REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES Universidad de Barcelona ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 Vol. XIV, nº 842, 5 de octubre de 2009 [Serie documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana] |
A PROPÓSITO DE BERLÍN (O DESMONTANDO A RUTTMANN). IMAGINARIOS SOCIALES Y REPRESENTACIONES URBANAS EN EL CINE DOCUMENTAL
Emilio Martínez
Dpto. de Sociología VI (Opinión Pública y Cultura de Masas)
Universidad Complutense de Madrid
emilio.martinez@pdi.ucm.es
A propósito de Berlín (o desmontando a Ruttmann). Imaginarios sociales y representaciones urbanas en el cine documental (Resumen)
Desde hace algunos años, varias publicaciones, eventos y trabajos científicos, desde el ámbito de la comunicación social hasta el del urbanismo, ponen de relieve la estrecha relación existente entre cine y ciudad desde sus orígenes. Este vínculo es particularmente potente en las vanguardias del cine documental europeo, el movimiento Kino-Oki teorizado por Vertov y, a partir de Walter Ruttmann, en la tradición de las sinfonías urbanas. La propuesta contenida en los trabajos sinfónicos, aparentemente aséptica y distanciada del objeto filmado, es muy significativa de la lectura que hacen de la gran ciudad surgida de la sociedad industrial y de masas: más que considerarla como un simple escenario, incluso como el espacio dramático por excelencia, venían a afirmar la condición típicamente urbana del hombre moderno. La Sinfonía de Berlín, de Ruttmann, constituye en este sentido la más poética celebración de los tiempos modernos, el tiempo de las metrópolis.
Palabras clave: cine, metrópolis, documental, imaginarios sociales, sociología visual, sociología urbana
A propos de Berlin (or deconstructing Ruttmann). Social imaginaries and urban representations in documentary cinema (Abstract)
Recently, several publications, events and scientific works –from social communication realm to town planning- emphasized the close ties between cinema and city. This link seems especially powerful among the European documentary movie vanguards, the Vertov’s Kino-Oki movement, and, of course, the symphonic film tradition from Ruttmann. The main suggestion carried out about urban dynamic by this movie line is really distinctive: great city is not only view as dramatic space par excellence but as modern human condition. Regarding this subject, we can consider Ruttmann’s film, Berlin Symphony, like the most poetics celebration about modern times, urban times.
Key words: cinema, metropolis, documentary, social imaginary, urban sociology, visual sociology
“El conocimiento de las ciudades va unido al desciframiento de sus imágenes
expresivas, como de sueño” (Siegfried Kracauer. Strassen in Berlin)
Sin duda se advertirá que el título que encabeza el texto es un montaje realizado a partir de À propos de Nice (1929), de Jean Vigo, y de Deconstructing Harry (1997), de Woody Allen -autor de Manhattan y de tantas otras películas donde Nueva York, la gran Babilonia del siglo XX, ha sido referencia y/o presencia constante. Es éste un modo de rendirles tributo que quizás alguno juzgará demasiado elíptico, pero que en mi opinión permite -jugando con las referencias cruzadas tan habituales en el cine contemporáneo- anticipar la aspiración de este trabajo: explorar la representación y el sentido atribuido al fenómeno metropolitano en Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt (1927), el célebre filme de Walther Ruttmann (Francfort, 1897-Berlín, 1941). Naturalmente esta representación ha de verse en el contexto de las llamadas sinfonías urbanas –un género que toma el nombre precisamente del trabajo de Ruttmann- y en el del proceso mismo de la urbanización generalizada del territorio y la sociedad del siglo XX[1].
Como todas las películas adscritas a esta línea, Berlín expresa con absoluta nitidez y contundencia el estrecho vínculo que ha unido cine y ciudad desde sus orígenes. Diferentes eventos, publicaciones y autores acreditan sin cesar dicha relación[2]. Puede decirse que el cine, surgido precisamente en la gran ciudad, ha hecho de ésta -de sus escenas habituales, de sus paisajes cotidianos y de sus tipos sociales- uno de los objetos predilectos de sus trabajos, y el más inmediato de todos. ¿Acaso es necesario insistir en que las primeras exhibiciones de “imágenes animadas” de los Lumière (1895) mostraban escenas típicamente urbanas (La Place Bellecour de Lyon, con su ajetreo de transeúntes y carruajes; Un arrêt à La Ciotat o La sortie des usines)? ¿Y que en Berlín, por las mismas fechas, los hermanos Emil y Max Skaladanowsky filmaban lances cotidianos de Unter den Linden, la célebre arteria de la capital alemana, y detalles de la Vida y actividades en la Alexanderplatz?[3] También podríamos reparar en los cortometrajes de Edison en EE.UU, pionero del travelling como recurso técnico de captación y percepción del paisaje urbano.
Cada uno a su modo, cine y metrópoli son productos de una sociedad industrial, tecnológicamente avanzada y de masas. La metrópoli constituye una forma particular de organización territorial y funcional de sociedades complejas, que posee algo de entidad mecánica, ajena y despersonalizada. Por su parte, como apuntaba Hauser (1977:780), el cine es el resultado de la “experimentación totalmente extra-artística con un descubrimiento técnico” cuyo desarrollo apunta más a las condiciones de reproducción mecánica destinada al ocio de las masas urbanas que a las intenciones gnoseológicas del arte (sin que esto sea óbice para la existencia de orientaciones estéticas bien definidas). No es de extrañar, pues, que siendo ambos como son producto de la evolución tecno-económica de la sociedad industrial, las primeras experiencias de “fotografía animada” coincidieran con la emergencia de las grandes ciudades occidentales, focos de innovación y progreso científico-técnico. Y no sólo eso, sino que dichas proyecciones tuvieran lugar en las grandes ciudades, donde las masas no componían tanto un público activo como un agregado de espectadores a los que entretener y, en sentido lato, conformar. A todas luces el cine representa un producto cultural específico de la civilización urbana del siglo XX.
La ciudad como espacio dramático
Como hemos dicho arriba, la relación entablada entre cine y ciudad desde la época del cine mudo no ha dejado de consolidarse a lo largo del tiempo. Son varios los frentes en que esta conexión se manifiesta. La escenografía constituye sin duda el nexo más evidente, por cuanto la ciudad, en calidad de marco general en que se desenvuelve la vida cotidiana de gran parte de la población, se erige como el espacio dramático por excelencia. De ahí que no siempre haya sido necesario adherirle un programa ad hoc. Pero el vínculo también comprende la temática, el imaginario social de paisajes y arquitecturas imposibles (desde la ingenua Metrópolis a la remota Coruscant) o se ciñe a un marcado interés en desvelar las formas de habitar la ciudad, en sus barrios y en su periferia. Así sucede, por ejemplo, en toda esa serie de películas atraídas no hace mucho tiempo por algunos de los aspectos de la sociabilidad típica de los suburbios (Pleasentville, Eduardo Manostijeras, El show de Truman, Suburbia, American Beauty, etc.), mostrando el encapsulamiento social y el predominio de la apariencia en esos entornos difusos, más bien deshilachados, que son los archipiélagos residenciales norteamericanos. Igualmente, pero en otro registro, encontramos en el ámbito europeo los trabajos de Guerín (En construcción), de León de Aranoa (Barrio, Los lunes al sol) y de Ken Loach (Riff Raff, 1991; Ladybird, 1994) a propósito de las estrategias cotidianas desplegadas en los barrios obreros y en los sectores populares.
Si es bien cierto que la ciudad queda generalmente en un segundo plano, como simple marco al servicio de la narración (localizaciones, referencias espaciales o decorados), también lo es que, en un buen número de ocasiones, el “West Side se antoja más fascinante que la story” [4], de modo que el aparente “escenario” termina disputando el protagonismo a unos personajes demasiado desvaídos para ser conservados en la memoria. Eso cuando la ciudad no se alza lisa y llanamente en la auténtica heroína de películas donde los intérpretes resultan al cabo meros figurantes y la intriga un pretexto urdido para revelar el corazón de la ciudad.
Ese parece el caso de las sinfonías urbanas realizadas por las vanguardias cinematográficas en los años veinte-treinta del pasado siglo, y de las cuales Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt es sin duda la más poética. Aquí no es posible albergar sospechas; la vocación “urbana” es explícita: ya no estaríamos hablando en consecuencia de una simple contextualización espacial del relato (o ambiental, como sucede en el cine negro), sino de una orientación cinematográfica precisa cuyo objetivo se centra en la crónica (sin argumento explícito) de la gran ciudad. No hay, pues, más trama que el entramado urbano y social de la ciudad. Se trata, por último, de una orientación que procede de un modo muy singular ya que, lejos de limitarse a mostrar el escenario en que transcurre la tragicomedia de nuestra existencia, se propone afirmar ante todo su condición típicamente urbana.
La dinámica de los espacios metropolitanos parecer haber cautivado a quienes operan en el mundo de las imágenes –fotógrafos, cineastas, arquitectos y urbanistas-, viniendo a conformar un lugar de encuentro para sus especulaciones y el intercambio de sus enfoques. No parece casual, en este sentido, que fueran Fritz Lang y Walther Ruttmann quienes firmaran respectivamente Metrópolis (1926) y Berlín (1927), hitos bien reconocibles del “cine urbano”. Y no resulta accidental porque, en primer lugar, Lang y Ruttmann poseían una formación arquitectónica previa a su llegada al mundo del cinematógrafo que se aprecia con claridad en la sensibilidad que ambos manifiestan al ocuparse de la ciudad y sus arquitecturas: de un lado, el paisaje entre futurista y anacrónico de Metrópolis, más inspirado en la Nueva York real de 1924 que en los diseños de Bruno Taut, Sant’Elia, la Utopía de Virgilio Marchi o en la escenografía constructivista de Aelita (1924); de otro lado, el exquisito tratamiento de las imágenes espaciales de Ruttmann, tanto en la definición de los espacios públicos como en los planos brindados a las edificaciones racionalistas -que tan vivamente contrastan con los antiguos inmuebles del centro de Berlín o con las casernas obreras de la periferia industrial-.
Otro motivo para sospechar que la atención que ambos dedicaron al hecho urbano no era mera casualidad reside en que los dos autores pertenecían a la órbita alemana, y Alemania en esas fechas contaba con la más tupida red urbana del continente, y con una capital, Berlín, que en unas pocas décadas había pasado de ser una ciudad interesante y cortesana de la Marca de Brandeburgo a centro de un imperio unificado y potencia económica mundial. Sólo Berlín ofrecía una idea aproximada en Europa del dinamismo de las ciudades norteamericanas, que de ordinario son tomadas como arquetipo del crecimiento urbano vertiginoso. Lo que Mark Twain descubrió, muy a su pesar, cuando viajó en 1891 hasta Berlín para confesar al cabo que, llegado allí, se había topado con Chicago (The German Chicago, 1892). La metamorfosis de la ciudad fue, en efecto, tan rápida que en poco tiempo Berlín desbordó los contornos definidos durante siglos y mudó su aspecto año tras año hasta hacerse casi irreconocible. Stefan Zweig, que la había abandonado fugazmente, entre incrédulo y maravillado ante la celeridad del cambio experimentado, no pudo sino reconocer en El mundo de ayer que “el Berlín de 1905 ya no se parecía al que yo había conocido en 1901: aquella capital imperial se había convertido en una metrópoli y de nuevo se veía superado por el Berlín de 1910”. De esa animación dan fe, asimismo, las Crónicas berlinesas de Joseph Roth, quien en el “Berlín de piedra” (1930) apunta:
“Berlín es una ciudad joven e infeliz con el futuro por delante. Su tradición es de naturaleza fragmentaria. Interrumpido con frecuencia y aún con más frecuencia sometido a cambios de dirección y de orientación, su crecimiento se ve a la vez impedido e impulsado tanto por errores inconscientes como por las malas intenciones (…). Los resultados –pues esta ciudad tiene tantas fisonomías que cambian tan rápidamente que no se puede hablar de un solo resultado- son un sinfín de plazas, calles, bloques de pisos, iglesias y palacios que se agrupan formando un minucioso conglomerado; una arbitrariedad exacta como estaba previsto, una falta de rumbo fijo que parece estar planificada. Nunca antes se invirtió tanto orden en el caos, tanto despilfarro en la aridez, tanta reflexión en el absurdo, tanto sistema en la locura”[5].
Esa urbe desbocada no era sólo un centro político y una aglomeración industrial, sino también un universo cultural en expansión que acogió e impulsó en un momento dado a cuantas vanguardias afloraban en todos los campos del arte, el pensamiento y la ciencia. La efervescencia social y creativa, la facilidad con que se realizaban transferencias e intercambios de un campo a otro de la creación, no tardarían en revolucionar la cultura occidental; como lo hacía la metrópoli, esa entidad entre monstruosa y fascinante que en su avance exigía la confección de un nuevo patrimonio normativo acorde con su modernización y secularización. No debe extrañar, pues, que la metrópoli se convirtiera al cabo en tema habitual de los círculos culturales alemanes: en los collages de Grosz, en el teatro de Bretch, en las viñetas sociológicas Kracauer, en el impresionismo social de Simmel, en los apuntes despiadados de Roth, en las aspiraciones de la Bauhaus, en la literatura de Döblin o en el cine de Murnau, Lang y Ruttmann.
Desde cada uno de estos ámbitos referidos se avanzaron diferentes interpretaciones sobre la significación de la realidad metropolitana, y si en unas quedaba patente el anhelo de cambio, en otras parecía querer conjurarse más bien el temor ante sus consecuencias. Pero de un modo u otro la gran ciudad constituía siempre el horizonte de sus miradas. En este sentido, volviendo a Lang y a Ruttmann, resulta indiferente que Metrópolis y Berlín articulen imaginarios muy alejados entre sí acerca del significado y las implicaciones de las concentraciones metropolitanas: una concepción distópica en el caso de Lang y una visión aparentemente neutral de una sucesión de tiempos sin historia en el filme de Ruttmann. Y aun cuando en una predomine la alegoría sobre las contradicciones de la creación y en la otra el inventario aséptico de un universo artificial no menos paradójico, en ambas propuestas encontramos la certeza de que el siglo XX era y no podía ser otra cosa que el tiempo de las metrópolis.
Algo similar podría decirse de la literatura de la gran ciudad que afloraba en Manhattan Transfer (1925) de John Dos Passos y en Berlin Alexanderplatz (1929) de Alfred Döblin. En dichas obras Nueva York y Berlín encarnan el advenimiento de un artefacto que en su frenético avance termina por escapar del control humano. También se percibe en ellas ese juego de transferencias entre actividades creativas del que hablábamos antes. Pero lo relevante aquí -como ha observado Vargas Llosa- es que tanto Dos Passos como Döblin recurren a la técnica cinematográfica en la construcción de sus textos, cuando lo habitual suele ser lo contrario, es decir, que la novela sirva de pretexto o soporte del guión cinematográfico (en el caso de Manhattan Transfer, la realización de The crowd, de King Vidor). Las descripciones de Döblin y Dos Passos poseen, en efecto, un fuerte carácter visual; los episodios e incidentes que narran pueden verse como secuencias y viñetas, no siempre con una clara ligazón entre sí salvo por su localización y simultaneidad. Todo ello fomenta la impresión de discontinuidad y el sentimiento de orfandad característicos de la gran ciudad. Porque eso es también la metrópoli, una amalgama de mundos contiguos pero no compartidos y un tráfago incesante que engulle todas y cada una de las existencias que, siempre en tránsito, desfilan por ella.
Siguiendo con los intercambios, si las estructuras narrativas de Manhattan Transfer y Berlín Alexanderplatz remiten al montaje cinematográfico, no lo hacen menos al collage, ese recurso pictórico que ha sabido captar como pocos el estremecimiento de la densidad social, de la concurrencia y de la simultaneidad, típico de las concentraciones urbanas. Y es que, en lo relativo a la efervescencia e intercambios de que hablamos antes, la literatura, la pintura, el teatro y el cine, como otras actividades creativas, también se situaron ante el mundo con la intención de interpretarlo y con el afán de cambiarlo. En este ejercicio colectivo de reflexión acompañaron a un conjunto de disciplinas (la filosofía, la sociología, la geografía, la arquitectura...) que también habían colocado al fenómeno urbano en el centro de sus preocupaciones. Fue por entonces cuando surgió el concepto de Grosstadt o metrópoli, con el que se pretendía dar cuenta de un fenómeno de civilización y sociedad enormemente complejo. La metrópoli se caracterizaba por su extensión territorial y complejidad funcional; por la concentración de población y de fuerzas productivas, acumulación de actividades y servicios, racionalización de la producción e impulso del consumo; también por la división del trabajo, la diferenciación social, el individualismo, la emergencia de nuevas formas culturales, de nuevos estilos de vida asociados a medios sociales de distinta procedencia y vocación. Esta forma socioterritorial que se antojaba “la más moderna de las cosas modernas” (como la calificó Wagner en Moderne Architektur, 1895) no sólo absorbía cuantas energías y fuerzas eran creadas en otras regiones del espacio, sino que alumbraba formas culturales sin precedentes e irradiaba su influencia por doquier, regulando y dominando toda la civilización industrial.
Que el tiempo de las metrópolis generó tanta esperanza como inquietud es algo que sabemos bien, pues aún arrastramos este sentimiento ambivalente. En su día tomaron aliento diferentes movimientos urbanísticos que pretendían comprender, canalizar o renovar la forma, función y significado las ciudades. Algunas vanguardias arquitectónicas -como la Bauhaus (1919)- asumían la modernidad como una ruptura histórica en virtud de la cual se salvaría el abismo entre arte, técnica e industria y, de ese modo, podrían enfrentarse los retos del progreso. Para las lecturas urbanísticas más avanzadas, la metrópoli representaba un campo de experimentación en el plano técnico, pero también en el plano dimensional y conceptual del espacio: la nueva escala territorial de la ciudad impulsada por los medios de transporte permitía desde la perspectiva moderna superar el estadio dubitativo de un urbanismo que bien se empecinaba en el tradicional control del crecimiento gradual de la urbe, bien optaba por estigmatizar primero la aglomeración para eludirla después en pro del entorno sereno de la ciudad-jardín. La arquitectura moderna no se limitó a explorar las posibilidades de los nuevos materiales, de las técnicas constructivas y de los avances científicos; rompió asimismo con la concepción típica del espacio perspectivo y siguiendo los pasos del arte de vanguardia, del cubismo –en especial, de su descomposición analítica del espacio- quería ofrecer con su manufactura urbana la experiencia de la simultaneidad y de la transparencia -la posibilidad de captar de golpe la totalidad del objeto-. Esta forma constructiva pura, racional, que celebraba el espíritu de geometría, no era ajena a la marcha de la industria y en gran medida respondía a sus mismos principios de orden, eficacia y funcionalidad. De ahí la concepción racionalista de la ciudad como “herramienta de trabajo” y de la vivienda como “máquina de habitar”. Y aunque esta arquitectura imaginara en ocasiones ciudades de ensueño (la “ciudad radiante” de Le Corbusier), generalmente el movimiento moderno o funcionalista evitó situarse extemporáneamente respecto a las necesidades, demandas y requerimientos de la sociedad industrial de masas, a la que en definitiva pertenecía.
Junto a la glorificación del progreso, del maquinismo y del estrépito avanzó también una lectura, sobre todo desde 1918, que incidía no obstante en la desesperanza, el temor y el pesimismo. No resultaba incomprensible cuando tantos ideales habían quedado sepultados en las trincheras de Europa durante la Gran Guerra. Las concentraciones urbanas despertaban también desconfianza, angustia, sentimientos amargos de pérdida y extrañeza; parecía como si a la conciencia de la época le hubiera sido revelado súbitamente el sacrificio que exigía el progreso: la alienación del hombre, condenado a no encontrar el sentido de su vida y el de la ciudad, ajeno como era al código sabio de los intérpretes de la modernidad. La gran ciudad, producto de la industrialización capitalista, de la aglomeración y extensión de sus actividades, se antojaba cada vez más una entidad cosificada y cosificante animada por el espíritu objetivo, calculador y funcional del logro. Lugar de perdición, corrupción y miseria, jungla urbana… la cara y la cruz del progreso quedaba expresado en aquellos versos de Bretch en Ascensión y caída de Mahagonny (1929): “Bajo nuestras ciudades, cloacas / En ellas nada y sobre ellas humo / Vivimos allí. Son vidas opacas / Vivirán algún tiempo a lo sumo.” O bien en alguna de sus sentencias: “De estas ciudades quedará aquel que las ha atravesado, el viento”. En cierto modo el cine expresaría semejante desasosiego en los llamados Strassenfilm (películas de la calle) como El último (1924) de Murnau, La calle (1923) de Karl Grune, La tragedia de la calle (1927) de Bruno Rahn y Asfalto (1929) de Joey May, películas que insistían una y otra vez en las aflicciones de una vida condenada a deslizarse por ciudades de pesadilla.
Geometrías y cinemática
A diferencia de las opciones anteriores, el trabajo de Walther Ruttmann iba encaminado a eludir cualquier valoración explícita de la metrópoli sin dejar por ello de celebrarla. Esta neutralidad formal, aparentemente distanciada, se inscribe en su caso en un original discurso cinematográfico. Para empezar, abandona los parámetros de la producción en estudio. En Berlín no hay decorados recreados –lo que en general respondía a limitaciones técnicas- y salvo por lo que respecta a algunos fotogramas abstractos, la mayor parte del filme lo constituyen imágenes del espacio urbano, de sus gentes y de las arquitecturas de la ciudad. De ese modo, el trabajo se anclaba firmemente en la realidad tal cual se presentaba día tras día al espectador –aunque proporcionándole a través de su lente un campo de visión más amplio y una nueva modalidad perceptiva (cinética) desconocida hasta entonces-. Por otro lado, la cinta rompía con las producciones de ficción desde el momento en que el esquema de Karl Mayer planteó Berlín como un recorrido sin relato, en la lógica estricta de cine-documento. Así, la película se limita a mostrar el curso de un día en la capital alemana, desde el alba al anochecer. Que no es poco, porque en la metrópoli, donde es mayor la densidad de objetos, acontecimientos, ideas y personas, suceden inevitablemente más cosas y el tiempo se hace más espeso, sin que por ello la urbe pierda agilidad.
Esta opción por la realidad no impidió, sin embargo, el empleo de determinados recursos técnicos y efectos ópticos con el fin de comunicar abiertamente la perspectiva del director. Así como el expresionismo, con su virtuoso juego de luces y sombras, alteraba las atmósferas para enfatizar algún rasgo inquietante de los personajes o de su medio (acentuando en muchas ocasiones el papel activo de los edificios), Ruttmann incorporó recursos abstractos, aceleró imágenes, introdujo destellos o imágenes-flash, e hizo uso de otros tantos estímulos parecidos con la intención manifiesta de expresar lo distintivo de la ciudad contemporánea: el estrépito, el sobresalto y la sensación continua de vértigo. De ese modo, tanto por el contenido filmado como por su composición y ritmo, el trabajo parece dirigido a golpear la conciencia del espectador, y por esa razón resulta difícil situar al autor en el plano único de la neutralidad formal o del discurso aséptico.
Si la selección de imágenes y planos, de tiempos y de recursos cinéticos -algunos conformes a su periodo abstracto- sugieren cuál es la lectura particular del autor acerca del dinamismo urbano, no debemos descuidar que Berlín responde también a una serie de influencias que marcan el aprendizaje y la trayectoria misma del director. Dicho esto, sería conveniente detenerse en esas referencias para comprender el alcance y el significado de su trabajo.
Arquitecto, músico y pintor, Ruttmann desembocó en el cine después de un tiempo en que sus dibujos y pinturas no lograban satisfacer plenamente sus anhelos: orquestar tiempos, espacios y formas con objeto de proporcionar la impresión viva del movimiento y de la simultaneidad. En parte, el cubismo se había enfrentado a un problema parecido que creyó resolver a partir de su analítica espacial, pero mientras la pintura estuviera supeditada a la naturaleza estática del lienzo, resultaba imposible formalizar algo así como un cuadro cinético. En la órbita de los pintores abstractos Viking Eggeling (1880-1925) y Hans Ritcher (1888-1976), Ruttmann consideró la posibilidad de alcanzar dicha meta a partir del empleo del celuloide en vez de la tela tradicional. En esa misma lógica, Eggeling realizó entre 1920-1921 la serie de dibujos que terminarían configurando su única película, Diagonal Sinphonye, estrenada en 1924. La Diagonal de Eggeling –un ensayo de siete escasos minutos- constituyó la primera tentativa de creación de música visual. “Pintar con el tiempo”, ese y no otro era el objetivo a decir de Ruttmann (cf. Palacio, 1997: 271), “un arte para el ojo, que se distingue de la pintura en la medida en que está basado en el tiempo (como la música) y en que el énfasis de la calidad artística no reside (como en la pintura) en la reducción de un proceso (real o formal) a un único momento, sino precisamente en el desarrollo temporal de lo real”.
Como las notas de una partitura, la sucesión y encadenamiento de dibujos abstractos, de formas geométricas puras, simples, líneas horizontales y verticales, con su adecuado contrapunto, recreaban el ritmo deseado. Hans Ritcher propuso un esquema similar en Rythmus 21, 23 y 25; y Ruttmann haría otro tanto en “Juego de luz” y en su serie cifrada de Opus (I, II, III y IV). Todas estas obras comparten una concepción afín del ritmo, logrado mediante variaciones, oposiciones, inversiones y repeticiones de formas simples, figuras onduladas y líneas cuya sucesión articula y comunica la idea o la sensación del movimiento continuo.
Todavía en Berlín, un filme concebido desde los principios del cine documental, se aprecia el gusto por esta combinación rítmica de esquemas abstractos. Así, en los primeros fotogramas la mirada se desliza sobre aguas ondulantes, a las que inmediatamente se superpone un juego de líneas horizontales en un fondo formado por un semicírculo que cae una y otra vez. Después, con las imágenes del tren que se aproxima a la ciudad, la senda de raíles, las líneas formadas por los cables eléctricos, las barreras, los postes de luz y los contrafuertes del puente entran a formar parte de un juego geométrico acelerado característico de su periodo abstracto. Ahora bien, a diferencia de lo que sucedía en sus cuadros cinéticos, con la introducción de estos y otros esquemas compositivos en su sinfonía urbana se pretende comunicar algo más, el dinamismo moderno, y quizás conmover la conciencia del espectador, situándolo ante la experiencia del movimiento incesante captado mediante la cámara-ojo.
Fragmentos de realidad
Fueron esos trabajos abstractos de Ruttmann los que llamaron pronto la atención de Fritz Lang, que le reclamó para una participación en Los Nibelungos (1922-1924). En dicha película Ruttmann se ocupó de concertar la danza muda de esas figuras heráldicas (abstractas) que conformarían la secuencia del sueño de Crimilda. Esta colaboración se extendería posteriormente a Metrópolis, si bien en un plano diferente, haciéndose cargo de la fotografía junto a Karl Freund –quien sería su operador en Berlín-. Poco a poco, el interés de Ruttmann por la animación abstracta se fue apagando bajo la influencia de la escuela soviética de Eisenstein, Povdovkine y, muy en especial, del célebre movimiento Kino-Oki (cine-ojo) y Kino-Pravda (cine-verdad) de Dziga Vertov (1896-1954), esto es, el género documental que pretendía “tomar la vida de improviso”. La abstracción cinematográfica persistiría durante un breve tiempo, pero reorientando la analogía visual entre música y cine hacia la combinación explícita de imágenes (abstractas) con música clásica, un planteamiento en el que sobresalió Oskar Fischinger (1900-1967) y que sería vulgarizado por la Disney en Fantasía (Sadoul, 1976).
Abrazando los principios de la composición con fragmentos de “realidad objetiva”, Ruttmann llevaría a cabo su Sinfonía de Berlín y, si exceptuamos su Melodie der Welt (Melodía del mundo, 1932), en la que de nuevo (pero parcialmente) se asoma a la abstracción musical, toda su carrera posterior se desarrollaría dentro del cine documental. Eso sí, en un registro muy distinto: no en la vanguardia, sino en la reacción; no en la realidad sino en la pesadilla, cuando el régimen nazi se hace con el poder y Goebbels decide emplear la Universum Film Aktiongesellshsaft (UFA) para sus fines propagandísticos. Ruttmann sería, en efecto, uno de los pocos cineastas de vanguardia que iba a permanecer en Alemania, ayudando a Leni Riefensthal en su Olympiade Film y elaborando otras cintas sobre las campañas militares del Oeste y del frente ruso en el que encontraría la muerte.
Si bien la realización corresponde a Ruttmann, fue de K. Mayer de quien partió la idea de una obra rodada en exteriores, sin actores y sin trama, confeccionada según los presupuestos de la Nueva Objetividad (que en su caso consistía en la observación imparcial de la realidad)[6]. Acreditado por sus trabajos abstractos y un sentido magistral del ritmo visual, Ruttmann asumió el reto de componer una obra donde la fotografía, el ritmo de los cortes y el montaje sin subtítulos pudieran articular una singular modalidad de percepción del entorno metropolitano. Y aunque el trabajo de Ruttmann parecía tender hacia un formalismo muy pronunciado –lo que al parecer llevó a Mayer a retirarse del proyecto- lo cierto es que el resultado final superaba las expectativas depositadas. El alarde de recursos técnicos, el modo de captar las posibilidades del movimiento y su contrapunto (cámara fija/móvil - objeto móvil/fijo), la elección de los encuadres, la orquestación de motivos visuales y, por último, un montaje que aún hoy día sobresale por su destreza, hace buena la concepción de Berlín como obra sinfónica completa.
“Durante esos largos años de tentativas de expresión del movimiento” -decía Ruttmann- “no me abandonaba un deseo: el de crear, a partir de la energía dinámica de este organismo que es la gran ciudad, de millones de fuerzas vivas humanas, un filme sinfónico” (Cf. Zimmermann, 2003: 72). Porque Berlín está ideada de principio a fin como una sinfonía en todos los sentidos. Las imágenes componen por sí mismas una partitura silente. Así, la estructura de la película reproduce los actos en que se divide una sinfonía y recrea sus movimientos (Mast & Kewin, 1996: 169): el de obertura, cuando el tren se aproxima a la ciudad, con su allegro moderato; el despertar de la ciudad, correspondiente a un largo suave y sereno, hasta precipitarse en tempo vivace, con las actividades y las personas circulando; el andante del reposo durante el mediodía; el allegro de las actividades que se retoman; el nuevo andante de una jornada que finaliza para culminar en un presto finale compuesto de luces de neón, coreografías, bullicio y fuegos de artificio. Naturalmente, la concepción sinfónica se reforzaba durante la exhibición mediante el acompañamiento musical (con partitura original de Edmund Meissel), acentuando el valor expresivo de las imágenes -como es aún habitual en las bandas sonoras-. Consciente de la propia musicalidad de las imágenes, Meissel se afanó en componer una melodía y un ritmo que correspondiera a los sucesos filmados: “La sinfonía se divide en esas partes esenciales: el tema, Berlín, que se amplia para simbolizar la extensión del panorama por agregación de una formación de instrumentos de viento; cuartos de tono; acordes de la ciudad somnolienta; marcha del trabajo; ritmo de las máquinas; ritmo de las oficinas; contrapunto de la Postdamer Platz; coral del mediodía metropolitano; fuga de la circulación; acentuación mediante una interpretación en contrapunto del tema principal en calderón” (Cf. Zimmermann: 2003: 72)
Por todo ello Berlín resulta el mejor exponente de ese género autónomo conocido como sinfonías urbanas, dentro del cual encontramos una lista de autores y películas no demasiada amplia, pero de enorme calidad. La primera aproximación al concepto de sinfonía urbana reside en Dynamik der Grosstadt (1921) [7], un guión propuesto por el pintor húngaro Lazslo Moholy Nagy, relacionado con la Bauhaus. No obstante, fue Manhatta (1921) del pintor Charles Sheeler y del fotógrafo Paul Strand, inspirada en la poesía de Walt Whitman (Hojas de Hierba), la primera película que se recreó en las imágenes de la gran urbe: un Nueva York de extrañas disposiciones geométricas y ritmo delirante. En las antípodas de esta convulsión asomaba la imagen de un París inerte y misterioso en Paris qui dort (1923)[8], de René Clair. Con ayuda de Oliveira, Cavalcanti rodó Rien que les heures (1926), y un año después se rodó la sinfonía de Ruttmann, en la que se inspira El Hombre de la cámara (1929) de Dziga Vertov: la misma estructura, el mismo juego de espejos entre la masa, las máquinas y la metrópolis, con secuencias e imágenes plenamente idénticas a las de Ruttmann en algunos casos, aunque emplazadas en una ciudad collage confeccionada con retales de Kiev, Odessa y Moscú. Moscú es precisamente el nombre del filme rodado por M. Kauffmann, hermano de Vertov y de Boris Kauffmann, este último operador de Jean Vigo en el rodaje de À propos de Nice (1929-1930). Ese mismo año Robert Flaherty –cuya obra Nanook of the North constituye para muchos el primer documental antropológico[9]- rueda The 24 Dollars Island, mientras Oliveira ofrece su particular visión de Oporto en Douro, faina fluvial (1929). La saga continúa con Sinfonía urbana (1929) de Mizoguchi, y Ritmo de la ciudad (1929), de la sueca Anne Suckdorff (aunque salvo por los títulos deben poco o nada a la obra de Ruttmann). Aunque en unas se exalte el trabajo, en otras las desigualdades sociales y en algunas el autor se ciña a la celebración pura del movimiento de la ciudad, todas ellas comparten una similar preocupación estética y, pese a todo, pocas veces pueden ocultar una actitud generosa (a veces apasionada) hacia el progreso, el maquinismo y la metrópolis.
Panorámica del desarrollo metropolitano de Berlín
Quizás desde una óptica formal pueda considerarse que Berlín, como alguna otra sinfonía sobre la ciudad, queda en un mero ejercicio de estilo donde, en lo relativo a su visión sobre la vida urbana, prima lo frenético sobre el desenfreno. Pero desde una perspectiva diferente -histórica, urbanística, sociológica- la cinta posee un valor y un alcance mucho más amplios. No puede dejarnos indiferentes por cuanto constituye un testimonio de singular interés por el modo en que revela la estructura urbana, los procesos sociales que la configuran día a día y la experiencia de la vida metropolitana durante las primeras décadas del siglo XX. Esto la convierte en un documento excepcional para la comprensión de la evolución urbana. Incluso aceptando el formalismo del que ha sido acusada, es posible que su aparente neutralidad axiológica y su ambición descriptiva –de todo cuanto sucede y tiene presencia en la ciudad: edificios, espacios, tipos sociales, tiempos, actividades, etc.-, permita al estudioso de la ciudad apropiarse de la obra para completar los análisis sobre la estructura espacial, social y cultural de la metrópoli y de lo que ésta significó en la evolución de la sociedad moderna.
La extensión territorial de Berlín, su complejidad funcional, la concentración de fuerzas productivas y financieras en sectores concretos del espacio metropolitano, los procesos de terciarización de la ciudad central, la racionalización de la producción y la división del trabajo, la diferenciación social de la ciudad... todos estos aspectos de la “urbe multifacética” que llamaba Roth, quedan perfectamente recogidos en los fotogramas de Ruttmann. Desde esta perspectiva, Berlín puede situarse en la proximidad de esa larga tradición que ha puesto la fotografía y el cine documental al servicio de la interpretación social en el medio urbano[10].
Durante su proyección[11] uno puede sentirse dentro de esa gigantesca aglomeración que hacia 1920 se extendía sobre 87.600 hectáreas y albergaba 3,8 millones de habitantes. Una constelación formada por la fusión de ciudades y comunidades vecinas de distinto origen y vocación, en constante crecimiento, que daba la impresión de una urbe inconclusa, sin contornos claros. El filme muestra en efecto una ciudad que se encuentra en estado de obras, con talleres al aire libre, edificios en construcción y obras en las vías públicas, una ciudad que trata poco a poco de ir colmatando los múltiples huecos o vacíos por los que se advierte aún la presencia del campo y de los bosques. Esta expansión por el territorio inmediato de la aglomeración fue facilitada precisamente por los medios de transporte y comunicación, que permitieron de hecho la articulación del conjunto. En el caso del Ringbahn, el ferrocarril circular urbano, encontramos además la definición más precisa de los imprecisos límites del moderno conjunto metropolitano.
Figura 1. Fotograma de Sinfonía de Berlín |
Uno de los iconos del imaginario cinematográfico y del proceso de urbanización, el ferrocarril, abre la película de Ruttmann. Inmediatamente después se interpolan sus fotogramas abstractos para anunciar el vértigo al que va a ser conducido el espectador. En las primeras secuencias, cuando el tren va penetrando en la ciudad, como si fuera el bisturí de un cirujano diseccionando el tejido metropolitano, la cámara de Freund nos ofrece una visión rápida de los diversos paisajes y usos del alfoz: los campos de labranza salpicados de pequeñas residencias y la presencia de pequeñas masas forestales. En ese entorno disperso se advierten usos mucho más vinculados a la metrópoli que al medio rural: suburbios residenciales formados por villas (Villenvororte) y por colonias de villas (Landhauskolonien) más modestas -tipo cottage británico- donde habitan quienes huyen de la ciudad en busca de entornos más salubres (de acuerdo con el higienismo en boga) o quienes no pueden instalarse en ella.
Sabemos por el completísimo estudio de Halbwachs (1934) que el crecimiento de estos suburbios, resultado del desarrollo económico y de la fuerte presión demográfica existente entonces, fue tan irregular como desordenado. Una de las condiciones que facilitó esta expansión suburbana fue la liberación de los campesinos en Prusia, en 1850, lo que aceleró la venta de los fundos rurales y permitió desde entonces -pero especialmente a partir de 1880- el establecimiento de barrios suburbanos en sectores. Entre una cosa y otra, la imagen que en general ofrecía Berlín para el observador foráneo, para el cronista y para el habitante era la de una urbe de aspecto extraño e inacabado, con bloques de viviendas apresuradamente erigidas en un acceso de fiebre especulativa, y no siempre finalizadas; un espectáculo de tipos habitacionales yuxtapuestos sin transición, con sus colonias de villas e inmuebles de cinco alturas, fragmentos de diseños sucesivos mal acoplados. En definitiva, la imagen de una ciudad apresurada y demasiado artificial, pero imagen al cabo de la metrópoli en proceso, siempre adelante, siempre en marcha. Todo lo cual podemos recuperar en cualquier momento gracias al filme de Ruttmann.
La implantación progresiva de diferentes sectores de la población y de las actividades en la periferia urbana fue facilitada por el progreso de los medios de circulación -en concreto de la construcción de la Berliner Stadt und Ringbahn- que Ruttmann una y otra vez pone ante el espectador. A partir de ese momento se observó en Berlín esos fenómenos característicos de todas las grandes ciudades modernas y que son revelados en distintas secuencias del filme: la concentración y descentralización de actividades y grupos sociales, junto con lo que los ecólogos urbanos denominaron procesos de invasión-sucesión. Porque la colonización del territorio por los suburbios residenciales está en íntima conexión con la despoblación del centro y su progresiva terciarización. En lo relativo a esta cuestión no es preciso acudir a estadísticas donde se expongan las series comparadas de datos sobre el descenso demográfico de los distritos centrales de Berlín. Podríamos hacerlo, pero basta fijarse en esos ejércitos de oficinistas y empleados que en el filme de Ruttmann descienden de los vagones del tren, del metro o del ómnibus para encaminarse presurosamente hacia sus centros de trabajo, abren las persianas de sus escritorios, desenfundan sus máquinas de escribir, descuelgan teléfonos y toman sus notas. Asimismo, podemos reparar en los comercios de todo tipo que abren las persianas esperando la mirada de los clientes potenciales que pasean por las calles centrales; y al caer la noche, las luces de neón de la zona de ocio, las “luces de la ciudad”, uno de los atractivos más típicos de la metrópoli. El centro urbano de Berlín se afirma como el centro nervioso superior del organismo social, consagrado a las actividades de regulación y control del conjunto.
La especialización de las actividades en el espacio urbano delimita diferentes sectores. Ya hemos visto los espacios residenciales y la conversión del centro en zona de entretenimiento, cultura y de negocios con proyección exterior, pero es posible fijarse también en otros medios sociales. Así, al asomarse afuera del tren se observa una serie de factorías instaladas a orilla de las vías férreas, con sus vagones de carga y descarga. Como sabemos, la industria buscó tradicionalmente emplazamientos próximos a las vías de transporte y comunicación, para facilitar la llegada de materias y la salida de mercancías. Lógicamente, cerca de estas factorías, se construyeron las viviendas de los trabajadores (que llegan a formar suburbios industriales de cierta entidad), conjuntos habitacionales de tipo caserna, erigidos apresuradamente y con materiales baratos para solucionar la carencia de alojamiento de la población trabajadora que llegaba desde distintas regiones del país. Construidas en cinco alturas, con aprovechamiento de semisótanos, sus condiciones mínimas de habitabilidad informaban claramente que su destinatario era y sólo podía ser el proletariado urbano. El mismo proletariado que en la película es comparado con el ganado que va a ser sacrificado, el mismo proletariado que camina hacia las industrias a paso cansino y requiere los sones del organillo para animarse. Pronto descubrimos que dentro de las fábricas les aguarda la organización científica de la producción en cadena, siendo su papel más o menos fungible: una pieza más del “ballet mecánico” iniciado con el movimiento descendente de una manivela (como en Tiempos Modernos, de Chaplin).
Berlín se muestra en la película de Ruttmann tal cual es: un espacio diferenciado en lo tipológico, en lo funcional y, por supuesto, en lo social. Sin embargo, la película apenas abunda en esta última cuestión, limitándose más bien a mostrarnos superficialmente una galería bastante completa de tipos y grupos sociales. No existe al parecer ninguna intención de elaborar un discurso comprometido sobre la desigualdad social en el seno de la sociedades urbanas, como sucede en cambio en El Hombre de la cámara (1929) de Vertov y con mayor claridad en À propos de Nice (1929) de Vigo, hasta el punto que éste, formado en el cine documental social y anarquista, hace del montaje paralelo el instrumento de su denuncia social. El contraste entre los escenarios urbanos es tajante en la obra de Jean Vigo: de un lado, el espacio mortecino del Paseo de los Ingleses de Niza por el que deambula, a la espera de nada, la burguesía; de otro, los ásperos barrios populares en los que fluye la vida real. El presentismo de Vigo es vitalista y se caracteriza además por una importante carga sensual; se sitúa del lado del memento mori pero, muy en especial, de los que recuerdan vivir en cada momento. En cambio, el presentismo que asoma en el trabajo de Ruttmann responde más bien al afán de inventario: le basta su devoción descriptiva. De ese modo, este último nos presenta toda la galería de sujetos a su alcance: obreros, oficinistas, poderosos, clases acomodadas, niños, ancianos, mujeres, lisiados, novias y charlatanes; observamos sus actividades, estilos y tempos. Pero en el filme de Ruttmann todos estos tipos están nivelados por la metrópoli, único personaje colectivo sobre el que discurre Ruttmann, hecho determinante que desea afirmar sobre todas las cosas. En la medida en que el director parece emplear el contraste para marcar el contrapunto, su mirada pasa forzosamente por alto que ni el ritmo vertiginoso de la metrópoli ni sus exigencias afectan a todos por igual; por lo mismo, que no todos los individuos ni todos los grupos sociales se sitúan en el mismo plano social, y por consiguiente, que la coherencia sinfónica que persigue el autor tiene algo de ficticia ante tanta disonancia.
Figura 2. Fotograma de Sinfonía de Berlín |
Vida metropolitana y experiencia social
Ahora bien, desde el momento en que intuimos que es a la conciencia del espectador adonde se dirigen sus fotogramas, advertimos que esta opción intelectual posee la virtud de explorar las complejas vivencias y representaciones del hombre moderno cuya condición ya no puede ser otra que la de habitante metropolitano. La representación ruttmaniana de la gran ciudad resulta en este sentido muy próxima a los apuntes de Siegfried Kracauer y a los esbozos impresionistas del berlinés Georg Simmel, para quien la gran ciudad posee algo de poder extraño y a la vez de impulso de la libertad personal. Máximo exponente de la cultura objetiva que la humanidad ha ido desplegando en el curso de su desarrollo, la gran ciudad representa una nueva naturaleza del hombre, articulada por la economía monetaria, la razón y la técnica (técnica que acentúa su mera instrumentalidad y se aleja de la concepción antropológica de un “hacer del hombre”).
En el filme encontramos, en efecto, una exposición sutil sobre las consecuencias culturales y personales de este entramado tecnoeconómico que es la metrópoli. La extensión territorial, la complejidad funcional, la división social del trabajo, la aglomeración de personas y cosas, el anonimato y la fugacidad de las interacciones en la gran ciudad exigen la orientación del carácter del urbanita hacia lo racional, y de ese modo, contribuye a la formación de un nuevo patrimonio normativo y de un nuevo protocolo de acción. Como Simmel observaba, la metrópoli constituye un incesante flujo de estímulos: se suceden impresiones y sensaciones, ruidos, personas, noticias, publicidad, conversaciones, objetos, etc. Ruttmann muestra en varias secuencias ese vértigo: las teclas de las máquinas de escribir bailan, el tránsito urbano se antoja un caos, los teléfonos no dejan de sonar, las noticias asaltan la mente de los lectores, etc. Las imágenes de unos ojos desorbitados, la secuencia de la montaña rusa y de la espiral móvil... todo va encaminado a mostrar el riesgo de desequilibrio mental y la turbación del individuo en la gran ciudad.
Figura 3. Fotogramas de Sinfonía de Berlín |
Fig. 4. Fotogramas de Sinfonía de Berlín |
Sin embargo, ante tal sobrecarga de estímulos el individuo reacciona distanciando y racionalizando al mundo circundante –que incluye al Otro, al que se objetiviza y funcionaliza-. Esta racionalización de las actividades, de los tiempos y de los comportamientos metropolitanos aparece repetidamente en Berlín a través de dos referencias muy significativas. La primera apunta a Kronos, el reloj, que preside y organiza varias secuencias: traduce la exigencia de la puntualidad, de la precisión y de control que un organismo tan comprometido y extenso como la gran ciudad reclama a sus habitantes, puesto que su cohesión y funcionamiento descansa en la interdependencia funcional, en el ajuste exacto. La segunda es la presencia de los autómatas. Sin duda, en un engranaje tan complejo el hombre parece transformarse en una pieza más de ese mecanismo de precisión. Dada la heterogeneidad y el anonimato que reina en el medio urbano, las transacciones, las identidades y los acuerdos deben ser inequívocos. Es lícito preguntarse, en consecuencia, si esa demanda de rigor es la razón por la que Ruttmann se recrea con tal insistencia en las figuras de los autómatas o si se trata simplemente de una concesión a la tradición literaria alemana que tiene en Hoffmann (Los autómatas, El hombre de arena) a su gran maestro. Lo cierto es que la metáfora del autómata es sugerente por cuanto expresa las contradicciones del progreso y la alienación del hombre en las sociedades modernas. Los autómatas ejecutan movimientos mecánicos y programados; no piensan, son cosas previsibles (qué mejor control social que la interiorización de un comportamiento normalizado para cada situación). Si el Golem (1915) de Gustav Meyrink representa, como se ha dicho, la animación de lo inorgánico, los autómatas de Ruttmann, al igual que el Robot de Karl Chapek (RUR, 1921) expresan la potencia mecánica, la sumisión del espíritu a la materia, el mecanicismo de la vida, la conformidad del individuo, un ser que termina siendo asimilado a una cosa; en definitiva, la pérdida de humanidad del hombre moderno, cuya incapacidad emotiva y empática lo aleja del Otro con terribles consecuencias (qué mejor control social que un mundo atomizado).
Luces de la ciudad
Sombras, vértigo e indolencia... ¿acaso es eso todo en la gran ciudad? En realidad, a diferencia de las celebradas comunidades tradicionales, las ciudades, y en especial las metrópolis, son el foco de la innovación, del progreso, del pensamiento universal y de la libertad personal y colectiva. El resultado de la movilidad social y cultural de la gran ciudad, de la mezcla de población y de la abundancia de referencias culturales empuja a que las diferencias originales entre grupos e individuos tiendan parcialmente a difuminarse. En la medida en que el peso de la conciencia colectiva es menor en las grandes concentraciones humanas, se pone al descubierto una parte creciente de la conciencia individual. Esto no es posible en la comunidad tradicional, donde predomina el espíritu de campanario, la idea del Nosotros frente a Ellos, de un lado y frente al Yo, de otro, oponiendo todo tipo de resistencia a la modificación de usos y costumbres, y a la independencia de criterio. Por eso, a pesar del temor que esto causa en los partidarios de la normalización social e identitaria, en la gran ciudad el individuo posee el derecho a perfilar una trayectoria propia. Bastaría con eso para felicitarnos de su existencia, pero constituye algo más: un torbellino de vida que envuelve y arrastra a los hombres, las corrientes de gentes e ideas. Así, pues, no debería sorprendernos que Ruttmann, espoleado por una lectura generosa de esta realidad, finalice su obra con la imagen de un faro alumbrando en la oscuridad y con fuegos de artificio. Tempo vivace.
[1] Revisado superficialmente con vistas a esta publicación, el texto es fiel al escrito original elaborado como ponencia del curso “El cine y la ciudad europea. Cultura, sociedad y urbanismo” celebrado en la Universidad de Alicante (SEU-Benisa) en julio de 2004.
[2] Así se desprende, por ejemplo, de los sucesivos encuentros sobre La forme d'une ville celebrados en el seno del Forum des Images o en la enciclopédica “La ville au cinéma” de Paquot y Jousse (2005), donde la vinculación constituía el eje mismo de la obra. La discreta pero sugerente exposición “Paris au cinéma” (2006) organizada en su día por la alcaldía de París, volvía a afirmar dicho lazo, mostrando los imaginarios del París filmado, fuera en los tonos sepia de los primeros ensayos, en los oscuros del cine noir o en los muy irreales y llamativos pasteles de Hollywood.
[3] No hemos optado al azar por estas menciones, a las que alude A. Zimmermann (2003) en una lectura canónica de la historia del cine. Nuestra intención en cambio ha sido mostrar las coincidencias existentes con la película de Ruttmann. Ésta se inicia, en efecto, con la llegada del tren a la ciudad de Berlín; nos proporciona después una visión de los usos y actores en Unter den Linden y en su prolongación hasta el Tiergarten; también muestra el ajetreo de la Alexanderplatz y Potsdammer Platz en obras, por no hablar de la entrada y salida de los obreros en las factorías. De ese modo, parece como si la famosa intertextualidad del cine postmoderno (consistente en introducir en un filme imágenes, diálogos, motivos y cualquier otro tipo de guiño o símil referido a otras obras, ya sea con la intención de establecer un diálogo, buscar la complicidad del espectador sabio, ya sea, sencillamente, tratando de homenajear o parodiar a los maestros) fuera en realidad una constante que atravesara desde sus inicios la historia del cine.
[4] En estos términos se pronuncian Garnier & Saint Raymond en “Un rendez-vouz manqué?”, Ville et cinéma, Espaces et Sociétés, 1996, 86, p. 713. En el texto referido los autores proporcionan un breve listado de películas donde se cumple esa concepción: Dos o tres cosas que sé de ella, de J. L. Godard (sobre la vida en la periferia urbana y la prostitución ocasional), La ville Blanche, de Alain Tarnier (sobre Lisboa); Les ailes du desir, de W. Wender (sobre Berlín), y, por supuesto, en las muy celebradas Metrópolis de F. Lang y su versión postmoderna, Blade Runner de R. Scott (sobre un Los Ángeles apocalíptico). Asimismo, el trabajo de Floreal Jiménez publicado en ese mismo número ofrece una recopilación de películas en las que, de una u otra manera, en sus partes o en su totalidad, la ciudad asume el protagonismo del filme.
[5] J. Roth, “El Berlín de piedra” en Crónicas berlinesas, Barcelona: Ed. Minúscula, 2006, p. 129.
[6] Bajo estos principios se desarrollaría en 1929 un filme colectivo, Les Hommes du Dimanche, firmado entre otros por Billy Wilder y Fred Zinnemann.
[7] Este guión nunca llegó a filmarse, pero el autor consigue realizar en 1926 Berliner Stilleben, una película donde recupera la temática urbana.
[8] Aunque por las mismas fechas Dimitri Kirsonoff emprendió la realización de películas sobre la ciudad de París (La ironía del destino, 1922) y sus barrios populares (Ménilmontant, 1925), éstas no se consideran propiamente sinfonías urbanas.
[9] La fotografía y el cine siempre han sido magníficos instrumentos para captar y registrar la realidad, lo que algunas ciencias como la antropología y la sociología percibieron muy pronto. Félix Regnault y Charles Comte son los precursores en el uso de la cronofotografía con fines etnológicos. En 1900 el Congreso Internacional de Etnografía hacía un llamamiento para que los museos etnográficos incluyeran cronofotografías. El nacimiento del cine documental etnográfico se sitúa de ordinario en 1920, cuando R. Flaherty comienza a rodar Nanook of the North, para lo cual convivió con los esquimales durante unos quince meses. Flaherty realizó otros trabajos en esa misma línea, entre los que destacan Moana of the South Seas (1923-1925) y Man of the Aran (1933-1934). Otra fuente, por supuesto, lo constituye el movimiento Kino-Pravda de Dziga Vertov. Antropólogos como Margaret Mead, Franz Boas también se sirvieron de películas y fotografías para registrar los usos de las sociedades que estudiaban (Cf. Ph. Chaudat, “L'oeil ethnographique”, Filmer la ville, Annales littéraires de l'Université du Franche-Comté, 2002, pp. 31-39). Una muestra interesante sobre la utilización complementaria de estos medios pudo verse en la exposición Brésiliendien (Les Arts des Améridindiens du Brésil) en el Grand Palais de París (2005), que incluía algunos de los fondos fotográficos de Claude Lévi-Strauss.
[10] La sociología de la ciudad se ha servido de estos medios en bastantes ocasiones. Así, Maurice Halbwachs tomaba fotografías del más famoso taudis parisino de la época (la Cité Jeanne d'Arc) para su estudio sobre la situación y el precio de las viviendas obreras en París. Otro especialista en sociología urbana, P.H. Chombart de Lauwe, junto a los realizadores Jean Claude Bergeret y Jacques Krier tomaban el pulso a la sociedad francesa en la serie de TV À la recontre des Français (1957-1960), mostrando en diferentes episodios cómo era el trabajo a domicilio, el pequeño comercio, las formas de solidaridad vecinal, etc. Por no hablar de Edgar Morin, que con el realizador Jean Rouch, filmó Chronique d'un été (1960) relanzando el movimiento cinéma-verité durante los sesenta (Cf. Paquot, 2005).
[11] Hemos trabajado con la versión VHS comercializada por Divisa Ediciones en 1996.
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[Edición electrónica del texto realizada por Miriam-Hermi Zaar]
© Copyright Emilio Martínez, 2009
© Copyright Biblio3W, 2009
Ficha bibliográfica:
MARTÍNEZ, Emilio. A propósito de Berlín (o desmontando a Ruttmann). Imaginarios sociales y representaciones urbanas en el cine documental. Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. XIV, nº 842, 5 de octubre de 2009. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-842.htm>. [ISSN 1138-9796].