Feminismo y política de las mujeres
Artículo publicado en la revista Duoda. Revista de Estudios feministas, n. 28, 2005, pp. 39-47. Traducción de María-Milagros Rivera Garretas.
A principios de octubre pasado, como quizá sabéis, hubo en Barcelona un congreso de filosofía, el décimo congreso de la Sociedad de Filósofas. Su tema principal fue la libertad. Mi intervención se titulaba Enseñar la libertadEnseñar la libertad, trad. de María-Milagros Rivera Garretas, conferencia leída en el X Simposio de la Asociación Internacional de Filósofas (IAPH), “La pasión por la libertad. Acción, pasión y política. Controversias feministas”, Barcelona, del 2 al 5 de octubre de 2002. [Versión sin traducir en http://www.libreriadelledonne.it/news/articuli/iaphMuraroIT.doc]
, y dije que no se puede enseñar la libertad sin enseñar la no libertad. Partía de una constatación que recojo de nuevo aquí.Vivimos en una época de cambio de civilización. Las cosas materiales requieren tiempo para cambiar, pero las formas simbólicas con las que vivimos y pensamos la realidad, pueden cambiar muy deprisa, y es a esto a lo que estamos asistiendo y en lo que estamos participando.
Las mujeres tienen que ver con este cambio, tal vez más de lo que somos capaces de ver. Tienen que ver con todo lo que afecta al cambio de las relaciones entre los sexos y a las formas de la vida familiar. Han cambiado o están cambiando las relaciones entre los sexos y entre las generaciones. Estoy pensando en especial en las relaciones entre madres e hijas que, aunque entreveradas con las peripecias de cualquier relación íntima, se están convirtiendo en una fuente de fuerza y de competencia femenina. La presencia de las mujeres está modificando también la vida pública y el mundo del trabajo. Pensemos en la universidad, poblada de mujeres jóvenes autónomas e inteligentes. Algunas características de los nuevos movimientos políticos –la red más que la organización, la primacía de las relaciones, el valor de las diferencias, la incomodidad para con los líderes y los representantes, derivan de formas y prácticas del movimiento político de las mujeres que se desarrolló hace treinta años y que en muchos países –como este- sigue vivo.
Pero las mujeres no tienen que ver con ello solo en positivo. En este momento histórico –dije en Barcelona-, en las sociedades ricas del mundo occidental, las mujeres se benefician de una promoción social sin libertad. En consecuencia sucede, o puede suceder, que su presencia se traduzca en un menos de libertad. Incluso el feminismo se puede convertir en un factor de no libertad para mujeres y hombres. Es una paradoja, porque el feminismo lo conocemos como movimiento de liberación, pero no sería nada nuevo en la historia humana.
Me fue pedido, con razón, que me explicara mejor. 1 Con esas palabras me refería a ciertos hechos propios de las sociedades ricas del mundo occidental. Uno es la competición entre mujeres y hombres. Las mujeres se ponen o son puestas a competir con los hombres en muchos campos, por ejemplo en la política y en el trabajo. Esta, yo sostengo, es una promoción social sin libertad, porque no da a las interesadas la posibilidad de inventar su modo original de estar en la vida pública: tienen que estar de manera que resulten mejores que sus colegas hombres, sin atender a su malestar, sin darle valor a su diferencia, como caballos que corren en un hipódromo y no como caballos que corren libres por las praderas.
Sobre este tema ha escrito Lia Cigariniel artículo Libertà senza emancipazione (Via Dogana 61). En su opinión, la competición con los hombres no responde a un deseo verdadero de las mujeres: “Las mujeres se mueven en la sociedad (en el mundo) con un sentido fuerte de sí que se expresa como deseo de independencia económica y de autorrealización”, escribe. Pero –añade- “en este sentido fuerte de sí yo no reconozco una voluntad de entrar en competición con los hombres”. Probablemente tiene razón, pero el impulso hacia la competición se hace notar. Un pensador político ha dicho muy explícitamente que se promueve la igualdad para favorecer la competición. Esto dice mucho de la insistencia, ahora ya corriente, en favor de la igualdad entre mujeres y hombres.
Otro hecho: la denuncia, cada vez más persistente, de que son pocas, en comparación con los hombres, las mujeres que llegan a ocupar puestos de mando o de prestigio. La denuncia en sí sería justa, pero resulta ambigua porque no va acompañada de una comprensión profunda de las razones de este fenómeno, y no tiene en cuenta que hay mujeres que no desean llegar a esos puestos a cualquier precio. Pues, a veces, se trata de una elección libre: hay mujeres que prefieren puestos menos visibles pero humanamente más gratificantes. Otras veces, se trata de un rechazo de la manera masculina de mandar y de gobernar: hay mujeres que dejan la carrera política porque no soportan el ambiente de los políticos profesionales.
Es un error ver siempre y solo exclusión, del mismo modo que es erróneo tomar el feminismo como un movimiento de mujeres que aspiran a las metas masculinas. La libertad femenina existe. El hombre de sexo masculino no es la medida de la humanidad femenina. El punto de partida del movimiento feminista fueron mujeres que se distanciaron de la sociedad masculina y se negaron a medirse con los hombres: mujeres que buscaron, en las relaciones con otras mujeres, la fuerza y las palabras para ser fieles a su experiencia y a sus deseos. O sea, la fuerza de ser originales, no imitadoras. Pensemos en esa obra maestra de la política que es Tres guineas, escrita por Virginia Woolf en 1937 . Se puede decir que el feminismo de la diferencia tiene su origen en este libro, que, en la lucha contra el fascismo, pone en el primer lugar la independencia económica y simbólica de las mujeres. Al hombre antifascista que le pide que se una a él en la lucha, ella le responde, al final de una larga y apasionada discusión: “Tanto las mujeres como los hombres hemos decidido hacer todo lo posible para destruir el mal de la guerra: vosotros con vuestros métodos, nosotras con los nuestros. Está claro, en realidad, que la mejor manera de ayudaros a prevenir la guerra no es repetir vuestras palabras y seguir vuestros métodos, sino encontrar palabras nuevas e inventar métodos nuevos”.
Para una mujer, el pasaje a la libertad es el sentido libre de su diferencia, como mujer y como ella, tomada en singular, las dos cosas a la vez. Sentido libre significa que ella misma, en relación con sus semejantas, en el contexto en el que vive, con los recursos de la lengua materna, intenta leer su experiencia, orientarse en el mundo y actuar en él.
Sin ese pasaje, no es libertad sino emancipación. Con demasiada frecuencia se confunde la una con la otra. Existe una propaganda que se basa en la emancipación femenina para proclamar la superioridad de Occidente sobre otras culturas y civilizaciones. Es un fenómeno histórico no nuevo, que ha vuelto a salir después del 11 de septiembre de 2001 . Pasando por encima de toda consideración hacia las diferencias culturales, se contraponen nuestros usos y costumbres con los de otras civilizaciones, haciendo de ello a la vez una cuestión de libertad femenina. Esta propaganda llega hasta la mistificación: en Italia, después del 11 de septiembre se presionó a las feministas para que apoyaran el partido de la guerra de Afghanistán como si fuera una guerra de liberación de las mujeres.
La emancipación de tipo occidental no es la libertad y no es indispensable para la libertad, ni siquiera para la nuestra; menos todavía para la libertad de mujeres que viven en otras culturas, lo cual quiere decir en otros contextos, otros lenguajes, otras mediaciones. Hablando a la prensa occidental, ha dicho una protagonista de las luchas contra la construcción de grandes diques que destruirían el hábitat, en el curso del río Narmada, en la Índia: “Las mujeres indias no admitimos que se nos represente como un sexo oprimido”. 2
En el fondo de la cuestión me parece ver una contradicción que nos afecta a todos, mujeres y hombres. Por una parte, crecen y se multiplican las oportunidades de vivir más y mejor, que nos vuelven más exigentes e inquietos; por otra, se ha empobrecido la concepción de la política. La política se entiende como una técnica de gestión del poder, reservada a los políticos profesionales, una categoría humana que está perdiendo prestigio, y, por lo demás, en lo relativo a la gente común, la política se identifica con la defensa de un número creciente de derechos. El lenguaje es un indicador importante: a todo lo que nos plantea problemas se le responde haciendo de ello una cuestión de derechos.
La política así entendida no puede bastar: no es suficiente para los problemas de la humanidad y no es suficiente para dar sentido a la vida de las personas concretas.
El individuo postmoderno se está transformando en un consumidor hipertrófico, que frecuenta supermercados y supermuseos, agobiado por problemas de seguridad, dependiente de un gran número de bienes y de servicios que corren el riesgo de convertirse en el único espejo de sí, a falta de experiencias relacionales que pongan a prueba su capacidad de aguardar, de esperar, de amar, de gozar, de sufrir, de entender... No me extiendo en el análisis social o psicológico. Intento escuchar un sufrimiento del plano simbólico, sufrimiento que intuyo en el cuerpo social, en mis estudiantes, por ejemplo, o tomando en consideración ciertos fenómenos, como la cantidad de dinero que afluye de pronto a las arcas de esta o aquella asociación humanitaria, o leyendo la crónica de sucesos y observando a la gente que trato.
Entre las causas del sufrimiento habría que incluir también el egoísmo obligatorio y el endurecimiento del corazón en la defensa del propio bienestar. Yo procedo de una región tradicionalmente católica que, en los últimos decenios, se ha vuelto rica rápidamente. Este cambio ha traído euforia, como es natural. Pero ahora, a la euforia le está siguiendo una especie de espanto ante los nuevos problemas que se plantean, entre ellos el de la seguridad, que tal vez esconde un sentimiento de culpa para con una humanidad necesitada que llama a la puerta. Las prácticas antiguas de acogida de las personas necesitadas han dejado de existir porque estaban vinculadas con una cultura y una economía que han dejado de existir.
Por una parte, la competitividad, que se extiende a todos los ámbitos y que cada vez empieza antes, ahora ya en los pupitres de la escuela; por otra, la defensa cada cual de sus derechos: el proceso de desarrollo así orientado está diseñando un mundo en el que la convivencia generosa y confiada resulta impracticable.
Ante esta perspectiva, me inclino a preguntarme críticamente sobre la revolución feminista y a volverme positivamente hacia la política de las mujeres. Entendiendo como tal esas prácticas –sobre todo femeninas- de creación y recreación de la vida humana y la convivencia, prácticas que han formado y siguen formando un tejido poco aparente pero esencial de la civilización, en las cuales el amor desempeña una parte importante, ya sea como inteligencia o entendimiento (pues existe un entendimiento del amor), ya sea como fuerza de transformación. 3
No contrapongo la política de las mujeres al feminismo; la planteo como algo que el feminismo está llamado a descubrir y a valorar a la luz de la libertad femenina. El feminismo que se limita a defender y promover derechos y oportunidades favorables para las mujeres, no sale de la parábola de lo postmoderno y su pobrísima concepción de la política.
Menos todavía propongo una vuelta al sacrificio de sí que les fue inculcado a nuestras madres en la sociedad patriarcal. Quiero, sin embargo, destacar la obra de civilización hecha por mujeres para templar convivencia y libertad. Que es –sostengo- el sentido primario de la política. Lo repito: la convivencia cerrada de la competitividad, por una parte, y la defensa de los propios derechos, por otra, es insuficiente. Lo es dos veces: con respecto a los problemas que se plantean hoy con la llamada globalización, y con respecto a las posibilidades de expansión libre de sí que llevamos dentro como un tesoro que no sabemos que tenemos (mejor, que somos) o que, peor, no sabemos cómo gastar. En este último aspecto me voy a detener.
A la concepción moderna de la política, yo contrapongo una idea que he descubierto prácticamente –con la práctica de la relación por sí misma (la relación sin fin, la llama Milagros Rivera
María-Milagros Rivera Garretas, Historia de una relación sin fin: la influencia en España del pensamiento italiano de la diferencia sexual (1987-2002), en Duoda. Revista de Estudios feministas, n. 24, 2003, pp. 19-37.
)- y de la que he encontrado algunas pruebas espléndidas estudiando el pensamiento femenino de un pasado lejano. Lo diré con palabras muy sencillas: es posible ensanchar el horizonte y alzar el cielo, o sea, es posible hacer que el mundo sea más grande y generoso. ¿Cómo? Creando libertad . De la libertad se suele hablar como de una conquista o como de un derecho, pero la libertad puede ser también mirada como una creación, para sí y para los demás, de posibilidades que antes no estaban y que ahora están. Es decir, como un incremento de ser cuyo origen está en nosotras y nosotros o, con más precisión, en nuestras relaciones. No me alargo porque, aunque no exista una doctrina de la libertad así entendida, hay, en cambio, una experiencia femenina y feminista de estos años que nos la hace reconocer intuitivamente.La idea de que se puede crear libertad y de que la libertad es, a su vez, creadora de mundo, me la ha dado el feminismo con la invención de la libertad femenina.
Nuestra libertad no la hemos conseguido ocupando el lugar del otro ni levantando barreras contra el otro, sino inventando prácticas nuevas y relaciones nuevas, o dándoles a las relaciones antiguas un sentido nuevo. Pienso especialmente en las genealogías femeninas, en las que hemos sabido reconocer un lugar de competencia simbólica en torno a la vida y la figura de una autoridad femenina no basada en el poder. La idea de la genealogía femenina, avanzada genialmente por Luce Irigaray (en Sexes et parentés, 1987) fue acogida inmediatamente y puesta en práctica por muchas, de forma simbólica y de forma literal, en la relación con la propia madre o con las propias hijas. También la práctica de reunirnos entre mujeres y de cultivar relaciones con mujeres por sí mismas, sin hombres, hay que verla como una relación nueva con el otro sexo. No es una paradoja, porque la ausencia no cancela al otro, más bien al contrario. El resultado es una libertad femenina que no es copia de la masculina ni su extensión a las mujeres, una libertad que no se resume en el hecho de que las mujeres tengamos los mismos derechos que los hombres. Una libertad, pues, que trasciende las formas de la democracia tal y como los hombres la entienden, y sobre la que hay toda una reflexión teórica que hacer, que podría ayudar a encontrar caminos nuevos para salir de la crisis a la que aboca la democracia representativa. (Pensad en el número cada vez más escaso de personas que van a votar).
En el movimiento de las mujeres, no hemos tenido necesidad de organizarnos ni de votar ni de elegir representantes. ¿Qué hacemos entonces para estar de acuerdo y para actuar concertadamente? Intensificar las mediaciones y modificarnos, hasta crear un terreno de entendimiento parcial, y, para el resto, dejar las puertas abiertas, a la espera de nuevos acuerdos posibles. O de nuevos conflictos. Los conflictos no son incompatibles con las relaciones, y pueden incluso ayudarlas. Los conflictos no son las guerras.
Los nuevos movimientos políticos han inventado un eslogan muy bonito: “otro mundo es posible”. El paso siguiente es que nos demos cuenta de que este otro mundo no hay que construirlo, porque ya existe, como una posibilidad dentro del mundo real, y que la idea de este otro mundo no hay que contraponerla con el mundo real, porque el mundo real está –cómo decirlo- grávido del mundo posible. De la política de las mujeres, los nuevos movimientos pueden aprender cómo se da vida al “otro mundo”. No con el antagonismo, no poniéndose ante el mundo existente como ante un obstáculo que derribar, sino abriéndolo a sus ocultas e inesperadas riquezas. ¿Cómo? Inventando prácticas nuevas e intensificando las mediaciones: haciendo de manera que la realidad, que era rígida, se vuelva plástica, como un metal cuando llega al punto de fusión.