Número 21 - Enero 2011

Versión PDFArtículo

Sobre el gobierno de la máquina: dioses, reyes y sabios

Jesús Alonso Burgos
Abogado y escritor.


Resumen

La pregunta por los límites éticos de las neurociencias remite a su vez a la pregunta por los fundamentos de la condición moral. Diversos discursos (religiosos, históricos, biológicos) pretenden responder en exclusiva a esa pregunta, pero la realidad del hombre no es unívoca ni se explica por una sola razón. Y como no existe una idea universal del hombre, no puede existir una ética universal, aunque sí una razón jurídica supranacional y supracultural. Los límites de las neurociencias deben quedar fijados en el único marco posible, que no es otro que el de su estatuto epistemológico: la tecnología médica y la salud física y psíquica de los pacientes voluntariamente sometidos a su control y cuidado.

Palabras clave

El fantasma de la máquina cartesiana: naturaleza y sociedad; Cerebro y mente; Determinismo y libertad.


Abstract

The question about the ethical limits of neurosciences refers to the question of the foundations of moral condition. Different discourses (religious, historical, biological) try to answer that question exclusively…but the human reality is not univocal and cannot be explained whit basis on one single reason. And as there is no universal idea of man there can be universal ethics, although there can be a supranational and supracultural legal reason. The limits of neurosciences are established in a single possible framework, that is to say the epistemological rule: medical technology and physical and psychic health of patients voluntarily submitted to control and care.

 

Key words

The ghost of cartesian machine: nature and society; Brain and mind; Determinism and freedom.


Introducción

Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la máquina. Su enigmática figura aparece de repente en los hospitales y los laboratorios, en los parlamentos y las prisiones, en las aulas de filosofía y en las reuniones familiares. Sucede, sin embargo, que (fanáticos al margen) nadie está seguro de lo que ese fantasma oculta tras su espantoso manto, de cuál pueda ser su anima (o tal vez su animus). ¿Es la biología el único dios (o phantasma) de la máquina? ¿Lo es la sociedad o la historia? ¿Acaso una mezcla de todo ello, un híbrido o una quimera? Y cuál es el nombre que debemos dar a la ciencia que trata del gobierno de ese fantasma: ¿biogenética, biopolítica, ciencias cognitivas, genética del comportamiento? ¿O tal vez política sin más? Este es, a mi juicio, el problema previo al que debe responder la pregunta sobre la neuroética. O lo que es lo mismo, ¿cuáles son los fundamentos de la condición moral? Porque si la vis motrix que mueve la máquina es sólo la biología (y nótese que digo sólo), si el bien y el mal sólo son determinaciones inscritas en el cerebro humano, si sobre tal presupuesto no cabe proyectar una sospecha, es evidente que la respuesta sólo puede ser (o casi) científica, sea cual sea su resultado y su coste social. Lo que ocurre es que no está claro; o por lo menos, que algunos no nos acabamos de creer toda esa nueva metafísica de la ciencia.

El debate, empero, no es nuevo. Ese debate se inicia con el inventor de la máquina pensante o máquina terrestre espiritual, que no es otro que Descartes. Como es sabido, en su célebre Tratado del hombre, Descartes asegura que todo es materia, y por ende, todo está sujeto a los principios de la física y la mecánica: los músculos, huesos y articulaciones de los animales y los hombres son como los cables, poleas y ruedas de las máquinas y los autómatas; la respiración, circulación y movilidad de los seres vivos son asimismo como los movimientos de los automatismos. La única (pero esencial) diferencia radica en que los hombres, pero no los animales ni los autómatas, tienen alma, artilugio éste que en modo alguno puede quedar afectado por la materia, ya que (según Galileo) la cantidad total de movimiento en el universo es constante:

“Advierto –dice en Meditaciones metafísicas– que hay grandísima diferencia entre el espíritu y el cuerpo; el cuerpo, por su naturaleza, es siempre divisible; mientras que el espíritu es enteramente indivisible. En efecto, cuando considero el espíritu, esto es, a mí mismo, en cuanto que soy sólo una cosa que piensa, no puedo distinguir partes en mí, sino que conozco y concibo muy claramente que soy una cosa absolutamente una y entera; y aunque todo el espíritu parece unido a todo el cuerpo, sin embargo, cuando un pie o un brazo o cualquier otra parte son separados del resto del cuerpo, conozco muy bien que nada ha sido sustraído a mi espíritu; tampoco puede decirse propiamente que las facultades de querer, sentir, concebir, etc., son partes del espíritu, pues uno y el mismo espíritu es el que por entero quiere, siente y concibe, etc.” 1

Aparentemente, el alma cartesiana no se diferenciaba gran cosa del alma aristotélica (aunque Descartes tuvo buen cuidado de no publicar su tratado en vida, no fuese a caer en manos de la Inquisición y le pasase lo mismo que a su admirado Galileo); pero sólo aparentemente, porque por esa fisura que Descartes abre entre la res extensa y la res cogitans se colarán después los ateístas ilustrados y, tras ellos, las “tecnologías del cuerpo” que muy pronto habrán de sustituir a la práctica médica y al viejo alienismo de los hospicios y las casas de locos.

 La dualidad espíritu-materia enseguida se mostró insuficiente; el mismo Descartes no las tenía todas consigo: “¿Qué es lo que veo desde mi ventana?: –escribe en Meditaciones metafísicas– sombreros y capas, que muy bien podrían ocultar máquinas artificiales movidas por resortes”. Claro que en el acto se apercibe del exceso y añade: “Pero juzgo que son hombres y así, comprendo, por el sólo poder de juzgar, que reside en mi espíritu, lo que creía ver con mis ojos”2. Pero sea como fuese, el cuerpo humano quedaba para siempre equiparado a una máquina, y como tal, sometido a las leyes de la mecánica. Solo que las técnicas precisas para el cuidado y gobierno de esa máquina (medicina, psiquiatría, psicología, pedagogía, política, derecho, etc.) no tardarán en desvelarse como “técnicas de poder”.

La remisión del alma a Dios era, evidentemente, un vano intento de Descartes de encajar sus teorías en el dogma; a lo que en realidad remitía su máquina espiritual era a la teología, es decir, al discurso sobre Dios. Quien mejor desenmascaró esa trampa metafísica (el “enano” oculto que animaba la máquina, como dijo Walter Benjamin en su Tesis de la filosofía de la historia) fue Ludwig Feuerbach, el cual sostenía que todos los predicados que definen a Dios (razón, belleza, justicia, bondad, etc.) no eran en realidad sino predicados del hombre, de lo espiritual y estético del hombre, de los que él se había alienado inconscientemente en favor de Dios, vale decir, de una idea del absoluto. No era Dios el que había creado al hombre a su imagen y semejanza, sino el hombre quien había ideado un dios a su imagen, otorgándole además sus mejores atributos, a los que por esa misma atribución llamó divinos. La tarea de la filosofía debía ser rescatar para el hombre esos atributos espirituales, haciendo del hombre el único absoluto, una suerte de hombre-dios: homo homini deus est.

La filosofía de Feuerbach (una brillante síntesis de Hegel y Kant, es decir, del maestro que él rechazó y del que nunca tuvo) marcó el camino por el que discurrirán todos los materialistas modernos (desde los marxistas hasta los llamados materialistas vulgares), la mayor parte de los existencialistas y las que, grosso modo, podemos denominar filosofías historicistas y racionalistas. Resumiremos este punto de vista en la célebre frase de Ortega: “El hombre no tiene naturaleza, tiene historia” (Historia como sistema).

La postura exactamente contraria, es decir, la idea de que el hombre es fundamental, casi exclusivamente, naturaleza, es también hija de la máquina cartesiana, pero de una máquina tal y como fue ensoñada por La Mettrie en El hombre máquina, esto es, de una máquina puramente biológica. El indiscutible profeta de este discurso (pues de profecía puede hablarse) fue Nietzsche3, el cual, como es sabido, realizó un proceso de biologización de la moral sobre la base de que todas las virtudes morales responden en realidad a estados fisiológicos: “Mi principal afirmación: –dice en La voluntad de poderío– no existen fenómenos morales, sino meras interpretaciones morales de esos fenómenos”4. La compasión y el amor no eran sino desarrollos del instinto sexual, como la justicia lo es del instinto de venganza.

Ahora bien, a diferencia de los ateístas ilustrados y románticos, para Nietzsche no se trata simplemente de que Dios haya muerto, y que por tanto el hombre esté solo; no, el hombre solitario de Nietzsche, como el héroe homérico, está solo con su propio cuerpo, con sus instintos. Poco importa que Dios haya muerto si el hombre contemporáneo erige otros dioses –la Razón, la Nación, el Progreso– que asimismo le alienan en favor de un nuevo absoluto, más absurdo aún que el viejo.

Y si para Nietzsche la única verdad (verdad en sentido extramoral) es la verdad fisiológica, el único conocimiento verdadero sólo puede ser el saber científico. Puede hablarse así de una biología del amor, el odio o la compasión, y hasta del fundamento biológico de los derechos humanos:

“¿Es libre o no es libre la voluntad? –se pregunta Nietzsche respecto del sentido del obrar humano– No existe en realidad voluntad: se trata de una concepción simplista del intelecto, como “materia”. Todas las acciones deben ser en lo posible organizadas mecánicamente, antes de ser deseadas. O también: el “fin” surge, por lo común, en el cerebro, cuando todo fin está dispuesto para ser realizado. El fin, en definitiva, es un “estímulo interno”.5

La filosofía de Nietzsche impregna en mayor o menor medida toda la filosofía y las ciencias sociales modernas (que, dicho sea de paso, sólo por inercia seguimos llamando “ciencias sociales”, dado que sus contenidos ha sido totalmente apropiados por las ciencias de la naturaleza), hasta el punto que, como dijo Sloterdijk en su conferencia de Elmau sobre el Nuevo Parque Humano, las voces del filósofo y el historiador han sido acalladas por las del biólogo y el genetista6. Llegando incluso, en ese impulso biologicista, a acallar también las tendencias biopsicológicas que remitían los sentimientos morales y las instituciones culturales a la propia historia natural del hombre, pues si bien fue Nietzsche el que despojó la máquina cartesiana de cualquier fantasma, reduciéndola a pura armazón, a puro cuerpo, el único que realmente ha construido toda una filosofía de la historia según un modelo exclusivamente biológico (o si se quiere, una “identificación histórico-biológica” de los procesos causales en la evolución) ha sido Freud.

Bien es cierto que Nietzsche, tan contradictorio él mismo, puede ser leído de muchas maneras: a la luz de Spengler y los teóricos de la eugenesia de principios del XX, como hicieron los nazis; a la luz del individualismo postantropológico, como hizo Foucault en su Historia de la sexualidad; y hasta a la luz de Marx, como hizo el último Heidegger y los estructuralistas. Pero, en cualquier caso, muchas de las nuevas utopías científicas y pseudocientíficas que hoy nos agobian (biónica, selección genética, réplicas de redes neuronales, interfases orgánico-cibernéticas, microprocesadores y estimuladores, inteligencia artificial, simulacros de espiritualidad, etc.7), más que (o al menos tanto como) a la ciencia en sí (a Darwin y Monod, por ejemplo) remiten al positivismo exaltado de Nietzsche. ¿Cómo se explica si no ese lenguaje tan ideologizado (¡y qué ideología!) que utilizan algunos de sus mejores propagandistas: las “estrategias darwinianas de la religión” de Wilson, el “gen egoísta” de Dawkins, o los “hijos artificiales” de Hans Moravec? ¿No estábamos hablando de ciencia? ¿O es que la ciencia también tiene ideología?8

Sin embargo, ni la artefactualidad de Marx ni el animal instintivo de Nietzsche eran (ni son) bastante para enfrentarse a un acontecer que, de momento, es ineludible: la muerte. Avatar que sólo al hombre preocupa, pues si todo lo que vive ha de morir, sólo el hombre lo sabe. En la muerte retornaba el mito, el fantasma de la máquina. Y es que tal vez los dioses no estaban muertos; sólo escondidos, ausentes.

Y, como no podía ser de otra manera, con el mito retornaba el símbolo: de nuevo la piedra se hacía templo y la carne sacrificio:

“Sería un gran error (y, por lo demás, sería otra creencia mítica) –dice Edgar Morin– creer que el mito ha sido expulsado por la racionalidad moderna y que su último refugio es el reino de la muerte. La muerte es sin duda un agujero negro para la razón y un sol radiante para el mito. Pero lo real, territorio del pensamiento empírico-racional, es igualmente el terreno del mito (…) Por ello el mito surge en la humanidad no sólo del abismo de la muerte, sino también del misterio de la existencia”.9

Así pues, a la pregunta (previa) de qué es el hombre se puede responder de muchas maneras. Y seguramente todas tienen parte de razón, aunque no toda la razón. Pues ciertamente el hombre está marcado por un sinfín de determinaciones biológicas y genéticas, pero también, y al tiempo, por las normas, mitos y creencias de la sociedad en la que nace y vive. Todas las actividades humanas son fisiológica y genéticamente dependientes, pero, como señala Edgar Morin, es en la dialógica de esas múltiples dependencias donde emerge la autonomía del ser humano, capaz de efectuar elecciones y elaborar estrategias. Con su falsificación lingüística habitual, el pangenetismo pretende que son los genes los que son egoístas, altruistas o inteligentes. Pero eso es suponerles una cualidad de autonomía que sólo emerge en el sujeto10. Y es que el hombre, el homínido que se alejó de la naturaleza al manipular objetos y poner después nombre a su obra, no es sólo actos, sino también artefactos. Entre el instinto y la acción humanos existe un corte epistemológico –una reflexión o “espacio vacío”, si se quiere decir a la manera de Herder y los pragmatistas– que protagoniza e impone la “herramienta”, es decir, la cultura.

Y porque el hombre es instinto que se pospone en el artefacto, acto que se hace arte, justo es reconocer asimismo que bien como hijo o criatura de los dioses, bien como creador de dioses (porque el mito es parte de la artefactualidad humana, porque los dioses también viven en el “nicho ecológico” de la cultura), en todo hombre, sea cual sea su condición, late el aliento de lo sagrado.

Que el hombre sea fundamentalmente historia, puro instinto o sacralidad no es una cuestión baladí ni puramente académica. Porque cada de esos discursos plantea a su vez sus propias estrategias y soluciones sobre el acontecer humano. Pensemos, por ejemplo, en un tema tan polémico como el aborto. La razón histórica nos hablará de la evolución histórica de ese problema (de pecado a delito, y de éste a derecho subjetivo), o del conflicto entre dos bienes valiosos (vida y libertad), o de la idea que sobre el origen de la vida humana tienen en cada una de las tradiciones culturales (no está de más recordar que una de las sectas religiosas más integristas, el islamismo wahabita, considera que hasta los tres meses de gestación no hay vida, sólo “cuajo de sangre”, y por tanto la autoridad no tiene nada que decir al respecto). E igualmente hará la razón biológica (la vida humana existe desde la misma concepción o sólo a partir de determinado mes). Y asimismo expondrá su discurso la razón religiosa.

 Y si sobre un problema, por decirlo así, tan de siempre, no hay consenso ético (y si no lo hay es, precisamente, porque cada una de esas opciones plantea su propia idea del hombre; es decir, porque, al menos sobre ese tema previo, tampoco hay consenso científico), ¿qué ocurrirá en el futuro inmediato con las posibilidades que ofrecen la biogenética y la manipulación del genoma, el desarrollo de la interfase cerebro-máquina, el conocimiento y la manipulación de los procesos biológicos implicados en el aprendizaje, la personalidad y la conducta, las investigaciones en inteligencia artificial y los simuladores de vida? Porque, evidentemente, todas y cada una de esas posibilidades científicas conllevan implícitos importantes dilemas morales. No sólo el problema de que seguirán siendo los ricos (en cuanto que serán los únicos con la capacidad y los stocks suficientes para reparar y mejorar constantemente su maquinaria corporal y sus circuitos cerebrales –y aquí el discurso biologicista se muestra como lo que realmente es: biopolítica y bioeconomía) los únicos con acceso a la superior belleza e inteligencia que procurarán las nuevas ciencias –pues de esa peste inmoral Occidente se vacunó hace tiempo y ya está inmunizado–; sino, más concretamente, los dilemas que resulten a la hora de programar la interfase y los microprocesadores, o de seleccionar y manipular los embriones, etc. Porque, obviamente, todo el mundo querrá tener los hijos más listos y guapos. Pero ¿qué es ser “listo” o “guapo”? En los bancos de órganos y en los cibermercados habrá catálogos para elegir entre diversas opciones. E igualmente opcionales serán los relatos programados en las interfases y los microprocesadores. Aunque, de nuevo, ¿qué es la “normalidad” y la “anormalidad”, la “racionalidad” y la “irracionalidad”, la “bondad” y la “maldad”? ¿Y quién definirá esos conceptos: los sabios, los jueces, los teólogos, los padres?11 ¿Existirá algún día –como apunta Hernández Arias– una sociedad paralela elitista que podría llegar a negar su parentesco biológico con los seres humanos nacidos del azar genético?12

De todas esas magníficas posibilidades que la ciencia abrirá en el futuro es evidente que el conflicto mayor se presentará en el terreno de las neurociencias y la inteligencia artificial. O, como dice Morin: “Hoy la batalla se libra sobre el terreno de la mente”13. Y ello porque, sean cuales sean los resultados en el campo de la biónica, la medicina protésica, la embriología, etc., el hombre, por artificial que sea, seguirá siendo hombre mientras conserve su capacidad crítica y su libertad de elección. La libertad, el sujeto autónomo, es el único phantasma que puede cortocircuitar los engranajes de la megafábrica política14.

En 1946, varios años antes de que Watson y Crick descubrieran la estructura del ADN, y muchos más antes de que la ciencia plantease seriamente la posibilidad de actuar sobre la estructura del cerebro humano, y por ende, de actuar sobre la mente, el escritor visionario Aldous Huxley añadió un prólogo a su célebre novela Un mundo feliz (1932), en el que, como Morin, ya advertía de las consecuencias que para la libertad humana tendría el mal uso de determinados progresos científicos:

“El principal problema planteado en Un mundo feliz –dice– no es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos. Los logros de la física, la química y la mecánica se dan tácitamente por sobreentendidos. Los únicos progresos científicos que se describen específicamente son los que entrañan la aplicación en los seres humanos de los resultados de la futura investigación biológica, psicológica y fisiológica. La liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en la historia humana, pero no es, a menos que consigamos que seamos nosotros mismos los que volemos en pedazos poniendo así punto final a la historia, la última revolución ni la más profunda. El cambio realmente revolucionario deberá lograrse no en el mundo externo, sino en el interior de los seres humanos (…) El amor a la servidumbre sólo puede logarse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos”15.

Bien es cierto, empero, que el control de las mentes, vale decir, de las conciencias, es lo que realmente está detrás de los diversos discursos sobre la legitimidad del dominio, bien sea el de los dioses (la teología), bien el de los reyes (la sociedad), bien el de los sabios (la naturaleza); y que cada uno de esos discursos impuso su normatividad en un momento u otro de la historia. Pero la sociedad postilustrada había logrado, mal que bien, un cierto equilibrio. Precario equilibrio que corre el riesgo de romperse definitivamente con las nuevas tecnologías de la mente.

En efecto, los reduccionistas biológicos pretenden que la mente es un mero epifenómeno del cerebro, que a su vez es una estructura concreta del genoma. Por tanto, en el mismo momento en que el mapa genético haya sido totalmente descifrado, se podrá reescribir un nuevo texto, mucho más limpio y claro, sin errores ni tachaduras. Como ya se puede modificar en parte mediante el uso de neurofármacos.

De entrada, cabe decir que en tal planteamiento se hace total abstracción del diálogo que el cerebro humano establece con su propia ecología, precisamente por medio de la mente, pues la mente es la organizadora del conocimiento y la acción humanos; como se hace abstracción (porque es un hecho cultural) de la constante intervención de la mente humana sobre su propio sustrato, el cerebro, mediante el uso de sustancias estimulantes y tranquilizantes, usadas en todas las culturas; como también se hace abstracción del diálogo que mente y cerebro, por un lado, y cerebro y cultura, por otro, establecen en los estados alterados de conciencia, como son las experiencias místicas (causadas o no por drogas) o la locura, que no por casualidad se presenta fenoménicamente dependiendo del tiempo y el medio, y cuyos síntomas son a su vez leídos de distinta manera en cada momento histórico y cultural (oráculo de los dioses, danzante de San Vito, bruja, incapaz). Como, sobre todo, se hace abstracción de que, sea cual sea el sustrato biológico de cada una de las pasiones, lo que realmente cuenta es, de nuevo, sus manifestaciones fenoménicas, y éstas son siempre culturales. ¿Llamaremos amor al hecho de dominar a varias mujeres a la vez, como hacen tantas culturas? ¿Aceptaremos que no hay mayor muestra de piedad que el liquidar a todos los impíos? Porque el sustrato biológico es el mismo en todos los hombres.

Pero, más allá de esas objeciones, ¿qué texto se reescribirá en el cerebro posthumano si todavía no sabemos lo que es el hombre, si no hay consenso sobre lo que es el hombre? Ni sobre lo que es el hombre, ni sobre lo que es la ética. Porque el bien y el mal, es decir, la ética, son conceptos abstractos sujetos a mil circunstancias históricas y culturales, religiosas y normativas, personales y existenciales, etc. No existe una ética universal (aunque tal vez pudiera intentarse de nuevo una razón jurídica universal, como fueron la ONU y la Declaración de Derechos Humanos, al margen de las particularidades culturales, pero esta vez sin trampas, con voluntad de que funcione), ya que la ética (esto es, todo lo que trasciende las determinaciones puramente biológicas y genéticas en el hombre; trascendencia que se manifiesta a través del lenguaje, la religión, la interpretación de los signos y el tiempo y, en general, los sistemas normativos y sociales) no es sino uno de los elementos constitutivos de lo social, sin el cual no hay comunidad posible; cada hombre, en cada situación y momento histórico, define lo que para él ético.

Tal vez, entonces, no sea posible reescribir el texto humano si no es forzando gravemente la máquina, arrumbando definitivamente al phantasma que la anima al rincón de los trastos viejos. Y ése es el problema: no que se pueda o no se pueda hacer, sino que no se debe hacer. Es más, que se deben poner todos los medios para que cuantos laboratorios y científicos sin escrúpulos, paraísos biomédicos y demás buitres que hoy planean sobre la autonomía y la razón humanas no puedan conseguir sus objetivos. Porque, de no ser así, en el mejor de los casos tal vez se logre esa utopía que prometen los reduccionistas biológicos, ese “mundo feliz” que ya intuyese Aldous Huxley: un nuevo totalitarismo basado no en la fuerza, como los antiguos, sino en la felicidad abúlica que proporciona la comodidad sin esfuerzo, la libertad sin responsabilidad, la vida sin preguntas; en definitiva, una sociedad de esclavos felices. Y en el peor, una sociedad de esclavos sin más.

La función de la neurociencias, como la de todas las tecnologías médicas, no es, no debe ser, política, ni mucho menos normativa, sino exclusivamente sanitaria. Sus límites deben quedar fijados en el dolor físico y psíquico de los pacientes voluntariamente sujetos a su saber práctico, sin que en ningún caso puedan inmiscuirse en la conciencia y la voluntad del hombre, ni intentar normativizar su libertad y su deseo, aun su libertad y su deseo para el mal. Y mucho menos al dictado de intereses suprahumanos o supuestamente superiores. Y ello porque, como dijo el barón de Montesquieu, la libertad no es un bien más, sino, específicamente, el bien que permite gozar de los demás bienes; entre ellos, los bienes que proporcionan la naturaleza y la ciencia.


Notas

1. René Descartes: Meditaciones metafísicas, Tecnos, Madrid, 2005, p. 213.

2. Ibid., p. 162.

3. Aunque buena parte de la ética antimetafísica de Nietzsche (si bien, en un sentido digamos bondadoso) ya está en Spinoza, el cual, en su Ética demostrada según el orden geométrico, ya mantiene que no existe una conciencia desgajada del cuerpo, sino un atributo más de éste, llamado pensamiento, cuyo fin, en tanto que materia, no podía ser limitar las emociones, que son manifestaciones del cuerpo, sino adecuarlas y resolverlas en su propio seno. Si para Descartes el bien y el mal eran emanaciones morales de la conciencia, para Spinoza no existían “bien” y “mal” en abstracto, sino “bueno” y “malo”, conceptos relativos que expresan sensaciones o conveniencias del cuerpo. Para Spinoza, como luego para Nietzsche, la vida humana estaba envenenada por las categorías morales del bien y del mal, de la culpa y del mérito, del pecado y la redención.

4. Friedrich Nietzsche: La voluntad de poderío, EDAF, Madrid, 1981, p.165.

5. Ibid., p. 365.

6. Reglas para el Parque Humano, conferencia pronunciada por Peter Sloterdijk en el castillo de Elmau, Baviera, en julio de 1999, en el marco de los Simposios del castillo de Elmau sobre “La filosofía en el final del siglo XX”. La conferencia de Sloterdijk fue publicada en España por la editorial Siruela bajo el título de Normas para el Parque Humano. Una respuesta a la Carta sobre el Humanismo de Heidegger, Madrid, 2000.

7. Sobre todo ello, véase mi libro La familia del Dr. Frankenstein. Materiales para una historia del hombre artificial, Editorial Zumaque (Alcalá Grupo Editorial), Jaén, 2007.

8. Lo que en realidad hacen la mayoría de los etólogos, sociobiólogos y demás deterministas biológicos es leer a Darwin a la luz de Nietzsche. Sin embargo, Nietzsche se distanció clara y expresamente de la teoría de la selección natural, ya que para él la lucha en la naturaleza no se planteaba por la mera supervivencia, sino, más específicamente, por el poder, por el dominio. En la teoría darwinista de la selección natural sobreviven los que logran adaptarse al medio, que con frecuencia son los más débiles, los que se someten; en el positivismo nietzscheano, los débiles quedan aplastados por los fuertes. Al unir ambos conceptos, los deterministas biológicos hacen lo mismo que en su día hicieron los darwinistas sociales, fundamentalmente Spencer: interpretar la teoría de la selección natural según categorías no científicas, sino políticas y sociológicas. Curiosamente, por cierto, porque esa interpretación choca frontal-mente con sus propios argumentos. La teoría de la selección natural –que es científicamente incontestable- no puede tener una lectura política porque, por lo que respecta al hombre, esa selección natural quedó irrevocablemente derogada en favor de la “selección técnica” (vale decir, quedó derogada por la política) en el mismo momento en que el homínido proyectó su mirada y su gesto (que, sin duda, fue todavía un gesto biológico, necesario, y cuya ejecución duró siglos) sobre la “herramienta”.

9. Edgar Morin: La humanidad de la humanidad. La identidad humana, Cátedra, Madrid, 2006, p. 119.

10. Ibid, pp. 300-301.

11. No está de más señalar que los avances en neurociencias (sobre todo en neurofármacos, pero también en técnicas de imaginería cerebral para descubrir los correlatos neuronales de ciertos comportamientos, o para detectar las llamadas “huellas de memoria”, o determinar si existe o no “muerte cerebral”) están abriendo ya brechas muy importantes en la dogmática y la practica jurídicas. En cuanto a los neurofármacos, el debate está planteado fundamentalmente en torno a su uso en algunos delincuentes supuestamente irrecuperables, como los violadores múltiples. La determinación de la “muerte cerebral”, y por ende, la decisión de “desconectar” a personas en coma profundo, ha dado lugar a una reciente polémica en Italia a propósito del caso de un padre que solicitó que no se alimentase más a su hija artificialmente. En cuanto a los corre-latos neuronales de la conducta, tienen interés en el caso de drogadictos, psicópatas, crímenes violentos, etc. Con todo, algún tribunal norteamericano ha condenado a importantes penas de prisión a menores de edad ya que los neurólogos “demostraron” que su “maduración cerebral” era superior a su edad. No obstante el indudable riesgo de todas estas técnicas (pensemos en la aterradora posibilidad de que las autoridades –tal vez con consenso social- propusiesen el uso de neurofármacos para corregir todo tipo de conductas “desviadas”), hasta ahora los tribunales se han mostrado prudentes. En ello ha influido, acaso, el mal recuerdo que a finales del siglo XIX y principios del XX dejaron las teorías supuestamente “científicas” de la antropología criminal, la fisiognomía y la frenología, la monomanía, la eugenesia, etc. Aunque, entonces como ahora, no faltan fanáticos que, como el bueno de Lombroso (o nuestro más querido Dr. Salillas, que tanta hilaridad causaba a Pío Baroja) aseguran estar a punto de descubrir (y por ende, resolver todos los problemas de delincuencia y orden público) cuáles son las neuronas que “inevitablemente” llevan al crimen, al igual que los positivistas crimino-lógicos creían descubrirlo sólo con examinar los cráneos de los anarquistas o los esqueletos de los gitanos.

12. José R. Hernández Arias: Nietzsche y las nuevas utopías, Valdemar, Madrid, 2002, p. 61.

13. Op. cit., p. 291.

14. Alonso Burgos: Op. cit., pp. 225-226.

15. Aldous Huxley: prólogo de 1946 a Un mundo feliz, Mondadori, Barcelona, 2004, pp. 12-16.