X Coloquio Internacional de Geocrítica
DIEZ AÑOS DE CAMBIOS EN EL MUNDO, EN LA GEOGRAFÍA Y EN LAS CIENCIAS SOCIALES, 1999-2008 Barcelona, 26 - 30 de mayo de 2008 |
¿PUEDE LA ESCUELA DEL SIGLO XXI EDUCAR A LOS CIUDADANOS Y CIUDADANAS DEL SIGLO XXI?
Francisco F. García Pérez
Nicolás De Alba Fernández
Departamento de Didáctica de las Ciencias Experimentales y Sociales
Universidad de Sevilla (España)
E-mails: ffgarcia@us.es y ndealba@us.es
¿Puede la escuela del siglo XXI educar a los ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI? (Resumen)
Los graves problemas de nuestro mundo reclaman una urgente respuesta educativa por parte del sistema escolar, pero esa respuesta no es adecuada, pues dicho sistema sigue funcionando con características muy tradicionales. La educación para la ciudadanía se presenta como una posibilidad de reorientar la educación hacia finalidades más acordes con los retos que ésta debe afrontar actualmente; sin embargo, entre las declaraciones e iniciativas oficiales y la realidad de la enseñanza existe aún una gran distancia. En ese sentido, es urgente redefinir las finalidades básicas de la educación escolar y recuperar su dimensión de educación para la ciudadanía democrática, otorgando un papel importante a la participación. Como camino a seguir se propone trabajar en torno a problemas sociales y ambientales relevantes de nuestro mundo en el marco de un currículum integrado.
Palabras clave: Problemas sociales y ambientales, Finalidades de la educación, Educación para la ciudadanía, Participación ciudadana
Can the school of the XXI century educate the citizens of the XXI century? (Abstract)
The serious problems of our world demand an urgent educative answer by the school system, but that answer is not suitable, because this system continues working with very traditional characteristics. Citizenship education appears as a possibility of reorienting the education towards purposes more in agreement with the challenges that at the moment it must face; nevertheless, between the official declarations and initiatives and the reality of education there is still a great distance. In that sense, it is urgent to redefine the basic aims of school education and to recover its dimension of education for democratic citizenship, granting an important role to participation. The proposal would be to work around relevant social and environmental problems of our world within the framework of an integrated curriculum.
Key words: Social and Environmental Problems, Education Aims, Citizenship Education, Citizen Participation
Los graves problemas de nuestro mundo -que han adquirido especial relevancia en la última década- se presentan ante nuestros ojos de ciudadanos del tercer milenio como realidades que no podemos obviar y que nos interpelan desde distintas perspectivas. Dado el contexto de globalización en que nos hallamos inmersos, esta problemática social y ambiental afecta al conjunto del planeta y está adquiriendo nuevas dimensiones, con implicaciones diversas según las sociedades afectadas. Quizás nunca como en los últimos tiempos el modelo de desarrollo asumido por la mayor parte de la humanidad había llevado a una situación tan grave de insostenibilidad (Fernández Durán, 2004). Y ello sin que dicho modelo llegue a ser cuestionado en profundidad. Esta situación reclama una urgente respuesta por parte de diversas instancias, entre ellas, desde luego, por parte de la educación. Pero esa respuesta o no existe o está muy lejos de resultar proporcionada a la importancia del requerimiento. Especialmente la educación escolar se nos aparece como particularmente inadecuada ante estos retos. Baste, de momento, con señalar que el sistema escolar se mantiene en muchos rasgos sensiblemente igual al de hace más de un siglo; lo que resulta visible en aspectos como el tipo de contenidos presentes en las disciplinas escolares o la estructura espaciotemporal de la enseñanza.
La educación escolar no está dando respuestas a los problemas de nuestro mundo
Vivimos hoy en una sociedad global, de escala planetaria, en la que los fenómenos que ocurren en cualquier rincón del mundo mantienen vínculos diversos entre sí, especialmente en el campo económico, que puede ser considerado, sin duda, como el verdadero ámbito de la globalización. En cualquier caso, frente a la idea uniformizadora de la globalización, hay que llamar la atención acerca del carácter dispar y contradictorio del fenómeno globalizador, en el que se entremezclan diversas dimensiones (Caride y Meira, 2001; véase también Beck, 2004). Así, la globalización se da de forma diferente en el ámbito económico que en el político o en el cultural, siendo, asimismo, su desarrollo diferente según las zonas del planeta. Por lo demás, es un fenómeno que puede ser analizado desde distintos planos, según el grado de amplitud, de profundidad o de velocidad de los cambios.
Al proceso de creciente globalización ha venido contribuyendo de forma decisiva la expansión de las nuevas tecnologías de la información, que están produciendo la informacionalización del planeta. Una situación que, para muchos, más que conducir a la llamada “sociedad del conocimiento”, está llevando, más bien, a una superficial “sociedad del espectáculo” (Debord, 1999). Todo esto está ocurriendo –y se ve facilitado por ello- en una sociedad con una cultura urbana bastante uniformizada. Nuestro mundo, en efecto, es cada vez más urbano, tanto por las cifras de núcleos urbanos y de población urbana como, sobre todo, por el modo de vida urbano que se ha extendido por prácticamente todo el planeta (véanse datos, por ejemplo, en Worldwatch Institute, 2007). Y al compás de la expansión imparable de este modo de vida urbano, los ecosistemas del planeta se están degradando gravemente. Así, las áreas urbanas generan y sufren, a la vez, gran parte de los problemas a los que estamos haciendo referencia. Así, pues, globalización, informacionalización y urbanización generalizada constituyen tres procesos básicos, que se potencian mutuamente (Borja y Castells, 1997) y que caracterizan la problemática realidad de nuestro mundo.
En esta sociedad urbana y global, el control de la información, y concretamente de los nuevos medios de comunicación, está favoreciendo el desarrollo de una “cultura de la superficialidad”, una visión simplista del mundo, basada en interpretaciones de sentido común, que encuentra en nuestra sociedad, cada vez más homogeneizada, el ámbito ideal para su expansión, lo que termina por reflejarse en la educación, como subsistema cultural. La expansión de este modelo cultural refleja, en definitiva, la hegemonía de lo que podemos denominar el “pensamiento único”, es decir, el pensamiento dominante que intenta presentar como inviable cualquier otro tipo de pensamiento (García Díaz, 2004) y que constituye el soporte básico de las ideologías neoconservadoras que están invadiendo las llamadas sociedades desarrolladas, y cuyo dominio se está apreciando también en el campo de la educación, a través de regulaciones legales y de la introducción de dinámicas organizativas acordes con el neoliberalismo imperante.
La nueva cultura de la superficialidad se sustenta en contextos educativos diferentes a los tradicionales de la familia y la escuela, cuales son los medios de comunicación (especialmente la televisión), la cultura cibernética, el propio consumo (que constituye un agente educativo esencial, al promover determinadas pautas culturales), etc. Y esos nuevos contextos son los que están sirviendo para socializar a las nuevas generaciones, desplazando a los anteriores marcos de referencia (la comunidad familiar, las asociaciones vecinales o laborales...).
Ante los graves problemas de la humanidad y frente a esta visión simplificadora del mundo -soportada por los nuevos y sutiles mecanismos del poder, en gran parte mediante el control de la información-, la educación, especialmente, a través de la escuela, como institución social y como ámbito de socialización de los alumnos, no puede permanecer ajena o neutral, y debería ofrecer alternativas adecuadas. La educación escolar tendría que abordar hoy, de forma explícita, el análisis de estas realidades, con un bagaje conceptual apropiado, intentando que los alumnos y alumnas se planteen estos problemas y vayan construyendo una posición ante los mismos. Pero no parece que la escuela se halle en ese punto.
En efecto, el carácter global de nuestro mundo debería llevarnos a repensar radicalmente el propio sentido de la educación, y más concretamente a replantear el carácter de los contenidos escolares y de los posibles problemas que se podrían trabajar en la escuela, en muy distintos aspectos, como, por ejemplo, la concepción de las relaciones entre lo local y lo global, la consideración de los problemas del entorno en el conjunto del sistema mundial, las escalas de análisis apropiadas para trabajar determinados fenómenos, el papel atribuido a las proyecciones de futuro, etc.
Asimismo, ante la realidad informacional del mundo de hoy, la educación escolar parece ajena a este nuevo papel de la información y del conocimiento. Las asignaturas escolares siguen siendo, básicamente, conjuntos de conocimientos codificados y legitimados por la tradición académica. Incluso, la propia sociedad que es objeto de estudio en la escuela quizás sea una sociedad que ya no existe más que dentro de los muros de la escuela. Y desde luego no parece que sea una solución, a este respecto, la mera introducción de ordenadores en las aulas[1], que, sin cambiar la estructura espacial y temporal de la escuela ni el modelo didáctico, se convierten en nuevos cacharros que casi estorban la tarea convencional de muchos profesores.
Inmersa en una sociedad eminentemente urbana y cada vez más multiétnica, en la que el mestizaje cultural nos pone ante los ojos continuas manifestaciones, sin embargo la educación escolar tampoco parece hacerse eco de estas realidades ni acoge estas problemáticas como objetos de estudio habitual.
A la vista de este panorama quizás no debería sorprendernos, por ejemplo, el bajo nivel de resultados del Informe PISA, para el caso de España (Ministerio de Educación y Ciencia, 2007), ante el requerimiento de abordar determinadas situaciones problemáticas propuestas a la consideración de los alumnos[2]. Sin perder de vista que la escuela (y, por tanto, los resultados de los escolares) reflejan –e interaccionan con- las situaciones sociales[3], dicho fracaso estaría mostrando, desde luego, la inadecuación de la enseñanza predominante en nuestras aulas en relación con las demandas intelectuales que exige el tratamiento de los problemas sociales y ambientales de nuestro tiempo. De hecho, una característica de las pruebas PISA es que las preguntas pretenden valorar, en cierta medida, cómo los alumnos y las alumnas son capaces de resolver problemas próximos a la vida cotidiana. En el caso de las ciencias –temática central de las pruebas de 2006- las preguntas se refieren al tipo de competencias necesarias para utilizar el conocimiento científico en contextos de relevancia social; así, por ejemplo, aparecen preguntas relacionadas con problemas como la lluvia ácida o el efecto invernadero. ¿Acaso nuestro sistema escolar prepara a los adolescentes para tratar problemas de este tipo? Nuestra hipótesis, a este respecto, es que una de las razones del bajo rendimiento de nuestros alumnos es su incompetencia para resolver problemas que no sean los problemas académicos convencionales.
De hecho, ante una cuestión sobre un problema “real” planteada en una clase, la mayoría de los alumnos intentará resolverla rebuscando entre sus recuerdos académicos la respuesta “correcta” pero sin pensar en (es decir, sin establecer relaciones con) toda la información que, supuestamente –o quizás es una suposición demasiado optimista-, está a su disposición en la escuela. Permítasenos llevar al extremo esta argumentación: cuando los alumnos están en situaciones escolares, es decir, cuando se comportan como alumnos, la realización de tareas escolares no llega a tener sentido real para ellos; les basta con lograr el objetivo estrictamente escolar, lo que les permite, en primer lugar, sobrevivir en ese contexto y, en segundo lugar, cumplir con las expectativas que profesorado, familias, sociedad... tienen sobre ellos.
Y ¿por qué ocurre esto? Aunque podamos discutir largamente sobre la complejidad de las causas –como se acaba de señalar más arriba-, el desajuste descrito tiene que ver, al menos, con dos factores: por una parte, la organización disciplinar tradicional de los contenidos escolares no facilita el tratamiento de los problemas sociales y ambientales de nuestro mundo; por otra, las metodologías de trabajo, básicamente transmisivas y repetitivas, no ayudan a formar al alumnado en las nuevas competencias que la sociedad actual demanda, como son, por ejemplo, la capacidad para seleccionar y procesar la abundante información disponible en nuestro entorno, la capacidad para gestionar los problemas de nuestro mundo o la polivalencia a la hora de integrarse en el mundo laboral.
En efecto, la escuela tradicional se está revelando como incapaz para mejorar la manera habitual que el alumnado tiene de aproximarse al mundo, es decir, para superar el pensamiento simplificador, propio de la cultura de la superficialidad dominante, y muy alejado de un pensamiento científico complejo. De hecho, el sistema escolar se limita a aportar respuestas –supuestamente- correctas, a transmitir verdades, sin un clima de interacción social que facilite la reflexión y el contraste. En este marco, el alumnado se acostumbra a resolver los problemas de manera mecánica, sin explicitar ni movilizar sus propias ideas, sin cruzar e intercambiar argumentos, sin negociar los significados.
El alumno vive, pues, la realización de las tareas académicas como un “simulacro de aprendizaje”; ante cualquier problema busca inmediatamente una respuesta en su acervo de respuestas aprendidas de forma repetitiva en las situaciones vividas en clase, aplicando el esquema aprendido en su experiencia escolar. Y nada le obliga realmente a plantearse las cosas de otra manera, pues actuando de esa forma rutinaria triunfa, incluso, en el sistema escolar.
La incapacidad de la escuela para proporcionar un pensamiento más complejo, capaz de abordar, con más éxito, la problemática social y ambiental, se ve agravada por otro desajuste, de carácter más contextual: la cultura académica de la escuela tampoco es capaz de conectar con las pautas culturales manejadas por nuestros alumnos y alumnas; es más, se puede afirmar que existe actualmente una clara “brecha” entre ambas culturas. Ese desajuste siempre ha existido; lo que ocurría es que en épocas anteriores determinados mecanismos de coerción social hacían menos visible el problema. Actualmente, los alumnos, procedentes, en general, de una cultura muy distinta de la cultura académica, manifiestan su reacción frente a esa escuela y su cultura en forma de “desapego”, de “desafección”, lo que se traduce en reacciones de pasotismo, de absentismo, de provocación y, en ocasiones, en situaciones conflictivas –generalmente amplificadas por los medios de comunicación-. Este tipo de reacción, más que propiamente una lucha contra el sistema, puede ser considerada como una forma de resistencia, no consciente, frente al mismo (García Díaz et al., 2007).
Estos argumentos, brevemente expuestos –aun a riesgo de resultar apresurados- nos llevan, en todo caso, a constatar el carácter obsoleto del actual modelo escolar dominante, y nos plantea la necesidad de revisar su sentido, a la luz de su propia génesis y de su evolución[4] y con la perspectiva de un futuro diferente.
¿Qué podría hacer la educación escolar para formar a los ciudadanos y ciudadanas?
Los desajustes a los que hemos hecho referencia en el apartado anterior se vuelven especialmente visibles si analizamos el papel de la escuela como educadora para la ciudadanía, una función que hoy se está proclamando aún con más énfasis que en otros momentos. La preocupación por esa función se ha hecho presente en las declaraciones e iniciativas de muchos organismos internacionales, así como también en el contexto español[5]. Pero de las declaraciones recogidas en los documentos a las posibilidades de plasmación real en la escuela hay un largo trecho, que a veces se antoja abismo.
En efecto, ante la inadecuación de la estructura disciplinar tradicional del currículum y el naufragio, en la práctica, de los intentos basados en la interdisciplinaridad o en la transversalidad, se han depositado quizás demasiadas expectativas en que una educación para la ciudadanía pudiera ser una especie de área transversal de las transversales, es decir, integradora de un gran conjunto de valores considerados educativos. Pero es evidente que ni la escasa presencia curricular de la educación para la ciudadanía (entendida, incluso, ampliamente, y no sólo como asignatura) ni la tradición escolar y profesional al respecto ni la realidad estructural de nuestra escuela, pueden hacer realmente viables esas expectativas. Analicemos, en todo caso, aunque sea brevemente, el papel que podría jugar la educación para la ciudadanía en el currículum.
Tras el largo periodo de la dictadura franquista, que truncó la rica tradición pedagógica española del primer tercio del siglo XX, los contenidos relacionados, en términos generales, con la educación cívica empiezan a tener presencia curricular a partir de la aprobación de la Constitución de 1978 y, sobre todo, con la implantación en 1990 de la Ley Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE), que otorgaba un importante papel educativo a las diversas materias transversales. La actual Ley Orgánica de Educación (LOE) de 2006 ha incorporado, formalmente, la educación para la ciudadanía al sistema escolar[6].
Aparte de la resistencia mostrada por la jerarquía católica y sectores sociales conservadores de la sociedad española contra esta nueva iniciativa curricular, es necesario citar otras dificultades para su arraigo, como es la falta de formación de la mayor parte del profesorado para impartir contenidos escolares de estas características. No hay prácticamente atención a este campo en la formación inicial del profesorado, y es también escasa en la formación permanente, lo que, unido a la fuerte tradición disciplinar del conocimiento escolar –muy arraigada en la cultura profesional de los docentes-, hace realmente problemática la incorporación de estos nuevos planteamientos educativos. De hecho, muchos profesores, sobre todo en la educación secundaria, tienen una concepción de la profesionalidad centrada en la idea de ser especialistas en un determinado campo de conocimiento, no considerando como pertinentes otras funciones profesionales, propias de un perfil de “educadores”, más directamente relacionadas con la intervención social. Asimismo, en relación con el contexto escolar, existen dificultades debidas a la organización habitual de los espacios y de los tiempos en la escuela. Por lo demás, la estructura tradicional del sistema escolar se muestra, en el fondo, bastante impermeable a la incorporación de iniciativas educativas de carácter más transversal, como es el caso de los contenidos a los que nos estamos refiriendo.
Pero, a pesar de las dificultades y resistencias citadas, existe también en España una rica tradición de renovación pedagógica que ha venido otorgando gran relevancia educativa a la educación de los alumnos como ciudadanos participativos. En todo caso, la reflexión didáctica sobre estas experiencias es escasa. Por ello, en esta primera etapa de implantación curricular de la nueva asignatura, es urgente profundizar en el debate sobre el propio concepto de ciudadanía y sobre el sentido de una educación para la ciudadanía. Asimismo, es importante fundamentar las posibles propuestas didácticas con resultados de investigación educativa específica[7].
De todas formas, es evidente que la capacidad de la escuela para formar ciudadanos capaces de afrontar los problemas de nuestro mundo no depende de una iniciativa curricular limitada, sino que exige una profunda redefinición de la educación escolar en su conjunto e incluso de la propia escuela como institución en el marco del siglo XXI. Es evidente que no pretendemos abordar aquí el análisis de una cuestión tan general como inabarcable, pero sí queremos avanzar, en este apartado, algunas ideas acerca de lo que consideramos una educación más deseable para formar ciudadanos y, en el siguiente apartado, concretar un poco más nuestra hipótesis curricular al respecto.
Así, pues, según lo que acabamos de plantear, y a partir, asimismo, del análisis realizado en el apartado anterior, resulta absolutamente necesario repensar el sentido de la educación, para que ésta pueda contribuir a la preparación del alumnado como ciudadanos, actuales y futuros, capaces de afrontar los retos y problemas que les plantea la situación de nuestro mundo. Esa educación habría de guiarse por nuevos principios orientadores del cambio. Para ello habría que reformar no sólo los contenidos de las áreas, que suele ser la preocupación central de las reformas curriculares[8], sino otros aspectos fundamentales como los condicionantes cronoespaciales del sistema escolar, la formación del profesorado o las propias relaciones de la escuela con la sociedad. En ese sentido, vamos a exponer brevemente algunas grandes líneas, a modo de principios orientadores[9].
Hace unos años, Edgard Morin (2000 y 2001) propuso una reforma de la educación basada en siete grandes principios o “saberes”, un planteamiento –que, básicamente, compartimos-, lo que requeriría un modelo de educación radicalmente distinto y exigiría, sobre todo, una reforma del pensamiento, como punto de partida para otras reformas. Desde la perspectiva compleja que caracteriza al pensamiento moriniano, se denuncia la situación de hiperespecialización de la educación escolar (que se manifiesta, por ejemplo, en la división entre una cultura científica y una cultura humanística), una situación arrastrada desde sus orígenes decimonónicos. Hoy, pese a que, en un mundo informacional como el nuestro, disponemos de una enorme cantidad y diversidad de informaciones, no existe una organización adecuada de las mismas; y, sin organización, no hay conocimiento. Por lo demás, la separación y especialización de los saberes facilita su control por parte de los expertos, mientras que el ciudadano no es capaz de comprender los problemas de forma global. De ahí la necesidad de una gran reforma (no meramente programática sino paradigmática) del pensamiento que propugne un conocimiento global y democrático. Resulta indispensable, pues, desarrollar la capacidad de contextualizar y globalizar los saberes. No se trata, en ese sentido, tanto de abrir las fronteras entre las disciplinas como de transformar lo que da lugar a la existencia de esas fronteras, es decir, los propios principios organizadores del conocimiento.
Es necesario, ante todo, que la educación sirva para saber relacionarse con el conocimiento. Los estudiantes –y esto sería especialmente aplicable a quienes estudian para ser profesores, y también para el propio profesorado en ejercicio- están en contacto con el conocimiento durante toda su vida escolar, pero en pocas ocasiones llegan a reflexionar sobre el conocimiento, sobre su naturaleza, organización, procesos de construcción, relación con la realidad, etc.; cuestiones que son, sin embargo, de un enorme interés para la comprensión en profundidad de los conocimientos escolares y para la regulación de los propios mecanismos de aprendizaje. Es indispensable, pues, una reflexión epistemológica que nos ayude a relativizar el conocimiento y analizarlo críticamente, incorporando, asimismo, la perspectiva de análisis histórico y genealógico, que nos puede ayudar a entender el carácter de construcción social contextualizada que tiene el conocimiento, y, especialmente, el conocimiento escolar. Y, si las propias disciplinas escolares son construcciones de estas características, ¿qué sentido tiene seguir presentando a los alumnos el conocimiento escolar como completo y cerrado, como el único conocimiento posible? Sin duda, es urgente fomentar una perspectiva relativista y crítica que permita otro tipo de relación con el conocimiento. Y esto es tarea general, pero sobre todo tarea específica para el profesorado.
Con apoyo en ese entendimiento relativista, crítico y complejo del conocimiento, el esfuerzo educativo habría de ser dirigido, según venimos diciendo, hacia el tratamiento de problemas globales y fundamentales de nuestro mundo. Estos problemas podrían ser los centros articuladores de las propuestas de enseñanza, como más adelante concretaremos. Contribuiríamos así a una educación que fuera, a un tiempo, significativa y comprometida con la transformación social. Esa finalidad, en todo caso, no se puede conseguir con la actual organización, fragmentaria y especializada (disciplinar), del conocimiento, como también se ha dicho. La hiperespecialización –señala Morin- impide ver tanto lo global (pues lo fragmenta en parcelas) como lo esencial (pues lo disuelve); limita incluso el tratamiento de los problemas específicos, que sólo pueden ser (bien) entendidos en un contexto más general. Por tanto, la educación debe promover, más bien, una “inteligencia general” que permita abordar los problemas de una manera compleja y en un contexto global.
Entender el mundo de una manera global y compleja implica, lógicamente, entender la complejidad del ser humano, de la condición humana, en todas sus dimensiones, física, biológica, psíquica, cultural, social e histórica. Pero esa perspectiva está, asimismo, ausente de la actual educación, estructurada –según propósitos culturalistas heredados de la tradición decimonónica- en disciplinas no sólo separadas, sino que generalmente se ignoran entre ellas. Así que una educación para el futuro tendría que restaurar esa unidad compleja de lo humano, en sus múltiples dimensiones. En ese sentido plantea Morin la necesidad de integrar los conocimientos resultantes de las Ciencias Naturales con los de las Ciencias Humanas y con lo que se suele denominar “Humanidades” (Filosofía, Historia, Literatura, Poesía, Artes...).
Un elemento clave para entender la condición humana y para relacionarnos con los demás es la comprensión, medio y fin, a la vez, de la comunicación humana. En un mundo tan conflictivo como el nuestro, es necesaria no sólo la comprensión intelectual u objetiva sino también la comprensión humana intersubjetiva, condición y garantía de la solidaridad intelectual y moral de la humanidad. Pero comprender la condición humana -prosigue Morin- implica entender que dicha condición está marcada por la incertidumbre, tanto en su dimensión cognitiva (psíquica, epistemológica...) como en su dimensión histórica (imposibilidad de prever, realmente, hacia dónde va la humanidad). Desde ese supuesto, educar debe ser preparar para un mundo incierto y para saber afrontar lo inesperado. Y ello se plantea en contraposición a la cultura dominante –especialmente la cultura académica de la escuela-, que ignora esa idea y sigue transmitiendo mensajes de certeza en la interpretación del mundo y en las pautas de actuación social.
En esa línea, para enfrentarse a las incertidumbres, más que programas, hay que utilizar estrategias. El programa, tan querido por la enseñanza tradicional, implica la determinación a priori de una secuencia de acciones con miras a un objetivo, con el riesgo de que se quede bloqueado cuando se modifican las condiciones externas; la estrategia, sin embargo, plantea un escenario de acción que puede ser modificado examinando las situaciones en contextos reales. Habría, pues, que educar en principios de estrategia que permitan afrontar los riesgos, lo inesperado, lo incierto, y modificar su desarrollo en función de los procesos. Pero esto se halla bastante lejos de la enseñanza repetitiva y libresca propia de los programas escolares.
La comprensión del ser humano en el contexto de nuestro mundo nos lleva a tomar conciencia de que constituimos una misma especie con un mismo hogar, la Tierra, con unas potencialidades, unos problemas y unos riesgos que nos afectan a todos de forma solidaria. El reconocimiento de esta identidad planetaria tiene que ser, pues, también una finalidad básica de la educación. Sin embargo –aportando un argumento más al respecto- la educación tradicional no sólo ha ignorado esta perspectiva sino que frecuentemente ha trabajado en su contra. Así, por ejemplo, el conocimiento histórico -que tan útil debería resultar para entender esa dimensión planetaria de la humanidad- ha servido tradicionalmente a los intereses del pensamiento dominante, justificando una idea de progreso identificada con el modelo de desarrollo de la sociedad occidental, y convirtiendo dicha idea en criterio de diferenciación con respecto a otras sociedades, que, por lo demás, ni siquiera llegan a ser objeto de estudio escolar. Y lo mismo podríamos decir con respecto a algunas otras materias curriculares. Frente a esta posición reduccionista y discriminatoria, una educación para nuestro mundo tendría que contemplar como finalidad básica el desarrollo de sentimientos de solidaridad y responsabilidad entre los humanos, valores esenciales de una ciudadanía deseable, que ha de ser, necesariamente, de carácter planetario (García Pérez y De Alba, 2007; véase también Martínez Bonafé, 2003 y Souto, 2007).
Asumir la idea de una ciudadanía planetaria exige la revisión de un objetivo clásico en la educación: la formación de ciudadanos democráticos (Gómez Rodríguez, 2005 y Pagès, 2005), un objetivo que, como más arriba ha señalado, se ha ido convirtiendo cada vez más en una expectativa clave en relación con el papel social de la escuela. La educación para la democracia se ha desarrollado tradicionalmente en el marco de los estados nacionales y, frecuentemente, teniendo como referente único la democracia política convencional -se trataba de ejercer, formalmente, los derechos y deberes de ciudadanos en el propio país-, siendo presentada esa finalidad educativa como modelo y meta de la evolución humana. Sin embargo, las nuevas realidades mundiales -que se han expuesto al comienzo- obligan a repensar la propia idea de democracia en diversos ámbitos y escalas, pues, realmente, no hay democracia en el mercado ni en las relaciones internacionales, ni siquiera en ámbitos más reducidos, como por ejemplo el familiar. Asimismo, resulta necesario profundizar en la propia idea de democracia, no limitándola al mero uso formal de las normas y pautas vigentes.
Así, pues, el viejo objetivo escolar de educar para la democracia puede y debe ser adaptado al nuevo contexto expuesto, profundizando en el propio sentido del concepto, diversificando sus posibilidades, aplicándolo en distintas escalas, incorporando la idea de conflicto, asumiendo, en definitiva, que educar para la democracia equivale a educar para una inserción social crítica, puesto que se entendería la democracia en un sentido profundo, como una democracia crítica, que haría compatible la libertad individual y la justicia social. En ese sentido, educación para la democracia y educación para la ciudadanía serían confluyentes (Gimeno Sacristán, 2001). Y desde ese enfoque la escuela habría de seguir asumiendo ese objetivo básico de educación ciudadana al que nos estamos refiriendo.
Educar para la ciudadanía trabajando en torno a problemas sociales y ambientales relevantes de nuestro mundo
Así, pues, una educación para la ciudadanía, entendida en los términos que estamos esbozando, debe constituir un pilar básico para la construcción de respuestas adecuadas a las nuevas realidades de nuestro mundo, con los graves problemas a ellas asociados. En todo caso, se trataría –según venimos expresando- de educar para una ciudadanía con un carácter diferente del que han tenido los planteamientos convencionales de educación cívica. Nuestra referencia sería una ciudadanía de carácter global, que habría de plasmarse, sobre todo, en tres aspectos básicos: superar límites de las patrias; superar los límites de los ámbitos educativos convencionales; superar los límites entre educación, formal, no formal e informal (García Pérez y De Alba, 2007).
A la necesidad de una ciudadanía concebida como global o planetaria ya nos hemos referido más arriba, al exponer ideas de E. Morin, y así se reclama, además, desde diversas instancias. Por lo demás, esa dimensión educativa global es, por coherencia, la más adecuada para poder hacer frente a los graves problemas sociales y ambientales, que tienen, asimismo, una escala planetaria.
La idea de ciudadanía, entendida en el sentido integrador que postulamos, debería superar, asimismo, los límites convencionales de los campos de conocimiento implicados en la enseñanza, permitiendo así la incorporación de un enfoque educativo complejo. Pero el tipo de educación para la ciudadanía que se propugna requiere, sobre todo, una dimensión vinculada a la acción, que podemos formular como educación para la participación ciudadana, en distintas escalas (en el propio barrio, en la ciudad, en el estado, en el mundo…). De esta forma se permeabilizarían, también, las fronteras entre el conocimiento y la intervención social. Esta dimensión sería, pues, un aspecto clave de la educación para la democracia, tal como aquí la estamos entendiendo. En esa línea, el enfoque integrador que reclamamos necesita, asimismo, el concurso de otras dimensiones relevantes, como las relativas a la convivencia, a la actuación ante las problemáticas ambientales o la sensibilidad ante las desigualdades y el compromiso con un mundo más justo.
Por fin, una educación para la ciudadanía, tal como se está caracterizando, no podría quedar reducida al ámbito de la educación formal y, menos, al estrecho espacio curricular de una asignatura con escasa presencia escolar, sino que sería indispensable que desde el ámbito escolar se tengan en cuenta muchas interesantes propuestas desarrolladas dentro del campo de la educación no formal e informal. Este tipo de experiencias presenta algunas ventajas en relación con determinados rasgos de la escuela tradicional: una organización espaciotemporal flexible, una concepción de los contenidos más abierta y vinculada a los problemas sociales próximos, un diseño de las actividades más variado, un papel más activo de los aprendices y del propio formador; aportaciones que podrían enriquecer notablemente el desarrollo de la educación ciudadana en el contexto escolar (De Alba, 2005).
En definitiva, la educación ciudadana que consideramos deseable debe, sobre todo, estar vinculada a la participación comprometida, mediante la acción, en los problemas ciudadanos reales, y no sólo de cara al futuro sino en el tiempo propio de la educación escolar y en aquellos espacios en los que los alumnos y alumnas tengan posibilidades de intervenir. Es más, debería ser un objetivo de la propia escuela ampliar esos campos de actuación de los ciudadanos-alumnos. En todo caso, no olvidamos –como ya se anunció al comienzo, al valorar la presencia de la educación para la ciudadanía en el currículum- que la incorporación de la participación, real, a los procesos educativos presenta algunas dificultades, pues la acción que conlleva la actividad participativa resulta bastante ajena al mundo escolar, que se gobierna por una lógica muy distinta, más apta para desarrollarse a través del discurso de los libros de texto y para ser objeto de medición mediante exámenes (Merchán, 2005).
Evidentemente, el planteamiento educativo, y especialmente de educación ciudadana, que acabamos de esbozar, por sus propias características, no puede ser reductible a una asignatura. Exigiría, por tanto, un enfoque curricular más integrado y global (Beane, 2005), que propugnamos, estratégicamente, como deseable para la educación escolar. Y, en ese marco, un camino que se nos presenta no sólo como deseable sino como transitable, es trabajar en torno a problemas sociales y ambientales relevantes. En esa línea vienen actuando diversos colectivos y proyectos educativos[10].
Cuando proponemos trabajar en torno a problemas sociales y ambientales (o socioambientales) relevantes, ¿a qué tipo de problemas nos estamos refiriendo? Ante todo, estamos hablando de problemas reales, es decir, aquellos problemas sociales y ambientales que afectan de manera importante a nuestro mundo, y que tendrán, sin duda, una plasmación en el medio en que se desenvuelven los alumnos y alumnas. No se quiere decir con esto que hayan de ser forzosamente abordados como problemas a escala local para después ir ampliando la escala de análisis. Lejos de esa lógica de círculos concéntricos –suficientemente criticada desde la didáctica- se trataría más bien de asumir una lógica de progresión desde planteamientos más sencillos a planteamientos más complejos; y, en ese sentido, puede haber problemas que, siendo lejanos en el espacio, puedan sin embargo resultar próximos al alumnado y, además, puedan ser susceptibles de formulaciones más simples.
En esa línea, habrían de ser problemas que puedan ser asumidos como tales por los alumnos que han de trabajarlos, evitando situaciones de simulación de aprendizaje, como criticábamos al comienzo. Dicho queda, en todo caso, que problemas de una gran complejidad pueden, sin embargo, ser formulados en términos que permitan un nivel de tratamiento más sencillo, sin que ello signifique que no se pueda seguir trabajando dicho problema (en otro momento, en otro nivel educativo...) ni que el objetivo del tratamiento del problema tenga que ser siempre hallar una “solución”, lógica que correspondería más bien a una enseñanza basada en la transmisión de verdades acabadas.
Por fin, habrían de ser problemas que pudieran –que debieran- ser trabajados con las aportaciones del conocimiento científico disponible para ello, mejorando, por tanto, de forma explícita, el tratamiento simplificador con que el pensamiento social dominante suele abordar esas cuestiones, aunque sin olvidar quiénes son los aprendices que están trabajando el problema. De nada, en efecto, valdría, el manejo de un interesante instrumento científico, si quienes tienen que aprender son incapaces de comprender dicho conocimiento.
En definitiva, sería el profesor, como experto en estos procesos, quien tenga que combinar adecuadamente, desde su cosmovisión educativa, esos tres criterios básicos: la relevancia del problema desde el punto de vista socioambiental, la posibilidad de ser trabajado por un alumnado determinado y el tipo de aportaciones científicas que pueden hacer más provechoso el trabajo en torno a dicho problema.
En cuanto a la forma de trabajar los problemas, la cuestión clave se halla –como se acaba de expresar- en que los problemas planteados puedan llegar a ser asumidos como tales por los alumnos, es decir, que puedan ser objetos de estudio que les interesen, que estimulen su curiosidad, que activen su motivación y desencadenen procesos que favorezcan la construcción de nuevos conocimientos. Si, como docentes, conseguimos esto, podría decirse que el resto del proceso metodológico funcionará por sí solo.
En todo caso, como orientación general, podemos decir que se trataría de generar situaciones en el aula que permitan que las problemáticas objeto de estudio sean asumidas y trabajadas como tales por el alumnado implicado. Por tanto, se podrían prever, con un criterio suficientemente abierto, actividades, secuenciadas con cierta coherencia, que propicien el surgimiento y planteamiento de los problemas, su tratamiento mediante el manejo de nuevas informaciones adecuadas y la elaboración progresiva de conclusiones en torno a lo trabajado. Lo esencial no es tanto definir unas fases o pasos metodológicos cuanto entender esta “investigación escolar” como un proceso de construcción conjunta, de negociación de significados, en el que son elementos claves la explicitación y el intercambio de ideas en relación con el problema y con las informaciones puestas en juego.
Consideramos, pues, que trabajar en torno a problemas sociales y ambientales relevantes, en el marco de un currículum escolar de carácter integrado, favorece el tratamiento de los graves problemas de nuestro tiempo y contribuye, por tanto, a la formación de los alumnos y alumnas como ciudadanos de nuestro mundo.
Sin ser el único factor, el profesorado es, sin duda, un factor clave en estos procesos. Ello requiere que los profesores y profesoras que hayan de asumir esta tarea deban tener, a su vez, un perfil profesional adecuado, lo que exige, asimismo, estrategias de formación diferentes de las tradicionales (Romero Morante et al., 2006). De ahí la necesidad de plantear la formación del profesorado como un proceso estrechamente vinculado a la mejora de la educación (Escudero y Luis Gómez, 2006). Cambiar la idea tradicional de profesionalidad docente arraigada en la mayor parte del profesorado implicaría el manejo de un conocimiento escolar más integrador, así como asumir un modelo de desarrollo profesional que propicie otro tipo de relación del profesorado con el conocimiento y suponga un mayor compromiso profesional no sólo con la enseñanza de la ciudadanía sino con el propio ejercicio de la misma[11]. De ahí que, para nosotros, trabajar a favor de un conocimiento escolar deseable y trabajar en la construcción de un modelo alternativo de docente sean dos tareas estrechamente vinculadas.
Sería necesario, en definitiva, profundizar en el análisis de las dificultades y posibilidades de la, necesaria, renovación de la educación, para, a partir de ahí, elaborar hipótesis de trabajo destinadas tanto al desarrollo de la educación escolar como a la formación profesional de un profesorado que pueda desarrollar esa labor educadora, sin olvidar, a ese respecto, que la problemática central aquí planteada no es una cuestión meramente escolar, sino una cuestión social verdaderamente relevante. Sólo así podríamos aproximarnos a la meta de que la escuela del siglo XXI sirva para educar a los ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI.
Notas
[1] J. Romero Morante, 2001, ha resaltado esta insuficiencia a propósito de un interesante estudio relativo a las clases de Historia.
[2] Véase más ampliamente García Díaz, 2008, a quien seguimos en este análisis de los resultados del Informe PISA, en España, en relación con el ejemplo de la enseñanza de las ciencias.
[3] En ese sentido, los resultados -tanto si atendemos a países en su conjunto como si atendemos a comunidades autónomas de España o si se hace un análisis por extracción sociocultural de los alumnos (véase, por ejemplo, el análisis de J. Carabaña, 2008) son, en parte, explicables por las situaciones sociales o socioculturales; por lo tanto, a la hora de buscar soluciones, no habría que obsesionarse con buscarlas sólo –aunque también- dentro de los muros de la escuela.
[4] Son muchos los estudios que han profundizado en esta línea. En un sentido global, R. Cuesta Fernández (2005) ha sometido a dura crítica –en una obra, por lo demás, no exenta de polémica- el “feliz consenso transcultural” que se ha venido manteniendo a propósito del origen y sentido de la escuela del capitalismo. De manera más específica, líneas de trabajo como las que abordan el análisis sociogenético de las disciplinas escolares –pueden verse, como ejemplos para los casos de la Historia o la Geografía, Cuesta Fernández, 1997 y 1998 o Luis Gómez y Romero Morante, 2007- nos ayudan a entender el sentido del currículum y a valorar más adecuadamente sus virtualidades y desajustes.
[5] Para obtener un panorama elemental puede visitarse, por ejemplo, el sitio web del Ministerio de Educación y Ciencia con el nombre de 2005, Año Europeo de la Ciudadanía a través de la Educación: http://www.educacionciudadania.mec.es/.
[6] Para la etapa de Educación Primaria la LOE establece una asignatura de Educación para la ciudadanía y los derechos humanos en uno de los cursos del tercer ciclo de dicha etapa educativa (es decir, en 5º o en 6º, para alumnado de entre 10 y 12 años); en la Educación Secundaria Obligatoria (entre los 12 y los 16 años de edad) la educación para la ciudadanía se distribuye en dos asignaturas: una con el mismo nombre que en Primaria, en uno de los tres primeros cursos de la etapa, y otra asignatura, de más tradición académica, con el nombre de Educación ético-cívica, en el 4º curso de la etapa. Esta última será impartida por el profesorado del área de Filosofía, mientras que la Educación para la ciudadanía y los derechos humanos, en principio, corresponderá al profesorado del área de Ciencias Sociales; en Primaria, por su parte, será impartida por los maestros de primaria (con una formación no especializada en áreas disciplinares). El número de horas de estas asignaturas será, en todo caso, muy escaso: 50 horas anuales para la asignatura de Primaria; y, en Secundaria, 35 horas anuales para la Educación para la ciudadanía y los derechos humanos y otras 35 horas para la Educación ético-cívica. En el Bachillerato (de 16 a 18 años) la educación para la ciudadanía formará parte de la Filosofía en una asignatura con el nombre de Filosofía y Ciudadanía.
[7] De hecho, han surgido bastantes proyectos de investigación sobre el tema en los últimos años. En ese sentido, algunas de las ideas básicas recogidas aquí proceden del proyecto de investigación en el que estamos trabajando: Proyecto I+D, con referencia SEJ2006-08714/EDUC, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia y por Fondos FEDER, titulado Educación para la ciudadanía y formación del profesorado: Dificultades y posibilidades para educar en la participación ciudadana.
[8] Puede consultarse, al respecto, la revisión, sobre esta temática, de Merchán, 2007.
[9] En relación con este conjunto de principios orientadores para una educación del futuro puede consultarse más ampliamente Morin, 2000 y 2001 –cuyas ideas manejamos en este análisi-, así como García Pérez, 2005.
[10] Así se hace, por ejemplo, en el Proyecto IRES (“Investigación y Renovación Escolar”), en el que estamos integrados, mediante la propuesta curricular “Investigando Nuestro Mundo”, proyecto que seguimos como referencia básica en relación con el trabajo en torno a problemas (véase García Pérez y Porlán, 2000; para entender el marco general de la propuesta del IRES puede consultarse, asimismo, García Díaz, 1998 y García Pérez, 2000). La idea de trabajar en torno a problemas sociales relevantes también ha sido asumida como alternativa en las propuestas experimentales de los grupos vinculados a Fedicaria (puede consultarse la web correspondiente: http://www.fedicaria.org). Por lo demás, el trabajo en torno a problemas relevantes ha sido objeto de interesantes debates didácticos (véase, por ejemplo, Souto, 1998 y Luis Gómez, 2001).
[11] A este respecto, hay investigaciones que constatan la incidencia profesional positiva que tiene sobre la enseñanza de la ciudadanía la formación adquirida por los profesores en contextos vitales, no escolares, en los que ellos mismos, como personas, han podido tener experiencias relevantes de socialización y participación ciudadana (véase, por ejemplo, Schugurensky y Miers, 2003).
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