Algunas consideraciones iniciales.

La historia de la pena de muerte es la del Derecho punitivo existente desde que el ser humano constituye las sociedades en las que vive. Los lugares o países en que unos hombres han eliminado a sus semejantes con la ley en la mano y sin tener que pretextar estados de guerra u otras violencias, han sido prácticamente todos y a lo largo y ancho de la Tierra, siempre y en todo momento, de modo que hoy es imposible encontrar un solo lugar ni tiempo alguno en que las ejecuciones capitales fueran desconocidas. Se ha condenado a muerte a los hombres, a las mujeres, a los ancianos, a los niños, a los enfermos, a los anormales; se ha condenado a muerte a los animales y también a los objetos que fueron considerados culpables de cometer un delito.

El derecho de matar, como el derecho de castigar lo tienen o detentan unos hombres frente o contra otros. El padre, el jefe, el hechicero, el rey, el pontífice, el estado: ellos son los que empiezan por imponer su fuerza, aún antes de dar forma escrita a las leyes. Unos mandan, otros obedecen; se establecen unas normas: muerte para el que no las cumpla. Se crea un orden: muerte para el que lo viole. Se mata, ante todo, en nombre del orden.

Se mata en nombre de la sociedad que hay que defender y la sociedad es una estructura clasista. Toda la escuela positivista, con Bentham a la cabeza, es unánime al afirmar que, en principio, sólo se consideró inmoral, criminoso y punible todo lo dañoso o incómodo para las clases privilegiadas y vencedoras, las clases dominantes. Rousseau formula concretamente el fundamento del derecho de matar: "conviene al Estado que tú mueras". El jurista italiano Angel Vaccaro (1854) afirma que el derecho penal no es históricamente otra cosa sino "una serie de recursos que aplica una clase prepotente y dominadora, bien avenida con un estado de cosas establecido a su conveniencia, para aplastar con esos recursos a quien se opone o combate ese régimen social en el que huelga, triunfa y se regodea la clase parasitaria".

No es, pues, la sociedad lo que las leyes penales defienden, sino los intereses de un grupo dominante, que es el que fija los delitos y las penas. Las persecuciones religiosas y políticas históricas, la afirmación concreta de Lombroso (1836-1909), por ejemplo, de que el robo fue tenido primitivamente por crimen más grave que el asesinato, no dejan lugar a dudas. La pobreza es una circunstancia agravante aún hoy. El delito, en ciertos momentos y lugares históricos, no es nada en sí mismo, sino en su relación con la persona que lo comete: un ciudadano romano nunca era un criminal, un esclavo lo era siempre; un ciudadano blanco de Dallas nunca ha hecho nada, pero un negro siempre ha hecho algo. El delito tiene un precio valorable en dinero y el delincuente queda libre si paga su rescate.

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