“Nunca me abandones”. El precio de las donaciones
Iván Gómez García
Profesor en la Facultad de Ciencias de la Comunicación Blanquerna y coordinador del Máster Universitario en Cine y Televisión: Producción y Realización. Doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona y licenciado en Derecho (Esade-Universidad Ramon Llull), Teoría de la literatura y literatura comparada (UAB) y Comunicación (Blanquerna-Universidad Ramon Llull). Es coautor, junto a Fernando De Felipe, de los ensayos Adaptación (Barcelona: Trípodos, 2008) y Ficciones Colaterales: Las huellas del 11-S en las series Made in USA (UOC, en prensa).
“El laberinto es la patria del que duda”.
Walter Benjamin
El misterio de Hailsham
Un halo de misterio recorre todo lo acontecido en el internado de Hailsham. Un lugar extraño construido a imagen y semejanza de un viejo (y literario) internado inglés pero en el que los estudiantes se preparan no para ser futuros estudiantes de medicina, de derecho o profesionales de cualquier ámbito imaginable, sino para ser “donantes” y “cuidadores”. Donantes de órganos y cuidadores de esos futuros donantes. Un misterio narrado retrospectivamente (tanto en la novela como en su adaptación para la gran pantalla) por Kathy H., quien apenas iniciado su relato comenta: “No sé por qué, pero llevo ya un tiempo teniendo esa sensación, la de que todo está relacionado, aunque no consigo imaginar cómo”[1]. Y digo misterio no porque estemos ante una historia con giro final inesperado y enigma brillantemente resuelto en el último suspiro, sino porque los datos y hechos relevantes nos llegan a través del vacilante y oscuro relato de una Kathy que intenta explicar, como mejor puede, la inevitable verdad que rodea a todos aquellos seres que en esta historia tienen el calificativo de “donantes”. Y si bien en este caso la novela puede ayudarnos algo más que el film a entender las profundas vacilaciones y los huecos existentes en la memoria de la narradora, deberíamos comentar que, en el caso que nos ocupa, novela y película siguen una misma dirección. La adaptación fechada en 2010 de la novela de Kazuo Ishiguro, dirigida por Mark Romanek y con guión de Alex Garland, se muestra, en lo esencial, fiel a la obra original. Sin aportar ni exhibir diferencias significativas, la adaptación realiza las mismas inquietantes preguntas que su antecedente literario, se construye a partir de una formulación visual acorde al tono general de una narración compleja y voluntariamente engañosa (y terriblemente oscura, como veremos) progresando por las partes argumentalmente más importantes de la novela. Por ello nos referiremos indistintamente a película y obra literaria en nuestro intento por comentar Nunca me abandones.
Cómo construir al donante perfecto
No parece que ni uno solo de los chicos de Hailsham dude seriamente de cuál es su destino final, el ser donante de órganos. Pero tampoco parece que ese destino lo tengan demasiado presente. Digamos que, a diferencia de criaturas respondonas e incluso violentas que intentan luchar contra su (in)evitable destino –léase los replicantes de la ya mítica Blade Runner (R.Scott, 1982)- los chicos de Hailsham viven sus vidas con aparente despreocupación o, mejor dicho, con las preocupaciones propias de su edad y ajenos, casi por completo, al futuro que les espera. Es cierto que Kathy H. (interpretada en el film por Carey Mulligan) cita aquí y allá algún comentario de los “custodios” (profesores de futuros donantes) en el que éstos recuerdan a sus pupilos lo que les espera en el futuro. Pero ya sea por lo difícil que resulta inculcar el sentido de la temporalidad a jóvenes adolescentes o por el sofisticado sistema de control construido alrededor de Hailsham, estos jóvenes que se apellidan con una simple letra pero tienen nombres comunes siguen con sus vidas sin que les perturbe, aparentemente, su brutal destino.
Kathy lo expresa así: “Ciertamente, sabíamos –aunque no en un sentido profundo- que éramos diferentes de nuestros custodios, y también de la gente normal del exterior; tal vez sabíamos incluso que en un futuro lejano nos esperaban las donaciones”[2]. Lo sabían, tal vez, pero lo olvidaban con facilidad. ¿Cómo no iban a olvidarlo unos adolescentes ocupados en sus primeros amores, desamores, encuentros y desencuentros? De una manera muy directa una custodia respondona (y con evidentes problemas morales ante lo que ve), la señorita Lucy, comenta a los chicos: “Vuestras vidas están fijadas de antemano. Os haréis adultos, y luego, antes de os hagáis viejos, antes de que lleguéis incluso a la edad mediana, empezaréis a donar vuestros órganos vitales. Para eso es para lo que cada uno de vosotros fue creado”[3].
Fueron “creados” para eso. El término resulta importante, pues en Hailsham la autoridad no es sinónimo de violencia, ni se ejerce de una manera física y directa. El control de Hailsham empieza por el lenguaje. Los chicos han sido “creados”, se convertirán en “donantes”, los profesores se denominan “custodios”, la palabra muerte está desterrada del lenguaje, los donantes “finalizan” o “completan”, pero no mueren. Eufemismos y medias verdades que forman el centro de gravedad de un sistema de control férreo que empieza por el lenguaje y que programa las mentes de los habitantes de Hailsham para evitar cualquier tipo de reacción. Una extraña y alterada conciencia de su propia finitud es inculcada por los custodios a los chicos de Hailsham, confirmando que no hay mejor y más efectivo sistema de control y represión que el autoimpuesto. Los donantes son programados lingüísticamente para que ejerzan un autocontrol definitivo sobre sus vidas y para evitar resultados inesperados. Su aislamiento es emocional y físico. De Hailsham pasarán durante un breve periodo de tiempo a las Cottages, casas de campo ubicadas en medio del páramo inglés en donde vivirán junto a ex estudiantes de otros colegios. Nada les impide viajar hasta el pueblo más cercano, hablar con los lugareños o relacionarse entre ellos, practicar sexo, enamorarse, aprender cosas. A diferencia de lo que sucede en otros universos distópicos (el caso más evidente es de 1984), el amor o el sexo no están prohibidos, se puede leer y escuchar música, pueden hacerse preguntas. Pero el sistema es tan perverso y perfecto que ha logrado lo que otros (léase 1984, Un mundo feliz o Fahrenheit 451, por citar casos literarios famosos) no pudieron: nuestros protagonistas, ese triángulo amoroso formado por Kathy, Tommy y Ruth, han perdido la capacidad de rebelarse contra el sistema.
¿Cómo es posible que, a diferencia de los protagonistas de La fuga de Logan, La isla, Fahrenheit 451 ó 1984, estos chicos no intenten huir? Y esta pregunta sólo tiene sentido si la formulamos junto a otras igualmente esenciales: ¿Quiénes o qué son estos chicos? ¿Tienen padres? ¿Son humanos? Durante gran parte de la narración hay un dato esencial que desconocemos, que conscientemente se nos oculta como lectores y espectadores: la auténtica naturaleza de los protagonistas. Por lo que sabemos, al menos hasta prácticamente el final de la narración, podrían ser tanto clones de otros seres humanos (ellos así lo creen) como no serlo. Sabemos que no pueden concebir hijos pero sí pueden contraer enfermedades venéreas, pero esa incapacidad puede ser tanto producto de la ingeniería genética y la selección en laboratorio como de un proceso de esterilización posterior. Nada nos permite inclinarnos por una opción u otra. Lo único que sabemos con seguridad es que los chicos creen firmemente que son copias de otros seres humanos. A estos “originales” los llaman “posibles”. Algunos incidentes en la historia tienen relación con estos “posibles” pero nunca se encuentra a uno de ellos. Por lo que sabemos, tanto pueden existir como ser una invención. En un momento central de la película Ruth estalla y les grita a Kathy y Tommy, tras haber intentado encontrar infructuosamente en una oficina elegante de un pueblo próximo a las Cottages, a la “posible” de Ruth, que ellos han sido copiados de prostitutas, criminales, deshauciados en general, con la única condición de que no sean enfermos mentales. Pero, ¿existe alguna prueba de ello? Acabamos asumiendo que Kathy y sus amigos son clones de otros seres humanos, y lo hacemos porque es coherente con el mundo que retratan novela y película –y porque así lo declaran todos los personajes de la novela y la película-. Un mundo que no es otra cosa que un universo distópico en el que el precio de la salud de unos pocos es la vida de estos seres creados para ser donantes. También podrían ser huérfanos o niños robados. Pero asumamos que son clones, asumamos que son copias no importa de quién. Copias seleccionadas genéticamente en laboratorios para asegurar su buena salud. Faltaría saber por quién han sido gestados, dónde, en qué condiciones. Es evidente que la ausencia de padres, su aislamiento físico en Hailsham y la fuerte programación psicológica a la que son sometidos son condiciones necesarias para lograr que estos jóvenes caminen sin vacilar hacia la muerte.
Ética y creaciones humanas: de la máquina al clon
Son muchas las ficciones que nos hablan del destino de las creaciones humanas que intentan imitar a los propios humanos. En películas como Blade Runner, Matrix (Wachowski Bros., 1999) o series de televisión como Battlestar Galactica (Ronald D. Moore, 2003-08) la máquina piensa, se retroalimenta de tal manera que su complejidad no puede ser dominada ni puesta bajo control. ¿Es ése el destino de toda máquina compleja? ¿Existe alguna posibilidad de que humanos y máquinas coexistan pacíficamente? Lo que parece evidente tras una mirada a los diversos universos distópicos planteados por la ciencia ficción es que el hombre no puede convivir ni consigo mismo. Ya sean los complejos replicantes de Blade Runner, los robots civiles diseñados para servir en las tareas más básicas en Yo robot (Alex Proyas, 2004), o simples computadoras pensadas para facilitar el control de los sistemas de navegación o supervivencia de una nave, el ya mítico Hal9000 de 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), lo cierto es que el hombre se muestra reacio a compartir su espacio físico, y mental, con una creación humana. Curiosa paradoja que nos devuelve la imagen de un creador que diseña y construye sus criaturas con un código activo de muerte preprogramada que garantiza la seguridad de la especie pretendidamente superior y que, de hecho, da al hombre la llave de la vida y la muerte de sus propias creaciones[4]. Cuando ese programa falla (suele fallar, es una creación humana, como todo lo demás), el cielo cae y la distopía hace acto de presencia. Así que las máquinas suelen rebelarse. Lo hacen en Matrix de una manera muy efectiva, también en la saga Terminator, ya lo hicieron en la inevitable Blade Runner. Y en todos los casos los motivos son parecidos. Las máquinas quieren protegerse, el instinto de autoconservación les lleva a la rebelión y, ya se sabe, que las máquinas acaban teniendo mucha determinación en sus convicciones. Pero también se rebelan los humanos de otros mundos distópicos, literarios y cinematográficos, desde 1984 hasta La fuga de Logan. ¿Por qué, entonces, no se alzan los clones de Nunca me abandones? ¿Por qué no huyen intentando evitar su destino? Dice Christian Salmon que
“[…] la capacidad para estructurar una visión política no con argumentos racionales, sino contando historias, se ha convertido en la clave de la conquista del poder y de su ejercicio en unas sociedades hipermediatizadas […] Ya no es la pertinencia la que presta a la palabra pública su eficacia, sino la plausibilidad, la capacidad para conseguir la adhesión, para seducir, para engañar”[5].
¿Hasta tal punto ha sido efectivo el universo creado alrededor de estos chicos y el relato que les han contado que ni siquiera pueden alzarse? El intento de rebelión de los chicos de Hailsham es, como veremos, tan inocente en sus términos, tan ridículamente considerado con la autoridad, que asusta. Pero las preguntas más inquietantes que plantea esta ficción tienen que ver con el mundo exterior que rodea, forma y se aprovecha (asesina) de estos jóvenes. ¿Hay un médico dispuesto a aceptar que existen seres humanos cuya única función es donar sus órganos para que otros vivan? ¿Existe un sistema de salud (público o privado, tanto da) capaz de asumir este hecho? ¿Existe un receptor capaz de asumir que su salud implica la muerte programada de otro ser humano? La respuesta de Ishiguro-Romanek es un rotundo sí. Algunas de las imágenes más inquietantes que aparecen en la película tienen que ver con los hospitales en los que se realizan los transplantes, con la frialdad con la que ejecutan la extracción de los órganos, con la naturalidad con la que asumen la existencia de estos seres humanos (¿así los ve el resto de la población?) condenados a morir tras tres o cuatro donaciones. No importa el dolor, el sacrificio, lo inhumano del proceso, porque presumimos que estos chicos han sido convertidos socialmente en simples objetos al servicio de unos pocos. ¿Qué tipo de sociedad acepta esto sin más? ¿Qué valores presenta? ¿Es éste el futuro de la medicina terapéutica?
Dice Pascal Bruckner que “el verdadero sufrimiento de los modernos deriva de una promesa incumplida y probablemente incumplible: la de que el progreso ilimitado de saberes e intercambios conllevaba el desarrollo moral del hombre y el reconocimiento recíproco de las conciencias”[6]. Nada más evidente en el universo distópico planteado en Nunca me abandones. La pregunta que lanza esta historia no puede dejarnos indiferentes: ¿Está usted dispuesto a vivir en un mundo como ése? ¿Está usted dispuesto a asumir que la inagotable fuente de órganos para transplantes son seres humanos creados para tal fin? ¿Está usted dispuesto a olvidar la naturaleza humana de esos clones y a evitar la pregunta sobre su identidad? La ciencia ficción y, más concretamente, el género distópico suele plantear dilemas morales de este estilo, asumiendo que el lector es capaz de proyectar su propio presente en el mundo de ficción creado por el autor. Esos escenarios oscilan entre la distopía post-tecnológica y aséptica de Un mundo feliz hasta la sucia y post-nuclear de La carretera. Uno y otro modelo plantean el fracaso de los diferentes sistemas políticos que, en la mayor parte de los casos, han conducido al desastre. ¿Qué valor tiene en un escenario moralmente devastado como el descrito en Nunca me abandones la visión liberal del ilustre filósofo norteamericano John Dewey, para quien el objeto principal de una política liberal es la “educación, entendida como la tarea de producir los hábitos de pensamiento y de carácter, las pautas intelectuales y morales que más convenían a los ciudadanos de cara a las responsabilidades mutuas de una vida pública compartida?”[7]. ¿Qué tipo de vida en común se puede esperar cuando no hay mañana o cuando el mañana no es más que un servicio sin contrapartida?
La infructuosa rebelión de nuestros protagonistas tiene el amor como excusa. Como individuos que viven en la oscuridad, los chicos de Hailsham dan por bueno un rumor según el cual se puede lograr un “aplazamiento” si se demuestra que una pareja está enamorada. Para ello Kathy y Tommy viajan para visitar a la enigmática Madame, una custodia dedicada a recolectar obras de arte realizadas por los alumnos de Hailsham. Es aquí donde se produce el clímax de la narración. Ya hemos dicho que novela y película coinciden en muchos puntos y lo hacen también en el que, posiblemente, sea uno de los elementos centrales de la narración: su creciente carácter desasosegante, su progresiva “negrura” moral, por decirlo llanamente. Uno de los inquietantes misterios de Hailsham, esa galería de obras de arte realizadas por los estudiantes y futuros donantes reaparece al final de la narración. Con una naturalidad escalofriante, la custodia Emily reconoce que la recopilación de trabajos de los alumnos de Hailsham responde a la necesidad de demostrar que esos clones tenían “alma”. Lo que podemos traducir como la necesidad de demostrar que aun siendo sujetos “prescindibles” o “sacrificables”, merecen un trato humano y tener una infancia. Acabaremos entendiendo que Hailsham no es más que un intento por parte de algunos “custodios” de tratar a los futuros donantes de una forma “más humana”.
Yo clon
La neurobiología ha definido el yo como:
“La manera especial que tiene el cerebro de identificar todo lo que tiene que ver con nosotros mismos […] el yo debe entenderse como un proceso o una organización cerebral […] Y cuando se altera esta red empiezan los problemas del yo. Es entonces cuando la persona ya no se parece a lo que era, porque no puede retomar su memoria autobiográfica. Simplemente la persona no recuerda quién es”[8].
¿Quién puede negar que los alumnos de Hailsham, los clones de ese refinado internado inglés, no son sujetos autoconscientes? Si como bien apunta García Manrique, al comentar la figura del replicante del clásico Blade Runner, “cualquier razón que podamos aducir para justificar el valor intrínseco de los seres humanos podemos aplicarla también a los replicantes”[9], ¿qué podemos decir de un clon humano? La única conclusión a la que podemos llegar en este punto es que el proceso de selección genética que late tras la figura de los clones de Nunca me abandones no excluye, obviamente, el atributo de la dignidad humana. Todos aceptamos sin problemas que son tan personas como nosotros, asombrados lectores/espectadores, pero que el verdadero problema es que los otros humanos, los no-clones, no les atribuyen valor alguno. En un intento desesperado por prolongar su existencia (momento en el que ya son conscientes de su propia finitud acelerada), Tommy y Kathy visitan a la misteriosa Madame y a la Srta. Emily, que les explican la verdad última sobre su frágil condición.
Los niños donantes viven en el más absoluto de los vacíos (legal y moralmente). Nadie quiere saber nada de ellos porque la sociedad que les ha visto nacer ha sopesado el coste de suprimir la enfermedad y ha tomado una decisión: las vidas de estos niños son sacrificables si los humanos no clones pueden beneficiarse de ello. Fin de la discusión. Además, se les hará tan invisibles como se pueda. La sociedad no sólo ha tomado una decisión utilitarista y ajena a toda consideración ética aceptable, sino que ha hecho lo posible por ocultarlo. Madame y la Srta. Emily informan a Kathy y Tommy de lo acontecido tras el escándalo Morningdale. Los lugares como Hailsham son cerrados y abandonados. El intento por dar una buena vida a esos chicos donantes, a esos clones arrojados al mundo con la única finalidad de servir de meras incubadoras de órganos sanos, acaba tras los experimentos del doctor James Morningdale, que fue capaz de crear niños mejorados genéticamente. Mejores habilidades, más inteligencia, más fuerza. En ese momento la sociedad tuvo que enfrentarse a su propio doble y mirarse al espejo. Lo creado por Morningdale era el primer paso para asegurar la substitución del creador, por lo que ese proyecto se cancela. Como consecuencia, la propia existencia de niños clones trata de ocultarse. Por eso cierran Hailsham y por ello el proyecto de dar una vida decente a aquellos que deben morir es abandonado. El final de la novela, los planos en la playa que retrata la película, las escenas en los hospitales que tan bien planifica Romanek, son la perfecta e inquietante imagen de un negro y distópico futuro en el que no estoy seguro de que todo el mundo esté dispuesto a habitar. Pero sí estoy seguro de que algunos estarían más que dispuestos a hacerlo. Ésa es una de las preguntas esenciales de Nunca me abandones. ¿Estaría usted dispuesto a sacrificar la vida de un chico o una chica que no conoce para salvar a su propio hijo cuando hacerlo es legal? ¿Dónde situamos el límite? Es posible que a partir de lo visto y leído en la propuesta de Ishiguro/Romanek podamos plantear algunas preguntas adicionales. Sabemos que casi cualquier cosa que la ciencia pueda intentar será intentado. Los clones de esta historia son un claro ejemplo de cómo desviar el curso de lo natural, venciendo a la enfermedad y al tiempo sin importar los medios empleados. Por ello resuenan más que en ningún otro momento las palabras de Mary Warnock:
“Por mi parte, sólo hay un avance que sin duda consideraría erróneo. Supongamos que algún día alguien argumenta que si es posible renovar algunas células concretas del cuerpo, entonces quizá se pueda renovar todas las células y así eliminar o posponer indefinidamente la muerte. Esto me pareería inimaginablemente erróneo. Todo el arte, toda la religión y toda la moralidad se han erigido con la fragilidad del hombre como telón de fondo. La vida es esencialmente efímera. Pero quizá esto sea únicamente una última apelació a la retórica de la naturaleza”[10].
Pero si algo es propio del género distópico es su firme creencia de que el futuro no está escrito, todavía. Aunque, eso sí, la advertencia está sobre la mesa.
Notas
[1] Ishiguro, K.: Nunca me abandones. Barcelona: Anagrama, 2005, p.47.
[2] Ibid., p.93.
[3] Ibid., p.107.
[4] Lo que viene a ser el indispensable principio que rige la actividad comercial de empresas como la Tyrrel Corporation de la siempre presente Blade Runner. Los diseñadores suelen construir sus modelos con algún tipo de dispositivo que permite el control y apagado de conciencias demasiado activas. Para una mejor comprensión de lo que supone la inteligencia artificial y sus códigos de programación pueden consultarse los libros de Ricard Solé Redes complejas (Tusquets, 2009) y de Steven Johnson Sistemas emergentes. O qué tienen en común hormigas, neuronas, ciudades y software (Turner, 2003).
[5] Salmon, C.: Storytelling. La máquina de crear historias y formatear mentes. Barcelona: Península, 2008, p.154.
[6] Bruckner, P.: Miseria de la prosperidad. La religión del mercado y sus enemigos. Barcelona: Anagrama, 2004, p.193.
[7] Sandel, M.: Filosofía Pública. Ensayos sobre moral en política. Barcelona: Marbot, 2008, p.255.
[8] Punset, E.: El alma está en el cerebro. Radiografía de la máquina de pensar. Madrid: Aguilar, 2006, p.26. Esta definición plantea una estrecha relación entre homeostasis e historia personal. La memoria autobiográfica como estabilizador emocional es un concepto importante para el mundo de la neurociencia.
[9] García Manrique, R.: La medida de lo humano. Ensayos de bioética y cine. Pamplona: Civitas, 2011, p.18.
[10] Warnock, M.: “¿Tenemos derecho a intervenir en la naturaleza?” en Swain, H. (ed.): Las grandes preguntas de la ciencia. Barcelona: Crítica, 2006, p.203.