ayala (1986: 57) muestra cómo la imagen corriente de una colectividad se relaciona con la posición que ocupa en el campo de las competencias de poder.

[3] La cuestión de la conformación histórica de la idea de “carácter nacional” desde la Antigüedad Clásica es abordada por Caro Baroja (2004[1970]: 36-48) a través de múltiples ejemplos. Para los siglos XVI y XVII, Caro se refiere, entre otros muchos, a textos de autores tan diversos como Miguel Servet, Julio Scaligero, John Barclay, Michel de Montaigne, Baltasar Gracián, Damiâo de Góis o John Milton.

[4] Muchos otros autores significativos del siglo XVIII aluden al “carácter nacional” de modo más o menos explícito. Vico (1978[1725]: 35-6), por ejemplo, se refiere en sus Principios de una Ciencia Nueva a “cierta mente común de los pueblos todos” o a la “mente humana de las naciones”, mientras Voltaire tiene una obra con el revelador título de Essai sur les moeurs et l’esprit des nations (1756), y en su Diccionario filosófico emplea la idea de “genio de un pueblo” como una descripción más general del término esprit (Voltaire, 1995[1764]: 214). Además, la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert dedica una entrada al “carácter de las naciones”, en la que éste se define como una cierta predisposición de espíritu que prevalece más en una nación que en otras (véase “Character of Nations” en la versión en línea de la Enciclopedia: http://quod.lib.umich.edu/d/did/).

[5] Montesquieu (1980[1748]: 199-201), del libro XIV, capítulo II.

[6] Para una exposición de los argumentos de otros críticos con el ambientalismo, Glacken (1996: 534-539).

[7] Según señala Urteaga (1997: 40-41; 1993), William Falconer (1741-1824) publicó en 1781 el más ambicioso intento de vincular sociedad y medio ambiente, bajo el expresivo título de Remarks on the influence of climate, situation, nature of country, population, nature of food, and way of life, on the disposition and temper, manners and behaviour, intellects, laws and customs, form of government and religion of making. Por su parte, el historiador liberal británico Adam Ferguson (1713-1816), miembro de la escuela escocesa junto a Adam Smith y David Hume, publicó en 1764 An Essay on the History of Civil Society, donde, si bien admite que la ley y las formas de gobierno son el asunto decisivo para la organización social y el devenir histórico, también considera que los factores climáticos son necesarios para explicar los rasgos peculiares y el atraso de las sociedades de África, Asia y América. Por último, Juan Francisco Masdeu (1744-1817) incluyó como volumen preliminar de su Historia Crítica de España y de la Cultura Española un largo Discurso histórico y filosófico sobre el clima de España, el genio, y el ingenio de los españoles para la industria y literatura, su carácter político y moral (1783), donde aparecen una por una las tesis ambientalistas tradicionales, aunque de forma menos categórica que en Montesquieu.   

[8] Hume (2008[1748]: 223-234).

[9] Hauser (1998: 199).

[10] Menze (2003: 35).

[11] Zeitschift für Völkerpsychologie und Sprachwissenschaft.

[12] Cubero y Santamaría (2005: 22).

[13] Véase Mill (1974[1843]: 861-874), libro VI, cap. 5: “De la Etología, o ciencia de la formación del carácter”. Más tarde, Mill (1974[1843]: 904-7) hace referencia explícita a la Etología Política o ciencia de las causas que  determinan el carácter nacional. La considera absolutamente esencial dentro del conjunto de las ciencias sociales, aunque aún muy poco desarrollada, sobre todo en lo referente al efecto de las instituciones en la conformación del carácter de los pueblos. Según J. M. Robson,  editor de las obras completas de Mill, parece que éste tuvo incluso el propósito de escribir un tratado completo de Etología, aunque en la práctica nunca llegó a llevarlo a cabo.  Sobre Mill y la idea de carácter nacional véase Smart (1992).

[14] Véase Smith (1991: 3-12).

[15] Galcerán (1997: 26); Milford (1992: 163-6).

[16] Nau y Steiner (2002: 1007). En su crítica a la idea de una economía a-histórica y de validez universal, los historicistas buscaron analizar todas las facetas del comportamiento humano y otorgaron  gran importancia a la llamada “historia de las mentalidades”. Así, tanto Werner Sombart como Max Weber en el terreno sociológico, se esforzarán por descubrir el “espíritu del capitalismo”, que consideran la variable fundamental para explicar el surgimiento de dicho sistema económico (Santos, 1997: 217-8).

[17] Rotenstreich (1974: 494).

[18] Le Bon (1973[1894]), por ejemplo, defendía que cada pueblo compartía una comunidad emocional de sentimientos y creencias –conformadora del carácter popular– que condicionaba decisivamente las instituciones políticas, el arte o la religión; además, la decadencia de un pueblo no iba tanto ligada a la pérdida de capacidad intelectual como a la disgregación del carácter colectivo.

[19] Sobre el gran desarrollo que vivieron los estudios sobre el “carácter nacional” o la “psicología de los pueblos” hasta mediados del siglo XX, consúltese la extensa bibliografía recogida por Roger (1963). Específicamente para el caso español, véase Altamira (1997[1898]: 209-214). Para una visión histórica de la disciplina, que podría considerarse un antecedente de la moderna psicología cultural, véase Díaz-Guerrero (1983). 

[20] Como indicaba J. A. Maravall (1986[1963]: 198), los esquemas sobre los caracteres de los pueblos eran en gran medida inexactos e insuficientes, no tenían valor determinante, variaban constantemente, y nunca podían considerarse exclusivos –pues quedaba abierta toda otra posible estimación–.

[21] Es particularmente interesante la descripción de Gracián (2002[1653]: 156), que –en la Crisi Tercera de El Criticón– además de definir a los españoles como “bizarros”, “juiciosos”, “valientes”, “sobrios” y “muy generosos”, los califica de “altivos”, “superfluos en el vestir”, “leones, mas con cuartana”, “tenaces de su religión”, y “poco apasionados por su patria”, que es “la primera nación de Europa: odiada porque envidiada”.

[22] Véase Perdices (1996: 87-101) para un completo análisis de los citados obstáculos morales.

[23] Valencia (1994: 164); Fernández de Navarrete (1982[1626]: 353-4).

[24] Fernández de Navarrete (1982[1626]: 347-51). En el caso del clero regular, el excesivo número de conventos y órdenes religiosas originaba una mayor carga para las familias en forma de limosnas (p. 344).

[25] Perdices (1996: 98-101). Sobre estas posiciones generalmente compartidas cada arbitrista añadía luego sus propios matices. López Bravo (1977[1627]: 284-5), por ejemplo, señalaba que el lujo era contrario al “espíritu de ahorro”. Fernández de Navarrete (1982[1626]: 307) creía que las pesadas cargas asociadas a las costumbres lujosas iban en menoscabo del número de matrimonios, y por tanto de la población total. Deza (1991[1618]: 47-8) consideraba que el lujo excesivo generaba hombres viciosos, ociosos y enfermizos. Y Martínez de Mata (1971[1650-60]: 138) entendía que, si no se dirigía a productos extranjeros, el gasto superfluo en bienes suntuarios podía tener un efecto positivo, pues tendía a fomentar la actividad económica general.

[26] “La ociosidad y la holgazanería es vicio de los españoles”, afirma Moncada (1974[1619]: 108). Por su parte, Fernández de Navarrete (1982[1626]: 91) expresa bien el altivo menosprecio hacia las ocupaciones manuales: “Apenas se halla hijo de oficial mecánico que por este tan poco sustancial medio [del Don] no aspire a usurpar la estimación debida a la verdadera nobleza; de que resulta que, obligados e impedidos con las falsas apariencias de caballería, quedan sin aptitud para acomodarse a oficios y a ocupaciones incompatibles con la vana autoridad de un Don”. Y en otro lugar comenta: “[…] Aunque las minas recién descubiertas sean tan abundantes [….] recelo que por falta de trabajadores no ha de sacarse de ellas beneficio alguno, por ser los españoles de tan altivo corazón que no se acomodan a trabajo tan servil” (p. 178).

[27] Saavedra Fajardo (1853[1640]: 196), por ejemplo, en la empresa LXXI de su Idea de un príncipe político cristiano, titulada “Todo lo vence el trabajo”, señalaba: “Falta la cultura de los campos, el ejercicio de las artes mecánicas, el arte y el comercio, a que no se aplica esta nación, cuyo espíritu altivo y glorioso, aun en la gente plebeya, no se quieta con el estado que le señaló la naturaleza, y aspira a los grados de nobleza, desestimando aquellas ocupaciones que son opuestas a ella”.

[28] Feijoo (2008a[1728]) escribe respecto a la supuesta supremacía de unas naciones sobre otras en virtud del carácter nacional: “Estoy en esta parte tan distante de la común opinión, que por lo que mira a lo substancial, tengo por casi imperceptible la desigualdad que hay de unas Naciones a otras en orden al uso del discurso. Lo cual no de otro modo puedo justificar mejor que mostrando que aquellas Naciones, que comúnmente están reputadas por rudas, o bárbaras, no ceden en ingenio, y algunas acaso exceden a las que se juzgan más cultas” [http://www.filosofia.org/bjf/bjft215.htm]. Y añade en otro texto: “muy comúnmente se equivocan el ingenio con la ciencia, y la rudeza con la ignorancia” (Feijoo, 2008b[1753]) [http://www.filosofia.org/bjf/bjfc413.htm]. Además, al final de su “Mapa intelectual y cotejo de naciones” (1728) incluye una ambiciosa tabla clasificatoria del carácter de las naciones (tomada del II tomo de la Spécula Físico-Matemático-Histórica del alemán Juan Zahn) con el fin de mostrar lo peligroso de tales ejercicios intelectuales. A pesar de todo, en los discursos XII y XIII de su Teatro Crítico Universal Feijoo cae en una apología de España y del carácter de los españoles, quizá pretendiendo responder a la devaluada imagen que en Europa se tenía de nuestro país. 
Por su parte, Cadalso (1979[1793]) reconoce en sus Cartas Marruecas que cada nación tiene su propio carácter –con sus vicios y virtudes–, alaba el “carácter francés” con entusiasmo (carta XXIX), y cifra los principales defectos del español en la vanidad, el desprecio del trabajo y el enamoramiento fácil (carta XXI). Sin embargo, al mismo tiempo, subraya enfáticamente que los diferentes pueblos de la Península tienen caracteres muy distintos entre sí (carta XXVI), por lo que parece poner en duda que pueda hablarse con propiedad de un “carácter nacional” en sentido general.

[29] Lombart (2000: 20; 27).

[30] Tal como subraya Anes (1998: 238-9), desde el final de la Guerra de Sucesión la prosperidad del país es clara, con una administración pública más eficaz, la reconstrucción del ejército y la armada, y un notable conjunto de medidas liberalizadoras. “No hay diferencias esenciales entre España y los países más prósperos de Europa, así como tampoco las hay en América –como no sean positivas– respecto a las colonias británicas” (p. 240).

[31] Marías (1985: 202). La “leyenda negra” –idea acuñada por Julián Juderías en 1914– se habría formado originalmente en el siglo XVI, como descalificación general de España y de los españoles, nutriéndose en principio de escritos críticos de los propios autores nacionales, como Las Casas, González Montano o Antonio Pérez. Quizá habría que hablar –como hace Iglesias (1998: 383)– de que la “leyenda negra” es la imagen exterior de España tal como España la percibe, es decir, rasgos negativos –que son objetivamente los más repetidos– que la conciencia española descubre en la imagen de ella misma.

[32]  Iglesias (1998: 416-7); Marías (1985: 297-9). Una de las fuentes más empleadas por los ilustrados franceses son los textos (del siglo XVII) de Mme. d’Aulnoy. Como apunta Carmen Iglesias, los ilustrados franceses reiterarán sobremanera –de forma combativa y polémica– la idea de la decadencia española con el fin de ilustrar así las consecuencias del “despotismo y la intolerancia”, y reducirán la historia de la Monarquía hispánica a un esquema simplificador. Además, prestarán enorme atención a la Inquisición española, que les permitía “un cómodo telón de fondo” para contrastar las luces de los philosophes con las tinieblas del oscurantismo fanático. 

[33] Montesquieu (1986[1721]: 117). Cadalso (2002[1768]), en un texto que tradicionalmente se le atribuye, respondió con fogosidad a la visión tópica y denigratoria de Montesquieu. Montesquieu (1980[1748]) también se mostró hostil frente a la colonización española de América en El espíritu de las leyes: véanse referencias a ello en el libro VIII, cap. XVIII; libro X, cap. IV; o libro XXI, cap. XXI.

[34] Carta de Voltaire al viajero inglés  Sherlock en 1766, citada en Guerrero (1990: 15).

[35] Véase la extensa cita de Voltaire recogida en Iglesias (1998: 416n) y perteneciente al Essai sur les moeurs et l’esprit des nations (1756). El autor francés afirmaba que en España nada se conocía de cuanto hacía la vida cómoda, por lo que el viaje por el país era como transitar por los desiertos de Arabia. Además, poco de interés se podía encontrar en la Península: a su parecer, en España sólo hubo pintores de segunda fila y jamás tuvo el país escuela de pintura alguna, al tiempo que la arquitectura no había hecho grandes progresos. 

[36] Véase Caro Baroja (2004: 60-4). En su artículo “¿Qué se debe a España?” de la Encyclopédie Méthodique (1782), Masson de Morvilliers se preguntaba si los españoles había producido algo de interés en el concierto de las naciones europeas, y su conclusión era “nada”. La réplica al francés vino, entre otros, de la mano de Juan Pablo Forner en su Oración apologética por España y su mérito literario (1786), que a su vez fue contestada en tono marcadamente irónico y amargo por León de Arroyal en Pan y toros (1793). Ya el primer tomo de la Historia crítica de España y de la cultura española de J. F. Masdeu (al que se aludía en la nota 4), pretendía ser una defensa de los españoles frente a las tachas de fanatismo, indolencia e ignorancia. Para el jesuita, que asumía plenamente la tradición del “Laudes Hispaniae”, las bondades del clima y del medio físico peninsular habían llevar necesariamente a excelentes productos humanos.    

[37] Freixa (1991: 461; 466); Guerrero (1990: 348).

[38] Por ejemplo, Townsend (1988[1791]: 247; 249; 251).

[39] Algunos incluso, como Baretti (2005[1770]; 311-4), se mostrarán muy críticos con la propia idea del carácter nacional, por vincularse habitualmente a clichés superficiales derivados de la pereza mental y los prejuicios.

[40] Sobre esto último, véase Álvarez Junco (1996), que indica que lo que había cambiado eran las demandas y la sensibilidad de las clases privilegiadas en una sociedad europea en plena industrialización. Paralelamente, en España triunfaba el costumbrismo, que puede encontrarse en textos de articulistas como Larra, Mesonero Romanos, Estébanez Calderón  y Modesto Lafuente, o de novelistas como Valera, Pereda y Galdós. A mediados del siglo XIX se publicó en dos volúmenes la exitosa obra Los españoles vistos por sí mismos (1843-44) –a imitación de obras similares aparecidas en el Reino Unido y Francia–, que también estaba plenamente en la línea costumbrista y pretendía describir los tipos psicológicos predominantes en las diferentes profesiones y clases sociales, con sus particulares actitudes, gustos y costumbres. Se trata de un texto muy desigual, en el que lo genuinamente español parece contraponerse a lo moderno, y en el que colaboraron autores tan diversos como Bretón de los Herreros, Hartzenbusch, Zorrilla, Gil y Carrasco, el Duque de Rivas, Pedro Madrazo o Fermín Caballero. Véase Serrano (1993).

[41] Así, por ejemplo, el tópico de la pereza se vincula ahora a la idea del orgullo del mendigo o de su “pobreza gozosa”, si bien se admite a veces que las condiciones socioeconómicas precapitalistas del país llevaban a menudo a situaciones de “ocio forzoso”. Véanse las opiniones al respecto –recogidas por Iglesias (1998: 424-5)– de viajeros tales como Richard Ford, Washington Irving, Théophile Gautier, o Antoine de Latour.

[42] Marías (1985: 206); Iglesias (1998: 382). Según indica esta última autora, “lo que se cree la gente acerca de un sistema político y social, y de su historia, no es algo ajeno a éste, sino que forma parte de él” (p. 379). Es decir, hay una interacción entre una sociedad y su imagen, entre el mundo de los hechos y la percepción o auto-percepción de esos hechos.

[43] Son buenos ejemplos el liberal-conservador Antonio Cánovas del Castillo y su Historia de la decadencia de España (1854), o Manuel Pedregal Cañedo y sus Estudios sobre el engrandecimiento y la decadencia de España (1878) (Ladero Quesada, 1998: 241; 252).

[44] Como indica Domínguez Ortiz (1955: 388), “a partir del último tercio [del siglo XVIII] los escritores […] aplican a nuestra historia los tópicos que por entonces corrían en Europa: las calumnias de Saint Real, las diatribas de Raynal, las censuras pseudo-filosóficas de Monstesquieu y Voltaire, todo el bagaje de la «Leyenda Negra» es trasplantado a España con sustanciales adiciones para formar parte de la historiografía liberal del siglo XIX. Difícil será encontrar otro pueblo que haya acogido con la fruición del español la deformación extranjeriza de su historia”. Sobre el tópico de la decadencia en la historia de España, Sáinz Rodríguez (1962[1925]: 41-140) y Ladero Quesada (1998).

[45] Ya en 1876, el ponderado Juan Valera se expresaba así: “Este país es pobrísimo; la gente de levita y de cierta educación no tiene en qué emplearse; de cada diez o doce señores de levita, sobramos, sin duda, nueve u once; nuestra tierra es estéril, y no puede sustentar tanto caballero […] Todos convienen en que España, social, política y económicamente considerada, está bastante mal. Salvo Turquía, quizá no haya en Europa otro pueblo que en esto nos gane. En punto a estar mal, somos potencia de primer orden”. Véase el texto completo en línea en Valera (2001[1876]).

[46] Véase Cabrillo (1999: 329).

[47] Véase Carpintero (2001: 188): parece que en su Teoría del hecho jurídico y social (1880), Costa apelaba a la nueva psicología, o a lo que él llamaba la “psicofísica” de los Weber, Wundt o Lotze –entre otros–, para consolidar la construcción de las ciencias sociales.

[48] Costa (1973[1906]: 165-6) concluye que la decadencia tiene raíces “en los más hondos estratos de la corteza del cerebro”, por lo que la educación –“reorganizar y crear escuela”– se convierte en auténtica “áncora de salvación” para España.

[49] Esta visión de Mallada sobre la dudosa capacidad de los españoles para la ciencia se relacionaba directamente con la polémica sobre la ciencia española que se había iniciado en 1876. Por un lado, intelectuales krausistas –como Gumersindo Azcárate– sostenían que la Inquisición y la falta de libertad habían llevado a que en España se hubiesen ignorado los desarrollos de la filosofía y de la ciencia moderna durante tres siglos. Por otro, Gumersindo Laverde y Marcelino Menéndez Pelayo (La ciencia española, versión definitiva de 1887) intentaban demostrar, con ejemplos como el de Luis Vives, que la pureza de la fe católica no había impedido desarrollar una ciencia autóctona (Abellán, 1988: 363). Para una selección de textos del debate, García Camarero (1970).

[50] Abellán (1988: 489-490) y Gil Andrés (1998: 396). Alusiones más o menos implícitas a la cuestión del carácter español pueden encontrarse también en otros textos del regeneracionismo, como Las desdichas de la Patria (1899) de Vidal Fité, Los desastres y la regeneración de España (1899) de José Rodríguez Martínez, Reconstitución de España en vida de economía política actual (1912) de  Joaquín Sánchez de Toca, o Castilla en escombros (1915), de Julio Senador Gómez.

[51] Así, por ejemplo, en 1903 apareció traducido el influyente Bosquejo psicológico de los pueblos europeos [1903] de A. Fouillée, que contraponía especialmente el perfil español al anglosajón, mientras que en 1912 se publicarían las Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos [1894], de G. Le Bon, y en 1926 aparecerían los Elementos de Psicología de los Pueblos [1912-13] de W. Wundt. Pero también se editarían en España otros tantos libros de temática similar, como el de M. Sales y Ferré [1902] o el de D. Abad de Santillán [1917], ambos titulados Psicología del pueblo español, o el de A. Árguedas, que lleva el revelador título de Pueblo enfermo: contribución a la psicología de los pueblos hispano-americanos [1909]. A finales del siglo XIX se llegó a hablar incluso de la supuesta decadencia de los pueblos latinos frente a germánicos y anglosajones, como por ejemplo en el difundido libro del italiano G. Sergi La decadencia de las naciones latinas [1898], que apareció en España en 1901.

[52] Fernández Sanz (1997: 209-210).

[53] Altamira (1997[1898]: 143-150). La construcción de la nación era una parte esencial del programa regeneracionista: la indiferencia de las masas populares ante la noticia de los desastres navales del 98 y los emergentes nacionalismos periféricos llevaron a la insistente reivindicación de un reforzamiento del patriotismo por la vía educativa (Álvarez Junco, 2001: 589-91).

[54] Altamira (1997[1898]: 151-4).

[55] Altamira (1997[1898]: 160). Sobre estos aspectos véanse además las reflexiones de Carpintero (2001: 189) y Pérez Fernández (1998: 11). Altamira (1997[1898]: 173-4) indica que habría que reconstruir la historia española, limpiándola de leyendas patrioteras que habían conducido a la autocomplacencia.

[56] No serán, sin embargo, los únicos: véase Carpintero (1998).

[57] Azorín aludía también a ese mismo mal del alma española en La voluntad (1905): véase Abellán (1988: 226).

[58] El concepto básico para aproximarse a dicho estudio es el de “intra-historia”, esa profundidad silenciosa que subyace a la historia que es apariencia, y que deriva en una especie de inconsciente colectivo. Se trata de un conjunto de representaciones, sentimientos y expresiones ligados al cotidiano vivir, a la tierra y al paisaje, que dejan su huella en el alma de los individuos y conforman el “carácter nacional” (Unamuno, 2007[1895]: 80).

[59] Unamuno (2007[1895]: 124).

[60] Unamuno (2007[1895]: 124; 182-3).

[61] Unamuno (2007[1895]: 149; 184; 189).

[62] Ladero Quesada (1998: 254-5).

 

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Ficha bibliográfica:

RAMOS GOROSTIZA, José Luis. “Caracter nacional” y decadencia en el pensamiento español. Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. XV, nº 860, 25 de febrero de 2010. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-860.htm>. [ISSN 1138-9796].

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